Homilias Crisostomo 2 1007

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EL CISMA ANTIOQUENO

Todavía durante la infancia del Crisóstomo otro suceso agravó más la situación religiosa de Antioquía. Era el año 360. Los arríanos, en plenas actividades conmovían el Oriente. Entre otras cosas lograron llevar a la importantísima sede de Constantinopla al obispo arriano Eudoxio que gobernaba a los arríanos en Antioquía. Y se fijaron para llenar la sede vacante en un hombre de carácter apacible y benigno, pues vieron que ese candidato era acepto al emperador. Se llamaba Melecio. Había sido obispo de Sebaste. Ignoramos por qué motivos había renunciado a su sede y se había retirado a la vida privada. Los amigos de Eudoxio lo aceptaron entre otros motivos porque pensaron que dado su carácter les dejaría manos libres en sus actividades y no se metería en los alborotos de las cuestiones dogmáticas. (24)

Pero sucedió lo imprevisto. El día mismo de su toma de posesión, Melecio afirmó claramente sus posiciones y se declaró por el dogma católico integralmente. Sostuvo en la cátedra que el Verbo eterno era consubstancial y coeterno con el Padre y condenó el arrianismo. El emperador Constancio, que favorecía a los arríanos, lo hizo desterrar inmediatamente; y antes de los 30 días de haber tomado posesión hubo de tomar el camino del destierro. Lo reemplazó un obispo netamente arriano, de nombre Euzoio. Los herejes se arremolinaron en torno de Euzoio, mientras los católicos se dividían en bandos a causa del destierro de Melecio.

Con esto, al subir al trono Juliano llamado el Apóstata, en Antioquía existían tres partidos: el de los arríanos, el de los melecianos y el de los que no quisieron reconocer a Euzoio ni a Melecio y conservaron su título de eustatianos. A estos últimos, como no tenían obispo a quien reconocer, comenzó a administrarlos un piadoso sacerdote de nombre Paulino. Pero Juliano, en su lucha contra la Iglesia, entre los varios métodos astutos que empleó, echó mano de uno que dio lugar a tremendos desórdenes: en 362 dio un decreto por el cual levantaba el destierro y concedía una amnistía general a todos los desterrados por cuestiones religiosas. Su pensamiento era por este medio promover escándalos dentro de las creencias religiosas, para así mejor dominarlas e imponer el neopaganismo con que soñaba. Con esto los obispos destituidos comenzaron a regresar a sus diócesis.

En 362, bajo la dirección de san Atanasio, se había reunido un Sínodo en Alejandría, y uno de sus primeros cuidados fue dirigir a los antioquenos una exhortación a la concordia. San Atanasio, Eusebio de Vercelli y Asterio de Amasea redactaron la extensa carta, y los dos últimos recibieron la misión de hacerla llegar a los destinatarios. Por desgracia se les había adelantado Lucífero de Cagliari, uno de los desterrados por Constancio a causa de su firmeza en sostener la llamada fórmula de Sirmio, primera de ese nombre, irreprochable desde el punto de vista de la ortodoxia. Este prelado, cuando regresó de su destierro, se mostró sumamente intransigente con los que habían flaqueado en la defensa de la fe, y al fin rompió, por ese motivo, con el Papa Liberio, que era mucho más indulgente. Así formó una secta de tendencias rigoristas, a la que se dio el nombre de los lucijerianos. Este obispo fue a Antioquía y consagró obispo, sin tener ningún derecho, a Paulino, a quien favorecían los latinos; y declaró herejes a Melecio y sus partidarios. Melecio había ya vuelto a Antioquía, merced al edicto de Juliano, y aun había sido recibido con grande entusiasmo. Los de Alejandría, ofendidos y todo, reconocieron a Paulino juntamente con los occidentales; los orientales en cambio se declararon por Melecio.

Intervino en favor de Melecio el gran obispo san Basilio Magno, y aun escribió al Papa Liberio, pero no logró convencerlo. Con la intromisión de Lucífero quedaron en Antioquía cuatro grupos: los partidarios de Auzoio el arriano, los melecianos, los eustatianos y los paulinianos o luciferianos. Por su parte Juliano se dedicó a ayudar a los anomeos del partido de Aecio y desencadenó la persecución contra los católicos. Hubo entonces en la ciudad mártires como san Teodoreto, presbítero condenado a muerte por Juliano, tío del emperador, y como san Teodoro, que fue sorprendido cerca del santuario de Dafne en los momentos en que oraba sobre la tumba del mártir Babylas.

Llovían las pruebas sobre la Iglesia de Antioquía. Precisamente en esa época fue cuando Juliano hizo una visita a la ciudad, el año 362, por el mes de agosto. Llegó en los momentos precisos en que los paganos celebraban la fiesta de Apolo en Dafne. Pero fue grande su decepción. El santuario del dios estaba casi solo. Como ya referimos, los cristianos habían levantado enfrente del santuario un templo cristiano en honor de san Miguel y un martirio o Capilla a san Babylas, y desde entonces había enmudecido el oráculo de Apolo y su culto había venido a menos. (25) Juliano penetró al santuario, y de pie junto a la estatua del dios, dirigió a los pocos asistentes una especie de exhortación piadosa, cuyo texto no nos es conocido. Y desde ese momento pensó en dedicar sus energías a reanimar aquel oráculo que era uno de los más famosos del oriente griego, y a resucitar aquel culto que, según él afirmaba, había sido la gloria de Antioquía.

Varios meses estuvo en la ciudad. Pero su presencia en nada sirvió para sus planes. Había querido instituir una especie de sacerdocio o Clero pagano, pero sólo encontró para eso "gentes que se morían de hambre, fugados de las cárceles y de los baños, que se vieron de pronto exaltados a los más altos honores". Confió la administración y la política a diversos sofistas ineptos. Cierto día los antioquenos pudieron contemplar una procesión o desfile presidido por el emperador en persona, y vieron que "jóvenes afeminados y cortesanos sacados de sus tabucos, sostenían conversaciones sumamente licenciosas". (28) La comitiva misma del emperador se permitía toda clase de promiscuidades, y se cargaba de prácticas supersticiosas y de sacrificios incesantes a los dioses. Con semejantes elementos no era posible establecer ninguna religión nueva.

Además, por el mes de octubre de ese año, "en una noche sin nubes", dice Libanio, (29) prendió, sin saberse cómo, un incendio en el santuario de Apolo de Dafne. Unos lo atribuyeron a fuego bajado del cielo; otros a alguna chispa que inopinadamente prendió en el maderamen. Lo cierto es que el incendio alcanzó la parte alta del edificio, y las vigas, ya inflamadas, se desprendieron sobre la gran estatua del dios, que muy pronto quedó consumida. Los sacerdotes dieron aviso al pueblo, que luego concurrió; llegó también a toda prisa el emperador. Pero hubieron de contemplar el incendio "como se asiste a un naufragio desde la orilla, sin poder prestar auxilio". (30)

Juliano atribuyó el incendio al fanatismo de los cristianos, y en represalia se siguió el pillaje de la principal iglesia de Antioquía y del martirio o iglesia de san Teodoreto. Pero Juliano, temeroso, no intentó ya renovar aquel culto, o por miedo a los cristianos o al fuego del cielo o al mártir san Babylas. (31) Menos de un año después moría Juliano en Persia, tras de una batalla, según parece asesinado por uno de sus soldados. (32) Tenía para entonces el Crisóstomo unos nueve años de edad, y sin duda debió de impresionarle mucho aquel suceso. Más tarde, en una Homilía o más bien Tratadito acerca de san Babylas y contra Juliano, lo recordará largamente.

Todavía hubo el Crisóstomo de contemplar en su juventud otro escándalo, por haberse mezclado en la cuestión del cisma antioqueno la del apolinarismo. Apolinar, obispo de Laodicea, advirtió en la expresión preferida por la escuela antioquena es una simple fábula respecto de Jesucristo "Hombre-Dios" el peligro de hacer de Cristo dos. Y deseoso de salvaguardar la unidad de Cristo, comenzó a defender que Cristo era un hombre en el que el Verbo se había unido a un cuerpo mortal y sensible compuesto de carne (ffágf) y de alma animal wvX'ñ), en el cual ejercía las fSÍi, porque ponían en el hombre tres partes, oágg, v y vovg; y de éstas daban al Verbo dos terceras partes, que en griego se dicen Sifioígai,

Pero, en el ardor de la polémica teológica, algunos obispos antioquenos insistieron tanto en la doble naturaleza de Cristo que llegaron a afirmar que en realidad Cristo era un hombre completo con su propia personalidad en el que el Verbo simplemente habitaba. Así, por ejemplo, Diódoro de Tarso, que era uno de los maestros del Crisóstomo, y Teodoro de Mopsuestia. Cierto es que ambos prelados renunciaron a sus errores y murieron en paz en el seno de la Iglesia Católica, aquél en 392 y éste en 428. Pero el apolinarismo en Antioquía acabó por convertirse en un verdadero partido, cuando un amigo de Apolinar, de nombre Vidal, presbítero de Melecio, quiso pasarse al bando del famoso Paulino. Paulino se resistió a recibirlo entre los suyos por creerlo imbuido en el apolinarismo o a lo menos con resabios de ese error. Por su parte Melecio a su vez se negó a recibirlo de nuevo a causa de su defección en favor de Paulino. Y el resultado fue que Vidal organizó su Iglesia aparte. Con esto hubo en Antioquía simultáneamente cuatro obispos, cada uno con su partido: Paulino, Melecio, Vidal y Euzoio. Y todavía se complicó más el asunto y el escándalo, cuando Paulino, ya en el lecho de muerte, por sí y ante sí y sin asistencia de nadie, consagró como sucesor suyo a un tal Evagro. Semejante irregularidad y el hecho mismo de que Evagro fuera electo por Paulino, motivó que Evagro fuera rechazado por Flaviano, sucesor de Melecio, quien murió en Constantinopla al asistir al Concilio de 381. Más aún: a pesar de los esfuerzos del emperador Teodosio, el cisma antioqueno sobrevivió aun a la muerte de Evagro y de Flaviano. Terminó totalmente en 415.

Y san Juan Crisóstomo, recién bautizado, hubo de contemplar todas aquellas miserias humanas que en nada ayudaban al fervor de los neófitos. (33)


(24) Acerca de este prelado Melecio, dice Olmedo, o. c., p. 204: "Para sucederle (a Eudoxio) fue nombrado Melecio, a quien, elegido obispo de Sebaste años atrás, no habían querido recibir en esa sede. Había tenido la debilidad de firmar la fórmula hornea (de los arríanos), pero al tomar posesión de la sede de Antioquía, en un discurso público ante el mismo Constancio tuvo el valor de afirmar la divinidad del Verbo, mereciendo por ello, apenas pasado un mes, el destierro". No hemos intentado historiar el arrianismo. Por esto nuestra narración quizá deje en los lectores alguna oscuridad… Recomendamos para una exposición más completa, la excelente obra de Olmedo, S. J. La Iglesia Católica en el mundo greco-romano, pp. 117-208. Edit. Jus, 1956.

(25) Así lo afirman Sozomeno, Sócrates el historiador y san Juan Crisóstomo en una Homilía o Tratadito sobre san Babylas y contra Juliano.

(26) San Juan Crisóstcmo, ibid., 14.

(27) Libanio, Epitah. Julian.

(28) San Juan Crisóstomo, Homil. en honor de san Babylas.

(29) Libanio, Monodia super Daphniae Templum.

(30) Libanio, ibid.

(31) P. Allard. Julien l'Apostat, t. III, p. 82.

(32) Pueden verse los pormenores en Amiano, Libanio y Marcelino. Aquello de que muriera herido en la batalla y de que tomando un puñado de sangre lo lanzara al cielo gritando al mismo tiempo: "¡Venciste, Galileo!"

(33) Es notable que la vista de tales miserias sólo influyera en él para comprender mejor que la Iglesia es una obra divina. Esto se debió, sin duda, aparte de su espíritu práctico, a su profunda vida de fe.


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MIRADA DE CONJUNTO

Con lo que precede tenemos, en resumen, todos los antecedentes necesarios para centrar el trabajo del Crisóstomo en su ministerio de la palabra en Antioquía. De su labor pastoral en Constantinopla nos ocuparemos luego. Pero, antes de emprender la pequeña biografía del santo Doctor, se hace indispensable echar una mirada sobre el conjunto de aquella situación enmarañada del siglo IV, siglo a la vez de las grandes herejías y de las grandes definiciones de la verdad, siglo como pocos ha vivido la Iglesia de Dios.

Quien ponga sus ojos únicamente en el cuadro que presentan las herejías, o mejor dicho los heresiarcas y sus satélites en acción, quizá se sienta inclinadp a tener un concepto menos exacto de la marcha de la Iglesia en aquellos tiempos. Pero se equivocaría lamentablemente. En realidad, "el siglo que sigue a la paz otorgada por Constantino a la Iglesia es sin género de duda el más fecundo y el más brillante de la Antigüedad Cristiana, pues ningún otro vio florecer tantos genios, ni aun vio salir a luz tantas obras maestras. San Atanasio, seguido más tarde por san Basilio, los dos Gregorios, de Nissa y de Nazianzo, y san Juan Crisóstomo, son los grandes luminares del Oriente, mientras que el Occidente puede gloriarse de san Hilario, san Ambrosio, san Jerónimo, y al finalizar el siglo IV y alborear el V, del más genial de todos, san Agustín… Los Padres de esta época estaban formados en la mejor tradición de la cultura grecolatina". De ahí su clacisismo y elegancia en la presentación de la doctrina de la Iglesia. Por otra parte tenían un "pensamiento vigoroso, gracias a la firmeza y sinceridad de la fe cristiana y a la profunda cultura filosófica de donde emanaba". Y finalmente, tenían un verdadero "enciclopedismo, podríamos decir, pues los Padres se mueven con grandísima facilidad y acierto en todas las formas y en todas las materias del saber humano de entonces: exégesis, apologética, dogmática, moral, controversia, ascética, historia, elocuencia y aun poesía". (34)

Más o menos contemporáneos del Crisóstomo fueron ademas otros notables hombres que brillaron con su brillo propio cada uno en su esfera, como san Epifanio, san Paulino de Nola, Dídimo el Ciego, Casiano, Rufino, etc. Unas pocas líneas sobre los principales completarán el cuadro, pues junto a ellos es como mejor se aprecia la altura del Crisóstomo. Porque precisamente para contrarrestar los gravísimos peligros enumerados ya, que cercaban a la Iglesia, suscitó el Señor toda una pléyade de grandes Pastores, hombres a la vez prudentísimos y sapientísimos, que sostuvieron el choque de las herejías, de los emperadores, del paganismo renaciente, de la perversión de costumbres, y sacaron a flote la nave de Pedro, en cuanto el hombre sirve de instrumento al poder divino, de aquella fea encrucijada. Parecían "personajes casi sobrenaturales, cuyas virtudes, talentos y sufrimientos imponían respeto aun a sus enemigos". (35)

Allá en Oriente y cerca del Crisóstomo, brilló desde luego el eran Basilio. Nacido en 330, murió en 379. Fue abogado. Su hermana Macrina lo enderezó hacia el fervor y la santidad. Recibió el bautismo a los 27 años y viajó por Siria, Mesopotamia, Palestina y Egipto. Luego se hizo monje y se entregó al trabajo manual juntamente con san Gregorio Nacianceno. Se ordenó sacerdote en 370. Le entusiasmaban los Clásicos y dedicó una de sus bellas Homilías a explicar a los jóvenes el modo de sacar provecho de la lectura de los autores profanos. Finalmente fue consagrado obispo de Cesárea. También fueron obispos sus dos hermanos: Gregorio, de Nissa, y Pedro, de Sebaste. La elegancia de su estilo suele compararse con la de Pericles, Lisias, Isócrates y Demóstenes. (36)

Brillaba también san Gregorio de Nazianzo, llamado el Teólogo. Nació en 330 y murió hacia el 390, cuando el Crisóstomo era ya famoso en la predicación sagrada. Estudió én Cesárea de Capadocia, luego en Alejandría y por último en Atenas, al lado de san Basilio. Se bautizó en 357, se ordenó sacerdote en 362 y fue consagrado obispo, contra su voluntad, en 372. Como Juliano el Apóstata prohibiera la enseñanza de la religión a los neófitos, él, para suplir de alguna manera la deficiencia de instrucción cristiana, se dedicó a componer poemas que, aprendidos de memoria, se recitaran y se cantaran. Su poesía está llena a la vez de imaginación y de sanas reflexiones. En 381 Teodosio lo llevó a Constantinopla, en donde fue consagrado arzobispo, pero después de algunas peripecias, se retiró a su patria, Arianzo, y ahí acabó sus días entregado al cultivo de un huertecillo. (37) Amaba tan sinceramente la elocuencia que escribiendo a Juliano le decía: "¡Todo lo demás os lo abandono: riquezas, nacimiento, gloria, prestigio… pero la elocuencia, ésa la reivindico; no me duelen los afanes y trabajos, los viajes por mar y tierra que empleé en adquirirla. En todas partes la he buscado: en Occidente, en Oriente, pero sobre todo en Atenas, ornamento de Grecia, y por largos años trabajé en adquirirla". (38)

Por su parte, en Oriente llevaba a cabo una obra parecida a la de san Ambrosio en Occidente, san Gregorio de Nissa. Nació en Nissa de Capadocia y vivió entre los años 335 a 394. Era hermano de san Basilio. Al principio se dedicó al estudio de la Retórica y contrajo matrimonio. A la muerte de su esposa abandonó el mundo. En 371 fue consagrado obispo de Nissa, y luego fue metropolitano de Sebaste, en el Ponto, en 379. Asistió al Concilio de Constantinopla del año 381 al lado del Nacianceno. Y como teólogo y filósofo se le tiene por superior a Basilio y a Gregorio, su coterráneo. Se le llegó a llamar Pater Patruum y fue autor de diversas obras exegéticas al modo de la escuela de Alejandría. (39) Una intriga arriana lo expulsó de su pequeña diócesis de Nissa, y anduvo errante y lleno de penalidades. A la muerte de san Basilio, como los arríanos, coléricos contra tan temible adversario, pusieran mácula en sus escritos, el de Nissa tomó la pluma y completó el Hexámeron de su hermano Basilio y escribió la defensa de éste y luego sus Libros contra Eunomio. "Se complacía en los análisis sutiles y dejaba a su razón avanzar cuanto era posible por entre las tinieblas del misterio". (40) Focio decía de él, más tarde: "ningún retórico tiene palabra tan brillante, tan blanda a los oídos, como el hermano del gran Basilio". (41)

Mucho podríamos decir de otros grandes hombres que por entonces florecían, pero lo omitimos y nos remitimos a los tratadistas especiales de la materia. Apuntaremos solamente un rasgo que nos dará a conocer lo que eran aquellos hombres con quienes se pareaba el Crisóstomo. Nos lo ha conservado san Gregorio Nacianceno. Cuando san Basilio hubo de enfrentarse con el emperador Valente, arrianizante, por motivo de la cuestión religiosa, tuvo con Modesto, Prefecto del Pretorio de dicho emperador, el siguiente diálogo: "¿Con qué derecho, le preguntó Modesto, rechazas la religión del emperador? –El emperador es una criatura de Dios, como yo; y yo no adoro a ninguna criatura. –¡Teme el castigo de tu audacia! –¿Cuál? –¡La confiscación de tus bienes, el destierro, la muerte! –¡Amenázame con otras cosas! ¡No tengo nada qué perder, porque no poseo más que mi manto y algunos libros! En cuanto al destierro, soy extranjero en la tierra y en todas partes soy huésped de Dios. Por lo que toca al cuerpo, tras de los primeros golpes quedará insensible a los sufrimientos. La muerte será para mí una bendición, puesto que me acercará más presto a mi Creador. –¡Nadie se ha atrevido a hablarme así, a mí, investido con la autoridad de Prefecto! –¡Es, por lo visto, que no te has encontrado nunca con un obispo!" (42)

Iba, pues, a desarrollarse la vida del Crisóstomo al lado de preciosas bellezas naturales que informarán su imaginación ardiente y le darán alas para acumular tropos sobre tropos en el ansia de aclarar a sus oyentes las verdades cristianas. Al lado del vocerío de las turbas frenéticas ante los juegos y los espectáculos del circo, en donde se permitían toda clase de desórdenes y tumultos. Junto a una cantidad de hechiceros y supersticiosos que vagaban por las calles y las plazas engañando con sus embustes a los crédulos antioquenos. En medio del barullo sordo del enjambre de negociantes que andaban a caza de ganancias más o menos justas y honorables. Delante de oficiales y cortesanos empeñados en la adulación y en el fausto, a veces de simple relumbrón. Muy cercano al calor de los hogares cristianos en donde la piedad y la virtud tenían su refugio. Y en un siglo de discusiones tormentosas en que el ingenio se agotaba para defender las propias apreciaciones con un calor que con frecuencia daba lugar a verdaderas matanzas. Pero también, ante el espectáculo sublime de aquellas grandes luminarias de la Iglesia que sostenían, con la firmeza que da la santidad, el Tabernáculo de Dios en la tierra, y además lo paseaban en triunfo entre persecuciones, destierros y muertes. Hombres a quienes se les podía aplicar hasta cierto punto la frase que del gran Basilio escribiera el gran Gregorio de Nazianzo: "¡Ah! –exclamaba al recordar los días que con san Basilio había pasado en Atenas estudiando la elocuencia–: ¿Cómo recordar aquellos días sin derramar lágrimas?… Únicamente conocíamos dos caminos: el primero y el predilecto, el que nos conducía a la Iglesia y a sus Doctores; el otro, menos elevado, el que nos conducía a la escuela y a sus maestros". (43)


(34) En muy breve resumen lo trata Olmedo, o. c., p. 212.

(35) Godofredo Kurt, o. c., vol. II, p. 238.

(36) Editó sus obras Paul Allard, Saint Basile, 4a. ed. París, 1903.

(37) Se conservan suyos 45 discursos y 500 poesías, además de 243 Cartas. Para su vida y obras, puede verse Guignet.

(38) Gregorii Opera Omnia, I, 132, Orat. 4.

(39) Mourret, o. c., vol. II, pp. 300-301.

(40) Mourret, ibid.

(41) Focio, Patrol. Craec, vol. XLVI, Opera. Cita de Mourret.

(42) Discurso XLIII, 48-51. Lo tomamos con pequeñas variantes para abreviar, pero conservando estrictamente todo el sabor y todo lo sustancial.

(43) Citado por Mourret, p. 205.


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SOL QUE SE LEVANTA

Nació san Juan Crisóstomo en la ciudad de Antioquía, según la fecha más tardía en 354. (44) Imposible actualmente localizar la barriada y menos la casa en donde vio la luz aquel niño que había de llegar a ser "la mayor lumbrera del mundo" como orador, según el juicio de sus contemporáneos. (45) Nobles eran sus padres y de muy cristiana familia. El se llamaba Segundo y era Prefecto de las milicias de Siria; ella se llamaba Antusa y tenía fama de virtud en la ciudad, como se desprende de un incidente que más tarde recordará san Juan en referencia a Libanio. Tuvo una hermana mayor que él, cuyo nombre no se nos ha conservado.

Segundo murió muy pronto, pero su viuda Antusa ya no contrajo segundas nupcias sino que se dedicó totalmente a la formación de sus hijos y a la administración de sus bienes. Ignoramos cuándo murió aquella hermana mayor del santo, pero debió de ser también muy pronto, pues la historia no vuelve a mencionarla. (46) Entonces todo el cariño y cuidados de Antusa se concentraron en su hijito Juan. Años más tarde, cuando san Juan Crisóstomo escriba su Tratado A una Viuda Joven, hará memoria de la sólida virtud de su madre. Cuenta en él que un día Libanio, que era su maestro, gentil y supersticioso, preguntó a algunos quién era la madre de aquel su notable discípulo Juan. Le contestaron que era una mujer viuda. Preguntó de nuevo cuántos años tenía esa mujer. Le dijeron que era viuda desde los veinte y que ya tenía cuarenta. Libanio, admirado, exclamó: "¡Qué mujeres tan excelsas hay entre los cristianos!" (47)

Con ese ejemplo en su hogar, Juan se acostumbró al ejercicio de la virtud desde pequeño. Se mostraba inclinado a la piedad, y era tan recto e inflexible en el cumplimiento de sus deberes que algunos lo tuvieron por arrogante. Era además muy franco en reprender los vicios y en decir la verdad. Uno de sus mejores biógrafos dice: "Antusa no tuvo que trabajar como Mónica en atraer de nuevo a su hijo a la fe y a la sabiduría: no hizo sino asistir en cierta manera al desenvolvimiento armonioso de un alma candida, a la que según parece no perturbaron nunca las pasiones mundanas". (48) Ella le procuró los mejores maestros que en aquel tiempo había en la ciudad: en Retórica, Libanio; en Filosofía, Andragacio. Y el joven Juan sobresalió en ambas materias, que eran las que entonces formaban a un orador.

Poquísimas son las noticias fidedignas que de las mocedades de san Juan nos han quedado. Ciertamente a eso de los 20 años era un muchacho muy equilibrado y virtuoso, pero nada encogido. Se gozaba con los triunfos oratorios y alardeaba de ingenioso en las disquisiciones filosóficas. Le encantaban, como buen antioqueno, las funciones del teatro. Recorría a una y otra parte la bella patria en donde le había tocado nacer. Y con el sutil espíritu de observación de que estaba dotado en todo se fijaba. ¿Cruzó por su camino alguna joven que atrajera sus cariños? No tenemos noticias seguras en concreto. Pero no sería extraño que su corazón veinteañero, rebosante de salud, lleno de las ilusiones del foro, halagado por los triunfos de la oratoria, se hubiera dejado llevar del natural amor a alguna de las hermosas jóvenes orientales que abundaban en Antioquía. Eso sí, si tal cosa hubo, debió de ser siempre dentro de los límites que prescribe la ley cristiana, pues ni el ejemplo de su madre ni el ejercicio previo de la virtud pueden dejar que otra cosa supongamos.

Escogió, por de pronto, la carrera de abogado, y comenzó a ejercitarla delante de los tribunales con mucho éxito. También aprovechaba otras ocasiones para demostrar su arte; de manera que su fama comenzó a divulgarse en Antioquía, como la de Cicerón, jovencito aún, se divulgó por Roma. Una curiosa anécdota se nos ha conservado a este respecto. Escribió Juan en cierta ocasión un discurso laudatorio de los emperadores, y tal que a él mismo le pareció una pieza maestra. Entusiasmado, no dudó en enviarle copia a su maestro Libanio. Este le contestó: "En cuanto hube recibido tu grande y elegante discurso, lo leí a algunas personas de las que se ocupan en la oratoria; y no quedó una que no saltara de gozo y lanzara exclamaciones e hiciera cuanto suelen hacer los que se llenan de admiración. Por mi parte, como era razón, me llené de alegría de que para demostrar tu arte en el foro te emplees además en otros ejercicios. Y por cierto, te juzgo feliz de poder alabar en la forma en que lo haces, y también a aquellos que tal pregonero de su alteza han encontrado, como son el padre que dio a sus hijos el Imperio y los hijos que de él lo recibieron". (49)

Era el profesor Libanio una de las grandes figuras del Imperio de Oriente. Nacido en Antioquía, mostró desde joven un ardor inmenso por el estudio; hasta el punto de que para dedicarse a él, se privaba de las carreras de caballos y las fiestas del circo, lo que para un antioqueno era el summum, de las privaciones. Pagano por determinación firme de su voluntad, nunca quiso saber nada del cristianismo. Sus autores favoritos eran Hornero, Hesíodo, Demóstenes, Lisias, Herodoto, Tucídides, los grandes trágicos helenos, Píndaro, Platón, Aristóteles. Porque, aunque tan bien dotado, tenía un curioso esnobismo literario: solamente leía autores griegos y nunca latinos.

Se trasladó a Atenas en 336, cuando tenía 22 años, para oír las lecciones del retórico Aristodemo; pero allá los compañeros lo persuadieron a que oyera las de Diofantes. Luego viajó por Corinto, Esparta, Argos, y regresó a Atenas, en donde pleitos y envidias escolares le causaron profunda desilusión. Partió a Constantinopla. Brilló allá como profesor; pero de nuevo la envidia lo obligó a desterrarse y fue a establecerse a Nicomedia en 344. Permaneció ahí cinco años, con orgullo de la ciudad, que por sólo tenerlo en su seno se consideraba superior a Constantinopla. Ahí se encontró con Juliano el Apóstata. Después el emperador lo llamó de nuevo a Constantinopla; pero con licencia suya, por sentirse enfermo, regresó a su patria Antioquía, tras de 16 años de ausencia. Se agravó en Antioquía y sus amigos lograron que el emperador revocara la orden que le había dado de regresar a Constantinopla.

Para entonces su fama llenaba el Oriente. "Los helenos se aprendían de memoria los principios de sus discursos y los cantaban en vez de sus ordinarias canciones". –Cuando en 362 Juliano fue a Antioquía, lo primero que hizo fue visitar a Libanio. Murió en su ciudad natal ya anciano. Su muerte debió de acaecer por el 393. Se cuenta que estando para morir, como sus discípulos le preguntaran a quién dejaría él su cátedra, contestó: "A Juan si los cristianos no me lo hubieran arrebatado". Se refería al Crisóstomo.

Tenía Juan un amigo de nombre Basilio que era muy piadoso. Este, al notar que Juan se iba desviando del recto camino, hasta abandonar los antiguos ejercicios de piedad, procuró apartarlo del foro y hacer que se dedicara al estudio de la Sagrada Escritura. La reacción de Juan fue violenta. (50) Dejó los vestidos propios del foro y comenzó a darse a una vida de retiro en su hogar. Apuntaban ya los deseos de la vida monástica, pero su madre le rogó que no la abandonara, y él obedeció. Era entonces obispo de Antioquía Melecio, del que ya hemos hablado. Este, apenas se dio cuenta de las egregias dotes del joven Juan, comenzó con él una amistad que no se interrumpiría ya hasta el sepulcro. Frecuentemente lo llamaba y tenía con él largas conversaciones piadosas; hasta que al cabo de tres años, logró que se bautizara; porque siguiendo una costumbre muy de la época el bautismo solía retrasarse muchísimo, a veces hasta la hora de la muerte.

Se bautizó Juan según parece el año 369. Melecio en seguida lo ordenó de Lector, porque el fervor del neófito no encontraba descanso sino en el servicio divino. Juan tomó muy a pechos su nueva profesión de cristiano aceptada y confirmada por el bautismo; y dicen testigos que lo conocieron que desde ese día nunca más se le oyó mentir ni jurar ni detraer la fama de los otros, ni proferir imprecaciones, cosas todas tan en boga en aquella sociedad antioquena. Se aseguraba que ni siquiera era capaz de tolerar en su presencia los gracejos fútiles con que otros se divertían. Fue, pues, una conversión radical a Dios nuestro Señor.

Como Basilio viera a su amigo tan adelantado en la virtud, le propuso que entre ambos tomaran en alquiler una casa aparte en la que pudieran vivir en plena soledad, a la manera de los monjes. Se opuso Antusa y su hijo la obedeció. Se desquitó en cambio entregándose en su propia casa a toda clase de penitencias corporales, como ayunos, vigilias, disciplinas, cilicios y dormir en el suelo. El defecto que por entonces más combatía el santo era el de la vanagloria. Con todo, no se mostraba misántropo ni retraído, sino que cultivaba las relaciones sociales propias de su posición social, en especial las de su amigo Basilio y las de sus condiscípulos de la escuela de Libanio.

En seguida se despertó en él el celo de las almas. Y logró persuadir a dos de sus condiscípulos, Teodoro y Máximo, a que le siguieran en su modo de vivir. Los cuatro amigos llegaron a ser obispos: Juan lo fue de Constantinopla, Basilio de Rafanea en Siria, Teodoro en Mopsuestia y Máximo en Seleucia de Isauria. Por algún tiempo Teodoro dejó el camino de la perfección y se volvió a las vanidades del mundo. Pero Juan insistió con él en varios escritos hasta que logró que volviera al buen sendero. Conservamos sus dos Tratados a Teodoro Caído.

Por ese mismo tiempo, tuvo Juan como maestro en la santidad y en las ciencias sagradas, aparte del obispo Melecio, a Diodoro de Tarso y al notable Carterio, quien dirigía en la ciudad una "escuela de ascetas". (51) Diodoro era uno de los grandes maestros de la escuela teológica antioquena, cuyos principios luego exageró Teodoro de Mopsuestia. Su modo de pensar y sus métodos influyeron en san Juan Crisóstomo, y su huella se reconoce aún en las Homilías que el santo compuso, en su mayor parte en forma de Comentarios a la Sagrada Escritura. Pero el buen sentido de Juan y su profunda humildad lo preservaron de los errores que entonces por todas partes pululaban. Bajo la influencia de Carterio, san Juan se enamoró más aún de la vida monástica, pero no pudo entregarse a ella hasta el año 374. De esta época de su vida se nos han conservado dos incidentes.

Fue uno de éstos que, como el año 370 Melecio fuera de nuevo llevado al destierro, y además vacaran algunas diócesis en el intermedio de dicho destierro corrió el rumor de que tomarían a Juan y lo consagrarían obispo, lo mismo que a su amigo Basilio. () Basilio, con la persuasión de que el rumor acerca de su persona no habría llegado a Juan, se decidió a consultarlo sobre lo que debería hacer en el caso de que en realidad fuera electo, porque creía que era del todo indigno de semejante cargo. Juan, que lo conocía bien, le aconsejó que de ninguna manera fuera a oponerse, puesto que nada necesitaba entonces tanto la Iglesia como obispos dignos, y que él tenía todas las cualidades, y que no se precipitara en dar una negativa. Aceptó con humildad Basilio el consejo. Y como supiera Juan que las cosas se ultimarían de un día para otro, se ocultó. De manera que cuando fueron por él los que querían elegirlo y llevarlo a la consagración, solamente encontraron a Basilio y a éste lo llevaron y lo hicieron obispo. Basilio, apenas consagrado, fue en busca de Juan y se le quejó amargamente de que lo había engañado. Pero Juan se contentó con decirle que le había dado aquel consejo porque reconocía en él todas las cualidades que ha de tener un prelado.

El otro incidente tuvo lugar a las orillas del Orontes. Había ordenado el emperador Valente que se hiciera una requisa general de autores y libros que trataran de hechicerías. Y a fin de que ningún culpable pudiera escapar de la ciudad, ésta quedó rodeada de guardias. Había un cierto individuo que era autor y había escrito un libro de magias, y temeroso de ser descubierto fue y arrojó su libro al Orontes. Con todo, por diversos indicios, se le descubrió y fue aprehendido. Los soldados le exigían que entregara el libro que había escrito. El decía no tenerlo ni haberlo escrito. A pesar de todo, porque los indicios lo condenaban, fue entregado a la muerte. Como el libro estaba en pergamino, comenzó a flotar sobre las aguas al tiempo en que Juan y un compañero suyo iban a visitar la Iglesia de los Mártires, y acertaban a pasar por la orilla del río.

El compañero de Juan, al ver el pergamino, se bajó a recogerlo, mientras Juan jocosamente le decía: "¡Cuidado, eh! ¡que a mí me toca parte del hallazgo!" En esto vieron a uno de los soldados que pasaba frente a ellos y enmudecieron de temor. Porque el libro, que ya iban desplegando, desde la primera página todo era de hechicerías. No sabían qué hacer. Porque si de nuevo lo arrojaban al río, lo notaría el soldado y ellos serían condenados a muerte como autores de hechicerías, y lo mismo les sucedería si lo guardaban. Pero el soldado pasó de largo sin caer en la cuenta, con lo que eilos arrojaron de nuevo el libro al río.

Finalmente, pudo, como indicábamos, poner san Juan en obra su proyecto de retirarse a la soledad, en 374. No se ha conservado ni siquiera en la tradición el sitio a donde se retiró. Sólo sabemos que perseveró en él cuatro años entregado al estudio de las Sagradas Escrituras, a la meditación y a la penitencia. Sin duda que tendría a la mano las obras de los grandes escritores de su tiempo y quizá también las de Orígenes. Pero es muy de notar que en sus escritos y Homilías no hace alusión ni cita a esos autores y comentaristas. Habla siempre de lo que él ha estudiado y meditado, y lo hace tamquam auctoritatem habens, y como con particular luz del cielo.

Al cabo de los cuatro años, tal vez porque su fama atraía a diversos visitantes y descoso de una mayor soledad se refugió en una caverna en donde permaneció por otros dos. Quizá haya sido alguna de las del monte Silpio, abiertas en la roca calcárea. Desde ahí tendría a sus pies el ingente movimiento comercial de la ciudad y su loco barullo, sin que le estorbaran en sus ejercicios de santificación. A éstos se entregó con tan excesivo fervor, que su salud falló; y extenuado por las penitencias, hubo de regresar enfermo a Antioquía. Dios nuestro Señor lo destinaba a otra empresa gigante. Era el año 380, y en la gran Antioquía hacían gran destrozo la ligereza, la voluptuosidad, los trastornos cismáticos y las herejías. Era necesario un hombre de la talla del Crisóstomo para restaurar las ruinas y enseñar de nuevo a todo el universo los caminos del servicio de Dios.


(44) Actualmente la crítica se va fijando definitivamente en esta fecha. Anduvieron los autores vacilando entre 343, 345, 347 y 354.

(45) San Nilo, monje. Epístola 279, en el Libro III de la edic. de Roma, 1668, p. 435. La frase es xbv fiéyiaxov (pcoazijga rfjt; oíxovfiévrjg.

(46) Para la vida de san Juan Crisóstomo puede consultarse como una de las más autorizadas entre las antiguas la Sancti Ioannis Chrysostomi Vita, nunc primum adórnala del R. P. Bernardo de Montfaucon, O.S.B. en su Opera Omnia Sancti Ioannis Chrysostomi. Entre los modernos, Puech, Saint Jean Chrysostome, París, 1900; o Baur o Bardy (1937).

(47) Se hablaba también de una tía del santo, de nombre Sabiniana, a la cual se supone escrita la Carta así titulada del santo. Véase Montfaucon, vol. III, p. 189. Se afirmaba de ella haber sido Diaconisa en la ciudad de Cúcuso, a donde llegó el santo cuando fue desterrado de Constantinopla; pero ya entonces ella estaba "senectute quidem et aerumnis pene obruta, sed tanta animi alacritate, tanto erga Chrysostomum affectu praedita, ut se paratam esse diceret etiam in Scythiam profiscici: rumor enim erat Chrysostomum illo amandandum esse… Putat autem Tillemontius eam ipsam Sabinianam esse fortassis, quam amitam Chrysostomi fuisse narrat Palladius in historia Lausiaca".

(48) Puech, Saint Jean Chrysostome, París, 1900, p. 3.

(49) Montfaucon, o. c., vol. XIII, p. 104. Con todo algunos pensaban que esas palabras de Libanio se referían a otro Juan. No podemos menos de detenernos un poco en la figura de este Libanio, maestro de san Juan Crisóstomo en la elocuencia o mejor dicho en la retórica. De sus obras se nos han conservado unas que son didácticas y poco originales, pero que, en cambio, resumen las ideas del siglo IV en asuntos de oratoria. Otras son oraciones o discursos. Poseemos 143 Ejercicios Preparatorios y 51 Declamaciones (él las llamó fieXérai), sobre temas ficticios; también un buen número de descripciones, caracterizaciones y argumentos. Estos últimos, llamados Hypótesis, versan sobre Demóstenes y son notables por su concisión y los datos que aportan. Los compuso juntamente con una vida (filog) del gran orador, para el Procónsul Montius, quien era un admirador de Demóstenes. Entre sus obras históricas, descuella una Apología de Sócrates, que viene siendo una apología del paganismo. En esta obra Libanio se cree el más sublime representante de dicha religión y aun llega a contraponerse a Jesucristo, aunque sin decirlo claramente (véase sobre esto O. Apelt, versión alemana de la Apología de Sócrates de Libanio, Leipzig, 1922). Sus Cartas y Discursos, todos referentes a sucesos contemporáneos, son de grande interés para la historia. Se han conservado 64 Discursos, de los que el más interesante es el 59, correspondiente al año 348. El Epistolario consta de 1,544 Cartas auténticas y 397 que en el siglo XV fabricó a su nombre el humanista véneto P. Zambeccari, como lo demostró Foster en 1876. Es el Epistolario más abundante de la antigüedad clasicista. Parece claro que Libanio al escribirlas pensaba ya en que la posteridad había de leerlas; y a pesar de todo, dejan ver bien las cualidades y defectos del autor. Libanio conoció como nadie los autores helenos. Reiske afirma de él que si se quisieran editar críticamente sus obras sería necesario saber de memoria, como un mínimum, todos los discursos de Demóstenes, a quien Libanio continuamente imita. Su lenguaje es puro, sus giros castizos, aunque quizá no tan naturales. Tal fue el gran maestro que Dios deparó para el gran Crisóstomo. Y Stein (Vol. I, pág. 242) asienta: et sa maitrise en rhétorique surpasse même celle de son maitre, le païen Libanius.

(50) Montfaucon advierte: "De animo eius ad iraní, magis quam ad verecundiam prono, hoc ex alterius testimonio refert Sócrates, qui pergit et ait: 'Et ob vitae sanctimoniam non ita cautus (fuit Chrysostomus) circa futura; ob simplicitatem vero, aditu facilis. Immodica etiam libértate in colloquiis utebatur. Et in docendo quidem multum iuvabat ad informandos auditorum mores; in congressibus vero arrogantior videbatur iis qui ipsius animum non noverant'."

(51) Así la llama Sozomeno, H. E. L. VIII, cap. 2. Melecio congregó un Sínodo en Antioquía en el otoño de 379 con 153 obispos. El Sínodo adoptó los decretos romanos enviados por el Papa Dámaso (Bardy).



Homilias Crisostomo 2 1007