Homilias Crisostomo 2 1012

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COMIENZA EL CALVARIO

Se ve, por lo dicho, que no iba san Juan precisamente a un lecho de rosas. Con todo, fue fortuna para él haber entrado a gobernar en tiempo del débil Arcadio, pues aún no se acentuaba en demasía la corriente que andando los años haría de aquella sede casi una dependencia de los emperadores. Por lo demás, las ambiciones de Alejandría sobre la primacía en Oriente, que aprovecharon la debilidad de Arcadio, las susceptibilidades y el carácter altivo de la emperatriz Eudoxia y las pasiones de los validos del emperador, le iban a causar graves molestias, el destierro dos veces y finalmente la muerte lejos de Constantinopla.

Con la desaparición de Nectario se desató un torrente de ambiciones en torno a la sede vacante. Paladio lo describe ampliamente. Sacerdotes y laicos se movían y nada dejaban por hacer: unos adulaban a los magistrados, otros presentaban dones al emperador, otros procuraban captarse el favor de las turbas; y aun los presbíteros andaban con procedimientos indignos: yovvnerovvTeg dice Paladio, o sea implorando la sede de rodillas. Uno de los más activos intrigantes fue Teófilo, que gobernaba la sede de Alejandría desde 385. Anhelaba poner un prelado que pudiera manejar a su antojo. Pensó en un presbítero de nombre Isidoro y lo envió a Constantinopla con ricos presentes para Arcadio. Juntamente le dio dos cartas en las que declaraba todo su plan a Isidoro.

Pero aconteció que un Lector que acompañaba a Isidoro le sustrajo las cartas e hizo público el plan. Isidoro aterrorizado huyó rápidamente y se regresó a Alejandría. Entonces se presentó en Constantinopla personalmente Teófilo. Este hombre, de quien dicen los historiadores antiguos que era vafer et callidus y que conocía a los hombres por el solo aspecto, se encontró con que el Crisóstomo no era un hombre a quien él pudiera manejar; y se negó en absoluto a consagrarlo. Entre tanto, varios de los Obispos congregados con esa ocasión, sabedores de las ambiciones de Teófilo, escribieron diversos libelos acusándolo. El valido Eutropio reunió los libelos y se los presentó al mismo Teófilo y le puso la disyuntiva de o consagrar al Crisóstomo o presentarse ante los tribunales para responder de aquellas acusaciones. Teófilo prefirió consagrar al santo, el 26 de febrero de 398; pero inmediatamente se regresó a Alejandría.

San Juan Crisóstomo, apenas consagrado obispo se dedicó fervorosamente al oficio de la predicación. La primera Homilía que dijo ya consagrado se ha perdido. La segunda fue en lucha contra los anomeos. Así continuó su combate contra diversos herejes, como los marcionitas, los maniqueos, los valentinianos y los judíos, aparte de la ordinaria instrucción de sus ovejas. Trabajó además en desarraigar ciertos vicios muy extendidos en la ciudad. Encontró, entre otros, que grande cantidad de doncellas hacían profesión de virginidad; pero hombres mal intencionados las inducían a vivir en sus casas de ellos como si fueran sus hermanas y las vestían esmeradamente y convivían con ellas, de donde se seguían males sin cuento y muy vergonzosos. También halló algunos clérigos que hacían lo mismo con las dichas doncellas, y trató de corregirlos, con lo que se echó encima su enemistad. Persiguió tenazmente toda clase de vicios, pero en especial la adulación, el robo y la avaricia. Y para dar ejemplo, comenzó él mismo por examinar las cuentas episcopales; y todo cuanto en ellas le pareció excesivo ordenó que se distribuyera a los hospitales, de los que levantó un buen número. Al frente de los hospitales puso a presbíteros, dos en cada hospital, y señaló médicos, cocineros y todos los demás servicios necesarios. También fijó su atención en las viudas, que en aquel entonces tenían cierta como dignidad en la Iglesia, y a las que encontró demasiado libres en sus costumbres les aconsejó la oración y el ayuno. Creció la enemistad de algunos clérigos contra él a causa de que, en un exceso de fervor, les ordenó hacer oración durante la noche, cosa que ellos no acostumbraban, y aun habían olvidado los deberes de su estado. Procuró finalmente que se estableciera algo así como un Colegio de Propaganda Fide para enviar misioneros a las regiones de los bárbaros, en especial a Fenicia.

Con estos trabajos, muy pronto la veneración de los fieles constantinopolitanos por su prelado subió a un grado muy notable: se le estimaba como santo, como orador y como prudente en su gobierno. Y no era fácil la tarea. Muchos obispos, en aquellas épocas, ventilaban y juzgaban las causas eclesiásticas y religiosas de su provincia, y también las civiles cuando las partes acudían a ellos para eso. Ya en tiempo del Crisóstomo los fieles se inclinaban ante el obispo para recibir su bendición, y los predicadores se la pedían para subir al pulpito. El prelado usaba el báculo, el anillo y la mitra, que se reducía a una cinta de metal que le ceñía la cabeza, como insignias de su cargo. Lo rodeaban diversos oficiales como los arcedianos, los arciprestes, los corepíscopos, los sincelas o comensales, los notarios, los abogados, los archiveros, los sacristanes y los mansionarios: formaban todos una verdadera corte eclesiástica que servía así para el despacho de los negocios como para el debido esplendor y autoridad de los prelados. Los Concilios de Gangres en 364, Laodicea e Hipona en 393, prohibieron los ágapes o comidas en reunión que habían perseverado hasta entonces en forma de comidas funerarias, a las que a veces tenía que asistir el prelado, en las fiestas de los mártires. Prohibieron además la costumbre de llevar las Sagradas Especies a las casas particulares o al ir de viaje y ya en el siglo cuarto acabó por desuso semejante costumbre. Nectario, en 396, prohibió en Constantinopla la costumbre de la confesión pública de los pecados, y esta disciplina eclesiástica se extendió después por todo el Oriente.

Celosamente cuidaba el Crisóstomo de todo esto y muy en particular de ir extirpando los abusos que se cometían en el Hipódromo y en el circo. Se aprovechaba además de los sucesos ordinarios y de las calamidades públicas para multiplicar su predicación y aconsejar y exhortar a todos a la penitencia y a la virtud. Muy particular ocasión le dio el terremoto que en 398 sacudió la capital; y lo mismo la inundación del año siguiente a causa del exceso de lluvias, cuando se temió que las aguas arrasaran los campos. Como buen Pastor, se puso el santo al frente de su pueblo y de su Clero, y salió en públicas rogativas hasta la iglesia de los Apóstoles. Cesaron entonces las lluvias, pero no el terror de la gente; por lo cual el santo organizó una procesión a la iglesia de san Pedro y san Pablo, que estaba al otro lado del Bósforo. La procesión se llevó a cabo cruzando todos en barcas el brazo de mar, de modo que al mismo tiempo fue un espectáculo muy devoto y muy vistoso.

Con todo, el pueblo de Constantinopla no dejaba de ser el que era, y con su ligereza de carácter dio más de una vez buenos disgustos al celo del Crisóstomo. Así, por ejemplo, precisamente al tercer día después de las inundaciones, que fue el (6) de abril, como se tuvieran unas carreras de caballos, la gente se fue toda en montón a presenciarlas y dejó solo al santo en la iglesia, con el agravante de que ese día era la fiesta de la Parasceve, una de las más solemnes. Y para colmo, al siguiente día, Sábado santo, la multitud de nuevo, en vez de acudir a la iglesia, se fue al teatro al espectáculo que presentaban unas meretrices. Amenazó entonces el santo a los prevaricadores con la excomunión y el pueblo se compungió, y al siguiente domingo acudió en masa a la iglesia. Pero como ese día asistiera a la reunión un Obispo más anciano que el santo, éste le cedió la palabra. El pueblo, ansioso de oír a su propio prelado y orador, se disgustó y fue necesario que el santo lo calmara.


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EL ASUNTO DE EUTROPIO Y OTROS

Así caminaban las cosas, cuando aconteció un suceso que vino a conmover a toda la ciudad. Como ya indicamos, el carácter de Arcadio era débil, y siempre estuvo sujeto al arbitrio de sus validos y de la emperatriz Eudoxia, su esposa. Uno de estos validos era Eutropio, el mismo que había llevado al Crisóstomo a la sede arzobispal de Constantinopla. Había nacido en Armenia, a la orilla del Eufrates, y era esclavo e hijo de esclavos. Su amo, de nombre Abundancio, era oficial del Emperador Teodosio. Abundancio, al notar las buenas cualidades de su esclavo, le dio la libertad y lo inscribió en el cuerpo de Guardias. Muy pronto Eutropio se rodeó de secuaces y admiradores de entre los cortesanos, y su fama fue creciendo hasta llegar a los oídos del príncipe. Teodosio le encomendó en varias ocasiones algunos asuntos espinosos y Eutropio se manejó a satisfacción del emperador. Con esto, en tiempo de Arcadio, pasó de siervo y amigo de los emperadores a favorito y privado. Se le designó claviculario del palacio, y el emperador despachaba grande cantidad de negocios por medio de su favorito, o por mejor decir, todos los negocios del Estado comenzaron a pasar por las manos de Eutropio.

Se constituyó entonces en centro de un enjambre de parásitos y aduladores, y sus banquetes y fiestas no tenían fin. La historia le atribuye también una grande influencia sobre la emperatriz Eudoxia, cuyo casamiento con Arcadio él había ayudado. Engreído con su bonanza, abusó de su fortuna para vengarse de sus enemigos y llenó el palacio real de truhanes y eunucos. Y sus venganzas alcanzaron a su mismo primitivo amo, Abundancio, a quien debía los cimientos de su encumbramiento. Había una ley por la cual las iglesias eran lugar seguro de asilo para los hombres perseguidos por la justicia. Eutropio, en el ansia de vengarse de sus enemigos, arrancó al emperador la anulación de dicha ley. Viendo estas cosas, san Juan Crisóstomo lo amonestó muchas veces, pero todo en vano, pues Eutropio se le mostraba cada vez más enfadado y enemigo.

Hacia la mitad del año 399, el emperador elevó más aún al favorito y de la dignidad de patricio lo ascendió a la de cónsul. Esto lo malquistó más con el pueblo, que ya no lo soportaba por sus excesos. Por otra parte, Eutropio acusó falsamente delante de Arcadio a la emperatriz Eudoxia, para suplantar también a ésta en su privanza. Eudoxia comenzó a odiarlo. Y lo aborreció todavía más cuando cierto día Eutropio se extralimitó hasta echarle en cara su ingratitud, ya que gracias a su intervención había ella conseguido el casamiento con Arcadio; y, según se cuenta, llegó a amenazarla con la muerte. Eudoxia corrió a contarle todo al emperador y añadió otras intrigas que de Eutropio sabía. Arcadio, conmovido, pasó, como suelen los caracteres débiles, de un extremo al otro; y de golpe privó a Eutropio de todos sus honores, cosa que el favorito no se temía. Intervino además una exigencia de Trebigildo.

Sabedor el pueblo de la disposición del emperador, con la volubilidad propia suya, exigió inmediatamente que se le entregara al malvado para darle muerte. Eutropio hubo de correr y refugiarse en la iglesia catedral y suplicar al prelado lo salvara. El pueblo furioso invadió el recinto de Santa Sofía, mientras Eutropio se acogía al altar mismo. El Crisóstomo subió al pulpito a los pocos días. Y con absoluto dominio de sí mismo y de los circunstantes, resistió a las turbas, a los soldados y al edicto imperial, en una Homilía que ha venido a ser una de las piezas maestras de la oratoria mundial. Comenzó como quien da la razón a los amotinados y poco a poco, en unos cuantos minutos, fue de tal manera cambiando los ánimos que les arrancó lágrimas de compasión y los exhortó a ir a pedir al emperador perdonara al reo.

Un pelotón de soldados adictos a Trebigildo se presentó en la iglesia con la orden imperial de que se le entregara el reo, pero el santo no accedió y logró que el emperador concediera que la santa catedral sirviera de refugio inviolable al fugitivo, a pesar de haber sido éste quien derogara la ley de asilo para las iglesias. Pocos días después, Eutropio, renunciando a ese asilo seguro, se huyó de la catedral. Lograron capturarlo y fue desterrado a Chipre. No mucho tiempo después fue trasladado a Calcedonia y allá se le condenó a morir. Entonces Gainas, uno de los que ocultamente habían ayudado a Trebigildo, y había alcanzado en parte con dolo y en parte con violencia la caída del favorito, comenzó a mostrarse cada día más insolente.

Llegó a tanto el atrevimiento de Gainas que con las armas en la mano y la amenaza de no deponerlas hasta conseguir sus intentos, exigió del emperador las cabezas de tres de los más encumbrados personajes del imperio: dos de ellos eran Saturnino y Aureliano. El débil emperador accedió a todo. Pero apenas lo supo el Crisóstomo, personalmente fue a visitar a Gainas, y logró de él que se contentara con la pena de destierro para los dos nobles, como se hizo a los comienzos del año 400. Aplacado Gainas con esto, tuvo una plática con el emperador junto a la iglesia de la mártir santa Eufemia, que quedaba en las afueras de Calcedonia. Ahí, tras de deponer las armas, como lo había prometido, y jurar fidelidad al emperador, recibió el mando de las fuerzas de infantería y caballería con el grado de Magister Militiae. Engreído de nuevo con estos altos honores, siguió tramando intrigas; porque él seguía el partido de los arríanos, cuyo obispo residía en Constantinopla. Entonces, varios obispos de la secta le pidieron que obtuviera del emperador una iglesia para ellos. El emperador, lo mismo que sus cortesanos, temía a Gainas; y, como no se atreviera a negarle lo que pedía, dio largas al asunto, en espera de poder arreglarlo mejor y más convenientemente después.

Sabía el emperador el inmenso influjo del Crisóstomo. Lo llamó y le expuso el negocio y se quejó con él del poderío que había alcanzado Gainas, y le urgía a que condescendiera en ceder alguna iglesia a los arríanos. San Juan se negó en absoluto. Pero aconsejó al emperador que se celebrara una junta entre Gainas y el mismo Crisóstomo, para ver de disuadir suavemente a aquel hombre de sus intentos. Al día siguiente se tuvo la entrevista, en la que el santo, a base de razonamientos venció a Gainas. Pero éste, lleno de furor por la derrota y fiado en su poderío, intentó, según corrió la voz pública, robar los tesoros de la ciudad y entregarla al incendio por católica, o a lo menos incendiar los palacios reales. En realidad, lo que hizo fue fugarse de Constantinopla, juntar un ejército y presentar batalla formal en la que fue vencido; y poco después lo asesinó Uldino.

Así terminaron los asuntos relacionados con Eutropio, asuntos que dieron ocasión a algunas preciosas piezas oratorias del santo. Pero en ese mismo año de 400 se ofreció otro negocio no menos espinoso. Se habían reunido, por el mes de mayo, varios obispos en la ciudad: todos ellos eran asiáticos. Ante ellos y otros de los residentes en la capital, Eusebio, obispo de Valentinópolis, presentó un libelo de acusación contra Antonino, que lo era de Éfeso. Sospechó san Juan Crisóstomo que aquellas acusaciones eran hijas de puro apasionamiento y rogó a Eusebio que se moderara. Pero, un día, en los momentos en que el santo iba a celebrar el sacrificio de la Misa, Eusebio se presentó, y delante de todo el pueblo, conminó gravemente al Crisóstomo a que lo escuchara en sus acusaciones. Algo se alteró el santo con aquella actitud descomedida; y por esto decidió no acercarse a los divinos misterios hasta haber apaciguado su propia disposición de ánimo; pero comisionó a Pansofio, obispo de Pisidia, para que los celebrara y el pueblo no quedara privado de ellos.

Finalmente hubo de recibir el libelo que Eusebio le presentaba; y como no hubiera testigos de aquellas acusaciones, decidió el santo emprender personalmente un viaje al Asia para hacer las debidas investigaciones. Antonino en realidad era culpable. La acusación central se contraía al crimen de simonía, es decir á que recibía dineros por la administración de los bienes espirituales y los había dado para lograr su promoción eclesiástica. Por esto Antonino cuidó de que un individuo de la Nórica impidiera el viaje del Crisóstomo. La ocasión fue que Antonino administraba en Asia los predios de ese hombre, y así logró interesarlo en el asunto. Este acudió a la corte y logró que intervinieran el emperador y la corte, y así san Juan desistió por entonces del viaje. En cambio, hizo llamar testigos de Asia sobre el negocio.

A su vez Antonino procuró que dichos testigos no se presentaran, porque estaba persuadido de que podía dominar a todos o con el dinero o con las amenazas. El santo no por eso desistió, sino que hizo reunir un Sínodo de los obispos que él, como arzobispo de Constantinopla, tenía bajo su jurisdicción, y deliberó con ellos quién iría a Asia a examinar allá a los testigos. Fueron electos tres: Sinclecio, de Trajanópolis, Hesiquio de Parios y Paladio de Helenópolis. Estos debían ir a Hypepis, ciudad de Asia. Como delegados, promulgaron un decreto por el cual quedaban excomulgados todos cuantos debiendo testificar en el asunto, no se presentaran en dicha ciudad en el término de dos meses.

Sinclecio y Paladio se dirigieron a Esmirna, pero Hesiquio, que era amigo de Antonino, pretextó una enfermedad y no salió con ellos. Los dos primeros comunicaron por cartas a Antonino y a su acusador Eusebio, que debían presentarse en Hypepis. Pero, entre tanto, Antonino se había ganado también al mismo Eusebio, ya haya sido mediante alguna suma de dinero o de otra manera. Con esto, tanto Antonino como Eusebio se dedicaron en Hypepis a eludir en lo posible a los jueces designados. Alegaron desde luego que los testigos no podían comparecer por haber emprendido un largo viaje a causa de ciertos negocios personales. Los jueces apuraron a Eusebio a declarar dentro de cuánto tiempo podían presentarse los testigos; y éste, pensando que el excesivo calor, pues estaban en pleno verano, haría que los jueces se dispersaran, se comprometió por escrito a presentar los testigos en el término de cuarenta días, o si no a sufrir las penas impuestas por los cánones.

Entonces, los jueces dejaron en libertad a Eusebio para que fuera a buscar los testigos; pero él lo que hizo fue dirigirse a Constantinopla y ocultarse ahí. Los jueces esperaron en vano los cuarenta días; y como Eusebio no compareciera, dictaron contra él la pena de excomunión como desertor del tribunal y calumniador. Esperaron aún otros treinta días y al fin se regresaron a Constantinopla. Allá se encontraron de pronto con Eusebio y le echaron en cara su grave crimen; pero él pretextó una enfermedad y volvió a prometer que presentaría los testigos que se le pedían. Entre tantas esperas, murió Antonino.

A los comienzos del 401, recibió san Juan Crisóstomo un escrito del Clero y los Obispos de Éfeso, en que le exponían, bajo fe de juramento, el desbarajuste en que aquella iglesia se encontraba a causa de los arríanos por una parte, y por otra a causa de los avaros y ambiciosos del mando. Y le rogaban que pasara personalmente a poner algún orden. Además, el día (7) de febrero se presentó en Constantinopla san Porfirio, el obispo de Gaza, con su metropolitano, el obispo Juan, de Cesarea. Venían a visitar al emperador y suplicarle que en Gaza no solamente se cerraran los templos de los ídolos, sino que fueran destruidos. Y rogaron al Crisóstomo que los ayudara en este asunto. Pero el santo no quiso visitar personalmente al emperador a causa de que ya la emperatriz Eudoxia se le mostraba hostil y había predispuesto en su contra el ánimo imperial. Con todo, los encaminó al Chambelán del emperador que era Amancio, hombre profundamente cristiano y muy amigo del Crisóstomo. Tras de algunos días, Amancio aprovechó las alegrías del palacio por el nacimiento y bautismo del futuro Teodosio II, que por entonces tuvieron lugar, y alcanzó de Eudoxia y de Arcadio lo que los prelados de Gaza tanto deseaban.

Terminado felizmente este negocio, el santo, aunque estaban en pleno invierno y él sentía quebrantada su salud, se embarcó hacia Éfeso, en donde seguía urgiendo su presencia. Soplaba un viento muy fuerte y los marineros temían que arrastrara la embarcación hacia el Proconeso. Por este motivo, abatieron las velas y a fuerza de remo rodearon el promontorio de Tritón, y ahí echaron anclas para esperar un viento sur y poder dirigirse hacia Apamea. Cuando llevaban ya dos días de ayuno, mientras la barca era continuamente agitada por el embate de las olas, llegaron por fin a esa ciudad, en donde esperaban al Crisóstomo los obispos Pablo, Cirino y Paladio, a quienes el mismo santo había escogido como compañeros para el resto del viaje. En Éfeso se reunieron hasta 70 obispos de Lidia, Asia Menor y Caria, y se trató en seguida de las ordenaciones que se habían verificado.

La cantidad de gente que se reunió, ansiosa de ver al elocuentísimo prelado de fama universal, fue inmensa. Entre aquellas multitudes de pronto se acercó también Eusebio, el obispo de Valentinópolis, a suplicar al santo se le levantara la excomunión en que había incurrido por el caso del obispo Antonino. Pero, al mismo tiempo, acusaba a otros seis obispos de los mismos crímenes. Varios obispos se le opusieron y lo trataron de sicofanta; pero él continuó sus súplicas. Al fin el Sínodo se determinó a oírlas. Los seis obispos quedaron convictos y confesos, pero alegaron que ellos habían pensado de buena fe que la simonía entraba en la costumbre pastoral, y suplicaron que se les dejara seguir ejerciendo su ministerio o se les reintegraran los dineros con que habían comprado la dignidad episcopal. El Crisóstomo ordenó que se les reintegraran por parte de los obispos que los habían ordenado o de sus herederos. Aceptaron ellos la sentencia, pero quedaron depuestos.

En lugar de aquellos obispos simoníacos, eligió el santo otros no contaminados, que no habían contraído matrimonio y que eran aptos así por su ciencia como por su virtud. Entre otros depuso a Geroncio, quien malamente había usurpado la sede de Nicomedia. Sólo que con éste hubo que proceder con más cuidado. Su pueblo lo quería mucho porque era buen médico y ejercitaba su arte con pobres y ricos sin distinciones. Con todo, no cedió san Juan Crisóstomo. De esta aparente dureza se valdrán más tarde sus enemigos para acusarlo de inmisericorde. Finalmente echó de varias iglesias a los usurpadores novacianos y a los cuartodecimanos y acabó con los misterios e iniciaciones de Midas en Éfeso y con los de Cibeles en Frigia. Tras de esta brillante actuación, y de tres meses de ausencia, regresó a Constantinopla, en donde le esperaba lo más duro de su cruz. No faltaron quienes pensaran que el santo se había extralimitado de su jurisdicción, al extender así sus actividades pastorales hasta Éfeso y el Asia Menor (Stein).


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LA TORMENTA FINAL

Mientras el santo andaba en Éfeso, sus enemigos habían trabajado fuertemente en la corte contra él. Desde luego, Severiano, obispo de los Gabalos, a quien el santo había encomendado la administración de su iglesia de Constantinopla durante el tiempo de su ausencia, trató de ponerlo en mal con el pueblo, movido de la ambición de suplantarlo en la sede de la capital. Era este Severiano de origen sirio y tenía una elocuencia que los historiadores han calificado de áspera. Entre él y el .obispo de Ptolemaida, un tal Antíoco, tramaron la conjura, y fueron luego los más acérrimos enemigos del Crisóstomo. Por su parte Severiano se había ganado la voluntad de la emperatriz Eudoxia, que ya estaba inclinada contra el santo a causa de la franqueza de éste en reprender los vicios de la corte El pueblo, en cambio, ansiaba la vuelta de su Pastor. A su regreso el Crisóstomo, averiguado todo el fondo del asunto, expulsó de la capital a Severiano, quien se hubo de marchar a Calcedonia. Pero la emperatriz lo hizo volver a la corte.

Como era natural, el santo no quería volver a recibirlo en su amistad; pero hubo muchos que se lo rogaron, y finalmente la misma Eudoxia, llevando consigo al pequeño Teodosio, fue personalmente a rogárselo. Accedió el Crisóstomo. Mas no tardaron mucho en coaligarse contra él Teófilo –el obispo de Alejandría que ya mencionamos y que va a tomar la dirección de la batalla contra el santo–, Acacio de Beroea, Antíoco de

Ptolemaida, y el propio Severiano. Entre todos encabezaron un partido contrario al Crisóstomo, al que se unió la parte del Clero que no soportaba las admoniciones del santo prelado. También de entre los palaciegos se unieron contra él dos o tres de los más principales. Engrosaron el partido algunas mujeres, como Marsa, esposa del Promotor; Castricia, esposa de Saturnino, y Eugrafia, que era la más furiosa. La causa que éstas tuvieron fue que sus maridos les habían dejado en herencia muchos bienes robados, lo que el santo no podía aprobar. Añadió leña al fuego un consejo que dio el Crisóstomo a una joven viuda y muy rica de nombre Olimpias, que hacía muchas limosnas a los pobres; pero entre éstos los había no tales, y el santo le indicó que solamente a los comprobados diera sus limosnas, con lo que se atrajo la cólera de los que de esa viuda recibían donativos sin ser pobres. Teófilo de Alejandría encabezó el Partido.

Es bueno hacer notar para bien entender lo que sigue, que los emperadores en Oriente se encontraban de ordinario rodeados por una corte de prelados que iban a negociar asuntos de sus diócesis pero luego se quedaban ahí largas temporadas. De manera que ya para el tiempo de Nectario (381-397), se había formado en Constantinopla algo así como un Sínodo permanente (70) o Asamblea de los obispos presentes en la capital del imperio. Ellos motu proprio o bien por excitativa del emperador tomaban parte en los varios asuntos que se ofrecían y daban sentencias, aunque no definitivas; porque quedaba siempre libre el recurso al Papa de Roma; derecho que se reconoció ya desde el año 343. Con esto se explica la abundancia de obispos que van a intervenir en la causa contra el Crisóstomo. El obispo nombrado ya por un Sínodo ya por el emperador, inmediatamente enviaba al Papa y a los demás obispos unas Litterae Synodicae que equivalían a una profesión de fe. Pero, como era obvio, si el nombramiento había sido borrascoso, injusto, anticanónico o se creía amenazada la fe o las costumbres, al punto se suscitaba un conflicto que aprovechaban para sus fines los ambiciosos.

Tal le sucedió al Crisóstomo apenas adelantado un poco el año 402. La ocasión la presentó la llamada controversia origenista. Tenemos que tocarla un poco más largamente. Los trastornos que se siguieron a la muerte del gran Teodosio dieron alas a varios agitadores herejes. Y a este propósito se suscitó la controversia que se ha denominado origenista. San Jerónimo tenía un amigo íntimo que se llamaba Rufino y era presbítero de Aquilea. Ambos se entregaron con sumo ardor al estudio de Orígenes pensando encontrar en él la satisfacción total de su espíritu y de su corazón. Pero sucedió que san Jerónimo disentía de Orígenes en diversas cuestiones, v.gr.: la preexistencia de las almas. Esto enfrió el entusiasmo de san Jerónimo, no así el de su amigo Rufino. La diversidad de caracteres vino a sumarse y se produjo una escisión, a fines del año 394.

Por ese tiempo llegó al Oriente un monje llamado Aterbio, imbuido según parece en errores antropomorjistas, y que aborrecía a Orígenes y a los origenistas. Entonces, al saber que en los monasterios de Palestina se estudiaba a Orígenes, se indignó y fue a protestar delante de Juan, obispo de Jerusalén; y ahí denunció como fautores de los errores de Orígenes a los dos jefes del cenobitismo de Palestina, que eran Jerónimo y Rufino. Jerónimo rechazó, con el ardor que en sus polémicas lo caracterizaba, aquella acusación. Pero su refutación fue a dar de rechazo contra Rufino y el Prelado, que no se habían cuidado de la denuncia. A ese tiempo llegó desde Chipre san Epifanio, tocado según se decía del error de los antropomorfistas, quien iba con el objeto expreso de investigar personalmente los rumores que acerca del origenismo le llegaban. El personalmente consideraba el origenismo como la ruina del dogma a causa de la exégesis fantástica en que se metía.

San Epifanio predicó en la iglesia de la Resurrección o Anástasis un sermón en que atacó el origenismo. Por la tarde de ese día el Prelado de Jerusalén, de nombre Juan, predicó a su vez contra quienes suponen que Dios tiene pies y manos y ojos y oídos, o sea contra los antropomorfistas. Epifanio siguió hacia Belén para conferenciar con san Jerónimo. No se pusieron de acuerdo, y san Epifanio por una parte escribió a Juan que condenara las teorías origenistas y por otra escribió a san Jerónimo y a sus monjes para ponerlos en guardia contra dichos errores y contra las simpatías origenistas de Juan. Jerónimo quiso parlamentar, pero Epifanio se negó. Más aún, ordenó de presbítero, casi por la fuerza, a Pauliniano, hermano de san Jerónimo, quien había ido con la legación para parlamentar, a fin, decía, de que los monjes de Belén pudieran recibir de su mano los auxilios espirituales y no tuvieran que recurrir a Juan. Juan entonces dispuso que se negara la entrada a la iglesia del Nacimiento, en Belén, a cualquiera que tuviera por verdadero presbítero a Pauliniano. Más aún: para buscar la paz en su jurisdicción hizo que el Prefecto de Jerusalén diera la orden de destierro contra Jerónimo.

Se procuró un arbitraje, pero Jerónimo prefirió acudir al metropolitano de Cesárea, de quien dependía eclesiásticamente Palestina, o bien al de Antioquía, de quien dependía, según estaba él persuadido, todo el Oriente. Por su parte Juan y Rufino prefirieron acudir al patriarca de Alejandría, que era amigo de ambos; esperando además que éste, que se llamaba Teófilo, por ser patriarca de Alejandría no sería contrario a Orígenes, gloria de aquella ciudad. Por desgracia los contendientes llevaban así sus querellas a un terreno espinosísimo, como era el de las mutuas ambiciones y candentes rencillas antioqueno-alejandrinas. Epifanio prefirió elevar la causa al Papa Siricio, que entonces gobernaba la Iglesia universal. Después, por mediación de Melania y santa Paula, se reconciliaron Rufino y Jerónimo, en la Pascua de 397. Entonces Rufino partió para Roma, en donde se puso en relación con Macario, quien andaba tratando de vindicar el dogma de la Providencia divina contra los paganos, y buscaba un sabio que le suministrara argumentos así escriturarios como filosóficos para su demostración.

Macario ignoraba el griego, y Rufino le tradujo para su uso particular la Apología de Orígenes, del mártir Panfilo; luego otro Tratado de Orígenes titulado peri arjon, pero suprimiendo en la traducción las proposiciones origenistas que eran contrarias al Concilio de Nicea, y declaró en el Prólogo que esto lo hacía siguiendo el ejemplo de san Jerónimo. Fue una imprudencia hacer esa versión precisamente en los momentos en que diversos herejes andaban tratando de alegar a Orígenes en defensa de varias proposiciones heréticas, porque Rufino no suprimía otras que sí eran peligrosas. Entonces Jerónimo, como una protesta, tradujo el peri arjon, pero en toda su integridad. El obispo Teófilo de Alejandría, que se había enemistado contra Jerónimo por haber éste acudido al metropolitano de Antioquía, tomó parte en la campaña origenista y se valió de ella para intentar un golpe contra el Crisóstomo e imponer su influencia propia en Constantinopla.

Rufino trató de sincerarse, pero de una manera poco noble: acusó a Jerónimo de detractor de san Ambrosio, de Roma y de toda la cristiandad y además de ser un clasicista en el sentido peyorativo. Finalmente el Papa Anastasio, en 390, condenó abiertamente la obra de Orígenes y a su traductor, y enseguida, por un decreto imperial, la obra de Orígenes fue proscrita en todo el imperio. Semejante condenación acrecentó sobre manera el poder e influjo de Teófilo de Alejandría, quien arremetió contra los origenistas en forma nada caritativa. Un cierto número de monjes se negaron a entregarle los libros de Orígenes, y alegaron que ellos estaban capacitados para discernir por sí mismos lo verdadero de lo falso en esos libros. Teófilo entonces desplegó contra ellos una verdadera persecución. En especial se ensañó contra cuatro de los monjes, a quienes por ser de procera estatura se les denominó los Hermanos Grandes. Eran Dioscuro, Ammonio, Eusebio y Eutinio. Muchos de los monjes al fin se sometieron a Teófilo, pero los cuatro Grandes huyeron a Palestina y luego se embarcaron y se refugiaron en Constantinopla, seguidos de otro medio centenar de anacoretas en 401 ó 402.

Parece que luego se reunieron ahí unos doscientos más. El Crisóstomo, sin aceptar las doctrinas origenistas, formado como estaba en la escuela antioquena, y por su excelente sentido crítico de las Escrituras, con todo ofreció prudente y caritativamente un refugio a los perseguidos, en una de las dependencias de la iglesia llamada la Anástasis desde san Gregorio Nazianceno. Buscó luego informes acerca de ellos en Alejandría y al mismo tiempo entabló negociaciones con Teófilo para ver de llegar a una avenencia y al perdón de aquellos desdichados. Fracasó. Entonces los Grandes pensaron en dirigirse a Eudoxia. Esta al principio los favoreció y movió a Arcadio a convocar un Sínodo que fallara sobre el asunto de los origenistas y considerara las acusaciones que contra los Grandes formulaban otros monjes que llegaron para eso desde Alejandría enviados por Teófilo. (71)

Aumentaba el furor de Teófilo porque la influencia del Crisóstomo, gracias no únicamente a su elocuencia, sino sobre todo a su santidad, se iba extendiendo enormemente no sólo entre los católicos, sino también entre los grupos arríanos, novacianos, judíos y bárbaros de la ciudad y de sus contornos. (72) Teófilo estaba muy al tanto de la enemiga de Eudoxia contra el Crisóstomo, en particular desde que éste, contra el parecer de aquélla, salvó la vida a Eutropio y lo recibió bajo su protección en la iglesia catedral. Ahora, la cuestión de los origenistas presentaba a la emperatriz una buena ocasión de litigar contra el prelado; pero mucho mejor la presentaba a Teófilo. Este, llamado por Arcadio para esclarecer la situación, se trasladó personalmente a Constantinopla en la primavera del año 403. Llevó consigo un imponente cortejo de obispos egipcios; y sin siquiera saludar al Crisóstomo, logró instalarse en el palacio imperial. Inmediatamente se dedicó a reunir cuantos testimonios de personas ofendidas encontró contra el Crisóstomo. Se le unieron los Prelados sufragáneos con quienes Juan se había mostrado severo y los diáconos que había depuesto de su grado a causa de su vida desordenada.

Entonces logró Teófilo del emperador un edicto conforme al cual debía sujetarse el Crisóstomo al juicio de un Sínodo, con lo que, a sabiendas y con malicia, mezclaba la causa del santo con la de los origenistas. La mano de Eudoxia andaba en todo esto. Pero Teófilo no se atrevió a reunir el Sínodo en la ciudad misma de Constantinopla, temeroso de que el pueblo se agitara en favor del prelado y de que sus enredos fueran descubiertos con mayor facilidad. Esperó, pues, unas tres semanas, y finalmente se trasladó con todo su cortejo de obispos a una suntuosa casa de campo que había en las afueras de Calcedonia, llamada La Encina, en latín Quercus. Bajo la autorización de Arcadio se juntaron ahí 36 obispos presididos por Teófilo; entre los cuales estaba el obispo mismo de Calcedonia, Cirino. Había una iglesia dedicada a los santos Apóstoles Pedro y Pablo, y en ella se tuvieron las reuniones en septiembre de 403.

El conciliábulo celebró trece sesiones. En él, presentó el diácono Juan, de la Iglesia de Constantinopla, contra su Prelado, el Crisóstomo, nada menos que veintinueve acusaciones. Con esto, el Sínodo ilegal citó a comparecer al Crisóstomo para que se defendiera. Contestó el santo que estaba pronto a comparecer y justificarse, con la condición de que eliminaran de la reunión a los que fueran manifiestamente sus adversarios, por ser notorio que ellos no podían ser jueces en su causa. Además alegó que el Sínodo era ilegal, puesto que lo había convocado Teófilo, cuya jurisdicción estaba en Alejandría. Entonces el Sínodo decretó depuesto de su sede al Crisóstomo por pertinaz en no presentarse. Eudoxia apoyó el decreto y empujó al débil Arcadio a que hiciera lo mismo. (73)

Al saber el pueblo de Constantinopla la determinación del Sínodo de Quercus, amenazó con un grave motín y formó guardias populares para custodiar a su prelado e impedir que lo sacaran al destierro. Mas, como el emperador persistiera en su determinación, al tercer día, a trasmano de la multitud, el mismo santo se entregó a los soldados, en previsión de males mayores. Ellos lo condujeron al puerto llamado Hierón y de ahí a los campos de Preneste, en Bitinia, que quedaban enfrente de Nicomedia. Una vez ido al destierro san Juan, se presentó en la ciudad el obispo Severiano, y, defendido a mano armada por el emperador, entró en la iglesia metropolitana y sede del santo patriarca. El pueblo en tumulto se dirigió en grandes masas al palacio a pedir la vuelta del Crisóstomo. En eso un fuerte terremoto sacudió la ciudad, y Eudoxia, aterrorizada, escribió de su propia mano al santo, suplicándole que regresara. Más aún: se le enviaron legados que lo llamaran; y era tanto el terror, que a éstos siguieron otros y luego otros. (74)

Estos movimientos del Poder y del pueblo no eran desconocidos para el Crisóstomo, quien desde sus mocedades en Antioquía se había acostumbrado a contemplarlos y valorizarlos. Por esto, con toda mansedumbre, volvió a su sede. Salieron las muchedumbres a su encuentro. El se negaba a tomar de nuevo posesión de su sede hasta que un Sínodo declarara su inocencia; pero el pueblo impaciente no esperó a eso y lo obligó a entrar a su iglesia. No desistió el santo en su deseo de que, por la dignidad arzobispal, un Sínodo estudiara su caso imparcialmente; y logró del emperador un decreto para que se convocara. Los obispos adversarios suyos, ante esta perspectiva, todos huyeron de la ciudad acosados de su mala conciencia.

Pero la paz no duró más allá de dos meses. Había entre la iglesia de Santa Sofía y la plaza una estatua de plata que representaba a la emperatriz Eudoxia. Solamente el ancho de la calle la separaba de la iglesia. Pues bien: conforme a la costumbre del pueblo, se celebraron juegos delante de aquella estatua. Pero había en esos juegos diversas cosas que desdecían de la piedad y del nombre cristianos. Como el santo advirtiera que tales juegos se hacían precisamente delante de las puertas mismas de la iglesia, no pudo contenerse, y predicó un sermón u Homilía vehemente contra aquel abuso, que le parecía una grave profanación. (75) Eudoxia tomó aquello como una provocación personal, y llena de ira dio los pasos para la reunión de otro Sínodo. Se acusó al Crisóstomo de haber exclamado con ocasión de esos juegos o después de ellos y de su sermón: "¡Todavía queda algo de la raza de Jezabel! ¡La hija de Herodes pide de nuevo la cabeza de Juan! ¡Si danza es para perpetuar semejante infamia!" Pero la Homilía que contiene esas exclamaciones es ciertamente apócrifa.

Cierta o no esta última acusación, Teófilo, que estaba a la mira y en su resentimiento no perdonaba al santo la humillación sufrida, emprendió una nueva campaña, pero ahora la dirigió desde Alejandría, su sede. Insinuó, pues, a la emperatriz que, apoyándose en el canon IV del Concilio de Antioquía, del año de 341, se podía condenar de nuevo al Crisóstomo. El Concilio, en efecto, prohibía que cualquier obispo depuesto por un Sínodo reasumiera en modo alguno sus funciones ministeriales. Ya en las Navidades del 403, el emperador había tomado cartas en el asunto, movido por Eudoxia; y en ese día avisó al prelado que no recibiría de su mano la sagrada comunión si primero no se justificaba de sus crímenes. Finalmente se reunió en Constantinopla una grande cantidad de obispos y se celebró el Sínodo por orden del emperador. Muchísimas acusaciones se profirieron en contra del santo, que prácticamente se reducían a una sola: haber vuelto a ocupar su sede contra la prescripción del Concilio de Antioquía. Pero el Crisóstomo contestó al Sínodo que su sede la había recibido de Dios y que solamente Dios podía impedirle el ingreso a su iglesia.

No cedió el emperador, y en la Pascua del 404 hizo detener por la fuerza al prelado en su palacio arzobispal. En la vigilia de la festividad el pueblo invadió la iglesia, pero se le dispersó. Entonces se dirigió la multitud a otro local para la celebración, y una vez más entró en acción la fuerza armada y corrió la sangre. El santo se limitó a escribir lo sucedido al Papa Inocencio, que entonces gobernaba la Iglesia universal. El Papa trató de que se reuniera un Concilio ecuménico de Oriente y Occidente, y habló para ello al emperador Honorio. Pero las artimañas de los adversarios de san Juan Crisóstomo fueron postergando esa reunión, que al fin no se llevó a efecto. El santo permaneció aún en su sede unos dos meses, a pesar de que varias veces sus enemigos intentaron asesinarlo. Mas, al fin, para calmar aquella tempestad, tras de recibir del emperador la orden de destierro, por segunda vez se puso a disposición de los soldados; y bajo la custodia de una fuerte escolta partió a donde quisieran llevarlo. Salió por el lado oriente de la ciudad, después de ordenar que su cabalgadura fuera conducida al lado de occidente, con el objeto de que el pueblo hacia allá se agolpara y no lo encontrara. Se le embarcó en una nave pequeña y se le condujo a Bitinia. Salió de Constantinopla el día 20 de junio del año 404 para no volver más en su vida. Se le tuvo en Nicea de Bitinia hasta el (4) de julio. A esa misma ciudad fueron llevados los obispos Ciríaco de Sinnade, en Frigia, y Eulisio de Apamea, en Bitinia, atados como si fueran criminales, por ser amigos del Crisóstomo; pero ahí se les dejó libres.

El pueblo constantinopolitano se enfureció, y aun algunos se organizaron para resistir al emperador, y se les apodó los juanistas. Uno de los días siguientes al destierro del santo, se produjo un incendio en la iglesia de Santa Sofía, el cual se comunicó también a las habitaciones del Buleuterion, que estaba adjunto. Eudoxia se valió de eso para declarar la persecución contra los juanistas como responsables del incendio. Pero éstos le hicieron frente y no pasó ella a mayores cosas. En cambio, el día 27 de junio, hizo sustituir en la sede de Juan a Arsacio, hermano del difunto Nectario, a la edad de ya ochenta años. Se procedió a los interrogatorios acerca del origen del incendio y fueron atormentados para que declararan dos diaconisas, Olimpias y Pentadia, un diácono y otras varias personas, pero todo resultó en vano. Arsacio murió al año siguiente y se le dio como sucesor a un tal Ático. Los juanistas no reconocieron ni al uno ni al otro y se mantuvieron en correspondencia con el santo; y la ciudad se dividió en partidos.

Por ese tiempo acontecieron diversos sucesos que el pueblo tomaba como castigo de Dios. Uno de ellos fue la muerte de Eudoxia en los dolores de un parto. Entre tanto, san Juan fue conducido a Cúcuso, sitio solitario y lejano, señalado por la misma Eudoxia, temerosa, como los demás adversarios de Juan, de su influencia y correspondencia. El viaje se hizo por Cesárea de Capadocia; pero todavía antes de llegar san Juan a esa población estuvo a punto de ser asesinado por sus enemigos. En Cúcuso se dedicó, en cuanto lo permitía su ya muy gastada salud, pues de Cesárea hubo de salir conducido en una litera, a consolar a sus amigos y cuidar todavía, con sus cartas, en cuanto le era posible, de su rebaño.

Cuando llegó el invierno el santo estuvo a punto de muerte, pero con la primavera se recuperó suficientemente. Entre tanto emisarios a la vez de san Juan Crisóstomo y de Teófilo fueron al Papa Inocencio I, para ponerlo al tanto de todo. Inocencio anuló todas las determinaciones del conciliábulo de Quercus y escribió a Teófilo una muy seria amonestación y negó la comunión a todos los adversarios del Crisóstomo. Pero ni la decisión del Papa ni la muerte de Eudoxia trajeron la paz. El Papa y Honorio habían enviado emisarios a Constantinopla con el fin de lograr un entendimiento, pero fueron mal recibidos (comienzos del 406).

Ahí en Cúcuso, de la Armenia Menor, en los confines de Cilicia, siguió Juan su apostolado mediante la correspondencia, y escribió a diversas personas que bien le querían para consolarse y consolarlas. Escribió además dos opúsculos durante su destierro. El concurso a Gúcuso de muchas personas deseosas de recibir de san Juan Crisóstomo instrucción y dirección espiritual, hizo que sus adversarios, envidiosos y temerosos de que pudiera regresar a Constantinopla el odiado Pastor, le hicieran salir de Arabisos –a donde se le había trasladado– a un castillo bien fortificado a causa de las incursiones de los isáuricos. En ese castillo permaneció destituido de toda clase de auxilios. Se dedicó a escribir diversas cartas a los obispos de Occidente y a los Legados que de parte de Inocencio y de Honorio habían ido a Constantinopla. También escribió al mismo Inocencio y a varios amigos suyos. Los soldados que lo sacaron de Arabisos lo llevaban con suma precipitación y alegaban ser tales las órdenes recibidas de Constantinopla.

El sitio designado para su nueva residencia era Pityunte, lugar sumamente desierto, en las riberas del Mar Negro. A pesar de haberse desatado una fuerte lluvia cuando lo conducían, los soldados siguieron su camino, de manera que el agua escurría por el pecho y las espaldas del santo. Ni se le cuidaba del excesivo calor del sol, ni se le permitía descanso alguno en los pueblecillos por donde habían de pasar. El viaje con todo era lento a causa de que las fuerzas del prelado estaban agotadas. El 13 de septiembre del 407, llegaron a la ciudad de Comana, pero pasaron los soldados de largo por la población y fueron a detenerse en una iglesia dedicada a los mártires, que estaba como a unas cinco o seis millas de distancia. Durante la noche oyó el Crisóstomo la voz del santo mártir Basilisco, cuyo martirio ahí se veneraba. Había sido martirizado siendo obispo de Cómanos de Nicomedia, en Bitinia, bajo el imperio de Maximino, juntamente con el presbítero Luciano de Antioquía. San Basilisco le dijo al Crisóstomo: "¡Confía, hermano Juan! ¡mañana estaremos juntos!" 76 La tradición añadía que el mismo mártir había ordenado al presbítero que estaba de servicio en la iglesia: "¡Prepara el sitio para Juan, porque ya se acerca!"

Confiado san Juan Crisóstomo en aquellas palabras, rogó a los soldados que permanecieran ahí hasta la hora quinta del día; pero ellos, sin hacer caso de sus ruegos, partieron. Habían caminado apenas unos 30 estadios desde la iglesia de san Basilisco, cuando hubieron de regresarse porque la enfermedad de su víctima llegaba a los últimos extremos. Sentía el santo un dolor terrible en la cabeza, y era tal que ya no podía soportar los rayos del sol. Volvieron pues a la iglesia del mártir. Entonces san Juan pidió unas vestiduras y se revistió de ellas, de manera que incluso se cambió las sandalias. Las vestiduras que había llevado puestas las repartió entre los que estaban presentes. Recibió los últimos auxilios de la santa Madre Iglesia y recitó delante de todos su postrera oración. Luego, al decir, como tenía por costumbre: "¡gloria a Dios en todo!", se signó con la cruz, y en la palabra "amén", pasó al Señor. Era el 14 de septiembre. (77)

Fue sepultado en la misma iglesia del mártir san Basilisco, y a su entierro acudió mucha gente de los alrededores, y una numerosa turba de vírgenes y monjes. Más tarde, su cuerpo fue trasladado a Constantinopla con inmensa pompa y concurso de fieles, el año 438. Añade Teodoreto que en esta ocasión el joven emperador Teodosio II aplicó sus ojos y su frente al féretro que conducía las cenizas del santo y oró así un buen espacio de tiempo, pidiendo perdón por las faltas de sus padres. Tal fue el fin de uno de los más grandes oradores que registra la historia. (78)


(70) Se la llamaba propiamente Sinodos endemos, o sea Sínodo endémico o popular o que vive entre el pueblo.

(71) Puech, o. c., pp. 117-154.

(72) Puech, ibid. Para más pormenores de la persecución contra el Crisóstomo, véase el Apéndice en este volumen.

(73) Además le impidieron presentarse 40 obispos que habían llegado a Cons tantinopla expresamente para defenderlo, al parecer sin que él los convocara.

(74) Algunos dicen que fue solamente una legación y no tres. La emperatriz escribió de su puño y letra al santo al día siguiente del terremoto suplicándole regresar a su sede.

(75) Otros asientan que fueron precisamente las damas y cortesanos de palacio quienes, en un acto de adulación, para desagraviar a Eudoxia por las injurias que se decía le había inferido el Crisóstomo, organizaron la fiesta en el otoño de ese año, y que su principal ceremonia debía ser la inauguración de la estatua de la emperatriz en una de las plazas principales de la ciudad; inauguración que ciertamente se llevó a cabo con danzas y cantos naturalmente al estilo de los constantinopolitanos.

(76) Hubo sobre esto una doble tradición. Según unos la visión fue en estado de vigilia del santo, según otros fue solamente en sueños.

(77) Dadas las diversas variantes, de poca importancia para el caso, dejamos al buen juicio del lector los pormenores.

(78) Los constantinopolitanos comenzaron a darle culto aun antes del trasarte de la oratoria más se aventajaron, pueda parearse con los grandes oradores cristianos, en especial con los que llamamos santos Padres. Muy lejos nos llevaría una comparación o paralelo entre ambas oratorias. Pero algo sí tenemos que decir para poder apreciar el arte oratorio de san Juan Crisóstomo.



Homilias Crisostomo 2 1012