Homilias Crisostomo 2 10

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X HOMILÍA encomiástica en honor de SAN BARLAÁN, mártir.

La fiesta de san Barlaán se anunciaba en el Menologio manuscrito de los griegos, lo mismo que en el Martirologio romano, el 16 de noviembre. Otros Menologios griegos la colocaban el 19 de ese mes. Pero en los tiempos del Crisóstomo se celebraba en época muy diversa, como se desprende de la Homilía del santo sobre aquello del Apóstol: No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, etc. Esta Homilía fue pronunciada al día siguiente de la fiesta del santo Barlaán, como lo afirma ahí el santo Doctor, pero fue en la primavera. Cuanto al sitio en que se predicó, sin duda fue en la ciudad de Antioquía, en cuyos campos, como en ella se dice, había grande cantidad de sepulcros de mártires, a donde solían ir los ciudadanos que deseaban venerar la memoria de ellos y alcanzar su patrocinio. Y esta era costumbre antioquena. Más aún: hacia el fin de la Homilía el santo pide oraciones de todos los prelados. En Constantinopla, en cambio, él era el común prelado de todos. Cuanto al año no se pueden formar ni siquiera conjeturas por falta de indicios.

CONVOCADO NOS HA EL BIENAVENTURADO BARLAÁN a la solemnidad presente, mas no precisamente para que lo alabemos, sino para que lo imitemos; no para ser oyentes de sus alabanzas, sino émulos de sus preclaras empresas. Sucede en los negocios humanos que quienes son exaltados a las supremas magistraturas, nunca quisieran ver a otros asociados en la misma magistratura y prerrogativa de honor; porque ahí la envidia y los celos cortan por medio la caridad. Pero en los negocios espirituales no sucede así, sino todo lo contrario; porque entonces los mártires alcanzan el sentido pleno de sus propios honores, cuando ven que sus consiervos han logrado llegar a ser participantes de sus mismos bienes. De modo que quien quiera alabar a los mártires imite a los mártires. Si alguno desea ensalzar con sus discursos a los atletas de la piedad, emule sus trabajos: esto deleita a los mártires no menos que sus propias buenas obras.

Y para que comprendas cómo alcanzan ellos principalmente el sentido pleno de su felicidad cuando nos ven a nosotros ya colocados en sitio seguro; y que esto lo juzgan como supremo honor suyo, escucha lo que dice Pablo: ¡Ahora tenemos vida, si vosotros permanecéis en el Señor! (1) Y por cierto, antes que Pablo, ya decía Moisés a Dios: ¡Si perdonas su pecado, perdónalo! Pero si no, ¡bórrame del Libro que has escrito! ¡Es que no tengo gusto en el honor celeste a causa de la calamidad que éstos sufren! La reunión de los fieles tiene la estructura y contextura del cuerpo. Por esto ¿de qué sirve a la cabeza el que sea coronada cuando sufren los pies?

Pero ¿cómo podremos imitar a los mártires?, dirá alguno. Porque ahora no es tiempo de persecuciones. ¡Lo sé perfectamente! ¡No es tiempo de persecuciones, pero sí de martirio! ¡No es tiempo de luchas como las de ellos, pero sí de coronas! ¡No nos persiguen los hombres, pero sí los demonios! ¡No nos atormenta el tirano, pero nos atormenta el demonio, que es más cruel que todos los tiranos! ¡No tienes delante ni ves los carbones encendidos, pero en cambio ves las encendidas llamas de la concupiscencia! ¡Aquéllos pisotearon las brasas, tú pisotea los encendimientos de tu naturaleza! ¡Aquéllos lucharon con las bestias, tú refrena la bestia indómita de la ira cruel! ¡Ellos se mantuvieron firmes entre intolerables dolores, tú vence los pensamientos locos y perversos que pululan en tu corazón! ¡Así imitarás a los mártires! Porque ahora, no es nuestro combate contra la carne y sangre sino contra los príncipes, contra las potestades, contra los que rigen este mundo de tinieblas. (2)

La concupiscencia de la naturaleza fuego es inextinto y perenne, perro rabioso y furioso: aunque mil veces lo rechaces, mil veces te acomete y no desiste. Cruel es la llama de los carbones, pero es más vehemente la llama de la concupiscencia. Nunca logramos una tregua en este combate; nunca logramos que cese mientras en este mundo vivimos; sino que la lucha es perpetua a fin de que sea espléndida la corona. Por este motivo Pablo nos arma siempre, porque ahora es tiempo de guerra y el enemigo siempre vigila. ¿Quieres comprender cómo la concupiscencia quema no menos que el fuego? Escucha a Salomón que dice: ¿Andará alguno sobre carbones encendidos y no se quemará los pies? ¡Pues así es quien se acerca a la mujer de su prójimo y la toca: no saldrá sin daño! (3) ¿Ves cómo la naturaleza de la concupiscencia emula a la del fuego? Puesto que así como no puede suceder que quien toca el fuego no se queme, así el aspecto de los rostros hermosos inflama, más velozmente que el fuego, el alma de quien los contempla impudentemente. De manera que, al modo de una materia fácil para inflamarse, así los cuerpos hermosos se presentan a las miradas de los ojos lascivos.

Por esta causa no conviene ofrecer como alimento al fuego de la concupiscencia la forma exterior; sino más bien, por todas partes cohibirlo, extinguirlo con piadosas meditaciones, y refrenar el incendio que se extiende cada vez más allá, y no permitir que venga por tierra la constancia de nuestro ánimo. Por cierto, toda voluptuosidad, mientras prevalecen las perturbaciones que causa, suele inflamar el ánimo con mayor vehemencia que el fuego; a no ser que con fortaleza y paciencia se luche contra cada una de esas perturbaciones, como lo hizo el bienaventurado y generoso atleta de Cristo Barlaán, con su mano en el fuego, cuando recibió en ella toda una pira y no cedió al dolor, sino que se portó como si estuviera menos sujeto a los dolores que lo está una estatua. Más aún: ¡sentía el dolor y lo padecía, porque no era de hierro el que sufría, sino un cuerpo mortal; pero a pesar del sufrimiento y del dolor, demostraba en sí el fuerte ánimo de las Virtudes incorpóreas, y eso estando todavía en cuerpo mortal.

Pero tomaré la narración de su martirio de más arriba, para que la historia aparezca con toda claridad. Y tú, oyente, considera la malicia del demonio. Porque a unos santos los sumergió en una sartén, a otros en calderos que poderosamente hervían al fuego, de otros destrozó los costados, a otros los arrojó al mar; a éstos los echó a las fieras, a aquéllos al horno, a los de más allá les descoyuntó los miembros, a los de acullá les arrancó la piel, vivos aún; o bien les puso carbones encendidos, aplicados a sus miembros ya ensangrentados, de manera que las chispas de fuego saltaban por sobre las heridas y mordían las llagas más ferozmente que una fiera; a otros finalmente les buscó otros más graves suplicios. Pero, una vez que vio cómo todos estos suplicios eran despreciados; y cómo los que los habían padecido los superaban con grande facilidad y excelente virtud, y con esto, a quienes habrían de ir tras ellos y bajar a los mismos tormentos, les habían dado ocasión de grande confianza en la victoria, ¿qué hizo? ¡Discurrió un nuevo género de asechanzas para herir y vencer el ánimo del mártir con un suplicio inesperado y hasta entonces no acostumbrado!

Porque lo que ya se ha oído y es conocido, aunque sea intolerable fácilmente se desprecia por medio de la consideración, cuando se le ve venir. En cambio, lo que es inesperado, aunque sea cosa leve, resulta del todo intolerable. ¡Venga, pues, un combate novedoso, una artimaña inusitada a fin de que con su nueva e insólita presencia, domine al atleta así perturbado! ¿Qué es, pues, lo que hace? Saca de la cárcel al santo aún atado. ¡Porque también esto fue una malicia suya: el no aprontar desde un principio todos los peores instrumentos de suplicio ni los tormentos más horrendos, sino comenzar la lucha con otros menores! Y esto ¿por qué? ¡Con el objeto de que si los que luchaban quedaban vencidos, su derrota fuera más vergonzosa, ya que no habían resistido ni a los tormentos menores; y en cambio, si salían vencedores y triunfaban, todavía pudieran ser fácilmente vencidos con los tormentos más graves, una vez que los otros menores hubieran ya quebrantado su fortaleza. Por esto, pues, comenzó por los tormentos menores; para que, venciera o no venciera, el final fuera como lo deseaba. Porque si venzo, se decía, los burlaré; y si no venzo, los dejaré más débiles para los futuros combates.

Así, pues, saca de la cárcel al mártir, y éste caminaba como un atleta que por mucho tiempo se ha ejercitado en la palestra. Porque palestra del martirio era la cárcel; y en ella, hablando aparte con Dios, aprendía el mártir todos los artificios de la lucha: porque en donde hay semejantes ataduras, ahí está Cristo. Salía, pues, robustecido por la larga estancia en la cárcel. Y una vez que el demonio lo hubo conducido al medio por manos de aquellos que le servían de ministros para semejante maldad, no lo ató al ecúleo, no lo rodeó de verdugos carniceros: porque veía que todo eso el mártir ya lo anhelaba y lo tenía sobremanera meditado. Sino que a semejante fortaleza aplicó una máquina de combate desacostumbrada y nueva, y no temida de antemano, con la que fácilmente pudiera echarla por tierra. Porque esto es precisamente lo que en todos los mártires más cuida: no precisamente atormentar a los santos con el dolor, sino vencerlos.

¿Cuál es, pues, esa máquina? ¡Le ordenó extender la mano con la palma hacia arriba encima del altar; y luego le pusieron en ella carbones e incienso, con el objeto de que, si por el dolor, él diera vuelta a la mano, aquello se le imputara como si hubiera ofrecido el sacrificio, y hubiera pecado, y hubiera caído. ¿Observas cuan astuto es el demonio? Pues observa también cómo Aquel que coge a los sabios en sus propias astucias, (4)' volvió inútiles los artificios del demonio y convirtió en aumento y colmo de gloria para el mártir el cuidado y diligencia que el diablo puso en sus artimañas y en el refinamiento de sus malicias. Porque cuando el adversario, tras de poner en práctica innumerables y astutas ilegalidades, queda vencido, entonces el atleta de la piedad sale más resplandeciente: ¡que fue lo que en este caso aconteció! Porque el bienaventurado Barlaán permaneció inmóvil, sin inclinar ni dar vuelta a la mano, como si la tuviera hecha de hierro. Aunque a la verdad, ni aun en el caso de que la mano hubiera dado la vuelta, habría esto sido pecado en el mártir.

Pero ahora poned todos diligente atención, para que entendáis cómo ni aunque la mano hubiera dado la vuelta, ni aun así había que estimar al mártir como vencido. ¿Cómo es esto? Porque por cierto, así como juzgamos de aquellos a quienes les aran los costados o son atormentados de otro modo cualquiera, así debemos también juzgar de éste. Puesto que si aquéllos ceden y ofrecen el sacrificio, entonces la culpa recae sobre su debilidad, a causa de que sacrifican por no poder sobrellevar los dolores. En cambio, si perseveran en los tormentos y se duelen de lo que sufren, pero no traicionan su religión, nadie les imputa, por los dolores que sufren, una derrota. Al contrario: por eso mismo los alabamos y los ensalzamos más aún, porque a pesar de los dolores, perseveraron y no negaron la fe.

De manera que este bienaventurado Barlaán, al no poder soportar los dolores, si hubiera prometido sacrificar habría sido vencido; pero, si acaso sin ceder él en la confesión de su fe, la mano se le hubiera dado la vuelta, eso ya no sería culpa del mártir. Puesto que si no por debilidad de la voluntad se le hubiera dado vuelta la mano, evitando el fuego, eso habría acaecido por la debilidad de la naturaleza de los nervios, destituida de su propio vigor. Porque, así como no acusamos a aquellos a quienes les raen los costados porque se les caigan las carnes; o mejor aún, para poner un ejemplo más apropiado, así como a quienes sufren un espasmo o una fiebre, nadie los acusa porque su mano se encorve, puesto que no les sucede eso por culpa de su pereza sino porque el ardor de la enfermedad consume los humores, y así la articulación de los miembros antinaturalmente se contrae: así tampoco en este santo, si acaso se le hubiera doblado la mano, nadie podría acusarlo. Porque si la fiebre, por su natural mismo, suele contraer los miembros del enfermo y dislocarlos, mucho más lo pudieron hacer, aun contra la voluntad del mártir, las brasas colocadas sobre su diestra.

¡Y con todo, no lo lograron! Y esto para que conozcas amplísimamente que esto lo hizo por la gracia de Dios que estaba operando juntamente, y robustecía al atleta y corregía la debilidad de la naturaleza. Porque en todo esto, aquella mano no se comportaba ciertamente conforme a lo que su condición y debilidad pedían, sino que, como si estuviera hecha de diamante, así permanecía inmóvil. ¿Quién, observando esto en aquellos momentos, no se habría admirado? ¿quién no habría sentido escalofrío? ¡Desde el cielo miraban los ángeles y contemplaban los arcángeles aquel espectáculo, que por su brillo superaba en absoluto la humana condición! Porque ¿quién no habría deseado contemplar al hombre aquel luchando y sufriendo lo que no es posible a la humana naturaleza? ¡a ese hombre que era al mismo tiempo altar y víctima y sacerdote! Por este motivo era doble el humo que ascendía: uno del incienso que ardía, otro de la carne que se derretía. Y este segundo era más suave que aquel primero, y su aroma era mucho más excelente. Sucedía lo mismo que en la zarza. (5) Porque así como la zarza aquella ardía y no se consumía, así acá la diestra ardía, pero el alma no se consumía. Se consumía el cuerpo, pero no la fe; descaecía la carne, pero el fervor del espíritu no descaecía. Caían a tierra los carbones tras de perforar la mano por en medio, pero no decaía la fortaleza del ánimo.

Y la mano se consumió y se liquidó, porque era carne y no diamante; en cambio el alma buscaba la otra mano para mostrar en ella también de nuevo su paciencia. Y a la manera que un nobilísimo combatiente que se ha arrojado sobre los enemigos, una vez que ha roto la falange de su adversario, y ha hecho pedazos su espada a causa de la continuidad de las heridas, al punto vuelve atrás en busca de otra espada, porque no se ha saciado aún de la matanza de sus contrarios, del mismo modo, en verdad, el alma del bienaventurado Barlaán, como hubiera agotado su mano en la lucha, destruyendo la falange de los demonios, buscaba la otra mano para mostrar de nuevo en ella el fervor de su espíritu.

Ni vayas a decirme que solamente expuso una de sus manos. Sino más bien, en vez de eso, piensa en que quien expuso su mano, también ofreció su cabeza, también entregó sus costados e hizo frente a los suplicios del fuego, de las bestias, del mar y de los precipicios, de la cruz, de las ruedas y de todos los demás que jamás se han oído en las narraciones e historias; y todos los sufrió, si no con la experiencia, sí con el propósito y determinación de su ánimo. Porque los mártires no se ofrecen a un determinado género de penas, sino que se disponen a suplicios indeterminados, puesto que el ánimo de los tiranos no está sujeto a su voluntad ni pueden ponerle términos ni modo; sino que se presentan dispuestos a sufrir tantos y tan grandes suplicios como quiera infligirles el inhumano y felino ánimo de aquéllos: a no ser que en el intervalo, desfalleciendo el cuerpo, deje la pasión de los tiranos no saciada.

¡Marchitábase la carne, pero el propósito del ánimo se volvía más pronto, y vencía con su brillo al de los carbones encendidos y resplandecía más aún que ellos: porque el fuego espiritual encendido interiormente era mucho más ardiente que el otro fuego! Por esto aquél no sentía la llama exterior, porque lo inflamaba el fuego intensamente ardiente de la caridad de Cristo en su interior.

¡Hermanos carísimos! ¡No oigamos estas cosas solamente, sino imitémoslas! Porque, repito ahora lo que al principio decía: nadie celebre al mártir únicamente en esta hora en que aquí nos encontramos reunidos; sino que, al ir a su casa, cada uno lleve consigo a este santo e introdúzcalo en sus habitaciones; o mejor aún, póngalo en su corazón mediante el recuerdo de las cosas que aquí se han dicho. ¡Recíbelo, como antes dije; y pónlo con su mano extendida en tu corazón! ¡Recibe a este triunfador ya coronado, y no permitas jamás que se vaya de tu mente! Para esto os hemos congregado delante de las tumbas de los santos mártires; para que su vista misma os incite en alguna manera a la virtud, y os dispongáis a tener vosotros su mismo fervor. Porque a un soldado lo incita aun la sola fama de un insigne guerrero, pero mucho más su vista y presencia ; y todavía más aún si acaso, habiendo entrado en la tienda de campaña del dicho guerrero, ve ahí la espada ensangrentada, y tendida por el suelo la cabeza del enemigo, y los despojos militares suspendidos a la pared, y que de las manos del que ganó la victoria destila, reciente aún, la sangre; y ve que están esparcidos, acá y acullá, escudos, arcos, lanzas y toda clase de armamentos.

Por esto, pues, os hemos reunido aquí nosotros: ¡tienda de campaña es el sepulcro de los mártires! ¡Y si abres los ojos de la fe, verás tendidas por aquí y por ahí, la loriga de la justicia, el escudo de la fe, el casco de la salud, las grebas del Evangelio, la espada del Espíritu y la cabeza misma de Satanás que yace por tierra! (6) Porque cuando ves a un hombre poseído del demonio yacer boca arriba junto a la tumba del mártir, y cómo se destroza a sí mismo con frecuencia, estás viendo no otra cosa sino la cabeza del Maligno cortada. Porque estas armas, aun ahora están junto a los soldados de Cristo. Pues, así como los emperadores sepultan a los más esforzados de sus milites juntamente con sus armas, así ha hecho Cristo: los ha sepultado juntamente con sus armas, para que aún antes de la resurrección, se manifieste la gloria y el poder de todos sus santos.

Conoce, pues, su espiritual armadura; y apártate de aquí una vez que has adquirido las más grandes utilidades espirituales. ¡Grande guerra tienes, carísimo hermano, contra el diablo! ¡Grande y perpetua! ¡Aprende las formas de luchar para que imites las victorias! ¡Desprecia las riquezas y los dineros y las demás pompas seculares! ¡No juzgues felices a los que son ricos: juzga tales a quienes padecen el martirio! ¡no a quienes andan entre delicias sino a quienes están en las sartenes! ¡no a quienes se sientan a las mesas abundantes, sino a quienes están en los calderos hirvientes! ¡no a quienes andan diariamente en los baños, sino a los que están en los hornos terribles! ¡no a quienes aspiran ungüentos, sino a quienes quemados despiden humo y olor a carne asada! ¡Este aroma es mucho más excelente y útil que aquel otro! Porque aquél, a quienes lo disfrutan los conduce al castigo; éste en cambio, a las coronas y premios celestes.

Y para que comprendas que las delicias son cosa mala, lo mismo que el uso de los ungüentos y la embriaguez y el vino tomado sin medida y la mesa opípara, escucha lo que dice el Profeta: ¡Ay de los que duermen en lechos de marfil, rodeados de delicias en sus estrados, y que comen los cabritos de las greyes y los becerrillos que aún maman de las vacadas, y los que beben el vino purificado y se ungen con escogidos ungüentos! (7) Pues si estas cosas estaban prohibidas en el Antiguo Testamento, mucho más lo están en el tiempo de gracia, cuando hay mayor luz y conocimiento. Y digo esto así para los hombres como para las mujeres; porque común es la palestra, y el ejército de Cristo no está dividido por razón de los sexos, sino que forma un escuadrón único.

Pueden también las mujeres vestir la loriga y oponer el escudo y arrojar los dardos, tanto en el tiempo de los martirios como en los demás en que se necesite grande libertad de espíritu. Y a la manera que un excelente saetero, que con magnífica puntería lanza desde la cuerda la saeta, perturba con ella todo el escuadrón enemigo, así los santos mártires y todos los defensores de la verdad, que combaten contra las asechanzas y los engaños del demonio, como desde una cuerda tensa, lanzan de su lengua palabras certeras; y éstas, volando por los aires, a modo de saetas, una vez que golpean sobre las invisibles falanges de los demonios perturban a todo su escuadrón. Exactamente como le sucedió al bienaventurado Barlaán: por que éste, habiendo lanzado sus palabras sencillas a la manera de saetas voladoras, conturbó con ellas a todo el ejército del demonio.

¡Imitemos nosotros esta maestría en asaetear! ¿Observáis cómo los que salen de los espectáculos del teatro se han tornado más muelles? ¡Esto les sucede porque han atendido cuidadosamente a las cosas que ahí se hacen; y con eso, han grabado perfectamente en su imaginación los meneos de los ojos y las contorsiones de las manos y el giro de los pies y las imágenes que aparecen en las cabriolas del cuerpo llevado a un lado y al otro! ¿No sería, pues, indigno que ellos muestren tan grande solicitud en procurar la ruina de sus almas, y guarden una memoria perenne de las cosas que en el teatro se llevaron a cabo, y en cambio nosotros, a quienes esta imitación nos ha de hacer iguales a los ángeles, ni siquiera pongamos un cuidado igual al que ellos ponen, para conservar lo que aquí se ha dicho? ¡No! los lo ruego! los lo suplico! ¡no descuidemos hasta ese punto nuestra salvación! Sino al revés, tengamos guardados en nuestra mente a todos los mártires en conjunto con los calderos y con los demás suplicios. Y a la manera que los pintores limpian y asean una imagen oscurecida por el humo y el ollín y el tiempo, así usa tú de la memoria de los mártires, oh carísimo hermano; ¡cuando los cuidados del siglo se echen encima y oscurezcan tu pensamiento, limpíalo mediante la memoria de los mártires!

Porque si conservas en tu alma esta memoria no mirarás a las riquezas, no deplorarás la pobreza, no alabarás el poder y la gloria; en una palabra, no juzgarás ser grande ninguna de las cosas humanas que parecen espléndidas; ni tendrás por intolerable ninguna de las que parecen molestas. Sino que, una vez hecho superior a todas ellas, tendrás en la contemplación de esta imagen una continua enseñanza para la virtud. Porque aquel que cada día contempla a los milites que en las batallas y en las guerras se señalan por su actividad, nunca quedará preso en la codicia de los deleites; ni estimará el vivir muelle y delicadamente, sino al revés la vida recia y dura y que prepara al combate. Porque ¿qué compañía puede haber entre la embriaguez y la batalla? ¿cuál entre el cuidado del vientre y la fortaleza? ¿cuál entre los ungüentos y las armas, la guerra y los banquetes? ¡Soldado de Cristo eres, carísimo hermano! ¡ármate y no te adornes mujerilmente! ¡Atleta eres noble! ¡obra varonilmente y no andes buscando la buena presentación! ¡Imitemos así a estos santos! ¡Honremos así a los fuertes atletas, a los guerreros coronados, a los amigos de Dios!

Y así, una vez que hayamos caminado por las sendas que ellos llevaron, recibiremos las mismas coronas que ellos! ¡Coronas que ojalá nos acontezca a todos alcanzar, por la gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos! Amén. (8)


(1) 1Th 3,8; y Ex 32,31-32.

(2) Ep 4,12.

(3) Pr 6,28-29.

(4) Jb 5,13.

(5) Ex 3,1 ss.

(6) Ep 6,11-17.

(7) Am 6,4-6.

(8) Sin esfuerzo puede notarse en esta primorosa Homilía la tendencia a moralizar que acompaña constantemente al Crisóstomo y que hizo de él, como ya lo advertimos en la Introd. n. 9, al Director espiritual de Antioquía, de todo el Oriente, y en cierto modo de la Iglesia en aquel tiempo. Sin embargo es necesario distinguir cuidadosamente cuándo habla como moralista y cuándo como asceta, para evitar el tacharlo de estrecho en sus soluciones a los conflictos de conciencia. Aquí, por ejemplo, parece condenar como malo todo uso de ungüentos, etc. En la moral no está condenado ese uso sino el abuso; pero en ascética ciertamente al que se entregue a ese uso no le aseguramos que suba a la perfección, y por esto se puede llamar malo ese uso para aquellos que quieran imitar a los santos.


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XI HOMILÍA en la conmemoración de SAN BASSOS: se trató de los temores y acerca de aquello:

"Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón". Cuanto al santo mártir Bassos, parece que se trata de uno que padeció el martirio en la persecución de Decio y Valeriano y era Obispo de Nicea. No constan ni el día ni el año ni el sitio de esta Homilía. Más aún, a varios autores les ha parecido por lo menos dudosa en su autenticidad. Los argumentos en pro y en contra se toman todos de la crítica interna, y se reducen, casi en absoluto, a cierta disparidad de estilo respecto de las otras Homilías que ciertamente son del Crisóstomo. Sobre todo, cuanto a la invención la han encontrado pobre.

CONVENÍA QUE NOSOTROS, oh amantes de Cristo, (1) una vez que según la costumbre ha fluido hacia vosotros tan grande río de elocuencia, y en este tiempo se os ha preparado una abundante mesa espiritual de parte de los sacerdotes y predicadores que nos precedieron, convenía, digo, que reprimiéramos las pobres gotillas de nuestro discurso; sobre todo porque la continua enfermedad corporal y la debilidad de la voz, y finalmente los cuidados que unos a otros se suceden, nos van poniendo impedimento. Pero, ya que nos habéis invitado, arrastrados por el insaciable deseo de escuchar la palabra sagrada, ¡ea! ayudándonos la gracia de nuestro Salvador, os ofreceremos algunas cosas que digan con la ocasión y se le acomoden. Porque yo pienso ser esto lo mejor así para nosotros que hablamos como para vosotros que escucháis. Vosotros procuraréis, mediante el discurso, proveeros de lo mejor y más útil.

Por lo que mira al santo y célebre mártir y obispo Bassos, quien hoy aquí nos ha congregado en esta reunión, ya goza de los premios que mereció con su batalla, y no necesita en estos momentos de ninguna alabanza que nosotros le añadamos; sino que más bien es él quien, como suele, derrama sus preces por nosotros delante del Señor, como quien mucho puede a causa de su certamen y de su martirio, y tiene grande libertad para hablar, y está ya agraciado con la corona de la inmortalidad que Cristo ha preparado además para todos los fieles. Porque, como atestigua el Apóstol, copiosos son los dones de Dios; el cual dio en otro tiempo a los que se los pedían con sinceridad los dones de los mártires; y mucho más ahora los dará, cuando tenemos que conmemorar dentro de poco el recuerdo anuo de aquel grande temor pasado, (2) y la benigna y misericordiosa ira de Dios, que a causa de aquellas terribles amenazas nos incita a alabarlo.

Porque vimos en verdad cómo su furor despedía relámpagos de bondad cuando por todas partes nos rodeaba el temor, a causa del terremoto; cuando veíamos a todas las criaturas sacudirse y todo el suelo estremecerse con grande ímpetu, mientras el Salvador no se olvidaba en modo alguno de sus misericordias; cuando temíamos una muerte amarga y juzgábamos rarísima vez se encuentra esta forma de llamar a los oyentes <piXóxgioroi. Generalmente los llama ayanexoi, que nuestras mansiones habrían de ser nuestros sepulcros, y paralizados por el temor no encontrábamos lugar ni modo alguno de escape; cuando, tras de llegar al mediodía ya no esperábamos ver la tarde, y estaba suspendida sobre nuestras cabezas la espada allá arriba, y acá abajo se alzaban las preces con todo rendimiento al par de la beneficencia, y los pueblos gritaban a una voz "¡Señor, compadécete!", y el Señor se dejaba vencer por los gemidos.

Porque Aquel que con sólo mirarlas conmueve a las criaturas, aquietó con su mano a la tierra que temblaba. Mas ¿por qué no encierro todo en una breve palabra? ¡Era aquel tiempo tal que si en él no nos hubiera auxiliado Dios, por poco nuestra alma habría habitado en los infiernos! (3) Porque ¿a quién no lo paraliza de estupor la grandeza de las misericordias del Señor? ¿A quién no incitan las cosas que entonces sucedieron a dar gracias a Dios? ¡Y no solamente las que entonces sucedieron, sino también las que muy luego se echaron encima! ¡Conmovió los fundamentos de la tierra, golpeó los cimientos de las habitaciones de manera que las casas como naves de transporte entre las olas del mar, así oscilaban: ¡nos lanzó miradas solamente de Juez, y todos andábamos agitados, como si estuviéramos en medio de las aguas! Grande era el temor, pero la misericordia era en muchos modos más abundante que el temor. Porque agitó la criatura, mas no la destruyó; todo lo golpeaba pero no lo echó por tierra, ni desnudó a ésta de todas las bellezas de sus criaturas. Solamente derribó los techos para que de este modo quedáramos amonestados, mientras que, en cambio, no nos dio ni siquiera a probar la muerte: ¡tan grande es el piélago de misericordia suya para con nosotros!

Más aún: en haber sacudido las columnas de la tierra se mostró misericordioso y solícito por nosotros. Porque vio que somos pecadores y que solemos irritarlo y que amamos las rapiñas y que avaramente unimos las casas con las casas y los campos con los campos, para quitarle algo a nuestro prójimo; vio que no había compasión de los huérfanos ni se hacía justicia a las viudas; vio que los maestros hacían todo lo contrario de lo que enseñaban que debía hacerse; vio a los discípulos entregados a los feos espectáculos de los teatros y que ponían en vergüenza la decencia y el decoro sacerdotales; vio que vivíamos en maldad y en envidia, y que con la envidia se juntaba el fraude; vio que las tempestades de la simulación ahogaban a los sencillos, como a pequeñas navecillas; vio que se asesinaba con premeditación, y a cuánto podemos alargarnos en las injurias; vio que la caridad padecía naufragio, mientras el fraude iba viento en popa, en esta navegación del mar de la vida presente; vio que nos apartábamos de la verdad y caíamos en la mentira; y para decirlo todo en una palabra, vio que servíamos más a las riquezas que a Dios; y por esto nos puso delante, como un maestro a sus alumnos, el terremoto, y nos mostró entrañas indulgentes de madre; como una madre hace con su niño que pende de sus senos y llora, mientras ella lo quiere apartar de semejante costumbre, y para eso lo echa de su lecho; no para aterrorizarlo, sino únicamente para ponerle un poco de temor. Del mismo modo el Señor del universo, que lleva la tierra en su mano, lo sacude, pero no para destruirlo sino para convertir al camino de la salvación a los que van procediendo con insolencia.

Y nadie nos vaya a reprender porque comparamos al Señor con una madre indulgente; puesto que el mismo Señor se comparó con una gallina, al decir: ¡Jerusalén, Jerusalén! ¡que das muerte a los profetas y lapidas a los que te han sido enviados! ¡cuántas veces quise congregar a tus hijos como la gallina congrega a sus polluelos, pero no quisiste! (4) Pues Dios benigno conmovió la tierra que no tiene alma a fin de retraer a quienes sí la tienen de los afectos desordenados, para que se aparten de la ruina espiritual. ¿Ves, amador de Cristo, cuánta sea la misericordia del Criador para con nosotros? ¿ves cómo en las mismas amenazas brilla la benignidad? ¿ves cómo su misericordia se adelanta a su indignación? ¿ves cómo el castigo es superado por la bondad?

¡Ni es esto maravilloso! Porque El mismo es el manso y benigno Señor nuestro, y solícito, como lo acostumbra, de nuestra salvación, que nos da claramente voces en el Evangelio, como hace poco se nos leía: "¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón!" ¡Cuánto se abaja el Criador, y sin embargo, la criatura no lo reverencia! "¡Venid y aprended de mí!" dice el Señor cuando vino a sus siervos para consolarlos en sus caídas. Así se conduce con nosotros Cristo y así nos da muestras de su misericordia. Cuando convenía castigar a los pecadores y acabar con su especie que lo ha irritado, entonces precisamente se dirige a los reos con blandas palabras y les dice: "¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón!" ¡Dios se humilla y el hombre se ensoberbece! ¡manso es el Juez y soberbio el reo! ¡humilde voz lanza el artífice, y el lodo, como si fuera algún rey, así habla! ¡Oh! "¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón!"

¡No os doblegaron los acontecimientos anteriores; no os amansaron los que luego se siguieron; ni finalmente los que hace poco sobrevinieron! Pero El, como entonces, también ahora, una vez que hizo temblar las criaturas, luego las pacificó con su misericordia. ¡Venid, pues, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón! ¡No viene con látigo para azotar, sino con una naturaleza nuestra para curar! ¡Venid y ved su inefable bondad! ¿Quién no ama al Amo que no azota? ¿quién no se admira del Juez que suplica al reo? ¿Te llena del todo de admiración la humildad de sus palabras? ¡Artífice soy y amo mi obra! ¡obrero soy y perdono al que yo mismo he fabricado! ¡Si yo uso del supremo derecho que me da mi dignidad, no levantaré a la humanidad caída; y como ella padece de una enfermedad incurable, si no uso de medicinas suaves, no podrá ella sanar! ¡si no la trato con benignidad y a lo humano, perece! ¡si solamente uso de amenazas, se pierde! Por esto, le aplico, como a quien está caído, medicamentos de suavidad. ¡Me abajo hasta lo sumo en la conmiseración para levantarla de su caída!

Aquel que está en pie no puede levantar al caído si no es que abaje su mano. Pues "¡venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón!" No hablo por hacer ostentación: por los hechos os he dado experiencia. Que yo sea manso y humilde de corazón, dedúcelo del estado en que me ves a que he venido. Considera mi forma y cuál sea mi dignidad: ¡medítalo y adórame! ¡por causa tuya me abajé! Piensa de qué lugar descendí y en qué lugar hablo contigo. Siendo el cielo mi trono, ahora hablo contigo en la tierra. En las alturas soy glorificado, pero, como magnánimo, no me irrito, porque soy manso y humilde de corazón. Si no fuera un manso hijo del Rey, no habría escogido como madre a una sierva. Si no fuera manso yo, el artífice de las sustancias visibles e invisibles, no me hubiera desterrado acá con vosotros. Si no fuera manso, no hubiera estado yo, el Padre del siglo futuro, envuelto en pañales. Si no fuera manso no habría soportado la pobreza del pesebre, yo que poseo todas las riquezas de todas las criaturas. Si no fuera manso, no me hubiera encontrado entre animales, yo a quien los Querubines no osan mirar. Si no fuera manso yo, que con mi saliva doy vista a los ciegos, jamás habría sido escupido por la boca de hombres malvados. Si no fuera manso, nunca habría tolerado la bofetada de un siervo, yo que soy quien da libertad a los siervos. Si no fuera manso, jamás hubiera presentado mis espaldas a los azotes en beneficio de los esclavos.

Mas ¿por qué no digo lo que es más grande aún? ¡Si yo no fuera manso nunca habría cargado la deuda de muerte, yo que nada debía, en lugar de aquellos que debían padecerla. Pero la pagué yo con el fin de borrar la pena de aquellos que estaban detenidos en los infiernos. Porque no soy Rey de los vivos únicamente, sino además Rey de los muertos. Por esto recorrí el camino de ambas economías: me hice hombre, y también por un poco de tiempo estuve muerto, a fin de comunicar con todos, aun los que estaban bajo tierra, el don de mi incorruptibilidad! ¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón! ¡Mi bajeza no procede de mi naturaleza sino de mi propósito! ¡Dotado estoy de una sustancia inaccesible, pero al mismo tiempo de un pensamiento que se extiende a todos! ¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón! ¡Pero no soy pequeño en la dignidad! ¡Soy pequeño si miras al propósito de mi mente, pero no si miras a mi poder! ¡Por el poder soy terrible para los ángeles, pero para los hombres soy humilde por la determinación de mi ánimo!

¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón! ¡No hablo así por la condición de mi naturaleza, sino conforme a mi misericordia hablo así! Más amable me es la mansedumbre que el poder. Rey soy, yo el que te hablo; grande poder poseo, pero no quiero aterrorizar tu pequeñez con el poder que tengo. No digo: "¿Venid porque yo soy el Señor, yo soy el que domino en la creación, el que mira a la tierra y la hace temblar, el que mide los cielos con la palma de su mano y tiene en su puño el orbe!" Sino: ¡ved y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón!

"Tan manso soy que tú pecaste y yo fui azotado: tan así de voluntariamente soy humilde. Vine con el fin de poner en libertad a los que estaban oprimidos por la servidumbre. Y ellos a mí, su Libertador, me dieron de bofetadas y además me pusieron en la cruz: ¡ellos, los oprimidos por la servidumbre! Y luego yo, rogando por ellos, decía a mi Padre: '¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!' Venid, pues, y aprended de mí que son manso y humilde de corazón! ¡Venid! los lo suplico! los lo ruego! ¡no me avergüenzo de suplicar! ¡estoy contento de rogar a mis siervos para no verme obligado a castigarlos! ¡Venid y aprended de mí la mansedumbre, antes de que veáis mi terrible poder! ¡Venid ahora que soy médico, pero que poco después os pediré cuentas! ¡Ahora perdono, pero poco después apareceré como justo Juez! ¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón! O bien honrad mi mansedumbre o bien temed mi poder. Acercaos y preveníos en mi presencia mediante la confesión, porque el tiempo de esta mansedumbre está medido.

"Solamente toca a la vida presente el que yo me muestre longánima: vendrá el tiempo en que se cerrarán las puertas a esta longanimidad. Vendrá un tiempo en que las lágrimas que corran del pecador, no aprovecharán. Vendrá un tiempo en que las trompetas, sonando por todos lados, anunciarán mi segunda venida; tiempo en que los ángeles recorrerán toda la tierra y traerán a juicio a muchos miles de muertos. Entonces será colocado el tribunal y yo me acercaré llevado sobre las Virtudes del cielo, y estarán a mi lado los Principados y las Potestades, y las luces de mi reino iluminarán al universo. Entonces se abrirán los libros acerca de todo aquello que cada cual hizo durante su vida y se tomará razón de la observancia de la ley y se declarará el verdadero raciocinio y propósito de los demonios, y el reo estará delante, no patrocinado por alguno sino únicamente por sus obras; y sus propios pensamientos lo acusarán, y su conciencia lo convencerá, y los espíritus malignos estarán a la mira de la sentencia del Juez, y el horno eterno lo esperará. Entonces aquella exclamación de "¡compadécete!" de nada aprovechará al suplicante.

"¡Venid, pues, antes de que cierre las puertas de mi misericordia; antes de que termine la feria de este mundo y haya pasado el espectáculo de esta vida; porque ya está a las puertas el tiempo señalado para el fin de este siglo! ¡Venid antes de que yo comience a juzgar, porque una vez que me asiente para juzgar ya no perdonare! Por esto puse el ejemplo de las vírgenes necias, cuyas lámparas de la vida, por no tener el aceite de la justicia, se apagaron; y declaré de qué manera las puertas de aquel tálamo del esposo se cerraron; y de qué manera, cuando las vírgenes llamaban, les respondí desde la parte interior del tálamo: ¡No os conozco! (5) y con esas palabras declaré la sentencia con que el Juez hablará a los pecadores".

Si, pues, hermanos, hemos aprendido la mansedumbre del Salvador por sus palabras, no lo despreciemos como Juez; porque nos habla con dulces voces antes del tiempo del juicio, para que no perdamos la oportunidad de la penitencia. Revistamos ahora nuestras almas con el vestido de la limosna y de las buenas obras, y prepare cada uno de nosotros las cosas necesarias para entrar en la vida sempiterna, y abstengámonos de toda iniquidad. Porque si conservamos inconmovible nuestra fe en las buenas obras, también las criaturas permanecerán inconmovibles con nosotros. Adornemos nuestras almas con la temperancia, y además adquiramos de manera segura la piedra preciosa de la pureza de la fe, antes de que se termine el tiempo de nuestra vida; antes de que desaparezcan y perezcan las figuras de este mundo, y la flor de la gloria mundana y todas las delicias terrenas, hagámonos amigo al Juez incorruptible.

Porque es Él quien dice: ¡Vivo yo, dice el Señor, que no quiero la muerte del pecador sino que se convierta y viva! (6) Si deseara castigar al pecador, se callaría. Pero quiere compadecerlo, y por esto lo amonesta; porque perdona, lo exhorta; le habla de antemano de terrores para que tú no vayas a caer de verdad en los peligros. Porque cuando Dios amenaza es porque quiere salvar; pero cuando calla es porque ha determinado castigar. Esto lo podemos aprender por ajenas experiencias.

Amenazó a los ninivitas, y los perdonó; calló ante los sodomitas y los castigó. ¡Preparadas tiene las coronas si no es que nosotros nos lanzamos a los tormentos! ¡Desea que la gehenna quede vacía! ¡desea cerrar la cárcel tenebrosa! ¡desea reservar para el demonio toda la ira! ¡desea sentarse como Juez, no para castigar a algunos sino para coronarlos a todos!

Teniendo, pues, tal Señor, acojámonos a aquella palabra dulce, y obedezcamos al que nos dice: "¡Venid y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón!, a fin de que merezcamos oír aquella otra palabra, feliz y deseable: ¡Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado! (7) Del cual acontézcanos a todos gozar por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea la gloria al Padre, juntamente con el Espíritu santo, por los siglos de los siglos. Amén. (8)


(1) Es de notar que en las obras ciertamente genuinas del Crisóstomo

(2) Ya indicamos en la Introd. n. (1) cómo el suelo de Antioquía estaba expuesto a muchos temblores de tierra. A cuál en concreto se refiera aquí el predicador, no nos consta.

(3) Ps 93,17.

(4) Mt 23,37 Mt 11,29.

(5) Mt 25,1 ss.

(6) Ez 18,32.

(7) Mt 25,34.

(8) La inferioridad de esta pieza es evidente. Para catalogarla entre los panegíricos nos hemos guiado, como lo hicieron todos los compiladores, por el título puesto antiguamente, aunque del santo nada dice. Compárese esta Homilía con la otra ciertamente genuina del Crisóstomo que se titula "Homilía después del terremoto", y se verá la gran diferencia.



Homilias Crisostomo 2 10