Homilias Crisostomo 2 12

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XII HOMILÍA encomiástica en honor de las SANTAS MÁRTIRES BERNICE y PROSDOCE vírgenes y DOMNINA su madre.

Esta Homilía, como se desprende de las palabras con que empieza, fue pronunciada unos veinte días después de la otra que se titula Sobre el Cementerio y la Cruz. Esta segunda la predicó el santo en la fiesta de la sagrada Parasceve, y no en la Exaltación de la santa Cruz (14 de septiembre) porque esta festividad aún no existía en tiempo del Crisóstomo. Ahora bien, la Parasceve, en el año 392, que es el de esta segunda Homilía, cayó a 26 de marzo; aunque esto no pueda probarse con toda certeza, pues las tablas pascuales no concuerdan suficientemente. En resumen, la Homilía que sigue fue predicada por san Crisóstomo, con toda probabilidad, el 14 de abril del 392.

No HAN CORRIDO AUN VEINTE DÍAS desde que celebramos la fiesta de la Cruz, y he aquí que ahora celebramos la memoria de los mártires. ¿Adviertes cuan pronto aparece el fruto de la muerte de Cristo? ¡Por aquel Cordero estas corderillas han sido degolladas! ¡por aquel Cordero, estas víctimas! ¡por aquel sacrificio, estas oblaciones! ¡No han pasado veinte días, y el leño de la Cruz ha germinado rápidamente los preclaros brotes de estas mártires! ¡Porque son éstas los frutos de aquella muerte! ¡Mira cómo el día de hoy se nos presenta la demostración de lo que entonces se dijo, y esto mediante las obras! Decíamos entonces: ¡Rompió las puertas de bronce y quebrantó los cerrojos de hierro! Pues bien: esto se demuestra el día de hoy con las obras. Porque si no hubiera quebrantado las puertas de bronce, estas mujeres no se habrían atrevido con tanta facilidad a entrar. Si no hubiera destrozado los cerrojos de hierro, unas tiernas vírgenes no habrían podido quitarlos. Si no hubiera inutilizado la cárcel no habrían entrado las mártires con tanta confianza.

¡Bendito sea Dios! ¡la mujer es valerosa para morir! La mujer, que introdujo en nuestra naturaleza la muerte, muerte que es antiguo dardo del demonio, con su muerte ha vencido la fuerza del demonio. El vaso de debilidad y fácilmente quebradizo, se ha convertido en dardo insuperable. ¡Ahora las mujeres son atrevidas delante de la muerte! ¿quién no se admira? Avergüéncense los gentiles, cúbranse de pudor los judíos, pues no creen en la Resurrección de Jesucristo. Porque yo te pregunto: ¿qué argumento mayor buscas de la Resurrección, una vez que miras el cambio tan grande de las cosas? ¡Las mujeres se vuelven intrépidas delante, de la muerte, esa que antes era temible aun para los varones santos y llena de horror!

Advierte cuan temible fue antes, a fin de que cuando la veas tornada en despreciable, alabes a Dios, autor de este cambio. Mira cuánta fue su fuerza anterior, para que, una vez que hayas conocido cuánta sea ahora su debilidad, des gracias a Cristo por haberla totalmente debilitado. Anteriormente, oh carísimo, nada había más fuerte que ella, y nada más débil que nosotros; pero ahora nada hay más robusto que nosotros, y nada más débil que ella. ¿Ves cómo se ha obrado un cambio magnífico? ¿Ves cómo las cosas robustas se han vuelto débiles y las débiles se han vuelto robustas por la obra de Dios, y esto con el fin de declararnos por ambos medios su poder? Mas, para que no parezca que me reduzco a simples afirmaciones, añadiré las pruebas.

Y si te parece, en primer lugar demostremos cómo anteriormente a la muerte la temían no solamente los pecadores sino aun los hombres santos y que tenían grande confianza en Dios y abundaban en buenas obras y habían alcanzado toda clase de virtudes. Y emprendo esta demostración no para condenar a aquellos santos, sino para que admiremos el poder de Dios. ¿De dónde nos consta que anteriormente la figura misma de la muerte fue temible y que todos la miraban con horror y temblor? ¡Del primer patriarca! Porque el primer patriarca, Abrahán, justo, amigo de Dios, que había abandonado su patria, su casa, sus parientes, y había despreciado todas las cosas presentes por el amor de Dios, de tal manera temía y temblaba de la muerte, que habiendo de entrar en Egipto, dijo a su esposa: ¡Sé que eres mujer hermosa! Sucederá, pues, que cuando te vieren los egipcios, a ti te conservarán, pero a mí me darán muerte! (1) Entonces ¿qué hacer?: ¡Di que eres mi hermana para que me vaya bien por ti, y mi alma se salve y viva merced a ti!

¿Qué es esto, santo patriarca? ¿no se te da nada de que a tu mujer se la someta a estupro, de que se manche tu lecho, de que sea violado tu matrimonio? ¿Hasta tal punto temes la muerte? ¡Y no solamente tienes en nada esas cosas, sino que andas tramando con tu mujer un engaño, y tejes con ella ese medio del estupro, y pones todos los medios para que se oculte al rey que comete adulterio; y para ello, quitas a tu esposa este nombre y le das el de hermana! ¡Pero estoy temiendo que mientras andamos tratando de disolver el poder de la muerte, pongamos acusación contra el justo! Por esto, voy a esforzarme en hacer ambas cosas: comprobar la debilidad de la muerte y apartar de aquel justo la acusación. Con todo, necesitamos comenzar por demostrar que él temía la muerte, y luego lo justificaremos de la acusación.

Veamos, pues, qué cosa tan penosa e intolerable sufrió. Porque son preferibles infinitas muertes a contemplar a la propia esposa sujeta a estupro y manchada con adulterio. Pero ¿qué digo manchada con adulterio? Si acaso la más leve sospecha de semejante cosa le llega al pensamiento al esposo, amarga la vida entera y la hace no ser ya vida. Porque es un fuego y llama y pasión de celos la que se apodera de él. Alguien explicando la tiranía y fuerza inexplicable de ésta decía: Porque el ánimo de su esposo está lleno de celos, por nada cambiará su odio ni por precio alguno, ni perdonará en el día del juicio, ni se le diluirá mediante muchos dones. (2) Y también en otra parte: ¡Duro como el infierno es el celo! Porque así como no se puede doblegar al infierno con las riquezas, dice, así no puede ablandarse ni aplacarse aquel que padece de celos. Muchos hay que darían su vida por encontrar al adúltero y saborearían gustosos la sangre misma del varón que hubiera cometido el estupro en su esposa de ellos. Y serían contentos de llegar a los extremos últimos por ese motivo. Y con todo, esta enfermedad tan intolerable, tan violenta, tan implacable, aquel justo la toleró con toda paciencia y despreció aquel estupro de su esposa por el excesivo temor de la muerte y acabamiento. Por aquí queda manifiesto que aquél temió la muerte. Pero ya es tiempo de que lo justifiquemos de la acusación que de aquí se le sigue, en cuanto hayamos expuesto la acusación misma. ¿Cuál es, pues, en resumidas cuentas dicha acusación? ¡Era preferible, dirá alguno, que padeciera la muerte antes que menospreciar aquel estupro de su mujer! Esto es de lo que algunos lo acusan como de un crimen: de haber preferido salvar su vida antes que la pureza de su mujer. Pero ¿qué dices? ¿Convenía que muriera antes que tener en nada la injuria de su mujer? Pues ¿qué habría aprovechado? Porque si con su muerte librara a su esposa del estupro, tendrías tú razón en lo que dices. Pero si con su muerte nada aprovechaba a su esposa para librarla del estupro ¿por qué motivo había de exponer su vida imprudente y locamente? Y para que entiendas que ni aun con su muerte hubiera él podido librar a su esposa del adulterio, oye lo que dice: "Y sucederá que una vez que te vean los egipcios, a ti te conservarán, pero a mí me darán la muerte".

Tenía, pues, que suceder que se cometieran dos crímenes: el de adulterio y el de asesinato. Entonces era un acto de singular prudencia omitir siquiera uno de ellos. Porque si exponiendo su vida (repetiré lo que ya dije), hubiera de librar del estupro a su esposa, y una vez muerto aquel justo ellos no hubieran de tocar a Sara, tendrías tú razón en tus acusaciones. Pero si, aun muerto aquel y quitado de en medio, igualmente había de suceder que la esposa fuera ultrajada ¿por qué acusas a este justo, cuando debiendo ocurrir dos males, el estupro y el asesinato, evitó uno de ellos con su prudencia, o sea el asesinato? Más bien convenía alabarlo por esto: porque a lo menos conservó limpias del asesinato las manos adúlteras. Ni puedes afirmar que ella, por haber dicho que era hermana del patriarca, incitó al egipcio al adulterio. Porque aunque hubiera dicho ser su esposa, ni aun así el otro se había de abstener.

Y esto lo puso en claro cuando dijo: "¡Una vez que te vean dirán: es su esposa; y me matarán, y a ti te conservarán!" De manera que si hubiera dicho que era su esposa, se habrían seguido el adulterio y el asesinato; pero si decía ser su hermana, se impediría el asesinato. ¿Ves cómo amenazando dos males, él con su prudencia impidió uno de ellos? ¿Quieres ahora ver cómo aun el crimen de adulterio, en cuanto estuvo en su mano, lo disminuyó de manera que no llegara a ser un adúltero consumado el egipcio? ¡Atiende de nuevo a sus palabras!: "¡Di: soy su hermana!" ¿Qué es lo que dice? ¿Aquel que toma la hermana de otro ya por eso no es adúltero? ¡No! Porque el adulterio se juzga según la intención del ánimo. Así Judas, cuando se unió con su nuera Tamar, no fue tenido como adúltero, porque pensó que se unía no con su nuera sino con una meretriz. Así también ahora: el egipcio que la iba a recibir, no como esposa de Abrahán, sino como hermana, no cometía adulterio. Mas ¿qué tiene esto qué ver con Abrahán?, dirá alguno. Porque él sí sabía que entregaba iio a su hermana sino a su esposa. ¡Pues ni aun esto es tampoco un crimen suyo! Porque si oyendo esto el egipcio, que se trataba de la esposa, ya con eso hubiera querido abstenerse del estupro, justamente acusarías al patriarca. Pero si el nombre de esposa de nada iba a servir a Sara para apartar de ella el estupro, como el mismo Abrahán lo dijo: "¡Dirán: es su esposa, y te guardarán", mucho más justo es que alabemos al varón justo que, puesto en tan grave dificultad, pudo conservar al egipcio libre del crimen y en cuanto estaba en su mano disminuir el crimen de adulterio!

Pasemos, pues, con el discurso a su nieto Jacob, para que veas también en él a un hombre que teme y tiembla de la muerte; y eso que ya desde su primera edad había sido educado en la sabiduría apostólica. Porque Pablo ordenaba a sus discípulos de esta manera: Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, con eso nos contentaremos. (3) Que es exactamente lo que aquél pedía a Dios cuando decía: Si me diere Dios pan para comer y vestido para cubrirme, con eso estoy contento. (4) Pues bien: éste que no buscaba nada fuera de lo indispensable, que había abandonado su casa, que había recibido las bendiciones de su padre, que había obedecido a su madre, que era amigo de Dios, que mediante la sabiduría había hecho fuerza a la naturaleza (ya que siendo por naturaleza inferior a su hermano, alcanzó a ser el primero en las bendiciones de su padre), que había en fin alcanzado tantas cosas, y demostrado tan grande prudencia y piedad en innumerables combates y miles de luchas y coronas, cuando regresaba a su patria y tenía que encontrarse con su hermano, como si hubiera de enfrentarse con una bestia feroz, temeroso de su ira, rogaba suplicante al Señor: ¡Sálvame de las manos de mi hermano Esaú, porque yo le temo, no sea que se acerque a mí y me hiera y me mate, juntamente con la madre sobre los cadáveres de sus hijos! (5) ¿Adviertes cómo también éste teme a la muerte? ¿Cómo la teme y por ese motivo suplica a Dios?

¿Quieres que te presente a otro varón igualmente afectado de temor ante la muerte? ¡Pon delante de tus ojos a Elías, alma que tocaba con su cabeza los cielos y verdaderamente divina! Pues éste, que había cerrado los cielos y de nuevo los había abierto, y que había hecho bajar de ellos el fuego, y que había ofrecido un admirable sacrificio, y había ardido en celo de la gloria de Dios, y había ostentado en su cuerpo un género de vida angélica, y no poseyó sino una piel de oveja, y se hizo superior a todas las cosas humanas, éste pues, de tal manera teme y tiembla de la muerte, que tras de tantas cosas, tras del cielo y el sacrificio y la túnica de pelo de camello y el desierto y la sabiduría y tan grande confianza, se pone a temblar de una mujerzuela vil y emprende la huida. Porque, por haber dicho Jezabel: ¡Esto me hagan los dioses y esto me añadan si mañana no igualo tu alma con las de los que ya murieron!, (6) temió, dice la Escritura, Elías, y huyó durante cuarenta días.

¿Ves cuan terrible cosa es la muerte? ¡Alabemos, pues, a Dios porque habiendo ella sido tan terrible a los profetas, El la volvió fácil de despreciar aun para las mujeres! ¡Elias huía de la muerte, las mujeres se refugian ahora en ella! ¡aquél se escapa de la muerte y éstas la buscan! ¿Adviertes cuán grande mutación se ha verificado? ¡Abrahán y Elías temen la muerte, mientras que las mujeres la conculcan con sus pies como si fuera un poco de barro! Pero no acusemos a aquellos santos: ¡no era culpa suya! ¡Debilidad natural era y no culpa de la voluntad! Dios en aquellos tiempos quería que la muerte fuera cosa temible, a fin de que después se reconociera la fuerza de la gracia. Quiso que fuera temible porque era un castigo, y por esto no quiso que desaparecieran las amenazas del castigo para que los hombres no emperezaran en la virtud.

Permanezca inmutable la sentencia, dijo, a fin de aterrorizar los y así contenerlos. ¡Llegará, llegará un tiempo en que queden libres de los terrores, como en realidad ha sucedido. Y que nosotros estemos ya libres de semejante terror, lo declaran juntamente los mártires, y Pablo antes que ellos. ¿Habéis oído en el Antiguo Testamento a Abrahán que decía: a ti te conservarán pero a mí me darán muerte? ¿Habéis oído a Jacob que decía: "Sálvame de las manos de mi hermano Esaú, porque le temo"? ¿Habéis visto a Elías huyendo de las amenazas de una mujer a causa de la muerte? Pues oye ahora lo que de esto siente Pablo, y si acaso la muerte le parece temible, o si cuando está ya inminente la teme y se entristece, o por el contrario, la juzga cosa deseable. Y por esto dice: Me es mucho mejor ser desatado y estar con Cristo. (7)

Para aquéllos era cosa terrible, para éste es cosa mejor; para aquéllos era cosa desagradable, para éste dulce. Y con razón, en verdad. Porque antes la muerte conducía al infierno, ahora en cambio nos lleva a Cristo. Por lo cual Jacob decía: ¡Llevaréis mi ancianidad ceñida de tristeza a los infiernos! (8) mientras que Pablo dice: "¡Mucho mejor es morir yo y estar con Cristo!" (9) Y no lo decía porque condenara la vida presente: ¡cuidémonos de dar este agarradero a los herejes! No la huía como mala, sino porque deseaba la vida futura, que es mejor. Porque no afirmó simplemente ser bueno morir y estar con Cristo, sino ser mejor. Y mejor se dice siempre una cosa en comparación con otro bien. Porque así como cuando dijo: "¡Quien entregue a su virgen en matrimonio hace bien; pero quien no la une hace mejor", manifestó que el matrimonio era cosa buena, pero mejor era la virginidad, del mismo modo en este lugar afirmó ser buena la vida presente, pero que la vida futura es mucho mejor.

Y en otra parte, con la misma sabiduría, discurre y dice: Si yo me inmolo y paso más allá con mi sacrificio en favor de vuestra fe, yo me alegro y me alegraré juntamente con vosotros, y sobre ello mismo alegraos vosotros y congratulaos conmigo. (10) ¿Qué dices? ¿Mueres, oh Pablo, y convocas a los demás hombres como copartícipes de tu alegría? ¿Qué es lo que ha sucedido? ¡dime! "¡Es que no muero, responde; sino que subo a una vida mejor!" De manera que así como los hombres que obtienen un principado convocan a los más que pueden para que sean copartícipes de su alegría, así Pablo, mientras se encamina a la muerte, convoca a los que luego lo habían de acompañar. Porque la muerte es un dejar los trabajos y una retribución de los sudores y el fin de los combates y su corona. Por esto, antiguamente había llantos y lamentos por los que morían; ahora en cambio hay salmos y cantos de himnos. Lloraron a Jacob los judíos durante cuarenta días y otros tantos lloraron a Moisés y lo gimieron; porque la muerte era en verdad muerte. Pero no así ahora: sino que hay cantos y ruegos y salmos que demuestran todos a la vez cómo la muerte es cosa deliciosa. Porque los salmos son señal de bienestar y alegría. Dice la Escritura: ¿Está alguno de vosotros alegre? ¡cante salmos! (11) Y porque estamos colmados de alegría por eso cantamos salmos a los difuntos, puesto que ellos nos exhortan a no temer la muerte. ¡Vuelve, dice, oh alma mía, a tu descanso, porque el Señor te ha hecho beneficios! ¿Adviertes cómo es un beneficio y descanso la muerte? Pues quien ha entrado en ese descanso ya descansó de sus trabajos como Dios descansó de los suyos.

¡Hemos hablado hasta aquí de la muerte! Volvamos ahora nuestro discurso a las alabanzas de los mártires, a no ser que ya estéis cansados de escuchar. Pero también lo que acabamos de decir lo ocasionó la alabanza de los mártires. Vale, pues, la pena tomar de más arriba la narración del martirio. Surgió una guerra, la más grave de todas, contra la Iglesia: porque esa guerra era doble. Una nacida en el interior, otra que vino del exterior. Aquélla era doméstica, ésta de los enemigos; aquélla suscitada por los familiares, ésta por los extraños. Por cierto que aunque hubiera sido solamente una, aun así habría sido un mal intolerable. Y aunque solamente hubiera venido de los extraños, aun así habría sido enorme la magnitud de esa calamidad. Pero, en realidad, fue doble; y era mucho más grave la de los domésticos que la de los extraños. Porque fácilmente podemos precavernos contra quien se declara enemigo; pero de aquel que se encubre bajo el disfraz de amigo, y con todo tiene afectos no diferentes de los de un enemigo, difícilmente se logran captar las asechanzas.

Había, pues, entonces una guerra doble: una de parte de los conciudadanos, otra de parte de los extranjeros; o si ha de decirse la verdad con exactitud, ambas eran de parte de los conciudadanos. Porque los que atacaban desde fuera, a saber, jueces, magistrados y milites, no eran precisamente extranjeros ni bárbaros ni de algún otro imperio y reino, sino gente que se regía por las mismas leyes, habitaba en la misma patria y participaba de las mismas instituciones. Era pues aquella guerra una disensión civil suscitada por los jueces y era más grave la suscitada por los parientes, pues era de un género nuevo y lleno de crueldad. Los hermanos eran traicionados por los hermanos, los hijos por los padres, las esposas por los maridos: se pisoteaban todos los lazos del parentesco y se encontraba en revolución toda la tierra, y nadie había entonces amigo de otro, porque el demonio dominaba en una forma exorbitante.

Pues en aquella guerra y confusión, estas mujeres, si es que tal nombre se les ha de dar, ya que en cuerpo femenino portaban un alma varonil, y más aún, traspasaban no solamente los límites que exige un ánimo varonil sino los de la naturaleza misma, y sostuvieron la batalla contra las Potestades incorpóreas; pues estas mujeres, habiendo abandonado su ciudad, su casa y sus parientes, emigraron lejos todas juntas. Porque decían ellas: Cuando Cristo es despreciado, no debe haber para nosotras cosa alguna más preciosa ni estar alguno tan unido con el parentesco. Por este motivo, tras de abandonarlo todo, se alejaron. Y a la manera que cuando a la media noche se incendia la mansión, los que dentro de ella dormían, en cuanto escuchan el tumulto, al punto saltan de sus lechos hacia el vestíbulo, y salen apresurados por las puertas de la casa, sin tomar nada de lo que dentro queda, porque a sola una cosa se apresuran que es a salvar sus cuerpos de las llamas y a tomar la delantera al fuego que velozmente avanza, del mismo modo ellas procedieron.

Pues, como vieran todo el orbe incendiado y en llamas, al punto salieron de las puertas de la ciudad y se alejaron rápidamente, buscando una sola cosa: conservar a salvo sus almas a cualquier precio, de cualquier manera. Porque en aquelíos tiempos el incendio era recio y era profunda la tiniebla que se extendía y dominaba, y mucho más tétrica aún era la oscuridad que no la de nuestras noches. Y por esas tinieblas los amigos no conocían a los amigos, y los esposos traicionaban a sus esposas, y pasaban de lado junto a los enemigos mientras que desgarraban y destrozaban a los amigos y familiares. ¡Era aquello una batalla nocturna y destructora, y todo estaba lleno de tumulto! Pues fue entonces cuando ellas abandonaron la patria y se retiraron emulando al patriarca Abrahán, al cual le fue dicho: ¡Sal de tu tierra y de tu parentela! (12) Porque de igual modo a estas mujeres la ocasión de la guerra las excitaba a salir de su patria y de su parentela, para obtener la herencia del cielo.

Salía, pues, de su casa aquella mujer con sus dos hijas. Pero tú no pases de largo, cuando oyes que salieron aquellas mujeres educadas en la abundancia y que no tenían costumbre de sufrir semejantes miserias; sino medita cuán grande mal era aquél, cosa rodeada de tan grandes dificultades. Porque si los varones, cuando han de emprender un no muy largo camino y tienen a la mano bestias de carga y servidores, y los caminos no presentan peligro, y está en su mano el regresar, a pesar de todo eso experimentan muchas molestias, pues cuando se trata de unas vírgenes mujeres, sin senadores, y con la traición de los amigos encima, y el tumulto y el alboroto y el enorme terror, y las asaltan diversos peligros, y está en peligro su alma, y por todas partes las rodean los enemigos ¿qué discurso podrá expresar la lucha de aquellas mujeres, la fortaleza, la magnanimidad y la fe?

Si solamente hubiera salido la madre, el certamen no habría sido tan insoportable. Pero cuando llevaba a sus hijas, y ambas doncellas, tenía duplicado el motivo de temor y la ocasión de grandes cuidados. Porque cuanto era mayor el tesoro, tanto más difícil era su guarda. Salía, pues, llevando consigo sus dos vírgenes, sin tener una casa en dónde ocultarlas. Y ya entendéis que para custodiar la flor de la virginidad se necesita de casa, gineceo, puertas, cerrojos, guardias y gente que duerma vecina, y siervas y nutricias, y vigilancia asidua de parte de la madre, y providencia de parte del padre, y muchos cuidados de parte de los parientes; y aún así con dificultad se conserva. ¡Pero aquella mujer se encontraba destituida de todos estos auxilios! ¿Cómo, pues, podría defender a sus doncellas?

¡Con la guarda de las leyes divinas! ¡No tenía casa con cuyo muro se ampararan, pero tenía la mano poderosa que desde el cielo la protegía! No tenía puertas ni cerrojos, pero poseía la verdadera puerta que apartaba lejos todas las sospechas. Y así como en medio de Sodoma, la casa de Lot era asediada, y con todo nada malo padecía, porque dentro tenía un ángel, así estas mártires, colocadas entre los sodomitas y todos los enemigos, y sitiadas por todas partes, nada malo sufrían, porque llevaban como habitante de sus almas al Rey de los ángeles, y en aquel camino desierto nada padecían porque llevaban un camino que las conducía al cielo. Por esto, aunque apretadas por un tan grande tumulto y guerra, y entre tantas olas, caminaban seguras. Y ¡cosa admirable! pasaban como ovejas entre lobos, y como corderillas entre leones así se abrían paso, y nadie las miraba con ojos lascivos. Sino que como Dios no permitía a los sodomitas, aunque estaban junto a la puerta, dar con la entrada, así en este caso, cegó los ojos de todos a fin de que aquellos cuerpos virginales no cayeran en sus manos.

Van, pues, a la ciudad que se llama Edessa, ciudad la más agreste entre muchas, pero también más insigne por su piedad. Pero ¿qué fue lo de aquella ciudad que les pareció suficiente como para encontrar en ella un refugio en semejante tempestad y oleaje? ¿y en semejante huracán un puerto? Y recibió aquella ciudad a las peregrinas, peregrinas de la tierra pero ciudadanas del cielo, y custodiaba el depósito que se le confiara. Y nadie acuse de debilidad a estas mujeres porque huyeron, pues en esto cumplían un precepto del Señor que dice: ¡Cuando os persiguieren en esta ciudad, huid a otra! (13) Y como fuera oída esa palabra por estas mujeres, huyeron, en tanto que se les iba tejiendo la corona. ¿Cuál era ella? El desprecio de las cosas presentes. Porque: cualquiera que abandonare a sus hermanos, hermanas, patria, casa o amigos y parientes, recibirá, dice el Señor, el ciento por uno y poseerá la vida eterna. (14) Y tenían además a Cristo habitando en ellas. Porque si en donde están dos o tres congregados, ahí está Cristo en medio, en donde estaban no solamente congregadas sino además desterradas por su nombre aquellas mujeres ¿acaso no merecían con mayor razón el auxilio de Cristo?

Mientras así estaban estas mujeres, por todas partes y en todas direcciones, eran enviados edictos criminales, repletos de malvada tiranía y de bárbara crueldad. Porque decían: "¡entreguen los parientes a los parientes, los maridos a sus esposas, los padres a sus hijos, los hermanos a sus hermanos, los amigos a sus amigos!" Acuérdate en este paso de aquella palabra de Cristo, y admírate de su predicción. Porque todo esto ya de antemano lo había El dicho: ¡Entregará, dice, el hermano al hermano, el padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres. (15) Y predecía estas cosas por tres razones: la primera para que conozcamos su poder y que es verdadero Dios, puesto que conoce desde mucho antes las cosas que aún no han sucedido; y para que entiendas que éste fue el motivo por que predijo las cosas futuras, óyelo cómo dice: ¡Por esto os he dicho estas cosas antes de que sucedan, para que cuando sucedan creáis que yo soy! (16)

En segundo lugar, para que ninguno de los adversarios vaya a decir que estas cosas suceden porque El no las conoce, o porque es débil. Puesto que quien con tanta antelación pudo preverlas, pudo también evitarlas; pero no las impidió para que se convirtieran en coronas más preclaras. Por este motivo predijo esas cosas. Pero hay un tercer motivo de que las predijera. ¿Cuál es? Para que se les facilitara la lucha a quienes ya están en el estadio. Puesto que los males que no se esperan, sean cuales fueren, parecen más graves e insoportables; en cambio, aquellos que ya esperamos y para los cuales nos hemos preparado, se vuelven más ligeros y fáciles de llevar. De manera que aquellos enemigos que entonces giraban aquellos decretos, por una parte manifestaban su propia crueldad, y por otra, sin saberlo, sacaban verdadera la profecía de Cristo; y así, los hermanos eran traicionados por los hermanos, y los padres por los hijos, y así la naturaleza se hacía a sí misma la guerra. El parentesco se desgarraba en sí mismo. Todas las leyes naturales eran arrancadas de cuajo y todos los sitios se llenaban de tumulto y de revuelta, y las casas de los propios parientes redundaban de sangre por causa del demonio.

Porque el padre que entregaba a su hijo, en verdad él mismo lo degollaba. Pues aunque no empujara él la espada ni cometiera el asesinato con su propia mano, con su delación llevaba a cabo todo el negocio. ¡Quien entrega un hombre al asesino, él mismo comete el homicidio! ¡Decían los demonios: procuremos que ellos mismos maten a sus hijos! ¡a los hijos, hagámoslos, mediante la traición, parricidas! Porque tales eran entonces las víctimas que se le ofrecían: ¡los padres les inmolaban a sus hijos! Ya el Profeta había clamado eso mismo y había dicho: ¡Inmolaron a los demonios a sus hijos e hijas! " Y los demonios mismos estaban sedientos de sangre semejante. De manera que precisamente, cuando ya Cristo había prohibido tales sacrificios, ellos intentaban renovarlos. Pero como no se atrevían a gritar con toda impudencia: "¡Matad a vuestros hijos!", porque nadie les habría obedecido, echaban por otro camino, y pergeñaban una ley y los diversos edictos. Ordenan, pues, que los padres entreguen a sus hijos. Porque no hay diferencia entre el que mata a su hijo y el que lo entrega para la muerte: uno y otro son matadores de sus hijos.

Pudieron entonces verse parricidas, asesinos de sus hijos, y fratricidas; porque todo estaba lleno de tumulto y de revuelta. En cambio, aquellas mujeres gozaban de una profunda tranquilidad, porque a la manera de un muro las rodeaba por todos lados la esperanza de los bienes futuros: viviendo en tierra extraña no vivían en ella, porque su verdadera patria era la fe y su propia ciudad la confesión de su fe; y así, alimentadas con la magnífica esperanza, no se les daba nada de las cosas presentes, porque tenían los ojos fijos únicamente en las venideras. Y estando así las cosas, llegó a aquella ciudad el padre de ellas, acompañado de milites, para dar caza a las fieras. Se presenta pues el padre y esposo –¡padre de aquellas hijas y esposo de aquella mujer, puesto que es necesario llamarlo padre y marido, a pesar de que se ocupaba en semejantes menesteres! Pero, ¡perdonémosle en cuanto se puede! ¡que al fin y al cabo, padre es de mártires y esposo de una mártir! ¡No aumentemos el dolor de su herida con nuestras recriminaciones!

Y en este punto, considera la prudencia de aquellas mujeres. Porque, cuando hubo necesidad de huir, huyeron; pero cuando fue necesario entrar al combate, se sostuvieron a pie firme, y seguían a los verdugos, atadas por el amor a Cristo. Porque no debemos atraernos las tentaciones, pero cuando se presentaren debemos aceptar el combate, para dar en esas ocasiones un ejemplo de nuestra moderación y en éstas de nuestra fortaleza. Y esto fue lo que aquellas mujeres hicieron entonces: porque se devolvieron y combatieron. Abierto estaba el estadio, la ocasión invitaba a la lucha. Y el género de certamen fue como sigue. Llegaron a una ciudad llamada Hierápolis y desde ahí subieron a la verdadera ciudad sagrada, (18) mediante semejantes máquinas y artificios. Porque corría un río al lado del camino por donde ellas regresaban, e iban caminando sin ser advertidas de los soldados que comían y se embriagaban. Unos dicen que se valieron ellas del auxilio de su padre para ocultarse y engañar a los soldados, y yo así lo creo. Porque tal vez él hizo esto con el objeto de tener siquiera una mínima excusa de su traición a la fe en aquel día del juicio supremo, y proveer así de algún modo a su salvación: es a saber el haberles prestado su auxilio a las mártires, con lo que les facilitó el camino mismo del martirio. Habiendo pues ellas invocado su auxilio, y habiendo podido mediante él apartar a los soldados, se entraron por mitad del río, y se arrojaron ellas mismas en aquellas aguas corrientes. . ¡Entró, pues, la madre con sus dos hijas! ¡Óiganlo las madres y también las doncellas, para que éstas obedezcan de ese modo a sus madres y aquéllas eduquen a éstas en esa forma e igualmente amen a sus hijos! Entró, decíamos, la madre llevando a los lados a sus dos hijas: ¡la que tenía esposo en medio de las dos célibes; el matrimonio en medio de la virginidad; y Cristo en medio de todas! Y a la manera de una raíz que se tiene entre dos retoños, así entonces entraba en el río aquella mujer bienaventurada, teniendo a los lados a sus doncellas vírgenes; y ella misma las empujaba a lo profundo del agua; y así se ahogaron, (19) o por mejor decir, no se ahogaron sino que se bautizaron con un bautismo nuevo y admirable. Y si quieres ver cómo en realidad y claramente aquello que entonces sucedía era un bautismo verdadero, oye a Cristo cómo llama bautismo a su muerte. Porque, hablando a los hijos del Zebedeo, les decía: ¡Beberéis ciertamente mi cáliz y seréis bautizados con el bautismo con que yo he de ser bautizado! (20)

Pero ¿con cuál otro bautismo fue bautizado Cristo, después del de Juan, sino con el de su muerte en la cruz? De modo que así como Santiago cuando fue decapitado y no puesto en la cruz, con todo fue bautizado con el bautismo de Cristo, del mismo modo estas mujeres, aunque no hayan sido puestas en la cruz, sino muertas en las aguas, fueron bautizadas con el bautismo de Cristo. ¡Y a las doncellas las bautizó su propia madre! ¿Qué dices? ¿una mujer bautizaba? ¡Sí, en verdad: porque con esta clase de bautismos también las mujeres bautizan; como aquélla, que ciertamente bautizó y ofició de sacerdote! Ofreció víctimas racionales y esa determinación de su ánimo hizo las veces de ordenación sacerdotal. Y lo que es aún más de maravillar, no necesitó de altar cuando sacrificaba ni de leña ni de fuego ni de espada; porque el río le sirvió de todas esas cosas: de altar, de leña, de fuego y de espada para el sacrificio y de bautismo; de un bautismo más excelente que el nuestro. Porque de éste dice Pablo: ¡Hemos sido injertados por la semejanza con su muerte! (21) Mientras que acerca del martirio no dice por la semejanza, sino que somos configurados con su muerte. (22)

Llevaba pues la madre a sus dos hijas, no como quien las arroja al río sino como quien las conduce al tálamo nupcial. Las llevaba a su lado y decía: "¡Heme aquí y juntamente a mis doncellas, que Dios me dio! ¡Tú me las diste, a Ti las encomiendo, tanto a ellas, que son cosa mía, como a mí misma!" De manera que fue doble el martirio de esta mujer; o, mejor dicho, triple; porque lo sufrió una vez por sí misma y dos por sus hijas. Y del mismo modo que para arrojarse ella al profundo necesitó de grande fortaleza, así cuando a ellas las arrastraba al abismo necesitó de igual o mayor fortaleza, y mucho mayor aún. Porque no suelen dolerse las mujeres tanto cuando ellas han de perecer como cuando sus hijas han de morir. De manera que ésta sufrió un martirio mayor a través de sus hijas, puesto que tuvo que vencer el impulso de la naturaleza, que es tiránico, y apagar la llama del amor maternal, encendida por el parto, y luchar contra la intolerable sacudida de sus entrañas, y contra la conmoción más íntima de su ser. Porque si cualquiera mujer, viendo muerta a una hija estima que ya su vida es pura tristeza, ésta, que no a una sino a sus dos hijas veía no precisamente en la muerte, sino arrastradas por su propia mano a la muerte, piensa tú qué martirio hubo de soportar, cuando experimentaba en realidad lo que a otras madres les era insoportable aun sólo de oír!

Por su parte, los soldados, ignorantes de la determinación de aquellas mujeres, las esperaban para de nuevo aprisionarlas; pero ellas estaban ya con los soldados celestes de Cristo, que son los ángeles; cosa que los guardias no veían, porque no tenían ojos de fe. Y por lo que hace a la madre, dice Pablo: ¡Se salvará mediante la generación de sus hijos! (23) Pero aquí fue al revés: las hijas se salvaron mediante su madre. Pues de esa manera conviene que den a luz las madres. Porque esta forma de dar a luz es superior a aquella otra primera; en ésta los dolores son ciertamente más grandes, pero también la ganancia es muy superior. Acerca de aquellos dolores primeros, saben por experiencia quienes han sido madres cuan graves sean los sufrimientos cuando ven a sus hijas muertas; pero apenas si puede expresarse con palabras cuánto mayores sean si tú por tu mano has de llevar a cabo esa muerte.

Mas ¿por qué motivo esta mujer no se presentó ante el tribunal? Porque quiso erigir su trofeo aun antes de dar la batalla; antes del certamen arrebatar la corona; antes del combate llevarse el premio. Y esto no porque temiera los tormentos, sino porque no quería que ojos lascivos se apacentaran en sus hijas. No temía que les traspasaran los costados, sino que les corrompieran su virginidad: ¡esto era lo que temía! Y que no tuviera aquel temor primero sino este segundo, y que por él no se presentara ante los tribunales, se declara por aquí: porque mayores tormentos sufrió en el río, puesto que mucho más doloroso es, como ya dije, el sumergir en el agua a los pedazos de sus entrañas, digo a sus hijas, y mirar cómo se ahogan, que no el ver cómo las carnes se despedazan; y de mucho menor sabiduría necesitaba ella para tolerar los tormentos de los verdugos que no para tomar por sí misma la mano de sus hijas y arrastrarlas consigo a la corriente. Porque para causar dolor, no es lo mismo verlas destrozadas por otros que ser ella misma el ministro de su muerte, y ayudar a la muerte, y hacer ella las veces del verdugo. Ciertamente que esto es mucho más grave y más intolerable.

Todas vosotras, las que habéis sido madres, estáis de acuerdo conmigo en este razonamiento; vosotras las que habéis experimentado los dolores del parto y habéis procreado hijos. ¿Cómo tomó ésta la mano de sus doncellas? ¿Cómo pudo suceder que las manos no se le entorpecieran? ¿Cómo el que sus nervios no se destrozaran? ¿Cómo pudo la razón ponerse al servicio de semejantes hechos? Porque aquella hazaña fue más amarga que infinitos tormentos, puesto que en vez del cuerpo era atormentada el alma. Mas ¿por cuánto tiempo nos estaremos esforzando por alcanzar lo que nadie pudo alcanzar? ¡Porque no puede la palabra igualar la grandeza de los sufrimientos; sino que solamente los conoció aquella mujer que de ellos tuvo experiencia! ¡sólo ella supo lo que son estos combates! ¡Oigan esto las madres! ¡óiganlo las doncellas! ¡Las madres para que eduquen así a sus hijos y las doncellas para que obedezcan del mismo modo a sus madres! Pues no hemos de alabar únicamente a la madre que tales cosas ordenó, sino también debemos admirar a quienes en tales cosas obedecieron. Porque no necesitó la madre de ataduras para aquellos sacrificios sagrados, ni las terneras se resistieron; sino que con alegría en el pensamiento y con ánimo igual, llevando el yugo del martirio, entraron en la corriente, tras de abandonar allá fuera del río su propio calzado, en la ribera. Y esto lo hicieron con el fin de ayudar a los guardias, porque así de grande era la providencia de estas santas. Querían dejarles un medio de defensa para delante de los jueces, a fin de que el juez cruel y severo no los acusara de traición y de haber dejado libres a aquellas mujeres, por dejarse sobornar con dineros. Por esto dejaron su calzado, para que asegurara la conciencia de los soldados, y cómo sin saberlo ellos ni tener conocimiento del caso, ellas espontáneamente habían saltado atrevidamente al río.

¡Quizá estáis ya encendidos en no pequeño amor a esas santas! Pues con esa llama de cariño postrémonos delante de sus reliquias y abracemos sus lóculos; porque aún los lóculos de los mártires pueden tener grande fuerza, del mismo modo que la tienen sus huesos. Estemos junto a ellos no solamente en este día de su festividad, sino también en otros días, y roguémosles y pidámosles que nos sirvan de patronos; porque grande confianza y libertad de hablar tienen no solamente vivas sino también después de su muerte, y aun mucha mayor una vez muertas. Porque ahora portan las llagas de Cristo; y mostrando esas llagas, muchas cosas pueden obtener de parte del gran Rey. "Siendo, pues, tan grande el poder de ellas y su amistad con Dios, una vez que nos las hayamos hecho amigas, por medio de la continua asistencia ante ellas y de las frecuentes visitas, imploremos por su intercesión la misericordia de Dios. La cual acontézcanos a todos alcanzar por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Gn 12,11-12.

(2) Pr 6,34-35 Ct 8,6.

(3) .

(4) Gn 28,20; y para lo de Abrahán, Gn 12,12, etc.

(5) Gn 32,11.

(6) 1R 19,2-3.

(7) Ph 1,23.

(8) Gn 42,38.

(9) 1Co 7,38.

(10) Ph 2,17-18.

(11) Jc 5,13; y Ps 104,7.

(12) Gn 12,1.

(13) Mt 10,23.

(14) Mt 19,29.

(15) Mt 10,21.

(16) Jn 14,29.

(17) Ps 105,37.

(18) Nótese el juego de palabras, pues literalmente Hierápolis significa Ciudad Sagrada. La verdadera Ciudad Sagrada es la del cielo. La alusión a las máquinas está tomada de los mecanismos que entonces usaban para elevar los grandes pesos, v.gr.: en las construcciones.

(19) La cuestión en Teología Moral es complicada. La tesis católica dice que nadie puede "propria auctoritate se ipsum occidere directe"; pero sí puede ejecutar un acto cuyo efecto sea doble y en el cual el individuo no intenta directamente matarse, sino conseguir el otro fin; con tal de que la muerte no sea medio para el otro fin, sino sólo concomitante. Aquí, del acto de echarse al río se seguían dos efectos, uno evitar la deshonra, otro, morir. Las santas podían intentar el primer efecto y permitir el segundo sin quererlo. Pero urgen los autores la dificultad y dicen que para permitir el segundo efecto (i. e. el que no se quiere) se necesita una razón suficientemente grave o sea proporcionada a la gravedad del efecto que tan sólo se permite. Y luego se preguntan si acaso la conservación de la castidad y virginidad es razón o motivo suficientemente grave en proporción a la muerte. Y aquí se dividen las opiniones. Unos dice que sí, porque la tesis de que no sea lícito darse la muerte en busca de un bien grande o "ad magnum bonum servandum" no es tan evidente. De manera que razonablemente podemos suponer en los mártires que eso hicieron una ignorancia invencible que excusa de toda falta y nada quita al mérito del martirio. Otros dicen que se ha de suponer una clara interna ilustración o inspiración divina, con la que Dios, dueño de la vida y de la muerte, les dio esa licencia de matarse y aun se los exigió; como se ve en varios pasos de la Escritura, v.gr.: el de Sansón. Puede consultarse sobre esto Noldin, vol. II, De Praeceptis, págs. 309-319, etc. Ed. 27a. 1951. Herder-Barcelona.

(20) Mc 10,39.

(21) Rm 6,5.

(22) Ph 3,10; y para lo que sigue de las doncellas, Is 8,18.

(23) 1Tm 2,15.



Homilias Crisostomo 2 12