Homilias Crisostomo 2 24

24

XXIV HOMILÍA encomiástica en honor del santo mártir LUCIANO.

Fue predicada el (7) de enero del 387, o sea al día siguiente de la fiesta de la Epifanía, en la que también había predicado el santo Doctor acerca del Bautismo del Señor en el Jordán. El martirio de san Luciano, presbítero de la iglesia antioquena, quien confesó su fe entre "los tormentos del hambre y otros muchos, tuvo lugar entre el 311 y el 312, en la persecución de Maximino. Los arrianos hicieron grandes esfuerzos por demostrar que Luciano pertenecía a los de su facción, con ocasión de haberse pasado al arrianismo algunos de los discípulos de este mártir. Más aún, discípulos suyos habían sido el propio Arrio y también Eusebio de Nicomedia. Puede verse sobre esto nuestra Introd. n. (5) y nota 23.-A estos últimos a veces les daban el nombre de colucionistas.

¡SUCEDIÓ LO QUE AYER había yo temido y que ahora se ha realizado! ¡Que una vez pasada la solemnidad, (1) también se apartó la multitud, y la reunión de hoy ha sido menor. Con toda certeza sabía yo que había de suceder; pero, con todo, no por eso he querido omitir mi exhortación; puesto que, aunque no se hayan persuadido todos los que el día de ayer me escucharon, tampoco dejaron de persuadirse todos en absoluto. Y no es un motivo pequeño de consuelo para nosotros. Por lo mismo, no desistiré hoy de mi exhortación. Al fin y al cabo, si no de nuestra boca, pero ciertamente de la vuestra oirán ellos lo que se diga. Porque ¿quién podría soportar en silencio tan grande pereza, ni cómo concederles perdón o siquiera defensa, puesto que después de tanto tiempo de haber estado contemplando a su madre, y tras de haber gozado de sus bienes, ahora se han marchado? ¡Y no se dignaron regresar, sino que imitaron no a la paloma sino al cuervo aquel de Noé; (2) y esto en tanto que duran aún la hinchazón de las olas y la tempestad, y se levanta cada día más embravecido el huracán! ¡y esto mientras el arca santa se encuentra colocada en medio y a todos llama y con esfuerzo los atrae, y ofrece a quienes en ella se refugien una plena seguridad! Porque contiene y refrena las continuas convulsiones no de las aguas ni de las olas, sino de las constantes hinchazones de las pasiones más irracionales: ¡ella aparta la envidia y refrena el desvarío!

Aquí ni el rico podrá despreciar al pobre, al escuchar de las divinas Escrituras que: Toda carne es heno y toda la gloria del hombre es como la flor del heno; (3) ni tampoco el pobre, al ver rico al otro, se dejará coger de la envidia, cuando oiga también al profeta que dice: No temas si acaso el hombre adquiere riquezas ni cuando se acreciente la gloria de su casa; porque al morir no llevará consigo todas esas cosas ni la gloria lo acompañará al sepulcro. (4) Porque tal es la naturaleza de semejantes riquezas: que no acompañan al que las posee, ni transmigran juntamente con sus dueños, ni se hallarán presentes cuando él sea juzgado y sufra su sentencia, sino que la muerte en absoluto y de golpe las separará. Más aún: ellas mismas a muchos los abandonan aun antes que llegue la muerte. De manera que su uso está lleno de desconfianzas, es un goce inseguro y su posesión rebosa de peligros.

No son de semejante naturaleza los bienes que producen la virtud y la limosna; sino que este tesoro está libre de las rapiñas. ¿Por dónde aparece esto? Aquel que filosofaba acerca de las riquezas y decía: No descenderá con él la gloria en su seguimiento, ese mismo nos enseñó acerca de los tesoros de la limosna que permanecen para siempre y no pueden ser robados, cuando dijo: ¡Repartió y dio a los pobres: su justicia permanece por los siglos! (5) ¿Qué puede haber más admirable? ¡Perecen las riquezas que se amontonan y en cambio permanecen las que se distribuyen! Pero con razón sucede. Porque estas últimas las recibe Dios, y nadie puede arrebatarlas de la mano de Dios; en cambio aquellas otras se depositan en las arcas de los hombres, en donde están expuestas a mil asechanzas, y en donde abundan la envidia y el odio.

Así pues, no descuides, carísimo hermano, el frecuentar estos sitios; porque si alguna tristeza te hace dificultad, aquí se apartara; o si se trata de las ordinarias dificultades de la vida, huyen de aquí; y si es alguna pasión irracional, aquí se apaga. En cambio, de la frecuentación de las plazas y de los espectáculos y de las demás reuniones profanas, volvemos a nuestras casas cargados con muchas preocupaciones y desalientos y enfermedades del alma. Pero si pasas aquí continuamente tu vida, entonces aun los males que allá afuera pudieras haber contraído, aquí los depondrás. Por el contrario, si te escapas y huyes de aquí, aun los bienes que habías adquirido con escuchar las divinas Escrituras, en absoluto los perderás y sin sentirlo aquellas reuniones y aquellas conversaciones mundanas te los robarán.

Y para que veáis que esto es verdad, una vez que os hayáis apartado de aquí procurad observar a los que no han venido: entonces caeréis en la cuenta de cuánto dista vuestra tranquilidad de ánimo del desasosiego de aquéllos. No es tan hermosa y agradable una esposa sentada en su lecho, como es admirable y gloriosa un alma que se presenta en la iglesia con el perfume de los espirituales ungüentos. Porque quien a este sitio se acerca con fe y con empeño, se aparta luego de él enriquecido con innumerables tesoros. Y después, con sólo abrir su boca, llena a quienes con él conversan de olores suavísimos y de espirituales riquezas. Y aunque lluevan sobre él infinitas calamidades, todas las sobrellevará más fácilmente, por haber sacado de las Sagradas Escrituras, en este lugar, un buen acopio de paciencia y moderación. Y a la manera de quien permanece perpetuamente fijo en una roca, se ríe de los oleajes, así aquel que goza constante mente de nuestras reuniones, y recibe el riego de la divina palabra, habiéndose afirmado en el recto juicio de las cosas, como en una roca, no será envuelto por ningunas cosas humanas, por que se ha colocado en un sitio más alto de lo que pueden alcanzar los asaltos de los negocios humanos.

Y acontece que se aparte de aquí tras de haber recibido en su alma un grande deleite y utilidad, no solamente de las exhortaciones, sino además de las oraciones, de la bendición episcopal y del conjunto y caridad de los otros hermanos y de otras infinitas cosas; de modo que regresará a su hogar llevando consigo incalculables beneficios. Ved, pues, de cuan grandes favores saldréis colmados vosotros y cuán grande pérdida experimentarán aquéllos. Porque vosotros saldréis de aquí llevando el premio de los mártires; aquéllos, en cambio, además de perder esta ganancia, sufrirán otro daño: el de salir de sus conversaciones inútiles y vacías, distraídos y con la recia carga de las preocupaciones. Porque, del mismo modo que: Quien recibe a un profeta en nombre del profeta recibirá el premio del profeta; y el que recibe al justo en nombre del justo, recibirá el pago del justo (6) así el que recibe al mártir en nombre del mártir, recibirá el premio del mártir. Y recibir al mártir es acudir a la conmemoración del mártir, es participar en la narración de sus combates, es alabar sus hechos, imitar sus virtudes, comunicar con otros la valentía de él. Estos son los regalos de huéspedes que hacen los mártires: ¡eso es recibir a estos santos, como vosotros lo habéis hecho en este día!

Ayer nuestro Señor fue bautizado con agua, hoy su siervo es bautizado con sangre; ayer se abrieron las. puertas de los cielos, hoy las puertas del infierno han sido conculcadas. Y no os admiréis de que yo haya llamado bautismo al martirio, porque también aquí revolotea el Espíritu Santo con grande abundancia, y hay perdón de los pecados, y se obra una purificación admirable e increíble en el alma. A la manera que los bautizados se lavan con el agua, así los mártires con su propia sangre. Como sucedió también en este mártir.

Pero, antes de tratar de cómo fue muerto, es necesario que hablemos de la perversidad del enemigo. Porque, como el demonio advirtiera que todo género de castigos y de suplicios había sido burlado por el mártir; y que ni tostándolo en el horno, ni echándolo en el foso, ni aprontando el suplicio de la rueda, ni poniéndolo sobre el ecúleo, ni echándolo a los precipicios, ni empujándolo a los dientes de las fieras, había podido superar la virtud del santo mártir, inventó otra forma de castigo, mucho más difícil; porque daba vueltas en derredor en busca de algo que fuera a la vez acerbísimo y de larga duración. Mas, como aquellos tormentos que son intolerables, traen consigo un pronto cambio y rápida liberación, y los que son de duración larga hacen desaparecer el dolor, al fin se dio prisa a inventar otra pena que juntara ambas cosas: la duración y el dolor excesivo e intolerable con el fin de que, a causa de lo terrible del suplició y lo largo de su duración, pudiera echar por tierra la constancia de ánimo del mártir.

¿Qué hace, pues? ¡Expone a este santo al tormento del hambre! ¡Pero, tú, al oír, el tormento del hambre, no pases de corrida lo que eso significa; porque este género de muerte es el más cruel de todas las muertes, como lo atestiguaron quienes lo experimentaron. ¡Ojalá que nosotros no lo experimentemos! ¡Porque bellamente hemos sido enseñados a orar para que no entremos en la tentación! El hambre, a la manera de un verdugo que se asienta en las entrañas, va devorando todos los miembros del cuerpo y destrozándolos todos, con mayor crueldad que un fuego cualquiera y que una bestia salvaje, con lo que va proporcionando un continuo e indecible padecimiento.

Y para que entiendas qué cosa tan grande es el hambre, muchas veces las madres han celebrado banquetes con sus propios hijos, por no poder soportar la fuerza de tal padecimiento. Y el profeta, llorando la tragedia del hambre y su desdicha, decía: ¡Las manos de las madres misericordiosas cocieron a sus propios hijos! (7) ¡Comían a los mismos a quienes habían dado a luz! ¡se convertía en sepulcro de los niños el vientre mismo que los había parido! ¡Vencía el hambre al instinto de la naturaleza! ¡Más aún, no solamente vencía a la naturaleza sino a la voluntad misma! Y con todo ¡a la generosidad de este santo no logró vencerla!

¿Quién no quedará estupefacto al oír estas cosas? Porque ¿qué hay más poderoso que la naturaleza? ¿Qué hay más voluble que la voluntad? Pero, para que aprendiéramos que nada hay más fuerte que el temor de Dios apareció la voluntad siendo de mayor temple que la misma naturaleza. ¡Esta doblegó a las madres y las hizo olvidar los dolores del parto; mientras que a este santo no pudo postrarlo, ni venció el tormento a su virtud, ni pudo más el castigo que su valor! Porque permaneció más firme que el diamante, y se deleitaba con la buena esperanza, y se glorió de haber tenido ocasión de tales combates, y se consolaba con que se le hubiera proporcionado la oportunidad de semejante certamen. Especialmente cuando oía que Pablo le decía continuamente: ¡En hambre y en sed, en frío y en desnudez! (8) Y también aquello otro: ¡Hasta el día de hoy padecemos hambre y sed y andamos pobremente vestidos y somos abofeteados! (9) Finalmente, porque conocía muy bien aquello de que: ¡No de sólo pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios! (10)

Cuando el demonio malvado observó que el mártir no se entregaba, ni a pesar de tan grande apretura y estrechez, llevó la prueba a un mayor extremo. Porque, habiendo tomado de las carnes ofrecidas a los ídolos, y habiendo colmado de ellas una mesa, procuró que la pusieran delante de los ojos del mártir, a fin de que la facilidad del manjar ya preparado y a la mano, disipara la firmeza de su fervor. Porque no se nos coge de la misma manera cuando no están a la vista los alicientes, como cuando están delante de los ojos. Del mismo modo que cualquiera sin duda vencería con mayor facilidad la concupiscencia de las mujeres no mirando a una mujer de bellas formas, que fijando constantemente en ella sus miradas. Pero aquel varón justo venció también en esta emboscada; y aquello que el demonio había creído que vencería su varonil firmeza, eso precisamente la acució más y la urgió para la batalla. Porque no solamente no recibió daño alguno de la vista de las carnes ofrecidas a los ídolos, sino que con mayor fuerza aún las apartó y las aborreció.

Y lo que nos acontece con los enemigos, que cuanto más los contemplamos tanto más los aborrecemos y los rechazamos, le sucedía al santo en aquella ocasión respecto de las malvadas carnes de los sacrificios: que tanto más las aborrecía y de ellas se apartaba cuanto más las contemplaba; porque mientras más las veía más náuseas le causaban y se alejaba de ellas; y la continua presencia de las carnes lo empujaba a un mayor aborrecimiento y apartamiento de aquellos manjares que delante yacían. Y en tanto que el hambre en su interior grandemente gritaba y le ordenaba echar mano de aquellos alimentos, el temor de Dios le contenía las manos y hacía que se olvidara de su propia naturaleza. Y al contemplar aquella mesa impura y malvada, se acordó de la otra mesa temible y repleta del Espíritu Santo; y de tal manera se enfervorizaba que determinaba consigo mismo antes padecer cualquier tormento y sufrirlo, que ir a probar los impuros manjares.

Se acordaba también de aquella mesa de los tres jóvenes del horno, quienes presos en su juventud, y destituidos de todo auxilio, y en una tierra extraña, y entre una gente bárbara, demostraron tanta sabiduría que hasta el día de hoy es celebrada su fortaleza. Los judíos, aun estando en su propia tierra, cometieron impiedades; y mientras tenían delante el templo adoraban a los ídolos. En cambio aquellos jóvenes, llevados a una nación extranjera y en donde los ídolos y toda impiedad eran cosa de costumbre, pasaban su vida en la observancia de las tradiciones patrias. Si pues estando cautivos, y siendo siervos, y estando en plena juventud, y antes de la ley de gracia, mostraron tan grande sabiduría, decidme ¿de qué perdón seríamos dignos si no llegáramos siquiera a la fortaleza a donde ellos llegaron?

Discurriendo, pues, el mártir sobre todas estas cosas, se reía de la maldad del demonio, y despreciaba sus astucias, y no se dejaba vencer por ninguna de las cosas que delante tenía. Una vez que el malvado demonio vio que nada adelantaba, lleva de nuevo al mártir al tribunal y lo sujeta a tormento y lo acosa con preguntas continuadas. Pero él, a cada una de sus persuasiones respondía solamente: "¡Soy cristiano!" Y como el verdugo le instara: "¿De qué patria eres?", respondió: "¡Soy cristiano". Le preguntó de nuevo: "¿Qué arte ejerces?" Y él le contestó: "¡Soy cristiano!" "¿Cuáles son tus antepasados?" Y a todo respondía: "¡Soy cristiano!" Y con solas estas sencillas palabras quebrantaba la cabeza del demonio y le causaba heridas que se sucedían unas a otras. Y eso que el mártir había sido educado en las disciplinas seculares. Pero sabía perfectamente que en semejantes certámenes, no es útil la retórica, sino que lo necesario es la fe. No hay necesidad de agudos argumentos sino de un alma amante de Dios. "¡Basta, decía, con una sola palabra, para poner en fuga a toda una falange de demonios!"

A quienes no examinan cuidadosamente, les parecerá esta contestación algo inconsecuente. Pero si alguno clava en ella su pensamiento, por ella misma conocerá la prudencia del mártir. Porque quien dice: "¡Soy cristiano!", con eso ha manifestado ya su patria, su linaje, su profesión y todo. ¿Cómo? ¡Yo lo voy a declarar! Porque el cristiano no tiene ciudad sobre la tierra, sino que su ciudad es la Jerusalén de allá arriba. Porque aquella Jerusalén que está allá arriba, dice el apóstol, es libre y ella es nuestra madre. (11) El cristiano no tiene profesión de arte alguna terrena, sino que pertenece a la conversación de allá arriba, porque nuestra conversación, dice el apóstol, está en los cielos. (12) El cristiano tiene por parientes y conciudadanos a todos los santos. Porque somos, dice el mismo apóstol, conciudadanos y domésticos de Dios. (13) Así pues, el mártir con sola aquella palabra declaró quién era y de dónde y de quiénes y qué solía practicar, con toda exactitud. Y con esa palabra en los labios terminó su vida, y se marchó llevando a salvo el depósito de la fe en Cristo, y dejó a los pósteros una exhortación con sus sufrimientos, a fin de que se mantengan firmes, y nada teman sino el ir a negar a Cristo y caer en pecado.

Por nuestra parte, una vez que hemos conocido tales cosas, en el tiempo de la paz preparémonos para la guerra; a fin de que cuando sobrevenga la guerra también nosotros levantemos un brillante trofeo. Despreció aquél el hambre, despreciemos nosotros el placer y destruyamos la tiranía del vientre, a fin de que si acaso sobreviene alguna ocasión que exija de nosotros firmeza, aparezcamos resplandecientes en el momento de la lucha, por habernos ejercitado previamente en las cosas pequeñas. Delante de los reyes y príncipes usó aquél de toda franqueza, hagámoslo también ahora nosotros; y si acaso nos encontráremos sentados en las reuniones de los varones ilustres y de los helenos abundantes en riquezas, confesemos ahí con toda franqueza nuestra fe y despreciemos los errores de ellos. Y si intentaren engrandecer y ponderarnos sus cosas y empequeñecer y deshacer las nuestras, no callemos, no llevemos el apocamiento hasta eso, sino que, descubriendo con grande sabiduría y franqueza de palabra sus prácticas vergonzosas, alabemos las de los cristianos. Y a la manera que el emperador ostenta en la cabeza su corona, así nosotros llevemos por todas partes la confesión de nuestra fe. Porque no le adorna tanto a él su corona en la cabeza, como a nosotros la confesión de nuestra fe.


(1) Se refiere a la Epifanía y Bautismo del Señor.

(2) Gn 8.

(3) Is 40,6.

(4) Ps 48,17-18.

(5) Ps 111,9.

(6) Mt 10,41.

(7) Lm 4,10.

(8) 2Co 11,27.

(9) 1Co 4,11.

(10) Mt 4,4.

(11) Ga 4,26.

(12) Ph 3,20.

(13) Ep 2,19.

Hagámoslo no con solas palabras, sino con las obras mismas; y mostremos un modo de vivir que sea en todo conforme con nuestra fe que confesamos. No deshonremos nuestra doctrina con la maldad de nuestras obras, puesto que, habiendo glorificado en todas las cosas a nuestro Señor Jesucristo, gozaremos tanto del honor presente como del futuro. El cual ojalá todos alcancemos, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre y el poder y la honra, en unión con el santo y vivificante Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

25

XXV HOMILÍA primera en honor de los santos MACÁBEOS y en alabanza de su madre.

Las tres Homilías que siguen sobre los santos Macabeos, no proporcionan ningún indicio acerca del año en que fueron pronunciadas. Después de ellas pondremos un fragmento del Crisóstomo citado por San Juan Damasceno en su Libro III de las Imágenes; fragmento que no se encuentra en ninguna de las tres Homilías que poseemos. Finalmente, por razón de la materia, común en parte, pondremos una cuarta Homilía en honor del anciano Eleazar y los siete jóvenes Macabeos, mártires todos del Antiguo Testamento.

¡CUAN RESPLANDECIENTE Y ALEGRE se nos muestra hoy la ciudad! ¡este día se nos aparece más luminoso que todo el resto del año! ¡Y no porque el sol lance hoy sobre la tierra sus rayos de un modo más refulgente que de costumbre, sino porque la ciudad toda se encuentra iluminada por la luz de los santos mártires! ¡luz más deslumbrante que la luz del relámpago! ¡Porque más refulgentes que muchos soles son estos mártires, y más claros que los grandes luminares del cielo! De manera que por ellos hoy la tierra se encuentra mucho más adornada que los cielos. ¡No me hables en este día de la ceniza, ni del polvo, ni de los huesos consumidos por el tiempo: abre los ojos de la fe y contempla cómo junto a esas reliquias está la virtud de Dios, las rodea la gracia del Espíritu Santo, las envuelve difundido en torno el resplandor de la gloria celeste! ¡No salen del círculo del sol hacia la tierra rayos semejantes a los fulgores que, brotando de los santos cuerpos, van a cegar los ojos del demonio! Pues, así como los jefes de salteadores y los taladradores de sepulcros, en cuanto ven expuestas las armas reales, la loriga y el escudo y el morrión, que brillan todas en oro, al punto se apartan, y sospechando correr algún grave peligro no se atreven a acercarse ni a tocarlas, del mismo modo los demonios, verdaderos jefes de ladrones, en dondequiera que ven tendidos los cuerpos de los mártires, al punto huyen y se alejan.

Porque no miran a la naturaleza mortal de éstos, sino a la indecible dignidad de Cristo, que primero la portó. Tales armas ni los ángeles ni los arcángeles, ni otra cualquiera naturaleza criada las revistió, sino el Señor de los ángeles en persona. Y así como Pablo exclamaba: ¿Queréis acaso hacer experimento de Cristo, que es el que habla en mí?, (1) así éstos pueden exclamar: ¿Acaso queréis hacer experimento de Aquel que en nosotros luchó, Cristo? ¡Sus cuerpos son preciosos a causa de las heridas que por el Señor recibieron, puesto que por Cristo llevan esas llagas! Y así como la corona imperial, adornada por todas partes de piedras preciosas, lanza de sí variados cambiantes, del mismo modo los cuerpos de los santos mártires, adornados como con piedras preciosas con las llagas por Cristo recibidas, aparecen de mayor precio y más venerables que la diadema imperial. En los certámenes corporales, quienes establecen los juegos, piensan ser cosa digna de admiración el presentar en las plataformas a jóvenes atletas robustos y sanos; de manera que, aun antes de que comiencen a luchar, muevan a maravilla a los espectadores, con la sola macicez de sus miembros. Pero aquí no es así, sino todo lo contrario.

Al proponernos Cristo el certamen, que no es como aquel corporal, sino otro horrendo y temible, puesto que no es de un hombre contra otro, sino de los hombres contra los demonios; pues al proponernos, repito, semejante certamen, no presenta para la lucha a jóvenes y robustos atletas sino a unos adolescentes, y con ellos a un anciano, Eleazar, y a una mujer anciana, madre de aquellos jóvenes. Pero ¿qué es esto, Señor? ¿Juzgas que no importa la edad para los certámenes y la palestra? ¿Quién oyó jamás que entrara en la lucha una mujer de edad avanzada? ¡Nadie lo ha oído! ¡Pues yo, dice el Señor, haré creíble con los hechos esa cosa increíble, nueva y nunca oída! Porque no soy yo tal establecedor de certámenes que lo fíe todo del esfuerzo de los luchadores, sino que estoy presente y les ayudo y extiendo mi mano en favor de mis luchadores, y la mayor parte de su fortaleza les nace de mi patrocinio! Así pues, cuando veas a una mujer ya temblorosa, viejecita, necesitada de bastón, que entra al certamen y abate los furores del tirano, y vence a las potestades incorpóreas y fácilmente supera al demonio y muy valientemente le quebranta su poder, admira la gracia del que instituye el certamen y llénate de estupor ante la virtud de Cristo.

No son robustos sus atletas según la carne, sino según la fe. Débil es su naturaleza, pero poderosa es la gracia que los unge para la lucha. Débiles son los cuerpos a causa de la edad, pero los ánimos son fuertes por el amor a la piedad. No se trata de una lucha corporal; y por lo mismo no debes considerar el exterior de los atletas, sino atender y ponderar con el raciocinio de la inteligencia la interior firmeza de sus almas. Advierte la fortaleza de su fe, a fin de que aprendas que no necesita quien lucha contra el demonio de un cuerpo lleno de robustez, ni de una edad florida; sino que aún siendo demasiado joven o que al contrario haya pasado ya de esa edad, si tiene un ánimo robusto y generoso, no le hará daño ninguno la edad para el combate.

Pero ¿qué digo anciano ni joven cuando las mujeres mismas emprendieron este certamen y están ahora ceñidas de esplendorosas coronas? Porque los certámenes corporales, por exigir cierta edad, robustez y dignidad, están cerrados a los siervos, a las mujeres, a los ancianos y a los demasiado jóvenes. En cambio esta palestra se abre con grande liberalidad a todas las condiciones sociales, a toda edad, a ambos sexos, con el objeto de que conozcas la virtud indecible y la generosidad del que establece el certamen; y veas confirmado con los hechos el dicho aquel del apóstol: ¡Porque su virtud precisamente se demuestra perfecta en la debilidad! (2) Cuando los niños y los ancianos proceden con fuerza sobrenatural, entonces se demuestra en ellos la gracia de Dios, que obra de manera espléndida. Y para que veas cómo la exterior debilidad de los atletas los hace más resplandecientes, una vez que obtienen la corona, ¡ea! ¡dejemos a un lado al anciano y a los adolescentes, y traigamos al medio a la mujer anciana, más débil que ellos, madre de los siete jóvenes! Porque los dolores del parto son un no pequeño impedimento en esta clase de certámenes.

¿Qué será lo que en ella admiraremos primero? ¿La debilidad de su naturaleza o lo avanzado de su edad o el tierno sentimiento de la conmiseración materna? Porque era madre, y fácilmente hubiera podido, por los tormentos de sus entrañas, vencerla la piedad de madre, si una virtud superior, nacida de la divina piedad, no hubiera armado con una fe varonil su pecho de anciana. ¡Grandes impedimentos son éstos para un certamen de tan grande paciencia! Pero yo tengo un impedimento mayor que traer aquí al medio, con el objeto de que veamos mejor la fortaleza de esta mujer y la maldad del demonio. ¿Cuál es él? ¡Observa la perversidad del maldito demonio! ¡No la echó por delante a la palestra, sino que la arrastró a la lucha después de sus hijos! ¿Por qué? ¡Con el objeto de que una vez destrozado su ánimo con los tormentos de sus siete hijos, y debilitada la firmeza de su determinación, y quitado su esfuerzo con el espectáculo previo de sus hijos puestos al suplicio, así, perdida su fuerza, más fácilmente fuera vencida! Pero tú piensa no ser ellos los que recibían los tormentos, sino medita en que ella en cada uno de ellos iba sufriendo dolores cada vez más terribles, y en cada uno quedaba traspasada.

Bien conocen todo esto las mujeres que han experimentado los dolores del parto y son ya madres. Porque muchas veces la madre, al ver a su hijo que se consume con la fiebre, no hay dolor que no aceptara para librar aquel cuerpo de sus padecimientos y pasarlos a sí misma: ¡hasta ese punto las madres estiman los sufrimientos de sus hijos como menos tolerables que los propios! Y si esto es verdad, como en verdad lo es, aquella madre era atormentada más cruelmente con los suplicios de sus hijos que con los propios. Mayor era el martirio en la madre que en los hijos. Porque si la enfermedad de uno solo de los hijos conturba el corazón de una madre, cuando se la anuncian ¿qué no habrá sufrido ésta cuando se daba cuenta de los padecimientos de no sólo uno de sus hijos, sino de la muerte de todos en conjunto, y no de oídas sino viéndolos? ¿Cómo no perdió la razón al contemplar a cada uno destrozado poco a poco y con variados y horrendos suplicios? ¿Cómo aquella alma no abandonó su propio cuerpo? ¿Cómo no se arrojó a la pira a la primera vista, para librarse del resto del espectáculo?

Porque aunque razonaba sabiamente, pero era madre. Aunque ardía en amor de Dios, pero estaba revestida de carne. Aunque era fervorosa, pero era mujer. Aunque era piadosísima, pero estaba ligada por el vínculo de haber engendrado. Pues, si nosotros, con ser varones, cuando vemos que a un reo lo conducen por la plaza con la soga al cuello y es llevado al precipicio, aunque no nos liguen con él lazos algunos de amistad, nos sentimos quebrantados por aquel espectáculo, aun teniendo el consuelo oportuno de que al fin y al cabo aquel hombre es un delincuente ¿cuánto sería el sufrimiento de aquella madre que veía arrebatar no a un reo sino a todos sus siete hijos en un solo día y al mismo tiempo y acabados no con una muerte rápida sino a poder de diversos y prolongados tormentos? Aunque hubiera sido de piedra y hubiera tenido entrañas de diamante ¿no se habría conturbado? ¿No habría sufrido algo de lo que era natural que sufriera siendo mujer y madre? Reflexiona tú cuánto admiramos al patriarca Abrahán, quien para ofrecer como víctima a su hijo, él personalmente lo ató y lo puso sobre el altar. Entonces podrás comprender cuán grande fue la fortaleza de esta mujer. ¡Oh espectáculo a la vez acerbísimo y suavísimo! ¡Acerbísimo por la naturaleza de los hechos que se llevaban a cabo! ¡suavísimo por la piedad de la que lo presenciaba! Porque no ponía ella los ojos en los torrentes de sangre sino en las entretejidas coronas de justicia; no atendía a los costados agujereados, sino a los eternos tabernáculos ya preparados; no miraba a la corona de verdugos, sino a las de ángeles que estaban en torno; se olvidaba de los dolores del parto, despreciaba la naturaleza, tenía en menos la edad. Despreciaba, dije, la naturaleza, que impone un yugo tiránico y suele vencer aun a las fieras mismas. Porque muchas fieras, de las más difíciles de capturar, de tal manera están poseídas del amor materno y de la conmiseración de su prole, que, sin cuidar de su propia vida, se arrojan entre las manos de los cazadores. Y no hay animal tan débil que no se lance a defender su prole; ninguno hay tan domesticado que, si se le priva de sus hijos, no se irrite.

Pero esta mujer venció la tiranía impuesta por la naturaleza tanto a los hombres como a los irracionales y a las bestias brutas; y no solamente no saltó sobre la cabeza del tirano, ni le destrozó la cara al contemplar destrozados sus cachorrillos, sino que manifestó tan grande sabiduría y moderación, que aún le preparó manjares no dignos de hombre. De manera que mientras unos morían, ella preparaba para el certamen con las súplicas y ungía con ese óleo a los otros para la lucha.

¡Óiganlo bien las madres! ¡imiten la fortaleza de esta mujer y su amor para con la prole! ¡Eduquen así a sus hijos! Porque lo propio de la mujer no es dar a luz, puesto que eso es obra de la naturaleza; sino que lo propio de una madre es educar, porque esto es lo que depende de su voluntad. Y para que veas que no es el parto lo que constituye a una madre, sino la buena educación de la prole, escucha a Pablo, quien concede el triunfo a la viuda no por razón del parto sino de la educación de sus hijos: ¡Elíjase, dice, la viuda que no sea menor de sesenta años y tenga testimonio de buenas obras. (3) Y añadió luego la principal de esas buenas obras. ¿Cuál es? ¡Si ha educado a sus hijos!, dice; y no dice si los dio a luz, sino si los educó.

Consideremos, pues, cuánto habrá sufrido aquella mujer, si es que le hemos de dar el nombre de mujer, al contemplar aquellos dedos sacudiéndose sobre las brasas, la cabeza dando saltos, y ya echada la férrea mano sobre la cabeza de otro de sus hijos para arrancarle la piel, y que quien con tales cosas sufría estaba aún de pie y hablaba. ¿Cómo pudo abrir ella su boca? ¿Cómo movió su lengua? ¿Cómo su alma no abandonó la carne?… ¿Cómo? ¡Lo voy a decir! ¡No miraba a la tierra sino que en todo se preparaba ya para la vida futura! ¡Una sola cosa temía: que el tirano se arrepintiera y desistiera del combate y dejara incompleto el coro de sus hijos, y alguno de ellos quedara sin corona! Y que esto era lo que ella temía se ve claro: porque al último con sus propias manos como quien dice, lo metió en el caldero hirviente; ya que en vez de las manos usaba de las exhortaciones y los consejos. No podemos nosotros oír contar sin pena los males ajenos, y ella sin dolor veía los propios.

Mas, para que no escuchemos en vano estas cosas, sino que cada uno de los oyentes aplique a sus propios hijos esta tragedia, procure representarse aquel rostro amable; y luego, imagine a cada uno de los que más ama, y finja que se dan en él esos tormentos: ¡entonces alcanzará la fortaleza que hemos dicho! Pero no, ni aun así podrá conocerla, porque los padecimientos que en la realidad se sufren ningún discurso puede declararlos, y sólo se saben por la experiencia. Ahora bien: con toda oportunidad podemos decir a esta mujer, una vez que sus hijos han alcanzado la corona, aquello del profeta: ¡Y tú, a la manera de un olivo fructífero, en la casa del Señor! (4) Porque en los juegos olímpicos, aunque se hayan presentado al certamen miles de atletas, solamente uno recibe la corona. Pero en este certamen, de siete atletas siete salieron coronados. ¿En dónde me podrás tú mostrar un campo tan fértil? ¿o un seno así de fecundo? ¿o bien partos semejantes a éste?

La madre de los hijos del Zebedeo, madre fue de apóstoles; pero de solos dos. En cambio, que un vientre solo haya producido siete mártires, no lo he sabido hasta ahora; y más que la madre haya sido compañera de ellos en el martirio. Y todavía más: que ella no se les haya añadido simplemente como otro mártir, sino como equivalente de muchos. Porque los cuerpos de los mártires siete eran; el de la madre, que a ellos se añadió, era también solamente uno. Pero ella en ellos llenaba el número de siete dos veces: tanto porque en cada uno de ellos también padecía el martirio, como por haberlos creado tales y tan esforzados. En verdad que nos dio a luz a todo un conjunto de mártires. Siete eran los hijos que dio a luz, pero a ninguno lo dio para la tierra sino para el cielo; o más bien, para el Rey de los cielos, pues los dio a luz para la vida venidera.

El demonio a ella la condujo la última al certamen, por el motivo que ya indicamos antes: o sea, a fin de que consumida ya su virtud con el espectáculo de los tormentos, fuera más fácil de vencer al presentarse la última al adversario. Porque si muchas veces los varones, con sólo ver correr la sangre sufren desmayos y necesitan de remedios, para que la vida que se les acaba y el espíritu que ya expira, se les vuelva, aquélla, al contemplar tan grandes ríos de sangre que manaban, y no de carne ajena sino de la de sus propios hijos ¿qué no padecería? ¿hasta qué grado no se conturbaría su ánimo?

Así pues, como ya dije, el demonio la llevó en último lugar a la lucha, y después de sus hijos, para volverla más débil. Pero sucedió lo contrario: ¡que se presentó al certamen con mayor confianza! ¿Por qué razón? Porque ya no temía dejar a alguno de sus hijos abandonado en esta vida y que fuera a ser vencido y a quedar privado de la corona; sino que, habiéndolos colocado a todos como en un seguro asilo en el cielo, y habiéndolos llevado ya a las eternas coronas y a los bienes inmutables, con grande confianza y gozo se entró al certamen; y como si con su cuerpo engarzara una piedra preciosísima a la corona de sus hijos, así marchó hacia su deseado Jesús, dejándonos un gran consuelo y un consejo: es decir, una exhortación por medio de sus obras para que afrontemos todas las penas con fortaleza de alma y con pensamientos del cielo.

Porque ¿qué varón o qué mujer, qué anciano o qué adolescente alcanzará perdón o podrá excusarse si teme los peligros que se le ofrecen en el servicio de Cristo, cuando una mujer y esta anciana y madre de tantos hijos, habiendo entrado en el combate antes del reino de la gracia y antes de que se abrieran las puertas de la muerte y cuando aún no se había extinguido el pecado, ni la muerte había sido vencida; si ella, digo, con tan grande diligencia y fortaleza se nos muestra soportando por Dios tan graves suplicios? Pensando, pues, todas estas cosas, las mujeres y los varones, los adolescentes y los ancianos; una vez que hayamos dibujado en nuestro corazón, como en una tabla, todas estas batallas para que nos ayuden a despreciar todos los males, llevemos depositada en nuestra alma, como un perenne consejo, su paciencia, con el objeto de que, tras de haber imitado en esta vida las virtudes de estos santos, en la otra podamos ser compañeros de sus coronas.

Toda la moderación que ellos mostraron en los peligros, igualémosla nosotros con la paciencia y temperancia contra las concupiscencias irracionales, contra la ira, la avaricia de riquezas, las pasiones del cuerpo, la vanagloria y todas las otras semejantes. Pues si dominamos su llama, como aquéllos dominaron la del fuego, podremos estar cerca de ellos y ser participantes de su confianza y libertad. Cosas todas que ojalá nos acontezca alcanzar por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) 2Co 13,3.

(2) 2Co 12,9.

(3) 1Tm 5,9-10.

(4) Ps 51,10.



Homilias Crisostomo 2 24