Homilias Crisostomo 2 30

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XXX HOMILÍA encomiástica en honor de todos los santos que en todo el orbe de la tierra han padecido el martirio.

No hay razón alguna que incline a determinar si esta Homilía se predicó en Antioquía o en Constantinopla. Tampoco para determinar el año. Parece que en la Iglesia griega, lo mismo que en la latina, anteriormente se celebraba, por decreto de Bonifacio IV la solemnidad de todos los santos mártires poco después de la Pascua de Pentecostés. Luego, por decreto de Gregorio IV se unió esta solemnidad a la de todos los Santos; y así unificadas se celebraron desde entonces el día 10 de noviembre.

AÚN NO SE HAN CUMPLIDO SIETE DÍAS desde que celebramos la sagrada solemnidad de Pentecostés, y ya nos ha alcanzado el coro de los mártires, o mejor dicho el ejército o conjunto de ellos, en nada inferior al ejército de ángeles que vio Jacob el patriarca; sino más bien, émulo y aun igual. Porque los ángeles y los mártires sólo en el nombre se diferencian, pero en las obras se identifican: los ángeles habitan en el cielo y lo mismo los mártires; ajenos están aquéllos a la ancianidad y son inmortales, cosa que también lograrán los mártires. Pero aquéllos, dirás, han obtenido una naturaleza incorpórea. Mas esto ¿qué importa? Porque aunque los mártires estén sujetos al cuerpo, su cuerpo es inmortal. Más aún: ya antes de la inmortalidad, la muerte de Cristo los embellece más que la misma inmortalidad. No es tan bello el cielo adornado con los coros de las constelaciones, como lo son los cuerpos de los mártires adornados de sus heridas. De manera que precisamente por haber muerto, por eso sobresalen; y antes que la inmortalidad gozan ya del premio que les adquirió la muerte al coronarlos. ¡Lo hiciste un poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honor!, dice David hablando de la común naturaleza del hombre; pero ese poco se lo devolvió Cristo cuando vino y con su muerte dio muerte a la muerte. (1) Pero yo no voy a tomar de aquí mi demostración, sino de

(en el texto imposible de llenar con los Códices que poseemos. Pero parece, según anota Montfaucón, que es pequeña.)

que el defecto de la mortalidad se convirtió en lucro y en ventaja. Porque los mártires, si no hubieran sido mortales, no habrían sido mártires. De manera que de no existir la muerte, tampoco hubieran existido las coronas; si no hubiera habido muerte, no habría habido martirio; si no hubiera existido la muerte, Pablo no hubiera podido decir: ¡Cada día muero por vuestra gloria, que yo tengo en Cristo Jesús! (2) Si no hubiera existido la muerte, no habría podido decir él: ¡Me gozo en mis padecimientos por vosotros y cumplo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo! (3)

Así pues, no nos quejemos de que se nos ha hecho mortales; sino demos gracias, porque la muerte nos abrió la palestra del martirio, y por la muerte hemos recibido materia de premios; puesto que de ella hemos obtenido la ocasión de los certámenes. ¿Ves la sabiduría de Dios y cómo al mal supremo y cabeza de todos los males y calamidades nuestras que el diablo introdujo en el mundo (hablo de la muerte), a ése lo convirtió en gloria y honor nuestro, y por su medio llevó a sus atletas al premio del martirio? Pero ¿qué? Entonces ¿habremos de dar gracias por esto al demonio, causante de la muerte? ¡De ningún modo! ¡Porque el beneficio no nació de su bondad, sino que es don de la divina sabiduría!

El demonio introdujo la muerte para perdernos y quitarnos, una vez echados por tierra, toda esperanza de salvación. Pero Cristo, habiendo tomado ese mal, lo convirtió en bien, y por medio de él introdújonos de nuevo en el cielo. De manera que ninguno de vosotros nos vaya a condenar por haber llamado al conjunto de mártires coro y ejército, y haberle dado a una misma cosa dos nombres tan opuestos. Porque coro y ejército son cosas contrarias; pero en este caso se han juntado y unido ambas. Los mártires, como si anduvieran celebrando danzas, así de alegres marcharon a los tormentos; y a la manera de luchadores desplegaron toda su fortaleza y toda su paciencia y vencieron a los enemigos.

Si atiendes a la naturaleza de las cosas que se llevan a cabo, en realidad son lucha y guerra y batallas; pero si atiendes al pensamiento e intención de los que las efectúan, danzas son y convites y fiestas y delicia grande y suprema las cosas que se llevan a cabo. ¿Quieres que te demuestre cómo todas esas cosas, las hazañas digo de los mártires, son más terribles que cualquiera batalla? ¡Por ambas partes están firmes los escuadrones, y bien defendidos y resplandecientes por todos lados a causa de las armas, y llenan la tierra con su brillo! ¡Por todas partes se lanzan nubes de dardos, con los que el aire se ensombrece! ¡Torrentes de sangre corren por tierra! ¡Por todas partes se advierte la caída de los soldados, que a la manera de las espigas en el tiempo de la cosecha, así mutuamente se derriban al suelo! Pues bien: pasemos de esa batalla a esta otra.

También aquí hay dos escuadrones: uno de mártires, el otro de tiranos. Y por cierto, los tiranos están armados, pero los mártires luchan desnudos. Y con todo, no son los armados sino los inermes quienes llevan la victoria. ¿Quién no quedará estupefacto al ver que quien es azotado con varas vence al que lo azota? ¿Y él atado, al que está suelto? ¡Y él que está abrasado, al que lo quema? ¿y él que muere, al que le mata? ¿Ves, pues, cómo estas batallas son más terribles que las otras? Porque aquéllas, aunque son temibles, pero al fin y al cabo se realizan conforme a las leyes de la naturaleza; pero éstas, en cambio, superan a toda la naturaleza y a todo el modo de ser de las cosas; para que entiendas que deben tenerse como dones de la divina gracia las cosas que acá se realizan. Y con todo, yo pregunto: ¿qué hay más inicuo que esta clase de luchas? ¿qué hay más injusto que este género de certámenes?

Porque en las guerras ambos combatientes se arman. Pero acá no sucede así. Puesto que el uno está inerme, el otro cubierto de sus armas. Además, en los certámenes le es lícito a cada cual levantar contra el otro sus manos; aquí, en cambio, el uno está atado y el otro hiere a mansalva y con plena libertad; y, atribuyéndose a sí mismos, como por un poder legal, la facultad de infligir castigos los que presiden, y dejando a los santos mártires solamente el poder de sufrir los tormentos, así proceden al combate contra los bienaventurados. Y a pesar de todo, ni aun así vencen, sino que salen de esta lucha vencidos.

Les sucede exactamente lo mismo que a un varón que provocara a otro que fuera grande luchador a combate; pero, tras de cortarle la punta de la lanza, despojarlo de la loriga y dejarlo sin armas, así lo obligara a combatir; y sin embargo, aquel otro, aunque golpeado y herido y atravesado con infinitas heridas, a pesar de todo se llevara el trofeo del vencimiento. Porque los tiranos eran vencidos por los mártires, estando éstos con las manos atadas a la espalda, y presentándolos aquéllos en medio inermes y habiéndolos cubierto de heridas. Pero los mártires, tras de haber soportado infinitas heridas, llevaban la victoria sobre el demonio. Y así como el diamante, aun golpeado en nada cede ni se ablanda: más aún, destroza al hierro que lo golpea, del mismo modo aquellas almas santas, aunque se usaba en su contra tan grande cantidad de tormentos, nada grave padecían; mientras que por el contrario, ellas, tras de haber aniquilado las fuerzas y energías de los que las herían, los apartaban de los certámenes vergonzosa e ignominiosamente vencidos.

Tras de atar los tiranos a los mártires en los ecúleos, les abrían los costados en surcos profundos, como quien surca la tierra con el arado y no como quien está destrozando los cuerpos. Podían verse ahí los vientres rasgados, los costados descarnados, los pechos destrozados; y a pesar de todo, ni con esos tormentos se saciaban aquellas bestias feroces, alimentadas en sus furores con sangre; sino que, una vez quitados los mártires de los ecúleos, los extendían sobre las parrillas de hierro y les ponían debajo carbones encendidos. Entonces podían contemplarse espectáculos mucho más acerbos que los anteriores, en tanto que los mártires destilaban un doble género de gotas: unas de sangre que corrían hasta la tierra, y otras de las carnes hechas agua. ¡Y aquellos santos, como si estuvieran entre rosas así yacían en las brasas: tal era el gozo con que miraban lo que sucedía!

Pero tú, cuando oyes eso de las parrillas de hierro, acuérdate de la escala aquella que vio el patriarca Jacob, tendida desde la tierra al cielo. Por ésta bajaban los ángeles, por aquélla suben los mártires: en ambas está apoyado el Señor. No habrían podido estos santos soportar los dolores si no se hubieran apoyado en esta escala. Y a cualquiera le es manifiesto que por ésta subían y bajaban los ángeles y que por aquélla suben los mártires. Y esto ¿por qué? Porque los ángeles han sido enviados para ministerio y servicio de los que alcanzan la herencia de la salvación; mientras que los mártires, a la manera de atletas, una vez terminado el certamen, vencedores caminan hacia el que lo preside.

Y no escuchemos a la ligera cuando se dice que fueron colocados carbones encendidos debajo de los cuerpos ya desgarrados; sino consideremos la situación en que nosotros nos encontramos cuando nos asalta la fiebre. Juzgamos entonces la vida desagradable y acerba, gemimos, nos llenamos de impaciencia, nos ponemos coléricos a la manera de niños pequeños, y tenemos aquel ardor por no menor que el de la gehenna. A éstos, en cambio, no por una fiebre que los acometiera, sino rodeados por todas partes de llamas, mientras sobre sus llagas llovían las chispas y las heridas les punzaban más cruelmente que lo hubiera hecho una bestia feroz cualquiera, como si estuvieran hechos de diamante y estuvieran contemplando cómo eso se hacía en cuerpos ajenos, así de generosamente y con la fortaleza que convenía, perseveraban constantísimos en la confesión de la fe; y perseverando de este modo en todos esos males, al mismo tiempo demostraban su invicta fortaleza y declaraban por modo egregio la gracia de Dios.

¿Habéis con frecuencia contemplado, hacia la aurora, al sol naciente cómo lanza rayos que parecen de azafrán? ¡Así era el cuerpo de los mártires cuando corría desde ellos, a la manera de rayos azafranados, la sangre a torrentes por todas partes; rayos que hacían resplandecientes aquellos cuerpos, mucho más que al cielo los del sol! Los ángeles se extasiaban al contemplar aquella sangre, se horrorizaban los demonios y el diablo temblaba. Porque la que miraban no era una sangre cualquiera, sino una sangre salvadora, una sangre santa, una sangre que merecía el cielo, una sangre que riega constantemente las bellas arboledas del empíreo. Vio esta sangre el diablo y se horrorizó, porque se acordó de otra sangre: la del Señor. Porque esta sangre brota de aquella sangre: ¡desde que fue abierto el costado del Señor, puedes tú contemplar infinitos otros costados abiertos!

¿Quién, puesto que ha de comunicar las pasiones de Cristo y se ha de hacer conforme a Cristo en la muerte, no se dispondrá con gozo a semejantes certámenes? ¡Porque esto solo es ya suficiente premio y merced mucho mayor que los trabajos, y galardón que excede por sí mismo a las batallas, aun antes de entrar en el reino de los cielos. En consecuencia, no nos llenemos de horror si oímos decir que éste o aquél han padecido el martirio; horroricémonos cuando oigamos decir que éste o el otro se ha acobardado y ha perdido el premio de tantos y tan grandes combates. Y si acaso queréis oír qué es lo que se sigue después de esta vida, cierto es que no se puede declarar con discurso ninguno: Porque ni el ojo vio, dice Pablo, ni el oído oyó ni el corazón del hombre ha comprendido jamás lo que Dios ha preparado para los que lo aman. (4) ¡Y nadie ha amado más a Dios que los mártires!

Mas, por ese motivo de que los bienes que nos aguardan exceden a todo pensamiento y discurso en su magnitud, no vamos a callar; sino que nos esforzaremos, en cuanto a nosotros es posible decirlo y a vosotros escucharlo, aunque sea entre oscuridades, en declararos cuán grande sea la felicidad que allá recibe a los mártires: ¡porque ésta solamente la conocen con evidencia los que ya la gozan! Y por cierto, los mártires padecen durante un brevísimo espacio de tiempo todas las cosas intolerables y pesadas; pero, una vez que han salido de este mundo, suben al cielo precedidos de los ángeles y rodeados, como de Guardias, de los arcángeles. Porque éstos no se avergüenzan de servir a sus consiervos; sino que están preparados para hacer cualquier cosa por ellos, puesto que ellos no dudaron en sufrir toda clase de tormentos por Cristo nuestro Señor.

Y una vez que ya han subido a los cielos, todas aquellas santas Virtudes les salen al encuentro. Porque, si cuando se presentan los atletas extranjeros el pueblo todo confluye de todas partes, y los rodea y contempla la apta disposición de sus miembros, con mayor razón, cuando los atletas de la piedad suben al cielo, se reúnen todos los ángeles y de todos lados se agrupan las Virtudes superiores y observan sus heridas; y como a vencedores que de las batallas y luchas regresan, tras de alcanzar infinitas victorias y trofeos, los reciben con gozo, los abrazan; y luego, rodeados de gran número de Guardias, los presentan ante el Rey de los cielos y ante aquel trono redundante de inmensa gloria, a donde están presentes los Querubines y los Serafines.

Llegados pues ante el trono, una vez que han adorado al que en él se asienta, su Señor los recibe con benevolencia mucho mayor que a los otros consiervos. Porque no los recibe como a siervos (¡y eso que este es ya un honor máximo y que no tiene ni puede encontrarse otro que lo iguale), sino como amigos: ¡Porque vosotros, dice, sois mis amigos! (5) Y esto a la verdad con mucha razón, puesto que El mismo añade: ¡Nadie tiene mayor caridad que la de poner su alma por sus amigos! (6) Siendo, pues, así que ellos le demostraron la máxima caridad, El les recibe honoríficamente; y gozan de semejante gloria, y se hacen participantes de los coros angélicos y de los cantares místicos. Si cuando vivían en el cuerpo, por la comunión de los misterios divinos estaban ya admitidos entre los coros angélicos, para cantar con los Querubines el himno tres veces santo, como lo sabéis muy bien vosotros los que ya estáis iniciados en los sagrados misterios, mucho mejor ahora, unidos a aquellos con quienes en otro tiempo hacían fiesta, con una confianza grandísima participan en esas alabanzas.

¿No es verdad que anteriormente os horrorizaba el martirio? ¿no es verdad que ahora, en cambio, estáis deseosos de él? ¿no es verdad que os da pena que ya no sea el tiempo de los martirios? ¡Pues ejercitémonos para cuando llegue ese tiempo de los martirios! ¡Ellos despreciaron la vida, desprecia tú los deleites! ¡Echaron ellos sus cuerpos a las llamas, arroja tú ahora tus dineros en manos de los pobres! ¡Pisotearon ellos las brasas, apaga tú la llama de la concupiscencia! ¡Cosas son éstas laboriosas y difíciles, pero con todo, muy útiles! ¡No claves tu mirada en las cosas presentes, que son amargas, sino en las futuras, que son agradables! ¡No en los males que tienes a la mano, sino en los bienes que te esperan! ¡no en los dolores, sino en los premios! ¡no en los trabajos, sino en las coronas! ¡no en los sudores, sino en la paga! ¡no en el fuego abrasador, sino en el reino prometido! ¡no en los verdugos que están presentes, sino en Cristo, que es quien corona!

¡Este es el método más expedito y la vía más fácil para la virtud! ¡no mirar solamente a los trabajos sino juntamente a los premios, y no separar a unos de otros! Así pues: cuando vayas a dar una limosna, no atiendas al dinero que en eso gastas, sino a la justicia que vas adquiriendo. ¡Derrochó, dio a los pobres: su justicia permanece por los siglos! (7) No mires a las riquezas que se disminuyen, sino al tesoro que se te aumenta. Si acaso ayunas, no atiendas al sufrimiento de la carne por el ayuno, sino al descanso que mediante esa maceración consigues. Si pasas la noche en oración, atiende y pesa no la molestia que de la vigilia se sigue, sino la confianza ante Dios que con la oración adquieres. Así lo hacen los soldados: no miran a las heridas sino a los premios; no a las muertes sino a la victoria; no a los cadáveres que caen sino a los vencedores que son coronados. Los timoneles mismos, antes que a las tempestades atienden al puerto; antes que a los naufragios, a las mercancías y ganancias; antes que a las incomodidades de la navegación, al lucro que obtienen con aquellos viajes marinos. ¡Haz tú lo mismo! ¡Considera cuán grande cosa sea que mientras los mortales todos, las fieras, las bestias domésticas duermen en profundo sueño durante toda la noche, tú solo, despierto, entres en pláticas libremente con el común Señor de todos!

¿Es dulce el sueño? ¡Pues no hay cosa más dulce que la oración! Si puedes tú hablar largamente a solas con el Señor a solas también, sin que nadie te interrumpa con el ruido, nadie te llame, nadie te saque de la oración, tienes entonces el tiempo como un auxiliar para obtener de Dios lo que deseas. Más aún: si acostado en un suave lecho, estás dando vueltas a un lado y a otro, ¿por qué dudas en levantarte? ¡Trae a tu pensamiento a los mártires que en el día de hoy están tendidos en las parrillas de hierro y no precisamente en un aliñado lecho puesto debajo, sino puestas debajo las brasas.

Quiero terminar aquí mi discurso, a fin de que vosotros salgáis de este sitio con la memoria fresca aún y reciente de las parrillas, y os acordéis de ellas durante el día y durante la noche. Porque, aunque nos retuvieran infinitos lazos en la cama, fácilmente podríamos deshacerlos y levantarnos para la oración, con tal de que tuviéramos constantemente presentes esas parrillas. Pero no solamente las parrillas, sino también todos los demás tormentos de los mártires, escribámoslos ampliamente en nuestro corazón. Así como los que tratan de hacer sus mansiones más elegantes, las adornan por todos lados con floridas pinturas, así nosotros, en las paredes de nuestra mente pintemos los tormentos de los mártires. Porque aquellas pinturas de las mansiones son inútiles para el cielo; pero estas otras están llenas de utilidad. Y no necesitas para ellas de dineros ni de gastos algunos ni del arte de la pintura, porque en vez de eso te basta con aplicar una voluntad pronta y una mente despierta; y con éstas, como con manos diligentísimas, puedes dibujar los tormentos de los mártires.

Pintemos, pues, en nuestra alma a los que yacen en las sartenes, a los que están tendidos sobre brasas, a los otros arrojados en los calderos hirvientes, a los de más allá sumergidos en el mar; a unos destrozados, a otros desarticulados en las ruedas, a otros empujados a los precipicios; y luego a éstos luchando con las bestias feroces, a aquéllos despeñados en los abismos, y finalmente a los otros en el género de muerte que a cada uno le tocó. Y todo para que, una vez que hayamos puesto nuestra morada más elegante con la variedad de estas pinturas, preparemos así un digno hospedaje al Rey de los cielos. Porque si El viere en nuestra mente tales pinturas, vendrá con el Padre y hará en nosotros su mansión, juntamente con el Espíritu Santo. Y será entonces nuestra mente una regia mansión; y no podrá deslizarse en ella ningún pensamiento torpe, puesto que la memoria de los mártires, como una florida pintura, permanecerá constantemente en nosotros y brillará grandemente. Y así el Rey de todos habitará en nosotros sin intermisión.

Si así recibimos a Cristo en esta vida, podremos, después, cuando de ella salgamos, ser recibidos en los eternos tabernáculos. Cosa que a todos se digne concedernos la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre, juntamente con el santo y vivificante Espíritu, por los siglos de los siglos. Amén.


(1) Ps 8,6.

(2) 1Co 15,31.

(3) Col 1,24.

(4) 1Co 2,9.

(5) Jn 15,14.

(6) Jn 15,13.

(7) Ps 111,9.


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XXXI HOMILÍA segunda pronunciada en la ciudad en honor de los mismos santos mártires

y además acerca de la compunción del corazón y de la limosna. El obispo había salido fuera de la ciudad para celebrar en el campo la fiesta de los mártires. Como el santo en esta Homilía reprendiera duramente a los que se acercaban a los divinos misterios indignamente, muchos se irritaron, y decían que con eso los apartaba de la sagrada mesa y de la comunión. El santo se dio cuenta de semejantes quejas y pronunció enseguida otra Homilía bellísima sobre el tema de que es muy peligroso así para el predicador como para los oyentes, el predicar por complacer. Las Colecciones suelen por esto colocar estas dos Homilías una tras otra. Pero nosotros, dentro de nuestro plan, hemos dejado la segunda para el volumen segundo de nuestra versión. Es incierto el año en que estas dos se tuvieron.

FUE AYER EL DÍA DE LOS MÁRTIRES, pero también hoy es día de los mártires; y ¡ojalá que constantemente celebremos la fiesta de los mártires! Porque si los que andan locos por el teatro, y los que admiran hasta embobarse las carreras de caballos, nunca se sacian de semejantes espectáculos inoportunos, mucho más conviene que nosotros nos mostremos insaciables respecto de las fiestas de los santos. Allá se celebra una pompa diabólica; acá una fiesta cristiana. Allá saltan y danzan los demonios; acá celebran coro los ángeles. Allá está la perdición de las almas; acá está la salvación de todos los que concurren. Pero dirás que aquéllas producen un cierto placer; ¡en verdad no producen tanto como éstas! Porque ¿cuál es el placer que hay en ver correr a los caballos a la ventura y como se les antoja? En cambio, aquí no contemplas yuntas ni tiros de brutos animales, sino las mil carrozas de los mártires, y a Dios que las preside y va guiando por el camino hacia el cielo.

Y para que entiendas que las almas de los justos son carrozas de Dios, oye al profeta que dice: ¡Los carros de Dios son millares y millares! ¡Viene entre ellos Yavé del Sinaí a su santuario! (1) Porque el don que dio a las Potestades de lo alto, también lo concedió a nuestra naturaleza. Se asienta sobre los Querubines, como dice el salmo: ¡Subió sobre los Querubines y voló! (2) Y también: ¡Tú que te asientas sobre los Querubines y escrutas los abismos! (3) Pues lo mismo nos concedió a nosotros, pues habita en nosotros: Porque habitaré, dice, y andaré entre vosotros! ¡Ellos, pues, han sido hechos carrozas; seamos nosotros templos! ¿Ves el parentesco de honor? ¿Ves cómo puso paz entre los cielos y la tierra? ¡Así pues, si queremos, en nada nos diferenciaremos de los ángeles!

Pero, como decía en el exordio de mi discurso, ayer fue la fiesta de los mártires y hoy también es la fiesta de los mártires; aunque no de los que están con nosotros, sino de los que están allá en el campo. Pero ¿qué digo? ¡También aquéllos están con nosotros! Porque en los negocios seculares separados están la ciudad y el campo; pero en las cosas tocantes a la piedad se comunican entre sí y permanecen unidos. No atiendas a lo bárbaro del lenguaje de los campesinos, (4) sino a su ánimo cultivado con la cristiana sabiduría. Porque ¿de qué aprovecha la comunidad del lenguaje si los ánimos están divididos? O ¿en qué daña la diversidad del lenguaje si nos unimos mediante la fe? Y en este sentido no es inferior la campiña a la ciudad, puesto que en aquello que es lo principal para el honor, de igual honor participan.

Por esto nuestro Señor Jesús no solía permanecer en las ciudades; y a su paso se despoblaban las villas y quedaban desiertas, mientras El, predicando el Evangelio, recorría las ciudades y los castillos, sanando a muchos de todo malestar y de todas enfermedades. Pues imitando este ejemplo, nuestro común pastor y doctor nos abandonó hoy y se marchó a los campesinos. Pero, más bien, no se apartó de nosotros al ir a ellos, puesto que fue a nuestros hermanos. Y así como cuando se celebró la festividad de los Macabeos toda la campiña se vació hacia la ciudad, así ahora que se celebra la festividad de los mártires que allá descansan, fue conveniente que toda la ciudad saliera a la campiña. Porque por esto Dios no colocó a los mártires en solas las ciudades, sino también en las campiñas, a fin de que los días de sus festividades nos proporcionaran una ocasión necesaria de contacto y de conversación. Y aun por eso mismo puso mayor número en la campiña que en la ciudad. Porque de esta manera al inferior le concedió mayores honores, a causa de su mayor debilidad, y por lo mismo, le dispensó mayores cuidados.

Los que habitan en las ciudades, tienen una enseñanza continua; pero los que habitan en la campiña no la tienen con tan grande abundancia. Por esto Dios los ha consolado de la penuria de Doctores con la abundancia de mártires, y por este motivo dispuso que fueran en la campiña colocados los mártires en mayor cantidad. No oyen aquellos habitantes continuamente la lengua de los maestros, pero en cambio escuchan la voz de los mártires que resuena desde los sepulcros y les habla, y tiene mayor virtud que los maestros. Y para que entendáis que los mártires, aun callando, tienen mayor virtud que nosotros los que hablamos, considerad cómo hay muchos que después de haber disertado delante de las multitudes acerca de la virtud en nada se aprovecharon, mientras que otros, a causa de la rectitud de su vida que resplandecía, aun callando llevaron a cabo muchas y excelentes obras. Así sucede a los mártires y con mayor amplitud; y no con la lengua que emite la voz ornada, sino con aquella otra que resuena mucho más altamente, mediante las obras, que la que se emite por la boca; y hablan a todo el género humano con estas expresiones:

"¡Vednos! ¡Ved que no hemos padecido males! Porque ¿qué mal hemos padecido al ser condenados a muerte cuando de ese modo obtuvimos la vida eterna? ¡Fuimos hallados dignos de entregar nuestros cuerpos por Cristo! Y si en esta ocasión no nos hubiéramos despojado de ellos, de todos modos después de poco tiempo teníamos que perder esa vida temporal. Si no hubiera venido el martirio para quitárnosla, de todos modos la común muerte, propia de nuestra naturaleza, nos habría acometido y en absoluto la hubiera destruido. Por esto, no cesamos de dar gracias a Dios de que, por beneficio suyo, nos aconteciera que la muerte, que de cualquier manera teníamos que soportar, nos viniera en esta forma para salvación de nuestras almas; y que aquello que necesariamente le habíamos de dar, lo haya aceptado como un don de parte nuestra y un sumo honor.

"¡Pero dirás que los tormentos son molestos y amargos! Mas pasan en un breve tiempo; mientras que la delicia que con ellos se adquiere dura igualada a los siglos sempiternos. Más aún: ni siquiera por un instante son amargos los tormentos, para quienes miran a las cosas futuras y al que preside el certamen y es el remunerador y al que desean ir. Así el bienaventurado Esteban,' quien con los ojos de la fe miraba a Cristo, no atendía a la lluvia de piedras, sino que, en vez de eso, contaba los premios y las coronas. Así pues, también tú vuelve tus ojos desde las cosas presentes a las futuras, y con esto no percibirás ni siquiera un pequeño dolor por los males".

Estas y muchas otras cosas dicen los mártires, y las persuaden mejor que nosotros los predicadores. Porque si fuera yo quien os dijera que los tormentos no producen ni la menor molestia, no se me creería en modo alguno al expresarme de esa manera, puesto que ninguna dificultad presenta el afirmar eso y discurrirlo con solas las palabras. En cambio, el mártir, al emitir con sus obras mismas esas voces, no encuentra a nadie que lo contradiga. Y así como suele suceder allá dentro en los baños, en donde está la piscina de agua caliente y a donde nadie se atreve a descender, que mientras unos a otros se exhortan con palabras los que están sentados al borde del baño, sin embargo a nadie persuaden; pero en cuanto alguno o introduce su mano o aun avanzando su pie echa al agua todo su cuerpo confiadamente, éste tal, aunque no diga una sola palabra, persuade mucho mejor a los demás la inmersión, a los demás que quedan sentados al borde y lo han exhortado con abundantes palabras, del mismo modo sucede con los mártires: ¡aunque en este caso en vez de la piscina se propone la pira! De manera que quienes están afuera y en torno, aunque con muchas palabras exhorten, no logran conmover a nadie. Pero en cuanto un mártir mete allá no una mano ni un pie solamente sino todo el cuerpo, empuja mejor con su experiencia personal que con cualquiera exhortación o consejo, y quita el temor a los circunstantes.

Por esto, pues, Dios nos dejó los cuerpos de los mártires. Por esto, aunque ha ya tiempo que vencieron, sin embargo no han resucitado. Combatieron su certamen hace mucho, y con todo aún no han alcanzado la resurrección. Y no la han alcanzado para utilidad tuya; a fin de que cuando te pongas delante de los ojos aquel atleta, te excites a seguirlo en su carrera. Ellos, con esa dilación, no sufren mal alguno; pero ella con esta ocasión te trae grandes utilidades. Ellos después tendrán la resurrección aunque ahora no la tengan. En cambio, si ya Dios nos los hubiera quitado de en medio, nos habría privado del gran consuelo y exhortación que para todos los hombres se obtiene del sepulcro de los santos.

Y esto que nosotros vamos diciendo, vosotros lo comprobáis con vuestro testimonio. Pues aunque mucho y muchas veces os hemos amenazado, halagado, aterrorizado y exhortado, con todo no os sentíais tan dispuestos para la oración y tan prontos. En cambio ahora que habéis venido a la iglesia para la festividad de los mártires, sin que nadie os lo aconsejara, sino solamente con la vista de los sepulcros de los santos, habéis derramado copiosas fuentes de lágrimas, y puestos en oración os encendisteis en un fervor no mediocre. Y con todo el mártir ¡yace ahí mudo y en sumo silencio! ¿Qué es, pues, lo que os punza en la conciencia y hace que broten, como de una fuente, los torrentes de lágrimas? Que con la mente consideráis a los mártires y traéis a la memoria las hazañas que llevaron a cabo. Porque del mismo modo que los pobres, cuando ven a otros ricos y puestos en dignidades y que el emperador los colma de honores y andan rodeados de guardias y en toda prosperidad, y por ahí conocen mejor su pobreza, entonces es cuando la lloran, así nosotros, cuando recordamos cuánta confianza tienen los mártires delante de Dios, Rey del universo, y con cuánto esplendor y gloria fulguran, y luego vienen a nuestra memoria nuestros propios pecados, porque penetramos mejor por las riquezas de ellos lo que es la penuria nuestra, nos dolemos, nos angustiamos, comprendemos en cuán grande manera nos superan, y esto es lo que finalmente nos hace derramar lágrimas.

Por esto nos dejó Dios aquí sus cuerpos. Para que si alguna vez la multitud de los negocios y la turba de los pensamientos seculares, arrojan sobre nuestra mente una densa oscuridad, tal como suele brotar y ponernos excesivos impedimentos, ya por los domésticos asuntos, ya por los públicos, entonces, habiendo abandonado la ciudad y despedido semejantes alborotos, nos recojamos a la iglesia de los mártires y gocemos ahí de aquellas auras tibias espirituales, y nos olvidemos de la multitud de ocupaciones y nos deleitemos en paz y nos entretengamos con los santos y roguemos por nuestra salvación al que preside y premia a los mártires en sus combates; y así, tras de echar a un lado el peso de nuestra conciencia mediante el auxilio de todos ellos, regresemos a nuestros hogares con el ánimo colmado de deleites, ya que los sepulcros de los mártires no son otra cosa que puertos seguros, fuentes de aguas espirituales, tesoros de invioladas riquezas que jamás se agotan.

Y así como los puertos reciben inmensa cantidad de naves acometidas por las olas y a todas les dan seguridad, del mismo modo las urnas de los mártires, cuando reciben nuestras almas acometidas por las olas de los negocios seculares, les ofrecen grande seguridad y tranquilidad. Y como las frescas fuentes con sus aguas recrean los cuerpos fatigados y deshechos por los trabajos y por el calor, así estos sepulcros, a las almas inflamadas en afectos depravados les dan refrigerio, y con sólo su aspecto apagan y extinguen la vergonzosa concupiscencia, la envidia que derrite, la ira que inflama y cualquiera otra pasión que nos cause una semejante molestia.

Pero los tesoros son aún mayores con mucho. Porque los tesoros que consisten en riquezas crean a quienes los poseen innumerables peligros; y si se dividen en porciones, se aminoran con la división. En cambio aquí nada de eso sucede; sino que al contrario, el tesoro no tiene peligros y dividido no se disminuye, sino que es del todo diverso de las riquezas sensibles. Porque éstas, como antes dije, si se dividen en partes, se aminoran; mientras que las otras, cuando se reparten entre muchos entonces es cuando mejor muestran su abundancia. No así deleitan los prados con sus violetas y sus rosas a los que los miran, como los sepulcros de los mártires al ofrecer un gozo que jamás se marchita ni se acaba, a las almas de quienes los contemplan.

¡Abracemos, pues, con fe aquellos sepulcros; inflamemos nuestra mente; lancemos nuestros gemidos! ¡Muchos delitos hemos cometido y grandes son nuestros pecados; por esto necesitamos de abundante medicina y de confesión diligente! Los mártires derramaron su sangre, tú derrama las lágrimas de tus ojos. Pueden también las lágrimas apagar el fuego del horno de los pecados. ¡Los costados de aquéllos fueron desgarrados y ellos veían en torno a sus verdugos que los rodeaban; haz tú lo mismo enfrente de tu conciencia y coloca a la razón como juez incorruptible en el solio de tu pensamiento y trae ahí al medio todo cuanto has cometido! ¡Lanza sobre tus pecados severas y terribles consideraciones! ¡castiga los movimientos obscenos de tu alma, de los que han nacido tus pecados! ¡atorméntalos con diligencia y acerbamente! Si de esta manera cuidamos de juzgarnos a nosotros mismos, evitaremos aquel tremendo tribunal.

Porque el que ahora se constituye juez de sí mismo y con diligencia se pide cuenta de sus propios pecados, no tendrá que sufrir el juicio futuro. Oye a Pablo: ¡Porque si nos juzgáramos a nosotros mismos, dice, no seríamos juzgados por Dios! (5) Y reprendiendo a quienes indignamente participan de los misterios divinos, decía: ¡El que come y bebe indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor! (6) Y el sentido de sus palabras es éste: así como aquellos que crucificaron al Señor, así serán castigados los que indignamente participan de los misterios. Y nadie vaya a condenar de severo mi discurso. Porque púrpura regia es el cuerpo del Señor. Pero tanto el que dilacerare la púrpura regia como el que la manchare con sus manos inmundas, igualmente la habrán injuriado; por lo cual, con igual suplicio serán castigados. Y del mismo modo sucederá con el cuerpo del Señor.

Los judíos lo rompieron con clavos en la cruz y tú lo desgarras cuando lo recibes viviendo en pecado y con lengua inmunda y pensamiento impuro. Por lo cual dijo Pablo que les amenazaba igual suplicio; y así añadió: ¡Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles y duermen muchos! (7) Y luego, para demostrar que quienes se exigen a sí mismos razón de sus pecados en esta vida y ejercen juicio contra sus propios delitos y ya no reinciden en ellos, fácilmente pueden evadir la futura sentencia, terrible e ineludible, añadió: ¡Porque si nos juzgáramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados de Dios! ¡Pero juzgados por el Señor somos corregidos para no ser condenados con este mundo!

Atormentemos, pues, nuestras mentes, castiguemos los pensamientos lascivos, limpiemos con nuestras lágrimas nuestras manchas. Grande es el fruto de este llanto, grande su auxilio y su consuelo. Porque así como a risas y deleites les amenaza un grave suplicio, así el llanto perpetuo acusa un grande consuelo. Puesto que ¡Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados! ¡Ay de aquellos que ríen; porque habrán de llorar! Y por esto Pablo, aunque no tenía conciencia de ningún pecado, pasaba su tiempo entre lágrimas y llantos. ¿Quién afirma esto? ¡El mismo bienaventurado varón!: ¡Por todo un trienio, dice, día y noche no cesé amonestando con lágrimas a cada uno de vosotros! (8)

Lloró él durante un trienio, nosotros lloremos siquiera por un mes; él noche y día y esto por los pecados ajenos, nosotros lloremos por los propios; él sin tener conciencia de nada malo, nosotros a lo menos para aliviar el peso que nos oprime de la conciencia. Mas ¿por qué llora? ¿por qué no se ciñe a enseñar y amonestar sino que añade las lágrimas? A la manera de un padre amante que tiene a un hijo único enfermo y que no admite las medicinas sino que las rechaza, pero él, sentado junto al lecho lo acaricia, lo besa, lo abraza y con todo género de dulzuras intenta doblegarlo y persuadirlo a que quiera apartar de sí la enfermedad mediante los remedios que la medicina le ofrece, así Pablo a todos los fieles dispersos por todo el orbe de la tierra los abraza como a un hijo único con amor; y como viera a muchos caídos en pecado y atacados por la enfermedad incurable del alma, y que no admitían la medicina de la reprensión y del castigo, sino que la rechazaban y se apartaban violentamente de ella, con lágrimas los detenía; a fin de que al verlo así llorando y gimiendo, conmovidos con sola su presencia, recibieran la medicina, y habiendo echado fuera la enfermedad recobraran su antigua salud. Por esto amonestaba siempre con lágrimas.

Pues si Pablo tanto cuidado pone en los pecados ajenos ¿con cuánta aplicación del alma es razonable que nosotros nos ocupemos de enmendar los nuestros? Es muy grande la fuerza de la tristeza cuando es según Dios, y mucho aprovecha. Isaías, como quisiera exponernos esto, decía: ¡Por su iniquidad yo un poco lo herí en mi ira! (9) No dice yo lo castigué conforme a lo que pedían sus delitos. Porque Dios en premiar las buenas obras ciertamente se excede en la medida; pero cuando ha de castigar los pecados, a causa de su inmensa benignidad, castiga con suplicio pequeño. Y en ese sitio de Isaías, para indicar esto, añadió: ¡Por su iniquidad un poco yo lo herí en mi ira! ¡Y vi que se había contristado y anduvo pesaroso y yo enderecé sus caminos! (10)

¿Ves cómo es grande y prontísima la utilidad de la penitencia? Como poco antes lo castigara por sus pecados, pero luego lo viera triste y pesaroso, aun aquella pequeña pena se la perdonó. ¡Tan pronto y preparado se halla Dios a reconciliarse con nosotros y anda en busca de siquiera una pequeña ocasión! ¡Démosle, pues, ocasión de amarnos y esforcémonos en conservarnos libres de pecado! Pero, si en alguna ocasión fuéremos vencidos, levantémonos pronto y lloremos con vehemencia nuestro pecado a fin de que alcancemos el gozo que es según Dios. Puesto que si Dios, al otro, porque andaba triste y pesaroso, le reconcilió enseguida consigo, a quien añade lágrimas y le invoca con grande esfuerzo de su alma ¿qué no le concederá?

¡Conozco que al presente vuestro corazón se ha inflamado! Pero, a fin de que una vez fuera de este recinto ese fervor no se enfríe, sino más bien lo guardemos dentro de nosotros, hagamos lo siguiente. Fértil es el campo de vuestra mente, apenas recibió la semilla y ya produjo frutos y espigas, sin necesitar de lo que dilatan las estaciones del año. Pero yo temo a vuestro enemigo. Ahí fuera de la iglesia está el demonio, porque ciertamente al interior de esta reunión no se atreve a entrar, ya que en donde se encuentra la grey de Cristo ahí el lobo no se presenta; sino que permanece allá fuera, porque teme al Pastor. Así pues, una vez salidos de aquí no nos entreguemos a reuniones intempestivas, ni a ociosas conversaciones, ni a ocupaciones inútiles. Sino que, mientras aún está en vigor y fresca la memoría de las cosas que aquí se han dicho, apresurémonos a nuestros hogares; y cada uno, sentado al lado de su mujer y de sus hijos, medite cuidadosamente lo que oyó. Y si acaso no queréis volver al hogar, reunid a vuestros amigos, y sentaos en privado con ellos, y hacedlos participantes de las cosas que oísteis. Y cada cual, declarando lo que pudo retener de memoria, instituya una lección de sacra doctrina, a fin de que no parezca que inútilmente habéis participado de esta reunión.

Lámparas son los mandatos de Dios. Puesto que dice la Sagrada Escritura: Porque antorcha es el mandamiento, y luz la disciplina y camino de vida la corrección. (11) Pero quien enciende su lámpara no va a sentarse en la plaza, sino que se apresura a entrar en su hogar a fin de que el fuego no se le apague con el soplo de los vientos, ni por el largo tardar se le consuma la llama. Pues hagamos así nosotros. El Espíritu Santo enciende para nosotros la luz de su doctrina. Salidos de aquí y llenos de las cosas que hemos oído, si acaso vemos que nos sale al paso algún amigo o pariente o doméstico u otro cualquiera, pasémoslo de largo; no sea que si nos ponemos a platicar con él de cosas inútiles y superfluas, entre tanto se nos extinga el fuego de la doctrina. Procuremos más bien que esté en todo su esplendor en el hogar, y encendido en lo más alto de la mente, como en un candil, para que ilumine todo lo que en la casa hay.

Porque es cosa absurda que no podamos soportar que en la tarde no haya en toda la casa una lámpara ni una lumbre; y en cambio veamos tranquilos el alma sin doctrina. De aquí provienen muchos pecados: de que no encendemos velozmente la lámpara del alma. De aquí nace el que cada día caigamos. De aquí se origina el que recojamos con la mente muchas cosas, pero al acaso y de pasada; de modo que una vez oída la lectura de la palabra divina, antes de que pongamos los pies fuera del vestíbulo de la iglesia, al punto la echamos de nosotros; y así, apagada la luz, caminamos en tinieblas. Si acaso esto nos ha acontecido anteriormente, que ya no nos suceda en adelante; sino que tengamos constantemente encendida en la mente la lámpara; y más bien procuremos adornar el alma que no el hogar. Porque éste aquí se queda, pero el alma va con nosotros a la otra vida. Por eso debemos poner más cuidado en ella.

Pero hay algunos tan necios que adornan sus casas con dorados artesones, y en el piso ponen variados mosaicos, y añaden pinturas de flores y el esplendor de las columnas y otras muchas cosas; y en cambio al alma la abandonan en un estado peor que el de una hospedería deshabitada y llena de lodo, humo y mucho mal olor, y en fin totalmente abandonada. Y todo esto sucede porque la lámpara de la doctrina no permanece constantemente encendida. Por esto mismo desechamos lo que es fructuoso y en cambio nos ocupamos diligentemente de lo que no es de ningún valor. Y lo digo no únicamente para los ricos, sino también para los pobres. Porque éstos muchas veces adornan según sus posibilidades sus casas y en cambio dejan su alma abandonada y descuidada. Por esto, dirijo mi enseñanza a unos y a otros, y los exhorto a que, habiendo hecho a un lado los negocios de este mundo, pongamos todo nuestro empeño en el cuidado fructuoso de las cosas espirituales.

Observe el pobre a la viuda que depositó sus dos óbolos, y no crea que la pobreza es un impedimento para negociar con la limosna y la bondad. Y el rico piense en Job, y así como Job poseía todos sus bienes no para sí sino para los pobres, así hágalo él también. Porque por esto Job llevó en paciencia el verse privado de ellos; pues antes de que en la realidad fuera despojado por el demonio, había meditado ya el enajenamiento de ellos. Tú, pues, desprecia las riquezas presentes con el fin de que cuando quizá te fueren quitadas, no te dejes vencer por el dolor. Mientras las tienes ocúpalas en cosas útiles, para que cuando te fueren arrebatadas, obtengas de ellas un doble fruto: el del premio que te está preparado por haberlas empleado útilmente y el de la paciencia y moderación cristianas, conseguidas mediante el desprecio de ellas: virtudes que te serán muy necesarias cuando esos bienes te fueren quitados.

Por esto las riquezas han recibido el nombre de cosas usuales; (12) para que las empleemos como conviene y no las enterremos. Se llaman también posesiones para que nosotros las poseamos y no ellas nos posean a nosotros. ¿Señor eres de muchas riquezas? ¡no te coloques bajo el dominio de lo que el Señor puso bajo tu señorío! Y no estarás tú al servicio de ellas si las empleas como se debe y no las entierras. (13) ¡Nada hay tan deslizable como las riquezas, nada tan mudable como los bienes! Siendo pues tan inestable su posesión, y volando de nuestras manos con mayor velocidad que una ave cualquiera, y huyendo de nosotros más desagradecidamente que cualquier esclavo fugitivo, empleémoslas como conviene, mientras somos sus dueños, para poder obtener mediante esos dineros inestables, los bienes permanentes. Poseeremos así acá un tesoro que está depositado en el cielo. Tesoro que a todos ojalá nos acontezca gozar por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por quien y con el cual sea la gloria al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


(1) .

(2) Ps 17,11.

(3) Da 3,55.

(4) Como indicamos en la Introd. Gen., n. 1, la campiña en torno de Antioquía estaba poblada principalmente de sirios que hablaban su propio idioma.

(5) 1Co 11,31.

(6) Ibid.

(7) Ibid.

(8) (He 20,31).

(9) Is 57,17.

(10) Is 57,18. El hebreo dice: "Sus caminos los conozco yo y lo sanaré…"

(11) Pr 6,23.

(12) En griego la palabra XBVt1"- ° riqueza propiamente significa lo que se usa, se ocupa actualmente o se trae entre manos.

(13) Como se ve juega el santo con las dos palabras xeVfa Y xarógvrra) que se refiere a la riqueza enterrada; como lo hace luego con el verbo xráofcai y xzrj/¿a: adquirir, posesión.



Homilias Crisostomo 2 30