Crisostomo Ev. Juan 8

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HOMILÍA VIII (VII)

Existía la Luz Verdadera, la que viniendo al mundo, ilumina a todos los hombres (Jn 1,9).

NADA IMPIDE que también hoy consideremos las mismas palabras, pues anteriormente la exposición del dogma no permitió que explicáramos todo lo que se había leído. ¿Dónde están los que afirman que el Verbo no es Dios? Porque el Verbo aquí se llama luz verdadera; y en otra parte la verdad misma, la vida misma. Pero esto lo examinaremos cuando lleguemos a ese texto más claramente. Por el momento es necesario recordarlo a vuestra caridad. Si ilumina a todo hombre que viene a este mundo ¿cómo hay tantos que no son iluminados? Porque no todos conocen y honran a Cristo. Entonces ¿cómo ilumina a todos los hombres? Los ilumina en cuanto está de su parte. Pero si algunos, cerrando voluntariamente los ojos de su entendimiento, se niegan a recibir los rayos de esta luz, no permanecen en tinieblas por la naturaleza de la luz sino por la perversidad de quienes voluntariamente se privan de este don. La gracia se ha derramado para todos. No aparta de sí ni al judío ni al griego, ni al bárbaro ni al escita, ni al libre ni al esclavo, ni al nombre ni a la mujer, ni al anciano ni al joven; sino que a todos los recibe igualmente y los llama a los mismos honores. Pero los que no quieren disfrutar de semejante don, conviene que a sí mismos se culpen de semejante ceguedad. Los que, estando patente la entrada para todos y para nadie cerrada, por voluntaria maldad permanecen fuera, únicamente por defecto propio perecen.

En el mundo estaba, pero no como coetáneo con el mundo ¡lejos tal cosa! Por eso añadió el evangelista: Y el mundo por El llegó a existir. De modo que nuevamente por aquí te eleva hasta la existencia, antes de todos los siglos, del Unigénito. Quien ha oído que este universo es obra del Verbo, aunque del todo sea obtuso de entendimiento, aunque sea en absoluto enemigo y contrario a la gloria de Dios, sin embargo, quiéralo o no, se verá obligado a confesar que el Hacedor es anterior a su obra.

Por tal motivo continuamente nos admiramos de la locura de Pablo de Samosata y de cómo pudo oponerse a tan manifiesta verdad y voluntariamente lanzarse al precipicio. Pues erró no por ignorancia sino conociendo la verdad; no de otro modo de como lo hicieron los judíos. Pues así como ellos, por halagar a los hombres, traicionaron la recta fe, sabiendo que Cristo era el Unigénito de Dios, pero no queriendo confesarlo por miedo de sus príncipes, para no ser expulsados de las sinagogas, así aquel Pablo, por agradar a cierta mujer, traicionó su salvación, según se dice. Pesada es, por cierto, pesada es la tiranía de la vanagloria y tal que puede cegar aun a entendimientos sabios si no están vigilantes. Pueden hacerlo los regalos y dones, pero mucho más esa pasión, porque es mucho más violenta. Por tal motivo decía Cristo a los judíos: ¿Cómo podéis creer vosotros que captáis la gloria unos de otros y renunciáis a la gloria que viene del único Dios?

Y el mundo no lo conoció. Llama aquí mundo a la multitud corrompida, anhelante de las cosas terrenas, turba, vulgo y pueblo necio. Pues los amigos de Dios y todos los admirables varones antiguos, aun antes de la Encarnación, ya lo conocían. Por tal motivo decía Cristo a los judíos: Abrahán vuestro Padre se enardeció por ver mi día. Y lo vio. Y se gozó. Y refutándolos les dijo: Entonces ¿cómo es que David, inspirado por el Espíritu Santo, lo llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra? Y con frecuencia, haciéndoles frente, les recuerda a Moisés; y el apóstol Pablo, a los demás profetas. Porque todos los profetas, desde Samuel, lo conocieron y profetizaron de antemano su venida. Como lo dice Pedro con estas palabras: Así también todos los profetas desde Samuel y los que en pos de él vinieron, todos en su mensaje anunciaron también estos tiempos.

Por otra parte, Jacob lo vio y El le habló, lo mismo que su padre y su abuelo; y a todos ellos les prometió que les daría grandes dones, como en efecto lo llevó a cabo. Preguntarás: entonces ¿cómo El mismo dijo: Muchos profetas quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron? ¿Por ventura no participaron de ese conocimiento? Participaron, por cierto; y por este mismo texto, por el que algunos los creen privados del dicho conocimiento, procuraré demostrarlo. Porque dice: Muchos quisieron ver lo que veis. Vieron, pues, que vendría El a los hombres y dispondría una economía tal como en realidad la dispuso. Pues si no la hubieran conocido, tampoco habrían anhelado ver, porque nadie queda preso en el anhelo de lo que no conoce. De modo que sí conocieron al Hijo de Dios y supieron que vendría a los hombres.

Entonces ¿qué fue lo que no conocieron y qué lo que no oyeron? Lo que ahora vosotros veis y oís. Sí: ellos lo conocieron y lo vieron, pero no fue en su carne, ni conversando y conviviendo con los hombres en forma tan familiar. Significando esto mismo, no dijo Cristo simplemente: desearon verme, sino ¿qué?: Las cosas que vosotros veis. No dijo: Oírme, sino ¿qué?: Lo que vosotros oís. De modo que aún cuando los profetas no hayan contemplado su venida en carne, sin embargo conocieron que vendría Aquel a quien anhelaban ver y creían en El. Así que, cuando los gentiles nos acusen y digan: ¿Qué hacía Cristo en ese tiempo anterior, cuando aún no cuidaba del género humano? Y también: ¿Por qué vino en los últimos tiempos a cuidar de nuestra salvación que por tanto tiempo había descuidado?, les responderemos: El estuvo en el mundo aun antes de su advenimiento, y pensaba de antemano en las obras que iba a realizar; y se dio a conocer a cuantos eran dignos de conocerlo. Y si porque entonces no todos lo conocieron, sino solamente los virtuosos y buenos, decís que fue del todo desconocido, por esa misma razón tenéis que afirmar ahora que tampoco lo adoran en este tiempo los hombres, puesto que tampoco ahora todos lo conocen. Así como al presente no porque muchos lo ignoren negará alguien que muchos sí lo conocen, así tampoco se puede dudar de que en aquellos tiempos anteriores fue conocido de muchos: más aún, de todos aquellos virtuosos y admirables varones.

Y si alguno pregunta: entonces ¿por qué no todos aquellos creyeron en El, ni todos lo adoraron, sino solamente los varones justos?, yo a mi vez le preguntaré: ¿Por qué ahora todavía muchos no lo conocen? Mas ¿para qué referirme a Cristo? ¿Por qué al Padre mismo ni entonces ni ahora lo conocen muchos? Puesto que unos aseveran que todo sucede al acaso; otros atribuyen la providencia sobre las cosas del mundo al demonio; y aun otros, aparte de este Dios, se figuran otro; y de entre estos últimos los hay que blasfeman y ponen un Poder contrario a Dios y creen que las leyes divinas provienen de un Genio malo. ¿Diremos por eso que Dios no existe, movidos por lo que tales hombres andan diciendo? ¿Diremos que Dios es perverso por el hecho de que algunos impíamente lo sostienen? ¡Lejos de nosotros tal cosa! ¡lejos semejante necedad y extrema locura!

Si hubiéramos de establecer los dogmas por el juicio de los locos, nada impediría que nosotros mismos cayéramos en horrendísimo extravío. Nadie asegurará que el sol por su naturaleza es dañoso a los ojos, por el hecho de que algunos estén enfermos de la vista: lo llamamos luminoso, siguiendo el juicio de quienes tienen sanos los ojos. Tampoco habrá ningún sano que afirme que la miel es amarga porque así les parezca a unos cuantos enfermos. Y respecto de Dios: ¿por la opinión de unos pocos enfermos aseverarán algunos que no existe o que es perverso o que a veces tiene providencia y a veces no la tiene? Pero ¿quién no los tendrá por locos? ¿quién no los tendrá por furiosos y enfermos de la mente en grado extremo?

El mundo no lo conoció, dirás. Pero ciertamente lo conocieron aquellos de quienes no era; digno el mundo. Al traer a la memoria a los que no lo conocieron, brevemente puso la causa de su ignorancia. Porque no dijo simplemente: Nadie lo conoció, sino: El mundo no lo conoció, o sea, los hombres que están adheridos únicamente a este mundo y no gustan sino de las cosas de este mundo, pues así suele llamarlos Cristo, como cuando dice: Padre Santo, el mundo no te ha conocido. De modo que el mundo no conoció, no únicamente al Hijo, sino tampoco a su Padre, como ya dijimos.

Es que nada oscurece y perturba la mente tanto como el ambicionar las cosas presentes. Sabiendo esto, apartaos del mundo, apartaos de las cosas de la carne en cuanto sea posible. El daño no recae en cosas de poca monta, sino en lo capital de todos los bienes. El hombre que excesivamente se apega a los bienes del siglo presente, no puede concebir correctamente las cosas celestiales, pues por necesidad quien a aquéllas se apega, pierde estas otras. Dice Cristo: No podéis servir a Dios y a las riquezas. De modo que necesariamente, si nos apegamos a uno aborrecemos al otro. Así lo proclama la experiencia de las cosas. Los que se burlan de la ambición de riquezas son los que sobre todo aman a Dios como conviene; así como aquellos que ya desde el principio las admiran son los que más tibiamente aman a Dios. Una vez cautiva del amor a las riquezas, no se abstendrá el alma fácilmente de procederes que a Dios irritan en sus obras y en sus palabras, pues se ha entregado al servicio de un señor que en todo ordena lo contrario de lo que Dios manda.

¡Vigilad! ¡vivid despiertos! Y pensando de qué Señor somos siervos, amemos únicamente su reino, lloremos y deploremos el tiempo pasado en que hemos servido a las riquezas; y echemos de nosotros, de una vez por todas, ese yugo, pesado e intolerable, y llevemos perseverantes el suave y ligero yugo de Cristo: ¡no manda El cosas como las que ordenan las riquezas! Estas nos ordenan ser enemigos de todos: y Cristo, al contrario, amar a todos y en caridad abrazarlos. Las riquezas nos enclavan en trabajos de lodo y ladrillos, es decir en el oro; y no nos permiten descansar ni aun durante la noche. Cristo nos libra de semejantes cuidados vanos y superfluos, y nos manda atesorar en el cielo, no mediante injusticias cometidas contra otros, sino mediante la propia justicia. Tras de afligirnos con incontables trabajos y sudores, no podrá la riqueza auxiliarnos cuando seamos condenados al extremo castigo, y por haber seguido sus leyes sufriremos males. Ella enciende las llamas. Cristo, en cambio, si ordena que demos un vaso de agua fresca, no permite que esta pequeña obra quede sin premio, sino que nos dará abundante recompensa.

¿No será, pues, el extremo de la locura abandonar una servidumbre tan suave y colmada de bienes, para servir a un tirano malagradecido que ni en esta vida ni en la otra puede ayudar en nada a quienes lo obedecen? Ni es este únicamente el daño y mal, el que no salve a los que sean condenados al suplicio, sino además el que a sus seguidores los colma de males infinitos. Porque muchísimos de los que en la gehenna son atormentados, podemos ver que han sido condenados al castigo por haber servido a las riquezas y haberse encariñado con el oro y no haber hecho limosna a los necesitados.

Para que nosotros no suframos cosas semejantes, repartamos y demos a los pobres y salvemos nuestras almas de los cuidados de este siglo y juntamente del castigo que en lo futuro nos está preparado. Coloquemos nuestra justicia en los Cielos; y en lugar de las opulencias terrenales reunamos tesoros que no pueden consumirse: tesoros que pueden ir con nosotros al Cielo, tesoros que cuando nos encontremos en peligro podrán patrocinarnos y hacernos propicio al Juez eterno. Ojalá tengámoslo propicio ahora y en aquel día. Así disfrutaremos con plena seguridad de los bienes que en el Cielo están preparados para quienes aman a Dios como debe ser amado, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

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HOMILÍA IX (VIII)

A los suyos vino, y su propio pueblo no lo acogió (Jn 1,11).

Si RETENÉIS en la memoria lo dicho anteriormente, con mayor presteza proseguiremos, pues vemos que está a punto un fruto muy grande. Si os acordáis de lo ya dicho, os será más fácil comprender nuestro discurso; y tampoco será excesivo nuestro trabajo, pues vosotros, por el anhelo de más profundos conocimientos, comprenderéis lo demás. El que continuamente echa en olvido lo que se le ha enseñado, necesita también continuamente de maestro y nunca llegará a saber algo; pero el que conserva la enseñanza recibida y va luego añadiendo lo que nuevamente se le da, muy pronto de discípulo pasará a ser maestro, y será útil no sólo para sí mismo, sino también para otros. Yo espero que así suceda con mi discurso ahora; y lo conjeturo por el gran empeño vuestro en escuchar. ¡Ea, pues! echemos en vuestras almas como en seguro depósito la plata del Señor; y expliquemos, en cuanto la gracia del Espíritu Santo nos preste su auxilio, lo que hoy se nos ha propuesto.

Había dicho el evangelista: El mundo no lo conoció, refiriéndose a los tiempos antiguos. Pero luego viene a los tiempos en que Cristo predicaba, y dice: A los suyos vino, y su propio pueblo no lo acogió. Llama suyos a los judíos y pueblo especialmente suyo, o también a todos los hombres que son creaturas suyas. Y así como antes, estupefacto ante la locura de muchos, y como avergonzado de la humana naturaleza, decía: que el mundo por el Creador puesto en existencia no lo conoció, así ahora, molesto por las ingratitudes de los judíos y de muchos hombres, pasa a una más grave acusación, y dice: Y su propio pueblo no lo acogió, a pesar de haber venido El a ellos. Pero no solamente Juan sino también los profetas con admiración dijeron lo mismo. Y también Pablo se extrañó de semejante cosa.

Los profetas, en persona de Cristo, clamaron y dijeron: El pueblo que Yo no conocía, me sirve; con sólo oírme me obedeció. Los hijos extranjeros me engañaron, se afirmaron en su posición y erraron en sus caminos. Y también: Lo verán aquellos a quienes no se les ha hablado de El; y los que no oyeron, entenderán. Además: He sido encontrado por los que no me buscaban, y claramente me mostré a quienes de Mí no preguntaban. Y Pablo, escribiendo a los romanos, les decía: En conclusión ¿qué? Israel no ha alcanzado lo que buscaba. Lo alcanzó, sí, el resto elegido. Y escribiendo a los mismos romanos, dice: ¿Qué diremos en conclusión? Que los gentiles, que no iban en busca de la justicia, alcanzaron la justicia. Pero Israel, que iba en busca de la ley de justicia, no alcanzó esta ley.

Cosa admirable es que los que fueron educados en los libros de los profetas y que cada día escuchan a Moisés -quien profetiza innumerables cosas acerca de Cristo-, lo mismo que a los profetas subsiguientes y a Cristo que cada día obra milagros y que sólo con ellos convive y no permite a sus discípulos entrar a los gentiles, ni ir a las ciudades de los samaritanos, como tampoco El iba, sino que con frecuencia decía no haber sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel, a pesar de tantos milagros hechos en su favor y escuchando ellos continuamente a Cristo, que los amonestaba, se mostraron tan ciegos y sordos, que ni uno solo pudo ser inducido a creer en Cristo.

En cambio los gentiles nada de eso habían alcanzado y ni en sueños habían oído las palabras divinas, sino que andaban ocupados en fábulas de locos -así me place llamar a la sabiduría pagana-, y en tratar de los delirios de sus poetas, y estaban apegados a los ídolos de madera y piedra, y nada sabían de sano ni útil ni en las doctrinas ni en las costumbres, pues su vida era más impura y más criminal que sus doctrinas. ¿Ni qué otra cosa podía esperarse cuando ellos veían a sus dioses entregarse al placer de todos los pecados, y que se les adoraba con palabras obscenas y prácticas más obscenas aún? Y todo eso era para ellos días de fiesta y de honores. Además, tales dioses eran honrados con asesinatos y muertes de niños; y en todo imitaban ellos a sus dioses. Y sin embargo, sumidos así en el abismo de la perversidad, repentinamente, como levantados mediante algún mecanismo, se nos presentan en las alturas mismas del Cielo.

¿Por dónde y cómo sucedió esto? Oye a Pablo que lo cuenta. Este varón bienaventurado, examinando diligentemente el caso, no cesó hasta dar con la causa, para manifestarla a todos. ¿Cuál es ella y por dónde les vino semejante ceguera? Escucha al varón a quien se le confió el ministerio de los gentiles. ¿Qué es lo que dice, tratando de acabar con la duda de muchos?: Ignorando la justicia de Dios y empeñándose en afirmar la propia, no se rindieron a la justicia de Dios. Ese fue el motivo. Y luego el mismo Pablo, explicándolo de otra manera, dice: ¿Qué diremos en conclusión? Que los gentiles que no iban en busca de la justicia alcanzaron la justicia, a saber: la justicia de la fe. Pero Israel, que iba en busca de una ley de justicia, no alcanzó esta ley. ¿Por qué? Porque no la quiso nacida de la fe, sino cual si fuera fruto de las obras. Se estrellaron contra la piedra de tropiezo

Es decir que la causa de su daño estuvo en la incredulidad; y la incredulidad fue engendrada por la arrogancia. Como anteriormente poseían más que los gentiles, pues habían recibido la ley, y conocían a Dios y las otras cosas que Pablo enumera, y luego vieron que los gentiles eran llamados por la fe a un honor igual al de ellos; y que tras de recibir la fe, ya el circuncidado nada poseía de más que el que llegaba de entre los gentiles, por envidia y arrogancia decayeron y no soportaron una tan inefable y tan inmensa benignidad del Señor: cosa que les vino, no de otra parte, sino de su arrogancia, perversidad y odio.

¿Qué daño, oh necios en grado sumo, os trae semejante providencia de Dios, abundantemente difundida entre otros? ¿Acaso los bienes vuestros se disminuirían por el consorcio con los gentiles? Eso es simplemente ciega maldad que no alcanza a percibir qué sea lo que conviene. Pereciendo de envidia por encontrarse con compañeros de la misma libertad, contra sí mismos empujaron la espada y se colocaron fuera del campo de la divina benignidad. Es lógico. Pues dice la Escritura: ¡Amigo! no te hago injuria: quiero dar a éstos tanto como a él. Pero a la verdad, ni siquiera son dignos de semejante respuesta. Aquellos obreros contratados, aunque se molestaban, pero podían alegar el trabajo del día íntegro, las dificultades, el calor, los sudores; pero estos otros ¿qué podían decir? ¡Nada de eso! Solamente desidia, intemperancia y vicios sin cuento, que los profetas todos les echaban en cara acusándolos continuamente: vicios con que ellos ofendieron a Dios lo mismo que los gentiles.

Así lo declaró Pablo al decir: Porque no hay distinción (entre judíos y griegos) pues todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios. Justificados gratuitamente por la gracia. Materia es esta que útil y muy prudentemente trata el apóstol en esa carta suya. Pero antes declara ser ellos dignos de mayor castigo, diciendo: Los que pecaron teniendo la ley, por la ley serán condenados es decir, más gravemente, pues tendrán como acusadores, además de la ley natural, también a la escrita. Y no sólo por eso, sino porque fueron causa de que los gentiles blasfemaran de Dios. Pues dice: Por causa vuestra se blasfema mi nombre entre la gente.

Esto sobre todo les escocía, y a los de la circuncisión que habían creído les parecía cosa extraña; de modo que a Pedro, cuando regresó de Cesárea, lo acusaron de haber entrado en casa de hombres no circuncidados y de haber comido con ellos; y aun habiendo ya entendido la economía de la redención, aún se admiraban de que el Espíritu Santo se hubiera difundido entre los gentiles; y daban a entender, por su estupor, que jamás habían ellos esperado que aconteciera cosa tan fuera de expectación. Como esto supiera Pedro, y que lo llevaban muy a mal, puso todos los medios para reprimirles la hinchazón y sacarlos de su arrogancia.

Advierte en qué forma procede. Tras de haber hablado de los gentiles y haberles demostrado que no tenían defensa alguna ni esperanza de salvación, y de haberlos acusado acremente de pervertir la doctrina y de vivir perversamente, se vuelve a los judíos, y les recuerda cuanto los profetas habían dicho de ellos: que eran perversos, engañadores, astutos, inútiles todos, y que no había entre ellos ninguno que buscara a Dios, sino que todos habían equivocado el camino, y otras cosas por el estilo, y finalmente añadió: Bien sabemos que cuanto dice la ley, a los que están bajo la ley lo dice. Para que toda boca enmudezca y todo el mundo se confiese reo ante Dios. Ya que todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios.

Entonces ¿por qué te ensoberbeces, oh judío? ¿por qué te enalteces? También tu boca ha quedado cerrada y se te ha quitado el motivo de confianza; y lo mismo que todo el mundo, quedas constituido reo, y al igual que los demás necesitas justificarte por la gracia. Convenía, aun en el caso de que hubieras vivido correctamente y hubieras tenido gran entrada con Dios, no envidiar a los gentiles que por misericordia y bondad de Dios habían de alcanzar la salud. Es el colmo de la maldad llevar a mal los bienes ajenos, sobre todo cuando éstos se realizan sin daño tuyo. Si la salvación de otros destruyera tus bienes, justamente te habrías dolido de ello; aun cuando tal cosa no les acontece a quienes han aprendido a ejercitar la virtud. Pero si el castigo ajeno en nada aumenta tu recompensa, ni la felicidad ajena para nada la disminuye ¿por qué te dueles de que a otros gratuitamente se les conceda el don de la salvación?

Lo conveniente era, pues, como ya dije, no entristecerte ni escocerte por la salvación derramada entre los gentiles, ni aun en el caso de que tú te hubieras portado correctamente. Pero siendo reo de los mismos pecados y habiendo ofendido a Dios, llevas muy a mal el bien de otros, y te ensoberbeces como si tú solo debieras participar de la gracia, y te haces digno de gravísimos castigos no solamente por la envidia y la arrogancia, sino también por tu excesiva locura: has injertado en ti la soberbia, causa de todos los males. Por tal motivo cierto sabio decía: El comienzo del pecado es la soberbia; es decir, su raíz, su fuente, su madre. Por ella cayó el primer hombre del estado de felicidad; por ella cayó el demonio, que lo engañó, de la sublime alteza de su dignidad.

Como el muy malvado conociera ser tal la naturaleza de ese pecado, que es capaz de echar del Cielo mismo, echó por este camino cuando procuró derribar a Adán del gran honor en que estaba. Lo hinchó y ensoberbeció con la esperanza de alcanzar a ser igual a Dios, y así lo derribó y lo precipitó a lo profundo del báratro y del Hades. Porque nada hay que tanto aparte de la bondad de Dios y entregue al suplicio de la gehenna de fuego como la tiranía de la soberbia. Si se apodera de nosotros, toda nuestra vida se hace impura, aun cuando ejercitemos la castidad, la virginidad, el ayuno, la oración, la limosna y todas las otras virtudes. Dice la Escritura: Inmundo es ante Dios todo soberbio.

En consecuencia, reprimamos la hinchazón del ánimo; echemos de nosotros la fastuosidad si queremos ser puros y librarnos del castigo que se preparó para el demonio. Que el arrogante será castigado con el mismo suplicio que el demonio, oye cómo lo dice Pablo: No neófito, para que no se ensoberbezca y caiga en juicio y en los lazos del demonio. ¿Qué significa: en juicio? En la misma condenación en el mismo suplicio. Y ¿cómo podrás evitar tamaño mal? Si consideras tu naturaleza, la multitud de tus pecados, la magnitud de los tormentos. Si piensas cuán pasajeras son las cosas de este mundo, aun las que parecen brillantísimas, y cuán fácilmente se marchitan, más que las flores de primavera.

Si tales pensamientos con frecuencia revolvemos en la mente, si recordamos a los que sobre todo florecieron en la virtud, no podrá el demonio con facilidad ensoberbecernos, por más que se empeñe, ni encontrará camino para vencernos. El Dios de los humildes, benigno y manso, nos dé un corazón contrito y humillado. Con esto podremos con facilidad proceder en lo demás a gloria del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

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HOMILÍA X (IX)

A los suyos vino, y su propio pueblo no lo acogió (Jn 1,11).

Dios, CARÍSIMOS, como clemente y benéfico que es, no deja cosa por hacer para que nosotros brillemos en la virtud, porque nos quiere perfectos y probados; y esto no por violencia y necesitados, sino por persuasión y voluntarios, a causa de sus beneficios; y así nos arrastra y nos lleva fuertemente hacia El. Tal es el motivo de que al venir El, unos lo recibieran y otros no. No quiere tener ningún siervo renuente y necesitado por la fuerza, sino que todos se acerquen a El gustosos y por el libre propósito de la voluntad, y así premiar tal servidumbre. Tienen los hombres necesidad de siervos, por lo cual, aun cuando éstos no quieran, se les sujeta a la ley de la esclavitud. Pero Dios, que de nada necesita ni está sujeto a las necesidades que oprimen al hombre, todo lo hace exclusivamente por nuestra salvación, y su servicio lo deja en manos de nuestro libre albedrío; y por lo mismo a quienes se rehúsan, no los obliga ni violenta.

Dirás que entonces: ¿por qué motivo castiga a quienes no quieren obedecerlo? ¿Por qué amenazó con la gehenna a quienes no cumplen sus mandamientos? Porque es bueno y cuida grandemente de nosotros, aun desobedeciéndolo nosotros. Más aún: aun huyendo y recalcitrando nosotros, El no se aparta. Y pues no quisimos entrar por el camino de los beneficios y no cedimos a sus favores y persuasiones, tomó el otro camino, que es el de los castigos y tormentos; camino amarguísimo, pero necesario. Rechazado el primero, no quedaba sino este segundo. También los legisladores decretan graves y grandes penas y castigos contra los que traspasan la ley. Pero no por eso los odiamos, sino que, al revés, más los honramos a causa del castigo establecido; y porque no teniendo ellos necesidad de cosa alguna de las nuestras y aun ignorando muchas veces quiénes serán ayudados por sus leyes, sin embargo se pusieron a vigilar en bien de nuestras vidas y el recto orden de la república, honrando a los virtuosos y reprimiendo mediante los castigos a los perversos y maleantes que perturban la paz de los otros. Pues si a ellos los admiramos y estimamos ¿acaso no es Dios más digno de admiración y de amor, por su gran cuidado del hombre? Inmensa es la diferencia que hay entre la providencia de los legisladores y la que Dios tiene de nosotros: las riquezas de la bondad de Dios son inefables y superan todo entendimiento.

Y en este punto, poned atención. Vino a los suyos, no porque El tuviera necesidad -pues, como ya dije, de nadie necesita-, sino para colmarnos de sus bienes. Pero ni aun así los de su pueblo, que le pertenecían, y viniendo El a lo que era suyo, y viniendo para utilidad de ellos, lo recibieron; y no se contentaron con no recibirlo, sino que lo rechazaron y lo arrojaron de la viña y le dieron muerte. Pero ni aun así los excluyó de poder arrepentirse, sino que les dio facultad para que si quisieran, tras de crimen tan grave, lavaran su pecado mediante la fe en El y se hicieran iguales a quienes no habían cometido aquel pecado, y fueran amicísimos suyos.

Y que yo no me expreso en esta forma por odio y sin motivo, lo testifican claramente todas las cosas que al bienaventurado Pablo le acontecieron. El persiguió a Cristo después de la muerte de Cristo. Pero, pues hizo penitencia y condenó sus antiguos errores y prontamente se acercó al mismo a quien había perseguido, al punto el mismo Cristo lo contó entre sus amigos, y por cierto entre los más allegados, y lo constituyó heraldo y pregonero suyo y doctor del universo todo: a él que había sido antes blasfemo y perseguidor e insultante, como el mismo Pablo, saltando de gozo por la benignidad de Dios para con él, lo testificó sin avergonzarse. Más aún: él mismo confesó y dejó escritos, como en una columna, en sus cartas, sus pecados anteriores.

Estimó ser preferible que toda su vida anterior quedara manifiesta delante de todos, con tal de que así brillara la magnitud del don de Dios, y no el encubrir la inefable benignidad divina, por no declarar sus propios yerros. Por esto con frecuencia recuerda las persecuciones, asechanzas, batallas contra la Iglesia por él suscitadas. Unas veces dice: No soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Otras exclama: Vino Jesús a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Y también: Vosotros sin duda habéis oído de mi conducta anterior en otro tiempo en el judaísmo, cómo desenfrenadamente perseguí a la Iglesia de Dios y la devastaba.

Es que quiere en cierto modo reparar y dar un pago a Cristo por la paciencia que con él tuvo, declarando qué salvación y en qué forma la concedió a su adversario y enemigo: por tal motivo libremente, y a voz de pregón, declara la guerra con que al principio ardorosamente a Cristo acometía. Por este camino dio buenas esperanzas a los que ya desesperaban. Pues dice que Cristo lo recibió, una vez que se hubo arrepentido, para manifestar desde luego en él toda su paciencia y las infinitas riquezas de su bondad, como un ejemplo para los que luego habían de creer en El para conseguir la vida eterna. Pues al fin y al cabo habían cometido pecados tan graves que no merecían perdón. Esto fue lo que declaró el evangelista al decir: Vino a los suyos; y su propio pueblo no lo acogió.

Pero ¿de dónde vino quien todo lo llena, quien en todas partes se halla presente? ¿qué lugar abandonó el que en su mano tiene y sustenta todas las cosas? Ningún lugar abandonó -¿ni cómo podía ser eso?-, sino que lo hizo con su descenso a nosotros. Puesto que estando en el mundo no parecía estar presente, porque aún no era conocido, pero luego se manifestó, una vez que, se hubo dignado revestirse de nuestra carne; a esta manifestación y abajamiento lo llama Juan venida. Y es cosa notable que el discípulo no se avergüence de esa injuria hecha al Maestro, sino que confiadamente la pone por escrito. Prueba es ésta no pequeña de cuánto ama la verdad. Se avergüenza de los injuriantes y no se avergüenza del injuriado. Por lo demás, el injuriado quedó por este camino más esclarecido, pues por medio de las injurias mostró tan gran providencia para con los injuriantes; y en cambio los injuriantes aparecieron delante de todos como ingratos y perversos, pues al que vino para traerles tan grandes bienes, lo echaron de sí como si fuera enemigo y adversario. Y no fue el único mal que sufrieron, sino además el no alcanzar los bienes que alcanzaron los que lo recibieron.

¿Qué bienes fueron ésos que alcanzaron? Mas a cuantos lo acogieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, dice el evangelista. Pero, oh bienaventurado Juan: ¿por qué no nos refieres el castigo de los que no lo recibieron? ¿Por qué solamente dices que ellos le pertenecían y eran su pueblo; y que viniendo él a su pueblo, ellos no lo recibieron? ¿Por qué no añadiste lo que por ese motivo tendrían que sufrir y qué género de castigo padecerían? Así los habrías aterrorizado mucho más y con semejante conminación habrías suavizado y quebrantado la arrogancia y dureza de su corazón. ¿Por qué, pues, lo callaste? Nos responde: pero ¿qué mayor suplicio puede haber que dándoles la potestad de hacerse hijos de Dios, no quererlo ellos y privarse voluntariamente de nobleza tan grande y de tan alto honor? Y no se les castigará con solo ese suplicio, de no recibir un bien tan grande, sino que luego les espera el fuego inextinguible, cosa que más tarde con mayor claridad les expuso el evangelista. Por de pronto refiere los bienes inefables que recibirán los que a El lo recibieron.

Esto es lo que declara con estas palabras: Mas a cuantos lo acogieron, les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios. Eran, dice, esclavos o libres, griegos o bárbaros, o escitas, ignorantes o sabios, varones o mujeres, niños o ancianos, nobles o plebeyos, ricos o pobres, príncipes o ciudadanos privados: a todos se les concedió el mismo honor. La fe y la gracia del Espíritu Santo, suprimiendo las desigualdades humanas, los igualó a todos y los distingue con un mismo carácter y sello regio. ¿Qué podrá igualar a semejante benignidad? El rey temporal, hecho de nuestro mismo barro, a consiervos suyos que participan de su misma naturaleza y con frecuencia son de mejores costumbres, no se digna inscribirlos en su ejército real si son esclavos; mientras que el Unigénito Hijo de Dios no se desdeña de inscribir en el número de sus hijos a publícanos, adivinos, esclavos y aun a gente de más baja clase social, y a muchos mutilados en su cuerpo y feamente manchados y defectuosos. Tan grande es el poder de Cristo, tanta la grandeza de su gracia. Como la naturaleza del fuego, si llega a tocar la arcilla la convierte en las minas en oro rápidamente, del mismo modo, y aun mucho mejor, el bautismo a quienes lava los vuelve oro de lodo que eran, porque el fuego del Espíritu Santo, en su ocasión, viniendo a nuestras almas y asentándose en ellas, suprime la imagen de tierra y confiere la celeste, nueva y brillante, que reluce como salida del crisol.

Mas ¿por qué no dijo: los hizo hijos de Dios, sino: Les dio potestad para llegar a ser hijos de Dios? Para declarar que necesitamos gran diligencia para conservar intacta y perpetuamente inmaculada la imagen de la adopción impresa en nosotros mediante el bautismo; y también que semejante potestad nadie puede arrebatárnosla, si de antemano nosotros no la arrojamos y perdemos. Si quienes han recibido de los hombres cierta autoridad la conservan solamente cuanto duran los que la confirieron, con mucha mayor razón nosotros, habiendo alcanzado de Dios honor tan grande, si no hacemos algo indigno de El, seremos los más poderosos de todos, puesto que quien tal honor nos confirió es el más excelente y grande de todos los seres.

Al mismo tiempo quiere manifestar el evangelista que la gracia no se infunde a cualquiera ni a la ventura, sino sólo en los que con serio propósito de su voluntad anhelan poseerla y ponen en ello su diligencia: en potestad de tales hombres está el hacerse hijos de Dios. Pues si no lo quieren, ese don no viene a ellos ni en ellos opera en modo alguno. De modo que en todas partes evita la violencia y exalta el libre albedrío de la voluntad. Aquí así lo ha afirmado. Porque en estos misterios, de Dios es el comunicar la gracia y del hombre el presentar la fe.

Y luego, en el tiempo subsiguiente, se necesita de gran diligencia. Porque para conservar la limpieza no basta con ser bautizado y creer, sino que, si queremos disfrutar perpetuamente de tan brillante don, es necesario llevar una vida digna de él.

Y esto quiso Dios que estuviera en nuestra mano. Por el bautismo se consigue que renazcamos con una mística generación y nos limpiemos de los pecados anteriormente cometidos; pero que después permanezcamos limpios y no admitamos ya mancha alguna, es lo que toca a nuestra diligencia, y lo podemos. Por tal motivo el evangelista hace referencia al modo de esta generación; y comparándola con el parto carnal, demuestra su excelencia con estas palabras: Cuya generación no es carnal ni fruto del instinto, ni de un plan humano, sino de Dios. Lo hace para que conociendo la bajeza del parto anterior, según la sangre y el instinto de la carne, y la alteza del segundo que es por la gracia, y su alta nobleza, concibamos por aquí la debida grande estima de semejante don y procedamos luego con mucha: diligencia en las obras.

Porque es muy de temer no sea que si manchamos esta preciosa vestidura, seamos excluidos del banquete y tálamo por nuestra desidia y pecados, como les sucedió a las vírgenes fatuas, y también al otro que entró sin la vestidura nupcial. Era éste uno de los comensales y había sido invitado. Pero porque después de serlo y de honor tan grande, injurió al invitante, escucha qué castigo sufrió tan mísero y digno de abundantes lágrimas. Admitido a una mesa tan espléndida y abundante, no sólo fue arrojado del banquete, sino echado a las tinieblas exteriores, atado de pies y manos; allá a donde el llanto es eterno y lo mismo el rechinar de dientes.

En consecuencia, carísimos, no pensemos que para la salvación nos basta con la fe. Si no llevamos una vida sin manchas, si nos acercamos envueltos en vestiduras indignas a esta bienaventurada vocación, nada impide que suframos el mismo castigo que aquel miserable. Porque es cosa absurda que cuando el que es Dios y Rey no se avergüenza de llamar a hombrecillos viles y de nada, sino que desde las encrucijadas los invita a su mesa, mostremos nosotros tan gran desidia que no mejoremos nuestras costumbres, ni aun después de tan alto honor; sino que, tras de ser llamados, perseveremos en la misma maldad y echemos por tierra la inefable bondad del que nos ha llamado.

No nos ha llamado a esta terrible espiritual participación de los misterios para que nos presentemos con la misma anterior perversidad, sino para que, rechazada semejante torpeza y fealdad, nos revistamos de otras vestiduras convenientes a quienes han sido invitados al regio banquete. Si no queremos proceder dignamente conforme a semejante vocación, no se ha de imputar eso a quien así nos ha honrado, sino a nosotros mismos. Porque no nos habrá excluido del conjunto admirable de comensales El, sino que nosotros mismos nos habremos excluido. El puso lo que de su parte estaba: celebró las bodas, preparó la mesa, envió quienes convidaran, recibió a los que llegaban, los colmó de honores; y en cambio nosotros, haciendo injuria a El, a los comensales, a las bodas, al presentarnos con los vestidos sórdidos o sea con nuestras malas obras, con todo derecho somos excluidos.

Procediendo El en esa forma, honra las bodas y a los invitados con arrojar fuera a semejantes desvergonzados petulantes. Si así vestidos los soportara en la mesa, parecería esto una injuria hecha a los demás. Haga el Señor nuestro que ni nosotros ni nadie haga experiencia de despreciar así tal llamamiento. Todo eso fue puesto por escrito antes de que sucediera para que, mejorados nosotros mediante esas amenazas de las Sagradas Escrituras, jamás incurramos en tan tremenda ignominia ni en castigo tan grave, sino solamente lo oigamos. De manera que cada cual, adornado de espléndidas vestiduras, marche al Cielo a donde hemos sido llamados. Del cual ojalá nos acontezca a todos disfrutar por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, la gloria, el honor y el poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

LXVI



Crisostomo Ev. Juan 8