Crisostomo Ev. Juan 18

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HOMILÍA XVIII (XVII)

Al día siguiente, de nuevo estaba ahí Juan con dos de sus discípulos. Y fijando la mirada en Jesús, que iba de caminos, dice: He aquí el Cordero de Dios. Y los dos discípulos oyeron estas palabras y se fueron tras de Jesús (Jn 1,35-37).

DESIDIOSA en absoluto es la humana naturaleza e inclinada al mal; y no, por cierto, por la condición de la misma naturaleza, sino por flojedad de la voluntad. Muy pronto necesita de que se la exhorte. Y así Pablo, escribiendo a los filipenses, les decía: Escribiros las mismas cosas a mí no me es enojoso y a vosotros os es seguridad y salvaguarda. Las tierras de labranza, en cuanto han recibido la simiente, luego producen fruto y no necesitan esperar nueva siembra. Pero en lo referente a nuestras almas las cosas no van por ahí, sino que es de desear que, una vez lanzada con frecuencia la semilla y tras de poner gran diligencia, a lo menos una vez se pueda recoger el fruto.

Desde luego, lo que se dice no se imprime fácilmente en el pensamiento, pues hay debajo mucha dureza y el alma se halla oprimida por cantidad de espinas; y tiene muchos que la asechan y le roban y arrebatan la simiente. En segundo lugar, una vez que la semilla ha brotado y arraigado, se necesita de la misma diligencia para que lleguen a sazonar los granos y no sufran daño ni alguien los destruya. En las semillas, una vez que la espiga sazona y alcanza su perfecto vigor, se ríe de los calores y de las otras plagas; pero no sucede lo mismo con las verdades. Porque en éstas, una vez que se ha puesto todo trabajo, echándose encima el invierno y las tormentas, es decir, oponiéndose las dificultades y tramando asechanzas los hombres dolosos y sobreviniendo diversas tentaciones, todo se viene a tierra y se derrumba.

No sin motivo hemos dicho estas cosas; sino para que cuando oyes al Bautista repetir las mismas cosas, no lo juzgues de ligero ni lo tengas por vano y cargante. Hubiera él querido que a la primera se le escuchara; pero como no había muchos que al punto le prestaran oídos a causa de su somnolencia, con repetir lo mismo los despierta. ¡Vamos! ¡poned atención! Dijo él: Viene detrás de mí un hombre que ha sido constituido superior a mí; y también: Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias; y luego: El os bautizará en Espíritu Santo y en fuego; y añadió que había visto al Espíritu Santo bajar en forma de paloma y posarse sobre Cristo; y testificó que Jesús era el Hijo de Dios. Pero nadie atendió; nadie le preguntó ¿por qué aseveras eso? ¿qué motivo, qué razón tienes?

Nuevamente dice: He aquí el Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo. Pero ni aun así conmovió a los desidiosos. Por tal motivo se ve obligado a repetir lo mismo, como quien remueve una tierra áspera con el objeto de suavizarla; y con la palabra, a la manera de un arado excitar las mentes oprimidas de cuidados, para poder más profundamente depositar la semilla. No se alarga en su discurso, porque lo único que anhelaba era unirlos a Cristo. Sabía que si ellos recibían esta palabra y la creían, ya no necesitarían de su testimonio, como en efecto sucedió. Si los samaritanos, una vez que hubieron oído a Jesús, decían a la mujer: No es ya por tu declaración por lo que creemos: nosotros mismos lo hemos oído hablar y sabemos que verdaderamente es el Salvador del mundo, Cristo Jesús? indudablemente con mayor presteza habrían sido cautivados los discípulos, como en efecto lo fueron. Porque como se hubieran acercado a Jesús y lo hubieran oído hablar solamente una tarde, ya no regresaron a Juan; sino que en tal forma se unieron a Jesús, que incluso asumieron el ministerio del Bautista y predicaron a su vez a Jesús. Pues dice el evangelista: Este encontró a su hermano Simón y le dijo: Hemos ha liado al Mesías, que significa Cristo.

Quiero que adviertas cómo cuando Juan dijo: Detrás de mí viene un hombre que ha sido constituido superior a mí; y cuando dijo: Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, no logró para Cristo a nadie; y en cambio cuando habló de la economía de la redención y en su discurso se abajó a cosas más sencillas, entonces fue cuando sus discípulos siguieron a Cristo. Ni sólo es esto digno de considerarse, sino también que cuando se habla de Dios en cosas altas y sublimes, no son tantos los que son atraídos, como cuando el discurso trata de la clemencia y benignidad de Dios con palabras que procuran la salvación de los oyentes. Pues aquellos discípulos, apenas oyeron que Cristo cargaba sobre sus hombros el pecado del mundo, al punto lo siguieron. Como si dijeran: puesto que es necesario lavar las culpas ¿en qué nos detenemos? Presente se halla el que sin trabajo nos liberará; y ¿cómo no sería el extremo de la locura diferir para otro tiempo este don?

Oigan esto los catecúmenos que dejan para el fin de su vida el procurar la salvación. Dice, pues, el evangelista: De nuevo se presentó Juan y dijo: He aquí el Cordero de Dios. Aquí nada dice Cristo sino que Juan lo dice todo. Así suele proceder el Esposo. Nada dice él a la esposa, sino que se presenta callando. Son otros los que lo señalan y le entregan la esposa. Se presenta ella, pero tampoco la toma directamente el Esposo, sino que es otro el que se la entrega. Pero una vez que la han entregado y el Esposo la ha recibido, se aficiona a ella de tal manera que ya para nada se acuerda de los paraninfos. Así sucedió en lo de Cristo. Vino El para desposarse con la Iglesia, pero nada dijo, sino que solamente se presentó. Pero Juan, su amigo, le dio la mano derecha de la esposa, procurándole con sus palabras la amistad de los hombres. Y una vez que El los recibió, en tal forma los aficionó a su persona que ya nunca más se volvieron al paraninfo que a Cristo los había entregado.

Pero no sólo esto hay que advertir aquí, sino además otra cosa. Así como en las nupcias no es la doncella quien busca al esposo y va a él, sino que es él quien se apresura en busca de ella; y aun cuando sea hijo de reyes, aunque ella sea de condición inferior, y aun en el caso de que él haya de desposarse con una esclava, procede siempre del mismo modo, así ha sucedido acá. La naturaleza humana no subió a los cielos, sino que Cristo fue quien bajó a esa vil y despreciable naturaleza; y una vez celebrados los desposorios, no permitió Cristo que ella permaneciera acá, sino que la tomó y la condujo a la casa paterna.

Mas ¿por qué Juan no toma aparte a los discípulos y les habla así de estas cosas? ¿Por qué no los lleva de este modo a Cristo, sino que abiertamente y delante de todos les dice: He aquí el Cordero de Dios? Para que nadie pensara que aquello se hacía por previo mutuo acuerdo. Si Juan los hubiera exhortado en privado, y en esta forma ellos hubieran ido a Cristo, por darle gusto a Juan, quizá muy pronto se habrían arrepentido. Ahora en cambio, persuadidos de ir a Jesús por la enseñanza común, perseveraron con firmeza, puesto que no habían ido a El por congraciarse con su maestro el Bautista, sino en busca de la propia utilidad.

Profetas, y apóstoles predican a Cristo ausente: aquéllos antes de su advenimiento; éstos tras de su ascensión a los cielos: solamente Juan lo proclamó ahí presente. Por esto Jesús lo llama el amigo del esposo, pues sólo él estuvo presente a las nupcias. El lo preparó todo y lo llevó a cabo. El dio principio al negocio. Y fijando la mirada en Jesús que se paseaba, dice: He aquí el Cordero de Dios, demostrando así que no solamente con la voz sino también con los ojos daba testimonio. Lleno de gozo y regocijo, se admiraba de Cristo. Tampoco exhorta al punto a los discípulos, sino que primero solamente mira estupefacto a Cristo presente, y declara el don que Cristo vino a traernos, y también el modo de purificación. Porque la palabra Cordero encierra ambas cosas.

Y no dijo que cargará sobre sí o que cargó sobre sí: Que carga sobre sí el pecado del mundo, porque es obra que continuamente está haciendo. No lo cargó únicamente en el momento de padecer; sino que desde entonces hasta ahora lo carga, no siempre crucificado (pues ofreció solamente un sacrificio por los pecados), sino que perpetuamente purifica al mundo mediante este sacrificio. Así como la palabra Verbo declara la excelencia y la palabra Hijo la supereminencia con que sobrepasa a todos, así Cordero, Cristo, Profeta, Luz verdadera, Pastor bueno y cuanto de El se pueda decir y se predica poniéndole el artículo, indican una gran distinción y diferencia de lo que significan los nombres comunes. Muchos corderos había, muchos profetas, muchos ungidos, muchos hijos; pero éste inmensamente se diferencia de ellos. Y no lo confirma únicamente el uso del artículo, sino además el añadir el Unigénito, pues el Unigénito nada tiene de común con las criaturas.

Y si a alguno le parece que está fuera de tiempo el decir estas cosas, o sea, a la hora décima (pues dice el evangelista que el tiempo era como a la hora décima), ese tal no parece andar muy equivocado. Porque a muchos que se entregan a servir al cuerpo, esa hora, que es enseguida de la comida, no les parece tiempo oportuno para tratar de negocios serios, porque tienen el ánimo sobrecargado con la mole de los alimentos. Pero en este caso, tratándose de un hombre que ni siquiera usaba de los alimentos acostumbrados y que aún por la tarde se encontraba sobrio y ligero, como lo estamos nosotros en las horas matutinas, y aún más que nosotros (pues acá con frecuencia dan vueltas las imaginaciones de los alimentos que tomaremos por la tarde, mientras que en Juan ningún pensamiento tal hacía pesada la nave), con todo derecho hablaba de cosas semejantes por la tarde.

Añádase que habitaba en el desierto y cerca del Jordán, sitio al cual se acercaban todos con sagrado temor para recibir el bautismo, y que en ese tiempo muy poco se cuidaban de los negocios seculares; lo cual consta, pues las turbas llegaron a perseverar con Cristo hasta tres días en ayunas. Propio es del pregonero celoso y del agricultor diligente no abandonar el campo hasta ver que la palabra sembrada ha echado raíces.

Mas ¿por qué Juan no recorrió íntegra Judea para predicar a Cristo, sino que permaneció en las cercanías del río Jordán y ahí esperó a Cristo para presentarlo cuando llegara? Porque anhelaba mostrar a Cristo por las propias obras de Este; y mientras tanto sólo procuraba darlo a conocer y persuadir a unos pocos y que éstos oyeran hablar de la vida eterna. Por lo demás, dejó que Cristo diera su testimonio propio, confirmado por sus obras, como El mismo lo dice: Yo no necesito que un hombre testifique en favor mío: las obras que el Padre me otorga hacer son testimonio en mi favor. Observa cuánto más eficaz iba a ser semejante testimonio. Encendió una pequena chispa y de pronto se alzó la llama. Los que al principio no habían atendido a las palabras de Juan, al fin dicen: Todo lo que Juan dijo es verdadero. Por lo demás, si Juan hubiera dicho esas cosas yendo de ciudad en ciudad, semejante movimiento habría parecido ser efecto de un empeño humano; y luego la predicación habría parecido sospechosa.

Y lo oyeron dos de sus discípulos y se fueron tras de Jesús. Había ahí otros discípulos de Juan; pero éstos no sólo no siguieron a Jesús, sino que lo envidiaron, pues decían . Maestro: sabe que aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza y todos acuden a élfi Y de nuevo acusando dicen: ¿Cómo es que nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia, al paso que tus discípulos no ayunan? Pero los que de entre ellos eran los mejores, no sufrían esas pasiones, sino que al punto en que oyeron a Juan, siguieron a Jesús. Y no fue porque despreciaran a su antiguo maestro, sino, al revés, porque le tenían suma obediencia; y el proceder así era la prueba suprema de su recta intención.

Por lo demás, no siguieron a Jesús forzados por exhortaciones, lo cual habría sido sospechoso, sino porque Juan anteriormente había dicho que Jesús bautizaría en Espíritu Santo: tal fue el motivo de que lo siguieran. De modo que hablando con propiedad, no abandonaron a su maestro, sino que anhelaron saber qué más enseñaría Cristo que Juan. Nota la modestia en su diligencia. Porque no interrogaron a Jesús sobre cosas altas y necesarias para su salvación inmediatamente después de acercársele ni lo hicieron delante de todos y a la ligera, sino que procuraron hablarle aparte. Sabían ellos que las palabras de Juan no procedían de simple modestia sino de la verdad.

Uno de los dos que habían oído lo que Juan dijo, y habían seguido a Jesús era Andrés, hermano de Simón Pedro. ¿Por qué el evangelista no pone el nombre del otro? Unos dicen que quien esto escribía fue el otro que siguió a Jesús. Otros, al contrario, dicen que no siendo ese otro discípulo ninguno de los notables, no creyó deber decir nada fuera de lo necesario. ¿Qué utilidad habría podido seguirse de declarar el nombre, cuando tampoco se ponen los nombres de los setenta y dos discípulos? La misma práctica puedes ver en Pablo, pues dice: Con él enviamos al hermano, cuyos méritos en la predicación del evangelio conocen todas las iglesias?

En cambio, mencionó a Andrés por otro motivo. ¿Cuál fue? Para que cuando oigas que Simón apenas oyó de Cristo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres, y para nada dudó de tan inesperada promesa, sepas que ya anteriormente su hermano había puesto los fundamentos de la fe. Volvió el rostro Jesús y viendo que lo seguían, les dice: ¿Qué buscáis? Se nos enseña aquí que Dios no se adelanta con sus dones a nuestra voluntad, sino que, habiendo nosotros comenzado, y habiendo echado por delante nuestra buena voluntad, luego El nos ofrece muchísimas ocasiones de salvación.

¿Qué buscáis? ¿Cómo es esto? El que conoce los corazones de los hombres y a quien están patentes todos nuestros pensamientos, ¿pregunta eso? Es que no lo hace para saber (¿cómo podría ser eso ni afirmarse tal cosa?), sino para mejor ganarlos preguntándoles y para darles mayor confianza y demostrarles que pueden dialogar con El. Porque es verosímil que ellos, como desconocidos que eran, tuvieran vergüenza y temor, pues tan grandes cosas habían oído a su maestro respecto de Jesús. Para quitarles esos afectos de vergüenza y temor, les hace la pregunta, y no permite que lleguen a su morada en silencio. Por lo demás, aun cuando no les hubiera preguntado, sin duda habrían perseverado en seguirlo y habrían llegado con él hasta su habitación.

Entonces ¿cuál es el motivo de que les pregunte? Para lograr lo que ya indiqué; o sea, para dar ánimos a ellos que se avergonzaban y dudaban y ponerles confianza. Ellos demostraron su anhelo no solamente con seguirlo, sino además con la pregunta que le hacen. No sabiendo nada de El, ni habiendo antes oído hablar de El, lo llaman Maestro, contándose ya entre sus discípulos y manifestando el motivo de seguirlo, esto es, para aprender de El lo que sea útil para la salvación. Observa la prudencia con que proceden. Porque no le dijeron: Enseña nos alguna doctrina o algo necesario para la vida eterna, sino ¿qué le dicen?: ¿En dónde habitas? Como ya dije, anhelaban hablar con El, oírlo, aprender con quietud. Por esto no lo dejan para después ni dicen: Mañana regresaremos y te escucharemos cuando hables en público. Sino que muestran un ardiente deseo de oírlo, tal que ni por la hora ya adelantada se apartan; porque ya el sol iba cayendo al ocaso. Pues era, como dice el evangelista, más o menos la hora décima. Cristo no les dice en dónde está su morada, ni en qué lugar, sino que los alienta a seguirlo, mostrando así que ya los toma por suyos.

Tal es el motivo de que no les diga: La hora es intempestiva para que vosotros entréis en mi casa. Mañana escucharéis lo que deseáis. Por ahora volved a vuestro hogar. Sino que les habla como a amigos ya muy familiares. Entonces, dirás: ¿por qué en otra parte dice: El Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar su cabeza? mientras que aquí dice: Venid y ved en donde habito. La expresión: No tiene en dónde reclinar su cabeza, significa que Cristo no tenía casa propia, pero no que no habitara en alguna casa: así lo da a entender la comparación que usa. Y el evangelista dice que ellos permanecieron con él durante aquel día. No dice la causa de eso, por tratarse de una cosa evidente y clara. Puesto que no habían tenido otro motivo de seguir a Cristo, ni Cristo de acogerlos, sino escucharle su doctrina. Y en esa noche la bebieron tan copiosa y con tan gran empeño, que enseguida ambos se apresuraron a convocar a otros.

Aprendamos nosotros a posponer todo negocio a la doctrina del cielo y a no tener tiempo alguno como inoportuno. Aunque sea necesario entrar en una casa ajena o presentarse como un desconocido ante gentes principales y también desconocidas de nosotros, aunque se trate de horas intempestivas y de un tiempo cualquiera, jamás debemos descuidar este comercio. El alimento, el baño, la cena y lo demás que pertenece a la conservación de la vida, tienen sus tiempos determinados; pero la enseñanza de las virtudes y la ciencia del cielo, no tienen hora señalada, sino que todo tiempo les es a propósito. Porque dice Pablo: Oportuna e importunamente, arguye, reprende, exhortad Y a su vez el profeta dice: Meditará en su ley (de Yavé) día y noche. También Moisés ordenaba a los judíos que continuamente lo hicieran. Las cosas tocantes a la vida, me refiero a las cenas, a los baños, aunque son necesarias, si se usan con demasiada frecuencia debilitan el cuerpo; pero la enseñanza espiritual cuanto más se inculca tanto más fortalece al alma. Pero ahora lo que sucede es que todo el tiempo lo pasamos en bromas inútiles: la aurora, la mañana, el mediodía, la tarde, todo lo pasamos en determinado sitio vanamente; en cambio las enseñanzas divinas, si una o dos veces por semana las escuchamos, nos cansan y nos causan náuseas.

¿Por qué sucede esto? Porque nuestro ánimo es malo. Empleamos en cosas de acá bajo todo su anhelo y empeño, y por esto no sentimos hambre del alimento espiritual. Grande señal es ésta de una enfermedad grave: el no tener hambre ni sed, sino el que ambas cosas, comer y beber, nos repugnen. Si cuando esto acontece al cuerpo lo tenemos como grave indicio y causado por notable enfermedad, mucho más lo es tratándose del alma. Pero ¿en qué forma podremos levantar el alma cuando anda caída y debilitada? ¿con qué obras? ¿con qué palabras? Tomando las sentencias divinas, las palabras de los profetas, de los apóstoles, de los evangelistas y todas las otras de la Sagrada Escritura.

Caeremos entonces en la cuenta de que mucho mejor es usar de estos alimentos que de otros no santos, sino impuros; pues así hay que llamar las bromas importunas y las charlas inútiles. Dime: ¿acaso es mejor hablar de asuntos forenses, judiciales, militares, que de los celestes y de lo que luego vendrá cuando salgamos de esta vida? ¿Qué será más útil: hablar de los asuntos y de los defectos de los vecinos, y andar con vana curiosidad inquiriendo las cosas ajenas, o más bien tratar de los ángeles y de lo tocante a nuestra propia utilidad? Al fin y al cabo lo del vecino para nada te toca, mientras que lo del Cielo es propio tuyo. Instarás diciendo: Bueno, pero es cosa lícita tras de hablar de aquellas cosas, cumplir con lo demás. Bien está. Pero ¿qué decir de los que a la ligera y sin utilidad alguna no se ocupan en eso y en cambio gastan el día íntegro en hablar de estas otras cosas y nunca acaban de tratar de ellas?

Y no me refiero aún a cosas más graves. Porque los más modestos hablan entre sí de las cosas dichas; pero los más desidiosos y dados a la pereza, lo que traen continuamente en los labios es lo referente a los actores del teatro, a los bailarines, a los aurigas; y manchan los oídos echando por tierra las almas; y con semejantes conversaciones inclinan al mal la naturaleza y llevan el ánimo a toda clase de feas imaginaciones. Pues apenas se ha pronunciado el nombre de un bailarín, al punto en la imaginación el alma pinta su cara, sus cabellos, su muelle vestido y todo su continente más muelle aún con mucho que cada una de esas cosas.

Otro enciende la llama de la pasión y la alimenta metiendo en la conversación a alguna ramera, sus palabras, su presentación, sus miradas lascivas, su aspecto muelle, sus cabellos ensortijados, sus mejillas desfiguradas con los afeites. ¿No os ha acontecido conmoveros un tanto mientras yo digo estas cosas? Pero no os dé vergüenza, no os ruboricéis: eso lo lleva consigo y lo exige la natural necesidad, pues así se conmueve el alma de acuerdo con las cosas que se narran. Pues bien: si siendo yo el que os hablo, estando vosotros en la iglesia, lejos de cosas semejantes, con sólo oírlas os sentís un tanto conmovidos, pensad ¿en qué disposición estarán los que en el teatro entran y toman asiento, entre excesivas libertades, fuera de esta venerable y escalofriante asamblea, cuando ven y oyen tales cosas con la mayor desvergüenza?

Dirá quizás alguno de los que no atienden: ¿Por qué, si así lo pide la natural necesidad y en tal forma afecta al alma, no te fijas en esto y en cambio nos acusas a nosotros? Al fin y al cabo, obra es de la naturaleza el sentirse muelle cuando tales cosas oye; pero ponerse a oírlas, no es de la naturaleza, sino falla del libre albedrío. También es de natural necesidad que quien se acerca al fuego se queme, a causa de la delicadeza del organismo; pero no nos acerca al fuego ni hace que nos quememos la natural necesidad, ya que esto depende en absoluto de la voluntad perversa.

En conclusión, lo que yo intento desterrar y corregir es que no os arrojéis voluntariamente al precipicio, no os empujéis vosotros mismos al abismo de la iniquidad, ni corráis voluntariamente a quemaros en la pira; y esto con el objeto de que no nos hagamos reos de las llamas preparadas para el diablo. Ojalá que todos nosotros, liberados de la llama de la lujuria y de la llama de la gehenna, seamos acogidos en el seno de Abrahán, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

LXXIV


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HOMILÍA XIX (XVIII)

Encuentra éste primero a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías, que significa "Cristo: Ungido". Y lo condujo a Jesús (Jn 1,41).

Dios, allá al principio, cuando formó al primer hombre, no lo dejó solo, sino que le dio la mujer como auxiliar, para que conviviera con él, porque sabía que de semejante cohabitación se seguiría grande utilidad. Dirás: bueno, pero ¿y si la mujer no ha usado como debía de tan grande beneficio? Sin embargo, si se examina la naturaleza del asunto, se encontrará en efecto una gran utilidad derivada de semejante unión, para bien de quienes no estén locos. Lo mismo se ha de decir no solamente acerca del hombre y su mujer, pues también, si los hermanos viven unidos en caridad, disfrutarán de un beneficio parecido. Por tal motivo decía el profeta: ¡cuán bueno es y cuán deleitable el habitar los hermanos todos juntos!! Y Pablo nos exhorta a no abandonar nuestras asambleas. En esta sociabilidad es en lo que diferimos de las bestias. Mediante ella construimos ciudades, plazas, habitaciones, con el objeto de encontrarnos reunidos, no únicamente por el edificio, sino también por el vínculo de la caridad.

Ahora bien: habiendo formado nuestro Creador la humana naturaleza de tal modo que necesita de otros y no se basta a sí misma, dispuso de tal manera las cosas que semejante necesidad se satisficiera con la mutua ayuda y las mutuas reuniones. Y con este fin se instituyó el matrimonio, para que supla uno de los cónyuges lo que le falta al otro, y así la naturaleza que estaba necesitada quede satisfecha; y aun cuando sea mortal conserve, mediante la sucesión, una como perpetua inmortalidad. Podría yo alargarme en este tema y demostrar cuán grande utilidad proviene de una íntima y sincera unión. Pero otra materia nos urge que hoy debe tratarse y es la que motivó lo que acabo de decir.

Habiendo estado Andrés con el Señor y aprendido muchas cosas, no escondió su tesoro, ni se lo guardó, sino que se apresura y va corriendo a su hermano para hacerlo partícipe de él. Mas ¿por qué el evangelista no refirió qué fue lo que Cristo les dijo? ¿cómo sabemos1 que ése fue el motivo de que permanecieran al lado de Jesús? Hace poco lo explicamos. Pero también se puede deducir de lo que hoy se ha leído. Atiende a lo que Andrés dijo a su hermano: Hemos hallado al Mesías que significa Cristo. ¿Adviertes cómo aquí deja ver lo que en ese tiempo había aprendido de Cristo?

Declara la virtud del Maestro que así lo persuadió a ello; y también el empeño y diligencia de los discípulos, que desde el principio se preocuparon por esa cuestión. Porque sus palabras son propias de un alma que en sumo grado anhela la venida del Mesías y que espera que venga del Cielo y que exulta de gozo porque ya se manifestó y que se apresura a comunicar a otros suceso tan extraordinario. Por lo demás, esto era lo propio del cariño fraterno y del amigable parentesco y del afecto sincero: el ayudarse mutuamente en las cosas espirituales. Fíjate en que usa en su expresión el artículo. Porque no dijo simplemente un Mesías, sino el Mesías. Es que esperaban un Cristo que nada tendría de común con otros cristos o ungidos.

Nota bien desde un principio en Pedro el ánimo fácil de persuadirse y dejarse conducir, pues sin demora corrió a Jesús. Dice el evangelista: Y lo condujo a Jesús. Pero nadie piense mal de semejante facilidad, como si así sin mucho examinar aceptara Pedro las palabras de Andrés. Porque es verosímil que su hermano le haya cuidadosamente referido lo que platicaron y muchas cosas más de lo que dijimos, aunque los evangelistas siempre narran muchas de las cosas en compendio, procurando la brevedad. Por lo demás, el evangelista no asegura que Pedro creyera de inmediato, sino que Andrés lo condujo a Jesús para entregárselo y que de Jesús aprendiera todo; porque estaba ahí el otro discípulo y concurría a lo mismo.

Si el Bautista, habiendo dicho: Es el Cordero y bautiza en el Espíritu Santo, dejó que recibieran de Cristo una más amplia enseñanza y explicación de la materia, con mayor razón procedió así Andrés, pues no se creía capaz de explicarle todo; sino que condujo a su hermano a la fuente misma de la luz, con tan grande gozo y apresuramiento que no dudó ni un instante. Jesús fijó en Pedro su mirada y le dijo: Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te llamarás Kefas, que significa Pedro o Piedra. Comienza aquí Jesús a revelar su divinidad poco a poco y sin sentir, mediante las predicciones. Así procedió con Natanael y con la mujer samaritana.

Las profecías mueven no menos que los milagros y portentos, y no llevan consigo estrépito ni pompa. Los milagros pueden ser controvertidos, a lo menos por los necios (pues dice la Escritura que decían: En nombre de Beelcebul arroja los demonios) ;2 pero acerca de las profecías nunca se dijo tal cosa. Cristo en este caso y en el de Natanael echó mano de este género de enseñanza. En cambio con Andrés y con Felipe no echó por ese camino. ¿Por qué? Porque éstos con el testimonio del Bautista habían tenido ya una no pequeña preparación. Por su parte Felipe, con ver a los que se hallaban presentes, tuvo ya un seguro indicio para abrazar la fe.

Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te llamarás Kefas, que se interpreta Piedra, Pedro. Por lo presente hace creíble lo futuro. Pues quien así le dijo el nombre de su padre a Pedro, sin duda que también conocía lo futuro. Y la predicción fue acompañada de una alabanza: alabanza que no era de quien adula, sino de quien predice lo futuro, que por lo presente se hace manifiesto. Advierte cuán gravemente reprende a la Samaritana, al revelarle su pasado: Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes no es tu marido.

Acerca de la profecía su Padre habla largamente para alejar el culto de los ídolos: ¡Que los ídolos os anuncien lo que ha de suceder! Y también: Yo lo he anunciado, he salvado y no hay entre vosotros ningún extraño. Y por toda la profecía trata de lo mismo. Lo hace, porque ella especialmente es obra de Dios y tal que no pueden los demonios imitarla, aun cuando mucho se esfuercen. En los milagros puede haber cierta apariencia que engañe; pero predecir con exactitud lo futuro, es propio y exclusivo de la naturaleza eterna e inmortal. Y si alguna vez los demonios lo intentaron, lo hicieron engañando a los necios. De manera que los vaticinios de los demonios siempre se han demostrado ser falsos.

Pedro nada respondió a las palabras de Cristo, pues aún no veía claro, sino que entre tanto iba aprendiendo. No veía clara la predicción. Jesús no le dijo: Yo te llamaré Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, sino únicamente: Tú te llamarás Kefas, o sea, Pedro. Procedió así Jesús, porque lo otro era propio de una potestad mayor y de más grande autoridad; y Cristo no quiso desde un principio manifestar todo su poder, sino que mientras se expresa en forma más humilde. Más tarde, una vez que hubo demostrado su divinidad, entonces despliega una mayor autoridad también, y dice: Bienaventurado eres, Simón, porque mi Padre te lo ha revelado. Y en seguida: Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia?

De modo que a Simón lo llamó Pedro y a Santiago y a su hermano los llamó Hijos del trueno. ¿Por qué? Para demostrar que era el mismo que dio el Antiguo Testamento, y cambió nombres y a Abram lo llamó Abrahán, a Sarra, Sara, y a Jacob, Israel. Y a muchos les puso nombre ya desde el nacimiento como a Isaac, a Sansón y a otros que refieren Isaías y Oseas. A algunos les cambió el nombre con que sus parientes los llamaban, como a los que ya mencioné, y a Josué el hijo de Nave. Así lo acostumbraban los antiguos: poner los nombres según los sucesos, como lo hizo Elías. Y esto no sin motivo, sino para que el nombre mismo sirviera de recordatorio de los beneficios divinos y quedara perpetuamente grabada la memoria de ellos en el ánimo de los oyentes, gracias a la predicción contenida en el nombre. Así Dios desde un principio puso a Juan Bautista su nombre. Los que desde niños serían esclarecidos en la virtud, de esto tomarían su nombre; y a los que solamente llegarían a ser preclaros más tarde, también más tarde se les imponía el nombre.

En aquel tiempo cada cual recibía su nombre; pero ahora, todos tenemos un mismo nombre, mucho mayor que todos aquéllos, pues nos llamamos cristianos o sea, hijos de Dios y amigos suyos, y formamos con El un mismo cuerpo. Más que otro alguno este nombre a todos nosotros nos despierta y nos hace más diligentes en el ejercicio de la virtud. En consecuencia no hagamos nada indigno de nombre tan grande, meditando en su dignidad y excelencia, pues por ella nos llamamos con el nombre de Cristo. Así nos llamó Pablo. Meditemos y reverenciemos la alteza de semejante apelativo.

Si quien profesa ser de algún capitán insigne y de algún eximio varón y ese nombre lo juzga como un gran honor para sí, y con todas sus fuerzas se empeña en que no suceda que por su cobardía caiga sobre tan excelso nombre una nota infamante, nosotros, que hemos recibido nuestro apelativo no de un ángel ni de un arcángel ni de un serafín, sino del Rey de todos ellos ¿no expondremos incluso nuestra vida para que no quede notado de deshonra Aquel que semejante honor nos confirió? ¿No habéis visto de cuán grande honor disfrutan los que rodean al emperador, unos armados de escudos y otros de lanzas? Pues bien: del mismo modo nosotros, que estamos mucho más cercanos a nuestro Rey; tanto más cercanos cuanto el cuerpo lo está de su cabeza ¿no procuraremos poner todos los medios para imitar a Cristo?

¿Qué es lo que Cristo dice?: Las zorras tienen sus madrigueras y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza. Si nosotros os exigiéramos eso, quizá a muchos de vosotros les parecería en extremo gravoso. Por lo mismo yo no voy a pediros una imitación tan estricta, condescendiendo con vuestra debilidad. En cambio os suplico que no os apeguéis demasiado a las riquezas; sino que, así como yo atiendo a vuestra debilidad y no os exijo tan grande virtud, así vosotros con un mayor esfuerzo os apartéis de la maldad.

Yo no acuso a quienes poseen mansiones, campos, dineros, criados; sino únicamente anhelo que con toda licitud los poseáis y con toda honradez. ¿Qué significa poseerlos decorosamente? Que no seáis esclavos de esas cosas, sino señores; que vosotros las poseáis y no sean ellas las que se enseñoreen de vosotros; que uséis de ellas, pero que no abuséis. Las riquezas se llaman así para que las usemos en las cosas necesarias y no para que las amontonemos y las tengamos guardadas; porque esto es propio de esclavos mientras que lo otro es propio de amos y señores. El estarlas custodiando, oficio es de esclavos; el gastarlas lo es de amos y propietarios.

No te las dieron para que las escondas bajo tierra, sino para que las administres y distribuyas. Si Dios hubiera querido que se guardaran, no las habría puesto en manos de los hombres, sino que las habría dejado ocultas en el seno de la tierra. Alas como quiere que se gasten, permitió que las poseyéramos, para que mutuamente nos las comunicáramos. Si las retenemos, no por eso nos convertimos en dueños de ellas. Y si quieres acrecentarlas: y es ése el motivo de que las guardes, entonces lo mejor es distribuirlas y repartirlas por todas partes. No hay utilidades sin gastos; no hay riquezas sin dispendios, como puede verse en los negocios seculares. Así proceden los mercaderes, así los agricultores. Estos arrojan la simiente; aquéllos, sus dineros. Aquéllos navegan y gastan riquezas; y éstos trabajan durante todo el año y tienen que sembrar y cosechar.

En nuestro caso, nada de eso es necesario: no se necesita aparejo de nave ni uncir la yunta de bueyes; ni hay que temer los cambios atmosféricos, ni tampoco las granizadas. Acá no hay escollos, no hay marejadas. Esta navegación, esta sementera solamente una cosa necesita: repartir los haberes. Todo lo demás lo cuidará aquel Agricultor, del cual dijo Cristo: Mi Padre es agrícola. Pues ¿cómo no será absurdo que en donde podemos alcanzar todas las ganancias sin trabajo, permanezcamos dudando y tendidos en tierra, mientras que en donde hay tantos sudores y trabajos y preocupaciones y además incierta la esperanza ahí pongamos toda diligencia?

Os ruego, por tanto, que tratándose de nuestra salvación no nos engañemos en tan gran manera, sino que, echando a un lado todas esas otras cosas tan llenas de trabajos, corramos en pos de las fáciles y más útiles; para que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual sea la gloria juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

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Crisostomo Ev. Juan 18