Crisostomo Ev. Juan 32

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HOMILÍA XXXII (XXXI)

Jesús le respondió y dijo: Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo; pero el que bebiere del agua que yo le daré, ya nunca jamás en lo sucesivo tendrá sed, sino que el agua que yo le daré se tornará en él un manantial que mana agua de vida eterna (Jn 4,13-14).

LA SAGRADA ESCRITURA unas veces llama fuego a la gracia del Espíritu Santo y otras agua, demostrando con esto que ambos nombres son aptos para designar no la substancia de la gracia, sino sus operaciones. El Espíritu Santo no consta de diversas substancias, puesto que es indivisible y simple. Lo primero lo indicó el Bautista al decir: El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Lo segundo lo indicó Cristo: Fluirán de sus entrañas avenidas de agua viva. También aquí, hablando con la samaritana, al Espíritu lo llama agua: El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá ya jamás en lo sucesivo sed. Llama pues al Espíritu fuego para significar la fuerza y fervor de la gracia y el perdón de los pecados; y lo llama agua para indicar la purificación que viene a quienes por su medio renacen en el alma.

Y con razón. Pues a la manera de un huerto frondoso de árboles fructíferos y siempre verdes, así adorna el alma empeñosa y no la deja percibir ni sentir tristezas ni satánicas asechanzas, sino que fácilmente apaga los dardos de fuego del Maligno. Considera aquí la sabiduría de Cristo y en qué forma tan suave va elevando el alma de aquella humilde mujer. Pues no le dijo desde un principio: Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber; sino hasta después de haberle dado ocasión de llamarlo judío y acusarlo: y en esa forma rechazó la acusación. Y luego, una vez que le hubo dicho: Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber, quizá tú le habrías pedido agua; y una vez que mediante magníficas promesas la había inducido a traer al medio el nombre del patriarca, por estos caminos le abrió los ojos de la mente.

Y como ella replicara: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Israel? no le contestó Jesús: Así es; yo soy mayor; pues hubiera parecido que lo decía por jactancia, no habiendo aún dado demostración ninguna de eso. Sin embargo con lo que le dice la va preparando para llegar a esa afirmación. No le dijo sencillamente: Yo te daré de esa agua; sino que callando lo de Jacob, declaró lo que era propio suyo, manifestando la diferencia de personas por la naturaleza del don y la diversidad de los regalos; y al mismo tiempo su excelencia por encima del patriarca. Como si le dijera: Si te admiras de que él os ha dado esta agua ¿qué dirás cuando yo te diere otra mucho mejor? Ya anteriormente casi confesaste que yo soy mayor que Jacob, con preguntarme: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?, puesto que prometes una agua mejor. De modo que si recibes esta agua, abiertamente confesarás que yo soy mayor.

¿Adviertes el juicio que hace esta mujer, sin acepción de personas, dando su parecer basado en las cosas mismas, acerca del patriarca y de Cristo? No lo hicieron así los judíos. Al ver que arrojaba los demonios lo llamaban poseso; es decir, mucho menos que llamarlo menor que el patriarca. La mujer va por otro camino; y profiere su parecer partiendo de donde Cristo quería, o sea, de la demostración por las obras. El mismo sobre ese fundamento basa su juicio cuando dice: Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; mas si las hago, ya que no me creéis a mí, creed en las obras. Por ese medio la samaritana es conducida a la fe.

Jesús, cuando la oyó decir: ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob?, dejando a un lado al patriarca, le habla de nuevo del agua, y le dice: Todo el que bebiere de esa agua tendrá sed de nuevo. Hace caso omiso de la acusación y lleva la comparación a la preeminencia. No le dice: Esta agua de nada sirve y todo eso hay que despreciarlo; sino que declara lo que la naturaleza misma testimonia: Todo el que bebiere de esta agua tendrá sed de nuevo. Pero el que bebiere del agua que yo le daré, ya no tendrá jamás en adelante sed. La mujer había oído ya eso del agua viva, pero no lo había entendido. Creía que se trataba del agua que se llama viva por ser irrestañable, y si no se la corta, brota continuamente del manantial. Por tal motivo, enseguida con mayor claridad Jesús se lo declara; y mediante la comparación sigue demostrando la excelencia de esta otra agua: El que bebiere del agua que yo le daré ya no tendrá jamás en adelante sed. Como ya dije, por aquí le demuestra la excelencia de esta agua; pero también por lo que sigue, pues el agua ordinaria no posee semejantes cualidades. Y ¿qué es lo que sigue?: Se hará en él manantial que mana agua de vida eterna. Del mismo modo que quien lleva en sí la fuente de las aguas no padecerá sed, así quien tuviere esta agua nunca padecerá sed. Y la mujer al punto dio su asentimiento, mucho mejor ella en esto que Nicodemo; y lo hizo no sólo con más prudencia, sino con mayor fortaleza. Nicodemo, tras de largas explicaciones, ni convocó a otros ni se fio él mismo. En cambio esta mujer al punto desempeña el oficio de apóstol anunciándoles a todos, llamándolos a Cristo y arrastrando a El la ciudad entera. Nicodemo, tras de escuchar a Cristo decía: ¿Cómo puede ser eso? y ni siquiera cuando Cristo le puso el ejemplo tan claro del viento, aceptó sus afirmaciones.

De otro modo procedió esta mujer. Porque primero dudaba. Luego, sin andar con tantas cautelas, sino recibiendo lo que se le decía como si fuera una sentencia ya dictada, al punto se deja llevar al acto de fe. Y como había oído a Jesús decir: Se tornará en él manantial que mana agua de vida eterna, al punto le dice: Dame de esa agua para ya no tener sed en adelante ni que venir acá a sacarla. ¿Observas en qué forma la va conduciendo a lo más alto de la verdad? Primero, creyó ella que Jesús era un transgresor de la ley y un judío cualquiera. Enseguida, pues Jesús rechazó semejante recriminación?-ni convenía que quedara con sospecha de eso quien venía para enseñar a aquella mujer-, creyendo ella que se trataba del agua ordinaria y sensible, lo manifestó así. Finalmente, como oyera que lo que se le decía todo era espiritual, creyó que aquella otra agua podía acabar con la sed, aunque no sabía a punto fijo qué sería esa agua, y así todavía dudaba. Juzgaba en verdad que eran aquellas cosas más excelentes y levantadas de lo que pueden percibir los sentidos; pero aún no sabía de cierto qué eran. Ya veía mejor, pero aún no acertaba del todo.

Porque dice: Dame de esa agua para que no tenga yo más sed, ni tenga que venir acá a sacarla. De manera que ya lo estimaba superior a Jacob, como si dijera: Si yo recibo de ti esa agua, ya no necesito de esta fuente. ¿Observas cómo lo antepone al patriarca? Es esto indicio de un alma honrada y sincera. Manifestó la opinión que tenía de Jacob; pero vio a uno más excelente que Jacob, y ya no la cautivó su antecedente opinión. No sucedió, pues, que fácilmente creyera ni que aceptara a la ligera lo que se le decía, puesto que tan cuidadosamente investigó; ni se mostró incrédula ni querellosa, como lo demostró finalmente con su petición.

En cambio a los judíos les dijo Cristo: El que comiere mi carne; y el que cree en mí jamás padecerá sed, pero no sólo no creyeron sino que incluso se escandalizaron. La samaritana, por el contrario, espera y pide. A los judíos les decía Jesús: El que cree en Mí jamás padecerá sed. A esta mujer no le dice así, sino de un modo más material y rudo: El que bebiere de esta agua no tendrá jamás sed en adelante. Porque la promesa era de cosas espirituales y no visibles, Jesús, levantando el ánimo de aquella mujer mediante las promesas, todavía se detiene en las cosas sensibles, puesto que ella no podía comprender con exactitud las espirituales.

Si Jesús le hubiera dicho: Si crees en mí ya no padecerás sed, ella no lo habría entendido, porque no sabía quién era el que le hablaba, ni de qué sed se trataba. Mas ¿por qué a los judíos no les habló así? Porque éstos ya habían visto muchos milagros, mientras que la samaritana no había visto ninguno, sino que era la primera vez que oía semejantes discursos. Por esto, mediante una profecía le demuestra su poder y no la reprende al punto, sino ¿qué le dice?: Anda, llama a tu marido y vuelve acá. Le responde la mujer: No tengo marido. Verdad has dicho, le replica Jesús, que no tienes marido. Pues cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido.

En esto has hablado verdad. Le dice la mujer: Señor, veo que eres profeta.

¡Válgame Dios! ¡qué virtud tan grande la de esta mujer! i Ccn cuánta mansedumbre recibe la reprensión! Preguntarás: pero ¿qué razón había para no recibirla? ¿Acaso no reprendió Jesús muchas veces con mayor dureza? No es propio de un mismo poder el revelar los secretos pensamientos del alma y el revelar una cosa que se ha hecho a ocultas. Lo primero es propio y exclusivo de Dios, puesto que nadie lo sabe sino sólo el mismo que lo piensa. Lo segundo puede ser cosa conocida a lo menos para los de la misma tamilia. Pero aquí el caso es que los judíos llevan a mal el ser reprendidos. Diciéndoles Jesús: ¿Por qué queréis darme muerte? no sólo se admiran, como la samaritana, sino que lo colman de denuestos e injurias, a pesar de tener ya en favor de Jesús el argumento de otros milagros. En cambio la samaritana no conocía sino éste. Por lo demás, los judíos no únicamente no se admiraron, sino que injuriaron a Jesús y le dijeron: Estás endemoniado. ¿Quién trata de matarte? La samaritana no sólo no lo injuria, sino que se admira y queda estupefacta y lo tiene por profeta; y eso que a ella la ha reprendido ahora más duramente que a los judíos entonces. Puesto que el pecado de ella era particular y suyo, mientras que el de los judíos era colectivo y de todos. Y no solemos molestarnos tanto cuando se acusan pecados comunes, como cuando se nos recriminan los propios. Los judíos creían hacer una gran obra si mataban a Cristo. En cambio, a los ojos de todos lo que había hecho la samaritana era manifiesto pecado. Y sin embargo, la mujer no llevó a mal la reprensión, sino que quedó admirada y estupefacta.

Igualmente procedió Cristo en el caso de Natanael. No comenzó por la profecía, ni le dijo: Te vi bajo la higuera; sino que, hasta cuando aquél le preguntó: ¿Dónde me conociste? Jesús le respondió eso otro. Quería que las profecías y los milagros partieran de ocasiones dadas por los que se le acercaban, tanto para mejor atraerlos, como para evitar cualquier sospecha de vana gloria. Lo mismo procede en el caso de la samaritana. Juzgaba que sería molesto y además superfluo el acusarla inmediatamente y decirle: No tienes marido. Era más conveniente corregirle su pecado una vez que ella diera ocasión, con lo que al mismo tiempo hacía a la oyente más mansa y suave.

Preguntarás: pero ¿a qué venía decirle: Anda, llama a tu marido y vuelve acá? Se trataba de un don espiritual y de un favor que sobrepasaba la humana naturaleza. Instaba la mujer procurando alcanzarlo. El le dijo: Anda, llama a tu marido y vuelve acá, dándole a entender que también él debía participar de aquellos bienes. Ella, ansiosa de recibirlos, oculta su vergüenza; y pensando que hablaba con un puro hombre, le responde: No tengo marido. Cristo de aquí toma ocasión para reprenderla oportunamente, aclarando ambas cosas: porque enumeró a todos los anteriores y reveló al que ella ocultaba.

¿Qué hace la mujer? No lo llevó a mal; no abandonó a Cristo y se dio a huir, no pensó que él la injuriaba, sino que más bien se llenó de admiración y perseveró en su deseo. Porque le dice: Veo que eres profeta. Tú advierte su prudencia. No se entrega inmediatamente, sino que aún considera las cosas y se admira. Porque ese veo quiere decir: Me parece que eres profeta. Y ya bajo esta sospecha, no pregunta nada terreno, ni suplica la salud corporal o riquezas, y haberes, sino inmediatamente pregunta acerca del dogma y la verdad. ¿Qué es lo que dice?: Nuestros padres dieron culto a Dios en este monte, significando a Abrahán, pues se decía que a ese monte llevó su hijo Isaac. ¿Cómo decís vosotros que Jerusalén es el sitio en donde se le debe dar culto? Advierte cuánto se ha elevado su pensamiento. La que antes sólo cuidaba de mitigar su sed, ya se interesa y pregunta sobre el dogma. ¿Qué hace Cristo? No le responde resolviendo la cuestión (pues él no tenía interés en ir contestando exactamente las preguntas, cosa que habría sido inútil), sino que lleva a la mujer a mayores elevaciones. Sólo que no le trató de estas cosas hasta que la mujer lo confeso como profeta, para que así luego ella diera mayor crédito a sus palabras. Puesto que una vez que eso creyera, ya no pondría en duda lo que se le dijera.

Avergoncémonos y confundámonos. Esta mujer que había tenido cinco maridos, que era una samaritana, demuestra tan gran empeño en conocer la verdad y no la aparta de semejante búsqueda ni la hora del día ni otra alguna ocupación o negocio, mientras que nosotros no sólo no investigamos acerca de los dogmas, sino que en todo nos mostramos perezosos y llenos de desidia. Por tal motivo, todo lo descuidamos. Pregunto: ¿quién de vosotros allá en su hogar toma un libro de la doctrina cristiana, lo examina, o escruta las Sagradas Escrituras? ¡Nadie, a la verdad, podría responderme afirmativamente!

En cambio encontraremos en el hogar de la mayor parte de vosotros cubos y dados para juegos, pero libros o ninguno o apenas en pocos hogares. Y estos pocos que los poseen se portan como si no los tuvieran, pues los guardan bien cerrados y aun abandonados en su escritorio. Todo el cuidado lo ponen en que las membranas sean muy finas, o los caracteres muy lindos, pero no en leerlos. Es que no los adquieren en busca de la utilidad, sino para poner manifiesta su ambiciosa opulencia. ¡Tan grande fausto les exige la vanagloria! De nadie oigo que ambicione entender los libros; pero en cambio sí se jactan muchos de poseer libros con letras de oro escritos. ¿Qué utilidad se saca de eso?

Las Sagradas Escrituras no se nos han dado para eso, o sea para tenerlas únicamente en los libros, sino para que las grabemos en nuestros corazones. Semejante forma de poseer los Libros santos es propia de la ostentación judaica; quiero decir, cuando los preceptos divinos se quedan en los escritos. No se nos dio al principio así la ley, sino que se nos grabó en nuestros corazones de carne. Y no digo esto como para prohibir la adquisición de los Libros. Más aún, la alabo y anhelo que se realice. Pero quisiera que sus palabra y sentido de tal modo los traigamos en nuestra mente que quede ella purificada con la inteligencia de lo escrito.

Si el demonio no se atreve a entrar en una casa en donde tienen los evangelios, mucho menos se atreverán ni el demonio ni el pecado a acercarse a un alma compenetrada con las sentencias de los evangelios. Santifica, pues, tu alma, santifica tu cuerpo; y para esto continuamente revuelve estas cosas en tu mente y acerca de ellas conversa. Si las palabras torpes manchan y atraen a los demonios, es claro con toda certeza que la lectura espiritual santifica y atrae las gracias del Espíritu Santo. Son las Escrituras cantares divinos. Cantemos en nuestro interior y pongamos este remedio a las enfermedades del alma. Si cayéramos en la cuenta del valor que tiene lo que leemos, lo escucharíamos con sumo empeño.

Constantemente repito esto y no dejaré de repetirlo. ¿Acaso no sería absurdo que mientras los hombres sentados en la plaza refieren los nombres de los bailarines y de los) aurigas y aun describen cuál sea el linaje, la ciudad, la educación y aun los defectos y las cualidades de los corceles, los que acá acuden a estas reuniones nada sepan de lo que aquí se hace y aun ignoren el número de los Libros sagrados? Y si me objetas que en referir aquellas cosas se experimenta grande deleite, yo demostraré que mayor se obtiene de las Sagradas Escrituras. Porque pregunto: ¿qué hay más suave, qué hay más admirable? ¿Acaso el contemplar cómo un hombre lucha con otro, o más bien el ver cómo un hombre lucha contra el demonio, y cómo combatiendo uno que tiene cuerpo contra otro incorpóreo, sin embargo, aquél supera y vence a éste?

Pues bien: contemplemos estas batallas; éstas, digo, que es honroso y útil imitar y quienes las imitan reciben la corona; y no aquellas otras cuyo anhelo cubre de ignominia a quienes las imitan. Esas las contemplarás en compañía de los demonios, si te pones a verlas; aquellas otras, en compañía de los ángeles y del Señor de los ángeles. Dime: si pudieras tú disfrutar de los espectáculos sentado entre los príncipes y los reyes ¿no lo tendrías como sumamente honorífico? Pues bien, acá, viendo tú al diablo cómo es castigado en las espaldas, mientras te sientas con el Rey; y cómo forcejea y procura vencer pero en vano ¿no correrás a contemplar este espectáculo?

Preguntarás: ¿cómo puede ser eso? Pues! con sólo que tengas en tus manos el Libro Sagrado. Porque en él verás los fosos y límites de la palestra y las solemnes carreras y las oportunidades de dominar al adversario y artificio que usan las almas justas. Si tales espectáculos contemplas, aprenderás el modo de combatir y vencerás a los demonios. Aquellos otros espectáculos profanos son festivales diabólicos y no reuniones de hombres. Si no es lícito entrar en los templos de los ídolos, mucho menos lo será entrar a esas solemnidades satánicas.

No cesaré de decir y repetir estas cosas, hasta ver que cambiáis de costumbres. Porque decirlas, afirma Pablo, a mí no me es gravoso y a vosotros os es salvaguarda. Así pues, no llevéis a mal nuestra exhortación. Si fuera cuestión de no molestarse, más bien me tocaría a mí, puesto que no se me hace caso, que no a vosotros, que continuamente las oís pero nunca las obedecéis. Mas ¡no! ¡lejos de mí que me vea obligado a siempre acusaros! Haga el Señor que libres de semejante vergüenza, es hagáis dignos de los espirituales espectáculos y gocéis además de la gloria futura, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria en unión con el Padre y el Espíritu santo, por los siglos de los siglos. Amén.




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HOMILÍA XXXIII (XXXXII)

Le dijo Jesús: Créeme, mujer; llega la hora, cuando ni en ese monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros no dais a Dios un culto idóneo. Nosotros le damos a Dios un culto legítimo, pues la salvación viene de los judíos (Jn 4,21-22).

EN TODO, carísimos, nos es necesaria la fe que es madre de los bienes y medicina saludable, sin la cual no podemos captar la enseñanza acerca de los grandes dogmas; sino que, a la manera de quienes pretenden cruzar el mar sin nave alguna, que apenas logran con pies y manos nadar un poco y cuando han avanzado algo son absorbidos por las olas, del mismo modo quienes echan mano de sus propios raciocinios, antes de alcanzar a comprender los dogmas padecen naufragio en la fe. Así se expresa Pablo: Padecieron naufragio en la je. Para que no lo suframos nosotros, apoyémonos en el ancla sagrada, mediante la cual Cristo ahora va conduciendo a la samaritana.

Habiendo ella preguntado: ¿Cómo decís vosotros que Jerusalén es el lugar en donde se ha de dar culto a Dios? Jesús le responde: Créeme, mujer: llega la hora, cuando ni en ese monte, ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Le revela aquí un dogma supremo, que no le descubrió a Natanael ni a Nicodemo. La mujer se esfuerza en demostrar que sus prácticas ston superiores a las de los judíos y trata de probarlo recurriendo a sus antepasados. Cristo a eso nada le responde. Porque en ese momento hubiera sido inútil explicarle por qué los padres antiguos adoraban en el monte y los judíos en Jerusalén. Calló, pues, acerca de eso; y haciendo a un lado la cuestión sobre la preeminencia de esos lugares, levanta el alma a mayores alturas, y le declara cómo ni los judíos ni los padres podrán en adelante proporcionar algún don que sea de importancia. Hasta después trata lo de la preeminencia. Y da a entender la superioridad de los judíos; pero no porque prefiera él un sitio al otro, sino por otra única razón. Como si dijera: Ya para nada hay que discutir acerca de esos otros sitios.

Por lo demás, en cuanto al modo de tributar culto a Dios, debían preferirse los judíos a los samaritanos, pues dice Jesús: Vosotros no dais a Dios un culto idóneo. Nosotros le damos a Dios el culto legítimo. ¿Cómo es eso de que los; samaritanos no daban a Dios un culto idóneo? Porque pensaban que Dios podía estar circunscrito a un lugar y aun ser dividido en partes. Y con semejante pensamiento le daban culto. Por eso comunicaron a los persas que el dios de aquella región estaba irritado, no juzgando de él de otro modo que de un ídolo. Por igual motivo continuaban dando culto a Dios y a los demonios, entremezclando y confundiendo lo que no puede mezclarse.

Los judíos estaban libres de semejante error y tenían a Dios como el Dios del universo, aun cuando en realidad no todos pensaran así. Por lo cual dice Jesús: Vosotros no dais a Dios un culto idóneo; nosotros le damos un culto legítimo. No te extrañes de que él se cuente en el mismo número de los judíos, porque habla siguiendo la opinión de la mujer y como uno de los profetas judíos, y por tal motivo usó la expresión: damos culto. Lo de que se le dé culto es cosa clara para todos, puesto que es lo propio de la criatura, y recibirlo es propio del Señor de las criaturas. Pero Jesús aquí habla como judío. De modo que ese nosotros quiere decir: nosotros los judíos.

El alabar el culto de los judíos le procura credibilidad a sus palabras, aparta toda sospecha y demuestra que no lo alaba por ningún título de parentesco. Quien acerca de aquel sitio de que tanto se gloriaban los judíos y por el cual creían deber ser preferidos, así se expresa, y les quita toda preferencia, manifiesta claramente que no habla por agradar a alguien, sino movido de la verdad y de la fuerza profética. Y, pues apartó a la mujer de aquella opinión que ella tenía, al decirle: Créeme, mujer, y lo demás que sigue, le añadió enseguida: Porque la salvación viene de los judíos. Es decir: o bien porque de Judea manaron bienes. a todo el orbe (puesto que en los judíos tuvo su origen el conocimiento de Dios, la reprobación de los ídolos y las demás verdades y aun vuestro culto, aun cuando no sea idóneo); o también porque llama salvación a su advenimiento propio. Más aún: no errará quien diga de la salvación que El dice venir de los judíos, que contiene ambos sentidos.

Así lo daba a entender Pablo al decir: Y de éstos desciende el Mesías según la carne, quien es sobre todas las cosas Dios bendito. ¿Observas cómo ensalza al Antiguo Testamento y lo declara raíz de todos los bienes, y que él para nada es contrario a la ley? Porque afirma que la causa de los bienes son los judíos. Pero llega el momento, y es ahora, cuando los verdaderos adoradores darán culto al Padre. Como si dijera: Nosotros, oh mujer, tenemos la preeminencia en el modo de dar culto a Dios; pero este culto en adelante ha llegado a su fin. Pues se cambiará no únicamente el sitio, sino el modo mismo de tributar ese culto. Y es ya el momento y tales cosas están a la puerta. Pues: Llega ya el momento y es ahora.

Porque los profetas habían hablado con mucha anticipación, suprimiendo Jesús esa anticipación, dice en este pasaje: Y ahora es. Como si dijera: No pienses que esta profecía tendrá cumplimiento tras de largo lapso, puesto que las cosas están ya a la puerta y se apresuran. Cuando los verdaderos adoradores darán culto al Padre en espíritu y en verdad. Al decir verdaderos, rechazó juntamente a judíos y samaritanos; pues aun cuando aquéllos sean mejores que éstos, pero respecto de lo que va a venir son muy inferiores, como lo es la figura respecto de la verdad. Habla aquí de la Iglesia, pues ella es la conveniente adoración de Dios.

Porque tales quiere el Padre que sean sus adoradores. En consecuencia, si tales adoradores quiere el Padre, síguese que no concedió a los judíos antiguamente su forma de culto con voluntad plena, sino únicamente permisiva y por indulgencia, y para congregarlos también a ellos. Mas ¿quiénes son los verdaderos adoradores? Los que no circunscriben el culto a un sitio determinado, sino que adoran a Dios en espíritu, como dice Pablo: Dios, a quien doy culto en mi espíritu, evangelizando a su Hijo y también: Os ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos como víctima viviente, santa, agradable a Dios. Es espiritual vuestro culto? Cuando dice Jesús: Espíritu es Dios, no significa otra cosa sino que es incorpóreo. Conviene, pues, que el culto a quien es incorpóreo sea también incorpóreo; y que se le ofrezca por aquello que en nosotros es incorpóreo, o sea por el alma y la pureza de la mente.

Por esto dice: Y los que le rinden culto es menester que se lo rindan en espíritu y en verdad. Como samaritanos y judíos descuidaban el alma y en cambio eran muy cuidadosos del cuerpo y en mil formas lo purificaban, afirma que lo que se ha de cuidar no es la limpieza del cuerpo, sino lo que en nosotros es incorpóreo, como lo es la mente. En consecuencia, no ofrezcas a Dios ovejas ni terneros, sino ofrécete a ti mismo en holocausto: que esto es presentarle una hostia viva. Porque es necesario adorarlo en verdad. Las cosas antiguas, como la circuncisión, los holocaustos, los sacrificios, el incienso eran figuras; pero ahora ya todo es verdad.

Ya no es cuestión de circuncidar la carne, sino los malos pensamientos; y es necesario crucificarse a sí mismo y quitar e inmolar las malas concupiscencias. Pero todo esto a la samaritana le parecía oscuro. Y como no alcanzara la sublimidad de tales verdades, y quedara fluctuando, oye qué es lo que dice: Sé que está por venir el Mesías (que quiere decir Cristo). Cuando él llegue nos lo manifestará todo. Le dijo Jesús: Yo soy, el que habla contigo. ¿Por qué esperaban los samaritanos el advenimiento del Cristo? Porque únicamente admitían lo escrito por Moisés. Pues por esos mismos escritos, allá al principio reveló al Hijo. Aquello de: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra se dijo en referencia al Hijo. Y es el Hijo quien habla a Abrahán en su tienda de campaña. Y Jacob en profecía dice de El: No se irá de Judá el báculo, ni faltará jefe de su descendencia hasta que venga aquel a quien le está reservado y a quien rindan homenaje las naciones. Y el mismo Moisés dice: El Señor Dios os suscitará un profeta de entre vuestros hermanos; a él obedeceréis.

Igualmente podría yo reunir aquí lo que se dice de la serpiente de bronce, de la vara de Moisés, de Isaac y la oveja, y muchas otras cosas que prefiguraban la venida de Cristo. ¿Preguntarás por qué Cristo no usó de esas figuras para persuadir a la samaritana; y en cambio a Nicodemo le puso delante la serpiente y a Natanael le recordó las profecías? Mientras que a esta mujer nada de eso le dijo. ¿Por qué motivo? Porque esos otros eran varones que se ocupaban en estudiar esas cosas; mientras que la mujer era sencilla, ignorante, ruda y no versada en las Escrituras. Por tal motivo Cristo al hablar con ella no echa mano de esas cosas, sino que la atrae mediante lo del agua y aquella predicción. Por ahí la lleva a la memoria del Cristo hasta que finalmente se le descubre a sí mismo.

Si antes de que la mujer indagara, Jesús se lo hubiera dicho, habría parecido delirar y hablar cosas vanas. Ahora, en cambio, cuando poco a poco le ha traído a la memoria las cosas dichas, oportunamente se le revela. Y por cierto, mientras los judíos le decían: ¿Hasta cuándo nos vas a tener suspensos? Si eres el Cristo, dínoslo nada les respondió claramente. En cambio a la samaritana abiertamente le declara que El es el Cristo. Lo hizo porque la mujer estaba en mejores disposiciones que los judíos. Estos no preguntaban para saber, sino siempre para infamarlo. Si hubieran deseado saber, les habría bastado con las divinas Escrituras, los discursos y los milagros. La samaritana hablaba con sencillez y sinceridad, como quedó claro por lo que luego hizo. Oyó, creyó y atrajo a otros a creer; y en todo se ve la diligencia y la fe de esta mujer.

En este punto llegaron los discípulos. Es decir en el momento oportuno, cuando ya la enseñanza estaba completa. Y se extrañaron de que hablase con una mujer. Pero nadie le preguntó: ¿De qué discutes o de qué conversas con ella?

¿De qué propiamente se admiraban? De su afabilidad, de su humildad, de que siendo ya tan ilustre, se dignara abajarse hasta conversar con una mujer pobre y además samaritana. Sin embargo, aun extrañados, no preguntaron el motivo; porque ya estaban enseñados a mantenerse en su grado de discípulos; y por esto le tenían un temor reverencial. Aunque aún no pensaban de El conforme a su dignidad, pero lo miraban como un hombre admirable y lo obedecían. A pesar de todo, de vez en cuando se mostraban un tanto atrevidos, como cuando Juan se recostó sobre su pecho y cuando se le acercaron para preguntarle: ¿Quién es mayor en el reino de los cielos? y cuando los hijos del Zebedeo le pedían sentarse en su reino uno a la derecha y el otro a la izquierda.

Entonces ¿por qué ahora nada le preguntan? Porque en aquella ocasión, por tratarse de asuntos perenales, era necesario preguntarle; mientras que ahora para nada les tocaba el asunto. Por lo que mira a Juan, lo hizo mucho tiempo después, cuando, confiado en el cariño que Cristo le tenía, tuvo ya más confianza. Pero no nos detengamos en esto, carísimos, de llamar bienaventurado a este apóstol, sino pongamos los medios para que se nos cuente entre los bienaventurados. Imitemos a este evangelista, y veamos los motivos de haber conseguido de parte de Cristo tan grande cariño.

¿Cuál fue el motivo? Abandonó a su padre y la barquilla y la red y siguió a Cristo. Pero en eso obró como su hermano y como Pedro y como Andrés y como los otros apóstoles. ¿Qué fue lo que tuvo tan eximio que le alcanzó de parte de Cristo que se le amara en tal manera? El por su parte nada dijo acerca de esto, sino únicamente que era el discípulo amado; pero se calló acerca del motivo de semejante predilección. Que Cristo lo amaba en forma eximia es cosa clara para todos. Sin embargo, no lo vemos en el evangelio platicando con Jesús ni tomando a éste aparte, como con frecuencia lo hizo Pedro, como lo hizo Felipe, como Judas, como Tomás, sino solamente una vez y eso en gracia de otro condiscípulo que se lo rogaba. En efecto, como le hiciera señas el jefe de los apóstoles, tuvo Juan necesidad de interrogar al Maestro; pues él y Pedro mutuamente se profesaban cariño: así se refiere que juntos subieron al templo y juntos hablaron al pueblo. Sólo que Pedro con frecuencia se expresa en forma más ardorosa y lo mismo es cuando se mueve y cuando habla. Finalmente, escucha a Cristo que dice: ¡Pedro! ¿me amas más que éstos?§ Sin duda que quien amaba más que los otros era a su vez más amado que los otros. Pero uno se hizo esclarecido por su amor a Jesús; el otro por el amor de Jesús hacia él. De modo que en resumidas cuentas ¿qué fue lo que a Juan le concilio ese eximio cariño de Jesús?

Yo pienso que Juan demostraba una modestia y una mansedumbre grande, por lo cual muchas veces; no se le encuentra procediendo con tanta libertad y confianza. Y cuán excelente sea esa virtud, se colige de Moisés; porque fue ella la que lo hizo tan eminente. Nada hay que se iguale a la humildad. Por eso Cristo comenzó por ella a enumerar las bienaventuranzas. Como quien iba a echar los cimientos de un excelso y altísimo edificio, estableció antes que nada la humildad. Nadie sin ella puede alcanzar la salvación. Aunque alguno haya ayunado, aunque se haya entregado a la oración y haya hecho grandes limosnas, si lo ha hecho por fausto y soberbia, todo es abominable ante Dios. Pero si hay humildad, todo resulta deseable y amable y se ejercita con seguridad.

Procedamos pues modestamente, carísimos; procedamos modestamente. Si somos vigilantes, resulta fácil semejante virtud. Porque ¡oh hombre! ¿qué es lo que te levanta en soberbia? ¿No observas lo vil de tu naturaleza y tu voluntad inclinada al mal? Piensa en tu muerte, en la multitud de tus pecados. ¿O es que te exaltas por haber llevado a cabo muchas y preclaras hazañas? Pues con ensoberbecerte lo pierdes todo. De manera que más bien que el pecador, el que cultiva la virtud es quien ha de trabajar en la modestia. ¿Por qué razón? Porque al pecador su conocimiento lo obliga a proceder con moderación; mientras que el virtuoso, si no tiene gran vigilancia, muy pronto, como arrebatado de un viento poderoso, se desvanece y es arrastrado, como le sucedió al fariseo aquel del Evangelio.

Pero ¿es que das limosna a los pobres? Mas no les suministras lo que es tuyo, sino lo que pertenece al Señor y es posesión común de todos los consiervos. En consecuencia, es necesario humillarse también cuando en las calamidades que acontecen a tus prójimos adviertes lo que a ti puede sucederte y aprendes cuál sea la condición propia de tu naturaleza. Quizá también tenemos progenitores que fueron de esa misma clase social. Y si nos han venido riquezas, sin duda posible tendremos que abandonarlas. Pero, en fin ¿qué son las riquezas? Sombra vana, humo que se desvanece, flor de heno y aun cosa más de nada que las flores. Entonces ¿por qué te envaneces per lo que es heno? ¿Acaso no se enriquecen también los ladrones, los afeminados, las meretrices y los violadores de sepulcros? Y tú ¿te hinchas por tener como consocios de semejantes haberes a tales personas?

¡Pero es que ambicionas honores! Pues nada más apto para conseguir honores que el hacer limosna. Los honores nacidos de las riquezas y el poder son forzados y odiosos; mientras que aquellos otros brotan de la sincera conciencia de quienes nos honran; y son tales que ni los mismos que nos honran pueden privarnos de ellos. Y si los hombres demuestran tan gran reverencia para con quienes hacen limosna y les desean toda ciaste de bienes, piensa cuán grande premio recibirán de parte del benigno Dios y cuán grande recompensa. Busquemos estas riquezas que permanecen para siempre y que nunca huyen ni se nos escapan; para que por este camino, aquí en la vida presente seamos grandes y luego en la futura esclarecidos; y alcancemos los bienes eternos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.





Crisostomo Ev. Juan 32