Crisostomo Ev. Juan 61

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HOMILA LXI (LX)

Se celebraba en aquellos días en Jerusalén la fiesta de la dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. De pronto lo rodearon los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo tendrás suspensas nuestras almas? (Jn 10,22-24).

TODAS LAS VIRTUDES son buenas, pero de modo especial la mansedumbre y la clemencia. Esta es la que demuestra que somos hombres y nos diferenciamos de las fieras; ésta la que nos iguala a los ángeles. Por eso Cristo con frecuencia habla de ella y nos ordena ser mansos y humildes. Y no sólo habla de ella, sino que con sus obras nos la enseña, ya sufriendo bofetadas, ya injurias y asechanzas, y conversando siempre con los judíos como antes. Pues bien: los que lo habían llamado endemoniado y sa-maritano y con frecuencia habían intentado darle muerte y habían querido lapidarlo, ésos son los que ahora lo rodean y le preguntan: ¿Eres acaso el Cristo? Tras de tantas y tamañas asechanzas, no los rechazó, sino que les respondió con suma mansedumbre. Pero es necesario tomar este discurso desde más arriba.

Dice el evangelista: Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación, y era tiempo de invierno. Grande y solemne era esta festividad. Muy solemnemente celebraban este día en que fue terminado y dedicado el templo, cuando regresaron de la cautividad de Persia. Cristo se hallaba presente en Jerusalén en ese día festivo, pues cuando ya se acercaba su muerte con frecuencia iba a la ciudad. Lo rodearon los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo tendrás en suspenso nuestras almas? Si tú eres el Cristo dínoslo claramente. Por su parte Cristo no les dijo: ¿Para qué me lo preguntáis? Muchas veces me habéis llamado poseso, loco furioso, samaritano; pensáis que soy contrario a Dios y engañador; y hace poco me decíais: Tú testificas de ti mismo, tu testimonio no es fidedigno: ¿por qué, pues, ahora me preguntáis y queréis oírlo de Mí, cuando rechazáis mi testimonio?

Nada de eso les dijo, aun conociendo sus malas intenciones. El hecho de que lo rodearan y dijeran: ¿Hasta cuándo tendrás en suspenso nuestras almas?, al parecer provenía de cierto cariño y anhelo de saber. Pero la intención de los que preguntaban era doblada y perversa. Gomo las obras de Cristo no se prestaban para calumniarlo, procuraban cogerlo en palabras haciéndole otras preguntas diferentes de las anteriores; y con frecuencia interrogándolo para con sus mismas expresiones redar-güirlo. No pudiendo acusar sus obras, buscaban ocasión en sus palabras.

Tal es el motivo de que le insten: ¡Dinos! Muchas veces lo había ya aseverado. A la samaritana le dijo: Yo soy, el que hablo contigo. Y al ciego: Lo has visto y el que habla contigo ése es. Lo mismo les había dicho a ellos, aunque con otras palabras. De modo que si hubieran tenido sana intención y hubieran con rectitud querido investigar, deberían haber confesado por sus palabras al mismo que lo había demostrado con sus obras muchas veces. Pero considera la maldad de esos hombres. Cuando habla a las turbas y enseña, le dicen: ¿Qué señal o milagro presentas? Y cuando presenta como prueba sus obras, entonces le dicen: Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente. Cuando las obras están clamando, buscan las palabras; y cuando sus palabras lo declaran, entonces exigen las obras, y constantemente se colocan en el extremo contrario. Y que no preguntaban de buena fe lo demuestra la forma en que este diálogo termina.

Porque al que juzgaban tan digno de fe que lo admitían a testificar de sí mismo, apenas dice unas palabras y tratan de lapidarlo. De modo que esa maniobra de rodearlo y preguntarle nacía de perversidad. Pero aun la forma de preguntarle resu-maba odio notable: Dinos claramente si tú eres el Cristo. Jesús en las festividades hablaba con plena claridad, y siempre acudía a ellas, y en oculto nada decía. Como adulándolo le dicen:

¿Hasta cuándo tienes en suspenso nuestras almas? Lo hacen para provocarlo a hablar y encontrar alguna ocasión de acusarlo. Esa mala intención perpetua de preguntarle pero no para aprender sino para criticar sus palabras se comprueba no solamente por este pasaje, sino por otros muchos. Así cuando se le acercaron y dijeron: ¿Es lícito pagar el tributo al César o no?;2 y lo mismo cuando le trataron lo del repudio de la mujer; y cuando le pusieron el caso de aquella que decían haber tenido siete maridos, claramente se les vio que no preguntaban por el deseo de saber, sino con mala intención.

Pero entonces El los desenmascaró con estas palabras: ¿Por qué me tendéis un lazo, ¡hipócritas!, demostrándoles que conocía sus secretas intenciones. Aquí en cambio nada de eso les responde, para enseñarnos que no siempre se ha de refutar a los que nos ponen asechanzas, sino que muchas de esas cosas se han de llevar con modestia y mansedumbre. Necia cosa era, cuando las obras clamaban, andar buscando el testimonio de las palabras. Por eso, escucha cómo les responde, dándoles a entender al mismo tiempo que en vano hacen semejante pregunta, puesto que no quieren saber y que ya El con sus obras había emitido un testimonio más claro que con las palabras.

Porque les dice: Muchas veces os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que en nombre de mi Padre yo hago, éstas dan testimonio de Mí. Es lo que ya confesaban entre sí los más moderados: No puede un hombre pecador hacer estos prodigios. Y también: No puede el demonio abrir los ojos de los ciegos. Y más aún: No puede obrar tales milagros si no está Dios con él. Y advirtiendo los prodigios que obraba, decían: Cuando venga el Cristo ¿acaso hará más milagros que éste? Y sin embargo esos mismos querían más milagros para creer en él y decían: ¿Qué señal nos das para que veamos y creamos?

En esas ocasiones, puesto que simulaban que habían de creer por solas las palabras de él, no habiendo creído tras de tantas obras y tan maravillosas, les echó en cara su maldad con estas palabras: Si no creéis por las obras ¿cómo creeréis por las palabras? Que era decirles que su pregunta era inútil. Por lo cual ahora les dice: Os lo he dicho, pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Por mi parte he ejercitado perfectamente el oficio de Pastor. Si pues no me seguís, os negáis, no porque yo no sea buen pastor, sino porque vosotros no sois de mis ovejas.

Porque mis ovejas, les dice, oyen mi voz y me siguen y Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás. Y nadie puede arrebatarlas de mi mano. Porque mi Padre que me las dio es superior a todos. Y nadie puede arrebatarlas de manos de mi Padre. Yo y mi Padre somos una misma cosa. Advierte cómo al refutarlos, al mismo tiempo los atrae y exhorta a seguirlo. Les dice: Vosotros no me oís, pues ni siquiera sois ovejas; los que me siguen, ésos son de mi rebaño. Les decía esto para que se esforzaran en ser sus ovejas. Una vez que ha expuesto lo que lograrán si lo siguen, los incita para despertarlos a que lo sigan.

Pero ¿qué? ¿Es acaso que no las arrebatan a causa del poder del Padre, pero Tú nada puedes? ¿No puedes Tú guardarlas? ¡Lejos tal cosa! Sino que se expresa así para que entiendas que la expresión: El Padre que me las dio fue dicha para que no lo tuvieran como contrario al Padre. Pero una vez que dijo: Nadie las arrebata de mi mano, prosigue y declara ser una misma su mano y la del Padre. Si esto no fuera así, habría tenido que decir: El Padre que me las dio es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de mi mano. Pero no dijo así, sino: De mano de mi Padre.

Y luego, para que no pensaras que El era débil para defenderlas, y que las ovejas estaban seguras a causa del poder del Padre, añadió: Yo y el Padre somos una misma cosa; es decir, en cuanto al poder, que es de lo que aquí se trataba. Pero si uno mismo es el poder, queda claro que también una misma es la substancia. Significa esto que por más cosas que hagan los judíos poniendo asechanzas y echando de la sinagoga, todo lo han urdido en vano. Puesto que las ovejas están en manos de mi Padre, como dice el profeta: En las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente?

Y para demostrar que no es sino una sola mano, unas veces la llama suya y otras de su Padre. Pero cuando oyes decir mano no pienses en nada sensible, sino en el poder y fortaleza. Si nadie las arrebata porque el Padre le ha comunicado ese poder, sería superfluo añadir: Yo y mi Padre somos una misma cosa. Si el Hijo fuera menor que el Padre, esa expresión constituiría una temeridad; de modo que no significa otra cosa, sino igualdad en el poder. Lo entendieron así los judíos y por tal motivo tomaron piedras para lapidarlo. A pesar de eso Jesús no retiró su proposición. Si ellos se hubieran engañado al interpretarlo así, lo propio era corregirlos y decirles: ¿Por qué hacéis eso? Yo no he dicho tal cosa como igualar mi poder al de mi Padre. Pero Jesús procede al contrario y mientras ellos se enfurecen El confirma y demuestra su proposición. No se disculpa como si hubiera proferido una falsedad equivocada; sino que, por el contrario, los increpa como a quienes no tienen de El la conveniente opinión.

Como ellos le dijeran: No te lapidarnos por alguna buena obra, sino por la blasfemia; porque tú siendo hombre te haces Dios, oye lo que les dice: Si la Escritura llamó dioses a aquellos a quienes se dirigió la palabra divina ¿cómo decís vosotros que yo blasfemo porque dije: Hijo soy de Dios? Significa lo siguiente: Si aquellos que por gracia recibieron el ser hijos de Dios no son acusados cuando se llaman Hijos de Dios ¿con qué derecho increpáis a aquel que por naturaleza posee esa filiación? No se lo dijo así tan claramente, pero lo demostró una vez que más sencillamente les dijo: Aquel a quien el Padre consagró y envió al mundo.

Ya que hubo de este modo aplacado el furor de ellos, finalmente trajo la demostración clara. Entre tanto, para que admitieran lo que decía, habla en forma más humana y luego los levanta a cosas más excelentes, diciendo: Si no hago las obras de mi Padre no creáis en Mí; mas si las hago, ya que a Mí no me creéis, creed a las obras. ¿Adviertes cómo, según lo que ya dije, demuestra no ser en nada inferior al Padre, sino en absoluto igual a El? Puesto que la substancia divina no podría verse, trae la demostración de la igualdad en el poder por la igualdad e identificación en las obras.

Dime, pues, ¿qué es lo que debemos creer? Que el Padre está en Mí y Yo en el Padre. Porque Yo no soy otra cosa sino el Padre, permaneciendo Hijo; y no es el Padre otra cosa sino Yo, permaneciendo Padre; y el que me conoce, conoce al Padre y conoce igualmente al Hijo. Si el Hijo fuera menor que el Padre en el poder, semejante conocimiento sería falso. No puede conocerse ni la substancia ni el poder por medio de otra substancia. Entonces una vez más trataron de aprehenderlo, pero El se escabulló de sus manos. Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, en donde había estado bautizando Juan al principio. Y muchos acudieron a El y decían: Juan no hizo ningún milagro; pero todo cuanto dijo acerca de éste era verdad. Tras de anunciar cosas altas y sublimes, al punto se apartaba para dar lugar y tiempo a que se aplacara el furor de los judíos, de tal manera que con su ausencia se suavizaran.

Así lo hace ahora. Mas ¿por qué motivo el evangelista señala el lugar? Para que entiendas que Jesús se retiró allá a fin de recordarles lo que en ese sitio Juan había dicho y hecho, y también el testimonio que de El había dado. Y, en efecto, cuando llegaron allá se acordaron del Bautista. Por eso dicen: Juan no hizo ningún milagro. Si no fue ésa la intención del evangelista ¿a qué venía esa añadidura? La puso para que el sitio les trajera a la memoria al Bautista y el testimonio que había proferido.

Considera la exactitud del reciocinio que hacen. Dicen ellos: Juan no hizo ningún milagro, pero éste hace milagros. Por aquí se demuestra su mayor excelencia. Pero si creímos a Juan que no obraba ningunos milagros, mucho más creeremos en éste. Y luego, como Juan era quien había dado el testimonio de Cristo, para que no se creyera que por no haber hecho milagros era indigno de proferir aquel testimonio, añaden que, aun cuando ningún milagro hizo, sin embargo lo que dijo de Cristo era verdadero. De modo que no fue tenido Cristo como fidedigno por el testimonio de Juan, sino al revés, Juan fue tenido como fidedigno a causa de las obras de Cristo.

Y muchos creyeron en El. Muchas cosas había que los atraían a Cristo. Recordaron sus palabras cuando decía que Cristo era más poderoso que él y que era vida, verdad y todo lo demás, y también recordaron la voz que había venido de lo alto y el Espíritu que se había manifestado en forma de paloma y había hecho delante de todos la presentación de Cristo. Añadíase la prueba por medio de los milagros con la que se confirmaban en su fe. Como si dijeran: Si fue necesario creer en Juan, mucho más lo es creer en éste. Si creímos en Juan sin milagros, mucho más debemos creer en éste, ensalzado por el testimonio de aquél y comprobado además por los milagros.

¿Adviertes cuánto les ayuda el sitio y el apartarse de los hombres malvados? Por tal causa Cristo con frecuencia los apartaba de semejante compañía. Y encontramos que lo mismo se hacía en la Ley Antigua. Así educó a los israelitas lejos de los egipcios, en el desierto, y los instruyó en todo. Y así nos persuade que hagamos nosotros. Nos ordena evitar las plazas, el tumulto, las turbas, y orar tranquilamente en el aposento. La nave que no es agitada por la tempestad, navega con viento próspero; y el alma libre de los negocios seculares, reposa como en un puerto.

Conforme a esto, convendría que las mujeres se entregaran a la virtud más continuamente que los hombres, pues de ordinario sólo tienen cuidado de los asuntos domésticos. -Así Jacob fue sencillo pues habitó en su casa, libre de los tumultos. Porque no sin motivo anotó la escritura: Viviendo en su casa A Dirás que también dentro de casa hay alborotos no pequeños. Pero es porque quieres y tú mismo te buscas las preocupaciones. El hombre, en mitad de la plaza o delante de los tribunales, anda agitado por los negocios externos, como por un oleaje; mientras que la mujer, como si estuviera en un gimnasio de virtudes, sentada en su hogar, recogido el pensamiento, puede entregarse a la oración, a la piadosa lectura y a los demás ejercicios de virtud.

Así como nada perturba a los monjes que viven en el desierto, así la mujer que permanece en su hogar puede gozar de tranquilidad perpetua. Y si alguna vez ha de salir, eso no le causa perturbación alguna. Ya sea que venga a la iglesia o vaya a los baños, la realidad es que muchas veces se ve obligada a salir del hogar; pero lo ordinario es que permanezca en el interior de su casa; y así puede ejercitar la virtud y serenar a su esposo que se presenta alterado, y aplacarlo y quitarle los pensamientos inútiles y molestos, y librarlo de los cuidados del foro que lo han preocupado, y hacerlo que aproveche y lleve en su alma los bienes aprendidos en su hogar. Porque no, no hay nada que tenga la fuerza de una mujer prudente y piadosa para modelar al hombre y educarlo en la forma que bien le pareciere.

Ni a los amigos, ni a los maestros, ni a los príncipes soportará el esposo como a su esposa, cuando lo amonesta y aconseja. Es porque semejantes admoniciones llevan cierta mezcla y dosis de dulzura y placer a causa del amor. Podría yo citar muchos casos de esposos ásperos y difíciles a quienes las esposas los han vuelto mansos y humildes. La esposa, compañera del varón en la mesa, en el lecho, en la procreación de los hijos, y conocedora de todos los íntimos secretos del esposo y de sus andanzas y de muchas otras cosas, y por otra parte del todo entregada a su marido y a él unida como lo debe estar el cuerpo a la cabeza, si es prudente y laboriosa, ayudará a su esposo y cuidará de él más que todos.

En consecuencia, yo exhorto a las esposas a que así procedan y persuadan a sus esposos lo que es conveniente. Pues la mujer, así como tiene gran influjo para inducir a la virtud, así lo posee muy grande para llevar al vicio. La mujer perdió a Ab-salón; la mujer perdió a Amón; la mujer procuró perder a Job; la esposa salvó de la muerte a Nabal; la mujer salvó a su pueblo todo. Así Débora, así Judit y otras muchas bellamente ejercieron el papel de generales. Por lo cual dice Pablo: ¿Qué sabes tú, oh mujer, si salvarás a tu marido? Sabemos que en aquellos tiempos de Pablo, se entregaron a los trabajos apostólicos Pérside, María, Priscila. A ésas debéis imitar vosotras y educar a vuestros esposos no sólo con las palabras sino además con las obras. Preguntarás: pero ¿cómo instruiremos a nuestros maridos con las obras? Cuando tu esposo te vea honesta, nada curiosa, que no amas los adornos costosos ni buscas gastos su-perfluos, sino que te contentas con lo que hay, llevará con gusto tus consejos.

Pero si eres virtuosa con sólo las palabras, y luego te contradices en tus obras, te condenará como simplemente locuaz. Pero si con palabras y obras apoyas tus enseñanzas, te oirá y gustoso te hará caso. Si no buscas oro ni margaritas ni lujo en los vestidos, sino al revés la modestia, la templanza, la bondad, y todo esto lo sacas de tu propio tesoro, entonces podrás exigirle a él esas mismas virtudes. Si algo hay que hacer para agradar al marido es adornar el alma y no el cuerpo, que no es sino corromperlo. No te hará tan amable a tu esposo el oro como la templanza y la afabilidad y un ánimo dispuesto aun a dar la vida por él.

Esas virtudes son las que cautivan a los varones. En cambio los otros adornos superfluos le disgustan al hombre, le disminuyen los haberes de la familia, producen gastos y preocupaciones. Las virtudes que dijimos unen al esposo con la esposa. Porque la benevolencia, la amistad, el anhelo cariñoso, no procuran cuidados ni necesitan gastos sino todo lo contrario. El ornato corporal, a causa de la costumbre y uso continuo, causa hastío; en cambio el ornato del alma diariamente florece y enciende un cariño mayor.

De modo que si quieres agradar a tu esposo, adorna tu alma con la castidad, la piedad, el cuidado de las cosas domésticas. Estas virtudes sumamente agradan v atraen y jamás se marchitan. Semejante ornato no lo deteriora la vejez, no lo corrompe la enfermedad; mientras que el cuidado del cuerpo se deshace con el uso continuo, la enfermedad lo consume y otras muchas causas lo ¡lacen perecer. Los bienes del alma son superiores a todo eso. El ornato corporal engendra envidias y celos, mientras que el espiritual está libre de enfermedades y de vanas glorias.

Por estos medios, el manejo doméstico se facilita más y el rendimiento es mayor, pues el oro no andará rodeando tu cuerpo ni enredado a tu mano, sino que se utilizará en los gastos necesarios, como son el alimento de la servidumbre, el debido cuidado de los hijos y otras cosas razonables. Pero si a éstas se prefiere el lujo y en él se consume el dinero, entonces el corazón se angustia; y ¿qué ganancia, qué utilidad se obtiene con eso? Por otra parte el dolor no permite a los demás fijarse en el adorno. Sabéis, muy bien que sabéis que cuando alguno mira a una mujer envuelta en infinitos adornos, si él lleva en su alma causas de dolor, no puede deleitarse; porque quien ha de gozar necesita estar alegre. De modo que si el oro íntegro del esposo se ha consumido en adornar el cuerpo de la mujer, el marido, puesto por esa causa en estrecheces domésticas, no podrá recibir placer alguno.

Si, pues, queréis agradar, es necesario que deis lugar al placer; y lo daréis si suprimís semejantes acicalamientos. Si todo eso parece producir cierto deleite al tiempo de los esponsales, sucede que luego, con el transcurso del tiempo, se marchita. Si a causa de la costumbre ya no admiramos tanto el cielo tan bello ni el sol tan espléndido que no hay cuerpo que lo aventaje ¿cómo podremos admirar por mucho tiempo el ornato corporal? Digo esto, porque yo anhelo que os adornéis con el verdadero ornato que es aquel de que habla Pablo y lo ha ordenado: No con joyas de oro o margaritas o vestidos fastuosos, sino con buenas obras, como cumple a mujeres que profesan servir a Diosfi

¿Es que quieres agradar a los extraños y ser de ellos alabada? Semejante anhelo no es propio de una esposa casta. Pero si quieres, también puedes tener a los extraños como alabadores y amantes de la castidad. Puesto que a ese otro género de mujeres, nadie que juzgue con equidad y justicia lo alabará, sino solamente los hombres lascivos y muelles. Pero a la verdad ni aun éstos, sino que lo maldecirán en cuanto vean a una mujer lujuriosa. En cambio a una mujer honesta, lascivos y no lascivos, todos en general, la ensalzarán, puesto que ningún mal les causa; porque les da ejemplo de virtud: la honestidad de la mujer tiene eximias alabanzas entre los hombres y eximias recompensas ante Dios.

Buscad, pues, este ornato, para que en este mundo viváis con plena libertad y consigáis los bienes eternos. Ojalá logremos todos alcanzarlos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.




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HOMILÍA LXII (LXI)

Había un enfermo, por nombre Lázaro, de Betania, aldea de María y de Marta su hermana. María era la que ungió al Señor con perfumes (Jn 11,1).

MUCHOS HOMBRES, cuando caen en enfermedad o en pobreza u otro parecido sufrimiento, se perturban porque ignoran que eso es lo más propio de los amigos de Dios. Lázaro era uno de los amigos de Dios, y estaba enfermo. Así lo aseguraban los mensajeros: Señor, el que tú amas está enfermo. Pero tomemos la historia de más arriba. Dice el evangelista: Había un enfermo, por nombre Lázaro, de Betania. No sin motivo dice de dónde era Lázaro, sino por la razón que luego explicará. Por mientras, tratemos del texto presente. Utilmente indica quiénes eran las hermanas, y en especial María, que de algún modo sobresalía entre ellas; pues añade: María era la que ungió al Señor con perfume. En este punto algunos suscitan una cuestión acerca de por qué el Señor le permitió a esta mujer ungirlo. Conviene ante todo que sepas no ser esta María ninguna de aquellas de que hablan Mateo y Lucas, sino otra honesta mujer. Aquéllas1 eran mujeres cargadas de pecados; ésta, en cambio, era honrada y fervorosa, puesto que cuidó de recibir a Cristo en hospedaje. Cuenta el evangelio que también las hermanas de Lázaro amaban al Señor. Y sin embargo, permitió Jesús que Lázaro muriera.

¿Por qué habiendo enfermado su hermano no proceden ellas como el centurión o el Régulo que fueron a encontrar a Cristo, sino que le envían un mensajero? Porque en absoluto confiaban en Cristo y le eran muy familiares. Por otra parte, eran débiles mujeres y las impedía el sufrimiento. Que no procedieran así por menos aprecio de Cristo, luego lo demostraron. Y que esta María no fuera la otra pecadora, es manifiesto. Pero preguntarás: ¿por qué a esa otra la recibió Cristo? Para perdonarle su maldad, para mostrar El su benevolencia y para que aprendas que no hay enfermedad alguna que supere su bondad. No te fijes únicamente en que la recibió, sino además en que la transformó.

Mas ¿por qué trae a cuenta el evangelista esta historia? Mejor pregunta: ¿qué es lo que quiere enseñarnos cuando dice: Y Jesús amaba a Marta y a su hermana María y a Lázaro? Que jamás nos indignemos ni llevemos a mal el que varones virtuosos y amigos de Dios caigan enfermos. El que amas está enfermo. Querían con esto mover a Cristo a compasión, porque aún lo tenían por sólo hombre, como se deduce de las palabras de ellas. Pues le dicen: Si hubieras estado aquí no habría muerto.

Y no le dijeron: Lázaro está enfermo; sino: El que amas está enfermo. ¿Qué dice Cristo?: Esta enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios; para que sea glorificado por ella el Hijo de Dios. Advierte cómo de nuevo a una misma gloria la llama suya y del Padre. Porque habiendo dicho: de Dios, añadió: Para que sea glorificado por ella el Hijo de Dios. Esta enfermedad no es para muerte. Habiendo El de permanecer ahí aún dos días, manda a los mensajeros que se vuelvan y lleven la noticia. En este punto es de admirar que las hermanas de Lázaro, habiendo oído semejante recado, y habiendo luego visto morir a su hermano, no se dieron por escandalizadas por haber sucedido la cosa al revés; sino que se acercaron a Jesús y no pensaron que hubiera mentido. En cuanto a la partícula para no es causal, sino que únicamente significa el hecho; pues la causa de la enfermedad fue otra. Cristo se aprovechó de ella para la gloria de Dios.

Después de haber dicho eso, permaneció aún dos días en el lugar en donde estaba. ¿Por qué se quedó? Para dar tiempo a que Lázaro muriera y fuera sepultado; y así nadie pudiera decir que lo había resucitado cuando aún no moría, sino que estaba solamente adormecido, desvanecido, traspuesto, pero no muerto. Por tal motivo se queda todo el tiempo suficiente para que puedan decir: Ya huele mal. Luego dice a sus discípulos: Vamos a Judea. ¿Por qué, pues nunca acostumbró decirlo de antemano, ahora lo anuncia? Porque los discípulos estaban llenos de terror. Por semejante disposición de ánimo les anuncia de antemano el viaje, para que no se turben de inmediato. Y ¿qué le dicen los discípulos? Hace poco trataban de lapidarte los judíos ¿y otra vez vas allá? Temían por El, pero mucho más por sí mismos; pues aún no eran perfectos. Por lo cual Tomás, empujado y sacudido por el temor, exclama: Vamos a morir con El. Al fin y al cabo era el más débil en la fe y más incrédulo que los otros.

Observa cómo Cristo con sus palabras los fortalece: ¿Acaso no son doce las horas del día? Dijo esto por uno de dos motivos: o bien para enseñarnos que no debe temer quien no tiene conciencia de algo malhecho, puesto que el castigo es para quienes proceden mal (de modo que nosotros nada tenemos que temer pues no hemos hecho nada digno de muerte); o bien han de entenderse sus palabras como si dijera: Quien ve la luz del día procede con seguridad, pero si ese tal así procede, mucha mayor seguridad tendrá quien va conmigo y no se aparta.

Con estas palabras los alentó; y apuntó además la necesidad de subir a Judea. Y una vez que puso en claro que no irían a Jerusalén, sino a Betania, añadió: Lázaro nuestro amigo duerme y yo voy a despertarlo. Como si les dijera: No voy yo ahora a discutir y trabar disputas con los judíos, sino para despertar a nuestro amigo. Le dicen los discípulos: Señor, si duerme curará. Y no lo dijeron sin motivo, sino tratando de impedirle a Jesús que partiera. Como si le dijeran: ¿Dices que está dormido? Entonces nada te obliga a ir allá. Pero Jesús les había dicho: nuestro amigo, para manifestarles ser necesario ir El allá.

Como ellos todavía se mostraron tardos, finalmente les habló con claridad diciendo: Ha muerto. Había hablado en la otra forma para evitar el fausto; pero como ellos no lo entendieron, continuó: Ha muerto. Y me alegro por vosotros. ¿Cómo es eso: por vosotros? Pues os lo he profetizado estando ausente; de modo que cuando Yo lo resucite no habrá lugar a ninguna sospecha. ¿Adviertes cómo los discípulos aún eran imperfectos y no conocían el poder de Jesús tal como convenía? Pero esto les venía del temor que les turbaba el ánimo.

Y habiendo dicho: duerme, añadió: Y yo voy a despertarlo. Pero cuando dijo: Ha muerto, no añadió: Voy a resucitarlo. Porque no quería adelantar en palabras lo que iba a confirmar con sus obras; enseñándonos continuamente que debemos huir de la vanagloria y no hacer promesas a la ligera y en vano. Si procedió de otro modo en el caso del centurión, pues le dijo: Yo iré y lo curaré, lo hizo para que quedara en claro la fe del centurión. Y si alguno preguntara por qué los discípulos pensaban que se trataba del sueño y no sospecharon que Lázaro ya había muerto cuando Jesús les dijo: Yo voy a despertarlo (pues al fin y al cabo era una necedad pensar que Jesús recorrería quince estadios solamente para despertarlo), responderé que sin duda creyeron que se trataba de un enigma, como muchas otras cosas que Jesús les había dicho.

En resumidas cuentas, todos los discípulos temían el asalto de los judíos, pero en especial Tomás. Por lo cual exclamó: Vamos también nosotros a morir con El. Afirman algunos que Tomás en realidad anhelaba la muerte; pero la cosa no va por ahí. Más bien hablaba movido de temor. Cristo no lo increpó, pues todavía le toleraba su debilidad; pero al fin vino a ser el más esforzado de los discípulos y de una fortaleza insuperable. Y es cosa que causa admiración ver que aquel a quien antes de la cruz lo contemplamos así tan débil, después de la cruz y de la resurrección lo encontremos como el más fervoroso de todos en la fe: ¡tan grande es el poder de Cristo! El que no se atrevía a subir a Betania con Cristo, ese mismo, sin estar presente Cristo, recorrió, puede decirse, todo el orbe; y anduvo entre naciones sanguinarias que trataban de quitarle la vida.

Pero, en fin, si Betania distaba solos quince estadios, que son dos mil pies, ¿cómo pudo ser que Lázaro llevara ya cuatro días de muerto? Es que Jesús se detuvo ahí dos días; y el día anterior le había llegado la noticia, y al cuarto día se presentó en Betania. Esperó hasta ser llamado, y no se presentó sin que lo llamaran, para que ninguno sospechara nada. Tampoco fueron a llamarlo las hermanas que El amaba, sino que le enviaron otros mensajeros. Estaba Betania como a unos quince estadios. Por aquí se deja entender que muchos judíos se habían presentado ahí para consolar a las hermanas. Pero ¿cómo podían los judíos consolar a personas amadas de Jesús? Porque ya habían determinado que si alguno confesaba a Cristo se le echara de la sinagoga. Pues sin duda lo hacían o por la magnitud de la desgracia o porque, siendo ellas de más alta clase social que ellos, las respetaban; o tal vez los que fueron a Betania no eran de los perversos, pues muchos de ellos creyeron. El evangelista anota el pormenor como una confirmación de la real muerte de Lázaro.

¿Por qué Marta salió al encuentro de Jesús sin la compañía de su hermana? Quería estar aparte con El y comunicarle la noticia de la muerte. Pero en cuanto Cristo le inspiró la buena esperanza, corrió ella enseguida y llamó a María; y ésta se presentó a Cristo, todavía en pleno luto. ¿Adviertes la grandeza del amor? Esta es aquella María de la que Cristo dijo: María escogió la mejor parte. Preguntarás por qué ahora Marta aparece más ardorosa. No era ella más fervorosa que María; sino que ésta no había oído la llegada de Cristo. Marta era más débil en la fe, y por eso le dijo a Jesús: Señor, ya huele mal: ya lleva cuatro días. En cambio, María, aun cuando nada había oído, no se expresó así, sino que creyó al punto y dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Observa cuán grande es la virtud de estas mujeres aun teniendo aún débil su opinión acerca de Jesús. Porque habiendo visto a Jesús no se desatan al punto en llantos y gemidos, como solemos hacer nosotros cuando vemos que algunos conocidos se acercan para darnos su condolencia; sino que al punto admiran al Maestro. Ambas creían ciertamente en Cristo, pero aún no del modo que convenía. Aún no tenían perfecto conocimiento de que El era Dios, ni de que obraba milagros por su propio poder y autoridad. Ambas cosas se las enseñará ahora Cristo. Es manifiesto que no poseían semejante conocimiento perfecto, puesto que tras de decirle: Si hubieras estado aquí nuestro hermano no habría muerto, añadieron: Pero todo cuanto pidas a Dios te lo concederá. Hablan de El como de un varón eximio y dotado de virtud. Mira lo que Cristo les responde: Resucitará tu hermano, como refutando aquello de: Todo cuanto pidieres. Porque no dijo Jesús: Yo pediré; sino ¿qué?: Resucitará tu hermano. Si le hubiera dicho: ¡Oh mujer! ¿todavía tienes tus miradas en la tierra? Yo no necesito de auxilio ajeno. Yo todo lo hago con mi propio poder; sin duda que se habría molestado y ofendido Marta. En cambio, con decir: Resucitará tu hermano, tomó un camino intermedio y según lo que se siguió le dejó ya entender lo que le quería decir. Pues como ella replicara: Sé que resucitará en el último día, Jesús le manifiesta más claramente su poder diciendo: Yo soy la resurrección y la vida; expresando así que no necesita de ajeno auxilio, puesto que El es la vida. Si necesitara de auxilio ajeno ¿cómo sería El la resurrección y la vida? No lo dijo así tan claramente, pero lo dio a entender.

Como Marta había dicho: Toda cuanto pidieres, El le replica: Quien cree en Mí aun cuando haya muerto, vivirá; declarando de este modo ser El quien da todos los bienes y que es a El a quien es menester pedir. Y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre. Mira en qué forma eleva el pensamiento de Marta. Porque no se investigaba únicamente acerca de la resurrección de Lázaro, sino que era necesario que Marta y los demás que con ella se hallaban presentes supieran lo de la resurrección. Por lo cual, antes de resucitar a Lázaro, Jesús lo explica con sus palabras.

Por otra parte, si El es la resurrección y la vida, no se halla circunscrito a un lugar, sino que puede sanar en donde quiera. Si las hermanas le hubieran dicho como el centurión: Ordénalo tan sólo con tu palabra y quedará curado mi siervo? Jesús lo habría hecho; pero como lo llamaban y le suplicaban que fuera, El se acomodó a ello, con el objeto de sacarlas de la opinión débil en que lo tenían. Así fue a Betania. Sin embargo, aun atemperándose de esa manera, todavía demuestra que tiene poder para dar la salud aun estando ausente. Tal es el motivo de que tarde en ir. El milagro hecho sin más ni más, no habría tenido la fama que tuvo, si Lázaro no hubiera ya olido mal.

¿Cómo sabía Marta eso de la resurrección futura? Había ella oído a Cristo muchas cosas acerca de la resurrección; pero ahora quería ver una resurrección. Observa cómo aún anda con sus pensamientos terrenos. Como oyera a Cristo decir: Yo soy la resurrección y la vida, no le contestó: Pues bien, resucítalo; sino ¿qué? Yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. ¿Qué le replica Cristo?: Todo el que cree en Mí aun cuando haya muerto, vivirá; es decir: si ha muerto con esta muerte temporal. Y todo el que vive y cree en Mi, no morirá; es decir, con aquella otra muerte.

Como si le dijera: Puesto que Yo soy la resurrección y la vida, no te turbes aun cuando tu hermano haya muerto, sino cree. Porque esa muerte no es muerte. Por de pronto la ha consolado respecto de lo acaecido y le ha dado esperanzas, ya afirmando que Lázaro resucitará, ya añadiendo: Yo soy la resurrección; ya también insinuando que aún en el caso de que resucite y tenga que morir de nuevo, ningún mal le acontecerá. De modo que, en último término, no es temible esta muerte. Como si le dijera a Marta: Ni Lázaro ha muerto ni vosotras moriréis. ¿Crees esto? Y ella: Yo creo que Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, que has venido a este mundo.

Paréceme que la mujer no entendió la palabra de Cristo. Comprendió que algo grande se decía, pero no lo abarcó todo. Por eso, como se le preguntara de una cosa, ella responde de otra. Pero en fin, por de pronto tuvo la ventaja de olvidar su duelo. Tal es la fuerza de las palabras de Cristo. Por eso precedieron las palabras y siguióse la consolación. La benevolencia para con el Maestro no daba lugar a sentir en exceso el suceso presente. De manera que ayudadas de la gracia aquellas mujeres ya discurrían con su pensamiento.

Pero actualmente, aparte de otras enfermedades, también ésta se ha apoderado de las mujeres: que en su luto y llanto usan de ostentación; desnudan sus brazos, se arrancan los cabellos, se abren en surcos las mejillas: unas por verdadero dolor y otras por ostentación; y aun otras con ánimo impúdico descubren sus brazos en presencia de los hombres. ¿Qué es lo que haces, oh mujer? En plena plaza vergonzosamente te desnudas, tú que eres miembro de Cristo; y esto en público y entre varones? ¿Te arrancas los cabellos, rasgas tus vestidos, lanzas altos alaridos y danzas en derredor del muerto y representas a las antiguas ménades locas y crees que así no ofendes a Dios?

¿Qué locura es ésta? ¿Acaso no se burlarán los gentiles? ¿No pensarán que todas nuestras verdades son simples fábulas? Porque dirán: No existe la resurrección; los dogmas de los cristianos son ridículos, son engaños fraudulentos. Puesto que entre ellos las mujeres lloran a sus muertos como si tras de esta vida ya nada hubiera, y no hacen caso de sus Libros sagrados. Demuestran ellas que todo eso es pura ficción. Si creyeran de verdad que sus muertos en realidad no han muerto, sino que han sido trasladados a una vida mejor, no los llorarían como si ya no existieran, ni se macerarían en esa forma, ni lanzarían esos gritos llenos de incredulidad, diciendo: Ya no te veré más; no te podré recuperar. De modo que entre los cristianos todo es fábula; y si no creen en lo que constituye lo principal de todos los bienes, sin duda que mucho menos creen en sus demás cosas sagradas y venerandas.

Los gentiles no son todos tan afeminados, sino que hay entre ellos muchos virtuosos. Cierta mujer gentil, como cayera su hijo muerto en una batalla, lo único que preguntó al punto fue cómo quedaba la república. Otro filósofo premiado con una corona, como oyera que un hijo suyo había muerto por la patria, se quitó la corona y preguntó: ¿cuál de los dos? Y en cuanto supo cuál era, se ciñó de nuevo la corona. Muchos gentiles en honor de sus dioses entregaron sus hijos y sus hijas para ser sacrificados. Los espartanos exhortaban a sus hijos a volver de la batalla con sus escudos o ser traídos muertos sobre sus escudos. Me da vergüenza que así piensen y obren los gentiles, mientras que nosotros obramos en forma inconveniente. Los que nada saben de la resurrección proceden como si creyeran en ella; y los que la creen proceden como si la desconocieran.

Muchos hay que por humanos respetos hacen lo que no hacen por Dios. Las mujeres más ricas no se arrancan los cabellos ni desnudan sus brazos, cosa sumamente reprobable, no que no los desnuden, sino que no lo hagan por virtud, sino únicamente para no parecer desvergonzadas. La vergüenza les cohibe el duelo ¿y el temor de Dios no se lo cohibe? Pero ¿cómo no ha de ser en extremo reprobable tal cosa? Es pues conveniente que lo que las ricas hacen porque son ricas, lo hagan también por el amor de Dios las que son pobres. Pero ahora todo sucede al revés: aquéllas son virtuosas por vanidad, mientras que estas otras por pusilanimidad proceden en forma inconveniente. ¿Qué será lo peor en esta diferencia?

Todo lo hacemos por respeto humano. Y profieren ellas expresiones colmadas de necedad y ridículas. Cierto que el Señor dice: Bienaventurados los que lloran, pero es acerca de quienes lloran por sus pecados; pero acá nadie llora con esa clase de llanto ni se cuida de si su alma perece. No es eso lo que se nos ordenó que hiciéramos, pero lo hacemos. Preguntarás: ¿de modo que al hombre no le es lícito llorar? No es eso lo que prohibo, sino esos golpes y esos llantos descompasados. No soy cruel ni feroz, no soy inhumano. Sé que la naturaleza es vencida y que así lo exige la diaria costumbre. No podemos no llorar. Así nos lo mostró Cristo: lloró a Lázaro. Haz tú lo mismo: llora, pero suave, pero prudentemente, pero con temor de Dios. Si así lloras, no lloras como quien no cree en la resurrección, sino como quien mucho se duele de una separación.

También a quienes se ausentan lejos los lloramos, pero no como quien no tiene esperanza. Llora, pues, también tú, pero como si simplemente enviaras por delante al que se va. No digo esto como quien lo ordena, sino atemperándome a la humana flaqueza. Si el que murió era pecador y había frecuentemente ofendido a Dios, hay que llorarlo por cierto. Más aún, no sólo hay que llorarlo, ya que esto ninguna utilidad le acarrea, sino que debemos poner por obra lo que pueda ayudarle, como son las limosnas y donaciones. Y debemos alegramos de que ya se le haya quitado toda ocasión de pecar. Y si varón justo, debemos alegrarnos de que ya esté seguro y libre de la incertidumbre de su estado futuro. Si es joven, debemos alegrarnos de que prontamente haya sido arrebatado de los males de esta vida; y si anciano, de que haya disfrutado largamente de la vida, que es lo que más suele anhelarse.

Pero tú, haciendo a un lado todas estas cosas, incitas al llanto a las esclavas como si eso fuera un honor para el difunto, cuando en realidad es el colmo del desdoro. Honor del difunto son no los llantos, ni los gritos, sino el canto de los salmos y de los himnos sagrados y sobre todo la vida excelente. Pues ido de acá, morará con los ángeles aunque no tenga funerales. Y quien muere como un malvado, nada lucra con que esté presente en sus exequias la ciudad íntegra.

¿Quieres honrar a tu difunto? Echa mano de otras cosas: limosnas, beneficios, servicios. ¿Qué ganancia proviene de tantos lloros? Pero… yo he sabido de algo más grave: que abundan mujeres que mediante el llanto incitan a sus amantes y con la vehemencia de llantos de esposa se logran fama de amorosas. ¡Oh diabólica invención! ¡Oh satánico artificio! ¿Hasta cuándo seremos tierra y ceniza? ¿Hasta cuándo seremos carne y sangre? ¡Levantemos las miradas al cielo, pensemos en las cosas espirituales! ¿Cómo redargüiremos a los gentiles? ¿Cómo hablaremos con ellos acerca de la resurrección? ¿Cómo acerca de la virtud? ¿Con qué seguridad podemos vivir? ¿Ignoras que de la tristeza se origina la muerte? El dolor ensombrece la mente y no sólo no deja ver las cosas como son, sino que trae consigo otro grave daño. Dolor como ése es ofensa de Dios y con él nada conseguimos ante Dios, ni ayudamos al difunto; mientras que en la forma explicada, agradamos a Dios y nos ensalzan los hombres.

Si no nos entregamos al abatimiento, eso pronto nos quitará las reliquias de la tristeza; pero si nos indignamos, eso nos torna esclavos del dolor. Si damos gracias a Dios no nos doleremos. Dirás: pero ¿cómo es posible que no llore quien ha perdido a su hijo, a su hija o a su esposa? Yo no digo que no se lloren, sino que no se lloren sin tasa. Si pensamos que fue Dios quien nos los quitó, y que al fin y al cabo eran mortales, podremos rápidamente consolarnos. Indignarse por eso es propio de quienes exigen más de lo que da la naturaleza. Has nacido hombre, has nacido mortal: ¿por qué te dueles de lo que naturalmente tenía que suceder?

¿Te dueles acaso de tener que comer para conservar la vida? ¿Acaso exiges vivir sin comer? Pues bien, procede respecto de la muerte del mismo modo, y no busques no morir siendo mortal. Eso es cosa ya determinada. No te duelas, no te maceres, soporta lo que es suerte común estatuida para todos. Duélete de tus pecados: ese es llanto excelente y grande virtud. Llorémoslos continuamente para que alcancemos el gozo en la otra vida, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.





Crisostomo Ev. Juan 61