Crisóstomo - Mateo











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SAN JUAN CRISOSTOMO

HOMILÍAS Sobre el Evangelio de San Mateo



ADVERTENCIA

AL CONJUNTO de las Homilías sobre San Mateo, que los autores han designado con el epíteto de áureo, lo tienen algunos como la obra maestra del santo. Magníficos y muchos MNS quedan de estas Homilías, casi todos del siglo X al XII. Son por todas noventa. En la Patrología de Migne van en dos volúmenes, o mejor dicho en dos partes de un mismo volumen que es el VII de las Obras Completas del santo. Están llenas de exhortaciones morales, muy útiles para la vida cristiana. Migne dice; de ellas: Nusquam Chrysostomus tanta usus est inventione, facundia, sagacitate ad mores informandos, eliminanda vitia, cristianas familias rede componendas. Por lo cual cuentan que solía santo Tomás de Aquino decir que prefería poseer estas Homilías a disfrutar de todo París (Migne, vol. VII del Opera Omnia, pág. 3).

Están de acuerdo los autores en que todas fueron predicadas en Antioquía. Así lo comprueban las diferentes alusiones a los monjes que vivían en torno a dicha ciudad, cosa que no sucedía en Constantinopla. Parece que fueron predicadas entre los años 390 a 398; puesto que en los años 386 al 388 fue tan abundante la predicación del santo, que no parece que tuviera tiempo de confeccionar tan ingente obra como suponen estas Homilías. Por otra parte, apenas si se hace en ellas mención de la costumbre de jurar, vicio tan extendido en Antioquía y contra el cual mucho combatió allá el santo. También se añade que en la Homilía LXXII habla de los males que se siguieron de los altercados entre los partidarios de Melecio y los de Paulino, obispos de Antioquía, como de cosa pasada. Paulino murió en 388 o 389.

Trata el santo las varias materias, no simplemente como orador o consejero de la vida moral, sino como verdadero exégeta, que tiene en cuenta tiempos, lugares y personas, además de las narraciones paralelas de los otros evangelistas. Aprovecha especialmente los otros dos sinópticos, razón por la cual no predicó Homilías sobre ellos; sino que pasó a San Juan. En todo guarda un término medio. Y como costumbre ordinaria suya, llama filosofía a la virtud, es decir, una mezcla de sabiduría y prudencia. También estará bien advertir que Aniano contaba XCI Homilías. Pero fue porque dividió la Homilía XIX en dos, de manera que a la segunda mitad la numeró como Homilía XX "contra fidem omnium graecorum codicum, ubi una tantum oratio XIX totum complectitur, ut series omnino postulat" (Montfaucon, Praef, páraf. V). En cambio, en los códices latinos sí se encuentra dividida al modo de Aniano. Esto hace dudar a Migne si el que dividió la Homilía XIX fue en realidad Aniano u otro editor. En todo, para nuestra versión seguimos el método que hasta ahora hemos empleado. A partir de la dicha Homilía XIX, al comienzo de cada Homilía irán los dos números correspondientes.


LXIX


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HOMILÍA I

BUENO sería que no necesitáramos del auxilio de las letras humanas, sino que de tal manera mostráramos la pureza de nuestra vida que la gracia del Espíritu Santo supliera para muchas almas los libros; y que así como éstos mediante la tinta quedan escritos, así en nuestros corazones se escribiera por obra del Espíritu Santo. Mas, puesto que hemos hecho a un lado gracia semejante ¡ea! ¡tomemos gustosos el segundo camino! Ciertamente Dios con sus palabras y sus obras manifestó ser aquel primero más excelente. Así a Noé y a Abrahán y sus descendientes, lo mismo que a Job y a Moisés, no les hablaba mediante escrituras, sino él personalmente, por haber encontrado que tenían limpia su mente.

Pero una vez que el pueblo todo de los hebreos cayó en lo profundo de la maldad, finalmente se hizo necesaria la escritura y amonestación mediante las letras y las tablas escritas. Esto lo puede cualquiera constatar no sólo en el Antiguo Testamento, sino también en el Nuevo. Porque Dios no dio a los apóstoles nada escrito; sino que, en lugar del escrito, les anunció que les daría el Espíritu Santo. Porque él, les dijo, os recordará todas las cosas. Y para que entiendas que era esto lo mejor, escucha lo que dice el profeta: Estableceré con vosotros un testamento nuevo, poniendo mis leyes en su mente y las grabaré en sus corazones, y serán todos enseñados de Dios? Y Pablo, demostrando esta excelencia, decía haber recibido esas leyes no en tablas de piedra, sino en las tablas carnales del corazón.

Mas, al correr de los tiempos, se extraviaron unos en los dogmas y otros en el modo de vivir y en las costumbres, y fue necesaria la exhortación por medio de la escritura. Considera, pues, y advierte cuan grave mal es que quienes deben vivir en tan gran pureza que ni aun necesiten de la letra escrita, sino que presenten sus corazones al Espíritu Santo, en vez de usar de escrituras, una vez que semejante honor han perdido, se vean constreñidos a la dicha necesidad; y aun finalmente ni aun de este segundo remedio usen como conviene. Si reproche es que estemos necesitados de la escritura y no alcancemos por nosotros mismos la gracia del habla del Espíritu Santo, debéis advertir cuan tremenda culpa sería no querer emplear ni este otro auxilio, sino despreciar también las letras, como si en vano y a la ventura se nos pusieran delante, y por tales procederes venir a merecer una pena mayor.

Para que tal cosa no nos suceda, pongamos cuidadosa atención a las Sagradas Escrituras y veamos en qué circunstancias fue dada la Ley Antigua y en cuáles el Nuevo Testamento. ¿Cómo fue dada la Antigua Ley? ¿cuándo y dónde? Tras de la destrucción de los egipcios, en el desierto, en el monte Sinaí, mientras brotaban humo y fuego de la montaña, resonaba la trompeta y había continuos truenos y relámpagos, y Moisés estaba en el interior de aquella oscuridad. No fue así como se dio la Nueva Ley: no se dio en el desierto, ni en el monte, ni entre humo, tinieblas espesas y tempestades, sino cuando alboreaba el día, en casa, sentados todos; y todo se llevó a cabo con suma tranquilidad.

La razón fue que para los de aquellos entonces, gente indómita y nada razonable, eran necesarias circunstancias que hirieran la fantasía, como eran la soledad, el monte, la humareda, el sonido de la trompeta y otras cosas semejantes; mientras que para gente ya más desarrollada y más dispuesta a la obediencia y que estaba muy por encima de los pensamientos terrenos, no había necesidad de nada de aquello. Y aunque es verdad que también acá hubo gran ruido, no fue por motivo de los apóstoles, sino de los judíos que se hallaban presentes; y por lo mismo aparecieron las lenguas de fuego. Pues si a pesar de todo lo que habían visto los judíos aseguraban todavía que los apóstoles redundaban de mosto, mucho más lo habrían aseverado si ninguna de las dichas señales hubieran advertido.

Y por cierto, en el Testamento Antiguo, ascendió Moisés al monte y Dios descendió a Moisés; acá en cambio, una vez que nuestra humana naturaleza fue levantada hasta el cielo, o por mejor decir fue llevada hasta el solio real, bajó a los apóstoles el Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo fuera menor que el Padre y el Hijo, esto no habría sido ni más grande ni más maravilloso que aquellas cosas antiguas. Pero a la verdad aun las tablas de esta venida son con mucho más nobles y más espléndidas, lo mismo que los misterios ahora obrados. No descendieron los apóstoles del monte portando en sus manos, al modo de Moisés, las tablas de piedra, sino llevando por doquiera en su pensamiento al Espíritu Santo, a la manera de un tesoro; y por todas partes iban derramando la fuente de la verdad y de toda clase de dones y de bienes. Así pasaban por los pueblos, hechos ellos, por la gracia del Espíritu, libros vivos y leyes vivas. Así atrajeron y arrastraron a tres mil y a cinco mil y a los pueblos todos de la tierra, pues Dios por medio de la lengua de ellos hablaba a cuantos se les acercaban.

Lleno de ese Espíritu Santo, llevado de la mano por Dios, escribió su Evangelio Mateo. Mateo, repito: Mateo, aquel publicano; pues no me avergüenzo de designarlo por su oficio ni a él ni a los otros, ya que esto mismo ensalza sobremanera la gracia del Espíritu Santo y la propia virtud de ellos. Y con toda razón tituló su obra Evangelio. Porque una vez apartado el castigo, él se presentó anunciando a todos el perdón de los pecados, la justicia, la santificación, la redención, la adopción de hijos de Dios, el parentesco con el Hijo de Dios y la herencia del cielo: a todos digo, enemigos, perversos, malvados, a cuantos estaban sentados en las tinieblas de muerte.

¿Qué habrá que pueda equipararse a tan buena noticia? ¡Dios venido a la tierra!, ¡el hombre elevado hasta el cielo! Entonces mezclados todos, los ángeles danzaban junto con los hombres, y los hombres conversaban con los ángeles y con las demás Potestades celestes. Y se veía terminada la guerra perpetua y hechas las paces entre Dios y la naturaleza nuestra y al diablo avergonzado y a los demonios en fuga y a la muerte deshecha y el paraíso abierto y levantada la maldición antigua y el pecado quitado de en medio y rechazado el error y vuelta la verdad y la palabra santa predicada por doquier y floreciente e instituido en la tierra un modo de vivir propio del cielo y las Potestades celestes conversando familiarmente con nosotros y los ángeles frecuentando la tierra y floreciendo en todas partes la bella esperanza de los bienes futuros.

Por tal motivo Mateo llamó a su narración Evangelio, indicando así la vaciedad de las demás cosas como la abundancia de riquezas, el mucho poderío, el principado, la gloria, los honores, y todo lo demás que entre los hombres se tiene como un bien. En cambio, lo que aquellos pescadores prometieron, con toda verdad y propiedad se llama Buena Nueva o Evangelio. No sólo porque los bienes que anuncia son firmes e imperecederos y que superan a lo que la dignidad nuestra puede exigir, sino además porque con toda facilidad se nos han concedido. Los hemos recibido no por trabajos y sudores nuestros ni por nuestros padecimientos, sino únicamente gracias a la caridad de Dios.

Mas ¿por qué habiendo sido tan grande el número de los discípulos solamente dos escribieron de entre los apóstoles y otros dos de entre sus seguidores? Porque uno escribió su Evangelio como discípulo de Pablo; otro como discípulo de Pedro; y además Juan y Mateo. Fue porque nada hacían por vana ostentación sino todo para la común utilidad. Entonces ¿no bastaba con que un solo Evangelista lo narrara todo. Sí, por cierto: bastaba. Pero aunque hayan sido cuatro los que escribieron y lo hayan hecho no al mismo tiempo ni en el mismo sitio y sin reunirse para ello ni de mutuo acuerdo, sin embargo, como todos refieren los hechos como si hablaran por una misma boca, nace de aquí una máxima demostración de lo que afirman.

Alegarás que sucede en absoluto todo lo contrario; pues vemos que con frecuencia disienten entre sí. Respondo que esto mismo es un gran argumento en favor de que dicen verdad. Si todo lo que narran estuviera totalmente de acuerdo en cuanto al tiempo, lugar y aun en las palabras mismas, ningún adversario les daría fe, pues pensaría que todo lo habían escrito de mutuo acuerdo humano; y que semejante concordancia no provenía de la buena fe, sencillez y sinceridad. Aparte de esto, por lo que mira a las diferencias que en cosas mínimas en ellos al parecer se observan, eso precisamente aleja de ellos toda sospecha y claramente justifica la fiel rectitud de los escritores. Si afirman algo diverso en lo tocante a sitios y tiempos, nada obsta eso a la verdad de lo que narran, como con el auxilio divino nos esforzaremos en demostrar con lo que sigue.

Por lo demás, aparte de lo ya dicho, os rogamos que observéis cómo en las cosas substanciales que tocan al ordenamiento de nuestra vida y a la defensa de la verdad predicada, no se encuentra que alguno de ellos disienta en nada de los otros jamás. ¿Cuáles son esas cosas? Que Dios se hizo hombre; que obró milagros; que fue crucificado y muerto y sepultado; que resucitó al tercer día; que subió a los cielos; que vendrá a juzgar; que dio mandamientos saludables; que impuso una ley no contraria a la antigua; que él es el Hijo Unigénito, verdadero y consubstancial con el Padre; y otros dogmas semejantes. Acerca de tales verdades no encontramos en ellos sino plena concordancia.

Si no todos refieren todos los milagros y sus circunstancias, sino que unos pusieron unos y otros otros, en nada te conturbe. Si uno lo hubiera narrado todo, los demás serian superfluos; y si cada cual hubiera escrito cosas nuevas y diferentes, no habría manera de constatar su concordancia. Tal es la razón de que varios refieren juntamente varios de los hechos y de que cada cual tome su propio argumento, para que no parezca que escriben algo superfluo y a la ventura: nos dan de este modo una excelente prueba de la verdad.

Por su parte, Lucas nos declara la razón que lo indujo a escribir. Para que tengas, dice, la verdad acerca de las cosas en que te han instruido. Como quien dice: para que una y otra vez exhortado, estés con certeza y bien persuadido. Juan calló el motivo. Pero de acuerdo con lo que ya de antiguo nuestros mayores y padres nos han transmitido, no sin razón se dedicó a escribir; sino que, como los otros tres Evangelistas se propusieron tratar ampliamente de la humana naturaleza de Cristo, y había el peligro de que la divina quedara en la sombra, finalmente, por inspiración del mismo Cristo, se puso a escribir su Evangelio. Consta además por la historia misma y por el modo de comenzar su Evangelio. Pues no comenzó como los otros, por las cosas inferiores, sino por las más altas, como convenía a su propósito, y así publicó su libro. Ni sólo es más elevado que los otros en el comienzo, sino en todo el decurso de su Evangelio.

De Mateo se refiere que por rogárselo los judíos que habían creído, les puso por escrito lo que de palabra les había enseñado: por esto escribió su Evangelio en hebreo. Se dice también que Marcos, en Egipto, a ruegos de sus discípulos escribió a su vez. Mateo, como quien escribía para los judíos, no puso su atención en otra cosa, sino en demostrar el origen de Jesús desde Abrahán y David. Lucas, como quien se dirigía a todos, llevó más arriba su narración y llegó hasta Adán. Mateo comenzó poniendo delante las generaciones, ya que nada podía tanto agradar a los judíos, como el saber que Cristo era descendiente de Abrahán y de David. Lucas siguió otro camino: narró primero muchas otras cosas y hasta después vino a la genealogía. Pero que ambos concuerden lo demostraremos luego con el testimonio del orbe todo que recibió su doctrina.

Más aún: lo testificarán sus mismos enemigos. Porque tras de los dichos Evangelistas, brotaron las herejías en cantidad, afirmando cosas contrarias a lo que ellos habían enseñado; y de ellas, unas aceptaron todo lo escrito; otras solamente una parte que, así mutilada, en adelante conservaron. Ahora bien, si en lo escrito se demostrara alguna contradicción, ciertamente las herejías que lo contradicen no habrían admitido el texto íntegro, sino únicamente la parte que del texto las favoreciera. Y las que sólo admiten una parte del escrito quedarían redargüidas por esa parte que admiten en fragmentos, puesto que todos ellos están a voces gritando su concordancia con todo el cuerpo del escrito.

Si del costado de un animal tomas un pedazo, hallarás en él todo aquello de que consta el animal íntegro, como son los nervios, las venas, los huesos, las arterias, la sangre y por así decirlo, un como testimonio y documento de toda la masa. Lo mismo sucede con las Sagradas Escrituras: hay una manifiesta afinidad entre cada sentencia y el todo. Ahora bien, si disintieran, no habría la dicha concordancia y tiempo ha que habrían venido por tierra todos los dogmas. Pues dice el Señor: Todo reino en sí dividido, no permanecerá. Ahora en cambio por el hecho mismo de la concordancia queda clara la fuerza del Espíritu Santo, persuadiendo a los hombres a que, apegados a lo que es necesario y más nos urge, las otras minucias ningún daño les causen.

Desde luego, no hay para qué largamente discutamos acerca del sitio en que cada Evangelista escribió. Pero que no se contradicen, a todo lo largo de nuestro trabajo nos esforzaremos en demostrarlo. Pero tú, que objetas su discrepancia, pareces querer que hubieran escrito exactamente todo con las mismas palabras y modismos. No responderé que aún aquellos que sobre todo se glorían de retóricos y filósofos y han escrito cantidad de libros sobre unas mismas materias, no sólo han discrepado entre sí, sino que aún se han contradicho. Pero una cosa es expresarse de distinto modo y otra decir cosas contrarias. Mas, en fin, a nada de eso recurro: ¡lejos de mí el utilizar su necedad para mí defensa! Yo no quiero apoyar la verdad confirmándola con la mentira. Sólo quiero preguntarte: ¿Cómo cosas que hubieran sido contradictorias habrían merecido fe? ¿cómo se habrían impuesto? Si los Evangelistas se hubieran contradicho ¿cómo habrían causado tan grande admiración? ¿cómo se les habría dado fe y habrían alcanzado tanta celebridad en todo el orbe?

Por otra parte, había aún muchos testigos de lo que ellos decían y muchos enemigos y opositores. Porque las cosas no fueron dichas a ocultas ni fueron ocultadas en cuanto ellos escribieron; sino que fueron publicadas por todas las tierras y por todos los mares y todos las oían. Se leían estando presentes los adversarios, lo mismo que ahora se hace, y nadie tropezó en eso: con toda justicia y razón, porque era la divina virtud la que todo en todos operaba. Si así no hubiera sido ¿cómo podían un publicano y un hombre sin letras tales cosas discurrir y filosofar? Cosas que los no iniciados ni por sueños se habrían imaginado, los Evangelistas las anunciaban y las persuadían con grande autoridad; y esto sucedió no únicamente mientras ellos vivían, sino también ya difuntos; y no a solos dos o a veinte hombres, sino a cientos, a miles, a decenas de millar, a ciudades enteras, razas y pueblos, por mar y por tierra, en Grecia y en las naciones bárbaras, en los poblados y en los desiertos; y todo tratándose de escritos que superan con mucho a nuestra humana naturaleza.

Pues bien, haciendo a un lado todo lo terreno, en todo trataban cosas celestiales y nos mostraron otra vida y otro género y modo de vivir; otros géneros de riquezas y de pobreza; de libertad y de servidumbre; otra vida y otra muerte; otro mundo y otras formas de proceder: en una palabra, un cambio en todas las cosas. No procedió así Platón, autor de una ridícula República; ni Zenón ni otros que tal vez escribieron acerca de las repúblicas y establecieron leyes. Más aún: por los hechos mismos quedó manifiesto que fue un espíritu maligno, un demonio feroz, enemigo de nuestra naturaleza y de la castidad, adversario de lo honesto y amigo de trastornarlo todo, quien tales discursos les puso en el pensamiento.

Porque, poniendo como comunes a todas las mujeres y llevando a la palestra a las vírgenes doncellas del todo desnudas para espectáculo de los varones y preparando nupcias clandestinas y perturbándolo y mezclándolo todo y traspasando las leyes naturales ¿qué otra cosa puede de ellos afirmarse? Y que todas esas prácticas sean invenciones de los demonios y que repugnen a la naturaleza racional, lo testifica la naturaleza misma que de tales abominaciones se horroriza. Esto aparte de que ninguna de esas cosas fue publicada entre persecuciones y peligros y combates, sino estando en plena seguridad y libertad de parte de los que las recibían; mientras que la predicación de aquellos pescadores, desterrados, azotados, envueltos en toda clase de peligros, la recibieron y aceptaron los rudos y los sabios, los siervos y los reyes, los soldados, los bárbaros, los helenos, con toda benevolencia.

Ni vayas a objetar que semejante predicación, por ser de cosas pequeñas y sencillas, fácilmente fue por todos recibida. Porque ésta de los apóstoles es mucho más alta que la de aquellos filósofos gentiles. Por ejemplo: acerca de la virginidad, aquéllos ni por sueños la conocieron, ni aun su nombre; ni tampoco la pobreza, ni el ayuno, ni otra alguna de esas cosas sublimes. En cambio los que fueron nuestros maestros y doctores, no sólo rechazan la concupiscencia, no sólo castigan lo malo en las obras, sino aun en las miradas impúdicas y en las obras rijosas, y en la risa inmodesta, y en el vestido y el modo de hablar y de andar; y conducen a una cuidadosa disciplina aun en las minuciosidades: de manera que han llenado el orbe con los gérmenes de la virginidad.

Y acerca de las cosas celestiales y de Dios, enseñan un modo de ciencia que jamás pudo caber en el entendimiento de aquellos hombres. Ni ¿cómo podían elevarse a tales pensamientos los que contaron entre sus dioses las imágenes de las fieras, de las serpientes y de otros animales? Y sin embargo, tan excelsos dogmas fueron aceptados y creídos y cada día siguen floreciendo y fructificando. En cambio la religión y culto de aquéllos pereció y se desvaneció con mayor facilidad que si hubieran sido telas de araña. Y fue eso razonable. Porque todo aquello era predicación de los demonios, de manera que juntamente con la lascivia llevaban grande oscuridad y mayores trabajos. ¿Qué puede haber más ridículo que una enseñanza en la que aparte de lo ya dicho, un filósofo, declamando infinitos versos para demostrar lo que es justo, va juntamente llenando sus dichos con tan gran verbosidad y oscuridad que, aun cuando algo bueno contengan sus sentencias, finalmente resultan inútiles para arreglar la vida del hombre? Si el agricultor, el herrero, el arquitecto, el piloto o cualquiera otro de los que en el diario trabajo se preparan su alimento, quisiera abstenerse de ejercer su arte y justo trabajo y gastara largos años en llegar a saber qué sea lo justo, con frecuencia, antes de lograrlo se moriría consumido de hambre por andar examinándolo; y tras de adquirir ese conocimiento inútil, acabaría finalmente de un modo violento.

No son así nuestras enseñanzas. Porque qué sea lo justo, lo honesto, lo útil y todas las demás virtudes, con breves y clarísimas palabras nos lo enseñó Cristo, unas veces decía: En dos mandamientos se resumen la Ley y los profetas, es a saber en la caridad para con Dios y para con el prójimo. Y en otra ocasión: Lo que queréis que los hombres os hagan, hacedlo vosotros a ellos. En esto se contienen la Ley y los profetas. Cosas son éstas de fácil inteligencia para el agricultor, el siervo, la viuda y el niño, y aun para quien fuera un pobre del todo sin discurso. Porque tal es la condición de la verdad y lo testifica el éxito mismo de los sucesos. Todo el mundo aprendió en seguida lo que debe hacerse; ni solamente lo aprendieron, sino que procuraron ponerlo en práctica; y no sólo en medio de las ciudades sino en las cumbres de las montañas. Porque aún en los montes puedes tú ver gran sabiduría, coros de ángeles que viven y brillan en cuerpo humano, modos de vivir excelentes que resplandecen como cosas celestiales.

Aquellos pescadores nos delinearon un modo de vida, no dando preceptos para irnos enseñando desde la niñez, como lo hacían aquellos filósofos, ni determinando edades para los que anhelaban la virtud, sino enseñando a todas las edades. Las enseñanzas de aquéllos son juegos de niños; las de éstos contienen la verdad de las cosas. A semejante modo de vivir le señalaron como sitio el cielo, y presentaron a Dios como su autor y legislador, como en absoluto lo es en efecto; y le pusieron como premio no coronas de laurel, no ramos de olivo, no banquetes en el pritaneo, no estatuas de bronce: ninguna de esas cosas vanas y frías sino una vida sin acabamiento y en el modo de vivir de los hijos de Dios, y coros en unión de los ángeles en la presencia del solio real y la eterna compañía de Cristo.

Y de semejante modo de vida maestros son los publicanos, los pescadores, los fabricantes de tiendas de campaña; hombres que no habrán vivido por un breve tiempo, sino que llevarán una vida sin término, de manera que aún después de su muerte pueden ayudar a quienes los imitan. Y tal género de vida tiene guerra declarada no contra los hombres, sino contra las Potestades incorpóreas que son los demonios. Por esto su capitán no es un hombre ni un ángel, sino el mismo Dios. Y el armamento de semejantes soldados dice bien en absoluto con el género de guerra. Porque no se fabrica con pieles, ni con hierro, sino con verdad y justicia, con fe y toda clase de virtudes.

Siendo, pues, así que acerca de semejante modo de vivir se ha escrito este libro, del cual nos hemos propuesto hablar, oigamos con atención al Evangelista Mateo, quien nos hablará de él con toda claridad; puesto que no son suyas las sentencias, sino de Cristo, que fue quien tal modo de vida instituyó. Apliquemos nuestro ánimo de un modo tal que merezcamos ser inscritos en esa falange y brillar luego entre los que, habiéndolo abrazado y practicado, han recibido ya en premio las inmortales coronas.

A muchos esto les parece cosa fácil, mientras que las voces de los profetas contienen muchos pasajes difíciles. Pero quienes así juzgan, desconocen la profundidad de las sentencias en el evangelio encerradas. Os ruego, por lo mismo, que nos sigáis con grande empeño, a fin de que, llevando como capitán a Cristo, logremos adentrarnos en el piélago de semejantes escritos. Y para que con mayor facilidad podáis aprender, os suplicamos y rogamos, lo mismo que os hemos suplicado y rogado para los otros libros de la Sagrada Escritura: que de antemano repaséis las sentencias que vamos a explicar, de manera que a la explicación preceda la lectura; como sucedió con el eunuco aquel de la reina Candaces: eso procura grande facilidad para luego bien comprender. Porque grandes y muchas cuestiones se nos van a presentar.

Desde el comienzo mismo del evangelio, advierte cuántas y cuan graves cosas se ofrecen para la investigación. Desde luego, por qué se introduce la genealogía de José, que no era padre de Cristo. Lo segundo, cómo aparece claramente que Cristo trae su origen de David, siendo así que se ignora quiénes fueron los ancestros de María su Madre, pues no se nos cuenta la genealogía de María. En tercer lugar, por qué se habla de la genealogía de José, quien para nada intervino en la concepción de Cristo, y en cambio nada en absoluto se dice de la propia de la Virgen, su Madre: ni de su padre, ni de su abuelo ni de quiénes ella nació. Además conviene averiguar por qué, recorriendo el evangelista la línea genealógica por el lado de los varones, sin embargo, intercala el nombre de varias mujeres; y ya que le pareció bien nombrarlas, por qué no las enumera a todas sino que, dejando a un lado las más honorables, como Sara, Rebeca y otras semejantes, sólo menciona a las que se hicieron notables por algún defecto, por ejemplo a la que fue fornicaria o adúltera, a la extranjera o la de bárbaro origen.

Puso en el número a la mujer de Urías y a Tamar y a Rahab y a Rut, de las cuales una fue extranjera, otra meretriz, otra violada por su suegro, y no por alguna ley sobre el matrimonio, sino arrebatándole a ocultas el coito bajo el disfraz de meretriz. Y por lo que hace a la mujer de Urías, nadie ignora el hecho a causa de lo notable del pecado. Pues bien, el evangelista, dejando a un lado a las otras, sólo de éstas hizo mención. Si convenía recordar a las mujeres, bien estaba recordarlas a todas; y si no a todas, era bueno preferir a las que florecieron en la virtud y no a las que manifiestamente cayeron en pecado.

En consecuencia, ya veis cuán grande atención necesitamos desde el principio, aun cuando a algunos semejante exordio les parezca suficientemente claro, y a otros muchos quizá hasta superfluo, ya que se reduce a un cúmulo de nombres.

Conviene en seguida averiguar por qué omitió a tres reyes. Si calló sus nombres por haber sido ellos en exceso impíos, convenía que tampoco hubiera nombrado a otros igualmente perversos. También se nos presenta otra cuestión. Habiendo dicho el evangelista que eran catorce generaciones, en la tercera división no se ajustó a ese número. Y también por qué Lucas puso nombres distintos; y por qué no son todos iguales, sino que nombró a otros muchos; mientras que Mateo puso otros distintos, aun cuando termine su lista a su vez en José, lo mismo que terminó Lucas la suya.

Veis pues cuan despiertos debemos estar no sólo para encontrar las soluciones, sino también para advertir qué cuestiones las necesitan. Porque no es poco llegar a encontrar las cosas que pueden producir alguna duda. Por ejemplo: una de las dudas es cómo Isabel, siendo de la tribu de Leví, puede ser parienta de María. Mas, para no recargar vuestra memoria amontonando muchas cosas a la vez, aquí terminaremos. Basta para excitar el deseo de saber el solo hecho de que conozcáis las cuestiones que se ofrecen. Y si anheláis conocer las soluciones, está en vuestra mano, aun antes de que nosotros las expliquemos. Si os veo deseosos y que anheláis saber, procuraré yo mismo proporcionaros las respuestas. Mas si os viere soñolientos y que no atendéis, guardaré para mí tanto las cuestiones como las respuestas, en cumplimiento de aquel precepto divino que dice: No queráis echar lo santo a los canes, ni arrojar vuestras margaritas a los cerdos, no sea que con sus patas las pisoteen.

¿Quién es el que las pisotea? El que no las juzga dignas de honor y preciosas. Preguntarás: pero ¿es posible que haya alguno tan miserable que tenga estas cosas como no dignas de honor, ni más preciosas que todo? ¡Sí! Aquel que no pone en ellas tanto empeño como el que pone en las meretrices de los teatros satánicos. Porque hay quienes en eso pasan íntegros sus días y descuidan gran parte de sus obligaciones domésticas a causa de tan inoportuna ocupación. Y luego retienen con toda diligencia en su corazón lo que ahí oyen y lo conservan para ruina de sus almas.

En cambio, aquí en el templo, en donde habla Dios mismo, no quieren estar ni por brevísimo tiempo. Y este es el motivo de que nada tengamos de común con el cielo, y que nuestro modo de vivir cristiano se reduzca a simples palabras. No nos ha amenazado Dios con la gehena para arrojarnos a ella, sino para persuadirnos de que huyamos de semejante dañina costumbre. Pero nosotros procedemos de modo contrario. Oímos, y sin embargo, día por día tomamos el camino que a ella nos conduce; y habiendo ordenado Dios no únicamente que oigamos la palabra, sino que la pongamos en práctica, ni siquiera soportamos el oírla. ¿Cuándo por fin pondremos en práctica lo que se nos ordena y nos entregaremos a las obras, siendo así que llevamos pesadamente y agriamente los ratos que aquí por brevísimo tiempo gastamos?

Nosotros, cuando platicamos de cosas frívolas y advertimos que nuestros oyentes no prestan atención, lo tomamos a injuria. Y ¿pensamos que no ofendemos a Dios cuando al hablarnos El de cosas tan importantes lo desatendemos y volvemos a otra parte los ojos de nuestra mente? Un anciano ha recorrido gran parte de la tierra, y describe diligentemente la cantidad de estadios, la situación de las ciudades y su forma y sus puertos y su foro. Nosotros en cambio ni siquiera sabemos qué tan lejos estamos de aquella celestial ciudad, pues de lo contrario, ya nos habríamos apresurado a disminuir la distancia, si la conociéramos. Si somos negligentes, la dicha ciudad distará de nosotros no sólo lo que el cielo dista de la tierra, sino mucho más; mientras que si somos diligentes, podremos llegar hasta sus puertas en un punto de tiempo. Porque semejante distancia no se ha de medir por la longitud de los espacios, sino por nuestros modos de proceder.

Conoces perfectamente las cosas de esta vida: las recientes, las pasadas, las más antiguas y primitivas. Puedes contar los príncipes bajo cuyo mando has militado en otro tiempo, y también decir cuál fue el presidente de los certámenes y los que distribuyen las coronas y los jefes: cosas todas que para nada pueden ayudarte ni te aprovechan. Y en cambio, quién sea el jefe de esta ciudad de qué hablamos, quién sea ahí el primero, quién el segundo, quién el tercero, por cuánto tiempo lo haya merecido, qué gloriosas hazañas haya llevado a cabo, eso ni por sueños lo has considerado.

Y ni siquiera soportas que otros te hablen de las leyes que en la dicha ciudad imperan. Pero entonces, dime: ¿cómo poder esperar conseguir los bienes prometidos, ya que ni siquiera atiendes a las palabras que a ellos se refieren? … Pues bien: si antes no lo hemos hecho, ahora procuremos practicarlo. Porque, si el Señor nos lo concede, tenemos que ir a una dorada y aún más preciosa que el oro. Advirtamos, pues, sus fundamentos, sus puertas de zafiro y margaritas fabricadas. Tenemos un excelente guía en Mateo Entramos ahora por él como por una puerta, y necesitamos de grande aplicación.

Porque si él ve a alguno que no atiende, lo arrojará de la ciudad. Ciudad en exceso regia e ilustre es aquélla y no como nuestras ciudades. Tiene foro y palacios, pero ahí todo es regio. Abramos pues las puertas de nuestra mente, abramos nuestros oídos y una vez que hemos llegado a sus dinteles, con gran temor adoremos a su Rey: ¡aun en su primer encuentro puede llenar de temor a quien lo contempla! Ahora esas puertas nos están aún cerradas. Pero en cuanto las veamos abiertas -pues a esto equivale la solución de las cuestiones que se nos ofrecen-, entonces podremos contemplar su interior de fulgor intenso. Este publicano, conducido por los ojos del Espíritu Santo, te promete declararte y manifestarte todo lo que ahí hay: dónde se asienta el Rey, quiénes de entre su ejército lo rodean; dónde están los ángeles, dónde los arcángeles, qué sitio está señalado para los nuevos ciudadanos de esta urbe, cuál es el camino que a ella conduce, qué suerte ha tocado a los que primero en ella fueron admitidos como ciudadanos y cuál a los segundos y cuál a los terceros, cuántos órdenes de ciudadanos hay en ella, cuántos forman el Senado y en qué se diferencian por su dignidad.

No entramos, pues, tumultuosamente ni con estrépito, sino con un místico silencio. Si en el teatro las cartas del emperador se leen en profundo silencio, mucho más conviene que en esta ciudad todo esté quieto y que la mente y los oídos anden atentos. Pues no van a leerse cartas de ningún rey terreno, sino del Rey de los ángeles. Si queremos proceder en esta forma, la gracia misma del Espíritu Santo nos irá conduciendo con suma diligencia y nos acercaremos hasta el trono mismo y solio real; y conseguiremos toda clase de bienes por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.



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