Crisóstomo - Mateo 58

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HOMILÍA LVIII (LIX)

Estando reunidos en Galilea, díjoles Jesús: El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de los hombres que lo matarán y al tercer día resucitará. Y se pusieron muy tristes (Mt 17,21-22).

PARA QUE NO dijeran: ¿qué hacemos aquí tanto tiempo? les habla de nuevo de su Pasión. Y una vez que oyeron esas cosas, ya no querían ni ver a Jerusalén. Observa cómo, tras de haber sido increpado Pedro, tras de haber hablado Moisés y Elías de la Pasión, llamándola su gloria, tras de haber hablado el Padre desde lo alto, tras de tantos milagros obrados, y estando ya tan cerca la resurrección (pues Cristo no había de permanecer muerto por mucho tiempo, sino que había de resucitar después de tres días), ni con todo eso pudieron los discípulos soportar lo que les decía Cristo, sino que: Se pusieron muy tristes; y no medianamente tristes, sino mucho; y esto porque no alcanzaban el sentido de sus palabras. Así lo indican Marcos y Lucas. Marcos diciendo que no entendían y que no se atrevieron a preguntarle; Lucas cuando dice que aquella palabra estaba escondida para ellos y no la entendían; y que no se atrevían a preguntarle acerca de eso.

Pero, si no la entendían ¿por qué se entristecían? Porque no todo lo ignoraban. Sabían que El iba a morir, como con frecuencia se lo había anunciado. Pero qué clase de muerte fuera aquélla y que muy pronto sería ella misma destruida y que de ahí se seguirían infinitos bienes, no lo sabían con claridad ni sabían qué clase de resurrección sería aquélla. Por esto se dolían, pues amaban mucho a su Maestro. Entrados a Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban el tributo del didracma y le dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la didracma? ¿Qué era la didracma? Allá cuando el Señor dio muerte a los primogénitos de los egipcios, se reservó, en lugar de ellos, la tribu de Leví. Luego, como en esta tribu las gentes eran menos numerosas que los primogénitos de los judíos, para suplir la falta ordenó Dios que se ofreciera un siclo. Desde entonces quedó la costumbre de que los primogénitos pagaran ese tributo. Siendo Cristo primogénito y pareciendo que entre los discípulos Pedro era el principal, a él se acercaron los cobradores. Yo creo que en cada ciudad exigían ese tributo; y por esto se acercaron a El en Cafarnaúm, por creer que ésta era la patria de Cristo. Pero a El no se atrevieron a acercarse; y por esto hablaron con Pedro. Y no lo hicieron con tono vehemente, sino moderado.

No como acusando, sino simplemente preguntando, dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la didracma? Porque aún no pensaban de El como se debía, sino que lo creían sólo hombre; aunque sí lo honraban a causa de sus milagros. Y ¿qué dice Pedro? Dice: Cierto que sí. A ellos les dijo que sí la pagaría; pero a El nada le dijo, tal vez porque le daba vergüenza hablar al Maestro de semejantes pequeñeces. Por eso Jesús, manso como era, y que claramente conocía todas las cosas, adelantándose a Pedro, le dice: ¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra ¿de quién cobran el tributo y censos? ¿De sus hijos o de los extraños? Contestóle Pedro: De los extraños. Y le dijo Jesús: Luego los hijos están exentos. Para que Pedro no pensara que Jesús había oído el asunto de boca de los recaudadores, se le adelanta a dárselo a entender, para al mismo tiempo infundir confianza al discípulo que no se atrevía a hablarle del negocio.

Quiere, pues, decir: Yo estoy exento y libre de semejante censo. Pues si los reyes de la tierra nada cobran a sus hijos, sino a los extraños, mucho más debo yo estar exento, pues soy Hijo del Rey celestial y de un rey terreno, y además yo mismo soy Rey. ¿Observas cómo distingue de los hijos a los que no son hijos? Si El no fuera el Hijo, en vano traería al medio el ejemplo del rey. Dirás quizá: Sí es Hijo, pero no genuino. Entonces no es hijo; y si no es hijo tampoco es genuino y en consecuencia no es hijo del Padre, sino un extraño. Y si es extraño, el ejemplo que puso pierde toda su fuerza. Pero Cristo no habla únicamente de los hijos, sino de los genuinos, de los propiamente hijos, de los que son consortes del reino de su padre. Por esto, para distinguirlos los opone a los extraños; y llama extraños a los que no nacieron de los reyes; y llama hijos a los que los reyes engendraron. Observa y considera cómo aquí confirma la revelación hecha a Pedro. Y no se detiene aquí, sino que por la forma de asentir significa lo mismo, cosa que es de gran sabiduría.

Porque habiendo dicho: Mas para no escandalizarlos, vete al viar, echa el anzuelo y agarras el primer pez que pique, ábrele la boca y en ella hallarás un estáter. Tómalo y dalo por mí y por ti. ¿Observas la forma en que ni se rehúsa a dar el tributo ni en absoluto ordena que se pague? Sino que, habiendo primero demostrado que no estaba El obligado a pagarlo, luego, sin embargo, lo paga: tanto para que los cobradores no se escandalizaran, como tampoco los discípulos. Pues no lo dio como si lo debiera, sino atendiendo a la debilidad de ellos. En cambio, en otras ocasiones desprecia el escándalo, como allá cuando trató de la discriminación de alimentos. Nos enseña con esto que debemos considerar las oportunidades y las ocasiones en que convenga despreciar el escándalo o no despreciarlo. También por el modo de dar el tributo, declara bien quién es El. ¿Por qué no ordena que se pague de los fondos que tiene El? Para demostrar, como ya dije, mediante todo esto, ser Señor Dios de todas las cosas y que impera también sobre los mares. Lo demostró ya cuando mandó al mar pacificarse y cuando ordenó a Pedro andar sobre las aguas. Lo mismo demostró ahora aunque de un modo diverso, pero que también causa gran estupor.

Porque no fue poca cosa el predecir que el primer pez que se capturara pagaría el impuesto y que echada la red al fondo, cogería, por su mandato, al pez que llevara el estáter; sino cosa propia de un poder inefable y divino fue que el mar proporcionara el don; y que manifestara su obediencia tanto cuando fue amansada su furia, como cuando alborotado sustentó a su consiervo Pedro, como también ahora que pagó a los cobradores por Cristo. Y dalo a ellos por mí y por ti, le dice. ¿Has visto la excelencia de semejante honor? Pues advierte al mismo tiempo la virtud de Pedro. Porque Marcos, que era su discípulo, no refirió este suceso del que tan grande honor a Pedro le venía. En cambio, sí refirió las negaciones, pero calló lo que lo mostraba sobresaliente, quizá por habérselo prohibido el mismo Pedro, para que no dijera de él grandes cosas.

Por mí y por ti, dice Jesús, pues también Pedro era primogénito. Pero una vez que has admirado estupefacto el poder de Cristo, admira también la fe del discípulo que obedeció en cosa tan extraña e inesperada. Porque la cosa en sí era del todo insólita en la naturaleza y estupenda. Por tal motivo, como un premio a su fe, Cristo se lo asoció en el pago de la alcabala. En aquel momento se acercaron los discípulos a ]esús, diciendo: ¿Quién será el más grande en el reino de los cielos? Sentían al modo humano, como lo significa el evangelista al decir: En aquel momento. Es decir, en el punto en que Cristo honró a Pedro más que a todos los otros. Pues siendo entre Santiago y Juan uno de ellos primogénito, Jesús a los otros dos no los honró de manera semejante con tal honor Avergonzados de esto, manifiestan la conmoción de su ánimo. Pero no dicen abiertamente: ¿por qué has preferido a Pedro a nosotros? ¿acaso él es mayor que nosotros? No se atreven a eso; sino que hacen la pregunta en un modo indeterminado: ¿Quién será más grande?

Cuando vieron los discípulos que Cristo prefirió aquellos tres a los demás, no sufrieron esa conmoción de ánimo; pero cuando a uno solo tanto lo honró, entonces se dolieron. Ni sólo eso, sino que juntando otras muchas cosas, se inflamaron de envidia. Pues Jesús había dicho a Pedro: Te daré las llaves y bienaventurado eres, Simón hijo de Jonás, y ahora le dice: Paga por mí y por ti; y finalmente les hería también la libertad de hablar que usaba Pedro. Y si Marcos no dice que lo preguntaran sino únicamente que así lo pensaban en su interior, eso no se opone a la narración de Mateo. Porque es verosímil que hicieran ambas cosas; y que en otras ocasiones una y dos veces lo pensaran pero ahora sí lo dijeran y juntamente lo pensaran.

Pero tú no te fijes únicamente en este defecto, sino piensa, por otra parte, que ellos en esta ocasión no buscaban nada de lo de este siglo y en que además luego quitaron este defecto y mutuamente se cedían unos a otros el puesto primero. Nosotros, en cambio, no alcanzamos a llegar ni siquiera a esa clase de defectos de ellos, ni andamos investigando quién será mayor en el reino de los cielos, sino quién lo será acá en el reino de la tierra y quién más opulento y quién más poderoso. Y ¿qué hace Cristo? Descubre la conciencia de ellos y responde no únicamente a sus palabras, sino también a sus sentimientos. Y él, habiendo llamado a un niño lo puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis como este niño no entraréis en el reino de los cielos.

Como si les dijera: Vosotros inquirís quién será mayor en el reino de los cielos y contendéis acerca de la primacía; pero yo digo a quien no se humillare que no es digno del reino de los cielos. Bellamente pone el ejemplo: ni solamente lo pone, sino que trae al niño al medio para persuadirlos y exhortarlos con la presencia misma del niño a que sean sencillos y humildes. Porque el niño está libre de envidia, de vanagloria, del anhelo de primacías y sobre todo posee esa virtud que llamamos sencillez y humildad.

De modo que para entrar al reino de los cielos se necesita no únicamente fortaleza y prudencia, sino además sencillez y humildad. Pues aun en las cosas más importantes, si faltan esas virtudes, queda fallo lo que toca a nuestra salvación. El párvulo, ya sea que se le injurie, ya sea que se le alabe, ahora se le azote, ahora se le honre, ni se cree indigno y se aira ni se deja llevar de la envidia ni se ensoberbece. ¿Observas cómo de nuevo Cristo nos pone delante ejemplos tomados de las cosas de la naturaleza; y nos declara que tales virtudes pueden obtenerse mediante los propósitos de la voluntad, y echa de este modo por tierra la dañosa locura de los maniqueos? Pues si la naturaleza es mala ¿por qué Cristo toma de ella los ejemplos de virtud? Yo pienso que puso en medio de los discípulos a un parvulito libre de todas esas enfermedades del alma. Porque en los parvulitos no tienen lugar ni la arrogancia ni la vanagloria ni la envidia ni las querellas ni otras enfermedades semejantes. Tienen en cambio por su propio natural muchas virtudes como son la sencillez, la humildad, el estar ajenos a la turba de negocios, el no ensoberbecerse de nada: cosas en que hay una doble virtud, porque las poseen y no se ensoherbecen por tenerlas. Por tal motivo tomó Jesús al infante y lo puso en medio.

Pero no terminó con eso su discurso, sino que continuó en la amonestación y dijo: Y el que recibiere a un niño como éste, a mí me recibe. Como si les dijera: no únicamente recibiréis gran premio si sois como este infante, sino también, si, por mí, honráis a otros que le sean semejantes, os retribuiré con el reino. Y añadió lo que es más al decir: A mí me recibe. Como si dijera: En modo tan grande me alegro con la humildad y la sencillez. Y llama aquí pequeños a los hombres tan sencillos y humildes que muchos los tienen por bajos y despreciables. Y enseguida, para más confirmar su doctrina, la refuerza poniendo delante no sólo los premios sino también los castigos. Pues dice: Y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgaran al cuello una piedra de molino de asno y lo hundieran en el fondo del mar.

Porque así como aquellos, dice Jesús, que por mí honran a estos pequeños, poseerán el cielo y un premio mayor que un reino, así los que los deshonran (pues esto significa escandalizarlos), sufrirán penas terribles. Y si al escándalo lo llama deshonra e injuria, no te admires, pues muchos a causa de su pusilanimidad han sufrido escándalo por haber sido menospreciados e injuriados. Para poner como de bulto el crimen, hace referencia al daño que se sigue de él. En cambio, no explica del mismo modo el castigo, sino que manifiesta cuánto sea intolerable por comparación con las cosas que nos son conocidas. Cuando quiere impresionar los ánimos rudos pone ejemplos de las cosas que caen bajo el dominio de los sentidos.

Así aquí, queriendo demostrar que tales hombres serán grandemente castigados y perseguir la arrogancia de quienes desprecian a esos humildes, trae al medio, como ejemplo, una pena sensible, como es la de la piedra de molino y el hundimiento en el mar. Según el orden natural del discurso, hubiera bastado con decir: El que no recibe a uno de estos pequeñuelos, no me recibe a mí, cosa por cierto la más amarga de todas. Pero como por aún un tanto rudos e ignorantes no se conmovían con semejante pena, les pone delante la piedra de molino y el hundimiento en el mar.

Y no dijo: Le será suspendida al cuello una piedra de molino, sino ¿qué?: Mejor fuera que así se le castigara, con lo que declaraba que le espera un suplicio mayor. Pues si ese otro parece intolerable, mucho más lo será éste. Observa cómo por ambos lados presenta una conminación tremenda y la esclarece mediante el ejemplo de cosas más conocidas, persuadiéndonos al mismo tiempo que pensemos en aquel otro suplicio mucho mayor ¿Ves cómo ha arrancado de raíz la hinchazón de la arrogancia? ¿cómo ha curado la llaga de la vanagloria? ¿cómo ha enseñado a no buscar jamás los primeros puestos? ¿cómo ha enseñado a quienes los buscaban a buscar siempre y dondequiera el último lugar?

Porque nada hay peor que la arrogancia. Nos torna inhumanos y nos echa encima la fama de necios y hasta nos torna en exceso estúpidos. Si alguno tuviera la natural estatura humana y quisiera superar la altura de las montañas y aun pensara que la alcanzaba y se alzara sobre sus pies como si sobresaliera por encima de las cumbres, no buscaríamos otra prueba de su necedad. Pues del mismo modo, cuando vez a un arrogante que se cree el más importante de todos los hombres y tiene a injuria convivir con los demás, no busques ya ningún otro argumento de su locura. Pues al fin y al cabo resulta tanto más ridículo que los otros que por naturaleza son estultos, cuanto que por su gusto y voluntad se ha procurado enfermedad semejante.

No solamente por este título es miserable, sino también porque sin pena ninguna ha caído en el abismo de la perversidad. ¿Cuándo podrá conocer en forma conveniente sus pecados? ¿Cuándo caerá en la cuenta de que ha delinquido? El demonio ha cargado con él y se ha marchado llevándoselo como se hace con un criado o con un cautivo; y lo trae y lo lleva, lo azota y lo cubre de afrentas. Porque hasta tal punto los agita su necedad que les persuade a elevarse sobre sus hijos, sobre la esposa y aun a levantarse contra sus superiores. A otros, al contrario, los hace hinchados por la fama y esplendor de sus antepasados, cosa la más necia de cuantas hay, pues se hinchan por causas contrarias: unos se envanecen por haber tenido padres o abuelos de baja calidad; otros de haberlos tenido ilustres y conspicuos. ¿Cómo podrá alguno humillar su hinchazón? Pues a los primeros diles: sube más allá de tus abuelos y tatarabuelos y quizá encuentres entre tus ascendientes a muchos que fueron taberneros, arrieros, cocineros. A los que se envanecen por haber tenido antepasados de baja clase social, diles: Si vas más allá de tus tatarabuelos, quizá encuentres a muchos más preclaros que tú.

Os demostraré por las Escrituras ser así el proceso de la naturaleza del hombre. Salomón era hijo de un rey y de un rey esclarecidísimo; pero el padre de ese rey se contaba entre los del vulgo y hombres del pueblo, lo mismo que su abuelo materno. De otro modo no habría casado a su hija con un simple y vulgar soldado. Pero si subes de éstos, llegarás a encontrarte con personajes ilustres y nobles. Lo mismo puede verse en Saúl y en otros muchos. De manera que por semejantes motivos no debemos ensoberbecernos. Yo te pregunto: ¿de qué sirve el linaje? No es sino un nombre vano y sin contenido: ¡ya lo conoceréis en el último día! Pero como aún no llega ese día ¡ea! ¡veamos de persuadiros por las cosas presentes cómo de eso no se deriva prerrogativa alguna!

Si se echa encima una guerra o el hambre o cualquiera otra calamidad, se evaporan todas esas hinchazones apoyadas en la nobleza. Si nos acomete la peste o la enfermedad, ella no hace distinciones de pobre o rico, de noble o plebeyo, de glorioso o vulgar. Y lo mismo sucede en el curso y vicisitudes de las demás cosas, pues todas igualmente y por parejo acometen a todos. Y si hemos de decir algo paradójico y extraño, de modo especial acometen a los ricos. Pues cuanto menos se cuidan de ellas más fácilmente perecen. En cuanto al miedo es mayor el de los ricos. Los príncipes en especial temen esos cambios; y no menos los temen quienes a tales príncipes están subordinados; y aun mucho más por el hecho de que muchísimas cosas de éstos las han derribado ya el furor del pueblo y las amenazas de los príncipes.

En cambio, el pobre navega seguramente entre esas fluctuaciones. Dejando, pues, a un lado ese género de nobleza, si quieres tú demostrarme que eres libre, muéstrame una libertad de espíritu como la que tuvo aquel bienaventurado que, siendo pobre, le decía al rey Herodes: No te es lícito tener la esposa de tu hermano Filipo; o tal como la tuvo el que antes del Bautista fue como él y lo siguió siendo hasta decir al rey Acab: No soy yo quien arruina a Israel, sino tú y la casa de tu padre p o tal como la tuvieron los profetas y todos los apóstoles.

Pero no son así las almas de los ricos; sino que a la manera de quienes estuvieran sujetos a infinitos pedagogos y carceleros, ni siquiera se atreven a levantar los ojos ni a proceder con libertad al ejercicio de las virtudes. Porque la codicia de las riquezas, de la gloria y demás cosas mundanas les causan terrores y los convierten en siervos, y aduladores. Nada hay que así prive de la libertad como el enredarse en negocios seculares y rodearse de cuanto parece precioso. Tales almas no son súbditas de un solo señor, ni de dos, ni de tres, sino de infinitos.

Y si quieres contarlos, traigamos al medio a alguno de los que en los palacios reales son notables y señalados. Y que ese tal posea muchas riquezas, poder grande y brille por su patria y sea ilustre por sus ancestros y que atraiga las miradas de todos. Consideremos si acaso ese hombre no es más vil y bajo que cualquiera de los esclavos. Comparémoslo no sólo con un esclavo, sino con un esclavo de esclavos, pues muchos de los criados tienen a su vez esclavos. Ese esclavo de un esclavo no tiene sino un solo señor. Puesto que ¿qué dificultad hay en que sin ser libre sea señor y amo? El hecho es que tiene un solo señor y atiende únicamente a lo que a éste agrada. Pues aun cuando parezca que su amo domina sobre él, pero con todo a sólo él obedece; y si las cosas de ese único amo van bien, pasa sin temores toda su vida. El rico en cambio tiene no un solo señor, ni dos, ni tres sino muchos y más duros.

Desde luego anda solícito de servir al ley. Y por cierto que no es lo mismo tener como señor a un particular que al rey en persona. El rey presta oídos a infinitos murmuradores, y conforme a eso dispensa sus favores ya a unos ya a otros. De modo que nuestro hombre, aun cuando no tenga conciencia de algo mal hecho, sin embargo de todos sospecha: de sus compañeros y conmilitones, de sus iguales y de los otros súbditos, de los amigos y de los enemigos. Dirás que también el pobre tiene su señor y lo teme. Pero no es lo mismo temer a solo uno, que temer a muchos. Más aún: si alguno examina con cuidado el negocio, encontrará que el rico de quien venimos tratando no tiene un solo señor. ¿Cómo o en qué modo? Porque al pobre nadie anhela echarlo de su servidumbre y ponerse en su lugar; por lo cual nadie hay que le ponga asechanzas. En cambio, los ricos tienen sus mayores cuidados en echar abajo a quien más brilla y a quien más ama y es privado del emperador. Esto lo obliga a procurar adularlos a todos: a los mayores, a los iguales, a los amigos. Porque en donde existe la envidia y el anhelo de la vanagloria, ahí es imposible la amistad verdadera. Así como los del mismo oficio nunca se aman sinceramente, así tampoco los que tienen un mismo honor, ni los que aman a la vez una misma cosa de esas seculares. Por lo cual tienen interiormente grande guerra.

¿Has visto el enjambre de señores, y señores que son tiranos? ¿Quieres que te muestre otro señor más tirano aún? Todos cuantos están detrás del rico anhelan ponérsele delante; y los que le van adelante, se esfuerzan por impedir que se les acerque o aun avance más allá de ellos. Pero… ¡vaya una cosa admirable! Había yo prometido que os mostraría a los señores; pero el discurso avanzando el asunto, hizo más de lo que yo había prometido, presentándoos en vez de los señores a los enemigos: más aún, haciéndoos ver que son a la vez enemigos y señores. Como a señores se les adula; como a enemigos se les teme; como adversarios amenazan con asechanzas. Pues si alguno tiene tales adversarios y señores ¿qué mayor calamidad puede sufrir?

El siervo, aunque algo se le mande, pero al fin y al cabo goza del patrocinio y la benevolencia de su amo. En cambio, los otros de que tratamos, son mandados, son acometidos y luchan unos contra otros, con mayor vehemencia que lo hacen los enemigos descubiertos. Hieren a ocultas; con apariencia de amigos acometen como adversarios; y con frecuencia se congratulan de las desgracias que a los otros acontecen. No van por ese camino nuestras cosas. Pues si alguno la pasa mal, muchos lo conduelen; y si le va bien, muchos se congratulan, conforme a lo que dice el apóstol: Si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan. Y el mismo Pablo decía unas veces: ¿Cuál ha de ser nuestra esperanza, nuestro gozo, nuestra corona de gloria? ¿No sois vosotros? Otras veces decía ahí mismo: Ahora ya vivimos, sabiendo que estáis firmes en el Señor. Y además: Os escribo en medio de una gran tribulación y ansiedad de cora-zón. Y también: ¿Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrace?

¿Por qué, pues, soportamos aún las tempestades y las olas de alta mar y no nos apresuramos al puerto tranquilo; y haciendo a un lado los vanos nombres de bienes, no nos apresuramos en pos de las realidades de las cosas? Porque la gloria y el poder, la riqueza y la nobleza y demás cosas parecidas, son sólo nombres, pero para nosotros no son realidades; del mismo modo que la tribulación, la muerte, la ignominia, la pobreza y otras del mismo jaez, para nosotros no son sino nombres, mientras que para ellos son realidades. Si os parece, traigamos aquí al medio la gloria, ya que para ellos es lo más deseable. No diré de ella que es caduca, ni que se acaba rápidamente: muéstramela en el tiempo en que más florece. Pero no le quites los disfraces ni los coloretes de meretriz; sino tráela acá al medio adornada y así enséñamela, para que yo te demuestre su fealdad. Alegarás los vestidos, la multitud de guardias, las voces de los pregoneros, la turba del pueblo que escucha, el silencio de muchos, los golpes por acercarse más, el ser espectáculo para todos: ¿acaso todo esto no es espléndido?

Pues bien: examinemos si acaso todo eso no es supervacáneo y que está apoyado únicamente en la opinión de los demás. Porque con todo eso ¿en qué se torna más excelente el hombre ya sea en lo referente al cuerpo o ya en lo referente al alma? Y el hombre consta de alma y cuerpo. ¿Acaso con eso su estatura se torna mayor? ¿Se hace él más fuerte, más veloz? ¿Sus sentidos se vuelven más perspicaces? ¡Nadie lo afirmará! Pero vamos al alma: quizá en ella descubramos alguna ganancia. ¿Acaso con semejantes arreos y cosas se torna más continente, más modesta, más prudente? ¡De ningún modo! ¡Al revés! ¡sucede todo lo contrario! Porque en el alma no pasa como en el cuerpo. En éste nada se añade de perfección. Pero en el alma no hay ese mal sólo de no obtener ganancia alguna, sino que con eso se llena de arrogancia, vanagloria, necedad, ira y cae en vicios infinitos.

Alegarás que a lo menos goza y se alegra. Pues con eso me has dicho el término y resumen de todos los males y has nombrado un mal incurable. Porque quien así se alegra, difícilmente querrá apartarse de la causa de esos males, porque el deleite le cierra la puerta a todo remedio. De manera que éste es el peor mal: el no dolerse de que crezcan sus males, sino al revés, gozarse. Gozarse no siempre es bueno. Se gozan los ladrones cuando roban y el adúltero cuando mancha el lecho ajeno y el avaro cuando agarra y el homicida cuando mata. No miremos, pues, si ese tal goza, sino si se goza de alguna cosa útil; y cuidémonos de encontrar un gozo semejante al del ladrón y el adúltero. Yo pregunto: ¿por qué esos se gozan? ¿Acaso es de alcanzar entre muchos gloria con qué hincharse y ser visto de todos? Pero ¿hay algo peor que semejante anhelo y tan absurda concupiscencia? Y si esto no es malo, no vituperéis a los codiciosos de la gloria vana, ni los desgarréis con abundantes injurias. Cesad de execrar a los arrogantes y a los soberbios. ¿No podéis soportar eso ni conteneros? De manera que es posible acometerlos con mil acusaciones, aun cuando anden rodeados de infinitos guardias.

Digo todo esto en referencia a los prohombres perversos; pues con frecuencia muchos de ellos se encuentran cargados con abundantes culpas: con más que los homicidas, los ladrones, los adúlteros, los violadores de sepulcros, todo a causa del mal uso de su poder. Roban con más descaro que los ladrones, matan con mayor crueldad que los asesinos, son más inicuamente lascivos, y perforan no los muros de las casas materiales, sino los haberes y moradas de familias sin cuento. Porque a causa de su poder pueden fácilmente hacerlo. Andan oprimidos con gravísimas servidumbres, pues por ser desidiosos y perezosos ceden a las enfermedades del alma y azotan a sus consiervos continuamente y a cuantos saben sus crímenes los hacen temblar.

Nadie hay que sea más libre, nadie que sea más príncipe, nadie más poderoso que los mismos reyes como quien está libre de vicios. Sabiendo nosotros estas cosas, procuremos la verdadera libertad y librémonos de esa inicua servidumbre. No juzguemos feliz ni al fastuoso del mundo ni la tiranía de las riquezas ni otra cosa alguna semejante, sino solamente la virtud. De este modo, gozaremos de tranquilidad en la vida presente y conseguiremos los bienes eternos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

CXXVI


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HOMILÍA LIX (LX)

¡Ay del mundo, por causa de los escándalos! Porque es inevitable que vengan los escándalos. Pero ¡ay de aquel por quien vienen los escándalos! (Mt 18,7).

Si ES NECESARIO que vengan los escándalos, preguntará algún adversario ¿por qué llama miserable al mundo cuando convenía mejor ayudarlo y tenderle la mano? Esto es lo propio del médico y del abogado, lo demás es propio más bien del vulgo. ¿Qué responderemos a una lengua tan impudente? Pues ¿puede acaso encontrarse un remedio que se equipare con éste? Pues El siendo Dios por ti se hizo hombre, tomó la forma de siervo y pasó por las terribles afrentas y no dejó de poner nada de lo que a El le tocaba. Pero como los hombres a causa de su ingratitud no lograron de eso bien alguno, los llama míseros, pues tras de tan grande curación han permanecido en tan grande enfermedad. Es como si alguno a un enfermo al que se le han aplicado maravillosas curaciones, pero no quiere seguir las prescripciones médicas, le dijera doliéndose: ¡Ay de ese hombre que ha acrecentado su enfermedad a causa de su desidia! La diferencia está en que en este caso el llanto nada remedia; pero el otro es un género tal de curación que se hace prediciendo lo que va a suceder y al enfermo se le llama mísero. Pues sucede con frecuencia que muchos en nada se aprovechan del consejo, pero en cambio del llanto mucho se ayudan. Por eso usó Jesús de ese ¡ay! procurando hacerlos más despiertos, diligentes y vigilantes. Además así les manifiesta su benevolencia y su mansedumbre, pues a quienes lo rechazan los llora y no sólo no los lleva pesadamente, sino que los enmienda por medio del llanto y de la predicación, para traerlos a mejor determinación.

Preguntarás que cómo puede hacerse eso. Porque si es necesario que vengan los escándalos, ¿cómo podremos evitarlos? Pues bien: es necesario que sucedan los escándalos, pero no es necesario el que perezcamos. Es como si un médico dijera -pues nada impide que usemos del mismo ejemplo de nuevo-: necesariamente va a venir esta enfermedad, pero no es necesario que de ella mueras si te cuidas. Decía esto y otras cosas, como ya lo indiqué, para despertar el ánimo de los discípulos. Pues para no dormir como si hubieran sido enviados a una misión de paz y a una vida sin perturbaciones, les declara que están inminentes muchas batallas. Lo mismo significó Pablo al decir: En lo exterior luchas, en el interior temores: peligros en los falsos hermanos.- Y a los de Mileto les decía: De entre vosotros mismos surgirán hombres perversos que enseñarán doctrinas perversas? Y Cristo decía: Los enemigos del hombre serán sus familiares.

Al decir Cristo necesidad, no por eso suprime el libre albe-drío ni la libertad de la voluntad ni lo dice queriendo con esto sujetar a necesidad la vida y procederes de alguno, sino que únicamente predice que sucederá. Así lo declaró Lucas con otras palabras cuando dijo: Es imposible que no vengan los escándalos A ¿Qué significa escándalos? Impedimentos puestos en el recto camino. Así llaman los actores a las dificultades que obstaculizan los cuerpos. De manera que la predicción no acarrea el escándalo ¡lejos tal cosa! ni vienen los escándalos porque Jesús los haya predicho, sino al revés: los predijo porque ciertamente iban a suceder. De manera que no sucederían si quienes los provocan los hubieran querido omitir. Ni habrían sido predichos si nunca hubieran de suceder.

Mas como algunos procedían con malicia y andaban enfermos de enfermedad incurable, sucedieron los escándalos y Jesús predijo lo que iba a suceder. Dirás: Pero si ellos se hubieran enmendado y no hubieran dado escándalo alguno ¿no resultaría falso el dicho y así se vería? De ningún modo, pues en ese caso no lo habría Cristo pronunciado, ni habría dicho: Es necesario que vengan los escándalos. Lo pronunció porque preveía que no habrían de corregirse. Preguntarás: ¿Por qué El no hizo que se evitaran? Pero ¿por qué motivo se habían de evitar y quitar? ¿Por causa de los que resultan dañados? Pues bien: los dañados no perecen por el escándalo, sino por su desidia. Así lo demuestran los que cultivan la virtud, pues en nada resultan dañados por el escándalo sino al revés: recogen fruto abundante. Así era Job, así José, así todos los justos y los apóstoles. Si muchos perecieron, eso sucedió por su desidia y somnolencia. Si no fuera así, sino que la ruina proviniera del escándalo mismo, entonces todos debieran haber perecido. Pero si algunos escapan de la ruina, el que no escape que lo achaque a sí mismo. Los escándalos, como ya dije, tornan al alma más despierta y más perspicaz y de penetrante mirada; y no sólo el que se precave sino también el que cae y rápidamente se levanta, pues de su caída se vuelve más cauto y más difícil de ser vencido.

De modo que si somos vigilantes, sacamos de los escándalos no poco fruto, como es el que seamos más asiduos en vigilar. Si nos damos al sueño cuando tantos enemigos nos amenazan y se echan encima las tentaciones tantas en número, ¿qué será de nosotros entregados a semejante tranquilidad? Y si te parece, considera ante todo al primer hombre. Pues estando en el paraíso por tan breve tiempo que quizá no llegó a un corto día, y viviendo entre deleites, se lanzó a tan grande maldad que esperó ser igual a Dios y juzgó que quien lo engañaba era el autor de un beneficio y no pudo guardar ni siquiera aquel precepto único ¿qué no habría hecho si todo el resto de su vida lo hubiera pasado sin trabajos?

Pero luego presentan otra objeción. Entonces ¿por qué lo fabricó Dios? ¡Lejos tal cosa! Pues si no, no lo habría castigado. Si nosotros, cuando tenemos la culpa de algo no acusamos a los criados, mucho menos lo iba a hacer Dios, Señor de todos. Insisten: entonces ¿cómo se hizo así el hombre? De sí mismo y por su pereza. ¿Qué quiere decir: de sí mismo? Si los ,que son perversos no lo son por propia voluntad, entonces no castigues a tu criado, no increpes a tu mujer cuando peca, no azotes a tu hijo, no acuses a tu amigo, no te enfurezcas contra tu enemigo que te daña; porque todos ellos antes serían dignos de misericordia que no de castigo, puesto que no delinquen voluntariamente. Respondes: es que entonces no puedo discurrir. Pero si es que ves a alguno que no tiene culpa, sino que obró por verdadera necesidad, entonces sí logras reflexionar.

Si tu criado, impedido por una enfermedad no hace lo que le ordenaste, no sólo no lo acusas, sino que al punto lo perdonas. De modo que tú mismo eres testigo de que algunas obras son simplemente voluntarias del criado y otras no. Y si supieras que es perverso porque así nació, no sólo no lo acusarías, sino que lo perdonarías. Pues si lo perdonas a causa de la enfermedad, no le negarás el perdón porque Dios así lo hiciera desde el principio. Mas, también por otro camino podemos fácilmente refutarlos. Porque la verdad abunda en argumentos a su favor. ¿Por qué nunca echaste en cara a tu criado que no fuera más hermoso o de mayor estatura o que no fuera ave? Porque esos son dones de la naturaleza. De modo que en cuanto a los defectos naturales no incurre en culpa ni nadie se preocupa por eso ni lo reprende. En consecuencia, si acusas al criado, demuestras con certeza que su defecto no proviene de la naturaleza sino que es voluntario. Si por el hecho de no acusar testimoniamos que el defecto se ha de atribuir del todo a la naturaleza, es manifiesto que cuando reprendemos, por lo mismo declaramos que la culpa es voluntaria. No traigas, pues, torcidos raciocinios ni sofismas y dificultades más débiles que los hilos de araña.

Respóndeme a esto: ¿Hizo Dios a todos los hombres? Todos lo confiesan y es manifiesto. Entonces ¿por qué no son todos iguales en lo referente a la virtud y al vicio? ¿De dónde proviene que unos sean probos, buenos, modestos y otros ímprobos y malos? Si en esto no interviene la voluntad, sino que lo da la naturaleza ¿por qué unos cultivan la virtud y otros no? Si todos fueran por naturaleza malos, nadie podría ser bueno. Siendo común la naturaleza a todos los hombres, convendría que todos fueran idénticos; es decir o todos buenos o todos malos. Y si dijéramos que por naturaleza unos son buenos y otros son malos, cosa que es contra la razón, como ya lo demostramos, sería necesario que esa cualidad fuera inmutable, pues las cualidades naturales son inmutables.

Quisiera yo que consideraras esto. Todos los mortales son también pasibles y es imposible que alguno sea impasible aun cuando mil veces lo intente. Pero es claro lo que vemos ahora, que muchos de buenos que eran se tornan perversos y otros de perversos se hacen buenos: aquéllos por su negligencia, éstos por su diligencia. Tenemos aquí un argumento supremo de que eso no es por naturaleza; pues las cualidades naturales ni se cambian, ni se necesita diligencia para adquirirlas. Así como para ver y oír no se necesita trabajo alguno, así tampoco en esc caso el ejercicio de la virtud necesitaría ningún trabajo si por la naturaleza misma la tuviéramos. Aparte de que ¿por qué habría Dios hecho malos pudiendo hacerlos a todos buenos?

Preguntarás: entonces ¿de dónde se originan los males? Pregúntalo a ti mismo. A mí lo que me toca es demostrarte que no vienen ni de la naturaleza ni de Dios. Instarás: ¿son pues efecto de la casualidad? ¡De ninguna manera! ¿Son acaso ingénitos? Te ruego, oh hombre, que hables bien y que te apartes de tal locura que llegues a dar a Dios y los males el mismo culto y por cierto supremo. Porque si son ingénitos serán también fuertes, inmutables y no podrán ni quitarse ni aniquilarse. Pues a todos es manifiesto que lo ingénito no puede perecer. Por otra parte, ¿cómo se explica que haya tantos buenos si el mal tanta fuerza tiene? ¿Cómo es que los engendrados resultan más fuertes que los ingénitos? Dirás: Es que Dios sí los quitará. Pregunto: ¿cuándo? ¿Ni cómo podría destruirlos si son sus iguales en honor, en fortaleza y en antigüedad, como alguno diría?… ¡Oh maldad diabólica! ¡qué males tan grandes inventa! ¡cómo ha persuadido al hombre que arrojara sobre Dios tamaña blasfemia! ¡con qué apariencias de piedad inventó la nueva blasfemia! Queriendo los maniqueos demostrar que el mal no procede de Dios, sino que es ingénito, inventaron otro dogma perverso y aseguraron un principio eterno del mal.

Preguntarás: ¿Cuál es pues el origen del mal? Que existen el querer y el no querer. Pero ¿cuál es el origen de querer y no querer? Somos nosotros mismos. Estás haciendo idénticamente como si preguntaras: ¿de dónde nace el ver y el no ver? Y que yo te respondiera: del cerrar o no cerrar los ojos. Y que tú "de nuevo preguntaras: Y ¿de dónde nace el cerrar o no cerrar los ojos? Y yo te respondiera: De nosotros mismos y de nuestra propia voluntad. Pero tú siguieras buscando alguna otra causa.

El mal no es otra cosa que el no obedecer a Dios. Instarás: ¿cómo encontró eso el hombre? Pero yo a mi vez pregunto: ¿era acaso difícil encontrarlo? Dirás: yo no pregunto si fue difícil, sino de dónde procedió que el hombre fuera inducido a desobedecer a Dios. Fue inducido por su desidia. En su mano estaba hacer una cosa u otra y se inclinó a desobedecer.

Si tras de oír esto todavía dudas y encuentras oscuridades, te propondré una cuestión ni difícil ni complicada, sino clara y sencilla. ¿Tú alguna vez fuiste malo? ¿alguna vez fuiste bueno? O de otro modo: ¿Alguna vez venciste algún vicio que te hubiera dominado después? ¿Diste en la embriaguez y luego rechazaste ese vicio? ¿Te irritaste, pero luego depusiste la ira? ¿Despreciaste al pobre, pero luego cambiaste? ¿Fuiste fornicario, pero luego te tornaste continente? Entonces te pregunto: ¿de dónde nació que cambiaras? ¿de dónde? Si tú callas yo te lo diré. Pues de que pusiste empeño y diligencia primero; y luego fuiste perezoso y caíste en la desidia.

No voy a hablar de la virtud a los desahuciados que totalmente se han entregado a la perversidad y andan como furiosos y alocados y no quieren ni siquiera oír hablar de lo tocante a la enmienda. En cambio con gusto me dirigiré a los que andan vacilando entre el bien y el mal, y a veces hacen lo uno y a veces hacen lo otro. Alguna vez robaste lo que no te pertenecía, pero luego, movido de misericordia, diste de tus bienes a los pobres. ¿De dónde te vino ese cambio? ¿No es acaso manifiesto que a tu voluntad y libre albedrio? Es cosa cierta y que nadie negará. Por lo cual os ruego que os empeñéis en la virtud, y se habrán acabado todas esas disquisiciones. Pues si lo queremos, todos los males se reducirán a simples palabras. No preguntes de dónde se originan los males ni entres en dudas. Sabiendo ya que nacen de tu desidia, huye de ellos. Si alguno te dice que no nacen de nosotros mismos, cuando lo veas irritado con su criado, exasperado con su mujer, reprendiendo a su hijo, enjuiciando a quienes lo injurian, dile: ¿Por qué decías que el mal no nace de nosotros? Si no nace de nosotros ¿por qué acusas a los demás? Dile también: Esas injurias y querellas ¿las sacas de ti mismo? Si no proceden de ti mismo, que nadie se irrite contra ti. Pero si nacen de ti mismo, entonces los males se originan de tu desidia.

Pero ¡vamos! ¿Crees tú que hay algunos que son buenos? Pues si no hay algunos buenos ¿de dónde se originó ese nombre? ¿de dónde se han originado las alabanzas? Pero si de verdad hay buenos, sin duda que reprenderán a los malos. Pero si nadie de sí mismo es bueno ni malo, entonces los buenos injustamente reprenden a los malos y con esto ellos mismos son malos. Puesto que nada hay más injusto que acusar a quien es inocente. Pero si esos que reprenden a pesar de todo son buenos, (y esto resulta un argumento máximo de su bondad aun delante de los necios), se deduce de aquí que nunca jamás alguno fue malo por necesidad. Y si todavía preguntas ¿cuál en fin es pues el origen del mal? Te responderé que la desidia y el tener que vivir entre malos y el desprecio a la virtud. De aquí se originan los males. De aquí nace incluso el que algunos anden investigando de dónde nacen los males. Nadie que bien vive y que ha determinado llevar una vida modesta y continente, mueve semejantes cuestiones, sino aquellos que se atreven a la perversidad y andan procurándose una vana excusa por ese medio; y así tejen para lograrla telas de araña.

Rompámoslas nosotros no únicamente con las palabras, sino con las obras. Pues los males no proceden de necesidad ninguna. De otro modo, Cristo no habría dicho: ¡Ay del hombre por quien viene el escándalo! Porque solamente llama míseros a los que proceden con mala voluntad y determinación. Ni te admires de que diga: por quien. Porque no lo dice como si ese tal hombre fuera instrumento movido por otro, sino como quien por sí mismo todo lo lleva a efecto. Pues suele la Escritura decir: Por quien, para significar la causa. Como cuando dice: He adquirido un varón por Diosp indicando así la causa primera, no la segunda. Y también: ¿Acaso la interpretación de ellos -los sueños- no es por Dios?§ Además: Fiel es Dios por el cual habéis sido llamados a la unión con su Hijo.

Para que sepas, en fin, que los males no vienen por necesidad, oye lo que sigue: Porque una vez que los llamó míseros, prosigue: Si tu mano o tu pie te escandalizan, córtalos, arrójalos de ti. Más ventajoso te es entrar en la vida manco o cojo que ser arrojado al fuego eterno con tus dos manos o tus dos pies. Y si tu ojo derecho te escandaliza, arráncalo y arrójalo lejos de ti. Más te conviene entrar a la vida con un solo ojo, que ser arrojado al infierno de fuego con tus dos ojos. No habla de los miembros ¡lejos tal cosa! sino de los amigos y parientes a quienes tenemos como propios miembros. Lo había dicho antes y ahora lo repite. Pues no hay cosa más dañina que la compañía de los malvados. Con frecuencia lo que la necesidad no logra, lo consigue la amistad así para el mal, como para la utilidad. Por esto nos ordena cortar con gran vehemencia a quienes nos son perniciosos, dando a entender a los que nos escandalizan.

¿Observas en qué forma rechaza el mal que de los escándalos se seguirá prediciéndolo para que a nadie tome desprevenido y en pereza, sino que ya temiéndolo vigile ese daño que él predijo ser máximo? Porque no dijo simplemente: ¡Ay del mundo por los escándalos; sino que lo hizo después de declarar sus muy graves daños. Y cuando llamó mísero a aquel por quien viene el escándalo, declaró que de ahí se derivaría un mayor mal. Pues cuando dice: Pero ¡ay de ese hombre! indica un suplicio grande. Y no para aquí, sino que añadiendo un ejemplo, aumenta el temor. Y no contento aún, muestra el camino por donde podemos huir del escándalo.

¿Cuál es? A los perversos, dice, aun cuando sean tus íntimos amigos, recházalos de tu amistad. Y te pone un argumento irrefutable. Pues si siguen siendo tus amigos, a ellos no los ganarás y tú te perderás. En cambio, si los rechazas, a lo menos tú conseguirás la salvación. De manera que si alguien con su amistad te daña, córtalo. Si a veces amputamos nuestros miembros cuando ya no tienen cura posible y causan daño a otros miembros, con mayor razón conviene amputar a los amigos. A la verdad, si semejantes males provinieran de la naturaleza, este consejo y exhortación sería inútil; y así mismo el cuidado de predecirlo sería en vano. Pero si no es superfluo, como en realidad no lo es, queda manifiesto que la perversidad nace de la voluntad propia.

Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños. De verdad os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial. Llama aquí pequeñuelos no a los niños, sino a los que muchos estiman como pequeñuelos: me refiero a los pobres, bajos, vulgares. (Pero ¿cómo será pequeño el que es más digno que todo el mundo? ¿cómo será pequeño el que es amigo de Dios?). Llama, pues, así a los que en la opinión del vulgo son pequeños. Y no habla de muchos, sino de uno solo. Y por aquí de nuevo rechaza el daño del escándalo de muchos. Pues así como el huir de los perversos trae gran bien, así igualmente el honrar a los buenos. Doble utilidad se deriva de esto a quienes viven atentos. Una, el apartar así las amistades de los que escandalizan; otra, el mostrar honra y reverencia a los santos.

Por otro camino también los hace honorables, diciendo: Porque sus ángeles en el cielo contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial. Por aquí queda claro que los justos -y aun todos- tienen allá su ángel. Así el apóstol dice en referencia a la mujer, que conviene tenga sobre su cabeza poder, es decir velo, a causa de los ángeles. Y Moisés: Fijó las fronteras de las naciones según el número de sus ángeles. Pero no habla aquí de los ángeles simplemente, sino de los más eminentes. Pues al decir: el rostro de mi Padre no significa otra cosa, sino mayor libertad, mayor confianza y grande honor.

Porque el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido. Trae una nueva razón, más firme que la primera, y añade una parábola que presenta al Padre queriendo la salvación. Dice: ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas ¿no dejará en los montes las noventa y nueve para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más gozo por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños.

¿Observas de cuántas maneras nos induce al cuidado de los hermanos aun los más pequeños? No vayas, pues, a decir: ese es un herrero o un zapatero o agricultor o iliterato y tonto, y lo desprecies. Advierte de cuántos modos te induce Cristo a portarte con modestia y cuidar de ellos para que no caigas en aquel mal. Trac al medio a un pequeñuelo y dice: Haceos como niños. Y cualquiera que recibiere a un pequeñuelo, me recibe a mí; y el que escandalizare, recibirá el castigo extremo. Y no se contentó con el castigo de la piedra de molino asinario, sino que añadió aquel ¡ay! y ordenó que a quienes escandalizan se les corte, aunque tengan para nosotros el lugar de mano o de ojos.

También nos empuja a tenerlos en aprecio por razón de los ángeles a quienes esos humildes están encomendados; y también por ser esa su voluntad y precio de su Pasión; pues cuando dice: Vino el Hijo del hombre a salvar lo que había perecido, significó la crucifixión, como lo hace Pablo hablando con uno de los hermanos: Por el cual murió Cristo. Además, por respeto del Padre que no quiere que perezcan. Y finalmente por la ordinaria práctica de los pastores, quienes dejan las ovejas que están a salvo y van en busca de la extraviada y cuando la encuentran se alegran sobre manera de haberla salvado.

Pues si Dios tanto se alegra de un párvulo a quien ha encontrado ¿por qué tú desprecias a quien Dios tan solícitamente cuida, siendo así que convenía dar la vida por uno de estos pequeñuelos? Es que es débil y de nonada. Pues precisamente por eso debes poner todos los medios para salvarlo. Cristo, dejando las noventa y nueve ovejas, se acercó a ésta; y la salvación de tan gran número de hombres no pudo hacer que quedara en la sombra de la ruina esa sola. Lucas dice que la tomó sobre sus hombros y que hay mayor gozo por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que perseveran. Con eso de abandonar a los que estaban sanos y salvos y alegrarse más por esa sola oveja vuelta al redil, demuestra el mucho cuidado que de ella tiene.

No descuidemos, pues, tales ánimas, ya que tal fue la finalidad con que se dijeron todas estas cosas. Cuando amenaza con que no entrará al reino de los cielos quien no se haga pequeñuelo; y cuando trae al recuerdo la piedra de molino asinario, reprime la arrogancia y el fausto, pues nada hay que así contraríe a la caridad como la arrogancia. Y cuando dice: Es necesario que haya escándalos, los hace más vigilantes. Y cuando añade: ¡Ay de aquel por quien viene el escándalo!, cuida de que cada uno se guarde de que por él venga el escándalo. Y cuando ordena arrancar y arrojar lejos a los que escandalizan, facilita la salvación. Y cuando manda que no despreciemos a los pequeñuelos, no únicamente lo ordena, sino que lo hace con energía (pues dice: Mirad que no despreciéis a uno de estos pequeños); y cuando añade: Sus ángeles ven continuamente la cara de mi Padre; y luego: Para esto vine yo; y también: esto lo quiere mi Padre. Con todo eso torna más diligentes a los que han de tener el cuidado de los pequeños.

¿Adviertes con qué muro tan grande los defendió; y cuán grande solicitud tiene aún de los más viles y pequeños y deleznables? Con castigos intolerables amenaza a quienes les arman zancadilla y promete inefables bienes a los que les sirven y cuidan de ello, y lo confirma con su ejemplo y el de su Padre. Imitémoslos y no rehusemos tomar a nuestro cargo para favorecer a nuestros hermanos cualquier cosa por baja que sea, por trabajosa que sea. De manera que aún cuando fuere necesario servirlos, ya sea pequeño, ya de baja condición social aquel por quien lo hacemos, todo lo toleremos por la salvación de ellos, hasta cruzar montes y precipicios, si es necesario. ¡Tan gran cuidado tiene Dios del alma, que no perdonó a su propio Hijo!

Os ruego, pues, que desde muy temprano, en cuanto salgamos del hogar, tengamos delante esta finalidad y cuidado sobre todo: o sea salvar al que se encuentre en peligro. Y no hablo de los peligros materiales, que ni siquiera llegan a peligros, sino de los peligros que el diablo prepara contra las almas. El mercader para acrecentar sus haberes cruza los mares; el artífice para aumentar sus comodidades domésticas no deja piedra por mover. Pues nosotros no nos contentemos con trabajar en nuestra salvación, puesto que si así procedemos la arruinaremos. En la guerra el soldado que no cuida sino de salvarse mediante la fuga, pierde a los demás al mismo tiempo que a sí mismo; en cambio el valeroso, que tomó las armas para defender a los demás, al mismo tiempo que los defiende se guarda a sí mismo.

Ahora bien, como nuestra situación sea de guerra, y guerra la más encarnizada de todas y de ejército y de batalla, estemos preparados y armados para la lucha en la forma que lo ordena nuestro Rey y aun para la sangre y para la muerte, atendiendo a la común salvación de todos, exhortando a los compañeros de armas, levantando a los caídos. Porque en esta batalla, muchos de nuestros hermanos yacen heridos, ensangrentados, y no hav quien cuide de ellos, nadie ni del pueblo ni de los sacerdotes ni de los peatones, ni de los amigos, ni de los hermanos, sino que cada cual atiende a solos sus intereses. Por eso perdemos de lo propio. Nuestra suprema confianza, nuestra alabanza consiste en no ocuparnos únicamente de lo nuestro.

Por eso somos fácil presa del demonio y de los hombres y somos débiles, porque andamos procediendo al contrario de lo que se nos ha dicho y no nos defendemos mutuamente ni nos amurallamos con aquella caridad que es según Dios; sino que buscamos otros títulos de amar, unos alegando el parentesco, otros la familiaridad, otros la suerte común, otros la vecindad; y somos amigos por otra causa cualquiera, menos por la piedad, cuando ésta debería ser la causa única de nuestra amistad. Pero ahora sucede al revés; de manera que a veces somos más amigos de los judíos y de los gentiles que de los hijos de la Iglesia.

Confesarás ser esto verdad, pero dirás: es porque aquél es bueno y modesto, mientras que este otro es malvado. ¿Qué dices? ¿Llamas malvado a tu hermano a quien tienes prohibido decirle raca? ¿Y no te avergüenzas ni te ruborizas de traicionar así a tu hermano, miembro tuyo, nacido del mismo parto espiritual y partícipe de la misma mesa sagrada? Y en cambio, tienes un hermano carnal y aunque tenga mil defectos y cometa millares de crímenes, le ayudas; y si tiene mala fama te parece que a ti también te toca la deshonra. A tu hermano espiritual, al que convenía defender cuando se le acomete con calumnias, tú lo cargas de infinitos dicterios y recriminaciones y lo llamas malvado. Dices: ¡es que el malvado difícilmente se soporta! Pues precisamente por esto debes unirte en amistad con él, para apartarlo del vicio, convertirlo, volverlo a la virtud. Dirás que no obedece ni se deja aconsejar. ¿Cómo lo sabes? ¿ya lo exhortaste? ¿ya procuraste su enmienda? Responderás: ya muchas veces lo he exhortado. ¿Cuántas? ¡Muchas! Una y dos veces. ¡Por Dios! ¿a eso llamas muchas veces? Aunque en eso hubieras gastado tu vida, no convenía desfallecer ni desesperar.

¿No adviertes cómo Dios perpetuamente nos exhorta por los profetas, por los apóstoles, por los evangelistas? Y ¿lo obedecemos? ¡No! Y ¿se ha cansado de amonestarnos? ¿ha callado? ¿Acaso no nos dice diariamente: No podrás servir a dos señores: a Dios y las riquezas?

Y sin embargo, en muchos crece la codicia y tiranía del dinero. ¿Acaso no clama diariamente: Perdonad y se os perdonará? Pero nosotros nos volvemos más feroces aún. ¿No nos amonesta diariamente que dominemos la concupiscencia y los placeres ilícitos, y sin embargo muchos, a la manera de los cerdos, se revuelcan en semejantes pecados? Y a pesar de todo, él no cesa de exhortarnos.

¿Por qué, pues, no reflexionamos en esto y no decimos: Dios continuamente nos habla y no desiste, aunque generalmente no lo obedecemos? Por eso decía El: Pocos son los que se salvan. Pues si para salvarnos no nos basta con ejercitar solitariamente la virtud, sino que por necesidad hemos de buscar compañeros en ella, cuando no cuidamos ni de la nuestra ni de la de los otros ¿qué no padeceremos? ¿de dónde tendremos en adelante esperanza de salvación? Mas ¿por qué os acuso de esto cuando ni siquiera de los domésticos tenemos cuidado, como son la esposa, los hijos, los criados; y en lugar de cuidar de ellos andamos solícitos de mil cosas fútiles, a la manera de ebrios, como por ejemplo de cómo aumentar el número de siervos que con más diligencia nos atiendan; de cómo los hijos tendrán una mayor herencia, de cómo la esposa resplandecerá con oro y vestiduras preciosas, mientras para nada cuidamos de nosotros mismos, sino solamente de nuestros haberes?

Y a la verdad, de la esposa no se tiene cuidado alguno sino de los adornos que la rodean; y lo mismo se diga de los hijos.

Es como si alguno tuviera una casa ruinosa y que se está cayendo y cuyos muros están para derrumbarse y él, descuidando el repararlos, fabricara en torno grandes cercados. O como si estando el cuerpo enfermo, no se cuida de él, mientras en cambio, se le preparan dorados vestidos. O como si teniendo enferma a la señora de la casa, se anduviera cuidando a las criadas y las telas y los vasos y ajuares domésticos, mientras ella se consume en gemidos. Tal es el espectáculo actual de nuestra alma: se encuentra mal y en mísero estado. La tienen por tierra y maltrecha la ira, la maledicencia, las locas codicias, la vanagloria, los pleitos. Y mientras semejantes fieras la desgarran, nosotros la abandonamos a tales enfermedades y sólo cuidamos de la casa y de los domésticos.

Si ocultamente una osa se escapa de su jaula, cerramos la casa, corremos por las calles para no ir a topamos con ella. Ahora en cambio, mientras desgarran nuestra alma no una fiera sino una caterva de pensamientos, nosotros de nada nos damos cuenta. Tan gran cuidado tenemos de las fieras en la ciudad, que las guardamos en sitios despoblados o las recluimos en jaulas o en subterráneos y cuidamos de que no anden vagando por el foro o la curia o el palacio, sino que las mantenemos lejos y encadenadas. Y en cambio, en el alma, que tiene también su curia y su palacio y su tribunal para juzgar, ahí se da vuelta a las fieras y andan rugiendo en torno al entendimiento y al solio regio y armando alboroto. Por eso todo anda desordenado, todo lleno de tumultos dentro y fuera. No hay diferencia entre lo nuestro y una ciudad devastada por la incursión de los bárbaros. Y es como si un dragón diera sobre su nido de avecillas, y éstas volaran temblorosas, perturbadas y sin tener en donde refugiarse, en semejante tumulto.

Os ruego, pues, que demos muerte al dragón, que encerremos las fieras y las sofoquemos y Tas degollemos. Con la espada del espíritu llenemos de heridas esos malos pensamientos, para que no nos amenace el profeta, como lo hizo con Judea: Ahí danzarán los sátiros y onocentauros y los chacales y los dragones. Porque hay, hay hombres peores que los onocentauros, que viven como si habitaran en un desierto: recalcitrantes, como entre nosotros suelen hacerlo los jóvenes. Arrebatados de feroces concupiscencias, así saltan, así recalcitran, así vagan sin freno por todas partes, sin tener respeto alguno al docoro. Culpables son los padres. Estos obligan a los domadores de caballos a que cuidadosamente enseñen y rijan sus corceles y no dejan que los potros en su juventud se críen indómitos, sino que los ponen al freno y ya desde los principios echan mano de los demás adminículos; y en cambio a sus hijos jóvenes les permiten andar vagando libres de freno, entregados sin temperancia a las meretrices y a los dados y que frecuenten los teatros inicuos, manchándose de crímenes; cuando lo conveniente era darles esposa casta y prudente, para que no anden tras de las prostitutas; darles esposas que los aparten de sus malas y locas costumbres y sirvan de freno a semejantes caballos.

Fornicaciones y adulterios no tienen otro origen que el libertinaje de los jóvenes. Si el joven tiene una esposa prudente, cuidará de sus intereses domésticos y de su fama y estimación. Alegarás que al fin y al cabo son jóvenes. ¡Lo sé yo también! Pero si Isaac tomó esposa a los cuarenta años, y todo ese tiempo vivió en virginidad, mucho más pueden cultivar semejante virtud los jóvenes de ahora que es la época de la gracia. Pero. . ¿qué voy a hacer? Vosotros no os cuidáis de mantenerlos en continencia. Ni os pesa ver que se manchan, se afean, se tornan criminales. Ignoráis que es una gran ventaja del matrimonio el conservar la pureza del cuerpo: si no fuera por esa ventaja ninguna utilidad tendría el matrimonio. Pero vosotros procedéis al contrario. Cuando vuestros hijos ya se han coinquinado con innumerables manchas, entonces les dais esposas, pero todo en vano y sin razón.

Dirás que es necesario esperar a que el joven brille y se afame en los negocios civiles. Pero no tenéis en cuenta su alma y sin que os impresione en nada, la veis arrojada por el suelo. Por tal motivo anda todo revuelto y perturbado: porque se descuida el alma; porque no se cuida lo que es más necesario, mientras que lo que son bagatelas con sumo cuidado se promueve ¿Ignoras que nada más deseable puedes dar a tu hijo que el conservarlo puro y limpio de la compañía de las meretrices? Nada hay más precioso que el alma. Pues ¿qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? Pero todo lo pervierte y destruye el amor de los dineros y acaba con el temor de Dios: captura al alma como un tirano una ciudadela. Por él descuidamos la salvación propia y la de los hijos; y cuidamos únicamente de cómo, alcanzada una mayor opulencia, dejemos riquezas a otros y éstos a otros y luego esos otros a los postreros. Nos convertimos no en poseedores, sino en transmisores, por así decirlo, de dineros y posesiones. Nace de aquí una gran necedad, pues los hijos se tornan más viles que los esclavos. Pues a los esclavos, aun cuando no sea por el bien de ellos, pero en fin los castigamos por nuestro bien. En cambio, a los hijos no los hacemos que disfruten de semejante providencia, sino que los estimamos como en menos que a los esclavos.

Pero ¿qué digo de los esclavos? Los estimamos en menos que a los rebaños y andamos más solícitos de los asnos y de los caballos que de los hijos. El que tiene un mulo, cuida muy mucho de ponerle un excelente mulero, que no sea malvado, ni ratero, ni bebedor, ni ignorante de su arte. Pero si se trata de dar al hijo un pedagogo, recibimos a un cualquiera que de casualidad y sin escogerlo topamos: esto a pesar de que no hay arte mayor ni más difícil. Pues ¿qué arte habrá igual al que se ocupa en dirigir el alma y conformar la mente y la índole de un joven? Quien de tal arte esté dotado, debe mostrar mayor diligencia que cualquier pintor o escultor.

Pero nosotros de nada nos cuidamos; y lo único que anhelamos es que el joven aprenda el idioma. Y aun esto lo procuramos únicamente con el objeto de adquirir riquezas. Pues de joven no aprende el idioma para saber hablar bien, sino para amontonar riquezas. Y esto es cierto a tal grado que si las riquezas pudieran adquirirse por otro camino, sin duda que para nada nos cuidaríamos del aprendizaje de semejante disciplina. ¿Observas cuán grande es la tiranía de las riquezas y cómo todo lo invade y arrastra a los hombres a donde quiere y los trata como a esclavos atados? Pero…¿qué fruto sacamos de tantas recriminaciones? Nosotros acometemos esa tiranía con palabras; pero ella en las realidades nos vence. Sin embargo, ni aun así cesaremos de impugnarla con palabras. Si algo conseguimos con nuestro discurso, saldremos gananciosos nosotros y vosotros. Pero si perseveráis en vuestra determinación, por nuestra parte habremos cumplido con lo que somos obligados… Que Dios os libre de semejante enfermedad y a nosotros nos conceda que podamos gloriarnos de vosotros. Pues a El se debe la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

CXXVII





Crisóstomo - Mateo 58