Crisóstomo - Mateo 60

60

HOMILÍA LX (LXI)

Si pecare contra ti tu hermano, ve y amonéstalo a solas tú y él. Si te atendiere, habrás ganado a tu hermano (Mt 18,15).

PUES HABÍA Cristo usado de un acre discurso contra los que fueron para otros causa de escándalo y tropiezo, y de muchos modos los había aterrorizado, con el objeto de que no permanecieran en absoluto abatidos en su ánimo los que hubieran sido escandalizados; ni tampoco por persuadirse de que todo el discurso había sido contra los otros, fueran a explayarse y caer en el vicio contrario y creyéndose dignos de todo servicio y consideración dieran en la arrogancia, observa cómo los reprime; y ordena que el redargüir sea únicamente entre dos, para que no suceda que la acusación se torne más grave por el testimonio de muchos y esto exaspere al acusado y así se vuelva más difícil su remedio.

Dice, pues: Entre tú y él solos. Si te atiende habrás ganado a tu hermano. ¿Qué significa: si te atiende? Es decir, si a sí mismo se condena, si se persuade de haber delinquido. No dice: ya le impusiste el castigo que merece; sino: habrás ganado a tu hermano. Demuestra así que de la enemistad se sigue un daño común. No dice: se habrá ganado a sí mismo, sino tú lo habrás ganado. Declara con esto que uno y otro habían sufrido daño: uno por haber perdido a un hermano suyo; otro el daño de su salvación. A esto exhortaba cuando se asentó allá en el monte. Unas veces enviando el dañado al dañante y diciendo: Sí cuando vas a presentar tu ofrenda al altar te acordares de que tu hermano tiene algo contra ti, deja ahí tu ofrenda

y ve antes a reconciliarte con tu hermano! Otras veces ordenando que quien ha recibido daño perdone al dañante, enseñándonos a decir: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

Aquí lo dice de otra manera. Porque no induce a eso al ofensor, sino al ofendido. Como el ofensor no fácilmente vendría a pedir excusas, avergonzado y ruboroso, Cristo le envía el ofendido. Y no inútilmente, sino para que enderece lo acontecido. Y no dice: Acúsalo, incrépalo, castígalo; sino: Argúyelo y demuéstrale lo mal hecho. Porque él, como embriagado por la ira y el pudor, y como adormecido, así se encuentra poseído de esos afectos. Conviene, pues, que tú, que estás sano, vayas a él que está enfermo y establezcas con él un juicio en privado y pongas un remedio que sea aceptable. Porque ese argúyelo no significa otra cosa, sino .tráele a la memoria su falta; ponle delante lo que de él has padecido. Esto, si se hace con modo decoroso, ya es parte de la defensa y empuja a la reconciliación.

¡Bueno! Y ¿si no accede y permanece endurecido y pertinaz? Entonces toma contigo a uno o dos testigos, a fin de que sobre el testimonio de dos o tres se garantice toda declaración. Pues cuanto más impudente y petulante se mostrare, tanto más conviene correr a remediarlo y no a enfurecerse e indignarse. También el médico, cuando ve que la enfermedad es más grave, no desiste, ni lo lleva pesadamente, sino que se prepara mejor; que es lo que aquí Cristo ordena que se haga. Puesto que por estar tú solo has parecido un tanto débil, refuérzate con los otros dos. Dos son ya suficientes para argüir al que pecó. ¿Adviertes cómo Cristo busca no solamente la salud y utilidad del dañado, sino también la del que causó el daño? Porque sufrió daño el que quedó preso en la enfermedad de la ira y se encuentra debilitado. Por lo mismo Jesús lleva al otro a éste, ya sólo, ya con dos acompañantes; y si todavía se resiste al acompañado así, entonces lo lleva ante toda la reunión o Iglesia.

¿Por qué añade: dilo a la iglesia? Si buscara sólo la utilidad del paciente, nunca ordenara perdonar al pecador setenta veees siete. No habría señalado tantas ocasiones ni tan numerosos auxiliares para su enmienda; sino que tras de la primera entrevista lo habría abandonado y lanzado fuera a semejante pecador obstinado. Ahora, en cambio, ordena que una, dos y tres veces se le cuide; y no solamente a solas, sino con dos y con muchos testigos. Por esto, cuando se trata de los infieles nada de eso dice, sino otra cosa: Si alguno te hiere en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Pero en este caso, no procede así. Como también Pablo lo indica al decir: Pues no me toca a mí juzgar de los de juera. En cambio, al tratar de los hermanos, ordena que se les arguya y se los aparte; y si no hacen caso, que se les corte y se les avergüence. Lo mismo hace Cristo aquí al poner la ley para los hermanos; y les señala tres jueces que les indiquen lo que en su embriaguez cometieron. Pues aunque fue él quien cometió todos aquellos errores y fue quien habló, pero necesita de otros que lo enseñen, puesto que él estaba embriagado: la ira y el pecado ciegan la mente más que la embriaguez y arrojan a una locura peor. ¿Quién más prudente que David? Y sin embargo, al caer en pecado, perdió la conciencia del mal, porque la concupiscencia le embotó el raciocinio, y llenó su ánimo al modo de una humareda. Necesitó por eso de la lámpara llevada por el profeta y de discursos que le recordaran su pecado.

Tal es, pues, la razón de que ahora Jesús lleve al pecador a esos testigos para que declaren acerca de sus obras. Mas ¿por qué ordena que sea éste y no otro el que lo entreviste? Porque sin duda a éste -pues es el que él injurió- lo tolerará con mayor moderación. No sufrirá con igual ánimo que le arguya otro acerca de la injuria que cometió, sobre todo presentándose sólo el que lo arguye. En cambio, cuando vea que aquel que tiene derecho a exigirle declaraciones, anda procurando su salvación, será este quien mejor que todos los otros podrá traerlo al arrepentimiento, viendo sobre todo que éste no lo hace para imponerle castigo, sino buscando su enmienda. Por esto Cristo no ordena que desde el principio se presenten dos, sino hasta que haya fracasado el primero. Y aun entonces no le envía una muchedumbre, sino a lo más dos y aun uno solo. Y no lo remite a la iglesia hasta que el delincuente haya despreciado a esos otros.

Cuida de este modo de que no se divulguen los pecados del prójimo. Pues aunque hubiera podido desde el principio remitir a la iglesia, no lo hizo para que no se divulgara el pecado. Solamente lo ordena después que hubieren transcurrido sin fruto una y dos admoniciones. Y ¿qué quiere decir: sobre el testimonio de dos o tres se garantice toda declaración? Es como si dijera: Así tendrás testimonio idóneo de que tú pusiste todo cuanto estaba de tu parte y de que nada omitiste. Pero si ni a éstos atiende, dilo a la Iglesia, o sea a los que la presiden. Y si ni a la Iglesia hace caso, tenlo como gentil o publicano. Un hombre así se halla enfermo de una enfermedad incurable. Advierte cómo en todas partes presenta al publicano como ejemplo de suprema perversidad. Pues antes dijo: ¿Acaso no hacen lo mismo los publícanos? Y más adelante: Los publícanos y las meretrices os precederán en el reino de los cielos, o sea los más reprobados y condenados.

Oigan esto los que corren tras de las ganancias injustas y andan añadiendo réditos sobre réditos. Mas ¿por qué a éste finalmente lo coloca entre los publícanos? Para consolar al ofendido y aterrorizar al ofensor. ¿Ya esto se reduce todo el castigo? De ninguna manera. Oye lo que sigue. Todo lo que ligareis sobre la tierra quedará ligado en el cielo. Al que preside en la Iglesia no le dice: Átalo, sino: Lo que atares, dejándolo todo en manos del ofendido; y en este caso todas las ligaduras quedan sin soltar. De manera que el ofensor sufrirá males extremos. Pero la culpa no la tiene el que delató, sino el ofensor que no quiso hacer caso. ¿Adviertes cómo a éste lo ató dos veces: una con la pena presente y otra con el futuro suplicio?

Y procedió a conminar de ese modo, con el objeto de que no suceda esa clase de ofensas; sino que el ofensor temeroso de tales amenazas y de que se le excluya de la Iglesia, y también de los peligros que se le echan encima por las ataduras, acá en la tierra y allá en el cielo, se porte con mayor moderación sabiendo estas cosas. Y si no deja su enojo desde el prinripio, lo deje al menos después; y ante la multitud de juicios y tribunales lo deponga. Por tal motivo, constituye Cristo el primero y el segundo y el tercer juicio; y no lo corta de la Iglesia inmediatamente, sino que espera, con el objeto de que si no obedece al primero, ceda ante el segundo; y si también a éste lo rechaza, tema al tercero, y si a éste desprecia, se atemorice con el juicio futuro o por la sentencia o por la venganza divina.

También os digo que si dos de vosotros en este mundo están concordes en pedir cualquier cosa que fuere, les será otorgada por mi Padre celestial. Porque en donde están dos o tres congregados en mi nombre, ahí estoy yo entre ellos. Observa cómo por otro camino nuevo, deshace las enemistades, quita los odios, procura la unión; o sea no sólo por el temor del castigo ya mencionado, sino también por los bienes que nacen de la caridad. Una vez que a los querellosos les hizo aquellas amenazas, ahora decreta eximios premios para la caridad, puesto que quienes entre sí mantienen la concordia, alcanzan del Padre todo lo que piden y tienen a Cristo entre ellos.

Entonces ¿en ninguna parte se encuentran dos concordes? Sí, en muchos sitios y aun quizá en todas partes. ¿Cómo es, pues, que no alcanzan lo que piden? Porque hay muchos modos y causas de no alcanzarlo. Con frecuencia piden lo que no conviene que se les conceda. Ni ¿por qué te admiras cuando Pablo mismo sufrió que no se le oyera cuando escuchó que se le decía: Te basta con mi gracia, pues mi poder se manifiesta a la perfección en la flaqueza? O bien porque los que piden no son dignos de equipararse con los que oyeron aquella promesa, ni tienen las disposiciones competentes, pues Cristo requiere hombres semejantes a los apóstoles. Por eso dice: de entre vosotros, es decir dotados de angélicas virtudes como las que vosotros manifestáis. O bien piden contra los que les han hecho daño, suplicando venganza y castigo contra ellos, cosa que está vedada, pues dijo Jesús: Orad por vuestros enemigos. O también porque sin hacer penitencia ni arrepentirse, siguen pecando y así piden una misericordia que nadie puede alcanzar, no ya pidiendo ellos, pero ni aun pidiendo por ellos algunos otros de los que tienen entrada con Dios. Así Jeremías cuando oraba por los judíos, oyó que le decían: No ores por este pueblo porque no te oiré$ Pero si se reúnen todas las condiciones y pides cosas que sean útiles y pones todo lo que está de tu parte llevando una vida apostólica y guardando la concordia y caridad con el prójimo, alcanzarás lo que pides, pues benigno es el Señor.

Y pues había dicho por mi Padre, para demostrar que no sólo el Padre, sino también él lo concede, añadió: Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy entre ellos. Entonces ¿en ninguna parte se hallan dos o tres congregados en su nombre? Sí, los hay, aunque raras veces. Porque no habla simplemente de una reunión, ni es eso solo lo que pide; sino, como ya dije, pide además las otras virtudes. Y también que se pida con gran ahínco. Porque lo que dice significa lo siguiente: Si alguno me tiene como motivo primero de su amor al prójimo, estaré con él, con tal de que posea las demás virtudes. Pero ahora vemos a muchos que tienen otros motivos de amistad. Uno ama porque es amado; otro porque ha recibido honores; otro porque el prójimo en algún negocio secular le fue útil; otro por otro motivo cualquiera parecido. En cambio, resulta difícil encontrar alguno que ame a su prójimo por Cristo y en la forma que conviene. Los más se hallan mutuamente unidos a causa de sus negocios seculares.

No amaba así Pablo, sino por Cristo. Por eso aun no siendo él amado en el grado mismo en que él amaba no decaía en la caridad. No van ahora las cosas por ese camino. Si bien examinamos hallaremos que muchos tienen motivos de amor muy diversos de ése. Si alguien me concediera hacer este examen aquí entre tan grande multitud, demostraría que muchos se unen en amor por causa de motivos seculares. Y esto queda claro por lo que origina las dichas amistades. Porque aman por causa de esas cosas pasajeras; de donde nace que no se amen ni ardiente ni perpetuamente, sino que la amistad se rompe por cualquier injuria, pérdida de dinero, envidia, amor de la vanagloria que acontezca.

Es que su caridad no tenía una raíz espiritual. Si la tuviera, ninguna de las cosas seculares la mataría. La caridad que es por Cristo es firme, estable, invencible, nada hay que pueda arrancarla: ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni nada semejante. Aun cuando el que así ama sufriera miles de trabajos, no descaecería en el amor, teniendo siempre ante los ojos el motivo de su amor. En cambio, el que ama para ser amado, si ve algo que le desagrade, deja de amar; mientras que quien está atado con el vínculo de Cristo, jamás se aparta. Por eso Pablo decía: La caridad jamás fenecerá? ¿Qué podrías objetar? ¿que aquel a quien honraste te injurió? ¿que aquel a quien hiciste un beneficio intentó darte la muerte? Pero si por Cristo amas, eso mismo te llevará a una mayor caridad.

Lo que en otros destruye la caridad, eso acá la hace mayor. ¿Cómo? En primer lugar, porque ese que así se porta es para ti causa de recompensa. En segundo lugar, porque ese tal está necesitado de mayor auxilio y ayuda. Por esto, quien así ama no examina ni la patria, ni las riquezas, ni cuánto de amor recibe en retorno, ni nada semejante. Aunque se le odie, aunque se le injurie, aunque se le mate, persevera en el amor, pues tiene un motivo apropiado que es el amor a Cristo; y mirando a ese motivo permanece firme, estable, inmóvil.

La razón es que Cristo así amó a los enemigos, a los ingratos, a los rijosos, a los blasfemos, a los que lo aborrecían, a quienes no soportaban ni siquiera el mirarlo y anteponían a El los maderos y las piedras en los ídolos: a todos esos los amó con caridad suprema, mayor que la cual no puede otra alguna encontrarse. Pues dice: Nadie tiene un amor que supere al de dar uno la vida por sus amigos Y en cuanto a los que lo crucificaron y tan furiosamente se embravecieron contra El, mira cómo cuida de ellos Pues hablando de ellos al Padre, dice: Perdónalos pues no saben lo que hacen- Y luego les envió sus discípulos. Pues imitemos nosotros esa caridad; a ella volvamos nuestras miradas, para que hechos imitadores de Cristo consigamos estos bienes y también los futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Amén.

CXXVIII


61

HOMILÍA LXI (LXII)

Entonces se le acercó Pedro para preguntarle: Señor ¿cuántas veces habré de perdonar a mi hermano los agravios que me haga? ¿Hasta siete veces? Respondióle Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,21-22).

PENSABA PEDRO que decía algo notable; y por eso, como quien establece una cosa enorme, dijo: ¿Hasta siete veces? Como si preguntara: eso que nos has ordenado ¿cuántas veces lo tengo que hacer? Si mi hermano continuamente peca contra mí y muchas veces amonestado se arrepiente ¿hasta dónde nos ordenas que llevemos esto? Porque para aquel que ni se arrepiente ni a sí mismo se condena, tú mismo señalaste el término diciendo: Sea para ti como el gentil y el publicano. En cambio para este otro, no lo hiciste, sino que nada más dijiste que se le recibiera de nuevo como amigo. Por esto pregunto: ¿cuántas veces soportaré al que arrepentido confiesa su culpa? ¿Será bastante con siete veces?

¿Qué le contesta Cristo, el bueno, el benigno Dios?: No ie digo que hasta siete, sino hasta setenta veces siete. No es que con esto determine un número, sino que da a entender que siempre, sin límites, perpetuamente. Pues así como mil con frecuencia significa un número indefinido y grande, así en ese sentido se dice lo de más arriba. Aquello que dice la Escritura: La estéril dio a luz siete veces, significa muchas veces. De manera que Cristo no señaló término ni número de perdones, sino que significó que debía concederse siempre y perpetuamente. Así lo declara con la parábola que sigue.

Para que no pareciera que ordenaba algo enorme y trabajoso al decir: Setenta veces siete, añadió esta parábola con la que al mismo tiempo insinuó lo que ya antes había dicho, reprimió a quien quiera por este motivo ensoberbecerse y declaró no ser cosa ardua, sino muy fácil. Trajo al medio su benignidad para que por comparación comprendas que tú, aunque perdones setenta veces siete, más aún, aun cuando perdones a tu prójimo todas sus culpas y siempre, tu misericordia, comparada con la inmensa bondad de Dios, es como una gotita de agua en el océano y con mucho menor aún: misericordia divina de que tú necesitas pues tienes que ser llevado a juicio y dar razón de tus cosas.

Por eso añadió: Es semejante el reino de los cielos a un rey que quiso llamar a cuentas a sus siervos. Al comenzar a pedirlas, se le presentó uno que le debía diez mil talentos. Y como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuera vendido como esclavo, con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y así satisficiera la deuda. Y luego, como éste hubiera alcanzado misericordia, habiendo salido ahogaba a un consiervo que le debía cien denarios. Por lo cual enojado ordenó que fuera llevado a la cárcel hasta que pagara toda la deuda. ¿Observas cuán grande es la diferencia del pecado contra el hombre y el pecado contra Dios? Cuanta hay entre cien denarios y diez mil talentos; y ciertamente aún mucho mayor. Esto resulta a causa de la diferencia de las personas y también de la frecuencia de los pecados. Cuando un hombre nos está viendo, desistimos y no nos atrevemos a pecar. En cambio, estando diariamente viéndonos Dios, no tememos, sino que, por el contrario, sin temblar hacemos y decimos cuanto queremos. Por otra parte, los pecados se tornan más graves por razón de los beneficios que hemos recibido y del honor de que disfrutamos.

Y si queréis conocer cómo los pecados contra Dios son los diez mil talentos y aun muchos talentos más, procuraré explicarlo en pocas palabras Pero temo que quienes están inclinados a la perversidad y con frecuencia caen en pecado, crean que les doy mayor libertad; o por el contrario, lance a la desesperación a quienes son más modestos, de manera que vayan a decir como los discípulos: ¿Quién podrá salvarse? Sin embargo, lo explicaré para dar mayor seguridad y mansedumbre a los que atienden. Pues los que padecen enfermedad incurable y son insensibles, no se conmoverán con mi razonamiento, ni se apartarán de su perversidad y pereza. Y si de mis palabras toman ocasión de mayor negligencia, eso no se ha de achacar a mi discurso, sino a su necedad. En cambio, lo que se va a decir puede reprimir y llevar al arrepentimiento a quienes viven atentos. Por su parte, los que son más moderados, cuando vean la mole de pecados y la fuerza de la penitencia, más se empeñarán en la virtud. De manera que hay ventaja en lo que voy a decir.

Pondré delante los pecados y cuanto delinquimos contra Dios y contra los hombres. Y no pondré los pecados especiales sino los ordinarios; los propios después cada cual los añadirá según su conciencia. Pero lo haré una vez que haya declarado los beneficios de Dios. ¿Cuáles son los beneficios de Dios? Nos hizo de la nada, creó todo lo visible para nosotros: cielo, mar, tierra, aire y cuantos seres en ellos se contienen, los animales, las plantas, las simientes… Pero es necesario abreviar a causa de la inmensa multitud. A solos nosotros de cuantos viven sobre la tierra nos dio un alma viviente tal como la nuestra, plantó el paraíso, nos dio una auxiliar y el imperio sobre los animales y coronó al hombre de gloria y honor. Y luego al mismo hombre, que se había tornado ingrato contra su bienhechor, le concedió un don más grande aún.

Ni te detengas en la consideración de que lo arrojó del paraíso, sino considera además las ventajas que de ahí se siguieron. Puesto que, tras de haberlo echado del paraíso y haberle dado infinitos bienes, y providencias variadas, envió a su Hijo a los mismos que colmados de beneficios lo odiaban; y nos abrió el cielo, y puso ante nosotros el paraíso: ante nosotros, enemigos, y nos hizo sus hijos aunque ingratos. Por esto ahora oportunamente se dice: ¡Oh profundidad de la riqueza y de la sabiduría y de la ciencia de Dios! Y nos dio el bautismo para remisión de los pecados, nos libró de los castigos, nos constituyó herederos del reino, prometió mil bienes a quienes obraran con rectitud, nos tendió la mano, infundió en nuestros corazones el Espíritu Santo.

Después de tan ingentes bienes y tan numerosos ¿qué disposiciones deberíamos tener? ¿Acaso si muriéramos cada día por El que tanto nos ha amado, le daremos las debidas gracias o a lo menos un poco se lo habremos agradecido? ¡De ninguna manera, pues eso mismo cedería en ventaja nuestra! Entonces finalmente ¿en qué disposiciones nos hallamos en la realidad, quienes debíamos estar en aquellas otras? Día a día quebrantamos sus mandamientos. No os vayáis a incomodar si acometo la lengua de los pecadores; pues no os acuso a vosotros solamente sino también a mí mismo. ¿Por dónde queréis que comencemos? ¿por los siervos? ¿por los libres? ¿por los soldados? ¿por los particulares? ¿por los príncipes? ¿por los súbditos? ¿por las mujeres? ¿por los varones? ¿por los ancianos? ¿por los jóvenes? ¿por cuál edad? ¿por cuál linaje? ¿por cuál dignidad? ¿por cuáles oficios? ¿Queréis que dé comienzo por los soldados? ¿A cuántos pecados no se arrojan diariamente? Lanzan injurias y dicterios, se enfurecen, se deleitan con las ajenas desgracias, semejantes a lobos, nunca están libres de crímenes a no ser que alguno diga que el mar carece de oleajes.

¿Qué enfermedad del ánimo no los agita? ¿qué dolencia espiritual no cerca y tiene sitiada su alma? Porque a los iguales los envidian, anhelan la gloria vana, defraudan con avaricia a sus subordinados; a quienes andan litigando y se acogen a ellos como a un puerto, les resultan perjuros y enemigos. ¿Cuántas rapiñas se dan entre ellos? ¿cuántos engaños? ¿cuántas falsas delaciones y negocios sucios? ¿cuántas adulaciones y servilismos? Pues bien, compararemos eso con la ley de Cristo. El que dijere a su hermano fatuo es reo de la gehena de fuego. Quien ve a una mujer con ojos concupiscentes, ya adulteró con ella en su corazón. El que no se humillare como este párvulo no entrará en el reino de los cielosA Pero los soldados usan de arrogancia para con los súbditos que se les han encomendado, los cuales los temen y les tiemblan, y ellos los tratan con mayor ferocidad que las bestias salvajes. Nada hacen por Cristo, sino todo por el vientre, por el dinero, por la gloria vana.

¿Pueden acaso contarse con palabras sus crímenes? ¿para qué voy a recordar sus burlas, sus risotadas, sus conversaciones inoportunas, sus dichos obscenos? De su avaricia no hay para qué ocuparse; pues así como los monjes que habitan en las montañas del todo ignoran ese vicio, así son éstos, pero todo al revés. Porque aquéllos ignoran ese vicio porque están lejos de semejante enfermedad; éstos en cambio, como si estuvieran ebrios con ese mal, ni siquiera se dan cuenta de su perversidad; porque la maldad de tal modo ha echado fuera de su corazón toda virtud que aún estando como locos furiosos nada les parece ya criminal: tan grande tiranía ejerce sobre ellos ese vicio. Pero en fin ¿queréis que dejando a un lado a tales hombres vengamos a otros más modestos? Pues ¡ea! ¡vamos a fijarnos en los constructores y artífices! Pues éstos parece que sobre todo se buscan la vida con sus sudores y justos trabajos. Pues aun éstos, si no tienen cuidado, grandes males amontonan con su profesión. Justas obras hacen, pero les añaden la manera injusta de vender y comprar; y acumulan juramentos motivados por la avaricia, perjurios, mentiras. Apegados a las cosas de esta vida y enclavados en la tierra, no dejan medio que no pongan para reunir riquezas y no cuidan de participarlas a los necesitados y sólo anhelan aumentar sus haberes. ¿Quién podrá contar las querellas que de esto nacen, las injurias, los réditos, las usuras, los contratos llenos de fraudes, las negociaciones desvergonzadas?

Pero, si os parece, dejemos a éstos y vengamos a otros. ¿A quiénes? A los que poseen campos de cultivo y se enriquecen con los frutos de la tierra. ¿Habrá algo más inicuo que ellos? ¿Quién podrá referir el modo con que se portan con los míseros peones campesinos? Encontraremos que son más inhumanos que los mismos bárbaros. A pobres que durante toda la vida andan consumidos por el hambre, les imponen taxas intolerables y perpetuas y trabajos excesivamente pesados, como a asnos o mulos, o más bien abusando de sus fuerzas corporales como si fueran de piedra, sin darles momento de respiro; sino que igualmente los atormentan, ya sean los campos feraces ya estériles; nada les perdonan. Nada hay más mísero que esto, pues tras de haber pasado todo el invierno en trabajos, destrozados por los fríos, las lluvias y los desvelos, salen los pobres con las manos vacías y aun debiendo al patrón y más temerosos que del hambre y de tan horrible naufragio, de los tormentos de los procuradores, los secuestros, las exacciones, las exigencias y servicios inevitables. ¿Quién podrá contar las negociaciones y comercios ilícitos que mediante ellos se ejercen? Mediante sus trabajos los patrones repletan sus lagares y cuevas, mientras que no permiten a los pobres llevar a sus hogares ni siquiera una mínima medida, sino que el fruto todo lo encierran inicuamente en sus toneles y como pago les arrojan una mezquindad de dinero.

Y luego inventan nuevos géneros de usura, tales que ni las leyes de los gentiles los permiten y redactan execrables contratos usurarios, en los cuales les exigen no el centesimo del capital, sino la mitad: y esto lo hacen con pobres que tienen que alimentar a su mujer y a sus hijos, siendo ese pobre el que repleta sus lagares con su trabajo y llena sus eras. Pero en nada de eso reflexionan. Razón para que traigamos al medio al profeta que clama: Espántate, oh cielo; horrorízate, oh tierra. ¡A qué crueldad se ha arrojado el género humano!

No digo esto reprendiendo las artes, la agricultura ni la milicia, sino a nosotros mismos. Centurión era Cornelio, peletero era Pablo y después de su conversión ejercía su arte. Rey era David; Job era señor de muchos predios, gozaba de innumerables réditos; pero nada de eso le impedía para cultivar la virtud. Pues bien, meditando en todo esto y trayendo a la memoria los diez mil talentos, por aquí excitémonos a perdonar al prójimo aquellas pequeñas deudas suyas. Al fin y al cabo, tenemos que dar cuenta acerca de los mandamientos que se han dado; y no podremos, hagamos lo que hagamos, pagar toda nuestra deuda. Por esto Dios nos abrió un camino por el cual podremos fácilmente pagarlo todo: me refiero al perdón de las injurias. Para que mejor lo comprendamos, pasemos adelante y oigamos íntegra la parábola.

Dice: Le fue presentado uno que debía diez mil talentos. Y como tuviera con qué pagar, ordenó el señor que fuera vendido juntamente con su mujer y sus hijos. Pero yo pregunto: ¿por qué la esposa? No fue por crueldad inhumana, pues ciertamente el hombre habría caído en ese otro mal, con ser también su mujer esclava; sino por una especial providencia. Pues quiere el señor mediante tal amenaza aterrorizarlo, para inducirlo a suplicarle y que así no sea vendido. Si el señor lo hubiera determinado así a causa de la deuda, no habría accedido luego a su petición, ni le habría perdonado. Mas ¿por qué no le perdonó la deuda antes de llegar a exigir las cuentas? Para hacerle ver lo grande de la suma que le perdonaba, y por este camino el criado fuera más indulgente con el consiervo. Pues si tras de haber visto la magnitud de su deuda y lo enorme del perdón, todavía trató con tal aspereza a su consiervo, ¿a qué extremo de crueldad no se habría lanzado, si el señor de antemano no lo hubiera hecho más suave mediante tales remedios?

Y ¿qué es lo que dice?: Tenme paciencia y todo lo pagaré. Y el señor compadecido de aquel siervo lo dejó libre y le perdonó toda la deuda ¿Has notado la alteza de su benignidad? El siervo suplicaba únicamente una espera; pero el señor le concedió mucho más de lo que aquél pedía: el perdón y la remisión de la deuda. Desde un principio quería concedérselo, pero no quería que el don fuera exclusivamente suyo, sino que interviniera la súplica para que el siervo no se marchara sin ser coronado. Sin embargo, aunque el siervo haya caído de rodillas suplicando, la causa del perdón está indicando que la obra toda fue de Dios. Pues dice: Compadecido, le perdonó. Sin embargo quería que pareciera haber cooperado con algo el siervo, para que no se sintiera demasiado avergonzado; y para que aleccionado con su propia desgracia fuera más indulgente con su consiervo.

Hasta aquí el siervo fue hombre bueno y aceptó, pues confesó su deuda y prometió pagarla, y cayó de rodillas y suplicó, condenó su culpa, reconoció la magnitud de la deuda. Pero lo que se siguió no fue digno de lo antecedente. Salido apenas de la presencia de su señor, y antes de que pasara mucho tiempo, pues fue al punto y enseguida, estando fresco el don que se le había hecho, perversamente usó del don y libertad que su señor le había concedido. Habiendo encontrado a uno de sus consiervos que le debía cien denarios, lo ahogaba y le decía: Paga lo que debes. ¿Has visto la misericordia del señor y la crueldad del siervo? Pues escuchadlo vosotros, los que por los dineros procedéis de la misma manera. Pues si por las culpas no debe hacerse eso, mucho menos por los dineros.

¿Qué hizo el consiervo? Le dice: Tenme paciencia y todo lo pagaré. Pero el siervo ni siquiera se conmovió por aquellas palabras que a él lo habían salvado. Pues por ellas le fue perdonada la deuda de los diez mil talentos. No conoció el puerto en que él mismo se había salvado del naufragio. Ni la forma de la súplica le trajo a la memoria la benignidad de su señor. Echando de su ánimo todo eso, a causa de la dureza, la avaricia y la crueldad, más cruel que cualquier bestia salvaje, sofocaba al consiervo. ¿Qué haces, oh hombre? ¿No adviertes en qué forma tú mismo te engañas y vuelves contra ti la espada y echas a perder el perdón y el don? Nada pensó ni se acordó de sus propios intereses, ni en absoluto cedió. Y eso que la súplica no era por la misma cantidad de él. Pues al fin y al cabo él había suplicado por diez mil talentos, mientras que su consiervo suplicaba por cien denarios; éste rogaba a un consiervo, aquél a su señor; aquél obtuvo el perdón total de la deuda, éste suplicaba únicamente una espera, pero ni eso le concedió. Pues lo echó a la cárcel.

Viendo esto los consiervos, lo acusaron ante el señor, y le refirieron todo. Ni a los hombres agradaba eso, cuánto menos a Dios. Se entristecieron juntamente todos, aun los que nada debían. ¿Qué hace el señor? Le dice: ¡Siervo malvado! Toda la deuda te perdoné porque me lo suplicaste. ¿No era razón que tú te apiadaras de tu compañero como yo me apiadé de ti? Observa de nuevo la mansedumbre del señor. Se pone a juicio con el criado y se justifica de tener que revocar el favor concedido. Mejor dicho: no fue él quien revocó el don, sino el mismo que lo había recibido. Por eso dice: Toda tu deuda la perdoné porque me lo suplicaste. ¿No era razón que tú te apiadaras de tu compañero? Pues aun cuando te parezca pesado, convenía que atendieras a lo que ya habías ganado y a lo que en adelante podías lucrar. Aunque el mandamiento sea pesado, pero conviene mirar al premio; y pensar no en el daño que el otro te infiere sino en que ofendes a Dios a quien con una sencilla súplica habías aplacado.

Y si aun así te parece pesado el hacerte amigo del que te ha dañado, más duro es ir a caer en la gehena: si tú hubieras hecho comparación habrías visto cuánto más leve es lo primero. Debía el otro diez mil talentos y Dios ni lo llamó perverso ni lo injurió, sino que lo compadeció; pero cuando se tornó inhumano con su compañero, entonces sí lo llama: Siervo malvado. Óiganlo los avaros, pues a vosotros toca lo presente. Oídlo vosotros los inmisericordes y crueles y ved que en realidad no sois crueles para con los otros sino para con vosotros mismos. De manera que cuando quieras recordar las injurias, piensa que contra ti mismo las recuerdas y no contra el otro. Andas haciendo haces de tus culpas y no de las del prójimo. Cuanto hagas contra tu enemigo, como hombre lo haces y en la vida presente; pero Dios no procede así, sino que allá te impondrá un suplicio mayor y para siempre. Porque dice: Lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda; es decir, perpetuamente, pues nunca podría pagarla toda. Pues no mejoraste con el beneficio, no queda sino que te enmiendes mediante el castigo.

Aun siendo las gracias y dones de Dios sin arrepentimiento, pero tanto pudo la perversidad que quebrantó esa ley. ¿Qué habrá, pues, peor que el recuerdo de las injurias, pues puede echar por tierra un don tan grande y de tanto precio? Ni lo hizo el Señor así nomás, sino que airado lo entregó a los verdugos. Al principio, cuando ordenó que fuera vendido, sus palabras no eran de ira y por eso no llevó a cabo su amenaza, sino que todo fue ocasión de una inmensa misericordia; pero ahora la sentencia que pronuncia está llena de gran indignación y lleva consigo suplicio y venganza. Entonces ¿qué significa la parábola? Dice: Así hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano. Y no dijo vuestro Padre, sino: mi Padre. Porque un hombre tan perverso e inhumano, no es digno de llamar Padre a Dios.

Dos cosas, pues, son las que aquí procura: que condenemos nuestros pecados y perdonemos los demás; y esto segundo para lograr lo primero y que nos sea más fácil, pues quien piensa en sus pecados será más indulgente con sus consiervos. Y hay que perdonar no únicamente de palabra, sino de corazón, para que no volvamos en contra nuestra la espada por andarnos a-cordando de las injurias. No es tan grande el mal que el otro te hizo, cuanto es el que tú mismo te causas cuando alimentas en tu corazón la ira y te atas sobre ti la sentencia condenatoria de Dios. Si tú estás atento y obras con virtud y prudencia, el daño se volverá sobre la cabeza del otro y él será el que lo padezca. Pero si tú te empeñas en llevarlo pesada y molestamente, tú solo llevarás el daño y no por aquel sino por ti mismo causado.

No digas, pues: Me injurió, me calumnió, me ha causado infinitos males; pues cuanto más enumeres tanto más benéfico mostrarás a tu enemigo. Te dio oportunidad de quitar tus pecados; hasta el punto de que cuanto mayor mal te haya hecho mayor perdón de tus pecados te habrá alcanzado. Pues si queremos, nadie podrá dañarnos, sino que los mismos enemigos grandemente nos aprovecharán. Pero ¿para qué referirme al hombre? ¿qué hay más malvado que el diablo? Pues bien: de él obtenemos la oportunidad de bien obrar, como lo prueba el caso de Job. Pues bien: si el diablo te es ocasión de coronas ¿por qué temes a tu enemigo? Mira pues cuán grande lucro obtienes si llevas con paciencia las molesias que te causan tus enemigos.

En primer lugar, la utilidad mayor, que es la remisión de tus pecados; en segundo lugar la perseverencia y paciencia; en tercer lugar la mansedumbre y benignidad. Pues quien sabe no irritarse contra los que lo ofenden, mucho más será manso para con los amigos. En cuarto lugar, el andar perpetuamente libres de la ira, bien al cual ningún otro se iguala. Quien nunca se irrita jamás experimenta tristeza, como es manifiesto, ni pasa su vida en inútiles dolores y trabajos; pues quien no odia tampoco experimenta dolor sino que goza de deleites y de miles de bienes. De manera que a nosotros mismos nos aplicamos el castigo cuando aborrecemos a otros; así como a nosotros mismos nos beneficiamos cuando a otros amamos.

Añade que tú vendrás a ser tenido en veneración por tus enemigos, aun cuando ellos fueran los mismos demonios. O mejor aún: si así procedes, en realidad nunca tendrás ningún enemigo; y lo que es supremo y primero que todo, te atraerás la misericordia divina; y si acaso sucede que peques, alcanzarás perdón: si es bueno tu comportamiento tendrás gran entrada con Dios. Procuremos, pues, alcanzar esa virtud de nunca odiar para que Dios nos ame; y aun cuando le seamos deudores de diez mil talentos, se compadezca de nosotros. Es que el otro te dañó. Compadécelo y no lo aborrezcas; llóralo y no lo rechaces. Pues no fuiste tú quien ofendió a Dios sino él. Tú te portaste bien, si lo llevaste con paciencia. Recuerda que Cristo, al ser crucificado, se gozaba, de sus padecimientos y lloraba por los que lo crucificaban.

Conviene que así pensemos nosotros y que cuanto mayor daño se nos cause, tanto más lloremos por los que nos lo causan. Pues de ahí se nos derivan infinitos bienes y a ellos, al contrario, males. Insistes: ¡es que delante de todos me injurió y me azotó! Bien: delante de todos se manchó él y se deshonró y abrió la boca a miles de acusadores y para ti tejió innumerables coronas y juntó gran cantidad de heraldos de tu paciencia. ¡Es que me calumnió ante otros! ¿Qué interesa eso? pues Dios tomará cuentas de todo, no los que lo oyeron. El se buscó motivos de pena y tendrá que dar cuenta no únicamente de sus delitos, sino además de los que con sus palabras echó sobre sí.

El te calumnió delante de los hombres, pero queda acusado delante de Dios. Y si esta razón no te satisface, recuerda que tu Señor fue también calumniado por Satanás y por los hombres ante los que más amaba. Y lo mismo su Hijo Unigénito. Por lo cual Cristo dijo: Si al padre de familias lo han llamado Beel zebul, cuánto más lo harán con sus familiares. Ni solamente lo calumnió el maligno demonio, sino que al demonio se le dio crédito. Y lo calumnió no de cosas fútiles, sino de grandes crímenes. Lo llamó poseso y engañador y enemigo de Dios. En consecuencia, llora sobre todo por el calumniador, gózate de ti mismo pues has sido hecho semejante a Dios, el cual: Hace salir su sol sobre malos y buenosfi Y si te parece que está sobre tus fuerzas el imitar a Dios -aunque al fervoroso esto no le resulta difícil-, si pues eso te parece cosa más sublime, ¡ea! te llevaré a los consiervos: a José, que habiendo sufrido de sus hermanos infinitos males, los colmó de beneficios; a Moisés, que, tras de mil asechanzas que los judíos le pusieron, rogó en favor de ellos; al bienaventurado Pablo, que ni siquiera podía enumerar todo lo que de los mismos judíos había sufrido y sin embargo anhelaba ser anatema por ellos; a Esteban, que lapidado, incluso rogó al Señor que les perdonara semejante pecado.

Pensando todo esto, depon la ira, para que Dios nos perdone todos nuestros pecados, por gracia y misericordia del Señor nuestro Jesucristo, con el cual sea al Padre y al Espíritu Santo la gloria, el imperio y el honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

CXXIX



Crisóstomo - Mateo 60