Suma Teológica I-II Qu.108 a.3

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ARTÍCULO 3 ¿La nueva ley ordenó suficientemente al hombre en los actos interiores?

Objeciones por las que parece que la ley nueva no ha ordenado suficientemente al hombre en los actos interiores.

 Objeciones: 1. Los preceptos que ordenan al hombre para con Dios y el prójimo son diez.

Pero el Señor sólo perfeccionó algo tres de ellos, a saber: la prohibición del homicidio, del adulterio y del perjurio, lluego parece que ordenó insuficientemente al hombre omitiendo el completar con sus declaraciones los otros preceptos.

 2. El Señor en el Evangelio nada ordenó relativo a los preceptos judiciales, a no ser acerca del repudio de la esposa y la persecución de los enemigos. Pero en la antigua ley hay muchos otros preceptos judiciales, como se ha dicho antes (q.104 a.4; q.105). Luego, a lo menos en esto, no dejó suficientemente ordenada la vida de los hombres.

 3
. En la ley antigua, además de los preceptos morales y judiciales, había otros ceremoniales, acerca de los cuales nada ordenó el Señor. Luego parece que ordenó insuficientemente la vida humana.

 4
. La buena disposición interior del alma exige que el hombre no haga ningún acto bueno por cualquier fin temporal. Pero hay otros muchos bienes temporales, además del favor humano, y muchas obras buenas, además del ayuno, la limosna y la oración. Luego parece mal que el Señor haya enseñado a huir la gloria del favor humano tan sólo en estas tres cosas y nada más diga de los bienes terrenos.

 5
. Es del todo natural que el hombre se preocupe de las cosas que necesita para vivir, y en esa solicitud coinciden también con el hombre los demás animales. Por eso se dice en Pr 6,6 Pr 6,8: Mira, ¡oh perezoso!, a la hormiga y considera su modo de proceder; sin guia ni maestro se prepara en el verano el alimento y reúne sus provisiones de trigo con que viva. Pero todo precepto dado contra la inclinación de la naturaleza es malo por ser contra la ley natural; luego parece que el Señor prohibió sin razón debida la solicitud por. el alimento y el vestido.

 6. No debe prohibirse ningún acto de virtud. Pero el juicio es acto de la virtud de la justicia, según aquello de Ps 93,15: Hasta que la justicia se convierta en juicio; luego parece que la ley nueva ordenó insuficientemente al hombre respecto de los actos interiores.

 . Contra esto: está lo que dice San Agustín en De serm. Domini in monte: Debe considerarse que, al decir el Señor: «El que oye estas mis palabras», claramente dio a entender que este sermón del Señor, en el que se contienen todos los mandatos que informan la vida cristiana, es perfecto.

 
. Respondo: Como consta por el testimonio de San Agustín antes aducido, el sermón que pronunció el Señor en el monte (Mt 5-7) contiene un perfecto programa de vida cristiana, pues en él se ordenan con perfección los movimientos interiores del hombre. En efecto, después de exponer el fin en que consiste nuestra bienaventuranza y de ensalzar la dignidad de los apóstoles, por los cuales había de ser promulgada la doctrina evangélica, ordena los movimientos interiores del hombre, primero en sí mismo y luego en orden al prójimo.

En sí mismo lo hace de dos maneras, atendiendo a los dos movimientos interiores del hombre, que son la voluntad de lo que hay que obrar y la intención del fin. Y por eso, primero ordena la voluntad del hombre según los diversos preceptos de la ley que prescribe abstenerse no sólo de las obras exteriores malas en sí mismas, sino también de las interiores y de las ocasiones de los males. Después ordena la intención del hombre, mandando que en las cosas buenas que hacemos no busquemos la gloria humana ni las riquezas del mundo, lo cual es atesorar en la tierra.

En tercer lugar, ordena los movimientos interiores del hombre con relación al prójimo, mandando que no le juzguemos temeraria, injusta o presuntuosamente, pero que tampoco seamos tan negligentes con él que le entreguemos las cosas divinas si es indigno de ellas.

Por fin, enseña la manera de cumplir la doctrina evangélica, a saber:
implorando el auxilio divino, procurando entrar por la puerta estrecha de la virtud perfecta, poniendo sumo cuidado en no ser pervertidos por los impostores y diciéndonos que la observancia de sus mandamientos es necesaria para la virtud, no bastando la mera confesión de la fe ni aun el obrar milagros, ni el simple escuchar sus palabras.

A las objeciones:

 Soluciones: 1. El Señor exige el cumplimiento de aquellos preceptos de la ley cuyo verdadero sentido no entendían los escribas y fariseos. Esto sucedía sobre todo en tres preceptos del decálogo; pues en la prohibición del adulterio y del homicidio sólo creían vedado el acto exterior, no el deseo interior. Esto lo creían más del homicidio y adulterio que del falso testimonio, pues el movimiento de la ira, que tiende al homicidio, y el movimiento de la concupiscencia, que tiende al adulterio, parecen sernos naturales, pero no así el apetito de hurtar o de proferir un falso testimonio. Relativamente al perjurio, tenían una falsa interpretación, creyendo que el perjurio era ciertamente pecado, pero que el juramento era por sí mismo deseable y así debía ser frecuentado, por parecer que pertenece al honor de Dios. Por eso el Señor enseña que el juramento no debe desearse como cosa buena, sino que es mejor hablar sin juramento, a no ser en caso de necesidad.

 2
. Los escribas y fariseos, en lo tocante a los preceptos judiciales, erraban por dos capítulos: primero, porque reputaban como justas algunas cosas que en la ley de Moisés se conceden a título de meras permisiones, a saber, el repudio de la esposa y el recibir de los extraños usuras. Por eso el Señor prohibió, en Mt 5,32, el repudio de la esposa y, en Lc 6,35, el prestar dinero a usura, respecto de la cual dijo: Dad prestado y no esperéis nada por ello.

También erraban al creer que algunas reglas, instituidas por la antigua ley con espíritu de justicia, debían ejecutarse por deseo de venganza, por codicia de los bienes temporales o por odio a los enemigos. Esto sucedía en tres preceptos; pues, en primer lugar, creían lícito el deseo de venganza, por el precepto que tenían sobre la pena del talión, que fue dado para mejor guardar la justicia, no para procurarse la venganza. Por eso, el Señor, para impedir esto, enseña que debe tener el hombre un espíritu tal, que esté preparado en caso de necesidad a sufrir aun las mayores injurias. Juzgaban, además, lícita la codicia de los bienes ajenos a causa de los preceptos judiciales en que se ordena la restitución de lo robado y algo más, como se ha dicho arriba (q.105 a.2 ad 9). Esto lo mandó la ley para mejor guardar la justicia, no para dar lugar a la codicia. Por eso el Señor enseña que no exijamos nuestros bienes por codicia, antes debemos estar dispuestos a dar más aún si es menester. El odio lo creían lícito a causa de los preceptos que daba la ley sobre la muerte de los enemigos, cosa que mandó la ley para cumplir con la justicia, como se ha dicho (ib., a.3 ad 4), pero no para satisfacer el odio. Y por eso el Señor enseña que debemos amar a los enemigos y estar preparados, en caso de necesidad, aun para hacerles bien.

Pues estos preceptos deben entenderse en la preparación de ánimo, como expone San Agustín.

 3. Los preceptos morales deben subsistir totalmente y en absoluto en la nueva ley, por pertenecer en sí mismos a la esencia de la virtud. En cambio, los judiciales no quedaban necesariamente en la forma por la ley determinada, sino que dejaba a la voluntad humana determinar en los casos particulares la manera de obrar. Por eso muy bien dio el Señor sus normas acerca de estas dos clases de preceptos. Pero la observancia de los preceptos ceremoniales desapareció totalmente ante la realidad que ellos representaban, y por eso nada se ordena sobre estos preceptos en aquella doctrina común. Pone de manifiesto, sin embargo, en otro lugar, que todo el culto externo, determinado en la ley, habrá de ser cambiado en culto espiritual, como consta en Jn 4,21 Jn 23, al decir:
Llegará un tiempo en que no adoraréis al Padre ni en este monte ni en Jerusalén; los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.

 4. Todas las cosas mundanas pueden reducirse a tres clases: los honores, las riquezas y los placeres, según aquello de 1Jn 2,16: Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, lo cual pertenece a los placeres de la carne; y concupiscencia de los ojos, que pertenece a las riquezas, y soberbia de la vida, que abarca la ambición de la gloria y del honor. Pero la ley no prometió los placeres superfluos de la carne, antes bien los prohibió. En cambio, prometió la grandeza del honor y la abundancia de riquezas, pues en Dt 28,1 se dice: Si escuchares la voz del Señor, tu Dios, el Señor te hará más grande que todos los pueblos; esto referente a la primera parte. Y luego (v.11) añade, tocante a la segunda: Te haré abundar en todos los bienes. Las cuales promesas entendían los judíos tan depravadamente, que, según su sentencia, había de servirse a Dios por ellas como por único fin. Por eso el Señor refuta esta falsa interpretación, enseñando primero que no deben hacerse las obras de virtud por la gloria humana. De esas obras pone como ejemplo tres principales, a las cuales pueden reducirse todas las demás; pues todo lo que uno hace para refrenarse a sí mismo en sus concupiscencias, puede reducirse al ayuno; todo lo que se hace por amor del prójimo, se resume y condensa en la limosna; y lo que se hace para dar culto a Dios, está compendiado en la oración. Habla en especial de estas tres cosas por ser las principales y por las que solemos ante todo buscar la gloria humana. En segundo lugar, enseña que no debemos poner nuestro último fin en las riquezas, diciendo (Mt 6,19): No amontonéis tesoros en la tierra.

 5. El Señor de ninguna manera prohibe la natural y necesaria solicitud por las cosas temporales, sino la desordenada, que puede serlo por cuatro capítulos, en los que debe ser evitada: Primero, no poniendo en lo temporal el fin ni sirviendo a Dios únicamente por las cosas necesarias para comer y vestir. Por eso añade (l.c.): No atesoréis, etc. Segundo, no viviendo tan preocupados por ellas que desesperemos del auxilio divino, y por eso el Señor dice (ib., v.32): Ya sabe vuestro Padre celestial que necesitáis todo eso. Tercero, no ha de ser una solicitud presuntuosa, esperando poder proveerse de lo necesario para la vida por solas sus propias fuerzas, prescindiendo del auxilio divino. Esto lo inculca aquí (ib., v.27) el Señor, diciéndonos que por sólo nuestras fuerzas no podemos añadir a nuestra estatura ni lo más mínimo. Cuarto, no adelantando los acontecimientos preocupándose del porvenir; por lo cual dice: No os preocupéis del día de mañana (ib., v.34).

 6
. El Señor no prohibe el juicio de justicia, sin el cual no pueden negarse a los indignos las cosas santas; lo que prohibe es el juzgar sin fundamento, como acabamos de decir.



2164

ARTÍCULO 4 ¿Fue conveniente que se propusieran ciertos consejos en la nueva ley?

Objeciones por las que parece que no está bien que en la ley nueva se hayan dado determinados consejos.

 Objeciones: 1. Los consejos versan sobre las cosas convenientes al fin, como se ha dicho (q.14 a.2) al hablar del consejo. Pero no a todos convienen los mismos consejos. Luego no a todos deben proponerse determinados consejos.

 2. Los consejos versan sobre un bien mejor; pero no hay grados determinados en ese bien mejor; luego no debe darse consejo alguno determinado.

 3
. Los consejos pertenecen a la perfección de la vida. Mas la obediencia pertenece a la perfección de la vida; luego sin razón se ha omitido en el Evangelio el consejo acerca de ella.

 4
. Hay muchas cosas que pertenecen a la perfección de la vida que se cuentan entre los preceptos, como es aquello de Amad a vuestros enemigos (Mt 5,44) y asimismo los preceptos que dio el Señor a los apóstoles y constan en Mt 10.

Luego sin razón se dan en la nueva ley consejos, ya porque no constan todos, ya también porque no se distinguen de los preceptos.

 . Contra esto: está el que los consejos de un amigo sabio traen gran provecho, según aquello de Pr 27,9: El corazón se deleita con el ungüento y con los variados olores, y el alma se endulza con los buenos consejos del amigo. Pero Cristo es el más amigo y sabio. Luego sus consejos son de gran utilidad y, por lo mismo, son convenientísimos.

 . Respondo: La diferencia entre consejo y precepto está en que el precepto implica necesidad; en cambio, el consejo se deja a la elección de aquel a quien se da. Por eso muy bien se añaden a los preceptos ciertos consejos en la nueva ley, que es ley de libertad, lo cual no se hacía en la antigua, que era ley de servidumbre. Y así hay que decir que los preceptos del Evangelio versan acerca de las cosas necesarias para conseguir el fin de la eterna bienaventuranza, en la que nos introduce la nueva ley inmediatamente; en cambio, los consejos versan acerca de aquellas cosas mediante las cuales el hombre puede mejor y más fácilmente conseguir ese fin.

Ahora bien, el hombre se halla colocado entre las cosas de este mundo y los bienes espirituales, en los que consiste la eterna bienaventuranza, de tal modo que cuanto más se adhiera a uno de ellos, tanto más se aparta del otro, y reciprocamente. Por lo tanto, el que totalmente se apega y adhiere a las cosas de este mundo, poniendo en ellas su fin y teniéndolas como normas y reglas de sus obras, se aparta del todo de los bienes espirituales. Tal desorden se rectifica mediante los mandamientos. Mas, para llegar a ese fin último, no es necesario desechar en absoluto las cosas del mundo, ya que usando el hombre de ellas, puede aún llegar a la bienaventuranza eterna con tal de no poner en ellas su último fin; aunque llegará más fácilmente abandonando totalmente los bienes de este mundo. Por eso el Evangelio propone ciertos consejos acerca de este particular.

Ahora bien, los bienes de este mundo que sirven para la vida humana son de tres clases. Unos pertenecen a la concupiscencia de los ojos, y son las riquezas; otros, a la concupiscencia de la carne, y son los deleites carnales, y otros, por fin, a la soberbia de la vida, que son los honores, como se dice en
1Jn 2,16.

Pero abandonar del todo estas tres cosas, en lo posible, es propio de los que siguen los consejos evangélicos. En ellos también se funda todo el estado religioso, que profesa vida de perfección, pues las riquezas se renuncian por el voto de pobreza; los deleites de la carne, por la perpetua castidad, y la soberbia de la vida, por la sujeción a la obediencia.

Estas tres cosas, rigurosamente observadas, pertenecen a los consejos propuestos absolutamente; pero, en cambio, el cumplir cada una de ellas en casos particulares pertenece al consejo en cierto sentido tan sólo; es decir, en casos determinados. Por ejemplo: al dar a un pobre limosna, cuando uno no está obligado, el hombre sigue el consejo en aquel caso particular; y lo mismo cuando, por un tiempo determinado, se abstiene de los placeres de la carne para vacar a la oración, sigue el consejo por aquel tiempo. Y cuando no hace uno su voluntad en algún caso en que podría lícitamente hacerla, sigue el consejo en aquel caso particular, como, por ejemplo, si hace bien a sus enemigos cuando a ello no está obligado; si perdona una ofensa de que pudiera exigir satisfacción. Y, en este sentido, aun todos los consejos particulares se reducen a los tres generales y perfectos.

A las objeciones:

 Soluciones: 1. Estos consejos, de suyo, son útiles a todos, pero ocurre que, por indisposición de algunos, a esos no les conviene, no sintiendo su afecto inclinado a ellos. Y por eso el Señor, al proponer los consejos evangélicos, siempre hace mención de la aptitud de los hombres para cumplirlos. Por ejemplo, al dar el consejo de perpetua pobreza en Mt 19,21, dice antes: Si quieres ser perfecto, y luego añade: Vende todo lo que tienes, etc. Lo mismo al dar el consejo de perpetua castidad dijo (ib., Mt 19,12): Hay eunucos que se castraron a sí mismos por el reino de los cielos; y luego añade: El que pueda practicarlo, hágalo. Y lo mismo San Pablo, en 1Co 7,35, después de dar el consejo de virginidad, dice: Lo digo para provecho vuestro, no para tenderos un lazo .

 2. Los bienes mejores están indeterminados en los particulares; pero lo que es en absoluto mejor en general, está determinado. A ello se reducen también todos aquellos consejos particulares, como ya se dijo .

 3
. Aún podemos entender que Cristo dio el consejo de obediencia cuando dijo: Y sígame (Mt 16,24). Y a Cristo le seguimos no sólo imitando sus obras, sino también obedeciendo sus mandatos, como consta en Jn 10,27 al decir: Mis ovejas oyen mi voz y me siguen.

 4. Lo que el Señor dice en Mt 5 y Lc 6 del verdadero amor a los enemigos y otras cosas parecidas, en lo que toca a la preparación del ánimo son del todo necesarias para salvarse. Por ejemplo, que debemos estar preparados para hacer el bien a nuestros enemigos y otras cosas por el estilo cuando lo exija la necesidad; y por eso el Evangelio los pone entre los preceptos. Pero hacer esto con los enemigos con prontitud, cuando no se presenta especial necesidad, pertenece a los consejos particulares, como acabamos de decir. Lo que se dice en Mt 10 y en Lc 9-10 son ciertos preceptos disciplinarios, útiles en aquel tiempo, o, más bien, ciertas permisiones, como hemos dicho (q.2 ad 3), y por eso no se cuentan entre los consejos.



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CUESTIÓN 109 De la necesidad de la gracia

 Seguidamente debemos tratar del principio exterior de los actos humanos, que es Dios en cuanto que nos ayuda con su gracia a obrar rectamente (cf. q.90 introd.). Y ante todo debemos hablar de la gracia divina; luego, de su causa (q.112), y, finalmente, de sus efectos (q.113).

El primer punto comprende tres cuestiones: de la necesidad de la gracia; de la gracia misma en su esencia (q.110); de su división (q.111).

Sobre la necesidad de la gracia se plantean estos diez interrogantes: 1. ¿Puede el hombre conocer alguna verdad sin la gracia? 2. ¿Puede hacer o querer el bien sin la gracia? 3. ¿Puede sin la gracia amar a Dios sobre todas las cosas? 4. ¿Puede cumplir los preceptos de la ley sin la gracia? 5. ¿Puede merecer la vida eterna sin la gracia? 6. ¿Puede prepararse a la gracia sin la ayuda de la gracia? 7. ¿Puede salir del pecado sin la gracia? 8. ¿Puede evitar el pecado sin la gracia? 9. ¿Puede el hombre en gracia obrar el bien y evitar el pecado sin un nuevo auxilio divino? 10. ¿Puede perseverar en el bien por sí mismo?



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ARTÍCULO 1 ¿Puede el hombre conocer alguna verdad sin la gracia?

Objeciones por las que parece que, sin la gracia, no puede el hombre conocer ninguna verdad.

 Objeciones: 1. Sobre aquello de 1Co 12,3: Nadie puede decir Señor Jesús más que por el Espíritu Santo, dice la Glosa de San Ambrosio: Toda verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo habita en nosotros por la gracia. Luego sin la gracia no podemos conocer la verdad.

 2. Dice San Agustín en I Soliloq. que los principios de las ciencias son como las cosas que ilumina el sol para que puedan ser vistas. Y Dios es el sol que las ilumina. Por otra parte, la razón es para la mente como la mirada de los ojos, y las potencias del alma son como los ojos de la mente. Ahora bien, los ojos corporales, por agudos que sean, no pueden ver un objeto si éste no está iluminado por la luz solar. Luego tampoco la mente humana, por perfecta que sea, puede alcanzar la verdad con sus razonamientos sin la iluminación divina y, por tanto, sin el auxilio de la gracia.

 3
. La mente humana, según pone de manifiesto San Agustín en XIV De Trin. no puede entender la verdad sino por el pensamiento. Pero dice el Apóstol en 2Co 3,5 que nada somos capaces de pensar nosotros como por nosotros mismos.

Luego nuestra mente no puede entender la verdad sin el auxilio de la gracia.

 . Contra esto: está lo que dice San Agustín en I Retract.: No apruebo lo que dije en una oración: «¡Oh Dios, que no quisiste que conocieran la verdad sino los puros!», pues se puede replicar que también los impuros conocen muchas verdades. Pero lo que hace puro al hombre es la gracia, según aquello del Ps 50,12: Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro y renueva en mis entrañas un espíritu recto. Luego puede el hombre por sí mismo y sin el auxilio de la gracia conocer la verdad.

 . Respondo: Conocer la verdad es un ejercicio o acto de la luz intelectual, puesto que, según dice el Apóstol en Ep 5,3, todo lo que se manifiesta es luz. Pero cualquier ejercicio de una facultad implica movimiento, si tomamos esta palabra en su sentido amplio, de modo que también el entender y el querer puedan llamarse movimientos, como lo hace el Filósofo en el libro II De anima. Ahora bien, en las cosas corporales vemos que, para obtener un movimiento, no basta la forma que es principio del movimiento o acción, sino que se requiere además el impulso del primer motor. En el orden físico, este primer motor es el cuerpo celeste; de modo que, por más cálido que sea el fuego, no calentará sin ser movido por el cuerpo celeste. Pues bien, de la misma manera que todos los movimientos corporales se reducen al movimiento del cuerpo celeste como a su primer motor en este orden, así todos los movimientos, tanto corporales como espirituales, se reducen al primer motor universal, que es Dios. De modo que, por perfecta que se suponga una naturaleza corporal o espiritual, no logrará producir su acto si no es movida por Dios; aunque esta moción responde a los designios providenciales de Dios y no a la necesidad natural, como la moción del cuerpo celeste. Por otra parte, no sólo proviene de Dios toda moción por ser él el primer motor, sino también toda perfección formal, porque él es el acto primero. De donde se sigue que la acción del entendimiento, como la de cualquier otra criatura, depende de Dios doblemente: porque recibe de él la forma por la que obra, y porque de él recibe además el impulso para obrar.

Sin embargo, cada forma comunicada por Dios a las criaturas tiene eficacia respecto de un acto determinado, del que es capaz por su propia naturaleza; pero su acción no puede ir más allá a no ser en virtud de una forma sobreañadida, como el agua no puede comunicar calor si no ha sido previamente calentada por el fuego. Así, pues, el entendimiento humano tiene una forma determinada, que es su misma luz intelectual, de por sí suficiente para conocer algunas cosas inteligibles, aquellas que alcanzamos a través de lo sensible. Pero otras cosas inteligibles más altas no las puede conocer más que si es perfeccionado por una luz superior, como la de la fe o de la profecía, que se llama luz de gracia, porque es algo sobreañadido a la naturaleza.

Debemos, pues, concluir que, para conocer una verdad, de cualquier orden que sea, el hombre necesita de un auxilio divino mediante el cual el entendimiento sea impulsado a su propio acto. Pero no se requiere una nueva ilustración añadida a la luz natural para conocer cualquier verdad, sino únicamente para aquellas que sobrepasan el conocimiento natural. Lo que no impide que a veces Dios instruya milagrosamente a algunos con su gracia acerca de verdades que son del dominio de la razón natural, como también a veces realiza milagrosamente cosas que puede producir la naturaleza.

A las objeciones:

 Soluciones: 1. Toda verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo en cuanto infunde en nosotros la luz natural y nos mueve a entender y expresar la verdad.

Pero no toda verdad procede de él en cuanto habita en el alma por la gracia santificante o nos otorga algún don habitual sobreañadido a la naturaleza. Esto sucede solamente en orden al conocimiento y expresión de algunas verdades, sobre todo de las que se refieren a la fe. Y es a éstas a las que se refería el Apóstol .

 2
. El sol corporal ilumina por fuera, pero el sol inteligible, que es Dios, ilumina internamente. Por eso la misma luz natural inherente al alma es una iluminación de Dios, por la que nos ilustra en el conocimiento de las verdades de orden natural. Y en este orden no necesitamos una nueva iluminación, sino sólo en el de las verdades que exceden el conocimiento natural.

 3
. Siempre necesitamos el auxilio divino para pensar, puesto que Dios es quien impulsa el entendimiento a su acto y, como dice San Agustín en XIV De Trinit. , entender algo en acto es pensar.



2182

ARTÍCULO 2 ¿Puede el hombre querer y hacer el bien sin la gracia?

Objeciones por las que parece que el hombre no puede querer y hacer el bien sin la gracia.

 Objeciones: 1. El hombre tiene poder sobre todo aquello de que es dueño. Pero, como ya queda dicho (q.1 a.1; q.13 a.6), el hombre es dueño de sus actos, y sobre todo del acto de querer. Luego puede querer y hacer el bien por sí mismo sin el auxilio de la gracia.

 2. Cualquier agente realiza con más facilidad aquello que es conforme a su naturaleza que aquello que no lo es. Pero el pecado es contrario a la naturaleza, según dice el Damasceno en el libro II , mientras que la virtud es lo que conviene al hombre según su naturaleza, como se dijo arriba (q.71 a.1). Luego, como el hombre por sí mismo puede pecar, parece que con mayor razón puede querer y hacer el bien por sí mismo.

 3
. El bien del entendimiento es la verdad, como dice Aristóteles en VI Ethic.

Pero el entendimiento puede conocer la verdad por sí mismo, al igual que cualquier otro agente puede realizar por sí mismo su operación natural. Luego con mucha más razón puede el hombre querer y obrar el bien por sí mismo.

 
. Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Rm 9,16: No es del que quiere, el querer, ni del que corre, el correr, sino de Dios, que tiene misericordia. Y San Agustín, en el libro De corrept. et gratia: Sin la gracia ningún bien en absoluto hacen los hombres, ni al pensar, ni al querer y amar, ni al obrar.

 . Respondo: La naturaleza del hombre puede ser considerada en un doble estado: el de integridad, que es el de nuestro primer padre antes del pecado, y el de corrupción, que es el nuestro después del pecado original. Pues bien, en ambos estados, la naturaleza humana necesita para hacer o querer el bien, de cualquier orden que sea, el auxilio de Dios como primer motor, según acabamos de exponer (a.l). En el estado de integridad, la capacidad de la virtud operativa del hombre era suficiente para que con sus solas fuerzas naturales pudiese querer y hacer el bien proporcionado a su naturaleza, cual es el bien de las virtudes adquiridas; pero no el bien que sobrepasa la naturaleza, cual es el de las virtudes infusas. En el estado de corrupción, el hombre ya no está a la altura de lo que comporta su propia naturaleza, y por eso no puede con sus solas fuerzas naturales realizar todo el bien que le corresponde. Sin embargo, la naturaleza humana no fue corrompida totalmente por el pecado hasta el punto de quedar despojada de todo el bien natural; por eso, aun en este estado de degradación, puede el hombre con sus propias fuerzas naturales realizar algún bien particular, como edificar casas, plantar viñas y otras cosas así; pero no puede llevar a cabo todo el bien que le es connatural sin incurrir en alguna deficiencia. Es como un enfermo, que puede ejecutar por sí mismo algunos movimientos, pero no logra la perfecta soltura del hombre sano mientras no sea curado con la ayuda de la medicina.

Así, pues, en el estado de naturaleza íntegra el hombre sólo necesita una fuerza sobreañadida gratuitamente a sus fuerzas naturales para obrar y querer el bien sobrenatural. En el estado de naturaleza caída, la necesita a doble título: primero, para ser curado, y luego, para obrar el bien de la virtud sobrenatural, que es el bien meritorio. Además, en ambos estados necesita el hombre un auxilio divino que le impulse al bien obrar.

A las objeciones:

 Soluciones: 1
. El hombre es dueño de sus actos, tanto de querer como de no querer, debido a la deliberación de la razón, que puede inclinarse a una u otra parte. Por eso, si es dueño también de deliberar o no deliberar, esto se deberá, a su vez, a una deliberación anterior. Pero como no se puede continuar así hasta el infinito, hay que llegar finalmente a un término en que el libre albedrío es movido por un principio exterior que está por encima de la mente humana, y que es Dios, como también prueba el Filósofo en el capítulo De bona fortuna. Por tanto, la mente humana, aun en estado de integridad, no tiene tal dominio de su acto que no necesite ser movida por Dios. Y mucho más necesita esta moción el libre albedrío del hombre después del pecado, debilitado como está para el bien por la corrupción de la naturaleza.

 2
. Pecar no es sino faltar al bien que a cada uno conviene por su naturaleza.

Pero las cosas creadas, dado que no tienen el ser sino por otro y consideradas en sí mismas no son nada, también necesitan ser conservadas por otro en el bien conveniente a su naturaleza. En cambio pueden por sí mismas apartarse del bien, al igual que, dejadas a sí mismas, caerían en el no ser si no fueran conservadas por Dios.

 3
. Tampoco puede el hombre conocer la verdad sin el auxilio divino, como ya dijimos (a.1). Sin embargo, la corrupción del pecado afectó más a la naturaleza humana en su apetito del bien que en su conocimiento de la verdad.



2183

ARTÍCULO 3 ¿Puede el hombre amar a Dios sobre todas las cosas con sus meras fuerzas naturales sin la gracia?

Objeciones por las que parece que el hombre no puede amar a Dios sobre todas las cosas con sus solas fuerzas naturales sin la gracia.

 Objeciones: 1. Amar a Dios sobre todas las cosas es el acto propio y principal de la caridad.

Pero el hombre no puede tener la caridad por sí mismo, ya que, según se dice en Rm 5,5, la caridad ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. Luego el hombre con sus solas fuerzas naturales no puede amar a Dios sobre todas las cosas.

 2. Ninguna naturaleza puede nada por encima de sí misma. Pero amar algo más que a sí mismo es tender a algo que sobrepasa los propios límites. Luego ninguna naturaleza creada puede amar a Dios más que a sí misma sin el auxilio de la gracia.

 3
. Siendo Dios el sumo bien, se le debe el amor sumo, que consiste en amarle sobre todas las cosas. Pero para tributar a Dios el amor sumo que le debemos, el hombre no se basta sin la gracia, o ésta carecería de razón de ser. Luego el hombre no puede sin la gracia y por sus meras fuerzas naturales amar a Dios sobre todas las cosas.

 
. Contra esto: si se supone, como hacen algunos (cf. I 95,1), que el hombre fue constituido primero en un estado puramente natural, es indudable que amó a Dios de alguna manera. Pero no amó a Dios igual o menos que a sí mismo, porque de este modo habría pecado. Luego amó a Dios más que a sí mismo. Por consiguiente, el hombre con sus solas fuerzas naturales puede amar a Dios más que a sí mismo y sobre todas las cosas.

 . Respondo: Según dijimos en la primera parte (q.60 a.5), donde expusimos también las diversas opiniones acerca del amor natural de los ángeles, el hombre en su estado de integridad podía con sus solas fuerzas naturales realizar el bien que le es connatural, sin ningún don gratuito sobreañadido, salvo el impulso de Dios primer motor (cf. a.2). Ahora bien, amar a Dios por encima de todo es algo connatural al hombre, como lo es a cualquier creatura, racional o irracional, y aun inanimada, según el modo de amar que compete a cada una de ellas. Y la razón está en que cada uno apetece y ama por naturaleza aquello que corresponde a la disposición natural de su ser, pues, como dice el Filósofo en II Physic. , cada cosa obra según lo que es. Pero es evidente que el bien de la parte se ordena al bien del todo. De ahí que cada cosa particular ama su propio bien, incluso con apetito y amor natural, en orden al bien de todo el universo, y este bien es Dios. Por eso dice Dionisio en el libro De div. nom. que Dios dirige todas las cosas al amor de él mismo. Por consiguiente, el hombre en estado de integridad ordenaba el amor de sí mismo al amor de Dios como a su fin, y hacía otro tanto con el amor que tenía a las demás cosas. Y así amaba a Dios más que a sí mismo y por encima de todo.

Mas en el estado de naturaleza caída el hombre flaquea en este terreno, porque el apetito de la voluntad racional, debido a la corrupción de la naturaleza, se inclina al bien privado, mientras no sea curado por la gracia divina. Debemos, pues, concluir que el hombre, en estado de integridad, no necesitaba un don gratuito añadido a los bienes de su naturaleza para amar a Dios sobre todas las cosas, aunque sí necesitaba el impulso de la moción divina. Pero en el estado de corrupción necesita el hombre, incluso para lograr este amor, el auxilio de la gracia que cure su naturaleza.

A las objeciones:

 Soluciones: 1
. La caridad ama a Dios sobre todas las cosas de manera más eminente que la naturaleza. Porque la naturaleza ama a Dios por encima de todo en cuanto es principio y fin del bien natural; la caridad, en cuanto es objeto de la bienaventuranza y en cuanto el hombre mantiene cierta sociedad espiritual con Dios. La caridad añade además al amor natural de Dios cierta prontitud y deleite, pues esto es lo que el hábito de la virtud añade siempre al acto bueno de la razón natural carente del hábito virtuoso.

 2
. Cuando se dice que una naturaleza no puede elevarse por encima de ella misma, no se ha de entender que no pueda dirigirse a algún objeto superior, pues es manifiesto que nuestro entendimiento puede conocer naturalmente algunas cosas superiores a él, como sucede con nuestro conocimiento natural de Dios. Lo que se afirma es que una naturaleza no puede poner un acto tan superior a ella misma que no guarde proporción con su capacidad de obrar. Pero no ocurre esto con el acto de amar a Dios sobre todas las cosas, que es connatural a toda naturaleza creada, según queda dicho.

 3
. El amor puede llamarse supremo no sólo por el grado, sino también por el motivo y por el modo de amar. Y en este sentido el amor más alto es el de la caridad, que ama a Dios como objeto de bienaventuranza, como ya se dijo (ad 1).




Suma Teológica I-II Qu.108 a.3