Denzinger 230

 Del primado e infalibilidad del Romano Pontífice (1)

 [De la Carta 12 Quamvis Patrum traditio a los obispos africanos , de 21 de marzo de 418]


(1) Cst 994 E s; Jf 342; PL 20, 676 A s; Msi IV 366 D s; Bar(Th) ad 418 n. 4 (7, 107 a).


221 Dz 109 Aun cuando la tradición de los Padres ha concedido tanta autoridad a la Sede Apostólica que nadie se atrevió a discutir su juicio y sí lo observó siempre por medio de los cánones y reglas, y la disciplina eclesiástica que aun vige ha tributado en sus leyes al nombre de Pedro, del que ella misma también desciende, la reverencia que le debe;... así pues, siendo Pedro cabeza de tan grande autoridad y habiéndole confirmado la adhesión de todos los mayores que la han seguido, de modo que la Iglesia romana está confirmada tanto por leyes humanas como divinas -- y no se os oculta que nosotros regimos su puesto y tenemos también la potestad de su nombre, sino que lo sabéis muy bien, hermanos carísimos, y como sacerdotes lo debéis saber --; no obstante, teniendo nosotros tanta autoridad que nadie puede apelar de nuestra sentencia, nada hemos hecho que no lo hayamos hecho espontáneamente llegar por nuestras cartas a vuestra noticia... no porque ignoráramos qué debía hacerse, o porque hiciéramos algo que yendo contra el bien de la Iglesia había de desagradar...

 Sobre el pecado original (2)

 [De la Carta Tractatoria a las Iglesias orientales, a la diócesis de Egipto, a Constantinopla, Tesalónica y Jerusalén, enviada después de marzo de 418]


(2) Cst 994 E s; Jf 343; PL 20, 693 B. -- De la misma Carta tractatoria está tomada la cita de 134 s.


231 Dz:109a Fiel es el Señor en sus palabras (Ps 144,13), y su bautismo, en la realidad y en las palabras, esto es, por obra, por confesión y remisión de los pecados en todo sexo, edad y condición del género humano, conserva la misma plenitud. Nadie, en efecto, sino el que es siervo del pecado, se hace libre, y no puede decirse rescatado sino el que verdaderamente hubiere antes sido cautivo por el pecado, como está escrito: Si el Hijo os liberare, seréis verdaderamente libres (Jn 8,36). Por El, en efecto, renacemos espiritualmente, por El somos crucificados al mundo. Por su muerte se rompe aquella cédula de muerte, introducida en todos nosotros por Adán y trasmitida a toda alma; aquella cédula -- decimos -- cuya obligación contraemos por descendencia, a la que no hay absolutamente nadie de los nacidos que no esté ligado, antes de ser liberado por el bautismo.


 SAN BONIFACIO I, 418-422

 Del primado e Infalibilidad de¡ Romano Pontífice (1)

 [De la Carta Manet beatum a Rufo y demás obispos de Macedonia, etc., de 11 de marzo de 422]


(1) SILVA-TAROUCA, S. I., Epistularum Rom. Pontifícum... coll. Thessalonicensis, Roma 1937 p. 27 ss y 33 (Textus et Documenta, Ser. Theol. 23].-- Cst 1035 C; Jf 363, PL 20, 776 A; Msi VIII 754 E s.


Dz:109b (2) Por disposición del Señor, es competencia del bienaventurado Apóstol Pedro la misión recibida de Aquél, de tener cuidado de la Iglesia Universal. Y en efecto, Pedro sabe, por testimonio del Evangelio (Mt 16,18), que la Iglesia ha sido fundada sobre él. Y jamás su honor puede sentirse libre de responsabilidades por ser cosa cierta que el gobierno de aquélla está pendiente de sus decisiones. Todo ello justifica que nuestra atención se extienda hasta estos lugares de Oriente, que, en virtud de la misión a Nos encomendada, se hallan en cierto modo ante nuestros ojos... Lejos esté de los sacerdotes del Señor incurrir en el reproche de ponerse en contradicción con la doctrina de nuestros mayores, por intentar una nueva usurpación, reconociendo tener de modo especial por competidor aquel en quien Cristo depositó la plenitud del sacerdocio, y contra quien nadie podrá levantarse, so pena de no poder habitar en el reino de los cielos. A ti, dijo, te daré las llaves del reino de los cielos (Mt 16,18). No entrará allí nadie sin la gracia de quien tiene las llaves. Tú eres Pedro, dijo, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16,18). En consecuencia, quienquiera desee verse distinguido ante Dios con la dignidad sacerdotal -- como a Dios se llega mediante la aceptación por parte de Pedro, en quien, es cierto, como antes hemos recordado, fué fundada la Iglesia de Dios -- debe ser manso y humilde de corazón (Mt 11,29), no sea que el discípulo contumaz empiece a sufrir la pena de aquel doctor cuya soberbia ha imitado...


(2) En la 29 edición latina, 5000.
(3) En la 29 edición latina, 5001.


Dz:109c (3) Ya que la ocasión lo pide, repasad, si os place, las sanciones de los cánones; hallaréis cuál es, después de la Iglesia Romana, la segunda iglesia; cuál, la tercera. Con ello aparece distintamente el orden de gobierno de la Iglesia: los pontífices de las demás iglesias, reconocen que, no obstante..., forman parte de una misma Iglesia y de un mismo sacerdocio, y que una y otro, sin menoscabo de la caridad, deben sujeción según la disciplina eclesiástica. Y, en verdad, esta sentencia de los cánones viene durando desde la antigüedad y, con el favor de Cristo, perdura en nuestros días. Nadie osó jamás poner sus manos sobre el que es Cabeza de los Apóstoles, y a cuyo juicio no es lícito poner resistencia; nadie jamás se levantó contra él, sino quien quiso hacerse reo de juicio. Las antedichas grandes iglesias... conservan por los cánones sus dignidades: la de Alejandría y la de Antioquía [cf. 163 y 436] las tienen reconocidas por derecho eclesiástico. Guardan, decimos, lo establecido por nuestros mayores..., siendo deferentes en todo y recibiendo, en cambio, aquella gracia que ellos, en el Señor, que es nuestra paz, reconocen debernos. Pero, ya que las circunstancias lo piden, hay que probar, con documentos, que las grandes iglesias orientales, en los grandes problemas en que es necesario mayor discernimiento, consultaron siempre la Sede Romana, y cuantas veces la necesidad lo exigió recabaron el auxilio de ésta. Atanasio y Pedro, sacerdotes de santa memoria pertenecientes a la iglesia de Alejandría, reclamaron el auxilio de esta Sede (1). Como durante mucho tiempo la iglesia de Antioquía se hallara en apurada situación, de suerte que por razón de ello a menudo surgían de allí agitaciones, es sabido que, primero bajo Melecio y luego bajo Flaviano, acudieron a consultar la Sede Apostólica. Con referencia a la autoridad de ésta, después de lo mucho que llegó a realizar nuestra Iglesia, a nadie ofrece duda que Flaviano recibió de ella la gracia de la comunión, de la que para siempre habría carecido, de no haber manado de ahí escritos sobre el particular (2). El príncipe Teodosio, de clementísimo recuerdo, juzgando que la ordenación de Nectario carecía de firmeza, porque Nos no teníamos noticia de ella, enviados de su parte cortesanos y obispos, reclamó la ratificación de la Iglesia Romana, para robustecer la dignidad de aquél (3). Poco tiempo ha, es decir, bajo mi predecesor Inocencio, de feliz recordación, los pontífices de las iglesias orientales, doliéndose de estar, privados de comunión con el bienaventurado Pedro, pidieron la paz mediante legados, como vuestra caridad recuerda (4). En aquella ocasión, la Sede Apostólica lo perdonó todo sin dificultad, obedeciendo a aquel maestro que dijo: A quien algo concedisteis, también se lo concedí yo; pues también yo [lo que concedí], si algo concedí, lo concedí por amor vuestro en la persona de Cristo, para que no caigamos en poder de Satanás; pues no ignoramos sus argucias (2Co 2,10 s), esto es, que se alegra siempre en las discordias.


(1) Cf. las cartas de S. Julio I en Jf 183, 185 y 188, y las de S. Dámaso, ibid. 233 y 236.

(2) Cf. la carta de S. Dámaso en Jf 235.

(3) la carta del Concilio de Constantinopla a S. Dámaso en Cst. 567.

(4) la carta de S. Inocencio I en Jf 305-310; Cst 843 ss.


 Y puesto que, hermanos carísimos, los ejemplos expuestos, por más que vosotros tenéis conocimiento de muchos más, bastan -- creo -- para probar la verdad, sin lastimar vuestro espíritu de hermandad queremos intervenir en vuestra asamblea mediante esta Carta y que veáis que os ha sido dirigida por Nos, por medio de Severo, notario de la Sede Apostólica, que nos es persona gratísima y ha sido enviado a vosotros de nuestra parte. Conviniendo, como es cosa digna entre hermanos, en que nadie, si quiere perseverar en nuestra comunión, traiga otra vez a colación el nombre de Perígene (1), hermano nuestro en el sacerdocio, cuyo sacerdocio ya confirmó una vez el Apóstol Pedro, bajo inspiración del Espíritu Santo, sin dejar lugar para ulterior cuestión, pues contra él no hay en absoluto constancia de obstáculo alguno anterior a nuestro nombramiento en favor de él...



(1) Confirmado como obispo de Corinto por San Bonifacio, no era aceptado por todos.




DzDz

 [De la Carta 13 Retro maioribus tuis a Rufo, obispo de Tesalia , de 11 de marzo de 422]

232 Dz 110 (2) ... Al Sínodo de Corinto... hemos dirigido escritos por los que todos los hermanos han de entender que no puede apelarse de nuestro juicio. Nunca, en efecto, fué lícito tratar nuevamente un asunto, que haya sido una vez establecido por la Sede Apostólica.



 SAN CELESTINO I, 422-432

 De la reconciliación en el artículo de la muerte (2)

 [De la Carta 4 Cuperemus quidem, a los obispos de las Iglesias  Viennense y Narbonense, de 26 de julio de 428]


(2) Cst 1067 C s; Jf 369; PL 50, 431 B; Msi IV 465 B.


236 Dz 111 (2) Hemos sabido que se niega la penitencia a los moribundos y no se corresponde a los deseos de quienes en la hora de su tránsito, desean socorrer a su alma con este remedio. Confesamos que nos horroriza se halle nadie de tanta impiedad que desespere de la piedad de Dios, como si no pudiera socorrer a quien a El acude en cualquier tiempo, y librar al hombre, que peligra bajo el peso de sus pecados, de aquel gravamen del que desea ser desembarazado. ¿Qué otra cosa es esto, decidme, sino añadir muerte al que muere y matar su alma con la crueldad de que no pueda ser absuelta? Cuando Dios, siempre muy dispuesto al socorro, invitando a penitencia, promete así: Al Pecador -- dice --, en cualquier día en que se convirtiera, no se le imputarán sus pecados (cf. Ez 33,16)... Como quiera, pues, que Dios es inspector del corazón, no ha de negarse la penitencia a quien la pida en el tiempo que fuere...


  CONCILIO DE EFESO, 431 - III ecuménico (contra los nestorianos)

 De la Encarnación (1)

 [De la Carta II de San Cirilo Alejandrino a Nestorio, leída y aprobada en la sesión I]


(1) ACOec. I, I 1, 25 s; cf. ibid. pars 2, 13; vol. II, 38; vol. III, 21; vol. V pars 1, 50; Msi IV 1138; Hrd I 1273; II 115; Hfl II 160, 185.


250 Dz:111a Pues, no decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se hizo carne; pero tampoco que se trasmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; sino, más bien, que habiendo unido consigo el Verbo, según hipóstasis o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e incomprensible y fué llamado hijo del hombre, no por sola voluntad o complacencia, pero tampoco por la asunción de la persona sola, y que las naturalezas que se juntan en verdadera unidad son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad... Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre El el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen.

431DzDz

 Sobre la primacía del Romano Pontífice

[Del discurso de Felipe, Legado del Romano Pontífice, en la sesión III](2)


(2) Msi IV 1295 B s; Hrd I 1477 B; Hfl II 200 s; ACOec. I, I, 3, 106.


Dz 112 A nadie es dudoso, antes bien, por todos los siglos fué conocido que el santo y muy bienaventurado Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de manos de nuestro Señor Jesucristo, salvador y redentor del género humano, y a él le ha sido dada potestad de atar y desatar los pecados; y él, en sus sucesores, vive y juzga hasta el presente y siempre [v. 1824].

 Anatematismos o capítulos de Cirilo (contra Nestorio) (3)


(3) ACOec. I, I, 1, 40 ss; PL 48. 840 A ss; Msi IV 1081 D ss (gr.); H 312 ss; Hrd I 1291 E ss; cf. Hfl II 170 ss; Bar (Th) ad 439, 50 ss [7, 323 ss]. -- Nestorio fué condenado como «globalmente» y depuesto por el Concilio de Efeso, el 22 junio 431 [Msi IV 1211 C.]. -- Estos anatematismos que se añadieron a la Carta que ,San Cirilo y el Sínodo de Alejandría de 430 habían dado a Nestorio, los refirió y alabó el Concilio V [II de Constantinopla, como parte de las Actas del Concilio de Efeso; Msi IX 327 C s]. P. GALTIER, «Rech. de science rel.» 23 (1933) 45 ss, de. muestra que el Concilio de Efeso aprobó la Carta de San Cirilo puesta en 111 a, pero no ésta. Los anatematismos de Nestorio contra Cirilo, v. en Kch 796 ss.


252 Dz 113 Can. 1. Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema.

253 Dz 114 Can 2. Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios Padre se unió a la carne según hipóstasis y que Cristo es uno con su propia carne, a saber, que el mismo es Dios al mismo tiempo que hombre, sea anatema.

254 Dz 115 Can. 3. Si alguno divide en el solo Cristo las hipóstasis después de la unión, uniéndolas sólo por la conexión de la dignidad o de la autoridad y potestad, y no más bien por la conjunción que resulta de la unión natural, sea anatema.

255 Dz 116 Can. 4. Si alguno distribuye entre dos, personas o hipóstasis las voces contenidas en los escritos apostólicos o evangélicos o dichas sobre Cristo por los Santos o por El mismo sobre sí mismo; y unas las acomoda al hombre propiamente entendido aparte del Verbo de Dios, y otras, como dignas de Dios, al solo Verbo de Dios Padre, sea anatema.

256 Dz 117 Can. 5. Si alguno se atreve a decir que Cristo es hombre teóforo o portador de Dios y no, más bien, Dios verdadero, como hijo único y natural, según el Verbo se hizo carne y tuvo parte de modo semejante a nosotros en la carne y en la sangre (He 2,14), sea anatema.

257 Dz 118 Can. 6. Si alguno se atreve a decir que el Verbo del Padre es Dios o Señor de Cristo y no confiesa más bien, que el mismo es juntamente Dios y hombre, puesto que el Verbo se hizo carne, según las Escrituras (Jn 1,14), sea anatema.

258 Dz 119 Can. 7. Si alguno dice que Jesús fué ayudado como hombre por el Verbo de Dios, y le fué atribuida la gloria del Unigénito, como si fuera otro distinto de El, sea anatema.

259 Dz 120 Can. 8. Si alguno se atreve a decir que el hombre asumido ha de ser coadorado con Dios Verbo y conglorificado y, juntamente con El, llamado Dios, como uno en el otro (pues la partícula «con» esto nos fuerza a entender siempre que se añade) y no, más bien, con una sola adoración honra al Emmanuel y una sola gloria le tributa según que el Verbo se hizo carne (Jn 1,14), sea anatema.

260 Dz 121 Can. 9. Si alguno dice que el solo Señor Jesucristo fué glorificado por el Espíritu, como si hubiera usado de la virtud de éste como ajena y de El hubiera recibido poder obrar contra los espíritus inmundos y hacer milagros en medio de los hombres, y no dice, más bien, que es su propio Espíritu aquel por quien obró los milagros, sea anatema.

261 Dz 122 Can. 10. La divina Escritura dice que Cristo se hizo nuestro Sumo Sacerdote y Apóstol de nuestra confesión (He 3,1) y que por nosotros se ofreció a sí mismo en olor de suavidad a Dios Padre (Ep 5,2). Si alguno, pues, dice que no fué el mismo Verbo de Dios quien se hizo nuestro Sumo Sacerdote y Apóstol, cuando se hizo carne y hombre entre nosotros, sino otro fuera de El, hombre propiamente nacido de mujer; o si alguno dice que también por sí mismo se ofreció como ofrenda y no, más bien, por nosotros solos (pues no tenía necesidad alguna de ofrenda el que no conoció el pecado), sea anatema.

262 Dz 123 Can. 11. Si alguno no confiesa que la carne del Señor es vivificante y propia del mismo Verbo de Dios Padre, sino de otro fuera de El, aunque unido a El por dignidad, o que sólo tiene la inhabitación divina; y no, más bien, vivificante, como hemos dicho, porque se hizo propia del Verbo, que tiene poder de vivificarle todo, sea anatema.

263 Dz 124 Can. 12. Si alguno no confiesa que el Verbo de Dios padeció en la carne y fué crucificado en la carne, y gustó de la muerte en la carne, y que fué hecho primogénito de entre los muertos (Col 1,18) según es vida y vivificador como Dios, sea anatema.

 De la guarda de la fe y la tradición (1)


(1) ACOec. I, I, 7, 105 s; Msi IV 1362 D ss; Hrd I 1526 D; cf. Hfl II 207.


265 Dz 125 Determinó el santo Concilio que a nadie sea lícito presentar otra fórmula de fe o escribirla o componerla, fuera de la definida por los Santos Padres reunidos con el Espíritu Santo en Nicea...

266  ...Si fueren sorprendidos algunos, obispos, clérigos o laicos profesando o enseñando lo que se contiene en la exposición presentada por el presbítero Carisio acerca de la encarnación del unigénito Hijo de Dios, o los dogmas abominables y perversos de Nestorio... queden sometidos a la sentencia de este santo y ecuménico Concilio...

 Condenación de los pelagianos (2)


(2) ACOec. I, I, 3, 27 s; Msi IV 1471 C ss; Hrd I 1621 D; cf. Hfl II 205 ss.


267 Dz 126 Can. 1. Si algún metropolitano de provincia, apartándose del santo y ecuménico Concilio, ha profesado o profesara en adelante las doctrinas de Celestio, éste no podrá en modo alguno obrar nada contra los obispos de las provincias, pues desde este momento queda expulsado, por el Concilio, de la comunión eclesiástica e incapacitado...

268 Dz 127 Can. 4. Si algunos clérigos se apartaren también y se atrevieren a profesar en privado o en público las doctrinas de Nestorio o las de Celestio, también éstos, ha decretado el santo Concilio, sean depuestos.

 De la autoridad de San Agustín (3)

 [De la Carta 21 Apostolici verba praecepti, a los obispos de las Galias, de 15 (?) de mayo de 431]


(3) Cst 1187 C ss; Jf 381 c. Add.; PL 50, 530 A; Msi IV 455 E ss; Hrd I 1254 B y siguientes.


237 Dz 128 Cap. 2. A Agustín, varón de santa memoria, por su vida y sus merecimientos, le tuvimos siempre en nuestra comunión y jamás le salpicó ni el rumor de sospecha siniestra; y recordamos que fué hombre de tan grande ciencia, que ya antes fué siempre contado por mis mismos predecesores entre los mejores maestros (1).


(1) Del mismo modo se recomienda la autoridad de San Agustín por Bonifacio II en la Carta a los Padres Arausicanos y se le cuenta entre los Padres que escribieron rectamente de la gracia. Nótese, sin embargo, lo que dice S. Celestino en el cap. 13 de esta carta, el dicho de S. Hormisdas a Posesor (v. 173 a) y la proposición 30 condenada por Alejandro VIII (v. 1320) y que Pío XI, en la Encíclica Ad Salutem, de 22 abril 1930, avisa «que no se anteponga la autoridad de la palabra de Agustín a la suprema autoridad de la Iglesia docente» [AAS 22 (1933) 204]. Y, finalmente, ténganse presentes las palabras del mismo San Agustín (De dono perseverantiae, cap. 21): «No quisiera que nadie abrazara de tal modo todo lo mío, que me siga fuera de aquellas cosas en que vea claramente que no he errado; pues justamente ahora estoy componiendo libros en que he tomado por tarea volver a tratar mis opúsculos, a fin de demostrar que ni yo mismo me he seguido en todo a mí mismo» [PL 1027 ss].


 «Indículo» sobre la gracia de Dios, o «Autoridades de los obispos anteriores de la Sede Apostólica»(2)

 [Añadidas a la misma Carta por los colectores de cánones]


(2) Parece fueron recogidas en Roma por San Próspero de Aquitania [según M. CAPPUYNS en «Rev. Bénéd.» 41 (1929) 156 ss], poco después de Celestino I, entre 435 y 442, y hacia el 500 fueron universalmente reconocidas como doctrina genuina de la Sede Apostólica: cf. Epist. Petri Diaconi (a. 520) [PL 45, 1775] y BRAQUIARIUS (siglo VII), De ecclesiasticis dogmatibus 22-32 [PL 83, 1232-1234]; GENNADIUS MASSIL. De eccl. dogmatibus 30 [PL 58, 987 D].




238 Dz 129 Dado el caso que algunos que se glorían del nombre católico, permaneciendo por perversidad o por ignorancia en las ideas condenadas de los herejes, se atreven a oponerse a quienes con más piedad disputan, y mientras no dudan en anatematizar a Pelagio y Celestio, hablan, sin embargo, contra nuestros maestros como si hubieran pasado la necesaria medida, y proclaman que sólo siguen y aprueban lo que sancionó y enseñó la sacratísima Sede del bienaventurado Pedro Apóstol por ministerio de sus obispos, contra los enemigos de la gracia de Dios; fué necesario averiguar diligentemente qué juzgaron los rectores de la Iglesia romana sobre la herejía que había surgido en su tiempo y qué decretaron había de sentirse sobre la gracia de Dios contra los funestísimos defensores del libre albedrío. Añadiremos también algunas sentencias de los Concilios de Africa, que indudablemente hicieron suyas los obispos Apostólicos, cuando las aprobaron. Así, con el fin de que quienes dudan, se puedan instruir más plenamente, pondremos de manifiesto las constituciones de los Santos Padres en un breve índice a modo de compendio, por el que todo el que no sea excesivamente pendenciero, reconozca que la conexión de todas las disputas pende de la brevedad de las aquí puestas autoridades y que no le queda ya razón alguna de discusión, si con los católicos cree y dice:

239 Dz 130 Cap. 1. En la prevaricación de Adán, todos los hombres perdieron «la natural posibilidad» (3) e inocencia, y nadie hubiera podido levantarse, por medio del libre albedrío, del abismo de aquella ruina, si no le hubiera levantado la gracia de Dios misericordioso, como lo proclama y dice el Papa Inocencio, de feliz memoria, en la Carta (1) al Concilio de Cartago [de 416]: «Después de sufrir antaño su libre albedrío, al usar con demasiada imprudencia de sus propios bienes, quedó sumergido, al caer, en lo profundo de su prevaricación y nada halló por donde pudiera levantarse de allí; y, engañado para siempre por su libertad, hubiera quedado postrado por la opresión de esta ruina, si más tarde no le hubiera levantado, por su gracia, la venida de Cristo, quien por medio de la purificación de la nueva regeneración, limpió, por el lavatorio de su bautismo, todo vicio pretérito».


(3) PS. AUGUST., De nat. et grat. XI, 47 [PL 44, 270].

(1) Epist. 29 In requirendis 6 [PL 20, 586 B]


240 Dz 131 Cap. 2. Nadie es bueno por sí mismo, si por participación de sí, no se lo concede Aquel que es el solo bueno. Lo que en los mismos escritos proclama la sentencia del mismo Pontífice cuando dice: «¿Acaso sentiremos bien en adelante de las mentes de aquellos que piensan que a sí mismos se deben el ser buenos y no tienen en cuenta Aquel cuya gracia consiguen todos los días y confían que sin El pueden conseguir tan grande bien?» (2).


(2) Epist 29 In requirendis 3 [PL 20, 584 B].


241 Dz 132 Cap. 3. Nadie, ni aun después de haber sido renovado por la gracia del bautismo, es capaz de superar las asechanzas del diablo y vencer las concupiscencias de la carne, si no recibiera la perseverancia en la buena conducta por la diaria ayuda de Dios. Lo cual está confirmado por la doctrina del mismo obispo en las mismas páginas, cuando dice (3): «Porque si bien El redimió al hombre de los pecados pasados; sabiendo, sin embargo, que podía nuevamente pecar, muchas cosas se reservó para repararle, de modo que aun después de estos pecados pudiera corregirle, dándole diariamente remedios, sin cuya ayuda y apoyo, no podremos en modo alguno vencer los humanos errores. Forzoso es, en efecto, que, si con su auxilio vencemos, si El no nos ayuda, seamos derrotados.»


(3) Ibid. 6 [PL 20, 586 C s].


242 Dz 133 Cap. 4. Que nadie, si no es por Cristo, usa bien de su libre albedrío, el mismo maestro lo pregona en la carta dada al Concilio de Milevi [del año 416], cuando dice (4): «Advierte, por fin, oh extraviada doctrina de mentes perversísimas, que de tal modo engañó al primer hombre su misma libertad, que al usar con demasiada flojedad de sus frenos, por presuntuoso cayó en la prevaricación. Y no hubiera podido arrancarse de ella, si por la providencia de la regeneración el advenimiento de Cristo Señor no le hubiera devuelto el estado de la prístina libertad.»



(4) Epist 30 Inter ceteras 3 [PL 20, 591 A].


243 Dz 134 Cap. 5. Todas las intenciones y todas las obras y merecimientos de los Santos han de ser referidos a la gloria y alabanza de Dios, porque nadie le agrada, sino por lo mismo que El le da. Y a esta sentencia nos endereza la autoridad canónica del papa Zósimo, de feliz memoria, cuando dice escribiendo a los obispos de todo el orbe (5): «Nosotros, empero, por moción de Dios (puesto que todos los bienes han de ser referidos a su autor, de donde nacen), todo lo referimos a la conciencia de nuestros hermanos y compañeros en el episcopado». Y esta palabra, que irradia luz de sincerísima verdad, con tal honor la veneraron los obispos de Africa, que le escribieron al mismo Zósimo: «Y aquello que pusiste en las letras que cuidaste de enviar a todas las provincias, diciendo: "Nosotros, empero, por moción de Dios, etc.", de tal modo entendimos fué dicho que, como de pasada, cortaste con la espada desenvainada de la verdad a quienes contra la ayuda de Dios exaltan la libertad del humano albedrío. Porque ¿qué cosa hiciste jamás con albedrío tan libre como el referirlo todo a nuestra humilde conciencia? Y, sin embargo, fiel y sabiamente viste que fué hecho por moción de Dios, y veraz y confiadamente lo dijiste. Por razón, sin duda, de que la voluntad es preparada por el Señor (Pr 8,35: LXX); y para que hagan algún bien, El mismo con paternas inspiraciones toca el corazón de sus hijos. Porque quienes son conducidos por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios (Rm 8,14); a fin de que ni sintamos que falta nuestro albedrío ni dudemos que en cada uno de los buenos movimientos de la voluntad humana tiene más fuerza el auxilio de El».


(5) Epist. tractatoria del año 418.


244 Dz 135 Cap. 6. Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que, el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por El podemos algún bien, sin el cual no podemos nada (cf. Jn 15,5). Para esta profesión nos instruye, en efecto, el mismo doctor Zósimo quien, escribiendo a los obispos de todo el orbe acerca de la ayuda de la divina gracia (1): «¿Qué tiempo, pues, dice, interviene en que no necesitemos de su auxilio? Consiguientemente, en todos nuestros actos, causas, pensamientos y movimientos, hay que orar a nuestro ayudador y protector. Soberbia es, en efecto, que presuma algo de sí la humana naturaleza, cuando clama el Apóstol: No es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y, potestades de este aire, contra los espíritus de la maldad en los cielos (Ep 6,12). Y como dice él mismo otra vez: ¡Hombre infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor (Rm 7,24 s). Y otra vez: Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fué vacía en mí, sino que trabajé más que todos ellos: no yo, sino la gracia de Dios conmigo (1Co 15,10).


(1) Epist. tractatoria del año 418.


245 Dz 136 Cap. 7. También abrazamos como propio de la Sede Apostólica lo que fué constituido entre los decretos del Concilio de Cartago [del año 418; v. 101 ss], es decir, lo que fué definido en el capítulo tercero: Quienquiera dijere que la gracia de Dios, por la que nos justificamos por medio de nuestro Señor Jesucristo, sólo vale para la remisión de los pecados que ya se han cometido, y no también de ayuda para que no se cometan, sea anatema [v. 103].

Dz 137 E igualmente en el capítulo cuarto: Si alguno dijere que la gracia de Dios por Jesucristo solamente en tanto nos ayuda para no pecar, en cuanto por ella se nos revela y abre la inteligencia de los mandamientos, para saber qué debemos desear y qué evitar; pero que por ella no se nos concede que también queramos y podamos hacer lo que hemos conocido que debe hacerse, sea anatema. Porque, como quiera que dice el Apóstol: la ciencia hincha y la caridad edifica (
1Co 8,1), muy impío es creer que tenemos la gracia de Cristo para la ciencia que hincha y no la tenemos para la caridad que edifica, como quiera que ambas cosas son don de Dios, lo mismo el saber qué hemos de hacer que el amor para hacerlo, a fin de que, edificando la caridad, la ciencia no pueda hinchamos. Y como de Dios está escrito: El que enseña al hombre la ciencia (Ps 93,10), así está escrito también: La caridad viene de Dios (1Jn 4,7; v. 104).

Dz 138 Igualmente en el quinto capítulo: Si alguno dijere que la gracia de la justificación se nos da para que podamos cumplir con mayor facilidad por la gracia lo que se nos manda hacer por el libre albedrío, como si aun sin dársenos la gracia, pudiéramos, no ciertamente con facilidad, pero al cabo pudiéramos sin ella cumplir los divinos mandamientos, sea anatema. De los frutos de los mandamientos hablaba, en efecto, el Señor cuando no dijo: Sin mí con más dificultad podéis hacer, sino: Sin mí nada podéis hacer (Jn 15,5; v. 105).

246 Dz 139 Cap. 8 (1). Mas aparte de estas inviolables definiciones de la beatísima Sede Apostólica por las que los Padres piadosísimos, rechazada la soberbia de la pestífera novedad, nos enseñaron a referir a la gracia de Cristo tanto los principios de la buena voluntad como los incrementos de los laudables esfuerzos, y la perseverancia hasta el fin en ellos, consideremos también los misterios de las oraciones sacerdotales que, enseñados por los Apóstoles, uniformemente se celebran en todo el mundo y en toda Iglesia Católica, de suerte que la ley de la oración establezca la ley de la fe. Porque cuando los que presiden a los santos pueblos, desempeñan la legación que les ha sido encomendada, representan ante la divina clemencia la causa del género humano y gimiendo a par con ellos toda la Iglesia, piden y suplican que se conceda la fe a los infieles, que los idólatras se vean libres de los errores de su impiedad, que a los judíos, quitado el velo de su corazón, les aparezca la luz de la verdad, que los herejes, por la comprensión de la fe católica, vuelvan en sí, que los cismáticos reciban el espíritu de la caridad rediviva, que a los caídos se les confieran los remedios de la penitencia y que, finalmente, a los catecúmenos, después de llevados al sacramento de la regeneración, se les abra el palacio de la celeste misericordia. Y que todo esto no se pida al Señor formularia o vanamente, lo muestra la experiencia misma, pues efectivamente Dios se digna atraer a muchísimos de todo género de errores y, sacándolos del poder de las tinieblas, los traslada al reino del Hijo de su amor (Col 1,13) y de vasos de ira los hace vasos de misericordia (Rm 9,22 s). Todo lo cual hasta punto tal se siente ser obra divina que siempre se tributa a Dios que lo hace esta acción de gracias y esta confesión de alabanza por la iluminación o por la corrección de los tales.


(1) Este capítulo 8 concuerda, en el fondo, plenamente con el de vocatione omnium gentium I, 12 de San Próspero de Aquitania [PL 51. 664 C s]. Cf. las oraciones en la Misa de presantificados.


247 Dz 140 Cap. 9. Tampoco contemplamos con ociosa mirada lo que en todo el mundo practica la Santa Iglesia con los que han de ser bautizados. Cuando lo mismo párvulos que jóvenes se acercan al sacramento de la regeneración, no llegan a la fuente de la vida sin que antes por los exorcismos e insuflaciones de los clérigos sea expulsado de ellos el espíritu inmundo, a fin de que entonces aparezca verdaderamente cómo es echado fuera el príncipe de este mundo (Jn 12,31) y cómo primero es atado el fuerte (Mt 12,29) y luego son arrebatados sus instrumentos (Mc 3,27) que pasan a posesión del vencedor, de aquel que lleva cautiva la cautividad (Ep 4,8) y da dones a los hombres (Ps 67,19).

248 Dz 141 En conclusión, por estas reglas de la Iglesia, y por los documentos tomados de la divina autoridad, de tal modo con la ayuda del Señor hemos sido confirmados, que confesamos a Dios por autor de todos los buenos efectos y obras y de todos los esfuerzos y virtudes por los que desde el inicio de la fe se tiende a Dios, y no dudamos que todos los merecimientos del hombre son prevenidos por la gracia de Aquel, por quien sucede que empecemos tanto a querer como a hacer algún bien (cf. Ph 2,13). Ahora bien, por este auxilio y don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera, a fin de que de tenebroso se convierta en lúcido, de torcido en recto, de enfermo en sano, de imprudente en próvido. Porque es tanta la bondad de Dios para con todos los hombres, que quiere que sean méritos nuestros lo que son dones suyos, y por lo mismo que El nos ha dado, nos añadirá recompensas eternas (1). Obra, efectivamente, en nosotros que lo que El quiere, nosotros lo queramos y hagamos, y no consiente que esté ocioso en nosotros lo que nos dio para ser ejercitado, no para ser descuidado, de suerte que seamos también nosotros cooperadores de la gracia de Dios. Y si viéramos que por nuestra flojedad algo languidece en nosotros, acudamos solícitamente al que sana todas nuestras languideces y redime de la ruina nuestra vida (Ps 102,3 s) y a quien diariamente decimos: No nos lleves a la tentación, mas líbranos del mal (Mt 6,13).


(1) S. AUGUST., Epist. 194 ad Sixtum 5, 19 [PL 33, 880]


249 Dz 142 Cap. 10. En cuanto a las partes más profundas y difíciles de las cuestiones que ocurren v que más largamente trataron (2) quienes resistieron a los herejes, así como no nos atrevemos a despreciarlas, tampoco nos parece necesario alegarlas, pues para confesar la gracia de Dios, a cuya obra y dignación nada absolutamente ha de quitarse, creemos ser suficiente lo que nos han enseñado los escritos, de acuerdo con las predichas reglas, de la Sede Apostólica; de suerte que no tenemos absolutamente por católico lo que apareciere como contrario a las sentencias anteriormente fijadas.


(2) VIVA, Theses damm. ab Alex VIII, XXX, lee: "...trataron Agustín y otros...".



Denzinger 230