Denzinger 3718

 De la muerte del feto provocada (2)

 [De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]


(2) AAS 22 (1930) 562 ss.


3719 Dz 2242 Todavía hay que recordar otro crimen gravísimo con el que se atenta a la vida de la prole, escondida aún en el seno materno. Hay quienes pretenden que ello está permitido y dejado al arbitrio del padre y de la madre; otros, sin embargo, lo tachan de ilícito a no ser que existan causas muy graves, a las que dan el nombre de indicación médica, social y eugénica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales del Estado que prohiben dar muerte a la prole concebida, pero no dada aún a luz, exigen que la indicación que cada uno defiende, unos una y otros otra, sea también reconocida por las leyes públicas y declarada exenta de toda pena. Es más, no faltan quienes reclaman que los públicos magistrados presten su concurso para estas mortíferas operaciones, lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.

3720 Dz 2243 Por lo que atañe a «la indicación médica y terapéutica» -- para emplear sus palabras --, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto nos mueve a compasión el estado de la madre a quien, por razón de su deber de naturaleza, amenazan graves peligros a la salud y hasta a la vida; pero, ¿qué causa podrá jamás tener fuerza para excusar de algún modo la muerte del inocente directamente procurado? Porque de ella tratamos en este lugar. Ya se cause a la madre, ya a la prole, siempre será contra el mandamiento de Dios y la voz de la naturaleza que clama: No matarás (Ex 20,13) (1). Porque cosa igualmente sagrada es la vida de entrambos y nadie, ni la misma autoridad pública, podrá tener jamás facultad para atentar contra ella. Muy ineptamente, por otra parte, se quiere deducir este poder contra los inocentes del ius gladii o derecho de vida y muerte, que sólo vale contra los reos; no hay aquí tampoco derecho alguno de defensa cruenta contra injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará agresor injusto a un niño inocente?), ni el que llaman «derecho de extrema necesidad», por el que pueda llegarse hasta la muerte directa del inocente. Laudablemente, pues, se esfuerzan los médicos honrados y expertos en defender y salvar ambas vidas, la de la madre y la de la prole; y se mostrarían, por lo contrario, muy indignos del noble nombre y de la gloria de médicos quienes, so pretexto de medicinar, o movidos de falsa compasión, procuraran la muerte de uno de ellos.



(1) Decreto del Santo Oficio, de 4 mayo 1898; de 24 jul. 1895; de 31 mayo de 1884 [v. 1889 ss; ASS 28 (1895-96) 383 s; 17 (1884) 556].


3721 Dz 2244 Lo que suele aducirse en favor de la indicación social y eugénica, puede y debe tenerse en cuenta, con medios lícitos y honestos, y dentro de los debidos límites; pero querer proveer a las necesidades en que aquéllas se fundan, por medio de la muerte de inocentes, es cosa absurda y contraria al precepto divino, promulgado también por las palabras del Apóstol: Que no hay que hacer el mal, para que suceda el bien (Rm 3,8).

 Finalmente, no es lícito que quienes gobiernan las naciones y dan las leyes, echen en olvido que es función de la autoridad pública defender con leyes y penas convenientes la vida de los inocentes, y eso tanto más cuanto menos pueden defenderse a sí mismos aquellos cuya vida peligra y es atacada, entre los cuales ocupan ciertamente el primer lugar los niños encerrados aún en las entrañas maternas. Y si los públicos magistrados no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenaciones los abandonan, y, aún más, los entregan a manos de médicos u otros para ser muertos, acuérdense que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que de la tierra clama al cielo (Gn 4,10).

 Del derecho al matrimonio y de la esterilización (2)

 [De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]

3722 Dz 2245 Es, finalmente, necesario reprobar aquel otro uso pernicioso que inmediatamente se refiere, sin duda, al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero toca también, en un sentido verdadero, al bien de la prole. Hay, en efecto, quienes demasiado solícitos de los fines eugénicos, no sólo dan ciertos saludables consejos para procurar con más seguridad la salud y vigor de la prole futura -- lo cual, a la verdad, no es contrario a la recta razón --, sino que anteponen el fin eugénico a cualquier otro, aun de orden superior, y pretenden que por pública autoridad se prohiba contraer matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su ciencia, creen que han de engendrar, por la transmisión hereditaria, prole defectuosa y tarada, aun cuando de suyo sean aptos para contraer matrimonio. Más aún, llegan a pretender que por pública autoridad se los prive de aquella facultad natural, aun contra su voluntad, por intervención médica; y esto no para solicitar de la autoridad pública un castigo cruento de un crimen cometido ni para precaver futuros crímenes de los reos, sino (2) atribuyendo contra todo derecho y licitud a los magistrados civiles un poder que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener.


(1) AAS 22 (1930) 564 s.
(2) AAS 22 (1930) 604 .


 Quienesquiera que así obran, olvidan perversamente que la familia es más santa que el Estado y que los hombres no se engendran ante todo para la tierra y para el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y no es ciertamente lícito que hombres, capaces, por lo demás, del matrimonio, los cuales, aun empleada toda diligencia y cuidado se conjetura no han de engendrar sino prole tarada; no es lícito - decimos - cargarlos con grave delito por contraer matrimonio, si bien frecuentemente, haya que disuadírseles de que lo contraigan.


3723 Dz 2246 Los públicos magistrados, empero, no tienen potestad directa alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego, ni por razones eugénicas, ni por otra causa alguna podrán jamás atentar o dañar a la integridad misma del cuerpo, donde no mediare culpa alguna ni motivo de castigo cruento. Lo mismo enseña Santo Tomás de Aquino, cuando inquiriendo si los jueces humanos, para precaver futuros males, pueden irrogar algún mal a un hombre, lo concede, en efecto, en cuanto a algunos otros males, pero con razón y justicia lo niega en cuanto a la lesión corporal: «jamás - dice - según el juicio humano se debe castigar a nadie, sin culpa, con pena corporal: muerte, mutilación, azotes» (1).


(1) Summa theol.,
II-II 108,4, ad 2.


 Por lo demás, la doctrina cristiana establece y ello consta absolutamente por la luz misma de la razón humana, que los individuos mismos no tienen sobre los miembros de su cuerpo otro dominio que el que se refiere a los fines naturales de aquellos, y no pueden destruirlos o mutilarlos o de cualquier otro modo hacerlos ineptos para las funciones naturales, a no ser en el caso que no se pueda por otra vía proveer a la salud de todo el cuerpo.

 De la emancipación de la mujer (2)

 [De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]


(2) AAS 22 (1930) 567 s.


Dz 2247 Cuantos... de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan por tierra la confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más, audazmente algunos de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna esclavitud de un cónyuge respecto del otro; que todos los derechos son iguales entre los dos; y pues estos derechos se violan por la sujeción de uno de los dos, proclaman con toda soberbia. haberse logrado o haberse de lograr no sabemos qué emancipación de la mujer. Tal emancipación establecen ser triple, ora en el régimen de la sociedad doméstica, ora en la administración del patrimonio familiar, ora en la facultad de evitar o suprimir la vida de la prole, y así la llaman social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su arbitrio estén libres o se libren de las cargas conyugales o maternales (emancipación ésta, como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni quererlo el marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a toda la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los cuidados domésticos, lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que, sin preocuparse de ellos, pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los negocios y a cargos, incluso públicos.

Dz 2248 Mas ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la razonable y dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la esposa cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y de la dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el marido se ve privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la familia toda de su guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad e igualdad no natural con el varón, se convierte en ruina de la mujer misma; pues si ésta desciende del trono, en verdad regio, a que fué levantada por el Evangelio dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a la antigua servidumbre (si no en la apariencia, sí en la realidad) y se convertirá, como entre los paganos era, en mero instrumento del varón.

 Aquella igualdad de derechos que tanto se exagera y de que tanto se alardea, ha de reconocerse ciertamente en lo que es propio de la persona y de la dignidad humana y en lo que se sigue al pacto conyugal y es inherente al matrimonio; en todo eso, ciertamente, ambos cónyuges gozan del mismo derecho y ambos están ligados por las mismas obligaciones; en lo demás, tiene que haber cierta desigualdad y templanza, que exigen de consuno el bien de la familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad y orden doméstico.

 Sin embargo, si en alguna parte, deben de algún modo cambiarse las condiciones económicas y sociales de la mujer casada, por haber cambiado los usos y costumbres del trato humano, a la pública autoridad le toca adaptar los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de esta época, teniendo bien en cuenta lo que exige la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la familia; con tal también que permanezca incólume el orden esencial de la sociedad doméstica, fundado por más alta autoridad que la humana, es decir, la divina autoridad y sabiduría, y que no puede mudarse ni por las leyes públicas ni por los caprichos particulares.


 Del divorcio (1)

 [De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]


(1) AAS 22 (1930) 572 ss.


3724 Dz 2249 Los favorecedores del nuevo paganismo, no aleccionados para nada por la triste experiencia, se desatan cada día con más violencia contra la sagrada indisolubilidad del matrimonio y contra les leyes que la protegen, y pretenden que se declare lícito el divorcio, a fin - dicen - que una ley más humana sustituya a leyes ya anticuadas. Muchas son, ciertamente, y muy varias las causas que aquéllos alegan en favor del divorcio: unas, que llaman subjetivas, nacidas de vicio o culpa de las personas; otras, objetivas, que dependen de la condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más áspera e ingrata la indivisible comunidad de vida...

 Por esto vociferan que las leyes han de conformarse en absoluto a todas estas necesidades, al cambio de condiciones de los tiempos, a las opiniones de los hombres, a las instituciones y costumbres de los Estados; todo lo cual, aun separadamente y, sobre todo, reunido todo en haz, prueba, según ellos, de la manera más evidente, que debe absolutamente concederse por determinadas causas la facultad de divorciarse.

Dz 2250 Otros, pasando más adelante con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio, como contrato que es puramente privado, ha de dejarse totalmente al consentimiento y arbitrio privado de cada contrayente, como se hace en los demás contratos privados, y que, por ende, puede disolverse por cualquier causa.

 Pero también frente a todos estos desvaríos se levanta... la sola certísima ley de Dios, amplísimamente confirmada por Cristo, que no puede debilitarse por decreto alguno de los hombres, ni convención de los pueblos, ni por voluntad alguna de los legisladores Lo que Dios unió, el hombre no lo separe (
Mt 19,6). Y si por injusticia el hombre lo separa, su acción será absolutamente nula. Por eso, con razón, como más de una vez hemos visto, afirmó Cristo mismo: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio (Lc 16,18). Y estas palabras de Cristo miran a cualquier matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la disolución del vínculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular.


 De la «educación sexual» y de la «eugénica» (1)

 [Del Decreto del Santo Oficio, de 21 de marzo de 1931]


(1) AAS 23 (1931) 118 s.


Dz 2251 I) Si puede aprobarse el método que llaman de «la educación sexual» y también de la «iniciación sexual».

 Resp.: Negativamente; y ha de guardarse absolutamente en la educación de la juventud el método que por la Iglesia y por hombres santos ha sido hasta el presente empleado y que S. S. ha recomendado en su Carta Encíclica De christiana inventae educatione, fecha el día 31 de diciembre de 1929 [v. 2214]. Ha de procurarse ante todo una plena, firme y nunca interrumpida formación religiosa de la juventud de uno y de otro sexo; hay que excitar en ella la estima, el deseo y el amor de la virtud angélica e inculcarle con sumo interés que inste en la oración, que sea asidua en la recepción de los sacramentos de la penitencia y de la Santísima Eucaristía, que profese filial devoción a la Bienaventurada Virgen, madre de la santa pureza y se encomiende totalmente a su protección; que evite cuidadosamente las lecturas peligrosas, los espectáculos obscenos, las malas compañías y cualesquiera ocasiones de pecar.

 Por tanto, en modo alguno puede aprobarse lo que, particularmente en estos últimos tiempos, se ha escrito y publicado, aun por parte de algunos autores católicos, en defensa del nuevo método.

Dz 2252 II) ¿Qué debe sentirse de la llamada teoría «eugénica», tanto positiva como negativa, y de los medios por ella indicados para promover el mejoramiento de la especie humana, sin tener para nada en cuenta las leyes naturales ni divinas, ni eclesiásticas que se refieren al matrimonio y al derecho de los individuos?

 Resp.: Que debe ser totalmente reprobada y tenida por falsa y condenada, como se enseña en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano Casti connubii, fecha el día 31 de diciembre de 1930 [v. 2245 s].

 De la autoridad de la Iglesia en materia social y económica (1)

 [De la Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

3725 Dz 2253 Como principio previo hay que sentar lo que brillantemente confirmó tiempo ha León XIII, a saber, que tenemos derecho y deber de juzgar con autoridad suprema sobre estas cuestiones sociales y económicas (2)... Porque si bien es cierto que la economía y la moral, cada una en su ámbito, usan de principios propios; es, sin embargo, un error afirmar que el orden moral y el económico están tan alejados y son entre sí tan extraños, que éste no depende, bajo ningún aspecto, de aquél.


(1) AAS 23 (1931) 190.
(2) Cf. Enc. Rerum novarum, 13 [AAS 23 (1890-91) 647; AL XI (Roma 1891) 107].


 Del dominio o derecho de propiedad (3)

 [De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]


(3) AAS 23 (1931) 191 s.



3726 Dz 2254 Su carácter individual y social. Así, pues, téngase ante todo por cosa cierta y averiguada que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado guiados por la dirección y el magisterio de la Iglesia, negaron jamás ni pusieron en duda el doble carácter de la propiedad, que llaman individual y social, según mire a los individuos o al bien común; sino que siempre afirmaron unánimemente que el derecho de la propiedad privada fué dado a los hombres por la naturaleza, es decir, por el Creador mismo, no sólo para que cada uno proveyera a sus necesidades y a las de la familia, sino también para que con ayuda de esta institución, los bienes que el Creador destinó para toda la familia humana, sirvieran verdaderamente para este fin, todo lo cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de cierto y determinado orden...

3727 Dz 2255 Obligaciones inherentes a la propiedad. Para señalar con certeza los términos de las controversias que han empezado a agitarse en torno a la propiedad y a sus deberes inherentes, hay que sentar previamente, a modo de fundamento, lo que León XIII estableció, a saber, que el derecho de la propiedad se distingue de su uso (4).


(4) Carta Encíclica Rerum novarum, 19 [AAS 23 (1890-91) 651; AL XI, 113].


Efectivamente, respetar religiosamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno, traspasando los límites del propio dominio, cosa es que manda la justicia que se llama conmutativa; mas que los dueños no usen de lo suyo sino honestamente, no es objeto de esta justicia, sino de otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes «no puede reclamarse por acción legal» (1). Por lo cual, sin razón proclaman algunos que la propiedad y el uso honesto de ella se encierran en unos mismos límites, y mucho más se desvía de la verdad afirmar que por el abuso mismo o por el no-uso caduca o se pierde el derecho de la propiedad.


(1) Carta Encíclica Rerum novarum, 19 [v. 1938 b].


3728  Qué es lo que puede el Estado. En realidad, que los hombres en este asunto no han de tener sólo en cuenta su propio provecho, sino también el común, dedúcese del carácter mismo, como ya dijimos, individual y social juntamente de la propiedad. Ahora bien, determinar por menudo estos deberes, cuando la necesidad lo exige y la misma ley natural no lo ha hecho ya, cosa es que pertenece a los que presiden el Estado. Por tanto, la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina, y considerada la verdadera necesidad del bien común, puede determinar más concretamente qué sea lícito a los que poseen y qué ilícito en el uso de sus propios bienes. Es más, León XIII había sabiamente entendido que «Dios dejó al cuidado de los hombres y a las instituciones de los pueblos la delimitación de los bienes particulares»...(2). Sin embargo, es evidente que el Estado no puede desempeñar esa función suya arbitrariamente, pues es necesario que quede siempre intacto e inviolado el derecho de poseer privadamente y de trasmitir por la herencia los bienes; derecho que el Estado no puede abolir, como quiera que «el hombre es anterior al Estado» (3) y también «la sociedad doméstica tiene prioridad lógica y real sobre la sociedad civil» (4). De ahí que ya el sapientísimo Pontífice había declarado que no es lícito al Estado agotar los bienes privados por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Pues como el derecho de propiedad privada no ha sido dado a los hombres por la ley, sino por la naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo atemperar su uso y conciliarlo con el bien común (5)...


(2) Carta Encíclica Rerum novarum, 7 [AAS 23 (1890-91) 644; AL XI, 102].
(3) Ibid. 6 [AAS 23 (1890-91) 644; AL XI, 102].
(4) Ibid. 10 [AAS 23 (1890-91) 646; AL XI, 105].
(5) Ibid. 35 [AAS 23 (1890-91) 663; AL XI, 133].


3729 Dz 2257 Obligaciones sobre la renta libre. Tampoco se dejan al omnímodo arbitrio del hombre sus rentas libres; aquéllas, se entiende que no necesita para sustentar conveniente y decorosamente su vida; antes bien, la Sagrada Escritura y los Santos Padres de la Iglesia con palabras clarísimas declaran a cada paso que los ricos están gravísimamente obligados a ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia.

 Ahora bien, el que emplea grandes cantidades, a fin de que haya abundante facilidad de trabajo remunerado, con tal que ese trabajo se ponga en obras de verdadera utilidad; ése hay que decir que practica una ilustre obra de la virtud de la magnificencia, muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos, como lógicamente deducimos de los principios sentados por el Doctor Angélico (1).


(1) Cf. S. THOM., Summa theol.
II-II 9,1 II-II 9,3-4.



3730 Dz 2258 Los títulos de adquisición de la propiedad. Ahora, la tradición de todos los tiempos y la doctrina de León XIII, nuestro predecesor, atestiguan con evidencia que la propiedad se adquiere originariamente por la ocupación de la cosa de nadie (res nullius) y por el trabajo o la que llaman especificación. Contra nadie, en efecto, se comete injusticia alguna, por más que algunos charlataneen en contrario, cuando se ocupa una cosa que está a disposición de todos, o sea, que no es de nadie; el trabajo, por otra parte, que el hombre ejerce en su propio nombre y por cuya virtud surge una nueva forma o un aumento de valor de la cosa, es el único que adjudica estos frutos al que trabaja.

 Del capital y del trabajo (2)

 [De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]


3731 Dz 2259 Muy otra es la condición del trabajo que, contratado con otros, se ejerce sobre cosa ajena. A éste señaladamente se aplica lo que León XIII dice ser cosa «verdaderísima», «que las riquezas de los Estados, no de otra parte nacen, sino del trabajo de los obreros» (3).


(2) AAS 23 (1931) 194 ss.

(3) Carta Encíclica Rerum novarum, 27 [AAS 23 (190-91) 657; AL XI 123].


 Ninguno de los dos puede nada sin el otro. De aquí resulta, que si uno no ejerce su trabajo sobre cosa propia, deberán unirse el trabajo de uno y el capital del otro, pues ninguno de los dos puede lograr nada sin el otro. Esto tenía ciertamente presente León XIII cuando escribía: «Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital» (4). Por lo tanto, es completamente falso atribuir al capital solo o al trabajo solo lo que se ha obtenido por la eficaz colaboración de entrambos; y totalmente injusto que uno de los dos, negada la eficacia del otro, se arrogue todo lo logrado...


(4) Ibid. 15 [AAS 23 (1890-91) 649; AL XI, 109].


3732 Dz 2260 Principio directivo de la justa atribución. Indudablemente, para que con estos falsos principios no se cerraran mutuamente el paso a la justicia y a la paz, unos y otros debieron haberse precavido con las sapientísimas palabras de nuestro predecesor: «Por varia que sea la forma en que la tierra esté distribuida entre los particulares, ella no cesa de servir a la utilidad de todos...» (5). Por lo tanto, las riquezas, que constantemente se acrecen por el desarrollo económico social, de tal modo han de distribuirse entre los individuos y las clases sociales, que quede a salvo aquella común utilidad de todos que León XIII preconiza, o, en otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad. En efecto, la viola la clase de los ricos, cuando libres de cuidados en la abundancia de sus fortunas, piensan que el justo orden de las cosas consiste en que todo el provecho sea para ellos, y nada para el obrero, no menos que la clase proletaria, cuando vehementemente encendida por la violación de la justicia, y demasiado pronta a reivindicar su solo derecho, de que tiene conciencia, lo reclama todo para sí como producto de sus manos, y, por ende, combate y pretende abolir la propiedad y las rentas o intereses, que no hayan sido adquiridos por el trabajo, de cualquier género que sean y cualquiera que sea la función que en la sociedad humana desempeñen, no por otra causa, sino porque son tales [es decir, no adquiridos por el trabajo]. Ni hay que pasar por alto en esta materia cuán ineptamente y sin razón apelan algunos al dicho del Apóstol: Si alguno no quiere trabajar, no coma tampoco (2Th 3,10). Porque el Apóstol condena a aquellos que, pudiendo y debiendo trabajar, no lo hacen y avisa que aprovechemos diligentemente el tiempo y las fuerzas de cuerpo y alma, y no gravemos a los demás, cuando nosotros podemos proveernos a nosotros mismos. Mas que el trabajo sea el título único de recibir sustento o ganancias, en modo alguno lo enseña el Apóstol (cf. 2Th 3,8-10).


(5) Ibid. 7 [AAS 23 (1890-91) 644; AL XI, 102].


 Debe, pues, darse a cada uno su parte de bienes y ha de lograrse que la distribución de los bienes creados se ajuste y conforme a las normas del bien común o de la justicia social.


 De la justa retribución del trabajo o salario (1)

 [De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]

 Tratemos, pues, la cuestión del salario, que León XIII dijo ser de «muy grande importancia» (2), declarando y desenvolviendo, donde fuere preciso, su doctrina y preceptos.


(1) AAS 23 (1931) 198 ss.
(2) Carta Encíclica Rerum novarum, 34 [AAS 23 (1890-91) 661; AL XI, 129].


3733 Dz 2261 El contrato de salario no es por su naturaleza injusto. En primer lugar, los que afirman que el contrato de trabajo es por su naturaleza injusto y que debe, por ende, sustituirse por el contrato de sociedad, sostienen ciertamente un absurdo y torcidamente calumnian a nuestro predecesor, cuya Encíclica no sólo admite el salario, sino que se extiende largamente explicando las normas de justicia que han de regirlo...

3734 Dz 2262 [Norma de la justa retribución.] Ahora bien, que la cuantía justa del salario no se debe deducir de la consideración de un solo capítulo, sino de varios, sabiamente le había ya declarado León XIII con estas palabras: «Para establecer con equidad la medida del salario, hay que tener presentes muchos puntos de vista...» (1).


(1) Ibid. 17 [AAS 23 (1890-91) 649; AL XI, 111].


 Carácter individual y social del trabajo. Como en la propiedad, así en el trabajo, y principalmente en el trabajo contratado, se comprende evidentemente que hay que considerar no sólo su carácter personal o individual, sino también el social; porque, si no se forma cuerpo verdaderamente social y orgánico, si el orden social y jurídico no protege el ejercicio del trabajo, si las varias profesiones, que dependen unas de otras, no se conciertan entre sí y mutuamente se completan, y si, lo que es más importante, no se asocian y se unen para un mismo fin la dirección, el capital y el trabajo, el quehacer de los hombres no puede rendir sus frutos. Este, pues, no se podría estimar justamente ni retribuir conforme a la equidad, si no se tiene en cuenta su naturaleza social e individual.

 Tres factores que hay que considerar. De este doble aspecto que es intrínseco por naturaleza al trabajo humano, brotan consecuencias gravísimas, por las que debe regirse y determinarse el salario.

3735 Dz 2263 a) El sustento del obrero y su familia. Y en primer lugar, hay que dar al obrero un salario que sea suficiente para su propio sustento y el de su familia (2). Justo es, a la verdad, que el resto de la familia contribuya según sus fuerzas al sostenimiento común de todos, corno es de ver particularmente en las. familias de campesinos y también en muchas de artesanos y comerciantes al por menor; pero es un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En casa y en lo que se refiere de cerca a la casa es donde principalmente las madres de familia han de desarrollar su trabajo, entregándose a los quehaceres domésticos. Pero es un abuso gravísimo y con todo empeño ha de ser extirpado que la madre, por causa de la escasez del salario del padre, se vea forzada a ejercer fuera de las paredes domésticas un arte productivo abandonando sus cuidados y deberes peculiares y, sobre todo, la educación de los niños pequeños. Debe, consiguientemente, ponerse todo empeño, para que los padres de familia reciban un salario suficiente para atender convenientemente las necesidades ordinarias de una casa. Y si las presentes circunstancias no siempre permiten hacerlo así, la justicia social exige que cuanto antes se introduzcan aquellas reformas, por las que pueda asegurarse tal salario a todo obrero adulto. No será aquí inoportuno tributar las merecidas alabanzas a cuantos con sapientísimo y muy útil consejo han experimentado e intentado diversos medios para acomodar la remuneración del trabajo a las cargas de la familia, de manera que, aumentadas éstas, sea aquélla más amplia; y hasta, si fuera menester, haga frente a las necesidades extraordinarias.


(2) Cf. Carta Encíclica Casti connubii, de 31 dic. 1930 [AAS 22 (1930) 587].


3736 Dz 2264 b) La situación de la empresa. Para determinar la cuantía del salario, debe también haberse cuenta de la situación de la empresa y del empresario, porque sería injusto reclamar salarios desmesurados que la empresa no podría soportar sin ruina suya y consiguiente daño de los obreros. Aunque si la ganancia es menor por causa de pereza o negligencia, o por descuidar el progreso técnico o económico; ésta no debe reputarse causa justa de rebajar el salario a los obreros. Mas si las empresas mismas no disponen de entradas suficientes para pagar un salario equitativo a los obreros, ora por estar oprimidas por cargas injustas, ora por verse obligadas a vender sus productos a precio inferior al justo, quienes de tal suerte las oprimen son reos de grave delito, al privar a los obreros del justo salario, pues, forzados de la necesidad, tienen que aceptar uno inferior al justo...

3737 Dz 2265 c) La necesidad del bien común. Finalmente, la cuantía del salario ha de atemperarse al bien público económico. Ya hemos anteriormente expuesto cuanto contribuye a este bien público que obreros y empleados, ahorrada alguna parte que sobre de los gastos necesarios, vayan formando poco a poco un modesto capital; pero tampoco ha de pasarse por alto otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos altamente necesario y es que a cuantos pueden y quieren trabajar, se les dé oportunidad de trabajo... Es, consiguientemente, ajeno a la justicia social que con miras al propio interés y sin tener en cuenta el bien común, se rebajen o eleven demasiado los salarios de los obreros; y la misma justicia pide que, con acuerdo de consejos y voluntades, en cuanto sea hacedero se regulen los salarios de modo que el mayor número posible logren trabajo y puedan ganarse el necesario sustento de la vida.

 También al capital favorecen oportunamente la justa proporción de los salarios, con la que se enlaza estrechamente la justa proporción de los precios a que se vende lo que produzcan las diversas artes, como son la agricultura, la industria y otras. Si todo esto se guarda convenientemente, las diversas artes se unirán y fundirán como en un solo cuerpo, y, a manera de miembros, se prestarán mutua ayuda y perfección. A la verdad, sólo entonces estará sólidamente establecida la economía social y alcanzará sus fines, cuando a todos y a cada uno se les procuren los bienes todos que se les pueden procurar por las riquezas y subsidios de la naturaleza, por la técnica y por la organización social y económica, y estos bienes han de ser tantos cuantos son necesarios para satisfacer las necesidades y honestas comodidades de la vida y también para elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz, que, prudentemente administrada, no sólo no empece a la virtud, sino que en gran manera la favorece (1).



(1) Cf. S. THOMAS, De reg. principum 1, 15; Carta Encíclica Rerum novarum, 27 [AAS 23 (1890-91) 656; AL XI, 121].


 Del recto orden social (1)

 [De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]


(1) AAS 23 (1931) 202 ss.



3738 Dz 2266 [La función del Estado.] Al aludir la reforma de las instituciones, tenemos principalmente presente el Estado, no porque toda la salvación haya de esperarse de su acción, sino porque el vicio que hemos dicho del individualismo, ha reducido la situación a que, abatida y casi extinguida la rica vida social que en otros tiempos se desarrolló armónicamente por medio de asociaciones o gremios de toda clase, casi han quedado solos. frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño daño de éste, pues perdida aquella forma de régimen social y recayendo sobre el Estado todas las cargas que antes sostenían las antiguas cooperaciones, se ve abrumado y oprimido por asuntos y obligaciones poco menos que infinitos...

 Es, pues, menester que la suprema autoridad del Estado deje a las corporaciones los asuntos y cuidados de menor importancia, que por otra parte la entorpecerían, de donde resultará que ejecutará con más libertad, fuerza y eficacia lo que sólo a ella pertenece, como quiera que sola ella está en condiciones de hacerlo: dirigir, vigilar, urgir y reprimir, según se presente el caso y la necesidad lo exija. Persuádanse, por tanto, los gobernantes' que cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, guardando el principio de la función supletiva del Estado, tanto más excelente será la autoridad y eficiencia social y tanto más próspera y feliz la situación del Estado.

3739 Dz 2267 Aspiración concorde de profesiones. Ahora bien, lo que ante todo ha de mirar, lo que debe intentar tanto el Estado como todo buen ciudadano es que, suprimida la lucha de clases opuestas, se suscite y promueva una concorde aspiración de profesiones...

 La política social ha de dedicarse, por ende, a la reconstrucción de las profesiones... profesiones, decimos, en que se agrupen los hombres no por la función que tienen en el mercado del trabajo, sino según las, diversas partes sociales que cada uno desempeña. Porque así como por instinto de la naturaleza, los que están unidos por la vecindad del lugar, forman un municipio; así quienes se dedican a la misma arte o profesión -- tanto si es económica como de algún otro género -- formen ciertos gremios o cuerpos, de tal suerte que estas corporaciones que tienen su propio derecho, han sido por muchos tenidas si no por esenciales, por lo menos como naturales a la sociedad civil...

 Apenas hace falta recordar que lo que León XIII enseñó acerca de la forma de gobierno, lo mismo, guardada la debida proporción, se aplica a los gremios o corporaciones profesionales: es decir, que los hombres son libres de elegir la forma que quisieran, con tal que se atienda a las exigencias de la justicia y del bien común (1).


(1) Carta Encíclica Inmortale Dei, de 1.º nov. 1885 [v. 1871 s].


3740 Dz 2268 Libertad de asociación. Ahora bien, como los habitantes de un municipio suelen fundar asociaciones para los más varios fines, en los que cada uno tiene amplia libertad de inscribirse o no; así los que ejercen la misma profesión formarán asociaciones igualmente libres unos con otros para los fines de algún modo conexos con el ejercicio de su profesión. Como estas libres asociaciones, las explica distinta y lúcidamente nuestro predecesor, de gloriosa memoria, nos contentamos con inculcar un solo punto: que el hombre tiene libre facultad no sólo de fundar estas asociaciones que son de derecho y orden privado, sino «de adoptar libremente en ellas aquella disciplina y aquellas leyes que se juzgue mejor han de conducir al fin que se propone» (2). La misma libertad hay que afirmar, de instituir asociaciones que excedan los límites de las profesiones particulares. Ahora bien, aquellas de las asociaciones libres que estén ya en estado floreciente y se gocen de sus saludables frutos, traten de preparar el camino para aquellas agrupaciones u órdenes más perfectos de los que antes hemos hecho mención y procuren con varonil denuedo realizarlas, según la mente de la doctrina social cristiana.


(2) Cf. Carta Encíclica Rerum novarum, 42 [AAS 23 (1890-91) 607; AL (Roma) XI, 138 s].


3741 Dz 2269 Restauración del principio directivo de la economía. Otro punto hay que procurar todavía, muy enlazado con el anterior. A la manera que la sociedad humana no puede basarse en la lucha de clases, así tampoco el recto orden económico puede quedar abandonado al libre juego de la concurrencia... Hay que buscar, pues, más altos y más nobles principios por los que este poder sea severa e íntegramente gobernado: a saber, la justicia social y la caridad social. Por tanto, las mismas instituciones de los pueblos y, por ende, de la vida social entera, han de estar imbuídas de aquella justicia y ello es sobremanera necesario para que resulte verdaderamente eficaz, es decir, que constituya un orden jurídico y social del que esté como impregnada toda la economía. En cuanto a la caridad social, ha de ser como el alma de ese orden, a cuya defensa y vindicación efectiva es menester que se entregue denodadamente la autoridad pública; y le será menos difícil lograrlo, si echa de sí aquellas cargas que antes hechos declarado no competirle.

 Es más, convendría que varias naciones, puesto que en el orden económico dependen en gran parte unas de otras y necesitan de la mutua cooperación, unieran sus esfuerzos y trabajos para promover, por sabios convenios e instituciones, la fausta y feliz cooperación de los pueblos en materia económica...




Denzinger 3718