Denzinger 3741

 Del socialismo (1)

 [De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]


(1) AAS 23 (1931) 215 ss.


3742 Dz 2270 Declaramos lo siguiente: el socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya como «acción», si realmente sigue siendo socialismo, aun después de las concesiones a la verdad y a la justicia que hemos dicho, es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, pues concibe la misma sociedad como totalmente ajena a la verdad cristiana.

3743  Su concepción de la sociedad y del carácter social del hombre, es absolutamente ajena a la verdad cristiana. En efecto, según la doctrina cristiana, el hombre, dotado de naturaleza social, ha sido puesto por Dios en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada por Dios (cf. Rm 13,1), cultive y desenvuelva plenamente todas sus facultades a gloria y alabanza de su Creador y, cumpliendo fielmente el deber de su profesión u otra vocación, alcance su felicidad, temporal y eterna juntamente. El socialismo, en cambio, totalmente ignorante y descuidado de este fin sublime tanto del hombre como de la sociedad, pretende que el consorcio humano ha sido instituido por causa del solo bienestar...

3744  Católico y socialista son términos antitéticos. Y si el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdad (lo que ciertamente nunca han negado los Sumos Pontífices), se apoya, sin embargo, en una doctrina sobre la sociedad humana -- doctrina que le es propia --, que disuena del verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, son términos contradictorios. Nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista...



 De la maternidad universal de la Bienaventurada Virgen María (2)

 [De la Encíclica Lux Veritatis, de 25 de diciembre de 1931]


(2) AAS 23 (1931) 514.



Dz 2271 Es decir, que ella, por el hecho mismo de haber dado a luz al Redentor del género humano, es también, en cierto modo, madre benignísima de todos nosotros, a quienes Cristo Señor quiso tener por hermanos. «Tal -- dice nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII -- nos la dió Dios, quien por el hecho mismo de haberla elegido para madre de su Unigénito, le infundió sentimientos verdaderamente maternales que no respiran sino amor y misericordia; tal, con su modo de obrar, nos la mostró Jesucristo, al querer estar voluntariamente sometido y obedecer a. María como hijo a su madre; tal nos la proclamó desde la cruz, cuando en el discípulo Juan encomendó a su cuidado y amparo a todo el género humano (Jn 19,26 s); tal, finalmente, se dió ella misma, cuando al abrazar generosamente aquella herencia de inmenso trabajo que su hijo moribundo le dejaba, empezó inmediatamente a cumplir para todos sus oficios de madre» (1).


(1) Encíclica Octobri mense, de 22 sept. 1891 [AAS 24 (1891-92) 196; AL (Roma) 11, 304 ss].


 De la falsa interpretación de algunos textos bíblicos (2)

 [Respuesta de la Comisión Bíblica, de 1.º de julio de 1933]


(2) AAS 25 (1933) 341.


3750 Dz 2272 I. Si es lícito a un católico, sobre todo dada la interpretación auténtica del Príncipe de los Apóstoles (Ac 2,24-33 Ac 13,35-37), interpretar las palabras del Ps 16,10-11: No abandonarás a mi alma en lo profundo, ni permitirás que tu santo vea la corrupción. Me diste a conocer los senderos de la vida, como si el autor sagrado no hubiera hablado de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

 Resp.: Negativamente.

3751 Dz 2273 II. Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se leen en San Mt 16,26: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre daño en su alma? 0, ¿qué cambio dará el hombre por su alma? Y juntamente las que trae San Lucas, (Lc 9,25): Porque ¿qué adelanta el hombre con ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo y a sí mismo causa daño?, no se refieren en su sentido literal a la salvación eterna del alma, sino sólo a la vida temporal del hombre, no obstante el tenor de las mismas palabras y su contexto, así como la unánime interpretación católica.

 Resp.: Negativamente.

 De la necesidad y misión del sacerdocio (3)

 [De la Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]


(3) AAS 28 (1936) 8 ss.



Dz 2274 En ningún tiempo ha dejado de sentir el género humano la necesidad de sacerdotes, es decir, de hombres, que por oficio legítimamente conferido, fueran los conciliadores de Dios y los hombres, la función de los cuales durante toda su vida comprendiera los menesteres que dicen relación con la eterna Divinidad y que ofrecieran plegarias, expiaciones y sacrificios en nombre de la sociedad misma, que tiene realmente obligación de practicar públicamente la religión, de reconocer a Dios como dueño supremo y primer principio, de proponérselo como su último fin, rendirle gracias inmortales, y hacérselo propicio. A la verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres se tiene noticia, si no se los fuerza a obrar contra las leyes más santas de la naturaleza humana, siempre se hallan ministros de las cosas sagradas, aun cuando con harta frecuencia estén al servicio de la superstición e igualmente, dondequiera los hombres profesan alguna religión, dondequiera erigen un altar, no sólo no carecen de sacerdotes, sino que se les rodea de peculiar veneración.

 Sin embargo, cuando brilló la divina revelación, la función sacerdotal fué distinguida con dignidad ciertamente mucho mayor, dignidad que por cierta misteriosa manera, anticipadamente anuncia aquel Melquisedec, sacerdote y rey (Gn 14,18), cuyo símbolo relaciona el Apóstol Pablo con la persona y el sacerdocio de Jesucristo (cf. He 5,10 He 16,20 He 7,1-11 He 7,15).

 Y si el ministro de lo sagrado, según la preclara sentencia del mismo Pablo, es tomado de entre los hombres; no obstante, está constituído en favor de los hombres en aquellas cosas que atañen a Dios (He 5,1), es decir: su ministerio no mira a las cosas humanas y perecederas, por más dignas que puedan parecer de estimación y alabanza, sino a las divinas y juntamente eternas...

 En las Sagradas Letras del Antiguo Testamento se atribuyen peculiares oficios, cargos y ritos al sacerdote, constituido según las normas que Moisés por inspiración y voluntad de Dios promulgara...

 Mas el sacerdocio del Antiguo Testamento, no de otra parte tomaba sus glorias y majestad sino de que anticipadamente anunciaba el del Nuevo y eterno Testamento dado por Jesucristo, es decir, instituido por la sangre del verdadero Dios y Hombre.

 El Apóstol de las gentes, tratando sumaria y rápidamente de la grandeza, dignidad y misión del sacerdocio cristiano, esculpe como a cincel su sentencia con estas palabras: Así nos ha de mirar el hombre, como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1Co 9,1).

 De los efectos del orden del presbiterado (1)

 [De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]


(1) AAS 28 (1936) 10, 15, 50 s.


3755 Dz 2275 El sacerdote es ministro de Cristo: es, por consiguiente, como un instrumento del divino Redentor para poder proseguir a lo largo de los tiempos aquella obra suya admirable que, reintegrando con superior eficacia a toda la sociedad humana, la condujo a un culto más excelso. Más aún, él es, como solemos decir con toda razón, «otro Cristo», puesto que representa su persona, según aquellas palabras: Como el Padre me ha enviado, así también yo os envío (Jn 20,21]; y del mismo modo que su Maestro por voz de los ángeles, así él canta Gloria a Dios en las alturas y persuade la paz a los hombres de buena voluntad (cf. Lc 2,14)...

3756  Tales poderes, conferidos al sacerdote por un peculiar sacramento, no son caducos y pasajeros, sino estables y perpetuos, como quiera que proceden del carácter indeleble, impreso en su alma, por el que, a semejanza de Aquel, de cuyo sacerdocio participa, se ha hecho Sacerdote para siempre (Ps 109,4). Y aun cuando por fragilidad humana, cayere en error o en infamias morales jamás, sin embargo, podrá borrar de su alma este carácter sacerdotal. Además, por el sacramento del orden, no recibe el sacerdote solamente este carácter sacerdotal, ni sólo aquellos poderes excelsos, sino que se le concede también una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, a condición de que fielmente secunde con su libre cooperación la virtud de los celestes dones divinamente eficaces, podrá responder de manera ciertamente digna y con ánimo levantado a los arduos deberes del ministerio recibido...

 De estos sagrados retiros [los ejercicios espirituales], podrá también resultar alguna vez la utilidad de que, quien ha entrado «en la herencia del Señor», no llamado por Cristo mismo, sino guiado por sus propios consejos terrenos, pueda resucitar la gracia de Dios (cf. 2Tm 1,6); pues, como quiera que también ése está adscrito a Cristo y a la Iglesia por vínculo perpetuo, no podrá menos de abrazar el consejo de San Bernardo: «Haz en adelante buenos tus caminos, tus intentos y tu santo ministerio: si la santidad de la vida no precedió, que siga al menos» (1). La gracia que Dios da comúnmente y que da por peculiar razón al que recibe el sacramento del orden, sin duda le ayudará también a él, con tal que en verdad quiera, no sólo para corregir lo que en un principio fué tal vez viciosamente puesto, sino para entender y cumplir los deberes de su vocación.


(1) Epist. 27 ad Ardut. [PL 182, 131].


 Del oficio divino, como oración pública de la Iglesia (2)

 [De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]


(2) AAS 28 (1936) 18 s.


3757 D2276 El sacerdote, finalmente, continuando también en esto la misión de Jesucristo que pasaba la noche en la oración de Dios (Lc 6,12) y vive siempre para interceder por nosotros (He 7,25), es de oficio el público intercesor ante Dios en favor de todos, y tiene mandamiento de ofrecer a la Divinidad celeste en nombre de la Iglesia no sólo el verdadero y propio sacrificio del altar, sino también el sacrificio de alabanza (Ps 49,14) y las comunes oraciones; es decir, que el sacerdote, con salmos, súplicas y cánticos, tomados en gran parte de las Sagradas Letras, una y otra vez a diario rinde a Dios el debido tributo de adoración, y cumple este necesario deber de impetración en favor de los hombres...

3758  Si la oración, aun privada, goza de tan solemnes y magníficas promesas, como las que le hizo Jesucristo (Mt 7,7-11 Mc 11,24 Lc 11,9-13) indudablemente, mayor fuerza y virtud tienen las súplicas que se hacen oficialmente en nombre de la Iglesia, es decir, de la esposa querida del Redentor.


 De la justicia social (1)


 [De la Encíclica Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937]


(1) AAS 29 (1937) 92 s.


3774 Dz 2277 [51] Pero aparte de la justicia que llaman conmutativa, hay que practicar también la justicia social, la que ciertamente impone deberes a que ni obreros ni patronos pueden sustraerse. Ahora bien, a la justicia social toca exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Mas así como, tratándose de cualquier organismo de cuerpo viviente, no se provee al todo, si no se da a cada miembro cuanto necesita para desempeñar su función; así, en lo que atañe a la organización y gobierno de la comunidad, no puede mirarse por el bien de la sociedad entera, si no se distribuye a cada miembro, es decir, a los hombres adornados de la dignidad de personas, todo aquello que necesitan para cumplir cada uno su función social.. Consiguientemente, si se hubiere atendido a la justicia social, la economía dará los copiosos frutos de una actividad intensa, que madurarán en la tranquilidad del orden y pondrán de manifiesto la fuerza y firmeza del Estado, a la manera que la salud del cuerpo humano se conoce por su inalterado, pleno y fructuoso trabajo.

 [52] Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social, si los obreros no tienen asegurado su sustento y el de sus familias con un salario proporcionado a este fin; si no se les facilita alguna ocasión de una modesta fortuna para prevenir la plaga del pauperismo, que tan ampliamente se difunde; si no se toman precauciones en su favor con instituciones públicas o privadas de seguros para el tiempo de la vejez, de la enfermedad. o del paro. Y sobre este punto, nos es grato referir lo que dijimos en nuestra Carta Encíclica Quadragesimo anno: «A la verdad, sólo entonces la economía social... favorece» [v. 2265].


 De la resistencia contra el abuso del poder (1)

 [De la Encíclica Firmissimam constantiam a los Obispos de Méjico,


 de 28 de marzo de 1937]


(1) AAS 29 (1937) 196 s.



3775 Dz 2278 Hay que conceder ciertamente que para el desenvolvimiento de la vida cristiana son también necesarios los auxilios externos, que se perciben por los sentidos, y juntamente que la Iglesia, como sociedad humana que es, necesita absolutamente para su vida e incremento, de una justa libertad de acción, y los fieles mismos gozan del derecho de vivir en la sociedad civil de acuerdo con los dictámenes de la razón y la conciencia.

 Síguese de ahí que cuando se atacan las libertades originarias del orden religioso y civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos católicos. Sin embargo, aun la vindicación de estos derechos y libertades, puede ser, según las diversas circunstancias, más o menos oportuna, más o menos vehemente. Pero vosotros mismos, Venerables Hermanos, habéis repetidas veces enseñado a vuestros fieles, que la Iglesia, aun a costa de graves sacrificios de su parte, es favorecedora de la paz y del orden y condena toda rebelión injusta, es decir, la violencia contra los poderes constituídos. Por lo demás, también es vuestra la afirmación que si alguna vez los poderes mismos atacan manifiestamente la verdad y la justicia, de suerte que destruyen los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo pudiera condenarse a aquellos ciudadanos que se coaligaran para la propia defensa y para salvar la nación, empleando medios lícitos y adecuados contra quienes abusan del mando para ruina del Estado.

3776  Y si bien la solución de esta cuestión depende necesariamente de las circunstancias particulares; sin embargo, hay que poner ,en clara luz algunos principios :

 1. Estas reivindicaciones tienen razón de medio o bien de fin relativo, no de fin último y absoluto.

 2. Que en su razón cae medios, deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente malas.

 3. Como tienen que ser convenientes y adecuadas al fin, han de emplearse en la medida en que, total o parcialmente, conducen al fin propuesto, de tal modo, sin embargo, que no acarreen a la comunidad y a la justicia daños mayores que los que tratan de reparar.

 4. El uso, empero, de tales medios y el pleno ejercicio de los derechos civiles y políticos, como quiera que comprende también los casos de orden puramente temporal y técnico, y de defensa violenta, no pertenece directamente a la función de la Acción Católica, aunque sea deber de ésta instruir a los católicos sobre el recto ejercicio de sus propios derechos, y la reivindicación de los. mismos por justos medios, en cuanto así lo exige el bien común.

 5. El Clero y la Acción Católica, como quiera que por la misión de paz y amor a ellos encomendada, están obligados a unir a todos los hombres en el vínculo de la paz (
Ep 4,3), deben en gran manera contribuir a la prosperidad de las naciones, ora señaladamente fomentando la reconciliación de las clases y de los ciudadanos, ora secundando todas las iniciativas sociales que no estén en desacuerdo con la doctrina y la ley moral de Cristo.


 PIO XII, 1939-

 De la ley natural (1)

 [De la Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]


(1) AAS 31 (1939) 423.


3780 Dz 2279 Es cosa de todo punto averiguada que la fuente primera y más profunda de los males que afligen a la moderna sociedad, tiene su hontanar en el hecho de negarse y rechazarse la norma universal de moralidad, ya en la vida privada de los individuos, ya en el mismo Estado y en las mutuas relaciones que ligan a los pueblos y naciones; es decir, que se niega y echa en olvido la misma ley natural. Esta ley natural estriba, como en su fundamento, en Dios, omnipotente, creador y padre de todos, y juntamente supremo y perfectísimo legislador y juez sapientísimo y justísimo de las acciones humanas. Cuando temerariamente se reniega de la eterna Divinidad, al punto cae vacilante el principio de toda honestidad, al punto calla la voz de la naturaleza o se debilita poco a poco; aquella voz que enseña aun a los indoctos y a las mismas tribus salvajes qué es bueno y qué es malo, qué lícito y qué ilícito, y les avisa que un día habrán de dar cuenta ante el Supremo Juez del bien y del mal que hubieren hecho.


 De la unidad natural del género humano (2)

 [De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]


(2) AAS 31 (1939) 426 s.


Dz 2280 Ese pernicioso error se cifra en el olvido de aquella mutua unión y caridad humana que piden de consuno el común origen y la igualdad de la naturaleza racional de todos los hombres, a cualesquiera naciones pertenezcan...


 Los Libros Sagrados... nos cuentan cómo de la primera pareja de hombre y mujer, tuvieron origen todos los demás hombres, y nos refieren cómo se diferenciaron en varias tribus y gentes, diseminados por partes varias del orbe de la tierra... (cita del texto de Ac 17,26). Maravillosa visión que nos hace contemplar al género humano uno por su origen común en el Creador, según aquello: Un solo Dios y Padre de todos, el cual está sobre todos y por todos y habita en todos nosotros (Ep 4,6); uno también por naturaleza, que consta igualmente en todos los hombres de cuerpo material y alma inmortal y espiritual.

 Del derecho de gentes (3)

 [De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]



(3) AAS 31 (1939) 437 ss.


3783 Dz 2281 Aquella concepción, Venerables Hermanos, que atribuye al Estado un poder casi infinito, resulta un error pernicioso no sólo para la vida interna de las naciones y para su próspero desenvolvimiento, sino que daña también a las mutuas relaciones entre los pueblos, como quiera que rompe aquella unidad con que es menester que todos los Estados estén entre sí enlazados, despoja al derecho de gentes de su fuerza y su firmeza y, abriendo el camino a la violación de los derechos ajenos, hace en extremo difícil la pacífica y tranquila convivencia.

3784  Porque es así que, si bien el género humano, por ley de orden natural establecida por Dios, se divide en clases de ciudadanos y también en naciones y Estados que, en lo que atañe a la organización de su régimen interno, son independientes unos de otros; todavía está ligado por mutuos vínculos en materia jurídica y moral, y viene a unirse en una universal y grande comunidad de pueblos que se destina a conseguir el bien de todas las naciones y se rige por las normas peculiares que protegen la unidad y promueven su prosperidad.

3785  Ahora bien, no hay quien no vea que estos supuestos derechos del Estado absolutísimos, y que a nadie absolutamente han de sujetarse, están en abierta contradicción con esta ley inmanente y natural, y fundamentalmente la destruyen; y no es menos evidente que aquel poder absoluto deja al arbitrio de los gobernantes los legítimos pactos con que las naciones se unen entre sí, e impide la concordia de todos los ánimos y la entrega mutua a una eficaz colaboración. Esto ciertamente exigen, Venerables Hermanos, las armónicas y duraderas relaciones de los Estados, exígenlo los vínculos de la amistad, de los que sólo bienes han de nacer, que los pueblos reconozcan debidamente y debidamente obedezcan a los principios y normas del derecho natural, que ha de regir las relaciones entre las naciones. Por manera semejante, esos mismos principios mandan que a cada uno se le respete su libertad y a todos se les concedan aquellos derechos por los que han de vivir y llegar, por el camino del progreso civil, a una prosperidad cada día mayor; y mandan, finalmente, que los pactos estipulados y sancionados conforme al derecho de gentes, se guarden íntegra e inviolablemente.

 No hay duda alguna que sólo podrán convivir pacíficamente las naciones, sólo podrán regirse por relaciones públicas y jurídicamente estatuidas, cuando exista mutua confianza, cuando todos estén persuadidos de que por una y otra parte se ha de guardar incólume la fe dada, cuando todos tengan por axioma que es mejor la sabiduría que las armas bélicas (cf.
Qo 9,18); y además, cuando estén todos dispuestos a inquirir y discutir mejor todo asunto, y no dirimir la cuestión por la violencia o la amenaza, caso que surgieren dilaciones, controversias, dificultades y cambios, todo lo cual puede originarse no solamente de mala voluntad, sino de un cambio de circunstancias y de un conflicto real de intereses.

3786  Por otra parte, separar el derecho de gentes del derecho divino para que estribe como único fundamento en el arbitrio de los rectores del Estado, no otra cosa significa que derrocar al mismo derecho del trono de su honor y de su firmeza, y entregarlo al excesivo y apasionado afán del interés privado y público, únicamente preocupado de hacer valer los propios derechos, desconociendo los ajenos.

Dz 2282 Cierto que en el decurso del tiempo, por un cambio sustancial de las circunstancias que al firmar el pacto no se preveían y quizá ni podían preverse, puede un pacto íntegro o algunas de sus cláusulas resultar o parecer injusto para una de las partes estipulantes o, por lo menos, serle demasiado gravosas o no. poderse, en fin,, llevar a la práctica. Si esto sucede, no hay duda que debe oportunamente acudirse a una leal y honrada discusión para modificar oportunamente el pacto o sustituirlo por otro. Mas tenerlos por cosas transitorias y caducas y atribuirse tácitamente el poder de rescindirlos siempre que así parezca exigirlo el propio interés, por propia cuenta, sin consultar y hasta despreciando al otro pactante, es procedimiento que destruye infaliblemente la debida fe mutua entre los Estados y, por tanto, se trastorna fundamentalmente el orden de la naturaleza, y pueblos y naciones se separan entre sí por abismos enormes, imposibles de llenar.


 De la esterilización (1)

 [Decreto del Santo Oficio, de 24 de febrero de 1940]


(1) AAS 32 (1940) 73.


3788 Dz 2283 Propuesta a la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio la duda:

 «Si es lícita la esterilización directa, ya temporal, ya perpetua, tanto del hombre como de la mujer», los Emmos. y Rvmos. Padres Sres. Cardenales, encargados de la defensa de las cosas de la fe y costumbres, el miércoles, día 21 de febrero de 1940, decretaron debía responderse:

 Negativamente y que está prohibida por la ley natural y que en cuanto a la esterilización eugénica fué reprobada por Decreto de esta Congregación, el día 21 de marzo de 1931.


 Del origen corporal del hombre (1)

 [De la alocución de Pío XII el 30 de noviembre de 1941, en la inauguración del curso de la Pontificia Academia de Ciencias]


(1) AAS 33 (1941) 506. -- Sobre el mismo tema cf. 2326 ss [Encíclica Humani Generis]; v. también la nota 3 de la pág. 599.



Dz 2285 El hombre, dotado de alma espiritual, fué colocado por Dios en la cima de la escala de los vivientes, como príncipe y soberano del reino animal.

 Las múltiples investigaciones, tanto de la paleontología como de la biología y morfología, sobre estos problemas tocantes a los orígenes del hombre, no han aportado hasta ahora nada de positivamente claro y cierto. No queda, por tanto, sino dejar al porvenir la respuesta a la pregunta de si un día la ciencia, iluminada y guiada por la revelación, podrá ofrecer resultados seguros y definitivos sobre punto tan importante.



 De los miembros de la Iglesia (1)

 [De la Encíclica Mystici corporis, de 29, de junio de 1943]


(1) AAS 35 (1943) 202 s.


3802 Dz 2286 Pero entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas. Porque todos nosotros - dice el Apóstol - hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo. cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres (1Co 12,13). Así, pues, como en la verdadera congregación de los fieles, hay un solo cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo; así no puede haber más que una sola fe (cf. Ep 4,5); y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano (cf. Mt 18,17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno, no pueden vivir en. este cuerpo único ni de este su único Espíritu divino.

 De la jurisdicción de los obispos (2)

 [De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]

3804 Dz 2287 Por lo cual, los obispos, no sólo han de ser considerados como los miembros principales de la Iglesia universal, como quienes están ligados por vínculo especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo, por lo que con razón son llamadas «partes primeras de los miembros del Señor» (3), sino que, por lo que a su propia diócesis se refiere, apacientan y rigen en nombre de Cristo como verdaderos pastores la grey que a cada uno le ha sido confiada [Concilio Vaticano, Constitución de la Iglesia, cap. 3; v. 1828]; sin embargo, al hacer esto, no son completamente independientes, sino que están puestos bajo la debida autoridad del Romano Pontífice,, aun cuando gozan de jurisdicción ordinaria, que el mismo Sumo Pontífice les ha inmediatamente comunicado. Por lo cual, han de ser venerados por los fieles como sucesores de los Apóstoles por divina institución [cf. CIC CIS 329, 1], y más que a los gobernantes de este mundo, aun los más elevados, conviene a los obispos adornados como están con el crisma del Espíritu Santo, aquel dicho: No toquéis a mis ungidos (1Ch 16,22 Ps 104,15).

(2) AAS 35 (1943) 211 s.
(3) S. GREG. MAGN., Moral. XIV, 35, 43 [PL 75, 1062].



 Del Espíritu Santo como alma de la Iglesia (1)

 [De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]


(1) AAS 35 (1943) 218 ss.


3807 Dz 2288 Y si atentamente consideramos este divino principio de vida y eficacia, dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, fácilmente entenderemos no ser otro que el Espíritu Paráclito que procede del Padre y del Hijo y que de modo peculiar es llamado «Espíritu de Cristo» o «Espíritu del Hijo» (Rm 8,9 2Co 3,17 Ga 4,6). Porque con este Espíritu de gracia y de verdad adornó su alma el Hijo de Dios en el mismo seno incontaminado de la Virgen; este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su templo amadísimo; este Espíritu nos mereció Cristo con su sangre derramada en la cruz; éste, finalmente, alentando sobre los Apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados (cf. Jn 20,22); y mientras solamente Cristo recibió este Espíritu sin medida (cf. Jn 3,34), a los miembros de su Cuerpo místico se les reparte la plenitud de Cristo mismo sólo en la medida de la donación de Cristo (cf. Ep 1,8 Ep 4,7). Y después que Cristo fué glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con ubérrima efusión, a fin de que ella y cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos ha hecho hijos adoptivos de Dios (Rm 8,14-17 Ga 4,6-7), para que contemplando algún día todos nosotros la gloria del Señor a cara descubierta, nos transformemos en su misma imagen, de claridad en claridad (2Co 3,18).

3808
 Ahora bien, a este Espíritu de Cristo, como principio invisible, hay que atribuir también que todas las partes del Cuerpo estén íntimamente unidas tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, como quiera que El está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de sus miembros, en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras, según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. El, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y realmente saludable en todas las partes del cuerpo. El es el que, aunque por sí mismo se halle presente en todos los miembros y en ellos obre por su divino influjo, en los inferiores, sin embargo, obra también por el ministerio de los superiores. El es, finalmente, quien a par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehusa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Esta presencia y acción del Espíritu de Jesucristo, la significó breve y concisamente nuestro sapientísimo predecesor León XIII, de inmortal memoria, en su Carta Encíclica Divinum Illud con estas palabras: «Baste afirmar que mientras Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma» (1).


(1) AAS 29 (1896) 650.




 De la ciencia del alma de Cristo (2)

 [De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]


(2) AAS 35 (1943) 230.


3812 Dz 2289 Mas aquel amorosísimo conocimiento que desde el primer momento de la Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.



 De la inhabitación del Espíritu Santo en las almas (3)

 [De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]


(3) AAS 35 (1943) 231 s.


3814 Dz 2290 No ignoramos ciertamente que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo peculiar a la inhabitación del Espíritu Santo en el alma, se interponen muchos velos en los que la misma misteriosa doctrina queda como envuelta en una especie de niebla por la flaqueza de la mente de quienes la investigan. Pero sabemos también que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las varias opiniones y de coincidencias de pareceres, cuando el amor a la verdad y debido acatamiento a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos de luz, con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por tanto, a quienes usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de esta admirable unión nuestra con Cristo. Sin embargo, tengan por norma general e inconcusa, los que no quieran apartarse de la doctrina genuina y del verdadero magisterio de la Iglesia, que han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma de ella que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas, ,e invadir erróneamente lo divino, de suerte que pudiera decirse de ellos, como propio, uno solo de los atributos de la sempiterna Divinidad. Y además sostendrán firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios como a la suprema causa eficiente.

3815  También es menester que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras vivamos en este destierro terrestre, jamás puede ser totalmente penetrado, descubierto todo velo, ni expresado por lengua humana. Se dice ciertamente que las divinas Personas inhabitan, en cuanto, estando ellas presentes de manera inescrutable en las almas creadas dotadas de inteligencia, son alcanzadas por ellas por medio del conocimiento y el amor (1); de modo, sin embargo, que trasciende toda la naturaleza, y totalmente íntimo y singular. Para acercarnos por lo menos un tanto a contemplarla, no ha de descuidarse aquel método que en estas materias mucho encarece el Concilio Vaticano [Ses. 3, Const. de fide Cath. cap. 4; v. 1795]; método que, tratando de adquirir alguna luz, con que conocer siquiera un poco los arcanos de Dios, lo consigue comparando los misterios mismos entre sí y con el fin a que están enderezados. Oportunamente, pues, al hablar nuestro sapientísimo antecesor, León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y el divino Paráclito, que en nosotros habita, vuelve sus ojos a aquella visión beatífica, por la que esta misma trabazón mística alcanzará un día su consumación y perfección en los cielos: «Esta maravillosa unión - dice - que por propio nombre se llama inhabitación, sólo por su condición y estado difiere de aquella por la que Dios abraza a los bienaventurados beatificándolos» (2). Por esta visión será posible, por modo absolutamente inefable, contemplar con los ojos adornados de sobrenatural luz al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las divinas Personas y ser bienaventurados por gozo muy semejante al que hace bienaventurada a la santísima e individua Trinidad.



(1) Cf. S. TOMAS,
I 43,3.

(2) Cf. Divinum Illud, ASS 29 (1896) 653.



Denzinger 3741