Denzinger 3670

 De la realeza de Cristo.(1)

 [De la Encíclica Quas Primas, de 11 de diciembre de 1925]

3676 Dz 2194 Ahora bien, en qué fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro Señor, convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: «De todas las criaturas, para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación, no por haberla arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino por su misma esencia y naturaleza» (2); es decir, su realeza se funda en aquella maravillosa unión que llaman hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino que también ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, es decir: aun por el solo título de la unión hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas. Mas por otra parte, ¿qué pensamiento más grato ni más dulce podemos tener que el de que Cristo impere sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho adquirido, es decir, por el de redención? ¡Ojalá, en efecto, los hombres todos, tan olvidadizos, recordaran cuánto le hemos costado a nuestro Salvador: Porque no habéis sido comprados con oro o plata corruptibles, sino con la sangre de Cristo, como de cordero inmaculado y sin tacha (1P 1,18-19). Ya no somos nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a alto precio (1Co 6,20); nuestros mismos cuerpos, son miembros de Cristo (1Co 15).


(1) ASS 17 (1925) 598 ss.

(2) In Ioh. 1, 12, c. 18 [PG 74, 622].


3677 Dz 2195 Ahora bien, para declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este principado, apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder, careciendo del cual apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más que sobradamente los testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras acerca del imperio universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con fe católica que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en quien confíen y, al mismo tiempo, como legislador a quien obedezcan [Concilio de Trento, sesión VI, Can. 21; v. 831]. Ahora bien, los Evangelios no tanto nos cuentan que El dió leyes, cuanto nos lo presentan dándolas; y quienes esos preceptos guardaren, esos dice el divino Maestro, unas veces con unas, otras con otras palabras, que le probarán el amor que le tienen y que permanecerán en su amor (Jn 14,15 Jn 15,10). Que la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el mismo Jesús lo proclama ante los judíos que le echan en cara la violación del descanso del sábado por la maravillosa curación de un hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga a nadie, sino que todo juicio lo dió al Hijo (Jn 5,22). Y en él se comprende, por ser cosa inseparable del juicio, el imponer por propio derecho premios y castigos a los hombres, aun mientras viven. Y hay, en fin, que atribuir a Cristo el poder que llaman ejecutivo, como quiera que a su imperio es menester que obedezcan todos, y ese poder justamente unido a la promulgación, contra los contumaces, de suplicios a que nadie puede escapar.

3678  Sin embargo, que este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual pertenezca muéstranlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos alegado de la Biblia, y confírmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo Señor mismo. Porque fué así que en más de una ocasión, como los judíos y hasta los mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de reivindicar la libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, El les quitó y arrancó esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser proclamado rey por la confusa muchedumbre de los que le admiraban, El rehusó ese nombre y honor, huyendo y escondiéndose; y ante el presidente romano proclamó que su reino no era de este mundo (Jn 18,36). Tal se nos propone ciertamente en los Evangelios este reino, para entrar en el cual los hombres han de prepararse haciendo penitencia, y no pueden de hecho entrar si no es por la fe y el bautismo, sacramento este que, si bien es un rito externo, significa y produce, sin embargo, la regeneración interior; opónese únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus seguidores no sólo que, desprendido su corazón de las riquezas y de las cosas terrenas, ostenten mansedumbre de costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Y habiendo Cristo adquirido la Iglesia, como Redentor, con su sangre, y habiéndose, como Sacerdote, ofrecido a sí mismo como víctima por los pecados y siguiendo perpetuamente ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia dignidad ha de revestir y participar la naturaleza de aquellos dos cargos de Redentor y Sacerdote?

3679 Dz 2196 Torpemente, por lo demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio sobre cualesquiera cosas civiles, como quiera que El tiene de su Padre un derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas bajo su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se abstuvo en absoluto de ejercer semejante dominio y, como entonces despreció la posesión y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus posesores y se las deja ahora. Y aquí puede muy bellamente aplicarse aquello de que: «No quita los reinos mortales, quien da los celestiales» [Himno Crudelis Herodes del oficio de la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro Redentor comprende a todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente nuestras las palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII «Es decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico, ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen ciertamente de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus opiniones los lleve extraviados, o la disensión los separe de la caridad ; sino que comprende también cuantos entran en el número de los que carecen de fe cristiana, de suerte que con toda verdad está en la potestad de Cristo toda la universidad del género humano» [Encíclica Annum sacrum, de 25 de mayo de 1899].

Y en este punto no hay diferencia alguna entre los individuos y las sociedades domésticas y civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no están menos en poder de Cristo que individualmente.

 La misma es, a la verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no hay en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre en que hayamos de salvarnos (
Ac 4,12); el mismo es, tanto para los ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el autor de la prosperidad y de la auténtica felicidad: «Porque no es el Estado feliz de otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es el Estado que la concorde muchedumbre de los hombres (1).» No rehusen, pues, los rectores de las naciones prestar al imperio de Cristo, por sí y por su pueblo, público homenaje de reverencia y sumisión, si es que de verdad quieren, mantenida incólume su autoridad, promover y acrecentar la prosperidad de la patria.


(1) S. AUGUST., Ep ad Macedonium 3, 9 [PL 33, 670].


 Del laicismo (2)

 [De la misma Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925]

Dz 2197 Pues ya, al mandar que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del nombre católico, por ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos presentes y pondremos un remedio principal a la peste que ha inficionado a la sociedad humana (3).


(2) ASS 17 (1925) 604 s.

(3) Es decir, por la institución de la Fiesta de Cristo Rey.


 Peste de nuestra edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y criminales intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas las naciones; se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo de Cristo, de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden, ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a poco, fué igualada la religión de Cristo con las falsas religiones y puesta con absoluto indecoro en su mismo género; se la sometió después al poder civil y se la dejó casi al arbitrio de gobernantes y magistrados. Aún pasaron más allá quienes pensaron que la religión divina debía ser sustituida por una religión natural, por una especie de movimiento natural del alma. Y no han faltado Estados que han creído podían pasar sin Dios, y que su religión consistía en la impiedad y en el abandono de Dios.

 Del «Comma Iohanneum» (4)

 [Del Decreto del Santo Oficio, de 13 de enero de 1897, y la Declaración del Santo Oficio, de 2 de junio de 1927]


(4) ASS 20 (1896) 637 y EB 120 s. Cf. M. DEL ALAMO, Los tres testificantes de la 1ª Ep. de Juan, en «Cultura Bíblica» 4 (1947) 11-14, y T. AYUSO, Nuevo estudio sobre el C. I., en «Bíblica» 28 (1947) 83-112, 216 35; 29 (1948) 52-76.


3681 Dz 2198 A la pregunta: «Si puede negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en duda que sea auténtico el texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5, vers. 7 1Jn 5,7, que dice así: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: El Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una sola cosa»; se respondió el 13 de enero de 1897: Negativamente.

3682  Sobre esta respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración, dada ya desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego muchas veces repetida, la cual se ha hecho de derecho público por autorización del mismo Santo Oficio en el EB 121:

 «Este decreto fué dado para reprimir la audacia de los doctores particulares que se arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en duda en último juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum. Pero no quiso en manera alguna impedir que los escritores católicos investigaran más a fondo el asunto, y pesados cuidadosamente los argumentos de una y otra parte con la moderación y templanza que requiere la gravedad de la cosa, se inclinaran a la sentencia contraria a la genuinidad, con tal que declararan que están dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia, a la que fué por Jesucristo encomendado el cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras, sino también el de custodiarlas fielmente.




 De las reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos (1)

 [Del Decreto del Santo Oficio, de 8 de julio de 1927]

Dz 2199 Si es lícito a los católicos asistir o favorecer las reuniones, asociaciones, congresos o sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos reclaman para sí de un modo u otro el nombre de cristianos se unan en una sola alianza religiosa.

 Resp.: Negativamente, y hay que atenerse totalmente al Decreto publicado por esta misma Suprema S. Congregación el día 4 de julio de 1919 Sobre la participación de los católicos en la sociedad «para procurar la unidad de la cristiandad»(2).


(1) ASS 19 (1927) 278.
(2) ASS 11 (1919) 309; Carta del Santo Oficio Apostolicae Sedi, de 16 sept. 1864, a todos los obispos de Inglaterra, y otra Quoad vos, de 8 nov. 1865 a ciertos puseístas ingleses, ibid. 310 ss. Cf. también la Encíclica de Pío XI Mortalium animos, de 6 en. 1928 [AAS 20 (1928) 5 ss].


 Del nexo de la sagrada Liturgia con la Iglesia (3)

 [De la Constitución Apostólica Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]


(3) ASS 21 (1929) 33 s.


Dz 2200 Habiendo la Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la santidad del culto divino, a ella le toca ciertamente -- salvo la sustancia del sacrificio y de los sacramentos --, mandar aquellas cosas, a saber: ceremonias, ritos, fórmulas, preces, canto, por las que ha de regirse de la mejor manera aquel augusto y público ministerio, cuyo nombre peculiar es Liturgia, como si dijéramos, la acción sagrada por excelencia. Y cosa, a la verdad, sagrada es la Liturgia, pues por ella nos levantamos a Dios y con El nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos obligamos a El con gravísimo deber por los beneficios y auxilios recibidos, de los que perpetuamente estamos necesitados. De ahí el íntimo parentesco entre la sagrada Liturgia y el dogma, así como entre el culto cristiano y la santificación del pueblo. Por eso Celestino I creía ver expresado el canon o regla de la fe en las fórmulas venerandas de la Liturgia. Dice efectivamente: «La ley de creer ha de establecerla la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de los pueblos santos desempeñan la delegación que les ha sido encomendada, representan ante la clemencia divina la causa del género humano, y piden y suplican, a par que con ellos gime la Iglesia entera» [v. 139].

 De la masturbación procurada directamente (1)

 [Del Decreto del Santo Oficio, de 2 de agosto de 1929]


(1) ASS 21 (1929) 490.


3684 Dz 2201 Si es lícita la masturbación directamente procurada para obtener esperma con que se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la blenorragia.

 Resp.: Negativamente.

 De la educación cristiana de la juventud (2)

 [De la Encíclica Divini illius magistri, de 31 de diciembre de 1929]


(2) ASS 22 (1930) 49 ss.


Dz 2202 Puesto que toda la razón de la educación se dirige a aquella formación del hombre que éste debe conseguir en esta vida mortal para alcanzar el fin supremo a que fué destinado por su Creador, es evidente que, como no puede haber educación verdadera alguna que no se enderece toda al fin último; así, en el presente orden de las cosas, establecido por la providencia de Dios, es decir, después que El mismo se reveló en su Unigénito, único que es camino, verdad y vida (Jn 14,6), no puede darse educación plena y perfecta, sino la que se llama cristiana...

3685 Dz 2203 La misión de educar pertenece necesariamente a la sociedad, no a los individuos en particular. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas entre sí, pero, por voluntad de Dios, armónicamente unidas, en que el hombre queda inscrito desde su nacimiento: dos de ellas, es decir, la doméstica y la civil, de orden natural, la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. El primer lugar lo ocupa la sociedad doméstica, que por haber sido instituida y dispuesta por Dios mismo para este fin propio, que es la procreación y educación de los hijos, antecede por su naturaleza y, consiguientemente, por derechos a ella propios, a la sociedad civil.

Sin embargo, la familia es sociedad imperfecta, precisamente porque no está dotada de todos los medios para conseguir, de modo perfecto, su fin nobilísimo; en cambio, la sociedad civil, por disponer de todo lo necesario para el fin a que está destinada, que es el bien común de esta vida terrena, es sociedad en todos aspectos absoluta y perfecta, y, por esta causa, aventaja a la comunidad familiar que precisamente sólo en la sociedad civil alcanza segura y debidamente su objeto. En fin, la tercera sociedad en que los hombres entran, por el lavatorio del bautismo y la vida de la gracia divina, es la Iglesia, sociedad ciertamente sobrenatural, que abraza a todo el género humano, y es en sí misma perfecta, por disponer de todos los medios para alcanzar su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y, por ende, suprema en su orden.

 Síguese de aquí que la educación que abarca a todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia divina, pertenece igualmente a estas tres sociedades necesarias, en una medida proporcional y correspondiente al fin propio de cada una, según el orden actual de la providencia, por Dios establecido.

3686 Dz 2204 Y en primer lugar y de manera eminente, la educación pertenece a la Iglesia, por doble título de orden sobrenatural que Dios le concedió exclusivamente a ella y, por tanto, absolutamente superior y más fuerte que cualquier otro título de orden natural.

 La primera razón de este derecho se funda en la suprema autoridad y misión del magisterio que su divino Fundador confió a la Iglesia por estas palabras: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la Tierra. Marchad, pues, y enseñad... hasta la consumación del tiempo (
Mt 28,18-20). A este magisterio otorgó Cristo Señor la inmunidad de todo error, juntamente con el mandato de enseñar su doctrina a todos los hombres; por lo cual, «la Iglesia ha sido constituida por su divino Autor columna y fundamento de la verdad, para enseñar a todos los hombres la fe divina y guardar su depósito, a ella confiado, íntegro e inviolado, y formar y dirigir a los hombres, sus asociaciones y acciones, a la honestidad de costumbres e integridad de la vida, conforme a la norma de la doctrina revelada» (1).

 La segunda razón de su derecho nace de aquel sobrenatural oficio de madre, por el que la Iglesia, esposa purísima de Cristo, reparte a los hombres la vida de la gracia y la alimenta y acrece con sus sacramentos y enseñanzas. Con razón, pues, afirma San Agustín: «No tendrá a Dios por padre, quien no quisiere tener a la Iglesia por madre» (2)...



(1) Pío IX, Carta Encíclica Quum non sine, de 14 jul. 1864 [AP I 3, 652].


(2) De Symbolo ad Catech. 13 [PL 40, 668]


3687 Dz 2205 La Iglesia, consiguientemente promueve las letras, las ciencias y las artes, en cuanto son necesarias o útiles para la educación cristiana y para toda su labor de la salud de las almas, aun fundando y sosteniendo escuelas e instituciones propias, donde se enseñe toda disciplina y se dé entrada a todo grado de erudición (1). Ni ha de tenerse por ajena a su maternal magisterio la que llaman educación física, como quiera que también ella es tal que puede aprovechar o dañar a la educación cristiana.

 Esta acción de la Iglesia en todo género de cultura, así como cede en sumo provecho de las familias y naciones, que sin Cristo caminan a su ruina -- como rectamente observa San Hilario: «¿Qué hay más peligroso para el mundo que no recibir a Cristo?» (2) --, así no trae inconveniente alguno a las ordenaciones civiles de estas cosas; pues la Iglesia, como madre que es prudentísima, no sólo no se opone a que sus escuelas e instituciones para la educación de los seglares se conformen en cada nación a las legítimas disposiones de los gobernantes, sino que está dispuesta en todo caso a ponerse de acuerdo con éstos y resolver, de común consejo, las dificultades que pudieran surgir.

3688  Tiene además la Iglesia no sólo el derecho, de que no puede abdicar, sino el deber, que no puede abandonar, de vigilar sobre toda educación que a sus hijos, los fieles, se dé en cualquier institución pública o privada, no sólo en cuanto a la doctrina religiosa que en ellas se enseñe, sino también respecto a toda otra disciplina y reglamentación de las cosas, en cuanto están relacionadas con la religión y la moral...


(1) CIC
CIS 1375.
(2) Comm. in Matth., 18, 3 [PL 9, 1019]
(3) CIC CIS 1381 CIS 1382.


3689 Dz 2206 Con este principal derecho de la Iglesia, no sólo no discrepan, sino que absolutamente están de acuerdo los derechos de la familia y del Estado y hasta los mismos derechos que cada ciudadano tiene en lo que atañe a la justa libertad de la ciencia y de los métodos de investigación científica y, finalmente, de cualquier cultura profana. Efectivamente, para declarar desde luego la causa y origen de esta armonía, tan lejos está el orden sobrenatural, en que se fundan los derechos de la Iglesia, de destruir o mermar el orden natural a que pertenecen los otros derechos que hemos mencionado, que, por lo contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de los dos órdenes presta al otro un auxilio y como complemento, proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, como quiera que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo: Las obras de Dios son perfectas y todos sus caminos justicia (Dt 32,4).

 Lo mismo se verá más claramente si consideramos separadamente y más de cerca la misión que en orden a la educación incumbe a familia y a Estado.

3690 Dz 2207 Y ante todo, con la misión de la Iglesia concuerda maravillosamente la misión de la familia, como quiera que una y otra proceden de Dios de modo muy semejante. Porque Dios, en el orden natural, comunica con la familia de modo inmediato su fecundidad, principio de vida y, por ende, principio de educación para la vida, juntamente con la autoridad, principio de orden.

 A este propósito, dice el Doctor Angélico con la perspicacia y la precisión que acostumbra: «El padre carnal participa particularmente de la razón de principio, que de modo universal se halla en Dios... El padre es principio de la generación, de la educación, de la disciplina y de todo lo que atañe a la perfección de la vida humana» (1).


(1) S. th.
II-II 102,1.


 Tiene consiguientemente la familia inmediatamente del Creador la misión, y por ende, el derecho, de educar a la prole; derecho, ciertamente, que no puede por una parte renunciarse, por ir unido a un gravísimo deber, y es por otra anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y, por esta causa, a ninguna potestad de la tierra es lícito infringirlo...

3691 Dz 2208 De esta misión educativa que compete en primer término a la Iglesia y a la familia, no sólo dimanan, como hemos visto, máximas ventajas a la sociedad entera, sino que ningún daño puede venir a los verdaderos y propios derechos del Estado en orden a la educación de los ciudadanos. Estos derechos se conceden por el autor mismo de la naturaleza a la sociedad civil, no por título de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, sino por razón de la autoridad que tiene para promover el bien común en la tierra, que es ciertamente su propio fin.

3692 Dz 2209 De aquí se sigue que la educación no pertenece de manera igual a la sociedad civil que a la Iglesia y a la familia, sino manifiestamente de otra manera, que responda a su fin propio. Ahora bien, este fin, que es el bien común en el orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada ciudadano gozan en el ejercicio de sus derechos, y juntamente en la máxima abundancia que sea posible en esta vida mortal, de las cosas, espirituales y perecederas, que se debe alcanzar con el esfuerzo y acuerdo de todos. Doble es, pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y promover, pero en manera alguna absorber y suplantar a la familia y a los individuos.

3693  Por tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor decir, es deber del Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la familia, que antes hemos recordado, es decir, el de educar cristianamente a la prole, y, consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en orden a esa educación cristiana.

 Toca igualmente al Estado proteger ese mismo derecho en la prole, si alguna vez llegase a faltar física o moralmente la obra de los padres, por negligencia, incapacidad o indignidad; porque, como antes hemos dicho, el derecho educativo de los padres, no es absoluto y despótico, sino que depende de la ley natural y divinas y está, por ende, sujeto no sólo a la autoridad y juicio de. la Iglesia, sino también, por razón del bien común, a la vigilancia y tutela del Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad perfecta que tenga en sí misma todo lo necesario para su cabal y pleno perfeccionamiento. En este caso, por lo demás, excepcional, ya no suplanta el Estado a la familia, sino que atiende y provee a una necesidad con oportunos remedios, siempre en conformidad con los derechos naturales de la prole y los sobrenaturales de la Iglesia.

3694 Dz 2210 De modo general, es derecho y misión del Estado proteger la educación moral y religiosa de la juventud, conforme a las normas de la recta razón y de la fe, apartando aquellas causas públicas que a ella se oponen. Pero toca principalmente al Estado, como lo exige el bien común, promover de muchos modos la educación e instrucción misma de la juventud. Ante todo y directamente, favoreciendo y ayudando a la acción de la Iglesia y de las familias, cuya eficacia se demuestra por la historia y la experiencia; luego complementando esa misma acción, donde falta o no es suficiente; fundando también escuelas e instituciones propias; pues el Estado dispone de recursos superiores a los de los particulares y como le fueron entregados para las comunes necesidades de todos, es justo y conveniente que los emplee en utilidad de los mismos de quienes los ha recibido. Puede además mandar el Estado, y por ende procurar, que todos los ciudadanos no sólo aprendan sus derechos civiles y nacionales, sino que también reciban aquel grado de cultura científica, moral y física que conviene y realmente exige el bien común en nuestros tiempos. Sin embargo, es evidente que en todos estos modos de promover la educación e instrucción pública y privada, el Estado tiene el deber no sólo de respetar los derechos nativos de la Iglesia y la familia en orden a la educación cristiana, sino que ha de obedecer a la justicia que da a cada uno lo suyo. Por consiguiente, no es lícito que el Estado de tal modo monopolice toda la educación e instrucción, que las familias, contra los deberes de su conciencia cristiana, o contra sus legítimas preferencias, se vean forzadas física o moralmente a mandar sus hijos a las escuelas del mismo Estado.

3695  Pero esto no quita que para la recta administración de la cosa pública o para la defensa interior y exterior de la paz, todo lo cual, así como es tan necesario para el bien común, así exige peculiar pericia y especial preparación, el Estado instituya escuelas que pudieran llamarse preparatorias para algunos cargos, especialmente militares, con tal que, en lo que a ellas se refiere, se abstenga de violar los derechos de la Iglesia y de la familia...

3696 Dz 2211 A la sociedad civil y al Estado pertenece la que puede llamarse educación cívica, no sólo de la juventud, sino de todas las edades y condiciones, y que en la parte que llaman positiva, consiste en proponer públicamente a los hombres pertenecientes a tal sociedad las cosas que imbuyendo sus mentes e hiriendo sus sentidos con conocimientos e imágenes, inviten la voluntad hacia lo honesto y a ello la conduzcan por una especie de necesidad moral; y en su parte negativa, en precaver e impedir lo que a ella se opone. Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que abarca casi toda la obra del Estado por el bien común, como haya de conformarse a las leyes de la equidad, no puede oponerse a la doctrina de la Iglesia que está divinamente constituida maestra de esas leyes...

Dz 2212 Tampoco... ha de perderse jamás de vista que el sujeto de la educación cristiana es el hombre todo entero, es decir, el hombre que se compone de una sola naturaleza por medio del espíritu y del cuerpo y dotado de todas las facultades de alma y cuerpo que o proceden de la naturaleza o la sobrepasan; tal, finalmente, como le conocemos por la recta razón y los divinos oráculos; es decir, el hombre a quien, después de caer de su prístina nobleza, redimió Cristo y le restituyó a la sobrenatural dignidad de ser hijo adoptivo de Dios, sin devolverle, no obstante, aquellos privilegios preternaturales en virtud de los cuales era antes su cuerpo inmortal y su alma equilibrada e integra. De donde resultó que sobreviven en el hombre las fealdades que a la naturaleza humana fluyeron de la culpa de Adán., particularmente la debilidad de la voluntad y las desenfrenadas concupiscencias del alma.

 Y a la verdad, pegada está la necedad al corazón del niño, y la vara de la disciplina la arrojará fuera (
Pr 22,15). Desde la niñez, por lo tanto, hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son malas, y fomentarlas si son buenas, y, sobre todo, es menester imbuir la mente de los niños con las doctrinas que de Dios vienen y fortalecer su voluntad con los auxilios de la gracia divina, en faltando los cuales, ni podrá nadie moderar sus concupiscencias, ni podrá la Iglesia llevar a término y perfección la disciplina y formación, no obstante haberla Cristo provisto de celestes doctrinas y sacramentos divinos, para que ella fuese maestra eficaz de todos los hombres.

Dz 2213 Por lo tanto, toda pedagogía, cualquiera que sea, que se contente con las meras fuerzas de la naturaleza y rechace o descuide lo que por institución divina contribuye a la debida formación de la vida cristiana, es falsa y llena de error, y todo método y procedimiento educativo de la juventud que no tenga apenas para nada en cuenta la mancha trasmitida por los primeros padres a toda su posteridad, ni tampoco la gracia divina, y que, por ende, se funde toda entera en las solas fuerzas de la naturaleza, se desvía totalmente de la verdad. Tales son, sobre poco más o menos sistemas que con nombres varios se propalan públicamente en nuestros tiempos, los cuales se reducen a poner casi totalmente el fundamento de cualquier educación en que sea permitido a los niños formarse ellos a sí mismos, según su plena inclinación y arbitrio, aun repudiando los consejos de los mayores y maestros, y sin tener para nada en cuenta ley alguna, ni ayuda humana, ni divina. Todo esto, si de tal manera se circunscribiera en sus propios límites, que estos nuevos maestros quisieran que los adolescentes colaboraran también en su educación con su propio trabajo e industria, tanto más cuanto más adelantan en edad y conocimiento de las cosas, o bien, que de la educación de los niños se apartara toda violencia y aspereza (con la que no ha, sin embargo, de confundirse la justa corrección), la cosa sería verdadera, pero en modo alguno nueva, como quiera que eso mismo ha enseñado la Iglesia y lo han mantenido por tradición de sus mayores los, educadores cristianos, imitando a Dios, el cual quiere que todas las criaturas, y señaladamente todos los hombres, colaboren con El, conforme a la propia naturaleza de ellos, pues la divina sabiduría se extiende poderosa de confín a confín y lo dispone todo suavemente (Sg 8,1)...

3697 Dz 2214 Pero mucho más perniciosas son las ideas y doctrinas sobre seguir absolutamente como guía a la naturaleza, que tocan una parte delicadísima de la educación humana, aquella - decimos - que atañe a la integridad de las costumbres y a la castidad. Corrientemente, en efecto, se hallan muchos que, tan necia como peligrosamente, defienden y proponen aquel método educativo que con afectación llaman educación sexual, estimando falsamente que podrán precaver a los jóvenes contra el placer de la lujuria por medios puramente naturales y sin ayuda alguna de la religión y de la piedad; a saber, iniciándolos e instruyéndolos a todos, sin distinción de sexo, y hasta públicamente, en doctrinas resbaladizas, y aun - lo que es peor - exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, a fin de que su espíritu, acostumbrado, como ellos dicen, a estas cosas, quede como curtido para los peligros de la pubertad.

 Pero yerran gravemente esos hombres al no reconocer la nativa fragilidad de la naturaleza humana ni la ley ínsita en nuestros miembros, la cual, para valernos de las palabras del Apóstol Pablo, combate contra la ley de la mente (
Rm 1,23), y al negar temerariamente lo que sabemos por la diaria experiencia, que los jóvenes más que nadie caen frecuentemente en los pecados torpes, no tanto por falta de conocimiento de la inteligencia, cuanto por debilidad de la voluntad, expuesta a los halagos y desprovista de los auxilios divinos.

 En este asunto, de verdad difícil, si, atendidas todas las circunstancias, se hace necesario dar oportunamente a algún joven alguna instrucción de parte de quienes han recibido de Dios el deber de educar a los niños juntamente con las gracias oportunas, hay que emplear aquellas cautelas y artes que no son desconocidos de los educadores cristianos...

3698 Dz 2215 Igualmente ha de tenerse por erróneo y pernicioso para la educación cristiana aquel método de formación de la juventud que llaman vulgarmente coeducación... Uno y otro sexo han sido constituidos por la sabiduría de Dios para que en la familia y en la sociedad se completen mutuamente y formen una conveniente unidad, y eso justamente por su misma diferencia de cuerpo y alma, que los distingue entre sí, diferencia que, por tanto, debe mantenerse en la educación y formación, y hasta favorecerse por la conveniente distinción y separación, adecuada a las edades y condiciones. Y estos preceptos, que dicta la prudencia cristiana, han de guardarse en su tiempo y ocasión, no sólo en todas las escuelas, señaladamente durante los años inquietos de la adolescencia, de los que depende totalmente la marcha de casi toda la vida futura, sino también en los ejercicios de gimnasia y deporte, en los que debe atenderse de modo peculiar a la cristiana modestia de las niñas, de las que gravemente desdice cualquier exhibición y publicidad a los ojos de todos...

Dz 2216 Mas para procurar una perfecta educación es menester procurar que cuanto a los niños rodee durante el período de su formación, corresponda bien al fin que se pretende.

 Y, a la verdad, como primer ambiente que por necesidad rodea al niño para su recta formación, hay que considerar su propia familia, destinada por Dios precisamente para esta misión. De ahí que con razón tendremos por más constante y segura educación, la que se recibe en la familia bien ordenada y morigerado, y tanto más eficaz y firme cuanto los padres principalmente y los demás domésticos más vayan con su ejemplo de virtud delante de los niños...

Dz 2217 Mas a las débiles fuerzas de la naturaleza humana, decaída por la culpa originaria, Dios por su bondad atendió con los auxilios abundantes de su gracia y con aquella copiosidad de medios de que dispone la Iglesia para purificar a las almas y levantarlas a la santidad; la Iglesia, decimos, aquella gran familia de Cristo, la cual es por ello la educadora que se adapta y une como ninguna con las familias particulares...

Dz 2218 Mas como era necesario que las nuevas generaciones se instruyeran en aquellas artes y disciplinas por las que prospera y florece la sociedad civil, y para ello no bastaba por sí sola la familia; de ahí tuvieron principio los públicos institutos, primero -- nótese bien -- por la acción mancomunada de la Iglesia y de la familia, y mucho después por la del Estado. Por eso las instituciones literarias y las escuelas, si a la luz de la historia se examinan sus orígenes, fueron por su naturaleza como un subsidio y casi complemento de la Iglesia y de la familia juntamente; de donde consiguientemente se sigue que las escuelas públicas no sólo no pueden oponerse a la familia y a la Iglesia, sino que deben, en la medida de lo posible, estar de acuerdo con una y otra, de suerte que las tres -- escuela, familia e Iglesia -- formen como un santuario único de la educación cristiana, si es que no queremos que la escuela se desvíe totalmente de sus fines y se convierta en peste y ruina de los adolescentes...

Dz 2219 De ahí se sigue necesariamente que las escuelas que llaman neutras o laicas, socavan y trastornan todo fundamento de educación cristiana, como quiera que de ellas se excluye de todo punto la religión; escuelas, por lo demás, que sólo en apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en enemigas declaradas de la religión.

 Largo fuera, y tampoco es necesario, repetir lo que nuestros predecesores, señaladamente Pío IX y León XIII, declararon abiertamente, como quiera que fué principalmente en sus tiempos, cuando esta peste del laicismo invadió las escuelas públicas. Nos reiteramos y confirmamos sus protestas (1), así como las prescripciones de los sagrados cánones en que se prohibe a los niños católicos frecuentar por ninguna causa las escuelas, ora neutras, ora mixtas, es decir, aquellas en que se reúnen sin distinción educadores católicos y acatólicos; a las cuales, sin embargo, será lícito asistir, sólo según el prudente juicio del Ordinario, en determinadas circunstancias de lugares y de tiempos, con tal que se pongan las convenientes cautelas (2). Tampoco puede tolerarse aquella escuela (y menos si es «única», y a ella tienen que acudir todos. los niños) en que, si bien. se da separadamente a los católicos la instrucción religiosa, no son, sin embargo, católicos los maestros que instruyen promiscuamente a niños católicos y acatólicos en las letras y en las artes.


(1) Pío IX, Carta Quum non sine, de 14 jul. 1864; Syllabus 48 [v. 1748]; LEON XIII, Aloc. Summi Pontificatus, de 20 ag. 1880; Carta Encíclica Nobilissima, de 8 feb. 1884; idem Quod multum de 22 ag. 1886; Carta Officio SAnctissimo, de 22 dic. 1887; Carta Encíclica Caritatis, de 19 mar. 1894; etc. Cf. CIC cum Fontium Annot.
CIS 1374.
(2) CIC CIS 1374.


Dz 2220 Porque tampoco basta que en una escuela se dé instrucción religiosa (frecuentemente con harta parsimonia), para que satisfaga a los derechos de la Iglesia y de la familia y se haga digna de ser frecuentada por alumnos católicos; pues para que una escuela cualquiera logre esto realmente, es de todo punto preciso que la educación y enseñanza toda, la organización toda de la escuela, es decir, maestros, métodos, libros, en lo que atañe a cualquier disciplina, de tal modo estén imbuídos y penetrados de espíritu cristiano, bajo la dirección y maternal vigilancia de la Iglesia, que la religión misma constituya no sólo el fundamento, sino la cúspide de toda la educación; y esto no sólo en las escuelas elementales, sino también en aquellas en que se dan las disciplinas superiores. «Menester es - para valernos de palabras de León XIII - que no sólo se enseñe en determinadas horas a los jóvenes la religión, sino que todo el resto de la formación respire sentimientos de piedad. Si esto falta, si este hábito sagrado no penetra y calienta los corazones de maestros y discípulos, exiguos frutos se sacarán de cualquier doctrina, y con frecuencia se seguirán daños no exiguos (3)...»


(3) Carta Encíclica Militantis Ecclesiae, de 1.º ag. 1897.


Dz 2221 Mas todo cuanto hacen los fieles para promover y defender la escuela católica para sus hijos, es sin género de duda obra de religión y por ello misión principalísima de la Acción Católica; de suerte que son particularmente gratas a nuestro corazón de padre y dignas de especiales alabanzas aquellas asociaciones todas que en múltiples formas trabajan de modo peculiar y con todo empeño en obra tan necesaria.

 Por eso, hay que proclamar muy alto y por todos ha de ser bien advertido y reconocido que, al procurar los fieles la escuela católica para sus hijos, no hacen en nación alguna obra de partido político, sino que cumplen un deber de religión que imperiosamente les exige su conciencia; y tampoco pretenden separar a sus hijos de la disciplina y espíritu del Estado, antes bien, educarlos en él del modo más perfecto y más conducente a la prosperidad de la nación, puesto que el verdadero católico, formado precisamente en la doctrina católica, es por ello mismo el mejor ciudadano y el mejor patriota, que obedece a la pública autoridad con sincera lealtad bajo cualquier forma legítima de gobierno.

Dz 2222 Sin embargo, la saludable eficacia de las escuelas, no ha de atribuirse tanto a las buenas leyes, cuanto a los buenos maestros, que especialmente preparados y bien impuestos cada uno en la disciplina que ha de enseñar, dotados de aquellas cualidades intelectuales y morales que su cargo, a la verdad gravísimo, reclama, ardan en pura y divina caridad para con los jóvenes que les han sido confiados, del mismo modo que aman a Jesucristo y a su Iglesia -- de quienes aquéllos son hijos carísimos --, y por lo mismo buscan con todo empeño el verdadero bien de las familias y de la patria. Llénasenos, pues, el alma de consuelos preclaros, y damos gracias a la divina Bondad, cuando vemos que a los religiosos y religiosas dedicados a la enseñanza de niños y adolescentes, se agregan tantos y tan excelentes maestros de ambos sexos -- unidos también ellos para cultivar más santamente su espíritu en congregaciones y asociaciones especiales, que han de alabarse y promoverse como el más noble y poderoso auxiliar de la Acción Católica -- los cuales, olvidados de su propio interés, trabajan con celo y constancia en lo que San Gregorio Nacianceno llama «el arte de las artes y la ciencia de las ciencias» (1), es decir, en la obra de dirigir y formar a los jóvenes. Sin embargo, como sea cierto que también a ellos se aplica el dicho del divino maestro: La mies es mucha, pero los obreros pocos (Mt 9,37), roguemos con humildes preces al Señor de la mies que envíe más y más tales operarios de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el corazón los pastores de las almas y los supremos moderadores de las órdenes religiosas.


(1) Orat. 2, 16 [PG 35, 426]


Dz 2223 Es menester además dirigir y vigilar la educación del joven, como que es «de cera para doblarse al Vicio» (2) , en cualquier ambiente de vida en que se halle, apartándole de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las buenas, en las recreaciones y en la selección de sus compañías, porque corrompen las buenas costumbres las conversaciones malas (1Co 15,33).


(2) HORAT., De arte poetica, 163.



 Sin embargo, esta guardia y vigilancia que hemos dicho es menester emplear, no exige en modo alguno que los jóvenes hayan de estar separados de la sociedad humana en la que han de vivir y atender a la salvación de su alma, sino que se armen y cristianamente fortalezcan, hoy más que nunca, contra los halagos y errores del mundo que, como dice San Juan, es todo concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (1Jn 2,16); de suerte que, como de los primeros cristianos escribió Tertuliano, sean tales los nuestros cuales en todo tiempo es bien sean los cristianos: «coposeedores del mundo, pero no del error» (1).


(1) De idolatria 14 [PL 1, 682]


Dz 2224 Fin propio e inmediato de la educación cristiana es, con la cooperación de la gracia divina, hacer al hombre auténtico y perfecto cristiano, es decir, expresar y formar a Cristo mismo en aquellos que han renacido por el bautismo, conforme a la viva expresión de San Pablo: Hijitos míos, por quienes otra vez estoy de parto, hasta que se forme Cristo en vosotros (Ga 4,19). Vida, en efecto, sobrenatural debe vivir en Cristo el auténtico cristiano -- Cristo vida vuestra (Col 3,4) -- y esa misma ha de poner de manifiesto en todas sus acciones, de suerte que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal (2Co 4,11).

 Siendo esto así, el conjunto mismo de los actos humanos, lo mismo en la acción de los sentidos que del espíritu, lo mismo en cuanto a la inteligencia que a las costumbres, los individuos y la sociedad, sea esta doméstica, sea civil, todo lo abarca la educación cristiana, pero no para menoscabarlo en lo más mínimo, sino para levantarlo, dirigirlo y perfeccionarlo conforme a los ejemplos y doctrina de Jesucristo.

 Así, pues, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, no es otro que el hombre sobrenatural que siente, juzga y obra de modo constante y congruente consigo mismo, conforme a la recta razón, sobrenaturalmente ilustrada por los ejemplos y doctrina de Jesucristo; es decir, el hombre que se distingue por su auténtica firmeza de carácter. Porque no todo el que obra de acuerdo consigo mismo y es tenaz en su propio y personal intento, es el hombre de sólido carácter, sino sólo aquel que sigue las eternas razones de la justicia, como lo reconoció el mismo poeta pagano, al exaltar «al varón justo» y juntamente «tenaz en su propósito» (2); razones, por lo demás, de justicia que no pueden ser íntegramente guardadas, si no se da a Dios, como hace el verdadero cristiano, lo que a Dios es debido...


(1) HORAT., Od. 3, 3, 1.


 El verdadero cristiano está tan lejos de abdicar de la gestión de las cosas de la vida y de amenguar sus facultades naturales, que, por el contrario, las desarrolla y perfecciona, armonizándolas con la vida sobrenatural de modo que ennoblece la misma vida natural y la dota de más eficaces auxilios no sólo en orden a lo espiritual y eterno, sino también a las necesidades de la misma vida natural...




Denzinger 3670