Juan Avila - Audi FIlia 18

18

CAPITULO 18: De otro laso, contrario al pasado, que es la desesperación con que el demonio pretende vencer al hombre; y cómo nos habremos contra él.



Otra arte suele tener el demonio contraria a esta pasada; la cual es, no haciendo ensalzar el corazón, mas abajándolo y desmayándolo, hasta traerlo a desesperación; y esto hace trayendo a la memoria los pecados que el hombre ha hecho, y agravándolos cuanto puede, para que el tal hombre, espantado con ellos, caiga desmayado como debajo de carga pesada, y así se desespere. De esta manera hizo con Judas, que al hacer el pecado quitóle delante la gravedad de él, y después trájole a la memoria cuan gran mal era haber vendido a su Maestro, y por tan poco precio, y para tal muerte; y así cególe los ojos con la grandeza del pecado, y dio con él en el lazo, y de allí en el infierno.

De manera que a unos ciega con las buenas obras, poniéndoselas delante y escondiéndoles sus males, y así los engaña con la soberbia; y a otros escondiéndoles que no se acuerden de la misericordia de Dios, y de los bienes que con su gracia hicieron, y tráeles a la memoria sus males, y así los derriba con desesperación.

Mas así como el remedio de lo primero fue, queriéndonos él vanamente alzar en el aire, asirnos nosotros más a la tierra, considerando, no nuestras plumas; de pavón, mas nuestros lodosos pies de pecados que hemos hecho, o haríamos, si por Dios no fuese, así en estotro engaño es el remedio quitar los ojos de nuestros pecados, y ponerlos en la misericordia de Dios y en los bienes que por su gracia hemos hecho. Porque en el tiempo que nuestros pecados nos combaten con desesperación, muy bien hecho es acordarnos de los bienes que hemos hecho o hacemos, según tenemos ejemplo en Job (Jb 13,18), y en el rey Ezequías (2R 20,3). Y esto, no para poner confianza en nuestras buenas obras en cuanto son nuestras, porque no caigamos en un lazo huyendo de otro, mas para esperar en la misericordia de Dios, que pues El nos hizo merced de que hiciésemos el bien con su gracia, El nos lo galardonará, aun hasta el jarro de agua que por su amor dimos; y que, pues nos ha puesto en la carrera de su servicio, no nos dejará en la mitad de ella; pues sus obras son acabadas (Dt 32,4), como El lo es; y más hizo en sacarnos de su enemistad, que en conservarnos en su amistad. Lo cual nos enseña San Pablo diciendo (Rm 5,10): Si cuando éramos enemigos fuimos hechos amigos con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que somos hechos amigos, seremos salvos en la vida de El.

Cierto, pues su muerte fue poderosa para resucitar a los muertos, también lo será su vida para conservar en vida a los vivos. Si nos amó desamándole nosotros, no nos desamará, pues le amamos. De manera, que osemos decir lo que dice San Pablo (Ph 1,6): Confío que Aquel que comenzó en nosotros el bien, lo acabará hasta el día de Jesucristo. Y si el demonio nos quisiere turbar con agravarnos los pecados que hemos hecho, miremos que ni él es la parte ofendida, ni es tampoco el juez que nos ha de juzgar. Dios es a quien ofendimos cuando pecamos, y Él es el que ha de juzgar a hombres. Y, por tanto, no nos turbe que el acusador acuse; mas consolémonos, que el que es parte y Juez, nos perdona y absuelve, mediante nuestra penitencia, y sus ministros y Sacramentos. Esto dice San Pablo así (Rm 8): Si Dios es por nos, ¿quién será contra nos? El cual a su propio Hijo no perdonó, mas por todos nosotros lo entregó. ¿Pues cómo es posible que dándonos a su Hijo, no nos haya dado con Él todas las cosas? ¿Quién acusará contra los escogidos de Dios? Dios es el que justifica; ¿quién habrá que condene?Todo esto dice San Pablo. Lo cual bien considerado, debe esforzar a nuestro corazón a esperar lo que falta, pues tales prendas de lo pasado tenemos.

Ni nos espanten nuestros pecados, pues el Eterno Padre castigó por ellos a su Unigénito Hijo, para que así viniese el perdón sobre quien merecía el castigo, si el tal hombre se dispusiere a lo recibir. Y pues Él nos perdona, ¿qué le aprovecha al demonio que dé voces pidiendo Justicia? Ya una vez fue hecha justicia en la cruz de todos los pecados del mundo; la cual cayó sobre el inocente Cordero, Jesucristo nuestro Señor, para que todo culpado que quisiere llegarse a Él y gozar de su redención por la penitencia, sea perdonado. Pues ¿qué justicia seria castigar otra vez los pecados del penitente con infierno, pues ya una vez fueron suficientemente castigados en Jesucristo? Y digo castigar con infierno, porque hablo del penitente bautizado, que por vía del Sacramento de la Penitencia recibe perdón y la gracia perdida, conmutándosele ordinariamente la pena del infierno, que es eterna, en pena temporal, que en esta vida satisfaga con buenas obras, o en el purgatorio padeciendo las penas de allá. Mas no piense nadie que no quitarse toda la pena, sea por falta de la redención del Señor, cuya virtud está y obra en los Sacramentos; porque copiosa es, como dice Santo Rey y Profeta David (Ps 129,7); mas es por falta del penitente, que no llevó disposición para más. Y tal dolor y vergüenza puede llevar, que de los pies del confesor se levante perdonado de toda la culpa y de toda la pena, como si recibiera el santo Bautismo, que todo esto quita a quien lo recibe aun con mediana disposición. Sepan todos que el óleo que nos dio nuestro grande Elíseo (2R 4,1-7), Jesucristo nuestro Señor, cuando nos dio su Pasión, que obra en sus Sacramentos riquísimos, es para poder pagar con él todas nuestras deudas, y vivir en vida de gracia, y después de gloria. Mas es menester que nosotros, como la otra viuda, llevemos vasos de buenas disposiciones, conforme a los cuales recibirá cada uno el efecto de su sagrada Pasión, que, en sí misma, bastantísima es, y aun sobrada.





19

CAPITULO 19: Da lo mucho que nos dio el Eterno Padre en darnos a Jesucristo nuestro Señor;

y cuánto lo deberíamos agradecer y aprovecharnos de esta merced, esforzándonos con ella para no admitir la desesperación con que el demonio suele combatirnos.



Mucha razón tiene Dios de quejarse, y sus pregoneros para reprender a los hombres, de que tan olvidados estén de esta merced, digna que por ella se diesen gracias a Dios de noche y de día. Porque, como dice San Juan (Jn 3,16): Así amó Dios al mundo, que dio a su Unigénito Hijo, para que todo hombre que creyere en Él y le amare, no perezca, mas tenga la vida eterna. Y en esta merced están encerradas las otras, como menores en la mayor, y efectos en causa. Claro es que quien dio el sacrificio contra los pecados, perdón de pecados dio cuanto es de su parte ; y quien el Señor dio, también dio el señorío; y, finalmente, quien dio su Hijo, y tal hijo dado a nosotros, y nacido para nosotros (Nobis datus, nobis natus: Hymno --- Pange, lingua), no nos negará cosa que necesaria nos sea. Y quien no la tuviere, de sí mismo se queje, que de Dios no tiene razón. Que para dar a entender esto, no dijo San Pablo: Quien el Hijo nos dio todas las cosas nos dará con Éi; mas dijo: Todas las cosas nos ha dado con Éi; porque de parte de Dios todo está dado, perdón, y gracia y el cielo. ¡Oh hombres!, ¿por qué perdéis tal bien, y sois ingratos a tal Amador y a tal dádiva, y negligentes a aparejaros para recibirla? Cosa sería digna de reprensión que un hombre anduviese muerto de hambre y desnudo, lleno de males; y habiéndole uno mandado en su testamento gran copia de bienes, con que podía pagar, y salir de sus males, y vivir en descanso, se quedase sin gozar de ellos por no ir dos o tres leguas de camino a entender en el tal testamento. La redención hecha está tan copiosa, que, aunque perdonar Dios las ofensas que contra Él hacen los hombres, sea dádiva sobre todo humano sentido, mas la paga de la Pasión y muerte de Jesucristo nuestro Señor excede a la deuda del hombre en valor, mucho más que lo más alto del cielo y a lo más profundo del suelo. Como dice San Agustín: «Azotes debía el hombre culpado, y ser preso, y escarnecido y muerto; ¿pues no os parece que están bien pagados con azotes y tormentos y muerte de un hombre, no sólo justo, mas que es hombre y Dios?

Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced, pone San Juan (I, 14) otra mayor, diciendo: La palabra de Dios es hecha carne. Como quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el hijo de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer.

También es cosa maravillosa que un hombrecillo terrenal esté en el cielo gozando de Dios, y acompañado de ángeles con honra inefable; mas mucho más fue estar Dios puesto en tormentos y menosprecios de cruz, y morir entre dos ladrones; con lo cual quedó la Justicia divina tan satisfecha, así por lo mucho que el Señor padeció, como principalmente por ser Dios el que padeció, que nos da perdón de lo pasado, y nos echa bendiciones con que nuestra esterilidad haga fruto de buena vida y digna del cielo; figurada en el hijo que fue dado a Sara (Gn 18,10), vieja y estéril. Porque el becerro cocido en la casa de Abraham (Gn 18,7), que es Jesucristo, crucificado en el pueblo que de Abraham venía, fue a Dios tan gustoso, que de airado se tornó manso y la maldición conmutó en bendición, pues recibió cosa que más le agradó, que todos los pecados del mundo le pueden desagradar.

Pues ¿por qué desesperas, hombre, teniendo por remedio y por paga a Dios humanado, cuyo merecimiento es infinito? Y muriendo, mató nuestros pecados, mucho mejor que muriendo Sansón murieron los filisteos (Jg 16,30). Y aunque tantos hubiésedes hecho tú como el mismo demonio que te trae a desesperación, debes esforzarte en Cristo, Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo (Jn 1,29); del cual estaba profetizado que había de arrojar todos nuestros pecados en el profundo del mar (Mi 7,19), y que había de ser ungido el Santo de los santos, y tener fin el pecado, y haber sempiterna justicia (Da 9,24). Pues si los pecados están ahogados, quitados y muertos, ¿qué es la causa por que enemigos tan flacos y vencidos te vencen, y te hacen desesperar?





20

CAPITULO 20: De algunas cosas que suele traer el demonio contra el remedio ya dicho para desmayarnos;

y cómo no por eso debemos perder el ánimo, antes animarnos más, mirando la infinita misericordia del Señor.



Mas ya oigo, hombre, lo que tu flaqueza responde a lo dicho. Que ¿ qué te aprovecha a ti que Cristo haya muerto por tus pecados, si el perdón no se aplica a ti? Y que, con haber muerto Cristo por todos los hombres, están muchos en el infierno, no por falta de su redención, que es copiosa (Ps 129,7), mas por no aparejarse los hombres a la recibir; y por esta parte es tu desesperación.

A lo cual digo, que aunque dices verdad, no te aprovechas bien de ella. San Bernardo dice, que para tener uno testimonio de buena conciencia, que le dé alegría de buena esperanza, no basta creer en general que por la muerte de Cristo se perdonan los pecados, mas es menester confiar y tener conjeturas que se aplica el perdón al tal hombre en particular, mediante las disposiciones que la Iglesia enseña; pues que con creer lo primero puede desesperar, mas no con tener lo segundo; porque esperando, no puede desesperar. Mas debes mirar que es mucha razón que, viendo tú las entrañas del celestial Padre abiertas para dar a su Hijo, como lo dio, y viendo tal costa hecha y el Cordero divino ya muerto para que tú comas de El y no mueras, debes desechar de ti toda pusilanimidad y pereza, y procurar de aprovecharte de la redención, confiando que te ayudará Dios para ello. Y pues que, para ser tú perdonado, no es menester que Cristo trabaje de nuevo, ni muera por ti, ni padezca poco ni mucho, ¿por qué piensas que ha de querer que, pues está hecha la costa de su convite, falten convidados para le comer? No es así, cierto, ni es de su voluntad que el pecador muera, mas quey porque así se hiciese, Él perdió su vida en la cruz.

 Y no pienses que, lo que has menester hacer para gosar de su redención, es alguna cosa imposible, o tan dificultosa que desesperes de salir con ella, según eres flaco; un gemido de corazón que a Dios des con dolor por haber ofendido a tal Padre, y con intención de la enmienda; manifiesta tus pecados a un sacerdote que te pueda absolver, y oirán aun tus orejas de carne, para mayor consolación tuya, la sentencia de tu proceso, por la cual te digan: Yo te absuelvo de toaos tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Y si aun te parece que tu dolor no es tan cabal como había de ser, y por esto desmayas, no te fatigues; porque es tanta la gana que el Señor tiene de tu salvación, que suple Él nuestras faltas con el privilegio que dio a su Sacramento, para hacer del atrito contrito (Del atrito, contrito. La atrición, junto con el sacramento de la penitencia, perdona el pecado e infunde la gracia santificante; y así equivale a la contrición perfecta). Y si te parece que aun para hacer esto poco no eres, dígote que no presumas de lo hacer tú a solas, mas llama al celestial Padre, y pídele que, por Jesucristo su Hijo, te ayude a dolerte de la vida pasada, y a proponer la enmienda de lo por venir, y a bien confesarte, y, finalmente, para todo lo que has menester. Y Él es tal, que no hay por qué esperar de sus manos sino toda blandura y socorro, pues el mismo que da el perdón inspira la disposición para ello.

Y si con todo esto no sientes consuelo, aunque oíste la sentencia de tu absolución, no te desmayes, ni dejes lo comenzado: que si en una confesión no sentiste consuelo, en otra o en otras lo sentirás, y se cumplirá en ti lo que dijo David penitente (Ps 50): A mi oído darás gozo y alegría, y gozarse han mis huesos humillados. Cierto, así pasa, que las palabras de la absolución sacramental, ya que no den a un hombre tanta certidumbre del perdón, que tenga de ello fe ni evidencia, mas danle tal reposo y consuelo, con que se pueden alegrar las fuerzas de su ánima. que por el pecado estaban humilladas y quebrantadas.

No cese el hombre de buscar el perdón; que si en la demanda porfía, el Padre de las misericordias saldrá al encuentro a su hijo pródigo, y se lo dará y le vestirá con celestial ropa de gracia, y se holgará de ver ganado a su hijo por la penitencia, que estaba perdido por el pecado (Lc 15,20). Y no sea a nadie increíble que Dios usa con los pecadores leyes do tanta blandura y dulzura, sacadas de su bondad y verdaderísimo amor, pues que usó con su Hijo leyes de tanto (rigor, que queriéndolo tanto como a sí mismo, y siendo quien es, y pagando por pecados ajenos, no le hizo suelta de un solo pecado, de que su justicia quedase por satisfacer. Y por esto, como un león, aunque bravo, si está bien harto y contento, no hace daño a los animales; que si hambriento estuviera, se los tragara; así la divina Justicia, con el satisfecho (El satisfecho: la satisfacción, hartura) que tiene en Jesucristo, Cordero divino, no hace mal a los que ve llegarse a Él para incorporarse en su cuerpo, ni impide a la misericordia para que haga en ellos según su costumbre. Y de aquí viene, que en lugar de airado Juez, nos sea Dios piadoso Padre.





21

CAPITULO 21: En que se prosigue la grandeza de la misericordia de Dios, que usa con los que le piden perdón de corazón. Es una consideración bastante para vencer toda desesperación.



Peligrosa ponzoña bebe quien hace pecado; feísima y terrible faz tiene para espantar a quien de verdad lo conoce, y muy bastante para desmayar a cualquier hombre, por fuerte que sea, si se para a considerar con vivo sentido lo que ha hecho, y contra quién lo ha hecho, y las promesas del bien que ha perdido, y amenazas del mal que están sobre su cabeza. Mirando las cuales cosas David, aunque hombre esforzado, dice (Ps 39,13): Mi corazón se me ha desmayado. Mas este mal tan grande no lo deja Dios sin remedio, según hemos dicho. Y porque tome este remedio la persona que lo hubiere menester, manifestaré algo de las grandezas de la misericordia de Dios, de que usa con los pecadores que le piden perdón.

El demonio hará de las suyas, y asombraros ha, según hemos dicho, con la muchedumbre y grandeza de vuestros pecados. No le respondáis vos, mas volveos a Dios y decidle (Ps 24,11): Por tu nombre. Señor, me perdonaras mi maldad, porque mucha es. Y si Dios os da a sentir el misterio de aquestas palabras, cierto, estaríades bien lejos de desesperar, por mucho que hayáis pecado. ¿Visteis nunca, u oísteis tribunal de juez, donde siendo uno acusado de muchos y grandes pecados, con intención de que sea condenado y castigado según él merece, él mismo confiese sus culpas, y conceda su acusación, y tome por medio para que le absuelvan, la confesión de aquello que el acusador mucho exageraba, y en que estribaba para lo condenar? Dice el culpado al juez: Señor, yo concedo y confieso que he pecado mucho, mas vos me perdonaréis por la honra de vuestro nombre; y sale con ello por parte de Dios, y por parte de sí.

El Señor Dios tiene justicia y misericordia; y cuando mira nuestras culpas con su justicia, provócanle a ira; y mientras más pecados tenemos, a mayor castigo le provocamos. Mas cuando mira nuestros pecados con misericordia, no le mueven a ira, sino a compasión ; porque no los mira como a ofensa suya, sino como a mal maestro; y como ningún mal nos puede venir que tanto daño nos haga como el pecar, ninguno es materia de misericordia tan a lo propio, como la culpa, mirándola según he dicho. Y cuanto más hemos pecado, tanto más nos hemos hecho más mal, y tanto más se provoca a misericordia el corazón que la tiene y quiere usar de ella, como lo es el corazón del Señor misericordioso y hacedor de misericordias. Ahora sabed, que en una de dos maneras se han los hombrea que mucho han pecado.— Unos, desesperados de remedio, cómo Caín, vuelven las espaldas a Dios y entrégame, como dice San Pablo (Ep 4,19), a toda suciedad y pecado, y enduréceseles cada día más su corazón para todo bien, hasta que, cuando vienen al profundo de los pecados, no Se les da nada de ellos, gloriándose en su malicia, y tanto más dignos de ser llorados cuanto ellos menos se lloran. Lo que a éstos acaecerá es lo que la Escritura dice (Si 3,27): Al corazón duro, mal le irá en sus postrimerías. ¡Y ay de aquel que este mal ha de probar, que muy mejor le fuera no haber nacido!—Otros hay, que habiendo hecho muchos pecados, tornan sobre sí con el socorro de Dios, e hiriendo su corazón con dolor, y llenos do confusión y vergüenza, humíllanse delante de la misericordia de Dios, tanto con mayor humildad y gemido, cuanto han sido sus pecados más y mayores.

 Y como Dios tenga sus ojos puestos en el corazón contrito y humillado (Ps 50,19), y dé su gracia a los tales humildes (Jc 4,6), da mayor gracia a los más humildes. Y la ocasión de ello fue haber pecado muchos pecados, los cuales ellos confiesan y gimen; mas no desesperan, y alegan delante la misericordia de Dios, que pues su miseria y daño es muy grande, sea con ellos la misericordia de Él copiosa y muy grande. Y así decía David: Ten, Señor, misericordia de mí según tu gran misericordia. Y como Dios, según hemos dicho, mira con ojos de misericordia al pecador contrito y humillado, da aquí mayor perdón y mayor gracia, que donde no hay tantos pecados ni tanta humildad; cumpliéndose lo que dijo San Pablo (Rm 5), que donde el pecado abundó, la gracia sobrepujó; y resulta la mayor caída del nombre en mayor alabanza de Dios, pues le da mayor perdón y más gracia.

¿Quién, pues, habrá que esto entienda, que se desespere por tener muchas deudas, pues que ve que la liberalidad y merced del Señor es manifestada y más glorificada en dar mayor suelta, y que toma Dios por honra de su nombre el perdonar, y perdonar mucho? Antes, conociendo que es cosa justa que el Señor y su nombre sean glorificados, diremos, no con desesperación, mas muy confiados (Ps 24): Por tu nombre. Señor, me perdonarás mi pecado, porque es mucho. Y la gloria que de aquí Dios saca, no nace de nuestro pecado, pues que de sí mismo es desprecio y desacato de Dios; mas procede de la omnipotente bondad divinal, que saca bien de los males, y hace que le sirvan sus enemigos con dar materia para que sus amigos le alaben.

Acordaos, que estando el pueblo de Dios, cuando de Egipto salió, en muy grande aprieto, y que esperaban la muerte de mano de los enemigos que tras ellos venían, díjoles Moisés (Ex 14,13): No temáis, porque estos gitanos (gitanos: egipcios) perecerán, y nunca más los veréis. Y como la mar ahogase a los gitanos (gitanos: egipcios) y los echase a la orilla, paráronselos a mirar los hijos de Israel; y aunque los vieron, viéronlos muertos, y tan sin temor de mirarlos, como si nunca más los miraran; y tomaron ocasión de dar gloria a quien los mató, y dijeron (Ex 15,1): Cantemos al Señor, porque gloriosamente ha sido engrandecido: que al caballo y al caballero ahogádolos ha en el mar. Todo lo cual es figura de aquel aprieto en que nuestros pecados nos ponen, representándosenos como enemigos muy fuertes que nos quieren matar y tragar; mas la divina palabra, llena de toda buena esperanza, nos esfuerza diciendo que no desesperemos ni tornemos atrás a los vicios de Egipto, mas que siguiendo el propósito bueno, con que comenzamos el camino de Dios, estemos en pie confortados con su socorro, para que veamos sus maravillas; las cuales son, que en la mar de su misericordia, y en la sangre bermeja de Jesucristo su Hijo, son ahogados nuestros pecados; y también el demonio que caballero en ellos venía, para que ni él ni ellos nos puedan dañar; antes acordándonos de ellos, aunque nos duelan como es razón, nos den ocasión que demos gracias y gloria al Señor Dios nuestro por habernos sido piadoso Padre en nos perdonar, y sapientísimo en sacar bienes de nuestros males, matando de verdad el pecado que nos mataba. Y lo que queda vivo de él que es la memoria de lo haber cometido, hace que sirva para que sus escogidos sean más aprovechados que antes, y ensalzadores de la honra de Dios.





22

CAPITULO 22: Donde se prosigue el tratar de la misericordia que el Señor usa con nosotros, venciendo su Majestad nuestros enemigos por admirable manera.



Esta admirable hazaña de Dios, que saca triaca de la ponzoña contra la misma ponzoña, sacando del pecado la destrucción del mismo pecado, nace y tiene semejanza de otra hazaña que el Altísimo hizo, no menor, sino mayor que ésta y que todas; la cual fue la obra de su Encarnación y Pasión. En la cual no quiso Dios pelear con sus enemigos con armas de la grandeza de su Majestad, mas tomando las armas de nuestra bajeza, vistiéndose de carne humana, que aunque limpia de todo pecado, fue semejante a carne de pecado (Rm 8,3), pues fue sujeta a penas y muerte, lo cual el pecado metió en el mundo. Y con estas penas y muerte, que sin deberlas tomó, venció y destruyó nuestros pecados; destruidos los cuales, se destruyen penas y muerte, que entraron por ellos; como si uno pegase fuego a un tronco de un árbol con los mismos ramos del árbol, y así quemase el tronco y los ramos. ¡Cuan engrandecida, Señor, es tu gloria! Y ¡ con cuánta razón te debemos cantar y alabar, mejor que al otro David, pues sales al campo contra Goliath que ponía en aprieto al pueblo de Dios, sin haber quien lo pudiese vencer, ni aun osase entrar en campo con él! (1S 17). Mas tú, Señor, Rey nuestro y honra nuestra, disimulando las armas de tu omnipotencia y vida divina, que en cuanto Dios tienes, peleaste con él; tomando en tus manos el báculo de tu cruz, y en tu santísimo cuerpo cinco piedras, que son cinco llagas, lo venciste y lo mataste. Y aunque fueron cinco las piedras, sola una bastaba para la victoria; porque aunque menos pasaras de lo que pasaste, había merecimientos en Ti para nos redimir. Mas Tú, Señor, quisiste que tu redención fuese copiosa y que sobrase, para que así fuesen confortados los flacos y encendidos los tibios, con ver el excesivo amor con que padeciste y mataste nuestros pecados; figurados en Goliath, al cual mató David, no con espada propia que él llevase, mas con la misma que el gigante tenía; por lo cual la victoria fue más gloriosa, y el enemigo más deshonrado. Mucha honra ganara el Señor si, con sus propias armas de vida y omnipotencia divina, peleara con nuestros pecados y muerte, y los deshiciera; mas mucha más ganó en vencerlos sin sacar Él su espada, antes tomando la misma espada y efecto del pecado, que son penas y muerte, condenó al pecado en la carne (Rm 8,3) ofreciendo Él su carne para que fuese penada y tratada como si fuera carne de pecador, siendo carne de justo y de Dios, para que por esta vía, como dice San Pablo, la justificación de la Ley se cumpliese en nosotros, que no andamos según la carne, mas según el espíritu.

Y pues la justificación de la Ley se cumple en nosotros, por andar según el espíritu, claro es que estas tales obras con que se cumple la Ley son cuales ella las pide, y con las cuales ella se satisface. Y así consta haber falsamente hablado quien dijo que «todas las obras que hacía un justo eran pecado» (Tal es el error grande y herético de Martín Lutero, que desconoció el efecto santificador producido el alma por la gracia divina y sobrenatural que Jesucristo nos mereció con su preciosísima sangre). Cristo venció perfectamente al pecado, mereciéndonos perdón para los hechos, y fuerza para no los hacer. Y así libró nuestra ánima de la Ley del pecado, pues no le tenemos ya por señor. Y librónos del daño de las penas, pues que, dándonos gracia para sufrirlas, satisfacemos con ellas la pena que en purgatorio debemos, y ganamos en el cielo coronas (en esta vida presente y mortal, ya que en el purgatorio ya no se puede merecer). Y también nos libró de la Ley de la muerte; porque aunque hayamos de pasar por ella, no hemos de permanecer en ella, mas como quien se echa a dormir, y después recuerda, nos ha el Señor de resucitar para vivir una vida que nunca más muera, y tan bienaventurada que reformará el cuerpo de nuestra bajeza, y lo hará conforme al cuerpo de su claridad (Ph 3,21). Y entonces, alegres y asegurados del todo, despreciando nuestros enemigos y triunfando, diremos (1Co 15,55): Muerte, ¿qué es de tu victoria? Muerte, ¿qué es de tu aguijón? El cual es el pecado, en quien la muerte tiene su fuerza para herir, como la abeja en su aguijón, pues por el pecado entró la muerte en el mundo (Rm 5,12). El un enemigo y el otro, que solían enseñorearse y herir a las gentes, ahogados quedan en la sangre bendita de Jesucristo, y muertos con su muerte preciosa.

Y en lugar de ellos, sucede sempiterna justicia con que el ánima aquí es justificada, y después sucede vista de Dios, faz a faz en el cielo (por la luz de la gloria), y vida bienaventurada en cuerpo y ánima para siempre.

¿Qué diremos a estas cosas, doncella, sino lo que nos enseña San Pablo diciendo (1Co 15,57): ¡Gracias a Dios que nos dio victoria por Jesucristo! Al cual adorad, y con corazón amoroso y agradecido decidle: Toda la tierra te adore, y te cante, y diga cantar a tu nombre (Ps 65,4).

Y decidlo muchas veces al día, y en especial cuando en el altar es alzado su sacratísimo Cuerpo por manos del sacerdote.





23

CAPITULO 23: Del grande mal que hace en el ánima la desesperación; y cómo conviene vencer este enemigo con espiritual alegría, y diligencia y fervor en el servicio de Dios.



Es la desesperación y caimiento del corazón tiro tan peligroso de nuestro enemigo, que cuando yo me acuerdo de los muchos daños que por ella han venido a conciencias de muchos, deseo hablar algo más en el remedio de aqueste mal, si por ventura resultare algún provecho.

Acaece así, que hay personas que andan cargadas con muchedumbre de grandes pecados, y ni saben qué es desesperación, ni aun un poco de temor, ni les pasa por pensamiento, sino andan asegurados con una falsa esperanza y presunción loca, ofendiendo a Dios y no temiendo castigo. Y si la misericordia de Dios luce en sus ánimas, y comienzan a ver la grandeza de sus males, siendo razón, que pues piden a Dios misericordia con deseo de enmienda, v reciben el beneficio y consuelo de los Sacramentos, con esto estuviesen esforzados para contra lo pasado, y para lo que en el camino de Dios se les pudiese ofrecer; tienen extremo de demasiado temor, como antes lo tenían de falsa seguridad; no entendiendo que los que a Dios ofenden y no se arrepienten, tienen por qué temer y temblar, aunque todo el mundo les favorezca, pues tienen provocada contra sí la ira del Omnipotente, al cual no hay quien resista; y que los que se humillan a Dios y reciben sus santos Sacramentos y quieren hacer su voluntad, deben tener, como dicen, un ánimo de león, pues les está mandado que con estas prendas confíen que Dios es con ellos. Al cuál, como lo tienen por enemigo de malos, y por haberlo ellos sido, por eso temen, es mucha razón que lo tengan por amigo de buenos, y que por aquella buena voluntad que les ha dado, pueden confiar que lo es de ellos y lo será, acrecentando el bien que Él mismo plantó, y perfeccionando lo que comenzó. Cierto, es así, que en diciendo un hombre de verdad lo que decía David (Ps 118,48): Alcé mis manos para obrar tus mandamientos, que yo amé, pone Dios sus ojos y corazón donde el hombre pone sus manos, para favorecer al tal hombre; y como quien es bueno por infinita bondad, acoge debajo su amparo y de su bando al que quiere pelear por su honra, haciendo guerra a sí mismo por dar contentamiento a Dios.

Y aunque es verdad que cuando el hombre comienza a servir a Dios con llamamiento particular suyo, que le incite a—despreciadas todas las cosas—buscar la margarita del Evangelio (Mi 13,45) con perfección de vida espiritual, se levantan contra el tal hombre tales asechanzas y guerras de los demonios por sí y por medio de malos hombres, y le ponen en tal aprieto, que al primer paso que se levanta de tierra, y pone el pie en la primera de las quince gradas para subir a la perfección, es constreñido a decir (Ps 119,1): Como fuese atribulado, llamé al Señor y oyóme: Señor, libra mi ánima de los labios malos y lengua engañosa. Labios malos son los que abiertamente impiden el bien, y lengua engañosa la que solapadamente quiere engañar. Y algunas veces se ofrecen, o lo parece, tan grandes impedimentos para salir con lo comenzado, que son semejables a aquellos grandes gigantes que decían los hijos de Israel (Nb 13,34): Comparados nosotros a ellos, somos como unas pequeñas langostas. Y parecen las muros de la ciudad que hemos de combatir, llegar con su alteza a los cielos, y que la tierra que allí hay traga a sus moradores. Mas con todo esto debéis mirar, y miremos todos con ojos abiertos, cuánto desagradó a Dios el desmayo y desesperación que los hijos de Israel tuvieron con estas cosas ya dichas; pues que los pecados que en el desierto habían hecho, aunque eran muchos y grandes, y uno de ellos fue adorar por Dios al becerro, que parece no poder más crecer la maldad; todo esto les sufrió Dios, y les dio su favor para proseguir la empresa comenzada, y no les sufrió la desconfianza y desesperación que de su misericordia y poder tuvieron, y les juró en su enojo, como dice Santo Rey y Profeta David (Ps 94,11) que no entrarían en su holganza, y como lo juró lo cumplió. ¿No os parece que tenemos razón para maldecir este vicio, contrario a la honra de la bondad divinal, la cual es mayor que nuestra maldad, cuanto Dios es mayor que el hombre?

 Y tened por cierto, que como el camino de la perfecta virtud sea una muy reñida batalla, y con enemigos muy fuertes dentro de nos y fuera de nos, no puede llevar consigo quien comienza esta guerra cosa más perjudicial, que la pusilanimidad de corazón; pues quien ésta tiene, de las sombras suele huir.

Con mucha causa mandaba Dios en tiempos pasados que cuando su pueblo estuviese en la guerra, antes que comenzasen a pelear, sus sacerdotes esforzasen al pueblo, no con esfuerzos humanos de muchedumbre de gentes y de armas, mas con la sombra del Señor de los ejércitos, en cuya mano está la victoria; el cual suele vencer los altos gigantes con las pequeñas langostas, para gloria de su santo nombre. Y conforme a esto que Dios mandaba, dice aquel valeroso San Pablo a los que quieren entrar en la guerra espiritual (Ep 6,10): Confortaos en el Señor, y en el poder de su fortaleza; para que así confortados peleen las peleas de Dios con alegría y esfuerzo. Como de Judas Macabeo se lee (1M 3,2) que peleaba con alegría, y así vencía. Y San Antón, hombre experimentado en las espirituales guerras, solía decir que «la alegría espiritual es admirable y poderoso remedio para vencer a nuestro enemigo». Que cierto es, que el deleite que se toma en la obra, acrecienta fuerzas para la hacer. Y por esto San Pablo nos amonesta (Ph 4,4): Gózaos siempre en el Señor. Y de San Francisco se lee que reprendía a los frailes que veía andar tristes y mustios, y les decía: «No debe el que a Dios sirve estar de esta manera, si no es por haber cometido algún pecado. Si tú lo has hecho, confiésate, y torna a tu alegría.» Y de Santo Domingo se lee parecer en su faz una alegre serenidad, que daba testimonio de su alegría interior, la cual suele nacer del amor del Señor, y de la viva esperanza de su misericordia, con la cual pueden llevar a cuestas su cruz, no sólo con paciencia, mas con alegría; como lo hicieron aquellos que les robaron los bienes y quedaron alegres (He 10,34). Y la causa fue porque aposentaron en su corazón que tenían mejor hacienda en el cielo; experimentando lo que dijo San Pablo (Rm 12,12): Gozosos en la esperanza, y sufridos en la tribulación; porque sin lo primero, mal se puede haber lo segundo.

Mas cuando este vigor y alegría falta, es cosa digna de compasión ver lo que pasan personas que andan en el camino de Dios, llenos de tristeza desaprovechada, aheleados (Aheleados: amargados, llenos de hiel) los corazones, sin gusto en las cosas de Dios, desabridos consigo y con sus prójimos, y con tan poca confianza de la misericordia de Dios, que por poco no tendrían ninguna. Y muchos hay de éstos que no cometen pecados mortales, o muy raramente; mas dicen, que por no servir a Dios como deben y como desean, y por los pecados veniales que hacen, están de aquella manera; como en la verdad sean tales las cosas que se siguen de aquella pena demasiada, que les daña mucho más lo que de la culpa sucede, que la misma culpa que cometieron. Y lo que pudieran atajar, si prudencia y esfuerzo tuvieran, lo hacen crecer, y que de un mal caigan en otro.

Deben éstos procurar y trabajar de servir a Dios con toda diligencia; mas si se vieren caídos, lloren, mas no desconfíen. Y conociendo ser más flacos de lo que pensaban, humíllense más, y pidan más gracia, y vivan con mayor cautela, tomando avisos de una vez para otra.

Y hacen muchos al revés de esto, que son descuidados y perezosos en servir a Dios, y en cayendo en la culpa no se saben valer, sino dan consigo en el pozo de la desconfianza y de mayor negligencia; como en la verdad la principal causa para evitar la desesperación sea evitar la tibieza y descuido en el servicio de Dios; porque habiendo estas raíces, quiera el hombre, o no, no puede tener aquel vigor de corazón y esfuerzo que de la buena y diligente vida se siguen. Y si éstos considerasen que pasan mayor trabajo con estos sentimientos tristes y desesperados que de la tristeza se siguen, que pasarían en cortar de raíz las malas afecciones y peligrosas ocasiones que los impiden de servir a Dios con fervor, ya que fuesen amigos de huir de trabajos, habían de elegir los que tiene anejos la perfecta virtud, por huir los que se siguen a la falta de ella.

San Pablo dice (1Tm 1,5): Fin del mandamiento es la caridad, que procede de puro corazón, y conciencia buena, y fe no fingida. Y llama conciencia buena, como dice San Agustín, a la esperanza, para darnos a entender que si no hay buena conciencia, teniendo fe y amor, y buenas obras, que de aquí proceden, no habrá viva esperanza que nos dé alegría. Y si hay alguna falta en la buena conciencia, habrála también en el conhorte (conhorte: consuelo, esfuerzo) y alegría que se causan por la perfecta esperanza, porque aunque no muera, pues el tal hombre está en gracia, mas en fin obrará flacamente.

Así que los que dicen: «Cree que Dios te perdona y te ama, y serás perdonado y amado» (para hereje Martín Lutero, a quien alude el autor, la justificación no es más que la fe, la confianza, la corazonada con que uno se persuade que está perdonado, que es justo, aunque siga siendo tan corrompido, pues todas sus obras siguen siendo pecado); y otras semejables palabras a éstas, muy gravemente se engañan, y dan testimonio que hablan de imaginación, y no de experiencia, ni según la fe. Y aquellos tales esfuerzos, como no son de Dios, no pueden tener en pie al hombre cuando se ofrece tribulación que sea de verdad. El esfuerzo del corazón, y el gozo de la buena conciencia, frutos de la buena vida son; el cual hallan dentro de sí los que bien viven, aunque no miren en ello; y cuanto más crece lo uno, más crece lo otro. Y de causa contraria se sigue el efecto contrario, según está escrito (Si 36,22): El corazón malo da tristeza, y de ésta nace la desconfianza, y otros males con ella.






Juan Avila - Audi FIlia 18