Juan Avila - Audi FIlia 24

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CAPITULO 24: De dos remedios para cobrar esperanza en el camino del Señor;

y que conviene no acobardarnos, aunque el remedio de la tentación se dilate; y cómo hay corazones que no se saben humillar sino con golpes de tribulaciones, y por eso los conviene ser así curados.



Lo que de todo esto habéis de sacar es, que pues tanto os conviene andar confortada con la buena esperanza, y alegre en el servicio de Dios, procuréis para ello dos cosas. La una, la consideración de la bondad y amor divinal, que en darnos a Jesucristo por nuestro se nos manifiesta. Y la otra, que echando de vos toda pereza y tibieza, sirváis con diligencia a nuestro Señor. Y cuando en alguna culpa cayéredes, que no os desmayéis con desconfianza, mas que procuréis el remedio y esperéis el perdón. Y si muchas veces cayéredes, muchas procuréis de os levantar. Porque ninguna razón sufre que vos os canséis de recibir el perdón, pues Dios no se cansa de os lo dar. Que quien mandó que perdonásemos a nuestros prójimos no sólo siete veces al día, más setenta veces siete (Mt 18,22), que quiere decir, que perdonemos sin tasa, muy mejor dará el Señor su perdón cuantas veces le fuere pedido; pues su bondad es mayor, y está puesta por ejemplo a la cual sigamos nosotros.

Y si la entereza de vida y remedio que vos deseáis no viene tan presto como querríades, no por eso penséis que nunca os ha de venir. Y no seáis semejantes a los que dijeron: Si en cinco días no enviare Dios remedio, darnos hemos a nuestros enemigos; porque con mucha razón reprendió a estos tales Judith (Jdt 8,11), y les dijo: ¿Quién sois vosotros, que tentáis al Señor? No es tal palabra como ésta para provocarle a misericordia, mas antes para despertar su ira y encender su furor. ¿Habéis vosotros señalado tiempo de la misericordia del Señor? ¿Y habéis señaládole día conforme a vuestra voluntad? Aprended, pues, a esperar al Señor hasta que venga con su misericordia, y no os canséis de padecer, pues os va en ello la vida. Y si los aprietos grandes os enflaquecen la esperanza, ellos mismos os la deben esforzar, porque suelen ser víspera del remedio; pues la hora del Señor para librar es cuando la tribulación ha mucho tiempo durado, y en el presente aprieta más; como parece en sus discípulos, a los cuales dejó padecer tres partes de la noche, y a la postrera los consoló (Mt 14,25). Y a su pueblo libró del cautiverio de Egipto cuando estaba más crecida la tribulación que padecía; y así hará a vos cuando no penséis.

Y si os parece que quisiérades tener una vida muy santa y perfecta, y que toda ella diera gloria al Señor, sabed que hay personas tan soberbias y yertas (Yertas: erguidas, orgullosas, tiesas), que no se saben humillar sino a costa de tentaciones y de desconsuelos, y aun de caídas; y son tan flojas, que no andan el camino de Dios con diligencia, sino a poder de muchas espoladas; y tienen un corazón tan duro, que han menester para quebrantarlo tener muchos males; y no saben tener discreción ni cautela, sino después de haber muchas veces errado; en fin, tienen un corazón, que con pocos bienes se hincha y hace vano; y han menester muchos males para andar humillados para con Dios y los prójimos. Y la cura de estos males ya vos veis que no puede ser sino con cauterios de fuego, de permitir Dios desconsuelos e ignorancias, y aun pecados, para que así lastimados, se humillen y sean libres de los males ya dichos. Dice el Profeta Micheas (Mi 4,10): Vendrás hasta Babilonia, y allí serás librado, y te redimirá Dios de la mano de tus enemigos; porque en la confusión de estas caídas y vida se suele el hombre humillar y buscar el remedio de Dios y hallar lo que por ventura, a no haber caído, lo perdiera por soberbia, o no lo buscara con diligencia y dolor.

Gracias, Señor, a Ti para siempre, que de males tan perjudiciales sueles sacar bienes del cielo, y que tan bien eres glorificado en perdonar pecadores, como lo eres en hacer justos y tenerlos en pie, y salvas, por vía de corazón contrito y humillado, al que no fue para servirte con lealtad; y haces que los pecados den ocasión a que el hombre sea humilde, cauto y diligente; y que como Tú dijiste (Lc 7,43): A quien más sueltan, más ame. Y así se cumple lo que dijo tu Apóstol (Jc 2,13) que misericordia en justicia hace parecer más ilustre tu justicia, pues parece mayor tu bondad en perdonar y salvar a los que han pecado y se tornan a Ti. Y en otra parte dijo (Rm 8,28) que los que aman a Dios, todas las cosas se les tornan en bien, y aun los pecados que han hecho, como dice San Agustín. Lo cual no toméis por ocasión de tibieza, ni de pecar fácilmente, pues por ninguna cosa se debe hacer; mas para que si tal desdicha os viniere que ofendáis a nuestro Señor, no hagáis otro peor mal en desconfiar de su misericordia.





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CAPITULO 25: Cómo el demonio procura traer a desesperación poniendo tentaciones contra la fe y cosas de Dios; y de los remedios que habernos de usar contra estas tentaciones.



Otras veces suele el demonio hacer desmayar trayendo pensamientos contra la fe, o muy sucios y abominables contra las cosas de Dios; y hace entender al que los tiene que salen de él y que él los quiere. Y con esto atribúlale de tal manera, que le quita toda la alegría del ánima, y le hace entender que está desechado de Dios y condenado de Él, y pónele gana de desesperar, diciéndole que no puede parar en otra parte sino en el infierno, pues ya tiene blasfemias y cosas semejables a las de allá. No es tan necio el demonio, que no se le entiende que un cristiano católico no ha de venir a consentir en cosas tan aborrecibles a su cristiano corazón; mas su intento es desmayarle, para que así pierda la confianza que en Dios tenía, y trabajado con tales importunidades, venga a perder la paciencia, y así traiga el corazón alborotado y desabrido; que es cosa de que los demonios suelen sacar mucha ganancia, por el aparejo que tienen de imprimir cualquier mal en tal corazón.

Lo primero que entonces debemos hacer, si no está hecho, es mirar con cuidado y muy de reposo nuestra conciencia, y limpiarla con la confesión de todo lo malo que en ella sintiéremos, y ponerla en concierto, ni más ni menos que si aquel día hubiésemos de morir; y de allí adelante vivir con mayor cuidado que antes en servir a nuestro Señor. Porque acaece algunas veces permitir el soberano Juez que nos vengan estas cosas tan espantables contra nuestra voluntad, en castigo de otras en que caemos por nuestra propia voluntad y descuido que en su servicio tenemos; lo cual el Señor quiere curar con azote que tanto duele, para que, lastimados con él, dejemos de pacer en las cosas vedadas, y aguijemos en nuestro camino, como lo suele hacer un animal sin razón cuando es azotado de quien camina tras él. Aunque otras veces envía el Señor este tormento por otros fines que su alta sabiduría sabe. Mas ahora sea el azote enviado por uno u otro fin, debe cada uno hacer lo que es dicho, de purificar su conciencia, e ir diligente en el servicio de Dios, pues este remedio a ninguna cosa daña y para todas es provechoso.

Y luego, confiado en la misericordia de Dios y pi­diéndole su socorro, ya que no puede dejar de oír este lenguaje, pues el demonio, aunque no queramos, puede traernos pensamientos y hablas interiores, a lo menos haga el hombre como que no los oye, y estése en su paz, sin desmayarse con ellos, y sin tomarse a palabras ni respuestas con el enemigo, según dice santo Rey y Profeta David (Ps 37,14): Yo, como sordo, no oía; y como mudo, que no abre su boca. Dificultoso es esto de creer a los que poco saben de las astucias del demonio; los cuales si no dejan de pensar o hacer el bien que hacían, y se ocupan en oír y andar matando las moscas de los tales pensamientos, piensan que por el mismo hecho les han dado consentimiento. Y no saben que va mucha diferencia de sentirlos a consentirlos; y que mientras más los tales pensamientos son tan abominables, tanto más pueden confiar en nuestro Señor, que Él los guardará de consentir en males tan grandes, y a los cuales ninguna inclinación tiene, antes aborrecimiento. Y así el mejor remedio es no curar de ellos, con una sosegada disimulación; pues que no hay cosa que más lastime al demonio, como a soberbio, que el despreciarle tan despreciado, que ningún caso hagamos de él, ni de lo que nos trae; ni hay cosa tan peligrosa como trabar razones con quien tan presto nos puede engañar, Y a bien librar, hácenos perder tiempo, y dejar de proseguir el bien que hacíamos. Y por esto debemos cerrarle la puerta de nuestro entendimiento cuan fuerte pudiéremos, y unirnos con Dios, y no responder a nuestro enemigo. Y para nuestro consuelo y satisfacción debemos decir algunas veces al día, que creemos lo que cree nuestra madre la Iglesia, y que no es nuestra voluntad consentir en pensamiento falso ni sucio; y decir al Señor lo que está escrito (Is 38,14): Señor, fuerza padezco; responded Vos por mí; y confiar en su misericordia que así lo hará. Porque la victoria de nuestra pelea no está colgada de menear nuestros brazos a solas, mas lo principal de ella es invocar al Señor todopoderoso y acogernos nosotros a Él. Porque si muchas hablas y respuestas tenemos con nuestros enemigos, ¿cómo le diremos a Dios que responda por nos? Vosotros callaréis— dice la Escritura (Ex 14,14)—y el Señor peleará por vosotros. Y en otra parte dice Isaías (Is 30,15): En silencio y esperanza será vuestra fortaleza. Y en faltando cualquiera de estas dos cosas, luego el hombre se enflaquece y se turba. Y con este callar con disimulación y buena esperanza, he visto a muchas personas haber sanado en breve tiempo de aqueste mal trabajoso, y haber el demonio callado, viendo que ni le oían, ni respondían; como lo suelen hacer los perrillos que ladran, que si el hombre pasa y calla, también callan ellos, y si no, más ladran ellos.





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CAPITULO 26: Cómo pretende el demonio en las sobredichas tentaciones apartarnos de la devoción y buenos ejercicios;

y que el remedio es crecer en ellos, dejando la demasiada codicia de los dulces sentimientos del ánima; y por qué fin se pueden éstos desear.



Mas dirá algún flaco: Quítanme estos malos pensamientos la devoción, y suélenme venir cuando yo más me llego a la devoción y a las buenas obras; y por no oír tales cosas, me da gana algunas veces de dejar el bien comenzado.

Mas la respuesta está clara: que eso mismo es por lo que el demonio andaba, aunque iba por rodeo de traer pensamientos diferentes de aqueso. Mas debéis antes crecer en el bien que menguar, como persona que adrede lo hace, por hacer ir al demonio con pérdida de lo que pensó llevar ganancia.

Y si faltare ternura de devoción no te penes por ello, pues no se miden nuestros servicios sino por el amor; el cual no es devoción tierna, mas un libre ofrecimiento y propósito de nuestra voluntad para hacer lo que Dios y su Iglesia quiere que hagamos, y para pasar lo que El quiere que padezcamos por darle contentamiento a El. Y si algunos, que parece que dejan lo que en el mundo tienen por servir a Dios, dejasen también la desordenada codicia de los dulces sentimientos del ánima, vivirían más alegres de lo que viven, y no hallaría el demonio cabellos de codicias (Codicias: deseos desordenados, aun de cosas buenas) de que asirles para traerles la cabeza alrededor (al retortero), y lastimarlos y aun engañarlos. Desnudo murió Jesucristo en la cruz, desnudos nos hemos de ofrecer nosotros a Él. Y nuestra vestidura sola, ha de ser hacer su santa voluntad, según está declarada en los mandamientos de Él y de su Iglesia, y recibir con amorosa obediencia lo que Él nos quisiere enviar, por duro que sea. Igualmente hemos de tomar de su mano la tentación y la consolación, y darle gracias por uno y por otro.

San Pablo dice (Ep 5,20), que en todas las cosas demos gracias a Dios. Porque como la señal del buen cristiano es amar por amor de Dios a quien le hace mal—pues al bienhechor quienquiera le ama— así el dar gracias a Dios en la adversidad, no mirando lo áspero que de fuera parece, mas la merced escondida que debajo de aquello Dios nos envía, es señal de hombre que tiene otros ojos que los de carne, y que ama a Dios, pues en lo que le duele se conforma con su voluntad. Y así no hemos de estar asidos a los flacos ramos de nuestros deseos, aunque nos parezcan buenos, mas a la fuerte columna de la divina voluntad, para que obedeciéndola, según hemos dicho, participemos a nuestro modo del sosiego e inmutabilidad que ella tiene, y evitemos las muchas mudanzas que en nuestro corazón hemos de sentir, si en él hay codicia. Cierto, poca diferencia va de servir uno a Cristo por dineros, o por consolaciones y gustos del ánima, por cielo o por tierra, si el postrer paradero es codicia mía. Lucifer, según muchos Doctores dicen, la bienaventuranza deseó; mas porque no la deseó como debía y de quien debía, y que se le diese cuando Dios quería, no le aprovechó que lo que deseaba era bueno, mas pecó por no desearlo bien; y así, fue codicia, y no buen deseo. Pues de esta manera os digo que no estemos asidos con ahínco y desorden a gustos espirituales; mas, ofrecidos a la cruz del Señor, tomar de buena gana lo que nos diere, sea miel dulce, o hiél y vinagre.

Ni tampoco he dicho esto porque estas cosas de sí sean malas ni desaprovechadas, si de ellas se sabe usar, y se reciben, no para parar en ellas, mas para tener mayor aliento en el servicio de Dios; especialmente para los que comienzan, los cuales ordinariamente han menester, conforme a su edad, leche de niños; y quien los quisiere criar con manjar de grandes, y en un día hacerlos perfectos, errarlo ha mucho, y en lugar de aprovechar dañará. Tiene cada edad su condición y su fuerza, conforme a lo cual se le ha de dar su mantenimiento; y como dice el experimentado y santo Bernardo: «El camino de la perfección no se ha de volar, sino pasear.» Ni piense nadie que es todo uno, entenderla y tenerla. Y por tanto, si el Señor da estas consolaciones, recíbanse para llevar su cruz con mayores fuerzas, pues que es su costumbre consolar discípulos en el monte Tabor, para que no se turben en la persecución de la cruz. Y ordinariamente, primero que entre la hiel de la tribulación envía miel de consolación. Y nunca vi estar mal ni tener en poco las consolaciones espirituales sino a quien no ha experimentado qué son. Mas si el Señor nos quisiere llevar por camino de desconsuelos, y que oigamos el penoso lenguaje de que estamos hablando, no nos debemos desmayar por cosa que Él nos envía, mas beber con paciencia el cáliz que el Padre nos da, y porque Él nos lo da, y pedirle fuerzas para que le obedezca nuestra flaqueza.

Ni tampoco penséis que os enseño que se puede excusar el gozo cuando el Señor nos visita, o dejar de sentir su ausencia y el ser entregados a nuestros enemigos para ser de ellos tentados y atribulados. Mas lo que os quiero decir es que procuremos, con las fuerzas que Dios nos diere, de nos conformar con su santa voluntad con obediencia y sosiego, y no seguir la nuestra, de la cual por fuerza se han de seguir desconsuelos y desconfianzas y cosas de aquestas. Suplicad al Señor nos abra los ojos; que, más claro que la luz del sol, veríamos que todas las cosas de la tierra y del cielo son muy baja cosa para desear ni gozar, si de ella se apartase la voluntad del Señor. Y que no hay cosa, por pequeña y amarga que sea, que si a ella se junta la voluntad del Señor, no sea de mucho valor. Más vale sin comparación estar en trabajos, si el Señor lo manda, que estar en el cielo sin su querer.

Y si una vez de verdad desterrásemos de nosotros nuestra secreta codicia, caerían con ella muchos malos frutos que de ella proceden, y cogeríamos otros más valerosos de gozo y de paz, que de la unión con la divina voluntad suelen venir, y tan firmes que aun la misma tribulación no nos los puede quitar. Pues aunque los tales se sientan atribulados y desamparados, mas no por eso desesperados ni muy turbados, porque conocen ser aquél el camino de la cruz, a la cual ellos se han ofrecido, y por el cual Cristo anduvo; como parece que estando en la cruz dijo a su Padre (Mt 27,46): Dios mío, ¿por qué me desamparaste? Mas poco después dijo (Lc 23,46): En tus manos. Padre, encomiendo el espíritu mío. El Señor dijo (Jn 16,22): Otra vez os veré, y gozarse ha vuestro corazón, y vuestro gozo ninguno os lo quitará. Porque quien de este estado goza, no hay tribulación que allá en lo de dentro del ánima le desasosiegue notablemente, porque allá dentro está muy unido con la voluntad del que lo envía. Y si así lo hiciésemos, engañaríamos al engañador, que es el demonio, pues que no desmayándonos, ni tornando atrás del bien comenzado por el mal lenguaje que él nos traía, antes tomando lo que el Señor nos envía con obediencia y nacimiento de gracias, salimos sin daño de esta pelea, aunque dure por toda la vida; y aun con mayor provecho que antes teníamos, pues que nos dio ocasión para ganar en el cielo coronas, en galardón de la conformidad que con la voluntad del Señor tuvimos, sin curar de la nuestra, aun en lo que muy penoso nos era,





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CAPITULO 27: Que el vencimiento de las tentaciones dichas está más en tener paciencia para las sufrir, y esperanza del favor del Señor, que en la fuerza de querer hacer que no vengan.



Este vencimiento de que hemos hablado, más viene por maña de tener paciencia en lo que nos viene, que por fuerza de querer hacer que no nos venga. Y por eso dice el Esposo en los Cantares (Ct 2,15): Cazadnos las pequeñueias zorras que destruyen las viñas, porque nuestra viña ha florecido. La viña de Cristo nuestra ánima es, plantada por su mano y regada con su sangre. Esta florece cuando, pasado el tiempo en que fue estéril, comienza nueva vida y fructifica al que la plantó. Mas porque a los tales principios suelen acechar estas y otras tentaciones del astuto demonio, por esto nos amonesta el Esposo florido, que pues nuestra ánima, viña suya, ha florecido, procuremos de las cazar. En la cual palabra da a entender , que ha de ser por maña, como hemos dicho.

Y en decir que son zorras, da a entender que vienen solapadas, y que pareciendo que tiran a una parte, hieren en otra. Y en decir pequeñueias, da a entender que no son mucho de temer para quien las conoce; porque el conocerlas, es vencerlas del todo, o enflaquecerlas. Y en decir que destruyen las viñas, da a entender que hacen mucho daño en los hombres que no las conocen; porque amedrentados y desconfiados de salir con el negocio de Dios, dejan su camino, y con miserable consejo danse abiertamente a pecar; pareciéndoles que hallan más paz por el camino ancho de la perdición, que por el estrecho de la virtud que lleva a la vida. Y el fin de éstos, si al buen camino no tornan, muchas veces es tal, que trae muy ciertas señales de eterna perdición (aunque Dios sinceramente quiere que todos los hombres se salven y a todos da gracia suficiente, pero el hombre tiene libre albedrío), como la Escritura dice (Si 28,27): Al que se pasa de la justicia al pecado, Dios le aparejó para el cuchillo; que quiere decir, para el infierno.

Debieran éstos mirar que así como los gabaonitas, por haber hecho amistades con Josué (Jos 10,1-27), fueron cercados y perseguidos de los enemigos, y siendo llamado Josué de ellos para que los socorriese, los socorrió y libertó, teniendo la causa por suya, pues por haber hecho paces con él eran perseguidos de los enemigos; así en comenzando los que sirven a Dios a ser de su bando, luego son perseguidos de los demonios como antes no eran; lo cual parece en que, si quisiesen dejar el bando de Cristo, cesaría contra ellos la persecución comenzada; y si la padecen, por tener en pie el bando de Cristo la padecen. Lo cual es una merced muy particular que Dios hace, como dice San Pablo (Ph 1,29): A vosotros es dado por Cristo no solamente que creáis en El, mas que padezcáis por Él. Y si los ángeles del Cielo pudiesen haber envidia de los hombres de la tierra, de esto la habrían, de que padecen por Dios.

Y aunque por palabra de Dios (Jc 1,12) está prometida corona al varón que sufre tentación y fuere probado en ella—el cual galardón es muy bien hecho que lo consideremos y deseemos, para con mayores alientos no ser tibios en el obrar, ni flacos en el padecer, según se dice de Moisés (He 11,26), que miraba al galardón, y David también (Ps 118,112) —; mas el verdadero y perfecto amor del Señor crucificado estima en tanto el conformarse con él, que tiene por muy gran merced y galardón el padecer por su Dios. Porque, como dice San Agustín, «dichosa es la injuria de la cual Dios es causa».

Y pues no hay hombre que no ampare al que padece porque le entró a servir, mucho más se debe esperar esto de la Bondad divinal, y que tomará la causa por suya, según Santo Rey y Profeta David lo pedía (Ps 73,22): Levántate, Señor, y juzga tu causa, y acuérdate de tus injurias que el insipiente dice contra Ti todo el día (tema sobre el escudo de la Santa y Benemérita Inquisición). A Dios toca el negocio que el que le sirve pretende; y por eso Dios sale a él con gran lealtad. Y en esta esperanza, y no en la nuestra, hemos de osar emprender la empresa del servicio de Dios.





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CAPITULO 28: Del grande remedio que es contra las tentaciones buscar un confesor sabio y experimentado, a quien se dé entera cuenta y crédito;

y lo que el confesor debe hacer con los taies; y del fruto de estas tentaciones.



Suele a los que estas tentaciones tienen dar mucha pena el haberlas de decir abiertamente a su confesor, por ser cosas tan feas y malas, que no merecen ser tomadas en lengua, y que sólo nombrarlas causa desmayo. Y, por otra parte, si no las dicen muy por extenso, y no relatan cada pensamiento por menudo que sea, paréceles no ir bien confesados. Y así nunca van satisfechos, ora lo digan, ora lo callen, mas con más tristeza de la que trajeron. Deben las tales personas buscar un confesor sabio y experimentado, y darle a entender las raíces de la tentación, de manera que él quede satisfecho y entienda el negocio; y darle muy entero crédito en lo que dijere, porque en esto consiste el remedio de estas personas que, o por su poco saber, o por estar apasionados, no son parte para ser buenos jueces de sí.

Y el tal confesor debe orar mucho al Señor por la salud de su enfermo; y no cansarse porque le pregunte el tal penitente muchas veces una misma cosa, ni por otras flaquezas que suelen tener; de las cuales no se espante, ni le desprecie por ellas; mas háyale compasión entrañable, y corríja/e en espíritu de blandura, como dice San Pablo (Ga 6,1), porque no sea él también tentado en aquello o en otro, y venga a probar a su costa cuánta es la humana flaqueza. Encomiéndele la enmienda de la vida, y que tome los remedios de los Sacramentos. Y déle a entender que ningún pensamiento hay tan sucio ni malo, que pueda ensuciar el ánima si no lo consiente. Y déle buena esperanza en la misericordia de nuestro Señor, que a su tiempo le librará; y que entre tanto sufra este tormento de sayones, en descuento de sus pecados, y por lo que Jesucristo pasó. Y así confortado el penitente, y llevando su cruz con buena paciencia, y ofreciéndose a la voluntad de nuestro Señor para llevarla toda la vida, si Él fuere de ello servido, ganará más con aquella hiel y vinagre que el demonio le da, que con la miel de devoción que él deseaba.

Y sucede de aquí, que estando nuestra ánima en flor de principios, comience a dar fruto de hombres perfectos; pues mamando antes leche de devoción tierna, comemos ya pan con corteza, manteniéndonos con las piedras duras de las tentaciones, las cuales él nos traía para probarnos si éramos hijos de Dios, como hizo con nuestro Señor (Mt 4,3). Y así sacamos de la ponzoña miel, y de las heridas salud, y de las tentaciones salimos probados, con otros millones de bienes.

Los cuales no hemos de agradecer al demonio, cuya voluntad no es fabricarnos coronas, sino cadenas; mas hémoslo de agradecer a aquel sumo y omnipotente Bien, Dios, el cual no dejará acaecer mal ninguno, sino para sacar bien por más alta manera; ni dejaría a nuestro enemigo y suyo atribular a nosotros, sino para gran confusión del enemigo que atribula, y bien del atribulado; según está escrito (Ps 2): Que Dios hará burla de los burladores, y el que mora en el cielo mofará de ellos. Porque aunque este dragón juega y burla en la mar de este mundo, tentando y amartillando a los siervos de Dios, hace Dios burla de él (Ps 103,26), porque saca bien de sus males; y mientras él piensa más dañar a los buenos, más provecho les hace. De lo cual él queda tan corrido y burlado, que por su soberbia y envidia no quisiera haber comenzado tal juego, que salió tan a provecho de los que él mal quería. Y la maldad y lazo que a otros armó, cayó sobre su cabeza (Ps 34,8); y queda muerto de envidia de ver que los que él tentó, van libres y cantando con alegría (Ps 123,7): El lazo ha sido quebrado, y nosotros quedamos Ubres; nuestra ayuda es del Señor, que hizo el cielo y la tierra.




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CAPITULO 29: Cómo el demonio procura con miedos exteriores quitarnos de los buenos ejercicios;

y cómo conviene confortar el corazón con la confianza del Señor para lo vencer; y de otras cosas que ayudan para quitar este miedo, y del fruto de esta tentación.



Es tanta la envidia que de nuestro bien tienen los demonios, que todas las vías tientan para que no gocemos de lo que ellos perdieron. Y cuando en una batalla van de nosotros vencidos—y por mejor decir, de Dios en nosotros—, mueven otra y otras, para si alguna vez hallaren algún descuidado a quien traguen. Mudan armas y género de batalla, pensando que a los que no vencieren en una, vencerán en otra. Por lo cual, después que han visto que por astucia no nos han podido empecer (dañar, ofender, causar perjuicio), por estar enseñados con la verdadera doctrina cristiana, que nos enseña a ponernos en el justísimo querer del Señor, y sufrir con paciencia lo que nos envía de dentro o de fuera, intentan guerra más descubierta, haciéndose león feroz el que antes era dragón escondido. Ya no tienta de uno y va a parar en otro [En las tentaciones de astucia (como dragón) acomete contra una virtud para derribarnos en otra. En estas de violencia (como león) acomete abiertamente para vencer por temor.], mas claramente se quiere hacer temer, pensando alcanzar por espanto lo que por arte no pudo. Aquí no le verán hecho zorra, mas león fiero, que con su bramido quiere espantar, como dice San Pedro (1P 5,8): Hermanos, sed templados y velad, porque vuestro adversario el diablo, como león bramando, rodea, buscando a quien trague; al cual resistid fuertes en la fe. No deben ser destemplados ni descuidados los que tienen tal enemigo; y mucho conviene velar, y orar al verdadero Pastor Jesucristo, las ovejas que se ven cercadas de león tan bravo. Mas ¿qué son las armas con que se vence este enemigo para que vaya confundido de esta guerra como de la pasada? Estas son, como dice San Pedro y San Pablo, la fe. Porque cuando un ánima, con el amor de Dios, que es vida de la fe, desprecia lo próspero y adverso del mundo, y cree y confía en Dios, al cual no ve, no hay por dónde el demonio le entre. Y también, como esta lumbre de fe enseña a confiar, cuando hay peligros, en la misericordia de Dios, si el tal combatido se quiere aprovechar de ella, cobra grande ánimo para pelear contra el demonio, que es cosa muy necesaria para esta guerra. Porque si el medroso de corazón no era bueno para la guerra de los enemigos visibles, y por esto mandaba Dios que se tornase de la guerra (Dt 20,8), ¿cuánto menos será para pelear, no contra carne y sangre, mas contra los demonios, príncipes de las tinieblas, como dice San Pablo? (Ep 6,12): Y aunque delante el acatamiento de Dios debemos estar postrados, y temiendo no nos desampare Él por nuestros pecados; mas en el tiempo de la guerra que nuestro enemigo nos acomete, en todo caso conviene que estemos con ánimo esforzado, despreciándolo a él, y llamando a nuestro Señor. De esta manera leemos (Mc 14, 34, 35) que el mismo Señor oró a su Padre antes de su prendimiento, postrado y con angustia de corazón; y de allí salió tan esforzado, que Él mismo fue a recibir a sus enemigos.

El principal intento del demonio en esta batalla es quitar el esfuerzo del corazón, para que por esta vía se deje el bien comenzado. Lo cual él procura, tomando unas veces figura de dragón, o de toro, o de otros animales, y estorbando la oración con estruendos, e impidiendo el reposo del sueño; como al santo Job (Jb 7,14) se lee que hacía; y echando un entrañable temor en el hombre, que aunque sea esforzado, le hace temblar, y otras veces sudar con angustia: y cosas semejantes a éstas, que dan testimonio que anda por allí este lobo infernal. Claro es, que pues todo el ardid de su guerra se ha por vía do miedo, las armas principales que hemos de tener son en esfuerzo del corazón, confortado, no con nuestra confianza, sino con la fiucia (esperanza esforzada) en nuestro Señor; porque ésta es la que en esta guerra nos hace victoriosos, pues que la fiucia (esperanza esforzada) vence al temor, según está escrito (Is 12,2): Confiadamente lo haré, y no temere. Y tened por cierto, que no os arrepentiréis de haber puesto en Dios vuestra fiucia (esperanza esforzada), que es una esforzada esperanza ni diréis: Engañado me ha, pues no me salió como yo pensaba. Porque la esperanza, como dice San Pablo (Rm 5,5), no echa en vergüenza; ni quien espera en el Señor, será confundido (Ps 24,3). Nunca ella falta al hombre, si el hombre no falta a ella; y entonces le falta, cuando pierde la caridad, que es vida de la esperanza y de toda virtud.      .

Y conociendo los viejos del Yermo cuan necesario era este corazón confortado para no ser vencidos en estas peleas contra los demonios, que eran muy usadas entre ellos, iban de noche a hacer oración en soledad a los sepulcros de los difuntos, para ganar libertad del miedo, cuyo señorío es muy dañoso. Y si el consejo de Cristo tomamos, muy seguros viviremos de aqueste temor; porque Él nos lo quita diciendo (Lc 12,5): Yo os enseñaré a quien temáis: temed a Aquel que, después de haber muerto el cuerpo, puede echar en el infierno: a Este temed. Quien a Dios no teme, ha de temer, por su mala conciencia, al mundo y demonio. Mas quien a Dios teme, no teme al demonio, pues el temerle es un cierto modo de sujeción, como que nos puede dañar en algo; y como no pueda ni llegar al cabello de nuestra cabeza sin la licencia de Dios, no hay por qué temerle a él, sino al Señor, que puede darle licencia. Y por eso debemos estar siempre humillados, y con santo temor delante de Dios; mas para con el demonio, muy esforzados con la esperanza de Dios, y llenos de una santa soberbia. Y cuanto él más bravezas mostrare, tanto más vos temed a Dios, y os encomendad a Él, y tanto menos temed al demonio.

Así leemos de aquel gran vencedor de demonios San Antón, que viéndose cercado de ellos en figura de fieros animales, que parecía que lo querían tragar les decía: «Si tuviésedes algunas fuerzas, uno solo de vosotros bastaría para pelear con un hombre; mas porque sois quebrantados, quitándooslas Dios, procuráis de juntaros a una muchos de vosotros para atemorizar. Si el Señor os ha dado poder sobre mi, veisme aquí, tragadme; mas si no lo tenéis, ¿por qué trabajáis en balde?» Y así solía decir este santo, que contra los demonios la señal de la cruz y la fe del Señor —que algunas veces quiere decir confianza—nos es a nosotros muro inexpugnable. Y aunque cotejadas nuestras fuerzas con las de él, son muy pequeñas y flacas; mas la fe nos dice, si sordos no estamos, que el Señor es defendedor de todos los que esperan en El (Ps 17,31). Y pues que El tiene bondad para prometernos su amparo y socorro, y para poner su corazón y sus ojos en su Iglesia, figurada en el templo de Salomón (1R 9,3), y tiene verdad y poder para cumplir sus promesas, sin que nadie sea bastante a resistirle en cielo, ni en tierra, ni a quien es ayudado por El, no sentiría el cristiano como cristiano, de Dios y de su verdad, bondad y poder, si no creyese que El de su parte cumple muy bien las promesas de su socorro.

Mas como éstas, y otras semejables a éstas, que El hace, se entiendan con condición que el hombre esté en estado de gracia, o se apareje para lo estar—no por sólo creer a las promesas en general, ni por creer que le son aplicadas a él en particular, mas por la penitencia y medios que la Iglesia católica enseña (Rechaza el paréntesis el error de Lutero, que atribuía La justificación a sólo la fe y confianza.)—, aunque creamos de cierto que hay en la Iglesia cristiana muchas personas que están en estado de gracia, a las cuales, sin duda ninguna, Dios cumple sus promesas, de que es defendedor de los que esperan en El; mas como ninguno esté cierto, sin especial revelación, que él esté en estado de gracia, debe de creer por católica fe que nunca deja de cumplirse de parte de Dios; mas puede y debe temer, que por ventura no se efectúan en él, por su culpa o negligencia de no hacer lo que debe. De manera, que con algún temor de su parte, y con confianza de parte del Señor, procurará de esforzarse, y aprovecharse de las palabras de Dios, que promete socorro a los que pelean por El.

Y el temor e incertidumbre en que Dios nos dejó, que no supiésemos de cierto si estábamos en su amistad, aunque parece penoso, es provechoso, para guarda de nuestra humildad, y para no despreciar a los prójimos, y para ponernos espuelas para bien obrar; y tanto con mayor cautela y aviso, cuanto menos sabemos de cierto si agradamos al Señor. Mas no penséis que por esto habéis de traer vuestro corazón desmayado con vano temor, pues que siendo verdad lo que os he dicho, no es estorbo para que diga Santo Rey y Profeta David (Ps 26,3): Si se levantaren contra mí reales (campamentos), no temerá mi corazón; y si se levantare contra mí guerra, en Dios esperaré. Y así amonesta San Pablo (He 13,3 He 13,5-6), que nos aprovechemos de las palabras que dijo Dios: No te dejaré, ni desampararé. De tal manera, que confiadamente digamos (Ps 117): El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me haga hombre. Las cuales y semejables palabras no quitan del todo el temor que un cristiano por su parte debe tener, mas quitan el demasiado, con la confianza que en Dios debe tener. Y así entre estas dos cosas camina : temor y esperanza.

Y cuanto más crece el amor, crece también la esperanza, y va decreciendo aqueste temor. Por eso, si queréis sentir el mucho esfuerzo y poco temor que sienten los varones perfectos, alanzad de vos la tibieza, y tomad el negocio de la virtud a pechos, y leeréis en vuestro corazón el esfuerzo y seguridad que leéis en los libros. Y entonces pelearéis contra el demonio con osadía, aunque os rodee como león para tragaros; porque tendréis esperanza que os defenderá Jesucristo, fuerte León de Judá, el cual siempre vence en nosotros, si no perdemos su confianza, y si como cobardes, no nos damos las manos atadas a nuestros enemigos, sin querer pelear.

No deja el Señor venir estas guerras y tentaciones a los suyos sino para mayor bien, pues está escrito (Jc 1,12): Bienaventurado el varón que sufre la tentación; porque siendo probado, recibirá la corona de vida, que Dios prometió a los que le aman. Quiso Él así, que la paciencia en los trabajos, y el estar en pie por su honra en las tentaciones, fuese el toque (Toque: ensaye, prueba que del oro y la plata hace el platero con el jaspe granoso, llamado piedra de toque.) con que sus amigos fuesen probados. Porque no es señal de amigo verdadero acompañar en el descanso, mas estar fijo con el amigo en el tiempo de la tribulación. Y como cualquier hombre se huelga de tener amigos probados, con hacerle presencia en el tiempo, de su tribulación tomándola por propia de ellos, así se huelga Dios de los tener; y como agradecido les dice (Lc 22,28): Vosotros sois los que permanecisteis conmigo en mis tentaciones. Y como copioso galardonador les dice: yo os dispongo el reino, como mi Padre lo dispuso a Mi, para que comáis y bebáis sobre mi mesa en mi remo. Compañeros en los trabajos y después en el reino. Esforzaros debéis a pelear varonilmente las guerras que contra vos se levantan por apartaros de Dios, pues que Él es vuestro, ayudador en la tierra y vuestro galardón en el cielo.

Acordaos cómo San Antón, siendo reciamente azotado y acoceado de los demonios, alzando los ojos arriba, vio abrirse el techo de su celda, y entrar por allí un rayo de luz tan admirable, que con su presencia huyeron todos los demonios, y el dolor de las llagas de él fue quitado; y con entrañables suspiros dijo al Señor, que entonces le apareció: «¿Dónde estabas, oh buen Jesús, dónde estabas cuando yo era tan maltratado de los enemigos? ¿Por qué no estuviste aquí al principio de la pelea, para que impidieras o sanaras todas mis llagas?» A lo cual el Señor respondió diciendo: «Antón, aquí estuve desde el principio; mas estaba mirando cómo te habias en la pelea. Y porque varonilmente peleaste, siempre te ayudaré, y te haré nombrado en la redondez de la tierra.» Con las cuales palabras, y con la virtud del Señor, se levantó tan esforzado, que entendió por experiencia haber recobrado más fuerzas que primero había perdido.

Y de esta manera trata el Señor a los suyos; que los deja muchas veces en trances de tanto peligro, que no hallan dónde hacer pie, ni hallan en sí un cabello de fortaleza a que se asir, ni se pueden aprovechar de los favores que en tiempos pasados han recibido de Dios; y quedan como desnudos, y en unas obscuras tinieblas entregados a persecución de sus enemigos. Mas súbitamente, cuando no piensan, los visita el Señor, y libra; y deja más fuertes que antes estaban, y les pone debajo de los pies a sus enemigos.

Y el ánima, aunque más flaca en naturaleza que el demonio, siente dentro de sí un esfuerzo tan poderoso, que le parece que despedazara al demonio como a cosa muy flaca y sin resistencia. Y no sólo con uno, mas con muy muchos osaría pelear; tal es el esfuerzo que siente, que de nuevo le vino del cielo, con el cual no sólo se defiende, mas dice como Santo Rey y Profeta David (Ps 17,38): Perseguiré a mis enemigos, y tomarlos he, y no tornaré hasta que sean vencidos; quebrantarlos he, y no podrán estar en pie, y caerán debajo de mis pies.

¿Qué cosa más provechosa que la que pide San Agustín, cuando dice: «Señor, conózcate a Ti con amoroso conocimiento, y conózcame a mí»? ¿Y qué cosa tan a lo propio para conocerse un hombre a sí mismo, como verse por experiencia en tales trances, que toca con sus manos, como dicen, su propia flaqueza tan de verdad, que queda bien desengañado de su propia estima? Y por otra parte experimenta cuan verdadero es Dios en cumplir las promesas de su socorro en el tiempo de su necesidad, cuan fuerte en librar los suyos de tanta flaqueza, y en darles admirable fortaleza súbitamente; y cuan lleno es de misericordia, pues visita y apiada a los que tan extremadamente están fatigados. Con lo cual el hombre cae en su faz, conociendo su poquedad y miseria; y adora a su Dios, amándolo y esperando socorro de Él, si en otro peligro se viere. Lo cual afirma San Pablo haberle acaecido a él de esta manera (2Co 1,8): No quiero, hermanos, que ignoréis nuestra tribulación que pasamos en Asía; en la cual sobre manera y sobre nuestras fuerzas fuimos atribulados; tanto, que nos daba fastidio el vivir, y nosotros, dentro de nosotros, tuvimos por cierto que no habíamos de escapar de la muerte. Y esto acaeció así, paro que no tengamos fiucia (esperanza esforzada) en nosotros, mas en Dios, que da vida a los muertos, el cual nos libró de tan grandes peligros; en el cual esperamos que también nos librará de aquí adelante.





Juan Avila - Audi FIlia 24