Juan Avila - Audi FIlia 52

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CAPITULO 52: En que se ponen algunas señales de las buenas, y de las malas y falsas revelaciones o ilusiones.



Allende de lo dicho habéis de mirar qué provecho o edificación dejan en vuestra ánima acuestas cosas. Y no os digo esto para que por estas u otras señales vos seáis juez de lo que en vos pasa, mas para que, dando cuenta a quien os ha de aconsejar, tanto más ciertamente él pueda conocer y enseñaros la verdad, cuanto más particular cuenta le diéredes.

Mirad, pues, si estas cosas os aprovechan para remedio de alguna espiritual necesidad que tengáis, o para alguna cosa de edificación notable en vuestra ánima. Porque si un hombre bueno no habla palabras ociosas, menos las hablará el Señor, el cual dice (Is 48, I7): Yo soy el Señor, que te enseño cosas provechosas, y te gobierno en el camino que andas. Y cuando se viere que no hay cosa de provecho, mas marañas y cosas sin necesidad, tenedlo por fruto del demonio, que anda por engañar o hacer perder tiempo a la persona que las trae y a las otras a quien se cuentan; y cuando más no puede, con este perdimiento de tiempo se da por contento.

Y entre las cosas que habéis de mirar que se obran en vuestra ánima, la principal sea si os dejan más humillada que antes. Porque la humildad, como dice un Doctor, pone tal peso en la moneda espiritual, que suficientemente la distingue de la falsa y liviana moneda. Porque según dice San Gregorio: «Evidentísima señal de los escogidos es la humildad, y de los reprobados es la soberbia.» Mirad, pues, qué rastro queda en vuestra ánima de la visión o consolación, o espiritual sentimiento; y si os veis quedar más humilde y avergonzada de vuestras faltas, y con mayor reverencia y temblor de la infinita grandeza de Dios, y no tenéis deseos livianos de comunicar con otras personas aquello que os ha acaecido, ni tampoco os ocupáis mucho en mirarlo o hacer caso de ello, mas echáislo en olvido, como cosa que puede traer alguna estima de vos; y si alguna vez os viene a la memoria, humilláisos, y maravilláisos de la gran misericordia de Dios, que a cosas tan viles hace tantas mercedes; y sentís vuestro corazón tan sosegado, y más, en el propio conocimiento, como antes que aquello os viniese estábades; alguna señal tiene de ser Dios, pues es conforme a la enseñanza y verdad cristiana, que es que el hombre se abaje y desprecie en sus propios ojos; y de los bienes que de Dios recibe, se conozca por más obligado y avergonzado, atribuyendo toda la gloria a Aquel de cuya mano viene todo lo bueno. Y con esto concuerda San Gregorio, diciendo: «El ánima que es llena del divino entendimiento, tiene sus evidentísimas señales, conviene a saber, verdad y humildad.» Las cuales entrambas, si perfectamente en un ánima se juntaren, es cosa notoria que dan testimonio de la presencia del Espíritu Santo.

Mas cuando es engaño del demonio, es muy al revés; porque, o al principio o al cabo de la revelación o consolación, se siente el ánima liviana y deseosa de hablar lo que siente, y con alguna estima de sí y de su propio juicio, pensando que ha de hacer Dios grandes cosas en ella y por ella. Y no tiene gana de pensar sus defectos, ni de ser reprendida de otros; mas todo su hecho es hablar y revolver en su memoria aquella cosa que tiene, y de ella querría que hablasen los otros. Cuando estas señales, y otras, que demuestran liviandad de corazón, viéredes, pronunciarse puede sin duda ninguna que anda por allí el espíritu del demonio.

Y de ninguna cosa que en vos acaezca, por buena que os parezca, ora sean lágrimas, ora sea consuelo, ahora sea conocimiento de cosas de Dios, y aunque sea ser subida hasta el tercero cielo, si vuestra ánima no queda con profunda humildad, no os fiéis de cosa ninguna ni la recibáis; porque mientras más alta es, más peligrosa es, y haceros ha dar mayor caída. Pedid a Dios su gracia para conoceros y humillaros, y sobre todo esto déos más lo que fuere servido; mas faltando esto, todo lo otro, por precioso que parezca, no es oro, sino oropel; y no harina de mantenimiento, sino ceniza de liviandad. Tiene este mal la soberbia, que despoja el ánima de la verdadera gracia de Dios; y si algunos bienes le deja, son falsificados para que no agraden a Dios, y sean ocasión al que los tiene de mayor caída. Leemos de nuestro Redentor que cuando apareció a sus discípulos el día de su Ascensión (Mc 16,14), primero les reprendió la incredulidad y dureza de corazón, y después les mandó ir a predicar, dándoles poder para hacer muchos y grandes milagros; dando a entender, que a quien Él levanta a grandes cosas, primero le abate en sí mismo, dándole conocimiento de sus propias flaquezas; para que aunque vuelen sobre los cielos, queden asidos a su propia bajeza, sin poder atribuir a sí mismos, otra cosa sino su indignidad.

La suma, pues, de todo esto sea, que tengáis cuenta de los efectos que estas cosas obran en vos, no para ser vos juez de ellas, sino para informar a quien os ha de aconsejar, y vos tomar su consejo.



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CAPÍTULO 53: De la oculta soberbia con que suelen ser muchos gravemente engañados en el camino de la virtud. Y de cuan a peligro están los tales de ser enlazados en ilusiones del demonio.



Mas habéis de notar, que muchos sienten en sí mismos su propia vileza, y cuan nada son de su parte, y paréceles que atribuyen puramente la gloria a Dios de todos sus bienes, y tienen otras muchas señales de humildad; y con todo esto están llenos de soberbia, y tan enlazados en ella, cuanto ellos más libres piensan estar.

Y es la causa, porque ya que vivan en verdad, por no atribuir los bienes a sí, viven en engaño, por pensar que son sus bienes más y mayores de lo que en la verdad son; y piensan tener de Dios tanta lumbre, que ellos solos bastan para regirse en el camino de Dios y aun para regir a los otros; y ninguna persona hay que en los ojos de ellos sea suficiente para los regir. Son en gran manera amigos de su parecer, y aun tienen en poco algunas veces lo que los santos pasados dijeron, y lo que a los siervos de Dios que en su tiempo viven, parece. Jáctanse tener el espíritu de Cristo y ser regidos por Él, y no haber menester humano consejo, pues con tanta certidumbre Dios y su unción les satisface en sus oraciones.

Piensan, como San Bernardo dice, «en las casas ajenas, y que en solas las suyas luce el sol». Y desafían y desprecian a todos los sabios, como Goliat al pueblo de Dios. Sólo aquél es bueno en su juicio, que con ellos se conforma; y no hay cosa que más molesta les sea, que haber quien les contradiga. Quieren ser maestros de todos y creídos de todos, y ellos a ninguno creer, y a la discreción cauta de los experimentados llaman tibieza y temor, y a los desenfrenados fervores y novedades, llenas de singularidad o causadoras de alborotos, llaman libertad de espíritu y fortaleza de Dios. Y aunque traigan en la boca casi a la continua, «Esto me dice mi espíritu; Dios me satisface», y semejantes palabras, otras veces alegan la Escritura de Dios, mas no la quieren entender como la Iglesia y los Santos la entienden, mas como a ellos parece, creyendo que no tienen ellos menor lumbre que los Santos pasados, antes que los ha tomado Dios por instrumento para cosas mayores que a ellos. Y así, haciendo ídolos de sí mismos, y poniéndose encima de las cabezas de todos con abominable altivez, es tan miserable el engaño de ellos, que siendo extremadamente soberbios se tienen por perfectos humildes; y creyendo que en solos ellos mora Dios, está Dios muy lejos de ellos; y lo que piensan que es luz, es muy obscuras tinieblas. De éstos, o que parecen a éstos, dice Gerson: «Hay algunos a los cuales es cosa agradable ser regidos por su parecer propio, y andan en sus invenciones guiados, o por mejor decir, arrojados por su propia opinión, que es peligrosísima guia. Macéranse con ayunos demasiadamente, velan mucho, turban y desvanecen el cerebro con demasiadas lágrimas. Y entre estas cosas no creen amonestación ni consejo de nadie. No curan de pedir consejo a los sabios de la Ley de Dios, ni se curan de oírlos; y cuando los oyen o piden consejo, desprecian sus dichos. Y es la causa, porque han hecho entender a sí mismos que son ya alguna cosa, y que saben mejor que todos qué es lo que les conviene hacer. De estos tales yo pronuncio que presto caerán en ilusión de demonios, presto caerán en la piedra del tropiezo; porque son llevados con ciega precipitación y ligereza demasiada. Por tanto, cualquiera cosa que dijeren de revelaciones no acostumbradas; tenedlo por sospechoso.» Todo esto dice Gerson.



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CAPITULO 54: De algunas propiedades que tienen los que en el capítulo pasado dijimos ser engañados. Y de cuánto conviene recibir parecer ajeno; y de los males que trae el amor del propio juicio.



Habéis de saber, que algunos de éstos que he dicho en el capítulo pasado, son gente sin letras, y cordialmente enemigos de los letrados. Y si por ventura saben algún poco latín, para leer y traer consigo un Testamento Nuevo, es tanto lo que se creen a sí mismos, pensando que creen a Dios, y estriban en unos livianísimos motivos y enlázanse en ellos con tal ceguedad, que por claros que son (Por claros que son: a pesar de ser muy claros), no saben sacudirse de ellos. Y son tan atrevidos e impersuasibles que, como la Escritura dice (Pr 17,12), mejor es encontrar con una osa que le han tomado los hijos, que con un necio que confía en su necedad. Y tienen muy en la memoria, y también en la lengua, aquel dicho de San Pablo (1Co 8,1): La ciencia hincha, y la caridad edifica. Y con esto paréceles tener licencia de despreciar a los sabios como a gente hinchada, y précianse a sí mismos como a gente llena de caridad; y no advierten que están ellos hinchados con soberbia de santidad, que es más peligrosa qué soberbia de letras, como cosa que nace de cosa mejor, y por eso es ella peor. Aunque en la verdad, ni la ciencia, ni las buenas Obras producen ellas de sí esta mala polilla, mas la maldad del malo, que toma ocasión de lo bueno para se hinchar. Y pues así es, no deben luego despreciar a los sabios, pues que la sabiduría de si misma no les es impedimento para ser humildes y santos, antes a muchos ha sido y es grande ocasión para serlo. Y juzgar que no lo son es una grande soberbia e injurioso juicio. Y ya que no lo fuesen, acuérdense que está escrito (Mt 23,2): Sobre la cátedra de Moisés se asentaron los letrados y fariseos; haced lo que os dicen, y no hagáis lo que hacen. Y éstos son al revés, porque no toman la buena doctrina que los sabios dan, y hacen lo malo que ellos dicen que hacen, que es ser soberbios, despreciándolos, y no curando del orden natural y divino, que es que los menos sabios sean regidos por los más sabios.

Ni es contra esto lo que dijo San-Juan (1Jn 2,27): Que la unción enseña de todas cosas. Porque lo que quiere decir es, que la gracia y lumbre de Dios, unas veces enseña al hombre interiormente por sí sola, y otras que vaya a pedir ajeno consejo, y a quién ha de ir a pedirlo; y así enseña de todo, aunque no por sí sola todo.

Y a este propósito dice San Agustín: «Huyamos tales tentaciones, que son soberbiosísimas y peligrosas. Antes pensemos cómo el mismo Apóstol San Pablo, aunque fue postrado y enseñado con voz celestial (Ac 9, 6, 11), con todo eso fue enviado a hombre para recibir los Sacramentos y ser incorporado en la Iglesia. Y Cornelio Centurión fue enviado a San Pedro (Ac 10,5), no solamente para recibir sacramentos, mas para oír de él lo que había de creer, esperar y amar. Porque si no hablase Dios a los hombres por boca de hombres, muy abatida cosa sería la condición humana. Y ¿cómo sería verdad lo que está escrito (1Co 3,17): El templo de Dios, santo es; que sois vosotros, si no diese Dios respuestas desde este templo, que son los hombres, mas todo lo que quisiese que aprendiesen los hombres, se lo hubiesen de decir desde el cielo, y por medio de ángeles? Y también la misma caridad no tendría entrada para que se comunicasen los corazones de unos con otros, si los hombres no aprendiesen mediante otros hombres. San Felipe fue enviado al Eunuco (Ac 8,27), y Moisés recibió el consejo de su suegro Jetró (Ex 18,24).» Todo esto dice San Agustín.

Item, dice San Juan Climaco: «Que el hombre que se cree a sí mismo, no ha menester que le tiente el demonio, porque él mismo se es demonio para sí.» ítem, dice San Jerónimo: «No quise yo seguir mi propio parecer, el cual suele ser muy mal consejero.» Item, San Vicente dice, y aconseja mucho, «que el hombre que quisiere ser espiritual, tenga algún maestro por quien se rija; y si lo puede haber y no lo toma, nunca le comunicará Dios la gracia, por su soberbia». San Bernardo y San Buenaventura a cada paso aconsejan lo mismo. Y la Escritura de Dios está llena de esto mismo. Unas veces dice (Is 5,21): ¡Ay de vosotros que sois sabios en vuestros ojos, y delante [de] vosotros mismos prudente! Y en otra parte (Pr 26,12): Si vieres algún hombre que se tiene por sabio, cree que más bien librado que éste, será el ignorante. Y San Pablo nos amonesta (Rm 12,16): No queráis ser sabios acerca de vosotros mismos. Y el Sabio dice (Pr 18,2): Si no dijeres al necio las cosas que él cree en su corazón, no recibirá las palabras de prudencia. Y en otra parte (Ecdi, 6, 34): Si indinares tu oreja, recibirás doctrina; y si amares el oír, serás sabio. Y por no ser prolijo, digo que la Escritura divina y amonestaciones de los Santos y las vidas de ellos, y las experiencias que hemos visto, todas a una boca nos encomiendan que no nos arrimemos a nuestra prudencia, mas que inclinemos nuestra oreja al ajeno consejo.

Porque de otra manera, ¿qué cosa habría más sin orden que la Iglesia de Dios, o cualquiera congregación, si cada uno ha de seguir su parecer, pensando que acierta? ¿Y cómo puede ser que el espíritu de Cristo, que es espíritu de humildad y de paz y de unión, mueva a uno a ser en contrario de todos los otros, en quien el mismo Dios mora? ¿Y cómo puede nacer de este espíritu, que se tenga un hombre en tanta estima, que no se halle en la congregación de los hombres quien le pueda enseñar, ni juzgar si su espíritu es bueno o malo? Porque como dice San Agustín, no dejaría éste de tomar ajeno consejo y obedecer, sino porque piensa con su soberbia que es mejor que el otro que le aconseja. Y ya que sea su soberbia tanta, que crea que es mejor que los otros, debe pensar que así como puede ser uno menos bueno que otro, y tener don de profecía o de sanar enfermos, y semejantes dones, de los cuales carezca el otro que es mejor que él, así puede ser que el que es menor en otros dones, sea mayor en tener don de consejo o de discreción de espíritu, de los cuales carezca el otro, que era mayor.

Y pues Dios es tan amigo de la humildad y paz, no tema nadie que, si lo que tiene es de Dios, se vaya o se pierda por sujetarse por el mismo Dios al ajeno parecer, antes más y más se confirmará; y si de otra parte fuere, huirá. Y si su sabiduría es infundida de Dios, mire que una de las condiciones de ella, según dice Santiago (Jc 3,17), es ser suadible (Suadibie: que se deja persuadir. Es palabra latina: suadibiiis). Y mire que llama San Agustín a estos pensamientos «soberbísimos y peligrosísimos». Porque aunque sea peligrosa la soberbia e inobediencia de la voluntad, que es no querer obedecer a la voluntad ajena, muy más peligrosa es la soberbia del entendimiento, que es, creyendo a su parecer, no sujetarse al ajeno. Porque el soberbio en la voluntad alguna vez obedecerá, pues tiene por mejor el ajeno parecer; mas quien tiene sentado en sí que su parecer es el mejor, ¿quién le curará? ¿Y cómo obedecerá a lo que no tiene por tan bueno? Si el ojo del ánima que es el entendimiento, con que se había de ver y curar la soberbia, ese mismo está ciego (Lc 11,34) y lleno de la misma soberbia, ¿quién lo curará? Y si la luz se torna tinieblas, y si la regla se tuerce, ¿qué tal quedará lo demás?

Y son tan grandes los males que vienen de acuesta soberbia, que turban a todos con cuantos contrata; porque con quien defiende porfiadamente su parecer propio y es amigo de él, ¿quién hay que en paz pueda vivir?

Y porque del todo maldigáis y huyáis este vicio, sabed que llega hasta hacer a los que eran buenos cristianos, perversos herejes; ni por otra cosa lo han sido, ni son, sino por creer más a su parecer propio que al de la Iglesia y de sus mayores. Pensaban ellos que acertaban, y que lo que en su corazón pasaba era obra de Dios, y que si creían más al parecer ajeno que a lo que en su corazón sentían, dejaban a Dios por el hombre. Mas la experiencia y la verdad nos demuestra que lo que pensaban ser espíritu de verdad era espíritu de engaño; el cual, cuando por otra parta no los pudo vencer, combatiólos transformandose en ángel de luz (2Co 11,14), debajo de semejanza de bien; y así quitóles la vida del ánima, por no querer ellos sujetarse al ajeno parecer.



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CAPITULO 55: Que debemos grandemente huir el propio parecer, y escoger persona a quien por Dios nos sujetemos para ser de ella regidos; y qué tal ha de ser ésta; y cómo nos habremos con ella.



Tomando, pues, escarmiento de acuestas cosas, os amonesto que, así como habéis de ser enemiga de vuestra voluntad, así mucho más lo seáis de vuestro parecer, y de querer salir con la vuestra, pues que veis el mal paradero que tiene el parecer propio. Sed enemiga de él fuera de vuestra casa y en vuestra casa; y aunque sea en cosas livianas, no lo sigáis; porque a duras penas hallaréis cosa que tanto turbe el sosiego que Cristo quiere en vuestra ánima para comunicarse con ella, como el porfiar y querer salir con la vuestra. Y más vale que no se haga lo que vos deseábades, que perder cosa que tanto habéis menester para gozar de Dios en sosiego. Y esto entended, si vos no tenéis oficio de regir la casa; porque entonces no debéis dejar lo que os parece ser bueno, aunque debéis informaros bien por oración y consejo, según la calidad de la cosa.

Ya sabéis que los que se han de haber en alguna cosa de afrenta, se suelen primero ensayar en cosas livianas, para estar industriados en las que son de verdad y mayores. Y, cierto, creed que quien está acostumbrado a creerse, y estima su entendimiento por sabio, queriendo salir con su parecer en las cosas pocas, se hallará nuevo y dificultoso en negar su parecer en las cosas mayores. Y, por el contrario, el ejercitado en cosas pequeñas a llamar a su entendimiento de necio y a fiar poco de él, hallarse ha facilitado para sujetarse, o al parecer de Dios o de sus mayores, o para no juzgar fácilmente a su prójimo.

Y así como en las cosas que he dicho de poca importancia podéis negar vuestro parecer y seguir el ajeno, sin examinar mucho quién lo dice o no, así os digo que en lo que toca a vuestra conciencia debéis de estar avisada, que ni la fiéis de vuestro parecer, ni la fiéis de quienquiera. Conviéneos que toméis por guía y padre a alguna persona letrada, y experimentada en las cosas de Dios; que uno sin otro ordinariamente no basta. Porque las solas letras no son suficientes para proveer las particulares necesidades y prosperidades y tentaciones, que acaecen en las ánimas de los que siguen la vida espiritual; en las cuales, como dice Gerson, se ha de ocurrir (recurrir) a los experimentados. Y muchas veces acaecerá a los que no tuvieren más que letras, lo que acaeció a los Apóstoles, andando una noche en la mar con tormenta, que pensaron que Cristo, que a ellos venía, era fantasma (Mt 14,26), teniendo por engaño lo que es merced y verdad de nuestro Señor, como hicieron los Apóstoles. Poneros han algunos de ellos demasiados temores, condenándolo todo por malo; y como en sus corazones están muy lejos de la experiencia del gusto e iluminaciones de Dios, hablan de ello como de cosa no conocida, y a duras penas pueden creer que pasan en los corazones de los otros cosas más altas que las que pasan en el corazón de ellos.

Otros hallaréis ejercitados en cosas de devoción, que se van ligeramente tras un sentimiento de espíritu, y hacen mucho caso de él; y si alguno les cuenta algo de acuestas cosas, óyenlo con admiración, teniendo por más santo al que más tiene de ellas, y aprueban ligeramente estas cosas como si en ellas todo estuviese seguro: y como no lo esté, muchos de éstos por ignorancia caen en errores, y dejan caer a los que tienen entre manos, por no darles suficientes avisos contra las cautelas del demonio; por lo cual no son buenos para regir tampoco como los pasados.

Mas sabed que hay algunos de tan buen juicio, y que tienen entendido que la santidad verdadera no consiste en estas cosas, sino en el cumplimiento de la voluntad del Señor; y tienen experiencia de las cosas espirituales, y saben dudar y preguntar a quien les informe. De estos tales bien os podréis fiar, aunque no tengan letras; pues para quien todo su negocio es entender en sí mismo, acuesto le basta.

Y pues tanto os va en acertar con buena guía, debéis con mucha instancia pedir al Señor que os la encamine Él de su mano, y encaminada, fiadle con mucha seguridad vuestro corazón, y no escondáis cosa de él, buena ni mala: la buena, para que la encamine y os avise; la mala, para que os la corrija. Y cosa de importancia no la hagáis sin su parecer, teniendo confianza en Dios, que es amigo de obediencia, que Él pondrá en el corazón y lengua a vuestra guía lo que conviene a vuestra salud. Y de esta manera huiréis de dos males, y extremos: Uno, de los que dicen: «No es menester consejo de hombre; Dios me enseña y me satisface.» Otros están tan sujetos al hombre, sin mirar otra cosa sino que es hombre, que les comprende aquella maldición, que dice (Jerem., I7, 5): Maldito el hombre que confía en el hombre. Sujetaos vos a hombre y habréis escapado del primer peligro; y no confiéis en el saber ni fuerza del hombre, mas en Dios, que os hablará y esforzará por medio del hombre, y así habréis evitado el segundo peligro.

Y tened por cierto, que aunque mucho busquéis, no hallaréis otro camino tan cierto ni tan seguro, para hallar la voluntad del Señor, como este de la humilde obediencia, tan aconsejado por todos los Santos, y tan obrado por muchos de ellos, según nos dan testimonio las Vidas de los Santos Padres, entre los cuales se tenía por muy gran señal de llegar uno a la perfección el ser muy sujeto a su Viejo. Y entre las muchas buenas cosas que en las Ordenes de los Religiosos hay, por maravilla hallaréis otra tan buena, como vivir todos debajo de un mayor a quien obedezcan, no sólo en las obras exteriores, mas en el parecer y voluntad interiormente; los cuales, si tienen confianza y devoción en la obediencia, vivirán vida acertada y muy descansada.



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CAPITULO 56: En que se comienza a declarar la segunda palabra del verso, y el cómo habernos de mirar las Escrituras;

y que conviene tener recogimiento en la vista corporal para ver mejor con los ojos del ánima; los cuales, cuanto más limpios de las criaturas, miran mejor a Dios.



Si bien habéis oído las palabras ya dichas, veréis cuan necesario es el OÍR para agradar a Dios nuestro Señor. Ahora escuchad la segunda palabra que dice ve. No basta estar atento a las divinas palabras de fuera e inspiraciones de dentro, que es el oír; mas conviene también tener sano el sentido para ver. Porque no menos son reprendidos de Cristo los ciegos que no ven la luz, que los sordos que no oyen la verdad.

Mas no penséis que amonestándoos que veáis, os quiere decir que veáis fiestas o mundo; porque aquel ver, ¿ qué otra cosa es sino cegar, pues impide la vista del ánima? Los ojos del cuerpo basta que miren la tierra en que se han de tornar, y que miren el cielo donde está el deseo de su corazón, según dice David (Ps 8,4): Veré tus cielos, obra de tus dedos; la luna y estrellas que Tú fundaste. Y si más criaturas quieren ver, no lo impedimos, con tal que sea la vista para pasar de ellas a Dios, no para perder y olvidar a Dios en ellas; porque de esta vista dice Santo Rey y Profeta David al Señor (Ps 138,37): Señor, aparta mis ojos, porque no vean la vanidad: en el camino tuyo avívame. Bien sabía este santo Rey que el demasiado mirar es impedimento para correr con ligereza la carrera de Dios, y suele entibiar el corazón encendido, y por eso dice: Avívame en tu carrera; porque, según está claro a los experimentados, cuanto más recogidos tienen estos ojos exteriores, tanto más ven con los interiores, cuya vista es más alegre y más provechosa. Lo cual es justo que fácilmente crea un cristiano, pues leemos de algunos filósofos haberse sacado los ojos del cuerpo por tener más recogido su entendimiento para contemplar. En el cual hecho debemos burlar de su error en sacarse los ojos, y aprovecharnos de su buen deseo en tener recogimiento en ellos.

Y así con toda guarda debemos guardar nuestros ojos, porque no nos acaezcan los males que de la soltura suelen venir. ¿De dónde pensáis que vino el principio de la perdición al mundo? Por cierto, no de más que de una vista desordenada. Miró Eva al árbol vedado, dióle gana de comer de su fruto porque le parecía hermoso y sabroso; comió e hizo comer a su marido (Gn 3,6), y la comida fue muerte para ellos y cuantos de ellos vinieron. No es cordura mirar lo que no es lícito desear; como parece en el santo Rey David (2S 11,2), cuyos ojos se deleitaron en mirar la mujer que se lavaba en su huerto; y tuvo después que llorar noches y días, lavando su cama y estrado con lágrimas, en tanta abundancia, que sus ojos estaban carcomidos, como de polilla, de mucho llorar. Y quien dice: Arroyos de agua derramaron mis ojos porque no guardaron los matos tu Ley (Ps 118,136), mejor los derramarla por no haberla él guardado. Buen consejo hubiera sido a sus ojos no deleitarse en lo que después tan caro les costó; y también lo será a nosotros pecadores, pues tan livianos somos, que tras los ojos se nos va el corazón. Pongamos, pues, un velo entre nosotros y toda criatura, no hincando los ojos del todo en ella, porque ocupados allí, no perdemos la vista del Criador; quiero decir, nuestras devotas consideraciones que de Dios teníamos.

Y creed cierto, que una de las más ciertas señales de corazón recogido, es la mortificación en el mirar; y del corazón disoluto la disolución del mirar. No hay pulso que tan cierto declare lo que hay en el cuerpo, cuanto el ojo declara lo que hay en el ánima, de bien o de mal. Por lo cual el Esposo alaba a la Esposa de los ojos, diciendo (Ct 1,14): Tus ojos son de paloma; dando a entender que son honestos como los de la paloma, que suelen ser negros. Miremos, pues, cómo miramos, si no queremos pagar llorando lo que pecamos mirando.

Y si esto conviene mirar en los ojos de fuera, ¿cuánto más en los interiores, en los cuales verdaderamente está el bien o el mal mirar, y por los cuales es uno juzgado que tiene vista o es ciego? Claro está que los fariseos a quien Jesucristo nuestro Señor hablaba, ojos tenían en la cara, con que veían; mas porque no veían con los del ánima, llamábalos ciegos y guía de ciegos (Mt, I5, I4). Y, por el contrario, el Patriarca Isaac y Tobías muy clara vista tenían en los ojos del ánima, y por eso poco les dañaba estar ciegos en los ojos del cuerpo. Porque, como dijo San Antón a un ciego llamado Dídimo, que era muy sabio en las Escrituras divinas: «No es razón que tomes pena por no tener ojos del cuerpo, los cuales también tienen los gatos y los perros y otros animales menores» pues tienes claros los ojos del ánima, con los cuales se ve Dios.»

Pues de esta vista debéis entender lo que se amonesta en la segunda palabra, que dice: ve, si la queréis cumplir. Ojos tenéis, que es vuestro entendimiento; y para ver a Dios nos fue dado; no lo hincháis de polvo de tierra y de honras mundanas, ni lo tapéis con gruesos humores de pensamientos de cuerpo; mas sacudida de estas poquedades que ocupan la vista, tened vuestro entendimiento claro para emplearlo en Aquel que os lo dio y os le pide para haceros bienaventurada en él. No penséis que os desocupó Cristo en balde de las ocupaciones del mundo, e hizo que no entrásedes a moler en la tahona de las cargas del matrimonio, cuyos cuidados suelen turbar los ojos de quien anda en ellos, si muy especial gracia, del Señor no tienen para cumplir bien con dos partes; mas libertóos el Señor para que fuésedes toda suya, y vuestros ojos a Él solo mirasen, como la esposa casta a su solo esposo suele mirar.



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CAPITULO 57: Que lo primero que ha de mirar el hombre es o SÍ mismo; y de la necesidad que tenemos del «propio conocimiento», y de los mates que nos vienen por falta de este conocimiento propio.



Tendréis, pues, esta orden en el mirar: que primero os miréis a vos, y después a Dios, y después a los prójimos. Miraos a vos para que os conozcáis y tengáis en poco; porque no hay peor engaño, que ser uno engañado en sí mismo, teniéndose por otro de lo que es. Lodo sois de parte del cuerpo, pecadora de parte del ánima; si en más que esto os tenéis, ciega estáis, y deciros ha vuestro Esposo (Ct 1,7): Si no te conoces, ¡oh hermosa entre las mujeres!, salte y vete tras las pisadas de tus manadas, y apacienta tus cabritos por de las cabañas de los pastores. El cual lugar os declararé, según la letra griega y edición Vulgata, a la cual el Concilio Tridentino nos manda seguir, puesto caso que, según la letra hebrea, tenga otro sentido.

Dicen, pues, en sentencia, San Gregorio y San Bernardo y Orígenes de esta manera: «No hay cosa tan para temblar, como oír a la boca de Dios: Salte y vete. Porque si la más recia palabra de un padre para su hijo, o marido con su mujer, que la tiene en grande abundancia, es apartarla de su amparo y riquezas, diciéndole: Vete de mí y de mi casa, ¿qué será irse el ánima y apartarse de Dios, sino desterrase de todos los bienes y caer en todos los males?» ¿Dónde iremos—dijo San Pedro a Cristo—que palabras de vida eterna tienes? (Jn 6,69). ¿Dónde iremos, que fuente de vida tienes y Tú sólo la tienes? ¿Dónde iremos, alegre Luz, sin la cual hay tinie­blas? ¿Dónde. Pan vivo, sin el cual hay hambre mortal? ¿Dónde, firmísimo amparo, sin el cual la seguridad es peligro? En fin, ¿dónde irá la oveja, estando en toda parte cercada de lobos, si el pastor la desabriga y alanza de sí? Recia palabra es: Salte y vete, y semejable a aquella que Cristo ha de decir el día postrero a los malos (Mt 25,41): Idos, malditos, al fuego que está aparejado.

Y otra vez digo, que no hay cosa que más deba temer, ni que tanto deba trabajar por evitar quien está en la abundante y alegre casa de Dios, y debajo de su fortísimo amparo, como oír a sus orejas: Salte y vete. Esta salida no es cosa liviana, mas es causa de todos los males. Porque el hombre desamparado del amparo divino, y dejado a sus propias fuerzas, ¿qué hará, como dice San Agustín, sino lo que hizo San Pedro cuando negó a nuestro Señor? Y aun sin conocer y arrepentirse del mal que habla hecho, hasta que el amparo y mirar divino tornó sobre Pedro, caído en pecado y olvidado en él, dándole conocimiento que había hecho mal en haber caído, y dándole de ello dolor, y que la causa de su caída fue haber confiado de sí.

De manera, que la causa por que el benigno Señor se torna riguroso en echar de casa sus hijos, es porque no se conocen, pensando ser algo, y estribando sobre sus fuerzas. Y a esta ánima dice el Esposo: Si no te conoces, salte y vete tras las pisadas de tus manadas: que quiere decir, que la deje ir perdida, siguiendo las obras y rastro de los pecadores, que andan juntos en sus pecados como manadas de animales, ayudándose en ellos unos a otros; los cuales también serán el día postrero atados como manojos, para ser en el infernal fuego juntamente quemados los que fueron juntos en los pecados. Y dice el Esposo a la tal ánima: Manadas tuyas, porque el pecar, de nosotros es, no de Dios; y el bien es de Dios, y no de nosotros; pues por su virtud lo hacemos. Lo cual Él quiere muy de hecho que conozcamos ser así, no tanto por lo que a Él toca, cuya gloria no crece en si mismo, aunque nosotros le glorifiquemos; mas por lo que toca a nosotros, cuyo bien es, y muy grande, conocer que de todo bien que tenemos, no a nosotros, sino a Él se debe la honra. Y sí de lo que Él puso en nosotros para su alabanza, queremos edificar ídolo, atribuyendo la gloria del incorruptible Dios a nosotros, corruptibles hombres (Rom., I, 23), no lo dejará Él sin castigo, mas dirá: Quédate con lo que es tuyo y piérdete, pues no quisiste permanecer en Mí para salvarte. ¡Oh, cuan de verdad se cumplen en los soberbios estas palabras; y cuan presto, de espirituales se hacen carnales, de recogidos disolutos, de oro lodo; y los que solían comer con sabor pan celestial, deléitanse después en comer manjares de puercos, siéndoles cosa muy pesada no sólo obrar las cosas de Dios, mas aun oír hablar de Él! ¿ De dónde pensáis que ha venido haber sido algunas personas castas en el tiempo de su mocedad, aunque fueron combatidos de graves tentaciones, y venidos a la vejez haber miserablemente caído en vilezas tan feas, que ellos mismos se espantan de sí y se abominan? La causa fue que en la mocedad vivían con santo temor y humildad; y viéndose tan al canto de caer, invocaban a Dios, y eran defendidos por Él. Mas después que, con larga posesión de la castidad, comenzaron a engreírse y confiar de sí mismos, en aquel punto fueron desamparados de la mano de Dios, e hicieron lo que era suyo propio, que es el caer.

Y entonces se cumple que apacientan sus cabritos, que son sus livianos y deshonestos sentidos, cerca de las tiendas de los pastores, que son los cuerpos de los siervos de Dios, porque en ellos están como en cabaña de campo, que presto se muda, y no como en casa o ciudad de reposo. Y así con mucha razón, en cuerpos y en cosas de cuerpos apacientan sus sentidos, porque perdieron con su soberbia el verdadero sentido, sintiendo de sí otra cosa, que es ser de sí mismos nada y pecadores, robando la gloria de Dios que tan de verdad se le debe de todo lo bueno que en cualquier manera hacemos.

Despertad, pues, doncella, y escarmentad, como dicen, en cabeza ajena, y aprovechaos de la amenaza, porque no probéis el castigo. Sed semejante a la Esposa, a la cual fueron dichas estas palabras; la cual, oída palabra tan pesada y de boca de quien es todos los bienes: Salte y vete, miróse, y conocióse, y quitó de sí algunas osadías que antes tenía. Y hecha humilde con la reprensión, consuélala el Esposo diciendo (Ct 1,8): A mi caballería en los carros de Faraón te he asemejado, amiga mía: hermosas son tus mejillas, como de tórtola. Por la soberbia es un ánima semejable al demonio, el cual, como dice el Evangelio (Jn 8,44), no estuvo en la verdad, que es Dios; mas quiso estar en sí mismo, poniéndose a sí por arrimo y descanso. Por eso cayó; porque la criatura no puede estar en sí, sino en Dios. Mas por el humilde conocimiento de sí es una ánima semejante a los buenos ángeles, que se arrimaron a Dios y se desasieron de sí; porque se veían ser caña quebrada; y túvolos Dios, y confirmólos, porque dieron voces diciendo: ¿Micael? Que quiere decir: ¿Quién como Dios? En lo cual contradecían al malaventurado Lucifer y a los suyos, que se querían hacer idolos, atribuyendo a sí lo que era de Dios, que es el ser principio, arrimo y descanso de toda criatura. No porque éstos entendiesen que lo podían ser, pues que se conocían ser criaturas; mas porque se deleitaban en ello, como si lo tuvieran; como suelen hacer los soberbios, que aunque su boca o entendimiento diga a voces que de Dios tienen y esperan todo su bien, mas con la voluntad ensálzanse y gózanse vanamente en si mismos, como si de sí tuviesen el bien; confesando con el entendimiento que la gloria se debe a Dios, y robándosela con la voluntad. Mas les buenos ángeles claman con entendimiento y voluntad: ¿Quién como Dios? Porque de corazón se humillaron y desestimaron, según por el entendimiento lo conocían. Y por eso fueron ensalzados a ser participantes de Dios, sin jamás poderlo perder. Pues a esta caballería, que es el angélico ejército que destruyó a Faraón y a sus carros en el mar Bermejo, asemeja Cristo a su Esposa cuando se conoce y se mide.

 Y alaba tos mejillas donde se suele mostrar la vergüenza. ¿Por qué hubo vergüenza la Esposa de la tal reprensión? Por haber pedido cosas mayores que a su poquedad convenían; y, de mejillas deslavadas, tomáronse vergonzosas y honestas, como de tórtola, que es ave honesta. Y por esto decía aquel devoto Bernardo, que había hallado por experiencia no haber cosa tan provechosa para alcanzar, conservar y recobrar la gracia, como vivir siempre en un temor y santo recelo: cuando no la tenemos, porque estamos aparejados a todas caídas: recelo cuando la tenemos, porque hemos de obrar conforme al talento que nos es dado en ella; y mayor recelo cuando la perdemos, porque por nuestro descuido se ha ido nuestro favor. Y por eso dice la Escritura (Pr 28,14): Bienaventurado el varón que siempre está temeroso.




Juan Avila - Audi FIlia 52