Juan Avila - Audi FIlia 65

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CAPITULO 65: Cómo ejercitarnos en el conocimiento del ser sobrenatural de gracia aprovecha para alcanzar la humildad.



Si con cuidado habéis entendido en el conocimiento de vos para atribuir a Dios la gloria del ser que tenéis, con mucho mayor debéis de entender en conocer que el buen ser que tenéis no es de vos, mas graciosa dádiva de la mano del Señor. Porque si atribuís a Él la gloria de vuestro ser, confesando que no vos, mas sus manos os hicieron, y apropiáis para vos la honra de vuestras buenas obras, creyendo que vos os hicisteis buena, mayor honra os tomáis para vos que dais a Dios, cuanto es más excelente el buen ser que el ser. Por tanto, conviene que con grandísima vigilancia entendáis en conocer a Dios, y tenerle por causa de vuestro bien. Vivid de arte, que no se os quede asida en vuestras manos punta ni repunta de loca soberbia; mas así como conocéis que ningún ser, por pequeño que sea, podéis tener de vos si Dios no os lo da, así también conoced que no podéis tener de vos el menor de los bienes, si Dios no abre su mano para os lo dar.

Pensad, pues, que así como lo que es nada no tiene ser natural entre las criaturas, así el pecador, por mucho estado y bienes que tenga, faltándole la gracia y espiritual ser, es contado por nada delante los ojos de Dios. Lo cual dice San Pablo (1Co 13,2) de esta manera: Si tuviere profecía, y conociere todos los misterios, y toda la ciencia, y tuviere toda la fe, tanto que pase los montes de una parte a otra, y no tuviere caridad, nada soy. Lo cual es tanta verdad, que aun el pecador es menos que nada, porque peor es mal ser, que el no ser. Y ningún lugar hay tan bajo, ni tan apartado, ni tan despreciado en los ojos de Dios entre todo lo que es y no es, como el hombre que vive en ofensa de Dios, estando desheredado del cielo y sentenciado al infierno.

Y para que tengáis alguna cosa que os despierte algo en el conocimiento de acueste miserable estado de pecador, oíd esto: Cuando alguna cosa muy contraria a razón y muy desordenada viéredes, pensad, que muy más fea y abominable cosa es estar en desgracia y enemistad de nuestro Señor. ¿Oís decir de algún grave hurto, traición o maldad que alguna mujer a su marido hace, o desacato que algún hijo hace a su padre, o algunas cosas de acuesta manera, que a cualquiera, por ignorante que sea, parecen muy feas, por ser contra toda razón? Pensad vos que ofender a Dios en un solo pecado es mayor fealdad, por ser contra su mandamiento y reverencia, que todas las obras malas que pueden acaecer, por ser contra sola razón. Y pues veis cuan desestimados son todos los que tales fealdades cometen, teneos vos por una cosa muy despreciada, y sumíos en el profundo abismo del desprecio que se debe al ofendedor de Dios.

Y así como para conocer vuestra nada os acordasteis del tiempo que no teníades ser, así para conocer vuestra bajeza y vileza acordaos del tiempo que vivíades en ofensa de Dios. Mirad, cuan entrañable y profundamente y despacio pudiéredes, en cuan miserable estado estuvisteis cuando delante de los ojos de Dios estábades fea y desagradable, y contada por nada y menos que nada. Porque ni los animales, por feos que sean, ni otras criaturas, por más bajas que sean, no han hecho pecado contra nuestro Señor, ni están obligadas a fuegos eternos como vos estábades. Y despreciaos y abajaos en el más profundo lugar que pudiéredes muy despacio; que seguramente podéis creer que, por muy mucho que os despreciéis, no podéis bajar al abismo del desprecio que merece el ofendedor del infinito Bien, que es Dios. Porque hasta que veáis en el cielo cuan bueno es Dios, no podéis del todo conocer cuan malo sea el pecado, y cuánto mal merece quien lo comete. Y después de haber bien sentido en el ánima y embebido en ella acuesta desestima de vos misma, alzad vuestros ojos a Dios, considerando la infinita bondad que de pozo tan hondo os sacó, siendo para vos cosa imposible; y mirad aquella suma Bondad, que con tanta misericordia os sacó, sin haber en vos merecimientos para ello, antes muy grandes desmerecimientos. Porque antes que Dios dé la gracia, aunque no todo lo que el hombre hace sea pecado, mas ninguna cosa hace ni puede hacer con que merezca el perdón ni la gracia de Dios. Sabed, que quien os sacó de vuestras tinieblas a su admirable lumbre (Coios., 1, 13), y os hizo de enemiga, amiga, y de esclava, hija, y de no valer nada os hizo tener ser agradable en sus ojos, Dios fue. Y la causa porque lo hizo no fueron vuestros merecimientos pasados, ni el respeto de los servicios que le habíades de hacer, mas fue por su sola bondad, y por merecimiento de nuestro único medianero, Jesucristo nuestro Señor. Contad por vuestro el mal estado en que estábades, y contad el infierno por lugar debido a vuestros pecados que hicisteis o hiciérades, si por Dios no fuera. Que lo que de más de esto tenéis, a Dios y a su gracia os conoced por deudora. Oíd lo que dice el Señor a sus amados discípulos, y a nosotros en ellos (Jn 15,16): No vosotros escogisteis a Mi, mas Yo a vosotros. Mirad lo que dice el Apóstol San Pablo (Rm 3,24): Justificados sois de balde por la gracia de Dios, por la redención que está en Jesucristo. Y asentad en vuestro corazón, que así como tenéis de Dios el ser, sin que atribuyáis a vos gloria de ello, así tenéis de Dios el buen ser; y lo uno y lo otro para gloria suya. Y traed en la lengua y en el corazón lo que dice San Pablo (1Co 15,10): Por la gracia de Dios soy lo que soy.



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CAPITULO 66: En que se prosigue más en particular el sobredicho ejercicio, de que se ha tratado en el capítulo pasado.



Allende de lo dicho, considerad que, así como cuando érades nada no teniades fuerza para moveros, ni para ver, ni oír, ni gustar, ni entender, ni querer: más dándoos Dios el ser, os dio acuestas potencias y fuerzas; así no sólo el hombre que está en pecado mortal está privado del ser agradable delante los ojos de Dios, mas está sin fuerzas para obrar obras de vida que agraden a Dios. Y por esto, si algún cojo viéredes o manco, pensad que así está el hombre sin gracia en su ánima; si algún ciego, sordo o mudo, tomadlo por espejo en que os miréis; y en todos los enfermos, leprosos, paralíticos, y que tienen los cuerpos corvados y los ojos puestos en tierra, con toda la otra muchedumbre de enfermedades que presentaban delante el acatamiento de Jesucristo, nuestro verdadero Médico, entended que tan perdidos están los malos, cuanto a los espirituales sentidos, cuanto estaban aquéllos en los corporales. Y mirad, como una piedra con el peso que tiene es inclinada a ir hacia abajo; así, por la corrupción del pecado original que traemos, tenemos una vivísima inclinación a las cosas de nuestra carne, y de nuestra honra, y de nuestro provecho, haciendo ídolo de nosotros, y obrando nuestras obras, no por amor verdadero de Dios, sino por el nuestro. Estamos vivísimos a las cosas terrenales y que nos tocan, y muertos para el gusto de las cosas de Dios. Manda en nosotros lo que había de obedecer, y obedece lo que había de mandar. Y estamos tan miserables, que, debajo de cuerpo humano y derecho, traemos escondidos apetitos de bestias y corazones encorvados hacia la tierra. Qué os diré, sino que en cuantas cosas faltas (defectuosas), y feas, y secas, y desordenadas viéredes, en tantas miréis y conozcáis la corrupción y desorden que el hombre, que está sin espíritu de Dios, tiene en sus sentidos y obras; y ninguna de estas cosas veáis, que luego no entréis en vos misma a considerar que aquello sois vos de vuestra parte, si Dios no os hubiera dado salud.

Y si verdaderamente estáis sana, habéis de conocer que quien os abrió los sentidos para las cosas de Dios, quien sujetó vuestros afectos debajo de vuestra razón, quien os hizo amargo lo que os era dulce, y os puso gana en lo que antes tan desabrida estábades, obrando en vos obras nuevas, Dios fue; y según dice San Pablo (PhH, 2, 13): Dios es el que obra en nosotros el querer, y el acabar, por su buena voluntad.

Mas no entendáis por esto que el libre albedrío del hombre no obre cosa alguna en las obras buenas, porque esto sería grande ignorancia y error; mas dícese que Dios obra el querer y el acabar, porque Él es el principal obrador en el ánima del justificado, y el que mueve y suavemente hace que el libre albedrío obre y sea su ayudador, como dice San Pablo (1Co 3,9): Ayudadores somos de Dios. Lo cual hace incitándolo Dios, y ayudándolo a que dé libremente su consentimiento en las buenas obras; y por eso obra el hombre, pues que de su voluntad propia y libre quiere lo que quiere, y obra lo que obra, y en su mano está no lo hacer. Mas Dios obra más principalmente, produciendo la buena obra, y ayudando al libre albedrío para que también la produzca; y la gloria de lo uno y de lo otro a sólo Dios se debe.

Por tanto, si queréis acertar en acuesto, no queráis escudriñar qué bienes tenéis de naturaleza y libre albedrío, y qué bienes de gracia, porque esto para los sabios es; mas a ojos cerrados seguíos por la sagrada fe, que nos amonesta que de los unos y de los otros hemos de dar la gloria de Dios; y que nosotros de nosotros mismos no somos suficientes ni aun para pensar un buen pensamiento (2Co 3,5). Mirad lo que dice San Pablo reprendiendo al que se atribuye a sí mismo algún bien (1Co 4,7): ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y pues lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo hubieses, recibido? Como si dijese: Si tienes la gracia de Dios con que le agradas, y haces obras muy excelentes, no te gloríes en ti, mas en quien te la dio, que es Dios. Y si te glorías de usar bien de tu libre albedrío, o en consentir con él a los buenos movimientos de Dios y su gracia, tampoco te glorías en ti, mas en Dios que hizo que tú consintieses, incitándote y moviéndote suavemente, y dándote el mismo libre albedrío con que tú libremente consientas, y si te quisieres gloriar de que pudiendo resistir al buen movimiento e inspiración de Dios, no lo resistes, tampoco te debes gloriar, pues eso no es hacer, mas dejar de hacer; y aun esto también lo debes a Dios, que ayudándote a consentir en el bien, te ayudó para no resistirlo, y cualquier buen uso de tu libre albedrío en lo que toca a tu salvación, dádiva es de Dios, que desciende de aquella misericordiosa predestinación con que determinó ab aeterno de te salvar. Sea, pues, toda tu gloria en sólo Dios, de quien tienes todo el bien que tienes; y piensa que sin Él no tienes de tu cosecha sino nada, y vanidad y maldad.

Y conforme a esto dice una glosa sobre aquello de San Pablo (Ga 6,3): El que piensa ser algo, como no sea nada, a sí mismo se engaña; que el hombre de sí mismo no es sino vanidad y pecado; y si otra cosa más es, por el Señor Dios lo es. Y conforme a esto dice San Agustín: «Abrísteme los ojos, Luz, y despertásteme, y alumbrásteme; y vi que es tentación la vida del hombre en esta tierra, y que ningún buen hombre se puede gloriar delante de ti, ni es justificado todo hombre que vive; porque si algún bien hay, chico o grande, don tuyo es, y lo que es nuestro, no es sino mal. ¿Pues de dónde se gloriará todo hombre? ¿Por dicha del mal? Esta no es gloria, sino miseria. ¿Pues gloriarse ha del bien? No, porque es ajeno. Tuyo es, ¡oh Señor!, el bien, tuya es la gloria.» Y concordando con esto dice el mismo San Agustín: «Yo, Señor Dios nuestro, confieso a Ti mi pobreza, y a Ti sea toda la gloria, porque tuyo es todo el bien que yo haya hecho. Yo confieso, según me has enseñado, que otra cosa no soy sino vanidad y sombra de muerte, y un tenebroso abismo, tierra vana y vacía, que sin tu bendición no hace fruto, sino confusión y pecado y muerte. Si algún bien en cualquiera manera tuve, de Ti lo recibí; cualquiera bien que tengo, tuyo es, de Ti lo tengo. Si algún tiempo estuve en pie, por Ti lo estuve; mas cuando caí, por mi caí. Y siempre me hubiera estado caído en el lodo, si no me hubieras levantado Tú; y siempre fuera ciego, si Tú no me hubieras alumbrado. Cuando caí nunca, me hubiera levantado, si Tú no me hubieras dado tu mano; y después que me levantaste, siempre hubiera caído, si no me hubieras tenido. Muchas veces me hubiera perdido, si Tú no me hubieras guardado. Y así, Señor, siempre tu gracia y tu misericordia anduvo delante de mí, librándome de todos males, salvándome de los pecados, despertándome de los presentes, guardándome de los por venir, y cortando delante de mi los lazos de los pecados, quitando las ocasiones y causas. Porque si Tú, Señor, esto no hubieras hecho, todos los pecados del mundo hubiera yo hecho; porque sé que ningún pecado hay que en cualquiera manera lo haya hecho un hombre, que no lo pueda hacer otro hombre, si se aparta el Guiador, por el cual es hecho el hombre. Mas Tú hiciste que yo no lo hiciese, y Tú mandaste que me abstuviese; y Tú me infundiste gracia para que te creyese; porque Tú, Señor, me regías para Ti, y me guardabas para Ti, y me diste gracia y lumbre para no cometer adulterio y todo otro pecado.»



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CAPITULO 67: En que se prosigue el sobredicho ejercicio; y de la grande luz que el Señor, mediante él, suele obrar en las almas, con la cual conocen la grandeza de Dios y la nada de su pequeñez.



Considerad, pues, doncella, con atención estas palabras de San Agustín, y veréis cuan ajena debéis de estar de atribuir a vos gloria alguna, no sólo de levantaros de vuestros pecados, mas de teneros que no tornásedes a caer. Porque así como os dije que, si la mano de Dios de vos se apartase, en aquel punto tornaríades al abismo de vuestra nada en que antes estábades, así apartando Dios su guarda de vos, tornaríades a los pecados, y a otros peores que donde Él os sacó. Sed por eso humilde y agradecida a este Señor, de quien tanta necesidad en todo tiempo tenéis, y conoced que estáis colgada de Él, y que todo vuestro bien depende de su mano bendita, según dice el Santo Rey y Profeta David (Ps 30,15): En tus manos. Señor, están mis suertes. Y llama suertes a la gracia de Dios y a la eterna predestinación, las cuales por la bondad de Dios vienen y se conceden a quien se conceden. Y así como si Él os quitase el ser que os dio, os tornaréis nada, así quitándoos la gracia quedaréis pecadora.

Lo cual no se os dice para que caigáis en desmayo ni desesperación, por ver cuan colgada estáis de las manos de Dios; mas para que tanto con más seguridad gocéis de los bienes que Dios os ha dado, y tengáis confianza en su misericordia que acabará con vos lo que ha comenzado, cuanto con mayor humildad y profunda reverencia y santo temor estuviéredes postrada a sus pies, temblando y sin ningún arrimo de vuestra parte, y confiando de la suya. Porque ésta es una buena señal que no os desamparará su infinita bondad, según lo cantó aquella bendita y sobre todas humilde María, diciendo (Lc 1,50): La misericordia de Él, de generación en generación sobre los que le temen.

Y si el Señor es servido de os dar este conocimiento que deseáis, sentiréis que viene en vos una celestial lumbre y sentimiento en el ánima, con que quitadas unas gruesas tinieblas, conoce y siente ningún bien ni ser ni fuerza haber en todo lo criado, más de aquello que la bendita y graciosa voluntad de Dios ha querido dar y quiere conservar. Y conoce entonces cuan verdadero cantar es aquél: Llenos son los cíelos y la tierra de tu gloria (Is 6). Porque en todo lo criado no ve cosa que buena sea, cuya gloria no sea de Dios. Y entiende con cuánta verdad dijo Dios a Moisés que dijese a los hombres (Ex 3,14): El que es, me envió a vosotros. Y lo que dijo el Señor en el Evangelio (Me, 10, 19): Ninguno es bueno, sino sólo Dios. Porque como todo el ser que tengan las cosas y todo el bien, ahora sea de libre albedrío, ahora de la gracia, sea dado y conservado de la mano de Dios, conoce que más se puede decir que Dios es en ellas y obra el bien en ellas, que ellas de sí mismas; no porque ellas no obren, mas porque obran como causas segundas, movidas por Dios, principal y universal Hacedor, del cual ellas tienen la virtud para obrar. Y así, mirando a ellas, no les halla tomo ni arrimo en sí propias, sino en aquel infinito Ser que las sustenta ; en cuya comparación parecen todas ellas, por grandes que sean, como una pequeña aguja en un infinito mar.

Y de este conocimiento de Dios resulta en el ánima que de él se aprovecha, una profunda y leal reverencia a la sobreexcelente Majestad divinal, que le pone tanto aborrecimiento de atribuir a sí misma ni a otra criatura algún bien, que ni aun pensar en ello no quiere: considerando que así como el casto José (Gn 39,8) no quiso hacer traición a su señor, aunque fue requerido de la mujer de él, así no debe el hombre alzarse con la honra de Dios, la cual Él quiere para sí, como el marido a su propia mujer, según está escrito (Is 42,8): Mi gloria no la daré a otro. Y está entonces el hombre tan fundado en esta verdad, que aunque todo el mundo le ensalzase, él no se ensalzaría; mas como verdadero justo, desnúdase de la honra que ve no ser suya, y dala al Señor cuya es. Y en esta luz ve que mientras más alto está, más ha recibido de Dios y más le debe, y más pequeño y abajado es en sí mismo. Porque quien de verdad crece en otras virtudes, también lo ha de hacer en la humildad, diciendo a Dios (Jn 3,30): A Ti conviene crecer en mí, y a mí ser abajado cada día más en mí.

Y si con estas consideraciones ya dichas no halláredes en vos el fruto del propio desprecio que deseáis, no desmayéis, mas llamad con perseverante oración al Señor; que Él sabe y suele enseñar interiormente y con semejanzas exteriores lo poco en que la criatura se ha de estimar. Y en tanto que viene esta misericordia, vivid en paciencia; y conoceos por soberbia; lo cual es alguna parte de humildad, como el tenerse por humilde es señal de soberbia.



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CAPITULO 68: En que se comienza a tratar de la consideración de Cristo nuestro Señor, y de los misterios de su vida y muerte;

y de la mucha razón que hay para nos ejercitar en esta consideración; y de los grandes frutos que de ella nos vienen.



Los que mucho se ejercitan en el propio conocimiento, como tratan a la continua, y muy de cerca, sus propios defectos, suelen caer en grandes tristezas, desconfianzas y pusilanimidad de corazón; por lo cual es necesario que se ejerciten en otro conocimiento que les alegre y esfuerce, mucho más que el primero les desmayaba. Y para esto, ninguno otro hay igual como el conocimiento de Jesucristo nuestro Señor; especialmente pensando cómo padeció y murió por nosotros. Esta es la nueva alegre, predicada en la nueva Ley a todos los quebrantados de corazón (Is 61,1), y les es dada una medicina muy más eficaz para su consuelo, que sus llagas les pueden desconsolar. Este Señor crucificado es el que alegra a los que el conocimiento de sus propios pecados entristece, y el que absuelve a los que la Ley condena, y el que hace hijos de Dios a los que eran esclavos del demonio. A éste deben procurar conocer y allegarse todos los adeudados con espirituales deudas de pecados que han hecho, y que por ello están en angustia y amargura de corazón cuando se miran; e irles ha bien, como en otro tiempo se llegaron a Santo Rey David (1S 22,2), adeudados y angustiados con deudas de acá, y sintieron provecho con su compañía.

Porque así como se suele dar por consejo que miren arriba o fuera del agua a los que pasan algún río y se les desvanece la cabeza mirando las aguas que corren, así quien sintiere desmayo mirando sus culpas, alce sus ojos a Jesucristo puesto en la cruz y cobrará esfuerzo. Porque no en balde se dijo (Ps 41,7): En Mi mismo fue mi ánima conturbada; y por esto me acordaré de ti, de la tierra de Jordán y de los montes de Hermán y monte pequeño. Porque los misterios que Cristo obró en su Bautismo y Pasión son bastante para sosegar cualquier tempestad de desconfianza que en el corazón se levante. Y así por esto, como porque ninguno libro hay tan eficaz para enseñar al hombre todo género de virtud, ni cuánto debe ser el pecado aborrecido y la virtud amada, como la Pasión del Hijo de Dios; y también porque es extremo de desagradecimiento poner en olvido un tan inmenso beneficio de amor, como fue padecer Cristo por nos, conviene, después del ejercicio de vuestro conocimiento, ocuparos en el conocimiento de Jesucristo nuestro Señor. Lo cual nos enseña San Bernardo (Ad fratres de Monte Dei) diciendo: «Cualquiera que tiene sentido de Cristo, sabe bien cuan expediente sea a la piedad cristiana, cuánto convenga, y cuánto provecho le trae al siervo de Dios y siervo de la redención de Cristo, acordarse con atención, a lo menos una hora del día, de los beneficios de la Pasión y Redención de nuestro Señor Jesucristo, para gozar suavemente en la conciencia, y para asentarlos fielmente en la memoria.» Esto dice San Bernardo; el cual así lo hacía.

Y allende de esto sabed, que así como queriendo Dios comunicar con los hombres las riquezas de su Divinidad, tomó por medio hacerse hombre, para que en aquella bajeza y pobreza se pudiese conformar con la pequeña capacidad de los pobres y bajos, y juntándose a ellos, los levantase a la alteza de Él; así el camino usado de comunicar Dios su Divinidad con las ánimas es por medio de su sacra Humanidad. Esta es la puerta por donde el que entrare será salvo (Jn 10,9); y la escalera por donde suben al cielo (Gn 28,12). Porque quiere Dios Padre honrar la Humanidad y humildad de su Unigénito Hijo, en no dar su amistad sino a quien las creyere; y no dar su familiar comunicación sino a quien con mucha atención las pensare.

Y pues no es razón que dejéis de desear estos bienes, haceos esclava de esta sagrada Pasión, pues por ella fuisteis libertada del cautiverio de vuestros pecados, y de los infernales tormentos, y os vendrán los bienes ya dichos. Y no sea a vos pesado el pensar lo que a Él con vuestro gran amor no le fue pesado pasar. Sed vos una de las ánimas a quien dice el Espíritu Santo en los Cantares (Ct 3,11): Salid y mirad, hijas de Sión, al Rey Salomón con la guirnalda con que le coronó su madre en el día del desposorio de Él, y en el día de la alegría del corazón de Él. En ninguna parte de la Santa Escritura se lee que el Rey Salomón fuese coronado con guirnalda o corona por mano de su madre Bersabé en el día del desposorio de él; y por esto, porque según la historia no conviene al Salomón pecador, por fuerza, pues la Escritura no puede faltar, lo hemos de entender de otro Salomón verdadero, el cual es Cristo. Y con mucha razón; porque Salomón quiere decir pacífico; el cual nombre le fue puesto porque no trajo guerras en su tiempo como las trajo su padre David. Por lo cual quiso Dios, que no David, varón de sangres (Varón de sangres: frase bíblica que significa derramador de sangre, sanguinario), mas su pacífico hijo edificase aquel tan solemne Templo de Jerusalén (2S 7,13) en que fuese Dios adorado. Pues si por ser pacífico Salomón en la paz mundana, que algunas veces los Reyes, aunque malos, la suelen en sus reinos tener, le fue puesto nombre de pacífico, ¿con cuánta más razón conviene a Cristo, el cual hizo paz espiritual entre Dios y los hombres, no sin su costa, mas cayendo sobre Él la pena de nuestros pecados que causaban la enemistad? Item hizo paz entre los dos tan contrarios pueblos, de los judíos y gentiles, quitando la pared de la enemistad que estaba en medio, como dice San Pablo (Ep 2,14); conviene a saber, las ceremonias de la vieja Ley, y la idolatría de la gentilidad, para que unos y otros, dejadas sus particularidades y ritos que de sus pasados traían, viniesen a una nueva Ley, debajo de una fe, y de un Bautismo y de un Señor, esperando partir una misma herencia, por ser todos hijos de un Padre del cielo (Ep 4,5), que los tornó a engendrar otra vez por agua y Espíritu Santo, con mayor ganancia y honra que la primera vez fueron engendrados de sus padres de carne para miseria y deshonra. Y estos bienes todos son por Jesucristo, pacificador de cielos y tierra, y de una gente con otra, y de un hombre dentro de sí mismo, cuya guerra es más trabajosa, y la paz más deseada. Estas paces no las pudo hacer Salomón, mas tuvo el nombre, en figura del verdadero pacificador, así como la paz de Salomón, que es temporal, tiene figura y es sombra de la espiritual que no tiene fin.

Pues si bien os acordáis, esposa de Cristo, de lo que es razón que nunca os olvidéis, la Madre de este Salomón verdadero, que fue y es la bendita Virgen María, hallaréis haberle coronado con guirnalda hermosa, dándole carne sin ningún pecado en el día de la Encarnación, que fue día de ayuntamiento y desposorio del Verbo divino con aquella santa Humanidad, y del Verbo hecho hombre con su Iglesia, que somos nosotros. De aquel sagrado vientre salió Cristo, como Esposo que sale del tálamo (Ps 18,6), y comenzó a correr su carrera como fuerte gigante, tomando a pechos la obra de nuestra Redención, que fue la más dificultosa que se podía emprender. Y al fin de la carrera en el día del Viernes Santo, casó por palabras de presente con esta su Iglesia, por quien había trabajado, como Jacob por Raquel (Gn 29, 20, 30). Porque entonces le fue sacada de su costado, estando Él durmiendo el sueño de muerte, a semejanza de Eva sacada de Adán, que dormía (Gn 2,21). Y por esta obra tan excelente y de tanto amor en aquel día obrada, llama Cristo a este día, mi día, cuando dice en el Evangelio (Jn 8,56): Abraham, vuestro padre, se gozó para ver mi día; violo, y gozóse. Lo cual fue, como dice Crisóstomo, cuando a Abraham fue revelada la muerte de Cristo, en semejanza de su hijo Isaac, que Dios le mandó sacrificar en el monte Moría, que es el monte Sión (Gn 22,9); entonces vio este penoso día y se gozó. ¿Mas por qué se gozó? ¿Por ventura de los azotes, o tristezas o tormentos de Cristo? Cierto es haber sido la tristeza de Cristo tanta, que bastaba para hacer entristecer de compasión a cualquiera, por mucha alegría que tuviese.

Si no, díganlo sus tres amados Apóstoles, a los cuales dijo (Mt 26,38): Triste es mi ánima hasta la muerte. ¿Qué sintieron sus corazones al sonido de esta palabra? La cual suele, aun a los que de lejos la oyen, lastimar su corazón con agudo cuchillo de compasión! Pues sus azotes, tormentos, clavos y cruz fueron tan lastimeros, que por duro que uno fuera y los viera, se moviera a compasión. Y aun no sé si los mismos que le atormentaban, viendo su mansedumbre en el sufrir y la crueldad de ellos en el herir, algún rato se compadecían de quien tanto padecía por ellos, aunque ellos no lo sabían. Pues si los que a Cristo aborrecían pudieran ser entristecidos por ver sus tormentos, si del todo piedras no fueran, ¿qué diremos de un hombre tan amigo de Dios como fue Abraham, que se gozase de ver el día en que Cristo tanto trabajo pasó?



AUDI, FILIA: Parte 3

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CAPITULO 69: En que se prosigue lo dicho en el capítulo pasado, declarando de la Pasión de Cristo un lugar de los Cantares.



Mas porque de esto no os maravilléis, oíd otra cosa más maravillosa, la cual dicen las dichas palabras de los Cantares: Que esta guirnalda le fue puesta en el día del alegría del Corazón de Él. ¿Cómo es acuesto ? El día de sus excesivos dolores, que lengua no hay que los pueda explicar, ¿llamáis día de alegría de Él? Y no alegría fingida y de fuera, mas dicen: en el día del alegría del Corazón de Él.

¡ Oh alegría de los ángeles, y río del deleite de ellos, en cuya faz ellos desean mirar, y de cuyas sobrepujantes ondas ellos son embestidos, viéndose dentro de Ti, nadando en tu dulcedumbre tan sobrada! ¿Y de qué se alegra tu Corazón en el día de tus trabajos? ¿De qué te alegras entre los azotes, y clavos, y deshonras y muerte? ¿Por ventura no te lastiman? Lastimante, cierto, y más a Ti que a otro ninguno, pues tu complexión era más delicada. Mas porque te lastiman más nuestras lástimas, quieres Tú sufrir de muy buena gana las tuyas, porque con aquellos dolores quitabas los nuestros. Tú eres el que dijiste a tus amados Apóstoles antes de la Pasión (Lc 22,15): Con deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros antes que padezca. Y Tú eres el que antes dijiste (Lc 12,49): Fuego vine a traer a la tierra, ¿qué quiero sino que se encienda? Con bautismo tengo de ser bautizado, ¡cómo vivo en estrechura hasta que se ponga en efecto! El fuego de amor de Ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en Ti, Tú lo soplas con las mercedes que en tu vida nos hiciste, y lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste. ¿Y quién hubiera que te amara, si Tú no murieras de amor por dar vida a los que, por no amarte, están muertos? ¿Quién será leño tan húmedo y frío, que viéndote a Ti, árbol verde, del cual quien come vive, ser encendido en la cruz, y abrasado con fuego de tormentos que te daban, y del amor con que Tú padecías, no se encienda en amarte aun hasta la muerte? ¿Quién será tan porfiado, que se defienda de tu porfiada recuesta, en que tras nos anduviste desde que naciste del vientre de la Virgen, y te tomó en sus brazos, y te reclinó en el pesebre, hasta que las mismas manos y brazos de Ella te tomaron cuando te quitaron muerto de la cruz, y fuiste encerrado en el santo sepulcro como en otro vientre? Abrasástete, porque no quedásemos fríos; lloraste, porque riésemos; padeciste, porque descansásemos; y fuiste bautizado con el derramamiento de tu sangre, porque nosotros fuésemos lavados de nuestras maldades.

Y dices, Señor: ¡Cómo vivo en estrechura, hasta que este bautismo se acabe!, dando a entender cuan encendido deseo tenías de nuestro remedio, aunque sabías que te había de costar la vida. Y como el esposo desea el día de su desposorio para gozarse, Tú deseas el día de tu Pasión para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos. Una hora, Señor, se te hacía mil años para haber de morir por nosotros, teniendo tu vida por bien empleada en ponerla por tus criados. Y pues lo que se desea trae gozo cuando es cumplido, no es maravilla que se llame día de tu alegría el día de tu Pasión, pues era deseado por Ti. Y aunque el dolor de aquel día fue muy excesivo, de manera que en tu persona se diga (Lm 1,12): Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino: atended, y ved si hay dolor que se iguale con el mío; mas el amor que en tu Corazón ardía, sin comparación era mayor. Porque si menester fuera para nuestro provecho que Tú pasaras mil tanto de lo que pasaste, y te estuvieras enclavado en la cruz hasta que el mundo se acabara, con determinación firme subiste en ella para hacer y sufrir todo lo que para nuestro remedio fuese necesario.

De manera, que más amaste que sufriste, y más pudo tu amor que el desamor de los sayones que te atormentaban. Y por esto quedó vencedor tu amor, y como llama viva, no la pudieron apagar los ríos grandes (Ct 8,7) y muchas pasiones que contra Ti vinieron. Por lo cual, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se holgaba del bien que de allí nos venía. Y por eso se llama día de alegría de tu corazón. Y este día vio Abraham, y gozóse, no porque le faltase compasión de tantos dolores, mas porque veía que el mundo y él habían de ser redimidos por ellos.

Pues en este día salid, hijas de Sión— que son las ánimas que atalayan a Dios por fe—, a ver al pacifico Rey, que con sus dolores va a hacer la paz deseada. Miradle, pues para mirar a Él os son dados los ojos. Y entre todos sus atavíos de desposorio que lleva, mirad a la guirnalda de espinas que en su cabeza divina lleva; la cual, aunque la tejieron y se la pusieron los caballeros de Pilato, que eran gentiles, dícese habérsela puesto su madre, que es la Sinagoga, de cuyo linaje Cristo descendía, según la carne; porque por la acusación de la Sinagoga, y por complacer a ella, fue Cristo así atormentado.

Y si alguno dijere: Nuevos atavíos de desposado son éstos; por guirnalda, lastimera corona; por atavíos de pies y manos, clavos agudos que se los traspasan y rompen; azotes por cinta; los cabellos pegados y enrubiados con su propia sangre; la sagrada barba arrancada; las mejillas bermejas con bofetadas; y la cama blanda, que a los desposados suelen dar con muchos olores, tornase en áspera cruz, puesta en lugar donde justiciaban los malhechores. ¿Qué tiene que ver este abatimiento extremo con atavíos de desposorio? ¿Qué tiene que ver acompañado de ladrones, con ser acompañado de amigos, que se huelgan de honrar al nuevo desposado? ¿Qué fruta, qué música, qué placeres vemos aquí, pues la Madre y amigos del Desposado comen dolores y beben lágrimas, y los ángeles de la paz lloraban amargamente? (Is 33,7). No hay cosa más lejos de desposorio que todo lo que aquí parece.

Mas no es de maravillar tanta novedad, pues el Desposado y el modo del desposar todo es nuevo. Cristo es hombre nuevo, porque es sin pecado, y porque es Dios y Hombre. Y despósase con nosotros, feos, pobres y llenos de males; no para dejarnos en ellos, mas para matar nuestros males, y darnos sus bienes. Por lo cual convenía, según la ordenanza divina, que pagase Él por nosotros, tomando nuestro lugar y semejanza, para que con aquella semejanza de deudor sin serlo, y con aquel duro castigo sin haber hecho por qué, quitase nuestra fealdad, y nos diese su hermosura y riquezas. Y porque ningún desposado puede hacer a su esposa de mala, buena; ni de infernal, celestial; ni de fea en el ánima, hermosa, por eso buscan los hombres las esposas que sean buenas, hermosas y ricas, y van el día del desposorio ataviados a gozar de los bienes que ellas tienen, y que ellos no les dieron. Mas nuestro nuevo Esposo ninguna ánima halla hermosa ni buena, si Él no la hace. Y lo que nosotros le podemos dar, que es nuestra dote, es la deuda que debemos de nuestros pecados. Y porque Él quiso abajarse a nosotros, tal le paramos, cuales nosotros estábamos. Y tal nos paró, cual Él es; porque destruyendo con nuestra semejanza nuestro hombre viejo, nos puso su imagen de hombre nuevo y celestial. Y esto obró Él con aquestos atavíos que parecen fealdad y flaqueza, y son altísima honra y grandeza, pues pudieron deshacer nuestros muy antiguos y endurecidos pecados, y traernos a gracia y amistad del Señor, que es lo más alto que se puede ganar.

Este es el espejo en que os habéis de mirar, y muchas veces al día, para hermosear lo que viéredes feo en vuestra ánima. Y ésta es la señal puesta en alto (Nb 21,8) para que de cualquier víbora que seáis mordida, miréis aquí y recibáis la salud en sus llagas. Y en cualquier bien que os viniere, miréis aquí y os sea conservado, dando gracias a este Señor, por cuyos trabajos nos vienen todos los bienes.




Juan Avila - Audi FIlia 65