Juan Avila - Audi FIlia 85

85

CAPITULO 85: De cuan fuertemente clamó Cristo y clama siempre delante del Padre en nuestro favor;

y con cuánta presteza oye su Majestad los ruegos de los hombres, mediante este clamor de su Hijo, y les hace mercedes.



Ya podréis ver de lo dicho la mucha necesidad que tienen todos los hombres del favor de Jesucristo, para que sus oraciones sean oídas como agradables delante el acatamiento de Dios. Mas Él no así, porque de nadie tiene necesidad que hable por Él. Él es, y sólo Él es, cuya voz por sí misma es oída. Porque, como dice San Pablo: Él puede llegar por Sí mismo a su Padre a rogar por nosotros. También dice (He 5,7) que Cristo en los días de la vida mortal que vivió, ofreciendo ruegos al Padre con clamor grande y lagrimas, fue oído por su reverencia. Cristo pidió a su Padre que lo salvase de la muerte, no dejándolo permanecer en ella, mas resucitándolo a vida inmortal; y como lo pidió, de esa misma manera fue hecho. También ofreció ruegos y lágrimas a su Padre por nosotros muchas veces; los cuales, por salir de Corazón lleno de amor, se llaman grande clamor.

Mas aunque su amor, que le hacía clamar, siempre lo tuvo igualmente, pues con tanto amor nuestro andaba un camino, o derramaba una lágrima, con cuanto se puso en la cruz; mas mirando a lo exterior y al género de la obra, tanto mayor clamor fue el ofrecer su santísimo Cuerpo en la cruz por nosotros, que el ofrecer oraciones, cuanto va de padecer, y padecer muerte, a meditar a hablar. Acordaos de lo que dijo Dios a Caín (Gn 4,10): La voz de la sangre de tu hermano Abel clama a Mí desde la tierra. Y también de lo que dijo San Pablo a los cristianos (He 12,24): Llegado os habéis a un derramamiento de sangre, que clama mejor que la sangre de Abel. Porque ésta daba clamores a la Justicia divina, pidiendo venganza contra Caín que la derramó; mas la sangre de Cristo derramada en la tierra, daba clamores a la Misericordia divina, pidiendo perdón. La de Abel pide ira, ésta blandura. La primera obra enojo, ésta reconciliación. La de Abel, venganza contra sólo Caín, ésta perdón para todos los malos que fueron y serán, con tal que ellos lo quieran recibir con el aparejo que deben; y aun para aquellos mismos que derramándola estaban. La sangre de Abel a ninguno pudo aprovechar, porque no tenía virtud de pagar los pecados de otros; mas la sangre de Cristo lavó los cielos y tierra y la mar, como canta la Iglesia (Terra, pontus, astra, mundus, quo lavantur flumine [Himno... Pange lngua gioriosi Lauream...]), y sacó de las honduras del limbo a los que presos estaban, como dice Zacarías, Profeta (Za 9,10).

Verdaderamente es grande el clamor de la sangre de Cristo pidiendo misericordia, pues hizo no ser oídas las voces de los pecados del mundo, que pedían venganza contra los que los hacen. Pensad, doncella, si un pecado sólo de Caín tales voces daba pidiendo venganza, ¿qué grita, qué voces y estruendo harán todos los pecados de todos los hombres pidiendo venganza a las orejas de la Justicia de Dios? Mas por mucho que clamen, clama más alto sin comparación la sangre de Cristo pidiendo perdón a las orejas de la Misericordia divina, y hace que no sean oídas, y queden muy bajas las voces de nuestros pecados, y que se haga Dios sordo a ellas. Porque más sin comparación le fue agradable la voz de Cristo, y su Pasión y muerte, que pedían perdón, que todos los pecados del mundo desagradables pidiendo venganza. ¿Qué pensáis que significaba aquel callar de Cristo, y hacerse como sordo que no oía, y como mudo Que no abre su boca (Ps 37,14), en el tiempo que era acusado? Por cierto, que pues los pecados, por boca de aquellos que a Cristo acusaron, daban voces, llenos de mentira, contra quien no les debía nada, y Él, pudiendo con justicia responder, calló, que es bien empleado, en pago de su atrevimiento, que al restante del mundo no puedan acusar los pecados, aunque tengan justicia, mas sean mudos, pues acusaron al que no tenía por qué. Y pues Él se hizo sordo, pudiendo responder, justo es que se haga sorda la divina Justicia, a la cual Cristo se ofreció por nosotros, aunque nosotros hayamos hecho cosas que piden venganza. Alegraos, esposa de Cristo, y alégrense todos los pecadores, si les pesa de corazón de haber pecado, y quieren tomar los remedios que en la Iglesia católica hay; que sordo está Dios a nuestros pecados para castigarlos, y muy atentas tiene sus orejas para hacernos mercedes. No temáis acusadores ni voces, aunque hayáis hecho por qué, pues que Cristo fue acusado, y con su callar hizo callar las voces de nuestros pecados.

Profetizado estaba (Is 53,7) que había de callar como calla el cordero delante, quien lo trasquila; mas mientras más callaba y sufría delante de los hombres, más altas voces daba delante la justicia divina, pagando por nos. Y estas voces fueron oídas, como dice San Pablo (He 5,7), por su reverencia. Quiere decir, que por la grande humildad y reverencia con que se humilló al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz (Ph 2,8), reverenciando en cuanto Hombre aquella sobreexcelente Majestad divina, perdiendo la vida por honra de Ella, fue oído del Padre, del cual está escrito (Ps 101,18): Miró la oración de los humildes, y no despreció el ruego de ellos. Pues ¿quién tan humilde como el bendito Señor, que dice (Mi 11,29): Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón? Y por esto fue oído, según estaba profetizado en su persona (Ps 21,25): No quitó el Señor su faz de mí, y cuando clamé a El me oyó. Y el mismo Señor dice en el Evangelio (Jn 11,41): Gracias te hago, Padre, que siempre me oyes.

Y pues el Padre le oye, rogando por vos, y pues tan caro le costó a Él alcanzar la gracia con que seáis justo, para ser oído de Dios, procurad de ganarla si no la tenéis; y tenida, ejercitadla en ofrecer ruegos a Dios, pues sus orejas están puestas en tales ruegos. Y así como debemos de oír al Señor con el Profeta Samuel, diciendo (1S 3,10): Habla, Señor, que tu siervo oye, así nos dice el Señor: Habla, siervo, que tu Señor oye. Y así como dijimos que el oír nosotros a Dios no es solamente recibir el sonido de las palabras, mas creerlas y aplacernos en ellas, [y] ponerlas en obra, así las orejas del Señor están puestas por Cristo en nuestros ruegos, no para solamente oír lo que hablamos,—que de esa manera también oye las blasfemias que de Él se dicen y le desplacen—, mas oye el Señor nuestros ruegos para cumplirlos.

Y porque veáis cuánta verdad es que oye el Señor nuestros gemidos que le presentamos, oíd lo que dice el mismo Señor por Isaías (Is 65): Antes que llamen. Yo les oiré.

¡Oh!, bendito sea tu callar, Señor, que de dentro y de fuera en el día de tu Pasión callaste: de fuera, no maldiciendo ni respondiendo; y en lo de dentro, no contradiciendo, mas aceptando con mucha paciencia los golpes, y voces y penas de tu Pasión, pues tanto hablaste en las orejas de Dios, que antes que hablemos seamos oídos. Y esto no es maravilla, porque, siendo nosotros nada. Tú nos hiciste; y antes que te lo supiésemos pedir, nos mantuviste en el vientre de nuestra madre y fuera de él; v antes que supiésemos conocer lo que tanto nos cumplía, nos diste adopción de hijos, y gracia del Espíritu Santo en el santo Bautismo; y antes que los pecados nos derribasen. Tú nos guardaste; y cuando caímos por nuestra culpa, Tú nos levantaste y buscaste sin buscarte nosotros; y lo que más es, antes que naciésemos, ya Tú habías muerto por nos y nos tienes aparejado tu cielo. No es mucho que de quien tanto cuidado has tenido, antes que lo tuviesen de Ti, lo tengas en esto: y que viendo Tú lo que habíamos menester, nos lo des muchas veces, sin esperar a que nos cansemos en pedírtelo, pues Tú te cansaste tanto en pedirlo y ganarlo por nos.

¿Qué te daremos, ¡oh Jesús benditísimo!, por este callar que callaste delante de los que mal te querían y mal te hacían? ¿Y qué te daremos por estas voces tan altas y tan llenas de amor que por nosotros diste delante tu Padre? Pluguiese a Ti, por tu infinita bondad, nos hicieses merced de que tan callados estuviésemos al ofenderte, y al sufrir de buena gana lo que de nos quisieses hacer, como si fuésemos unos muertos; y estuviésemos tan vivos para dar voces de tus alabanzas, que ni nosotros, a quien redimiste, ni cielos, ni tierra, ni debajo de tierra, con todo lo que en ella está, nunca cesásemos de, con todas nuestras fuerzas, cantar tus loores con grande alegría, y servirte con ferventísimo amor.

Y no te contentas, Señor, con tener tus orejas puestas a nuestros ruegos para oírnos con atenta presteza; mas como quien muy de verdad ama a otro, y se huelga de oírle hablar o cantar, así Tú, Señor, dices al ánima redimida por tu sangre (Ct 2,14): Enséñame tu faz; suene tu voz en mis orejas; porgue tu voz es dulce, y tu faz mucho hermosa. ¿Qué es esto, Señor, que dices? ¿Tú deseas oír a nosotros, y nuestra voz te es dulce? ¿Cómo te parece hermosa la faz, que de haberla afeado con muchos pecados, los cuales hicimos mirándolos Tú, habernos ahora vergüenza de alzarla a Ti? Verdaderamente, o merecemos mucho delante de Ti, o nos amas Tú mucho. Mas no te plega, Señor, no te plega que de tu buen tratamiento saquemos nosotros soberbia, pues que aquello con que te agradamos y bien parecemos, gracia tuya es, la cual Tú nos diste; y allende de esto, regalas y galardonas a los tuyos más copiosamente de lo que ellos merecen. Sea, pues, Señor, a Ti gloria, de quien todo nuestro bien nos viene, y en quien todo nuestro bien está; y sea a nosotros y en nosotros vergüenza por nuestra maldad e indignidad. Tú eres nuestro gozo, Tú eres nuestra gloria, en la cual nos gloriamos, no vanamente, mas con mucha razón y verdad. Porque grande honra es ser amados de Ti, y tan amados, que te entregaste a tormentos de cruz por nosotros; por lo cual nos vienen todos los bienes



86

CAPITULO 86: Del grande amor con que el Señor mira a los justos;

y de lo mucho que desea comunicar a las criaturas, y destruir en nosotros los pecados; los cuales debemos nosotros mirar con aborrecimiento para que Dios los mire con misericordia.



Ya que habéis oído la presteza con que Dios oye los ruegos de los Justos, resta que oigáis el amor grande con que los mira, para en todo cumplir el oír y ver que Él nos manda a nosotros. Los ojos del Señor, dice Santo Rey y Profeta David (Ps 33,16), están sobre los justos, para librarlos de muerte; mas el rostro del Señor está sobre los malos, para echar a perder la memoria de ellos de sobre la tierra. De donde parece que pone el Señor sus ojos sobre los justos, como el pastor sobre sus ovejas, para que no se le pierdan. Y también los pone sobre los malos, para que no se vayan sin el castigo que sus pecados merecen. Dos cosas hay en nosotros: una que hizo Dios, que es nuestro cuerpo y alma, y cuanto bien en ellos tenemos; otra que hicimos nosotros, que es el pecado. Si nosotros no añadiésemos mal sobre lo bueno que de Dios tenemos, no habría cosa en nosotros a la cual el Señor mirase con ojos airados, mas con o]os de amor; porque cualquiera causa naturalmente ama a su efecto. Mas ya que nosotros habernos afeado y destruido lo que el hermoso Dios bien había edificado, con todo eso aún nuestra maldad no impide a su sobrepujante bondad; la cual, por salvar lo bueno que crió, quiere destruir lo malo que nosotros hicimos. Porque si vemos que este sol corporal se comunica tan liberalmente, y anda convidando a quien le quisiere recibir; y a todos se da, cuando no le ponen impedimento; y si se le ponen, aun está como porfiando que se lo quiten; y si algún agujero o resquicio halla, por pequeño que sea, por allí se entra e hinche la casa de luz: ¿ qué diremos de la suma Bondad divinal, que con tanta ansia y fuerza de amor anda rodeando sus criaturas para darse a ellas y henchirlas de calor, de vida, y de resplandores divinos? ¡ Qué de ocasiones busca para hacernos bien a los hombres! Y a muchos por un pequeño servicio ha hecho no pequeñas mercedes. ¡Cuántos ruegos a los que de Él se apartan para que se tornen! ¡Cuántos abrazos a los que a Él vienen! ! Qué buscar de perdidos! ¡ Qué encaminar los errados ! ¡ Qué perdonar pecados sin darlos en rostro! ;Qué gozo de dar salud a los hombres, dando a entender que más deseaba Él perdonar, que el errado ser salvo y perdonado!

Y por eso dice a los pecadores (Ez 18,31 Ez 33,11): ¿Por qué queréis morir? Sabed que Yo no quiero la muerte del pecador, mas que se convierta y viva; tornaos a Mí y viviréis. Nuestra muerte es apartarnos de Dios, y por eso nuestro tornar a Él es vivir; a lo cual Dios nos convida, no poniendo sus ojos de ira de principal intento sobre su hechura, que somos nosotros, mas contra los pecados que hicimos nosotros. Estos quiere Dios destruir, si nosotros no lo impidiésemos; e impedírnosle cuando amamos nuestros pecados, dando vida con nuestro amor a los que, siendo amados, nos matan. Y es tanta la gana que esta suma Bondad tiene de destruir nuestra maldad, para que su hechura no quede destruida, que cuando quiera que el hombre quisiere, y cuantas veces quisiere, y de cuantas maldades hubiere hecho, si hace penitencia. y pide al Señor que le perdone, está Él aparejado a nos recibir, perdonando lo que merecemos, sanando lo que enfermamos, enderezando lo que torcimos, y dándonos gracia para aborrecer lo que antes amábamos. Y de tal manera destruye nuestra maldad y la aparta de nosotros, que dice Santo Rey y Profeta David (Ps 102,12): Cuanta distancia hay de donde el sol nace, hasta donde se pone, tanto alanzó Dios nuestros pecados de nosotros.

Así, que el principio y primero mirar de los ojos de Dios no es contra el hombre que Él crió, mas contra el pecado que nosotros hicimos. Y si mira al hombre para lo echar a perder, es porque el hombre no le dejó ejecutar su ira contra los pecados que Dios quería destruir, mas quiso perseverar y dar vida a lo que a él mataba, y a Dios desagradaba. Y, por tanto, justo es que su muerte quede viva, y su vida siempre muera, pues que no quiso abrir la puerta al que, por amor y con amor, quería y podría matar a su muerte y darle vida.

Mas dirá alguno: ¿ Qué remedio para que Dios no mire a mis pecados para me castigar, mas a su hechura para la salvar? Responde San Agustín con brevedad y verdad: «Míralos tú.» Quiere decir: Conócelos, y haz penitencia, y no los mirará Dios. Mas si tú los pones tras las espaldas, ponerlos ha Dios delante de su cara. Suplicaba David al Señor por sus pecados diciendo (Ps 50): Ten, Señor, misericordia de mí, según la gran misericordia tuya; y también le decía: Aparta también. Señor, tu faz de mis pecados. Mas veamos ¿qué alegó para alcanzar tan grande merced? Por cierto, no servicios que hubiese hecho. Porque bien sabía que si un siervo por muchos años sirviese a su señor con diligencia, y después le hace alguna traición digna de muerte, no se miraría a que le ha servido; porque si sirvió, era obligado a servir, y por eso no echó en deuda al señor; mas mírase a la traición que hizo, la cual era obligado a no hacer; y por eso, con pagar lo que antes debía, no pudo pagar lo que hace ahora. Ni tampoco ofreció David sacrificios, porque bien sabía que no se deleita Dios con animales encendidos (es lo mismo que holocaustos [Ps.,50,18]). Mas éste, que ni en servicios pasados, ni en merecimientos presentes halló remedio, hallólo en el corazón contrito y humillado, y pide ser perdonado diciendo: Porque yo conozco mi maldad, y mi pecado delante de mis ojos está siempre. Admirable poder dio Dios a este mirar y gemir nuestros pecados, pues tras ellos se sigue el mirarlos Dios para deshacerlos; y convirtiendo nosotros nuestros ojos con dolor a lo que malamente hicimos, convierte los suyos para salvar y consolar lo que hizo.



87

CAPITULO 87: De los muchos y muy grandes bienes que vienen a los hombres por mirar el Eterno Padre a la faz de Jesucristo su Hijo.



Dirá alguno: ¿De dónde tanta fuerza a nuestro mirar y llorar, que así trae luego el mirar de Dios tras sí para perdonar? No, por cierto, de sí; porque por conocer el ladrón que ha hecho mal en hurtar, no por eso merece que se le perdone el castigo justo, aunque más y más llore. Mas viene de otra vista muy amigable y tan valerosa (de tanto valor, tan preciosa), que es causa y fuente de todo nuestro bien; ésta es de la que dice Santo Rey y Profeta David (Ps 83,10): Defendedor nuestro. Dios: mira, mira, en la faz de tu Cristo. Dos veces suplica que mire Dios, para darnos a entender con cuánto afecto habernos de mirar esto y cuan mucho nos importa alcanzarlo. Porque así como el mirar Dios a nosotros nos causa todos los bienes, así el mirar Dios a su Cristo trae a nos la vista de Dios. No penséis, doncella, que los agraciados y amorosos rayos de los ojos de Dios descienden derechamente de Él a nosotros cuando nos recibe en su gracia, o descienden a nosotros como a cosa apartada de Cristo cuando estamos en ella; porque si así lo pensáis, ciega estáis. Mas sabed que se enderezan a Cristo, y de allí a nosotros por Él y en Él. Y no dará el Señor una habla ni vista de amor a persona del mundo universo, si la viese apartada de Cristo; mas por Cristo mira a todos los que se quieren mirar y llorar, por malos que sean, para los perdonar; y en Cristo mira a los tales para conservarles y acrecentarles el bien recibido. El ser amado Cristo, es razón de ser recibidos en gracia nosotros. Y si Jesucristo de en medio saliese, ningún amado ni agradable habría delante de los ojos de Dios, como arriba se dijo. Conoced, pues, doncella, la necesidad que tenéis siempre de Cristo, y sedle entrañablemente agradecida; porque el bien que tenéis no os vino de vos, sino por Cristo; y en Él os ha de ser conservado y acrecentado de Dios.

Y esto es lo que fue figurado en el principio del mundo, cuando el Justo Abel, pastor de ganados, ofreció a Dios sacrificio de su manada, el cual sacrificio fué acepto, como la Escritura dice (Gn 4,4), que miró el Señor a Abel y a sus dones; y este mirarlo quiere decir que Abel le fue agradable, y por eso fueron agradables sus dones: y en señal del agradamiento invisible, envió Dios fuego visible que quemó el sacrificio. Lo cual es figura de nuestro justo y soberano Pastor, el cual dice de Sí (Jn 10,11): yo soy buen Pastor. Y también es Sacerdote; y, por consiguiente, como dice San Pablo (He 5,1), ha de ofrecer dones y sacrificios a Dios. ¿Mas qué ofrecerá que digno sea? No por cierto animales brutos; y muy menos hombres pecadores, porque éstos más son para provocar la ira de Dios, que para alcanzar misericordia. Y no sin causa mandaba Dios en la vieja Ley (Lv 22,19 Dt 15,21) que el animal que se hubiese de ofrecer fuese macho y no hembra; que fuese de edad no chica ni grande; que no fuese cojo ni ciego, con otras condiciones muchas; sino para dar a entender que lo que se había de ofrecer para quitar los pecados no había de ser cosa que tuviese pecado. Y porque ninguno estaba sin él, no tenia este grande Sacerdote qué ofrecer por los pecados del mundo, sino a Sí mismo, haciendo Hostia al que es Sacerdote; y ofrecióse a Si mismo, limpio, para limpiar a los sucios; Justo, por justificar loa pecadores; agradable y amado, para que fuesen recibidos a gracia los que por sí mismos eran desamados y desagradables. Y valió tanto este sacrificio, así por Él, como por quien lo ofreció—que todo es uno—, que los que estuvimos apartados de Dios como ovejas perdidas (Petr., 2, 25) fuimos traídos, lavados, santificados y hechos dignos de ser ofrecidos a Dios. No porque nosotros tuviésemos de nuestra cosecha cosa digna para parecer bien a Dios, mas rociados con la sangre de este Pastor, y ataviados con la hermosura de su gracia y justicia, que por el Señor se dan, e incorporados en Él, somos lavados de nuestros pecados, mirados de Dios, y agradables a Él, como sacrificio ofrecido por este Sumo Sacerdote y Pastor. Lo cual dice San Pedro así (1P 3,18): Cristo una vez murió por nosotros, para que nos ofreciese a Dios, mortificados en la carne, y vivos en el espíritu (El texto dice : mortificado en la carne y vivificado en el espíritu, refiriéndose a Cristo, no a nosotros).

Y así parece cómo nuestro Abel ofrece a Dios ofrenda de su manada; a la cual miró Dios, porque miró primero a su carísimo Hijo. Y así como acullá vino fuego visible sobre el sacrificio (1R 18,38), así también vino acá en figura de lenguas el día de Pentecostés; y esto, después que Cristo subió a los cielos, para aparecer a la faz de Dios por nosotros (He 9,24). Porque entendamos que de aquel miramiento de los ojos de Dios a la faz de su Cristo, la cual, como dice Esther (Est 15,17), es llena de gracias, salió el fuego del Espíritu Santo, que abrasó los dones que este gran Pastor y Pontífice ofreció a su Padre, que fueron sus discípulos presentes y por venir.

Y así como Dios prometió a Noé que, cuando mucho lloviese, Él miraría a su arco que puso en las nubes en señal de amistad con los hombres, para no destruir la tierra por agua (Gn 9,16); así mucho más mirando Dios a su Hijo puesto en la cruz, extendidos sus brazos a modo de arco, quita de su riguroso arco las flechas que ya quería arrojar; y en lugar de castigos, da abrazos, vencido más por este valeroso arco, que es Cristo, a hacer misericordia, que movido por nuestros pecados a nos castigar.

Y puesto que (aunque, a pesar de que) nosotros anduvimos errados, y vueltas las espaldas a la luz que es Dios, no queriendo mirarle, mas vivir en tinieblas de nuestros pecados, somos por este Pastor traídos en sus hombros; y por traernos Él, míranos el Señor, haciendo que lo miremos a Él. Y tiene tan especial cuidado de nos, que ni un momento quita sus ojos de nosotros, porque no nos perdamos, ¿De dónde pensáis que vino aquella amorosa palabra que Dios dice al pecador que se arrepiente de sus pecados (Ps 31,8): Yo te daré entendimiento; y te enseñaré en el camino que has de andar, y pondré sobre ti mis ojos, sino de aquella, amorosa vista con que Dios miró a Jesucristo? El cual es sabiduría, que nos enseña el verdadero camino por donde vamos sin tropiezos; y el verdadero Pastor, por el cual, en cuanto hombre, somos mirados, y el cual en cuanto Dios, nos mira, quitándonos los peligros de delante en los cuales ve que hemos de caer; teniéndonos firmes en los que nos vienen, librándonos de los en que por nuestra culpa hemos caído, cuidando lo que nos cumple, aunque nosotros hacemos descuidos, acordándose de nuestro provecho, aun cuando nosotros nos olvidamos de su servicio, velándonos cuando dormimos, teniéndonos consigo cuando nos querríamos apartar, llamándonos cuando huimos, abrazándonos cuando venimos, siendo el postrero en deshacer la amistad, y el primero que ruega con ella, aunque ofendido, y teniendo en todo y por todo un tan vigilante y amoroso mirar por nosotros, que todo lo ordena a nuestro provecho. ¿Qué diremos a tantas mercedes, sino hacer gracias a aquel verdadero Pastor, que, porque sus ovejas no anduviesen lejos de los ojos de Dios, ofreció su faz a tantas deshonras, para que mirándolo el Padre tan afligido y sin culpa, mirase a los culpados con ojos de misericordia, y para que traigamos nosotros en el corazón y en la boca: Mira, Señor, en la faz de tu Cristo, probando con experiencia que muy mejor nos oye Dios y nos ve, y nos indina su oreja, que nosotros a Él?



88

CAPITULO 88: Cómo se ha de entender que Cristo es nuestra justicia, para que no vengamos a caer en algún error,

pensando que no tienen los justos justicia distinta de aquella por la cual Jesucristo es justo.



Es tanta la cizaña que nuestro enemigo ha sembrado en los que le creen, que de las palabras de la divina Escritura que hablan de este dulcísimo misterio de Jesucristo nuestro Señor, y de los bienes que por Él y en Él poseemos, sacan perversos entendimientos (sentidos); de los cuales he menester avisaros para que no incurráis en peligro.

No penséis que por llamarse Cristo nuestra justicia (1Co 1,10), o por decir que somos hechos agradables en ti, o por semejantes palabras, no tengan los que están en gracia propia justicia en si mismos, por la cual sean justos y agradables a Dios, distinta de aquella por la cual es justo Jesucristo nuestro Señor : porque creerlo así sería muy grave error (Refuta el autor el error luterano que no reconoce justicia interior en los justos, sino sólo la justicia exterior de Cristo, imputada al justo por la fe); el cual nace de no conocer el amor que Jesucristo nuestro Señor tiene a los que están en gracia; al cual no le consintieron sus amorosas entrañas, que siendo Él justo y lleno de bienes, dijera a sus justificados: Contentaos con que Yo tenga estos bienes, y tenedlos por vuestros en Mí, aunque en vosotros mismos os quedéis injustos, desnudos y pobres. Ninguna cabeza hubiera que tal cosa dijera a sus miembros vivos; ni esposo a su esposa, si mucho la amara; y menos lo dirá el celestial Esposo, que es dadopor ejemplo a los otros para que a semejanza de Él, amen y traten a sus esposas. Varones, dice San Pablo (Ep 5,25) amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia, y se entregó por ella para la santificar, limpiándola con el bautismo y palabra de vida. Pues si la santifica, lava y limpia, y aun con su propia sangre, que es la que da virtud a los Sacramentos para limpiar las ánimas por la gracia que dan, ¿cómo puede quedar injusta o sucia la que con tan eficacísima cosa es limpiada y lavada?

La cual limpieza había Dios prometido de dar en el tiempo de su Mesías, cuando dijo (Ez 36,251, Derramaré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras suciedades. Y el Señor, en el jueves de la cena (Jn 13,10), dio testimonio que sus once discípulos estaban limpios, y no como quiera, sino que estaban del todo limpios. Porque las culpas veniales, que de algunas afecciones demasiadas se causan en el ánima, como el polvo que se pega a los pies, son quitadas por los remedios de los Sacramentos y buena disposición de quien los recibe, como son lavados los pies corporales con el agua corporal, como el Señor entonces hizo, lavando de fuera y lavando de dentro, dejándolos limpios de todo pecado, como San Juan da testimonio diciendo (t Jn., t, 7): La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado. A la cual llamó el Profeta Miqueas (Mi 7,19), mucho antes que se derramase, mar en que se ahogan todos nuestros pecados, y dijo: Arrojará Dios todos nuestros pecados en el profundo de la mar. Pues si estos lugares de la Escritura, y otros muchos, dan testimonio que el hombre queda perdonado y limpiado de todo pecado, ¿quién habrá que ose decir que nunca un hombre viene a estar limpio de él?

Porque decir que se queda el pecado en el hombre según verdadera razón de pecado, y que, por amor de Jesucristo nuestro Señor, se le suelta al hombre la pena debida al tal pecado, no es cosa que basta a verificar (Verificar: sacar verdaderas) las Escrituras, ni conveniente a la honra de Jesucristo. Porque como la pena debida al pecado sea menor mal para el hombre que la culpa del mismo pecado y la injusticia y fealdad causada por él, no se puede decir que Cristo hace salvo a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21), si quita con su merecimiento que no se imputen a pena, y no los quita cuanto a la culpa dando su gracia, ni alcanza limpieza para que el hombre, aborreciendo el pecado, guarde la ley de Dios. Y si bien se mira la divina Escritura, hallarse ha que cuando se da el perdón del pecado, se da con él novedad de vida (Rm 6,4) y corazón limpio, de nuevo criado, como lo pedía Santo Rey y Profeta David (Ps 50), según estaba profetizado (Ez 11,19): Yo os daré corazón nuevo, y espíritu nuevo pondré en medio de vosotros; y os quitaré el corazón de piedra, y os daré corazón de carne, y pondré mi Espíritu en medio de vosotros, y haré que andéis en mis mandamientos, y que guardéis y obréis mis juicios. Esto promete Dios a los que primero había dicho que los había de limpiar de todas suciedades. Y abajo dice: Yo os salvaré de todas ellas (Ez 36,29); para dar claramente a entender, que el salvar de los pecados, no sólo es quitar la pena de ellos, mas dar limpieza interior, y tal corazón y gracia y espíritu, que baste a hacer guardar los mandamientos de Dios. San Juan dice (Ap 3,20), que dice el Señor: Yo estoy a La puerta y llamo; si alguno me abriere, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. Isaías (Is 55,1) convida de parte de Dios a los hambrientos que vayan a comer, y a los sedientos a beber. Por San Pabio (2Co 6,17) dice el Señor: Salid de en medio de los malos, y no toquéis cosa sucia; y Yo os recibiré, y os seré Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas. En los cuales, y otros muchos lugares, parece claro que los bienes que con la justificación se dan son más y mejores que el no imputar Dios a pena el pecado, pues que se le da la gracia y la limpieza del corazón, y virtudes, y Espíritu del Señor, con que pueda guardar su Ley, y, por vía de hijo y de buenas obras, gozar de Dios para siempre. Y porque Cristo nos ganó estos bienes, juntamente con el perdón de la pena, se llama a boca llena Salvador de pecados. Y más por lo primero que por lo segundo, pues que nos libra de la culpa, y nos hace aborrecer el pecado, y nos alcanza la participación de Dios de presente, y derecho para lo poseer para siempre en el cielo. En lo cual nos libra de mayor mal, y nos alcanza bienes de mayor peso, que el libertarnos de cualquier pena.





89

CAPITULO 89: Que en los justos no queda el pecado, sino que en ellos es destruida la culpa, y quedan ellos limpios, y como tales, agradables a Dios.



Posible es que llegue a tanto la ceguedad de algunos, que les parezca que no sólo basta el favor de Jesucristo para que a estos tales (en quien dicen que se queda el pecado), no sólo se les quite la pena, mas que, por estar incorporados en Jesucristo, que es muy amado del Padre, sean también ellos amados y agradables y limpios, porque Él lo es, aunque en ellos quede el pecado. Porque aun les parecerá que es honrar a Jesucristo sentir del amor que su Padre le tiene, tan altamente, que venza el aborrecimiento que tiene a los tales en quien queda el pecado.

Mas tal honra como ésta, del todo es contraria a su verdadera honra, ya la verdad de la Escritura divina. Ninguna honra es, por cierto, para un juez que deje de castigar, o que quiera bien a algunos malos porque, viven con su hijo; porque se demuestra en ello que el hijo no es perfecto amador de la bondad, pues ama a los malos criados; y que el padre no es amador de justicia, pues sufre y ama a los que había de castigar, sin respeto de nadie. Los que han de ser criados agradables a Jesucristo nuestro Señor, no han de tener maldad de pecado mortal, pues que Él es cabeza que influye en ellos, como en miembros vivos, el influjo de su espíritu y gracia, con la cual viven vida ajena de pecado y semejante a la de Él. Porque espantable monstruo sería en lo corporal cabeza de hombre y cuerpo de animal bruto; y así lo seria en lo espiritual, que debajo de cabeza justa, limpia y llena de virtudes, hubiese miembros vivos contrarios a Él. Frescos están los sarmientos, y llenos de fruto, cuando están vivos en la vid; y por esta comparación quiso Cristo que entendiésemos qué tal están los suyos que están en gracia incorporados en Él (Jn 15,5), porque están semejantes a Él, teniendo propios bienes que reciben de Él y por Él; para que así se cumpla lo que dice San Pablo (Rm 8,29): Que los que han de ser salvos, ordenó Dios que fuesen conformes a La imagen de su Hijo. ¿Pues cómo puede haber semejanza entre cabeza que siempre guardó los mandamientos de su Padre, y entre miembros que, por muy perdonados y justificados que estén, están siempre quebrantando con entero quebrantamiento el primero y noveno mandamiento de Dios? Ni hay participación de bondad con maldad (2Co 6,14), ni de Cristo con quien quebranta los mandamientos del Padre; pues Él predicó (Mt 7,21): No todo aquel que me llama Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, mas el que hiciere la voluntad de mí Padre.

Y está tan lejos de la verdad que el favor de Cristo se entienda a que estén en gracia del Padre, ni de Él, los que quebrantan los mandamientos, que dice el mismo Señor (Jn 15,30): Si guardáredes mis mandamientos, estaréis en mi amor; como yo guardé los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. ¿Pues quién habrá que espere que, quebrantando [los] mandamientos, sea amado del Padre por respeto de Jesucristo, pues que [Él] permanece en el amor del Padre guardando sus mandamientos? No será, cierto, amado el esclavo, sino por la vía que lo fue el Hijo; ni Él tendrá en su gracia y amor sino a quien guardare sus mandamientos, como claramente lo dijo en las palabras ya dichas. Y porque nadie en esto se engañase, habiendo dicho primero (Jn 15,4): Estad en Mí, y Yo en vosotros, dijo después (v. 9): Estad en mi amor. Y para declarar que era estar en Él y en su amor, dijo (v. 7): Si estuvieredes en Mí, y mis palabras estuvieren en vosotros, cualquiera cosa que quisieredes pediréis, y os será cumplida. De manera, que quien quebranta sus palabras no piense que está en su amor, ni incorporado en su cuerpo como miembro vivo; porque fija está la sentencia de la divina Escritura, que dice (Sg 14,9): Aborrecible es a Dios el malo, y su maldad. Y para declarar el Señor cómo los suyos no son aborrecidos, sino amados en sí mismos, dijo a sus discípulos (Jn 16,26): No os digo ahora que rogaré al Padre par vosotros; porque el mismo Padre os ama, porque vosotros me amasteis a Mí, y creisteis que salí de el, como si dijese: «Poco ha que os dije (Jn 14,16): Yo rogaré al Padre, y daros ha otro consolador. Mas no penséis que he de rogar por vosotros como acaece rogar uno a su amigo que dé algo a otros, con los cuales aquel rogado está mal; y lo que les da es solamente porque ama mucho al que se lo ruega; y quédanse los otros desamados y desagradables como antes se estaban. No es así acá, porque por haberme amado y creído, mi Padre os quiere bien, y le parecéis bien; y tenéis licencia, como gente amada con propio amor, y que tiene propia gracia y justicia, para entrar vosotros delante su acatamiento, y pedirle lo que habéis menester en mi nombre. Y lo que Yo por vosotros ruego es como por gente amada, a la cual el Padre hace mercedes porque Yo las pido, y porque para vosotros las pido.»

Tales son los que Jesucristo nuestro Señor tiene incorporados consigo como miembros vivos, que les alcanzó la gracia cuando no la tenían, con que agraden al Padre; y después de alcanzada, hagan obras que tengan condignidad (valor de condigno, equivalencia) para merecer la vida eterna, como galardón justo de tales servicios, y como herencia debida a los hijos. Y si os parece cosa desproporcionada a la humana bajeza hacer cosa que tenga igualdad de merecimiento con la alteza y eternidad del celestial reino, no miréis vos para esto al hombre a solas, sino honrado y acompañado con la celestial gracia que en su ánima le es infundida, y hecho participante de la naturaleza divina, como dice San Pedro (2P 1,4). Y miradlo como a miembro vivo de Jesucristo nuestro Señor, que incorporado en Él, vive y obra por el espiritual influjo que le viene de Él, y participa de sus merecimientos. Las cuales cosas son tan altas, que tienen igualdad con las que se esperan, y son bastantes para que de los que así viven se pueda afirmar que cumplen la Ley de Dios; y lo que San Pablo pide a los Colosenses (Col 1,10) y Tesalonicenses (2Th 1,11), cuando les dice que vivan dignamente de Dios; a los cuales no les pidiera cosa tan alta, si no entendiera que con los favores ya dichos, la pudieran cumplir, y que era más obra de Dios que no de ellos. Porque luego el mismo Apóstol (Col 1,12) da gracias a Dios porque los hizo dignos de la ración de los Santos en lumbre; y cuál sea esta ración, decláralo Jeremías diciendo (Lm 3,24): Mi ración es el Señor, y por eso lo esperaré. Y David dice de Dios (Ps 72,26): Tú eres mi ración para siempre. Digno es de esta ración quien la Ley de Dios cumple con las buenas obras ya dichas; y quien es hallado leal en las pruebas que Dios le envía, según está escrito (Sg 3,5): Tentólos el Señor, y hallólos dignos de sí. Y por lo uno y por lo otro está escrito (Sg 10,17) que dará Dios el jornal de los trabajos de sus Santos.




Juan Avila - Audi FIlia 85