Gaudete in Domino ES


"GAUDETE IN DOMINO": SOBRE "LA ALEGRÍA CRISTIANA"

Exhortación apostólica del Papa Pablo VI, promulgada el 9 de mayo de 1975




Venerables hermanos y amados hijos: Salud y bendición apostólica

Alegraos siempre en el Señor, porque El está cerca de cuantos lo invocan de veras.

En diversas ocasiones a lo largo de este Anos Santo, hemos exhortado al Pueblo de Dios a corresponder con gozosa solicitud a la gracia del Jubileo. Nuestra invitación es esencialmente, como bien sabéis, una llamada a la renovación interior y a la reconciliación en Cristo. Se trata de la salvación de los hombres y de su felicidad en todo su pleno sentido. En el momento en que los cristianos se disponen a celebrar, en el mundo entero, la venida del Espíritu Santo, os invitamos a pedirle el don de la alegría.

Ciertamente el ministerio de la reconciliación se ejerce, incluso para Nos mismo, en medio de frecuentes contradicciones y dificultades, pero él está alimentado y va acompañado por la alegría del Espíritu Santo. De la misma manera podemos justamente apropiarnos, aplicándola a toda la Iglesia, la confidencia hecha por el Apóstol San Pablo a su comunidad de Corinto: "ya antes os he dicho cuan dentro de nuestro corazón estáis para vida y para muerte. Tengo mucha confianza en vosotros... estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones". Si, constituye también para nos una exigencia de amor, invitaros a participar en esta alegría sobreabundante que es un dón del Espíritu Santo.

Nos hemos sentido como una impelente necesidad interior dirigiros durante este Ano de gracia, y mas concretamente en ocasión de la solemnidad de Pentecostés, una Exhortación apostólica cuyo tema fuera precisamente la alegría cristiana, la alegría en el Espíritu Santo. Es una especia de himno a la alegría divina el que Nos querríamos entonar, para que encuentre eco en el mundo entero y ante todo en la Iglesia: que la alegría se difunda en los corazones juntamente con el amor del que ella brota, por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. Deseamos asimismo que vuestra voz se una a la nuestra para consuelo espiritual de la Iglesia de Dios y de todos los hombres que quieran prestar atención en lo íntimo de sus corazones, a esta celebración.


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NECESIDAD DE LA ALEGRÍA EN EL CORAZÓN DE TODOS LOS HOMBRES

No se podria exaltar de manera conveniente la alegría cristiana permaneciendo insensible al testimonio exterior e interior que Dios Creador da de sí mismo en el seno de la creación: "Y Dios vio que era bueno". Poniendo al hombre en medio del universo, que es obra de su poder, de su sabiduría, de su amor, Dios dispone la inteligencia y el corazón de su criatura -aun antes de manifestarse personalmente mediante la revelación- al encuentro de la alegría y a la vez de la verdad. Hay que estar pues atento a la llamada que brota del corazón humano, desde la infancia hasta la ancianidad, como un presentimiento del misterio divino.

Al dirigir la mirada sobre el mundo ¿no experimenta el hombre un deseo natural de comprenderlo y dominarlo con su inteligencia, a la vez que aspira a lograr su realización y felicidad? Como es sabido, existen diversos grados en esta "felicidad". Su expresión más noble es la alegría o "felicidad" en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado.

De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable. Poetas, artistas, pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una cierta luz interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en nuestros días, experimentar de alguna manera la alegría de Dios.

Pero ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que constituye, mas allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. La experiencia de la finitud, que cada generación vive por su cuenta, obliga a constatar y a sondear la distancia inmensa que separa la realidad del deseo de infinito.

Esta paradoja y esta dificultad de alcanzar la alegría parecen a Nos especialmente agudas en nuestros días. Y esta es la razón de nuestro mensaje. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tienen otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Sera que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Sera que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacio mal definido?.

Por el contrario, en muchas regiones, y a veces bien cerca de nosotros, el cumulo de sufrimientos físicos y morales se hace oprimente: ¡tantos hambrientos, tantas víctimas de combates estériles, tantos desplazados! Estas miserias no son quizá más graves que las del pasado, pero toman una dimensión planetaria; son mejor conocidas, al ser difundidas por los medios de comunicación social, al manos tanto cuanto las experiencias de felicidad; ellas abruman las conciencias, sin que con frecuencia pueda verse una solución humana adecuada.

Sin embargo, esta situación no debería impedirnos hablar de la alegría, esperar la alegría. Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto. Nos compartimos profundamente la pena de aquellos sobre quienes la miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de tristeza. Nos pensamos de modo especial en aquellos que se encuentran sin recursos, sin ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas. Ellos están presentes más que nunca en nuestras oraciones y en nuestro afecto.

Nos no queremos abrumar a nadie. Antes al contrario, buscamos los remedios que sean capaces de aportar luz. A nuestro parecer tales remedios son de tres clases. Los hombres evidentemente deberán unir sus esfuerzos para procurar al menos un mínimo de alivio, de bienestar, de seguridad, de justicia, necesarios para la felicidad de las numerosas poblaciones que carecen de ella. Tal acción solidaria es ya obra de Dios; y corresponde al mandamiento de Cristo. Ella procura la paz, restituye la esperanza, fortalece la comunión, dispone a la alegría para quien da y para quien recibe, porque hay mas gozo en dar que en recibir.

¡Cuántas veces os hemos invitado, Hermanos e hijos amadísimos, a preparar con ardor una tierra más habitable y mas fraternal; a realizar sin tardanza la justicia y la caridad para un desarrollo integral de todos! La Constitución conciliar Gaudio et spas, y otros numerosos documentos pontificios han insistido con razón sobre este punto. Aun cuando no es este el tema que Nos abordamos en el presente documento, no puede olvidarse el deber primordial de amor al prójimo sin el cual sería poco oportuno hablar de alegría. ALEGRÍAS/GUSTARLAS: Seria también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exaltante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los Cielos.

Pero el tema de la presente Exhortación se sitúa mas allá. Porque el problema nos parece de orden espiritual sobre todo. Es el hombre, en su alma, el que se encuentra sin recursos para asumir los sufrimientos y las miserias de nuestro tiempo. Estas le abruman; tanto más cuanto que a veces no acierta a comprender el sentido de la vida; que no está seguro de sí mismo, de su vocación y destino trascendentes. El ha desacralizado el universo y, ahora, la humanidad; ha cortado a veces el lazo vital que lo unía a Dios. El valor de las cosas, la esperanza, no están suficientemente asegurados. Dios le parece abstracto, inútil: sin que lo sepa expresar, le pesa el silencio de Dios. Si, el frio y las tinieblas están en primer lugar en el corazón del hombre que siente la tristeza.

Se puede hablar aquí de la tristeza de los no creyentes, cuando el espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por tanto orientado instintivamente hacia él como hacia su Bien supremo y único, queda sin conocerlo claramente, sin amarlo, y por tanto sin experimentar la alegría que aporta el conocimiento, aunque sea imperfecto, de Dios y sin la certeza de tener con El un vinculo que ni la misma muerte puede romper. ¿Quién no recuerda las palabras de San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti?"?.

El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y apartándose del pecado. Sin duda alguna "la carne y la sangre" son incapaces de conseguirlo. Pero la Revelación puede abrir esta perspectiva y la gracia puede operar esta conversión. Nuestra intención es precisamente invitaros a las fuentes de la alegría cristiana. ¿Como podríamos hacerlo sin ponernos nosotros mismos frente al designio de Dios y a la escucha de la Buena Nueva de su Amor?.


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ANUNCIO DE LA ALEGRÍA CRISTIANA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio amoroso que El había formado en Jesucristo, para realizarlo en la plenitud de los tiempos, esta alegría se anuncia misteriosamente en medio al Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada.

Así Abrahán, nuestro Padres, elegido con miras al cumplimiento futuro de la Promesa, y esperando contra toda esperanza, recibe, en el nacimiento de su hijo Isaac, las primicias proféticas de esta alegría. Tal alegría se encuentra como transfigurada a través de una prueba de muerte, cuando su hijo único le es devuelto vivo, prefiguración de la resurrección de Aquel que ha de venir: el Hijo único de Dios, prometido para un sacrificio redentor. Abrahán exulto ante el pensamiento de ver el Día de Cristo, el Día de la salvación: él "lo vio y se alegro".

La alegría de la salvación se amplia y se comunica luego a lo largo de la historia profética del antiguo Israel. Ella se mantiene y renace indefectiblemente a través de pruebas trágicas debidas a las infidelidades culpables del pueblo elegido y a las persecuciones exteriores que buscaban separarlo de su Dios. Esta alegría siempre amenazada y renaciente, es propia del pueblo nacido de Abrahán.

Se trata siempre de un experiencia exaltante de liberación y restauración -al menos anunciadas- que tienen su origen en el amor misericordioso de Dios para con su pueblo elegido, en cuyo favor El cumple, por pura gracia y poder milagrosos, las promesas de la Alianza. Tal es la alegría de la Promesa mosaica, la cual es como figura de la liberación escatológica que sería realizada por Jesucristo en el contexto pascual de la nueva y eterna Alianza. Se trata también de la alegría actual, cantada tantas veces en los salmos: la de vivir con Dios y para Dios. Se trata finalmente y sobre todo, de la alegría gloriosa y sobrenatural, profetizada en favor de la nueva Jerusalén, rescatada del destierro y amada místicamente por Dios.

El sentido último de este desbordamiento inusitado del amor redentor no aparecerá sino en la hora de la nueva Pascua y del nuevo Éxodo. Entonces el Pueblo de Dios será conducido, por medio de la muerte y resurrección de su Siervo doliente, de este mundo al Padre; de la Jerusalén figurativa de aquí abajo a la Jerusalén de lo alto: "Cuando tu estés abandonada, dolida y descuidada, yo te haré objeto de orgullo perennemente y motivo de alegría de edad en edad... Como un joven toma por esposa a una virgen, así tu autor te desposara, y como un marido se alegra de su esposa, tu Dios se alegrara de ti"


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LA ALEGRÍA SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO

Estas maravillosas promesas han sostenido, a lo largo de los siglos y en medio de las más terribles pruebas, la esperanza mística del antiguo Israel. Este a su vez las ha transmitido a la Iglesia de Cristo; de manera que le somos deudores de algunos de los más puros acentos de nuestro canto de alegría. Y sin embargo, a la luz de la fe y de la experiencia cristiana del Espíritu, esta paz que es un don de Dios y que va en constante aumento como un torrente arrollador, hasta tanto que llega el tiempo de la "consolación", está vinculada a la venida y a la presencia de Cristo.

Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. El gran gozo anunciado por el Ángel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el pueblo, tanto para el de Israel que esperaba con ansia un Salvador, como para el pueblo innumerable de todos aquellos que, en el correr de los tiempos, acogerán su mensaje y se esforzaran por vivirlo. Fue la Virgen María la primera en recibir el anuncio del ángel Gabriel y su Magnificat era ya el himno de exultación de todos los humildes.

Los misterios gozosos nos sitúan así, cada vez que recitamos el Rosario, ante el acontecimiento inefable, centro y culmen de la historia: la venida a la tierra del Emmanuel, Dios con nosotros. Juan Bautista, cuya misión es la de mostrarlo a Israel, había saltado de gozo en su presencia, cuando aún estaba en el seno de su madre. Cuando Jesús da comienzo a su ministerio, Juan "se llena de alegría por la voz del Esposo". Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de Jesús, en el curso de su vida terrena. El ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. La profundidad de su vida interior no ha desvirtuado la claridad de su mirada, ni su sensibilidad.

Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Su mirada abarca en un instante cuanto se ofrecía a la mirada de Dios sobre la creación en el alba de la historia. El exalta de buena gana la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de prodigo; la de la mujer que acaba de dar a luz un niño.

Estas alegrías humanas tienen para Jesús tanta mayor consistencia en cuanto son para él signos de las alegrías espirituales del Reino de Dios: alegría de los hombres que entran en este Reino, vuelven a él o trabajan en él, alegría del Padre que los recibe. Por su parte, el mismo Jesús manifiesta su satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños deseosos de acercarse a él, con el joven rico, fiel y con ganas de ser perfecto; con amigos que le abren las puertas de su casa como Marta, María y Lázaro.

Su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda. El mismo se siente inundado por una gran alegría cuando comprueba que los mas pequeños tienen acceso a la Revelación del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y prudentes. Si, "habiendo Cristo compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado", él ha aceptado y gustado las alegrías afectivas y espirituales, como un don de Dios.

Y no se concedió tregua alguna hasta que no "hubo anunciado la salvación a los pobres, a los afligidos el consuelo". El evangelio de Lucas abunda de manera particular en esta semilla de alegría. Los milagros de Jesús, las palabras del perdón son otras tantas muestras de la bondad divina: la gente se alegraba por tantos portentos como hacía y daba gloria a Dios. Para el cristiano, como para Jesús, se trata de vivir las alegrías humanas, que el Creador pone a su disposición, en acción de gracias al Padre.

Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de San Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras intimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: "Tu eres mi hijo amado, mi predilecto".

Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona. Es un conocimiento intimo el que lo colma: "El Padre me conoce y yo conozco al Padre". Es un intercambio incesante y total: "Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío". El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación reciproca: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi" En correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: "Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del padre". Hace siempre lo que place al Padre, es ésta su "comida".

Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: "Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, bien que para recobrarla". En este sentido, él se alegra de ir al padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: "Tu me has amado antes de la creación del mundo".

Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de Hijo y que constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.

De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan dentro de si su misma alegría en plenitud: "Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos".

Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? "Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis".

Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos, morir sobre una cruz. Pero el Padre no permitió que la muerte lo retuviese en su poder. La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique". Desde entonces Jesús vive para siempre en la gloria del Padre y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua.

Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria.

Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el profeta: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras y una luz les brillo. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo". El Exsultet pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorificado y esclarece las tinieblas de las almas": "Et nox illuminatio mea in deliciis meis".

La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. Él lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscito en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotara.

El Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de quienes es el amor mutuo viviente, es pues comunicado al Pueblo de la nueva Alianza y a cada alma que se muestre disponible a su acción intima. El hace de nosotros su morada, dulce huésped del alma. Con él habitan en el corazón del hombre el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo suscita en el corazón humano una plegaria filial impregnada de acción de gracias, que brota de lo intimo del alma, en la oración y se expresa en la alabanza, la acción de gracias, la reparación y la suplica. Entonces podemos gustar la alegría propiamente espiritual, que es fruto del Espíritu Santo: consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo y una satisfacción intima en la posesión de Dios Trino, conocido por la fe y amado con la caridad que proviene de él. Esta alegría caracteriza por tanto todas las virtudes cristianas. Las pequeñas alegrías humanas que constituyen en nuestra vida como la semilla de una realidad más alta, quedan transfiguradas. Esta alegría espiritual, aquí abajo, incluirá siempre en alguna medida la dolorosa prueba de la mujer en trance de dar a luz, y un cierto abandono aparente, parecido al del huérfano: lagrimas y gemidos, mientras que el mundo hará alarde de satisfacción, falsa en realidad. Pero la tristeza de los discípulos, que es según Dios y no según el mundo, se trocara pronto en una alegría espiritual que nadie podrá arrebatarles.

He ahí el estatuto de la existencia cristiana y muy en particular de la vida apostólica. Esta, al estar animada por un amor apremiante del Señor y de los hermanos, se desenvuelve necesariamente bajo el signo del sacrificio pascual, yendo por amor a la muerte y por la muerte a la vida y al amor. De ahí la condición del cristiano, y en primer lugar del apóstol que debe convertirse en el "modelo del rebaño" y asociarse libremente a la pasión del Redentor. Ella corresponde de este modo a lo que había sido definido en el evangelio como la ley de la bienaventuranza cristiana en continuidad con el destino de los profetas: "Dichosos vosotros si os insultan, os persiguen y os calumnian de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa serán grande en los cielos: fue así como persiguieron a los profetas que os han precedido" (/Mt/05/11-12). Desafortunadamente no nos faltan ocasiones para comprobar, en nuestro siglo tan amenazado por la ilusión del falso bienestar, la incapacidad "psíquica" del hombre para acoger "lo que es del Espíritu de Dios: es una locura y no lo puede conocer, porque es con el espíritu como hay que juzgarla". El mundo -que es incapaz de recibir el Espíritu de Verdad, que no ve ni conoce- no percibe más que una cara de las cosas. Considera solamente la aflicción y la pobreza del espíritu, mientras éste en lo más profundo de sí mismo, siente siempre alegría porque está en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.


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LA ALEGRÍA EN EL CORAZÓN DE LOS SANTOS

Esta es, amadísimos Hermanos e Hijos, la gozosa esperanza que brota de la fuente misma de la Palabra de Dios. Desde hace veinte siglos esta fuente de alegría no ha cesado de manar en la Iglesia y especialmente en el corazón de los santos. Vamos a sugerir ahora algunos ecos de esta experiencia espiritual, que ilustra, según la diversidad de los carismas y de las vocaciones particulares, el misterio de la alegría cristiana.

El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de gracia, la Madre del Salvador. Acogiendo el anuncio de lo alto, sierva del Señor, esposa del Espíritu Santo, madre del Hijo eterno, ella deja desbordar su alegría ante su prima Isabel que alaba su fe: "Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Por eso, todas las generaciones me llamaran bienaventurada". Ella mejor que ninguna otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo, muestra su misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas.

Sin que el discurrir aparente de su vida salga del curso ordinario, medita hasta los mas pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón. Sin que los sufrimientos queden ensombrecidos, ella está presente al pie de la cruz, asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como madre de dolores. pero ella está a la vez abierta sin reserva a la alegría de la Resurrección; también ha sido elevado, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo. Primera redimida, inmaculada desde el momento de su concepción, morada incomparable del Espíritu, habitáculo purísimo del Redentor de los hombres, ella es el mismo tiempo la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la Madre universal. Ella es el tipo perfecto de la Iglesia terrestre y glorificada.

Qué maravillosas resonancias adquieren en su singular existencia de Virgen de Israel las palabras proféticas relativas a la nueva Jerusalén: "Altamente me gozaré en el Señor y mi alma saltara de júbilo en mí Dios, porque me vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en manto de justicia, como esposo que se ciñe al frente con diadema, y como esposa que se adorna con sus joyas". Junto con Cristo, ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: "Mater plena sanctae laetitiae" y, con toda razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: "Causa nostrae laetitiae".

Después de María, la expresión de la alegría más pura y ardiente la encontramos allá donde la Cruz de Jesús es abrazada con el más fiel amor, en los mártires, a quienes el Espíritu Santo inspira, en el momento crucial de la prueba, una espera apasionada de la venida del Esposo. San Esteban, que muere viendo los cielos abiertos, no es sino el primero de los innumerables testigos de Cristo.

También en nuestros días y en numerosos países, cuantos son los que, arriesgando todo por Cristo, podrían afirmar como el mártir san Ignacio de Antioquia: "Con gran alegría os escribo, deseando morir. Mis deseos terrestres han sido crucificados y ya no existe en mí una llama para amar la materia, sino que hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de mí: "Ven hacia el Padre".

Asimismo, la fuerza de la Iglesia, la certeza de su victoria, su alegría al celebrar el combate de los mártires, brota al contemplar en ellos la gloriosa fecundidad de la Cruz. Por eso nuestro predecesor san León Magno, exaltando desde esta Sede romana el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo exclama: "Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus santos y ninguna clase de crueldad puede destruir una religión fundada sobre el misterio de la Cruz de Cristo. La Iglesia no es empequeñecida sino engrandecida por las persecuciones; y los campos del Señor se revisten sin cesar con más ricas mieses cuando los granos, caídos uno a uno, brotan de nuevo multiplicados.

Pero existen muchas moradas en la casa del Padre y, para quienes el Espíritu Santo abrasa el corazón, muchas maneras de morir a sí mismos y de alcanzar la santa alegría de la resurrección. La efusión de sangre no es el único camino. Sin embargo, el combate por el Reino incluye necesariamente la experiencia de una pasión de amor, de la que han sabido hablar maravillosamente los maestros espirituales.

Y en este campo sus experiencias interiores se encuentran, a través de la diversidad misma de tradiciones místicas, tanto en Oriente como en Occidente. Todas presentan el mismo recorrido del alma, "per crucem ad lucem", y de este mundo al Padre, en el soplo vivificador del Espíritu.

Cada uno de estos maestros espirituales nos ha dejado un mensaje sobre la alegría. En los Padres Orientales abundan los testimonios de esta alegría en el Espíritu. Orígenes, por ejemplo, ha descrito en muchas ocasiones la alegría de aquel que alcanza el conocimiento intimo de Jesús: "Su alma es entonces inundada de alegría como la del viejo Simeón (Lc/02/28).

En el templo que es la Iglesia, estrecha a Jesús en sus brazos. Goza de la plenitud de la salvación teniendo en Aquel en quien Dios reconcilia al mundo. En la Edad Media, entre otros muchos, un maestro espiritual del Oriente, Nicolás Cabasilas, se esfuerza por demostrar como el amor de Dios de suyo procura la alegría mas grande. En Occidente es suficiente citar algunos nombres entre aquellos que han hecho escuela en el camino de la santidad y de la alegría. San Agustín, san Bernardo, santo Domingo, san Ignacio de Loyola, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila, san Francisco de Sales, san Juan Bosco. Deseamos evocar muy especialmente tres figuras, muy atrayentes todavía hoy para todo el pueblo cristiano. En primer lugar el pobrecillo de Asís, cuyas huellas se esfuerzan en seguir muchos peregrinos del Ano Santo. Habiendo dejado todo por el Señor, él encuentra, gracias a la santa pobreza, algo por así decir de aquella bienaventuranza con que el mundo salió intacto de las manos del Creador. En medio de las mayores privaciones, medio ciego, él pudo cantar el inolvidable Cantico de las Criaturas, la alabanza a nuestro hermano Sol, a la naturaleza entera, convertida para él en un transparente y puro espejo de la gloria divina, así como la alegría ante la venida de "nuestra hermana la muerte corporal": "Bienaventurados aquellos que se hayan conformado a tu santísima voluntad...". En tiempos más recientes, Santa Teresa de Lisieux nos indica el camino valeroso del abandono en las manos de Dios, a quien ella confía su pequeñez. Sin embargo, no por eso ignora el sentimiento de la ausencia de Dios, cuya dura experiencia ha hecho, a su manera, nuestro siglo: "A veces le parece a este pajarito (a quien ella se compara) no creer que exista otra cosa sino las nubes que lo envuelven... Es el momento de la alegría perfecta para el pobre, pequeño y débil ser... Qué dicha para él permanecer allí y fijar la mirada en la luz invisible que se oculta a su fe ".

Finalmente, ¿cómo no mencionar la imagen luminosa para nuestra generación del ejemplo del bienaventurado Maximiliano Kolbe, discípulo genuino de San Francisco? En medio de las mas trágicas pruebas que ensangrentaron nuestra época, él se ofrece voluntariamente a la muerte para salvar a un hermano desconocido; y los testigos nos cuentan que su paz interior, su serenidad y su alegría convirtieron de alguna manera aquel lugar de sufrimiento, habitualmente como una imagen del infierno para sus pobres compañeros y para él mismo, en la antesala de la vida eterna.

En la vida de los hijos de la Iglesia, esta participación en la alegría del Señor es inseparable de la celebración del misterio eucarístico, en donde comen y beben su Cuerpo y su Sangre. Así sustentados, como los caminantes, en el camino de la eternidad, reciben ya sacramentalmente las primicias de la alegría escatológica.

Puesta en esta perspectiva, la alegría amplia y profunda derramada ya en la tierra dentro del corazón de los verdaderos fieles, no puede menos de revelarse como "diffusivum sui", lo mismo que la vida y el amor de los que es un sintoma gozoso.

La alegría es el resultado de una comunión humano-divina y tiende a una comunión cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo Procura al corazón una apertura católica hacia el mundo de los hombres, al mismo tiempo que los fustiga con la nostalgia de los bienes eternos. En los que la adoptan ahonda la conciencia de su condición de destierro, pero los preserva de la tentación de abandonar su puesto de combate por el advenimiento del Reino. Los hace encaminarse con premura hacia la consumación celestial de las Bodas del Cordero. Esta serenamente tensa entre el tiempo de las fatigas terrestres y la paz de la Morada eterna, conforme a la ley de gravitación del Espíritu: "Si pues, por haber recibido estas arras (del Espíritu filial), gritamos ya desde ahora: "Abba, Padre", ¿qué será cuando, resucitados, los veamos cara a cara, cuando todos los miembros en desbordante marea prorrumpirán en un himno de júbilo, glorificando a Aquel que los ha resucitado de entre los muertos y premiado con la vida eterna? Porque si ahora las simples arras, envolviendo completamente en ellas al hombre, le hacen gritar: "Abba, Pater", ¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando Dios la haya dado a los hombres? Ella nos hará semejantes a él y dará cumplimiento a la voluntad del Padre, porque ella hará al hombre a imagen y semejanza de Dios". Ya desde ahora, los santos nos ofrecen una pregustación de esta semejanza.



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