Suma Teológica II-II Qu.33 a.6

ARTíCULO 6 ¿Se debe desistir de la corrección por temor de que alguien se vuelva peor?

Objeciones por las que parece que no se debe desistir de la corrección de alguien por temor de que se vuelva peor:
Objeciones: 1. El pecado es cierta debilidad del alma, según el Ps 6,3: Ten misericordia de mí, Señor, pues soy débil. Pues bien, quien tiene a su cargo la atención a un enfermo no debe cejar por sus refunfuños o desprecios, pues entonces el peligro sería más amenazador, como se echa de ver en los furiosos. Con mayor razón, pues, hay que reprender al pecador por mal que éste lo lleve.

2. En expresión de San Jerónimo: No se debe abandonar la verdad de la vida por miedo al escándalo, y los preceptos del Señor pertenecen a la verdad de la vida. Siendo, pues, de precepto la corrección fraterna, como queda expuesto (a. 2), no parece que se deba abandonar la corrección fraterna por temor al escándalo de quien recibe la corrección.
3. Según el Apóstol en Rm 3,8: No se han de hacer males para que vengan bienes. Luego, por la misma razón, tampoco se deben abandonar las buenas obras por temor de que sobrevengan males. La corrección es un bien; luego no se debe abandonar por miedo a que el corregido se vuelva peor.
Contra esto: está lo que leemos en Pr 9,8: No reprendas al burlador, no sea que te odie, interpretado por la Glosa en estos términos: No hay que temer que el burlón te injurie cuando es reprendido; debes, más bien, cuidar de que excitado por el odio no se haga peor. Por consiguiente, hay que cesar de la corrección fraterna cuando se teme que el reprendido se haga peor.
Respondo: Como queda expuesto (a. 3), hay dos clases de corrección del delincuente. La primera compete, en realidad, a los superiores, ya que se ordena al bien común y tiene fuerza coactiva. Esta corrección no debe pasar en silencio por temor a la turbación que pudiera ocasionar al que es objeto de ella, ya que, si no quiere enmendarse por propia voluntad, se le debe obligar, castigándole, a contenerse de su pecado, o también porque, si resulta incorregible, se mira por el bien común guardando el orden de la justicia e inspirando con ello un ejemplo de escarmiento para los demás. Por eso mismo el juez no desiste de dar sentencia de condena contra el culpable por temor de la turbación que pudiera causarle a él o incluso a sus amigos.
Pero hay una segunda corrección fraterna, cuyo fin es la enmienda del culpable; no usa de la coacción, sino que procede por simple admonición. Por eso, cuando se presiente con probabilidad que el culpable no va a tener en cuenta la admonición, sino que, por el contrario, se va a deslizar hacia cosas peores, es preferible desistir de ella, puesto que los medios deben medirse por la exigencia del fin que se pretende conseguir.
A las objeciones:
Soluciones: 1. El médico usa de coacción con el frenético que se niega a admitir su cura. A esto se asemeja la corrección de los superiores, que tiene fuerza coactiva, pero no la simple corrección fraterna.
2. La corrección fraterna no es de precepto más que en cuanto es acto de virtud, es decir, cuando es proporcionada al fin. Por eso, cuando es obstáculo para el fin, por ejemplo, cuando redunda en perjuicio del culpable, ya no atañe a la verdad de la vida ni cae bajo precepto.
3. Un medio es bueno en la medida en que es apto para procurar el fin. Por eso, cuando la corrección fraterna se torna en obstáculo para el fin, o sea, la corrección del hermano, ya no tiene razón de bien. En consecuencia, cuando se deja la corrección no se abandona el bien por temor de que por ello se origine el mal.

ARTíCULO 7 En la corrección fraterna, ¿debe preceder por necesidad de precepto la amonestación secreta a la denuncia?

Objeciones por las que parece que en la corrección fraterna no debe preceder, por necesidad de precepto, la amonestación secreta a la denuncia:
Objeciones: 1. En las obras de caridad debemos imitar a Dios a tenor de lo que escribe el Apóstol en Ep 5,1-2: Sed imitadores de Dios como hijos amadísimos, y caminad en caridad. Pues bien, Dios castiga a veces públicamente al hombre por algún pecado sin preceder aviso alguno. Parece, pues, que no es necesario que la admonición secreta preceda a la denuncia.
2. Como escribe San Agustín en el libro Contra mendacium: Las acciones de los santos nos muestran cómo hay que entender los preceptos de la Sagrada Escritura. Pues bien, en las vidas de los santos vemos que han denunciado pecados ocultos sin preceder ninguna reconvención secreta. Así vemos que José acusó a sus hermanos ante su padre de gravísimo pecado (Gn 37,2), y los Hechos 5,3-4.9 nos ofrecen el testimonio de que San Pedro, sin previa admonición secreta, denunció públicamente a Ananías y Safira, que intentaban engañar ocultamente en el precio del campo; tampoco consta que el Señor amonestara secretamente a Judas antes de denunciarlo. No es, por tanto, de necesidad de precepto que la admonición secreta proceda a la denuncia pública.
3. La acusación es más grave que la denuncia. Pues bien, se puede proceder a acusación pública sin amonestación secreta anterior. Así, en las Decretales se determina que la sola inscripción debe anteceder a la acusación. No parece, pues, de necesidad de precepto que la admonición secreta preceda a la denuncia pública.
4. No parece probable que lo que es costumbre general entre los religiosos vaya contra los preceptos de Cristo. Pero es costumbre entre los religiosos proclamar a algunos de sus culpas, en capítulo, sin previa amonestación secreta. Luego no parece que sea de necesidad de precepto.
5. Finalmente, los religiosos están obligados a obedecer a sus superiores. Ahora bien, los superiores ordenan a todos en general, o a alguno en especial, que, si sabe algo que corregir, se lo diga. Parece, pues, que éstos tengan la obligación de decírselo, incluso antes de la admonición secreta. En consecuencia, no es de necesidad de precepto que la admonición secreta preceda a la denuncia pública.
Contra esto: está el testimonio de San Agustín en el libro De verb. Dom., que exponiendo el texto repréndelo a solas (Mt 18,15), escribe: Procurando corregir sin sonrojo, pues tal vez, por vergüenza, empiece a justificar su pecado, y a quien intentas hacer mejor, lo haces peor. Pero la caridad nos obliga a cuidar de que el hermano no se vuelva peor. Luego el orden de la corrección fraterna cae bajo precepto.
Respondo: El tema de la denuncia pública de los pecados exige una distinción, ya que los pecados pueden ser públicos u ocultos. Si son públicos, no hay que preocuparse solamente del remedio de quien pecó para que se haga mejor, sino también de todos aquellos que pudieran conocer la falta, para evitar que sufran escándalo. Por ello, este tipo de pecados debe ser recriminado públicamente, a tenor de lo que escribe el Apóstol en 1Tm 5,20: Increpa delante de todos al que peca, para que los otros conciban temor. Esto se entiende de los pecados públicos, según el parecer de San Agustín en el libro De verb. Dom.
En cambio, si se trata de pecados ocultos, parece que debe tenerse en cuenta lo que dice el Señor: Si tu hermano te ofendiere (Mt 18,15). En verdad, cuando te ofende en presencia de otros, no sólo peca contra ti, sino también contra los otros a quienes ha causado perturbación. Mas dado que incluso en los pecados ocultos se puede ofender al prójimo, es preciso establecer una distinción. Hay, en efecto, pecados ocultos que redundan en perjuicio corporal o espiritual del prójimo. Por ejemplo, si uno maquina la manera de entregar la ciudad al enemigo, o si el hereje privadamente aparta a los hombres de la fe. En esos casos, como quien peca ocultamente, peca no sólo contra ti, sino también contra otros, se debe proceder inmediatamente a la denuncia para impedir tal daño, a no ser que alguien tuviera buenas razones para creer que se podría alejar ese mal con la recriminación secreta. Pero hay también pecados secretos que solamente redundan en perjuicio de quien peca y de ti contra quien peca, porque resultas dañado por quien comete el pecado o simplemente por conocimiento de ello. Entonces solamente hay que buscar el remedio del hermano delincuente. Como el médico del cuerpo intenta la salud corporal, si puede, sin cortar ningún miembro, y, si no puede, corta el miembro menos necesario para conservar la vida de todo el cuerpo, así también, quien tiene interés por la corrección del hermano, debe, si puede, enmendarlo en su conciencia, salvaguardando su reputación. Esta, en verdad, es útil, en primer lugar para el mismo que peca, no solamente en el plano temporal, en el que la pérdida de la buena reputación conlleva múltiples perjuicios, sino también en el plano espiritual, ya que el temor a la infamia aleja a muchos del pecado, de suerte que, cuando se sienten difamados, pecan sin freno. Por eso escribe San Jerónimo: Ha de ser corregido el hermano a solas, no suceda que, al perder una vez el pudor y la vergüenza, se quede en el pecado. En segundo lugar se debe guardar la fama del hermano que ha pecado, ya que su deshonor repercute en los demás, como advierte San Agustín en la epístola Ad Plebem Hipponensem: Cuando de alguno que profesa el santo nombre se deja oír falso crimen o se pone de manifiesto el verdadero, se insiste, se remueve, se intriga, para hacer creer que todos están en el mismo caso. Además, sucede también que, hecho público el pecado de uno, otros se sienten inducidos a pecar. Pero como la conciencia debe ser preferida a la fama, ha querido Dios que, incluso con dispendio de la fama, la conciencia del hermano se librara del pecado por pública denuncia.
Es, pues, evidente que es de necesidad de precepto que la amonestación secreta preceda a la denuncia pública.
A las objeciones:
Soluciones: 1. Todo lo oculto lo conoce Dios. Por eso los pecados secretos están ante los ojos de Dios como los públicos ante los ojos de los hombres. Sin embargo, también Dios avisa muchas veces a los pecadores con amonestación secreta, inspirándoles interiormente, ora vigilen, ora duerman, a tenor de lo que leemos en Jb 33,15ss: En sueños o en visión nocturna, cuando desciende el Señor sobre los hombres, entonces abre sus oídos, enseñándoles e instruyéndoles en doctrina para apartarles de lo que hacen.
2. El Señor, en cuanto Dios, tenía como si fuera público el pecado de Judas, de ahí que podía proceder a publicarlo. Sin embargo, no lo hizo público, sino que, con palabras veladas, le amonestó de su pecado. Pedro, en cambio, hizo público el pecado de Ananías y Safira como en nombre y de parte de Dios, que se lo había revelado. En cuanto a José se puede creer, aunque no conste en la Escritura, que en alguna ocasión se lo hizo saber a sus hermanos. Se puede asimismo decir que su pecado era público entre ellos, y esto explica que se diga en plural: Acusó a sus hermanos.
3. Cuando amenaza peligro a la multitud no tienen aplicación estas palabras del Señor, porque entonces el hermano pecador no peca solamente contra ti.
4. Las proclamaciones que se hacen en los capítulos de los religiosos son sobre faltas leves, que no empañan la fama. De ahí que son más bien recordación de culpas olvidadas que acusaciones o denuncias. Si se tratara de cosas que menoscabaran la fama del hermano, pecaría contra el precepto del Señor quien de ese modo publicara el pecado del hermano.
5. No se debe obedecer al superior contra el mandamiento divino, según leemos en Ac 5,29: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Por eso, cuando el superior ordena que se le diga algo que se sabe digno de corrección, se ha de tomar el precepto prudentemente, salvo siempre el orden que se debe seguir en la corrección fraterna, ora se dé el precepto para todos en general, ora se dé para algunos en especial. Pero si el superior estableciera un precepto contra el orden establecido por Dios, pecaría quien lo mandara y quien le obedeciera, como actuando contra el precepto del Señor; de ahí que no habría que obedecerle. Un superior, en efecto, no es juez de cosas ocultas, sino solo Dios. Por eso no tiene poder para mandar sobre lo que es secreto, a no ser que se conozca por algunos indicios, por ejemplo, infamia u otras sospechas. En estos casos puede el superior mandar; del mismo modo que el juez, seglar o eclesiástico, puede exigir juramento de decir la verdad.

ARTíCULO 8 ¿Debe preceder la presentación de testigos a la denuncia pública?

Objeciones por las que parece que la presentación de testigos no debe preceder a la denuncia pública:
Objeciones: 1. Los pecados ocultos no se deben manifestar a los demás, porque así más sería el hombre delator del crimen que corrector del hermano, como enseña San Agustín. Mas quien aduce testigos manifiesta a otros el pecado del hermano. Por tanto, en pecados ocultos la presentación de testigos no debe preceder a la denuncia pública.

2. El hombre debe amar al prójimo como a sí mismo. Ahora bien, nadie presenta testigos para su pecado oculto. En consecuencia, tampoco los debe presentar por el pecado secreto del hermano.
3. Se aducen testigos para probar algo. Pero de lo que es secreto la prueba testimonial parece imposible. En vano, pues, se presentan testigos.
4. Finalmente, escribe San Agustín en la Regla: Antes se ha de poner en conocimiento del superior que de los testigos. Ahora bien, ponerlo en conocimiento del superior es decirlo a la Iglesia. Por tanto, no debe anteceder la presentación de testigos a la pública denuncia.
Contra esto: están estas palabras del Señor en Mt 18,15: Toma contigo a uno o dos para que por tu palabra…
Respondo: Es lo normal pasar de un extremo a otro atravesando por el medio.
Pues bien, en la corrección fraterna quiso Dios que el principio quedara oculto, mientras el hermano corrigiera a su hermano a solas; pero quiso igualmente que el final fuera público, es decir, la denuncia hecha a la Iglesia. Parece, pues, conveniente que en medio se establezca la admonición ante testigos, para que, en primer lugar, el pecado del hermano no se haga saber más que a unos pocos, que, en vez de estorbar, puedan contribuir útilmente a la enmienda del hermano, evitándole así al menos la infamia pública.
A las objeciones:
Soluciones: 1. Algunos han entendido el orden a seguir en la corrección fraterna en estos términos: primero, el hermano había de ser corregido en secreto, y, si escuchaba, todo estaba acabado. En caso contrario, y si el pecado continuaba totalmente oculto, no se debía pasar adelante. En el caso de que por algún indicio empezara a llegar a otros la noticia, había que ir más lejos, a tenor de lo prescrito por el Señor. Pero esta interpretación va contra lo que escribe San Agustín en la Regla, diciendo que el pecado del hermano no debe callarse para que no engendre putrefacción en el corazón.
Por eso debe interpretarse de otra manera. Es menester hacer la admonición secreta una y más veces, y en tanto haya esperanza fundada de corrección, es preciso repetirla. Mas desde el momento en que se puede colegir con probabilidad que la reconvención secreta resulta inútil, se debe ir más lejos, y, aunque el pecado sea secreto, proceder a la admonición ante testigos. Se exceptúa el caso de que se estuviera moralmente seguro de que ese procedimiento, lejos de concurrir a la enmienda del hermano, no hiciera sino agravar la situación. En ese supuesto habría que renunciar a toda corrección, como ya quedó expuesto (a. 6).
2. El hombre no necesita de testigos para corregirse de su pecado. Esto, sin embargo, puede hacerse necesario para corregir el pecado del hermano. No hay, pues, paridad de razones.
3. Se pueden aducir testigos por tres cosas. Primero, para probar que el pecador ha cometido el pecado del que es acusado, como dice San Jerónimo.
Segundo, para tenerle por convicto de su acción, si la reitera, y es la postura de
San Agustín en la Regla. Tercero, para atestiguar que, como dice el Crisóstomo, el hermano amonestador hizo lo que estaba de su parte.
4. San Agustín entiende que se diga al prelado antes que a los testigos, en cuanto que el prelado es persona particular, pero no que se le diga como a la Iglesia, esto es, como juez constituido.


CUESTIÓN 34 El odio

Corresponde a continuación tratar el tema de los vicios opuestos a la caridad. El primero, el odio, opuesto al amor mismo. El segundo, la acidia y la envidia, opuestas al gozo de la caridad (q. 35). El tercero, la discordia y el cisma, opuestas a la paz (q. 37). El cuarto, la ofensa y el escándalo, opuestos a la beneficencia y a la corrección fraterna (q. 43).
Sobre el odio se formulan seis preguntas:
Objeciones: 1. ¿Se puede odiar a Dios? 2. El odio a Dios, ¿es el mayor de los pecados? 3. El odio al prójimo, ¿es siempre pecado? 4. ¿Es el mayor de los pecados contra el prójimo? 5. ¿Es pecado capital? 6. ¿De qué pecado capital se origina?

ARTíCULO 1 ¿Puede alguien odiar a Dios?

Objeciones por las que parece que nadie puede odiar a Dios:
Objeciones: 1. Según Dionisio en De div. nom. c.4: El bien y la hermosura son amables a todos. Pues bien, Dios es la bondad y la belleza mismas. Nadie, pues, puede odiarle.
2. En los apócrifos de Esdras se lee que todos invocan la verdad y se hacen benignos con sus obras. Ahora bien, Dios es la verdad misma, como escribe San Juan 14,6. Por tanto, todos aman a Dios y nadie puede odiarle.
3. El odio es aversión. Pero, según Dionisio en De div. nom. c.4, Dios atrae todo hacia sí mismo. Ninguno, pues, puede odiarle.
Contra esto: está el testimonio del Ps 73,23: Creció siempre la soberbia de quienes te odiaron, y San Jn 15,24: Ahora han visto y me han odiado a mí y a mi Padre.
Respondo: Por lo dicho en otro lugar (I-II 29,1), está claro que el odio es impulso de la potencia apetitiva que se mueve sólo por la aprensión de algo.
Ahora bien, Dios puede ser aprehendido por el hombre de dos maneras. La primera, en sí mismo; por ejemplo, cuando lo ve por esencia; la otra, por sus efectos. Lo invisible de Dios desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras (Rm 1,20). Pues bien, Dios es por esencia la bondad misma, a la que nadie puede odiar, ya que, por definición, el bien es lo que se ama. Por eso resulta imposible que quien ve por esencia a Dios le odie.
Con respecto a sus efectos, hay algunos que no pueden ser contrarios a la voluntad humana; por ejemplo, ser, vivir, entender. Son cosas apetecibles y amables para todos, y son efectos de Dios. Por eso mismo, en cuanto Dios es aprehendido como autor de esos efectos, no puede ser odiado.
Pero hay efectos que contrarían a la voluntad humana desordenada, como, por ejemplo, la inflicción de un castigo, la cohibición de los pecados por la ley divina que contraría a la voluntad depravada por el pecado. Ante la consideración de estos efectos puede haber quien odie a Dios, porque le considera como quien prohíbe pecados e inflige castigos.
A las objeciones:
Soluciones: 1. Esa razón es válida para quienes ven la esencia de Dios, que es la bondad misma.
2. Esa objeción está tomada en el sentido de que Dios es aprehendido como causa de los efectos naturalmente deseados por todos, y entre ellos están las obras de la verdad ofreciendo su conocimiento a todos los hombres.
3. Dios atrae todo hacia sí mismo en cuanto principio del ser, ya que todas las cosas, por el hecho de existir, tienden a asemejarse a Dios, que es el ser mismo.

ARTíCULO 2 ¿Es el odio el mayor de los pecados?

Objeciones por las que parece que el odio a Dios no es el mayor de los pecados:
Objeciones: 1. El mayor de los pecados es contra el Espíritu Santo, que es irremisible, según consta en San Mateo Mt 12,31-32. Ahora bien, el odio a Dios, según hemos visto (II-II 14,2), se considera como especie de pecado contra el Espíritu Santo. Luego el odio a Dios no es el mayor de los pecados.
2. El pecado consiste en el alejamiento de Dios. Ahora bien, parece que está más alejado de Dios el infiel, que ni siquiera tiene conocimiento de Dios, que el fiel; éste, al menos, aunque odie a Dios, le conoce. Parece, pues, que es mayor el pecado de infidelidad que el de odio contra Dios.
3. Se odia a Dios solamente por los efectos que repugnan a la voluntad, el principal de los cuales es el castigo. Pero odiar el castigo no es el mayor de los pecados. Luego tampoco lo es el odio a Dios.
Contra esto: está el hecho de que lo pésimo se opone a lo óptimo, según el Filósofo en VIII Ethic. Ahora bien, el odio a Dios se opone a su amor, que es lo mejor del hombre. Por tanto, el odio a Dios es el pecado pésimo del hombre.
Respondo: Ha quedado expuesto (II-II 10,3) que el defecto del pecado está en la aversión a Dios, y esta aversión no sería culpable si no fuera voluntaria. Por eso la falta consiste esencialmente en la aversión voluntaria de Dios. Ahora bien, esta aversión voluntaria de Dios va en realidad implicada en el odio a Dios; en los demás pecados, en cambio, por participación e indirectamente. En efecto, la voluntad, de suyo, se adhiere a lo que ama, lo mismo que también rechaza lo que odia. Por eso, cuando alguien odia a Dios, la voluntad, de suyo, se aparta de El. En los demás pecados, empero, por ejemplo, en la fornicación, no se aparta de Dios directa, sino indirectamente, es decir, en cuanto se orienta hacia un placer desordenado que conlleva la aversión de Dios. Pero siempre lo que es de suyo es más importante que lo que es por otro. En consecuencia, el odio a Dios es el más grave de los pecados.
A las objeciones:
Soluciones: 1. Como afirma San Gregorio en XXV Moral.: Una cosa es no obrar bien y otra odiar al dador de todos los bienes, lo mismo que es diferente pecar por precipitación que pecar con deliberación. Con ello da a entender que odiar a Dios, dador de todos los bienes, es pecar con deliberación, que es pecado contra el Espíritu Santo. Resulta, pues, evidente que ese tipo de pecado indica un género especial. Con todo, no se computa entre las especies de pecado contra el Espíritu Santo porque generalmente se encuentra en todo tipo específico de ese pecado.
2. La infidelidad misma no es culpable sino en la medida en que es voluntaria; por eso es tanto más grave cuanto más voluntaria. Pero el hecho de ser voluntaria proviene de odiar la verdad que se proponga. Es, por lo mismo, evidente que la formalidad del pecado de infidelidad está en el odio a Dios, sobre cuya verdad versa la fe. De ahí que, como la causa es más importante que el efecto, el odio a Dios es mayor pecado que la infidelidad.
3. No todo el que odia el castigo odia a Dios, autor del mismo, pues hay muchos que odian las penas y, no obstante, las sufren con paciencia por reverencia hacia la justicia divina. Por eso afirma San Agustín en X Confess. que los males penales Dios manda tolerarlos, no amarlos. Ahora bien, cuando se prorrumpe en odio contra Dios, que castiga, se odia la justicia divina misma, y esto es pecado gravísimo. Por eso escribe San Gregorio en XXV Moral.: Así como no pocas veces es más pecado amar el pecado que perpetrarlo, es también más inicuo odiar la justicia que no obrarla.

ARTíCULO 3 ¿Es pecado todo odio al prójimo?

Objeciones por las que parece que no todo odio al prójimo es pecado:
Objeciones: 1. Ningún pecado se encuentra entre los preceptos o consejos de la ley divina, a tenor de estas palabras de Pr 8,8: Justos son todos los dichos de mi boca; nada hay en ellos astuto ni tortuoso. Pero en San Lucas 14,26 leemos que si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, no puede ser mi discípulo.
Por tanto, no todo odio al prójimo es pecado.
2. No puede haber pecado en imitar a Dios. Ahora bien, odiamos a algunos imitando a Dios, a tenor de lo que escribe el Apóstol en Rm 1,30: Calumniadores, aborrecidos de Dios. En consecuencia, podemos odiar a algunos sin pecado.

3. Nada natural es pecado, porque, como escribe el Damasceno en el II libro, el pecado consiste en el apartamiento de lo que es conforme a la naturaleza.
Ahora bien, es connatural a cualquiera odiar lo que le es contrario y trabajar por su destrucción. No parece, pues, que sea pecado que uno odie a su enemigo.
Contra esto: está el testimonio de 1Jn 2,9 que dice: Quien odia a su hermano anda en tinieblas. Las tinieblas espirituales son el pecado. En consecuencia, no se puede odiar al prójimo sin pecado.
Respondo: El odio se opone al amor, como ya hemos expuesto (I-II 29,1, sed contra; I-II 29,2 arg. 1 et ad 2). Luego tanta razón de mal tiene el odio cuanto de bien tiene el amor. Pues bien, al prójimo se le debe amor por lo que ha recibido de Dios, o sea, por la naturaleza y por la gracia, y no por lo que tiene de sí mismo o del diablo, o sea, por el pecado y la falta de justicia. Por eso es lícito odiar en el hermano el pecado y lo que conlleva de carencia de justicia divina; no se puede, empero, odiar en él, sin incurrir en pecado, ni la naturaleza misma ni la gracia. Pero el hecho mismo de odiar en el hermano la culpa y la deficiencia de bien corresponde también al amor del mismo, ya que igual motivo hay para amar el bien y odiar el mal de una persona. De ahí que el odio al hermano en absoluto es siempre pecado.
A las objeciones:
Soluciones: 1. Por mandamiento de Dios debemos honrar a los padres en cuanto están unidos a nosotros por la naturaleza y por la afinidad, como aparece en Éxodo 20,12. Deben ser odiados si constituyen para nosotros impedimento para allegarnos a la perfección de la justicia divina.
2. En los calumniadores, Dios odia la culpa, no la naturaleza. Por eso podemos odiar sin culpa a los calumniadores.
3. Los hombres no se oponen a nosotros por los bienes que reciben de Dios; bajo este aspecto debemos amarles. Se oponen, en cambio, por promover enemistades contra nosotros, y esto es culpa de ellos. Bajo este aspecto debemos odiarles, ya que debemos odiar en ellos aquello que les hace enemigos nuestros.

ARTíCULO 4 El odio al prójimo, ¿es el más grave de los pecados que se pueden cometer contra él?

Objeciones por las que parece que el odio al prójimo es el más grave de los pecados que se pueden cometer contra él:
Objeciones: 1. Según 1Jn 3,15: El que odia a su hermano es un homicida. El homicidio es el pecado mayor contra el prójimo. Luego también el odio.
2. Lo pésimo se opone a lo óptimo. Pues bien, el amor es la muestra mejor que ofrecemos al prójimo, ya que todo lo demás se encamina al amor. En consecuencia, lo peor es el odio.

Contra esto: está el hecho de que, según San Agustín, llamamos mal a lo que daña. Pero hay pecados que dañan al prójimo más que el odio; por ejemplo, el hurto, el homicidio, el adulterio. En consecuencia, el odio no es el más grave de los pecados. Además, el Crisóstomo, exponiendo el texto de San Mt 5,19: El que traspasare uno de estos mandatos mínimos, comenta: Los preceptos de Moisés: no matar, no adulterar, en el premio son pequeños, pero grandes en el pecado. Los mandamientos, empero, de Cristo: no te aires, no codicies, son grandes en el premio y pequeños en el pecado. Pues bien, el odio se encuentra entre los impulsos interiores, como la ira y la concupiscencia. Por consiguiente, el odio al prójimo es menor pecado que el homicidio.
Respondo: El pecado cometido contra el prójimo reviste carácter de mal por dos razones. La primera, por el desorden del que peca; la segunda, por el perjuicio inferido a aquel contra quien peca. En el primer sentido, el odio es pecado mayor que las acciones exteriores que perjudican al prójimo.
Efectivamente, el odio implica desorden en la voluntad del hombre, que es lo mejor que tiene y de la cual procede el pecado. De ahí que, incluso cuando hay desorden en las acciones exteriores, pero no lo hay en la voluntad, no hay pecado. Es el caso, por ejemplo, de quien mata a otro por ignorancia o por celo de la justicia. De ahí que si hay culpa en los pecados exteriores cometidos contra el prójimo, la raíz está en el interior del hombre. Pero si se considera el daño infligido al prójimo, los pecados exteriores son más graves que el odio interior.
A las objeciones: Con esto se da respuesta a las objeciones.

ARTíCULO 5 ¿Es pecado capital el odio?

Objeciones por las que parece que el odio es pecado capital:
Objeciones: 1. El odio se opone directamente a la caridad. Pero la caridad es la principal entre las virtudes y madre de ellas. Por tanto, el odio es el máximo pecado capital y principio de todos los otros.
2. Los pecados se originan en el hombre de la inclinación de las pasiones, según afirma el Apóstol en Rm 7,5): Las pasiones de los pecados obraban en nuestros miembros para fructificar para la muerte. Pues bien, como ya hemos expuesto (I-II 27,4 I-II 28,6 ad 2; I-II 41,2), en el plano de las pasiones del alma parece que todas provienen del amor y del odio. En consecuencia, el odio debe figurar entre los pecados capitales.
3. El pecado es el mal moral. Ahora bien, en el orden moral el odio tiene la primacía sobre las demás pasiones. Parece, pues, que el odio debe figurar entre los siete pecados capitales.
Contra esto: está el hecho de que San Gregorio, en XXXI Moral., no cuenta el odio entre los pecados capitales.

Respondo: Como queda expuesto (I-II 84,3-4) pecado capital es aquel del que con mayor frecuencia nacen otros pecados. Ahora bien, por una parte, el pecado va contra la naturaleza del hombre en cuanto animal racional; por otra, cuando se actúa contra la naturaleza lentamente se va corrompiendo lo que le pertenece, porque lo primero en la construcción es lo último en el derribo. Pues bien, lo primero y más natural en el hombre es amar el bien divino y el bien del prójimo. De ahí que el odio, que se opone a ese bien, no es lo primero en la destrucción de la virtud causada por los vicios, sino lo último.
Por todo ello, el odio no es pecado capital.
A las objeciones:
Soluciones: 1. Según escribe el Filósofo en VII Ethic.: La virtud de cada cosa consiste en estar en buena disposición respecto de la naturaleza. De ahí que lo primero y principal en la virtud debe ser lo primero y principal en el orden natural. Por esa razón es considerada la caridad como la principal entre las virtudes. Por la misma razón, el odio no puede ser el principal entre los pecados, como hemos expuesto.
2. El odio al mal que contraría al bien natural es primero entre las pasiones del alma, lo mismo que el amor del bien natural. Pero el odio del bien connatural no puede ser primero, sino que viene en último lugar, porque ese odio da testimonio de la corrupción, ya lograda, de la naturaleza, igual que el amor del bien extraño.
3. El mal es doble. Está el mal verdadero, que repugna al bien natural. El odio de este mal puede tener razón de prioridad entre las pasiones. Pero hay también otro mal no verdadero, sino aparente. Se trata de un bien verdadero y connatural, que es considerado como mal a causa de la corrupción de la naturaleza. El odio de este mal es por necesidad el último y no el primero, por tratarse de un odio pecaminoso.

ARTíCULO 6 ¿El odio nace de la envidia?

Objeciones por las que parece que el odio no nace de la envidia:
Objeciones: 1. La envidia, en efecto, es tristeza del bien ajeno. Ahora bien, el odio no nace de la tristeza, sino al contrario, ya que sentimos tristeza ante la presencia de los males que odiamos. El odio, pues, no nace de la tristeza.
2. El odio se opone al amor. Pues bien, el amor al prójimo responde al amor de Dios, como quedó ya demostrado (II-II 25,1 II-II 26,2). Luego el odio del prójimo se cuenta también en el odio a Dios. Pero el odio a Dios no procede de la envidia, ya que no odiamos a quienes se encuentran a infinita distancia de nosotros, sino a quienes parece que están cerca, como lo muestra el Filósofo en II Rhet. Por tanto, el odio no brota de la envidia.
3. Un único efecto no tiene más que una causa única. Pues bien, el odio es causado por la ira, ya que, según San Agustín, en la Regla: La ira aumenta el odio. Luego el odio no tiene por causa la envidia.
Contra esto: está el hecho de que San Gregorio afirma, en XXXI Moral., que el odio nace de la envidia.
Respondo: Según hemos dicho (a. 5), el odio al prójimo ocupa el último eslabón en el proceso de desarrollo del pecado por el hecho de que se opone al amor, que es un sentimiento natural hacia el prójimo. El hecho, en cambio, de alejarse de lo natural acaece porque se intenta evitar algo que por su naturaleza se debe rehuir. Pues bien, es natural al animal rehuir la tristeza y buscar el placer, como demuestra el Filósofo en VII y X Ethic. De ahí que el amor tiene por causa el placer, lo mismo que el odio tiene por causa la tristeza. En efecto, somos inducidos a amar lo que nos deleita en cuanto es aceptado como bueno, del mismo modo que sentimos impulso a odiar lo que nos contrista, porque lo consideramos como malo. En conclusión, siendo la envidia tristeza provocada por el bien del prójimo, conlleva como resultado hacernos odioso su bien, y ésa es la causa de que la envidia dé lugar al odio.
A las objeciones:
Soluciones: 1. La potencia apetitiva, lo mismo que la aprehensiva, se proyecta sobre los actos, y por eso en los movimientos de aquélla hay cierto movimiento circular.
En efecto, a tenor del primer proceso del impulso apetitivo, el deseo deriva del amor, y de éste procede el placer cuando se consigue el objeto deseado. Y dado que el hecho de deleitarse en el bien amado se presenta igualmente como bien, se sigue que el deleite cause el amor. Por la misma razón, la tristeza causa el odio.
2. Las cosas no se presentan de la misma manera según que se trate del amor o del odio. En efecto, el amor tiene por objeto el bien, que procede de Dios a la criatura. Por eso el amor recae primero sobre Dios y después sobre el prójimo.
El objeto, en cambio, del odio es el mal, que no tiene lugar en Dios mismo, sino en sus efectos. Por eso dijimos antes (a. 1) que no cabe el odio a Dios sino como aprehendido en sus efectos. Por idéntica razón, recae el odio sobre el prójimo antes que sobre Dios. En consecuencia, dado que la envidia hacia el prójimo es la madre del odio hacia el mismo, se convierte, como consecuencia, en causa de odio a Dios.
3. No hay inconveniente en que, por títulos diferentes, la misma cosa proceda de diferentes causas. A tenor de esto, el odio parece originarse no sólo de la ira, sino también de la envidia. Nace, sin embargo, más directamente de la envidia, que hace entristecedor el bien del prójimo, y, por consiguiente, lo hace odioso.
De la ira, en cambio, nace el odio por el acrecentamiento que recibe. En efecto, primero la ira nos induce a desear el mal del prójimo en cierta medida, es decir, en cuanto que implica razón de venganza. Pero después, si la ira persiste, hace llegar al extremo de que el hombre desee pura y simplemente el mal del prójimo, y esto, por definición, es odio. Resulta, pues, evidente que, formalmente, el odio nace de la envidia por razón del objeto; de la ira, en cambio, a título de disposición.



Suma Teológica II-II Qu.33 a.6