IRIARTE -Fábulas literarias - Hay casos en que es necesaria la crítica severa.




31 La ardilla y el caballo

Algunos emplean en obras frívolas tanto afán como otros en las importantes.

Mirando estaba una ardilla
a un generoso alazán
que, dócil a espuela y rienda,
se adestraba en galopar.
Viéndole hacer movimientos
5 tan veloces y a compás,
de aquesta suerte le dijo,
con muy poca cortedad:
«¿Señor mío,
de ese brío,
10
ligereza
y destreza
no me espanto,
que otro tanto
suelo hacer, y acaso más.
15
Yo soy viva,
soy activa,
me meneo,
me paseo,
yo trabajo,
20
subo y bajo,
no me estoy quieta jamás».

El paso detiene entonces
el buen potro y, muy formal,
en los términos siguientes
25
respuesta a la ardilla da:
«Tantas idas
y venidas,
tantas vueltas
y revueltas
30
(quiero, amiga,
que me diga),
¿son de alguna utilidad?
Yo me afano,
mas no en vano.
35
Sé mi oficio,
y en servicio
de mi dueño
tengo empeño
de lucir mi habilidad».
40
Conque algunos escritores
ardillas también serán,
si en obras frívolas gastan
todo el calor natural.




32 El galán y la dama

Cuando un autor ha llegado a ser famoso, todo se le aplaude.

Cierto galán a quien París aclama
petimetre del gusto más extraño,
que cuarenta vestidos muda al año
y el oro y plata sin temor derrama,
celebrando los días de su dama,
5 unas hebillas estrenó de estaño,
sólo para probar con este engaño
lo seguro que estaba de su fama.
«¡Bella plata! ¡Qué brillo tan hermoso!
-dijo la dama-. ¡Viva el gusto y numen
10
del petimetre en todo primoroso!»
Y ahora digo yo: «Llene un volumen
de disparates un autor famoso,
y si no le alabaren, que me emplumen».




33 El avestruz, el dromedario y la zorra

También en la literatura suele dominar el espíritu del paisanaje.

Para pasar el tiempo congregada
una tertulia de animales varios
(que también entre brutos hay tertulias),
mil especies en ella se tocaron.
Hablóse allí de las diversas prendas
5 de que cada animal está dotado:
éste a la hormiga alaba, aquél al perro,
quién a la abeja, quién al papagayo.
«No -dijo el avestruz-, en mi dictamen
no hay más bello animal que el dromedario».
10
El dromedario dijo: «Yo confieso
que sólo el avestruz es de mi agrado».
Ninguno adivinó por qué motivo
tan raro gusto acreditaban ambos.
¿Será porque los dos abultan mucho?
15
¿O por tener los dos los cuellos largos?
¿O porque el avestruz es algo simple,
y no muy advertido el dromedario?
¿O bien porque son feos uno y otro?
¿O porque tienen en el pecho un callo?
20
O puede ser también... «No es nada de eso
-la zorra interrumpió-; ya di en el caso.
¿Sabéis por qué motivo el uno al otro
tanto se alaban? Porque son paisanos».
En efecto, ambos eran berberiscos;
25
y no fue juicio, no, tan temerario
el de la zorra, que no pueda hacerse
tal vez igual de algunos literatos.




34 El cuervo y el pavo

Cuando se trata de notar los defectos de una obra, no deben censurarse los personales de su autor.

Pues, como digo, es el caso
(y vaya de cuento)
que a volar se desafiaron
un pavo y un cuervo.
Al término señalado
5 cuál llegó primero,
considérelo quien de ambos
haya visto el vuelo.
«Aguárdate -dijo el pavo
al cuervo de lejos-.
10
¿Sabes lo que estoy pensando?
Que eres negro y feo.
Escucha: también reparo
-le gritó más recio-,
en que eres un pajarraco
15

de muy mal agüero.
¡Quita allá, que me das asco,
grandísimo puerco!
Sí, que tienes por regalo
comer cuerpos muertos».
20
«Todo eso no viene al caso
-le responde el cuervo-,
porque aquí sólo tratamos
de ver qué tal vuelo».
Cuando en las obras del sabio
25
no encuentra defectos,
contra la persona cargos
suele hacer el necio.




35 La oruga y la zorra

La literatura es la profesión en que más se verifica el proverbio: «¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio».

Si se acuerda el lector de la tertulia
en que, a presencia de animales varios,
la zorra adivinó por qué se daban
elogios avestruz y dromedario,
sepa que en la mismísima tertulia
5 un día se trataba del gusano
artífice ingenioso de la seda,
y todos ponderaban su trabajo.
Para muestra presentan un capullo;
examínanle, crecen los aplausos,
10
y aun el topo, con todo que es un ciego,
confesó que el capullo era un milagro.
Desde un rincón la oruga murmuraba
en ofensivos términos, llamando
la labor admirable, friolera,
15
y a sus elogiadores, mentecatos.
Preguntábanse, pues, unos a otros:
«¿Por qué este miserable gusarapo
el único ha de ser que vitupere
lo que todos acordes alabamos?»
20
Saltó la zorra y dijo: «¡Pese a mi alma!
El motivo no puede estar más claro.
¿No sabéis, compañeros, que la oruga
también labra capullos, aunque malos?»
¡Laboriosos ingenios perseguidos!
25
¿Queréis un buen consejo? Pues cuidado:
cuando os provoquen ciertos envidiosos,
no hagáis más que contarles este caso.




36 La compra del asno

A los que compran libros sólo por la encuadernación.

Ayer por mi calle
pasaba un borrico,
el más adornado
que en mi vida he visto.
Albarda y cabestro
5 eran nuevecitos,
con flecos de seda
rojos y amarillos.
Borlas y penacho
llevaba el pollino,
10
lazos, cascabeles
y otros atavíos;
y hechos a tijera,
con arte prolijo,
en pescuezo y anca
15
dibujos muy lindos.
Parece que el dueño,
que es, según me han dicho,
un chalán gitano
de los más ladinos,
20
vendió aquella alhaja
a un hombre sencillo;
y añaden que al pobre
le costó un sentido.
Volviendo a su casa,
25
mostró a sus vecinos
la famosa compra,
y uno de ellos dijo:
«Veamos, compadre,
si este animalito
30
tiene tan buen cuerpo
como buen vestido».
Empezó a quitarle
todos los aliños,
y bajo la albarda,
35
al primer registro,
le hallaron el lomo
asaz malferido,
con seis mataduras
y tres lobanillos,
40
amén de dos grietas
y un tumor antiguo
que bajo la cincha
estaba escondido.
«Burro -dijo el hombre-,
45
más que el burro mismo,
soy yo, que me pago
de adornos postizos».
A fe que este lance
no echaré en olvido,
50
pues viene de molde
a un amigo mío,
el cual, a buen precio,
ha comprado un libro
bien encuadernado,
55
que no vale un pito.




37 El buey y la cigarra

Muy necio y envidioso es quien afea un pequeño descuido en una obra grande.

Arando estaba el buey, y a poco trecho,
la cigarra, cantando, le decía:
«¡Ay!, ¡ay! ¡Qué surco tan torcido has hecho!»
Pero él la respondió: «Señora mía,
si no estuviera lo demás derecho,
5 usted no conociera lo torcido.
Calle, pues, la haragana reparona;
que a mi amo sirvo bien, y él me perdona,
entre tantos aciertos, un descuido».
¡Miren quién hizo a quién cargo tan fútil!
10
Una cigarra al animal más útil.
Mas ¿si me habrá entendido
el que a tachar se atreve
en obras grandes un defecto leve?




38 El guacamayo y la marmota

Ordinariamente no es escritor de gran mérito el que hace venal el ingenio.

Un pintado guacamayo
desde un mirador veía
cómo un extranjero payo,
que saboyano sería,
por dinero una alimaña
5 enseñaba muy feota,
dándola por cosa extraña:
es, a saber, la marmota.
Salía de su cajón
aquel ridículo bicho,
10
y el ave, desde el balcón,
le dijo: «¡Raro capricho,
siendo tú fea, que así
dinero por verte den,
cuando, siendo hermoso, aquí
15
todos de balde me ven!
Puede que seas, no obstante,
algún precioso animal,
mas yo tengo ya bastante
con saber que eres venal».
20
Oyendo esto un mal autor,
se fue como avergonzado.
¿Por qué? Porque un impresor
le tenía asalariado.




39 El retrato de golilla

Si es vicioso el uso de voces extranjeras modernamente introducidas, también lo es, por el contrario, el de las anticuadas.

De frase extranjera el mal pegadizo
hoy a nuestro idioma gravemente aqueja;
pero habrá quien piense que no habla castizo
si por lo anticuado lo usado no deja.
Voy a entretenelle con una conseja;
5 y porque le traiga más contentamiento,
en su mesmo estilo referilla intento,
mezclando dos hablas, la nueva y la vieja.
No sin hartos celos un pintor de hogaño
vía cómo agora gran loa y valía
10
alcanzan algunos retratos de antaño;
y el no remedallos a mengua tenía.
Por ende, queriendo retratar un día
a cierto rico-home, señor de gran cuenta,
juzgó que lo antiguo de la vestimenta
15
estima de rancio al cuadro daría.
Segundo Velázquez creyó ser con esto;
y ansí que del rostro toda la semblanza
hubo trasladado, golilla le ha puesto
y otros atavíos a la antigua usanza.
20
La tabla a su dueño lleva sin tardanza,
el cual espantado fincó, desque vido
con añejas galas su cuerpo vestido,
magüer que le plugo la faz abastanza.
Empero una traza le vino a las mientes
25
con que al retratante dar su galardón.
Guardaba, heredadas de sus ascendientes,
antiguas monedas en un viejo arcón.
Del Quinto Fernando muchas de ellas son,
allende de algunas de Carlos Primero,
30
de entrambos Filipos, Segundo y Tercero;
y henchido de todas le endonó un bolsón.
«Con estas monedas, o siquier medallas
-el pintor le dice-, si voy al mercado
cuando me cumpliere mercar vituallas,
35
tornaré a mi casa con muy buen recado».
«¡Pardiez! -dijo el otro-, ¿no me habéis pintado
en traje que un tiempo fue muy señoril,
y agora le viste sólo un alguacil?
Cual me retratasteis, tal os he pagado.
40
Llevaos la tabla, y el mi corbatín
pintadme al proviso en vez de golilla;
cambiadme esa espada en el mi espadín,
y en la mi casaca trocad la ropilla;
ca non habrá naide en toda la villa
45
que, al verme en tal guisa, conozca mi gesto.
Vuestra paga entonce contaros he presto
en buena moneda corriente en Castilla».
Ora, pues, si a risa provoca la idea
que tuvo aquel sandio moderno pintor,
50
¿no hemos de reírnos siempre que chochea
con ancianas frases un novel autor?
Lo que es afectado juzga que es primor,
habla puro a costa de la claridad,
y no halla voz baja para nuestra edad
55
si fue noble en tiempo del Cid Campeador.




40 Los dos huéspedes

Las portadas ostentosas de los libros engañan mucho.

Pasando por un pueblo
de la montaña,
dos caballeros mozos
buscan posada.
De dos vecinos
5 reciben mil ofertas
los dos amigos.
Porque a ninguno quieren
hacer desaire,
en casa de uno y otro
10
van a hospedarse.
De ambas mansiones,
cada huésped la suya
a gusto escoge.
La que el uno prefiere
15
tiene un gran patio
y bello frontispicio
como un palacio;
sobre la puerta
su escudo de armas tiene,
20
hecho de piedra.
La del otro a la vista
no era tan grande,
mas dentro no faltaba
donde alojarse;
25
como que había
piezas de muy buen temple,
claras y limpias.
Pero el otro palacio
del frontispicio
30
era, además de estrecho,
oscuro y frío:
mucha portada,
y por dentro desvanes
a teja vana.
35
El que allí pasó un día
mal hospedado,
contaba al compañero
el fuerte chasco.
Pero él le dijo:
40
«Otros chascos como ése
dan muchos libros».




41 El té y la salvia

Algunos sólo aprecian la literatura extranjera, y no tienen la menor noticia de la de su nación.

El té, viniendo del imperio chino,
se encontró con la salvia en el camino.
Ella le dijo: «¿Adónde vas, compadre?»
«A Europa voy, comadre,
donde sé que me compran a buen precio».
5 «Yo -respondió la salvia- voy a China,
que allá con sumo aprecio
me reciben por gusto y medicina.
En Europa me tratan de salvaje,
y jamás he podido hacer fortuna».
10
«Anda con Dios. No perderás el viaje,
pues no hay nación alguna
que a todo lo extranjero
no dé con gusto aplausos y dinero».
La salvia me perdone,
15
que al comercio su máxima se opone.
Si hablase del comercio literario,
yo no defendería lo contrario,
porque en él para algunos es un vicio
lo que es en general un beneficio;
20
y español que tal vez recitaría
quinientos versos de Boileau y el Tasso,
puede ser que no sepa todavía
en qué lengua los hizo Garcilaso.




42 El gato, el lagarto y el grillo

Por más ridículo que sea el estilo retumbante, siempre habrá necios que le aplaudan, sólo por la razón de que se quedan sin entenderle.

Ello es que hay animales muy científicos
en curarse con varios específicos
y en conservar su construcción orgánica,
como hábiles que son en la Botánica;
pues conocen las hierbas diuréticas,
5 catárticas, narcóticas, eméticas,
febrífugas, estípticas, prolíficas,
cefálicas también y sudoríficas.
En esto era gran práctico y teórico
un gato, pedantísimo retórico,
10
que hablaba en un estilo tan enfático
como el más estirado catedrático.
Yendo a caza de plantas salutíferas,
dijo a un lagarto: «¡Qué ansias tan mortíferas!
Quiero, por mis turgencias semi-hidrópicas,
15
chupar el zumo de hojas heliotrópicas».
Atónito el lagarto con lo exótico
de todo aquel preámbulo estrambótico,
no entendió más la frase macarrónica
que si le hablasen lengua babilónica;
20
pero notó que el charlatán ridículo
de hojas de girasol llenó el ventrículo,
y le dijo: «Ya, en fin, señor hidrópico,
he entendido lo que es zumo heliotrópico».
¡Y no es bueno que un grillo, oyendo el diálogo,
25
aunque se fue en ayunas del catálogo
de términos tan raros y magníficos,
hizo del gato elogios honoríficos!
Sí; que hay quien tiene la hinchazón por mérito,
y el hablar liso y llano por demérito.
30
Mas ya que esos amantes de hiperbólicas
cláusulas y metáforas diabólicas,
de retumbantes voces el depósito
apuran, aunque salga un despropósito,
caiga sobre su estilo problemático
35
este apólogo esdrújulo-enigmático.




43 La música de los animales

Cuando se trabaja una obra entre muchos, cada uno quiere apropiársela si es buena, y echa la culpa a los otros si es mala.

Atención, noble auditorio,
que la bandurria he templado,
y han de dar gracias cuando oigan
la jácara que les canto.
En la corte del león,
5 día de su cumpleaños,
unos cuantos animales
dispusieron un sarao;
y para darle principio
con el debido aparato,
10
creyeron que una academia
de música era del caso.
Como en esto de elegir
los papeles adecuados
no todas veces se tiene
15
el acierto necesario,
ni hablaron del ruiseñor,
ni del mirlo se acordaron,
ni se trató de calandria,
de jilguero ni canario.
20
Menos hábiles cantores,
aunque más determinados,
se ofrecieron a tomar
la diversión a su cargo.
Antes de llegar la hora
25
del canticio preparado,
cada músico decía:
«¡Ustedes verán qué rato!»
Y al fin la capilla junta
se presenta en el estrado,
30
compuesta de los siguientes
diestrísimos operarios:
los tiples eran dos grillos;
rana y cigarra, contraltos;
dos tábanos, los tenores;
35
el cerdo y el burro, bajos.
Con qué agradable cadencia,
con qué acento delicado
la música sonaría,
no es menester ponderarlo.
40
Baste decir que los más
las orejas se taparon,
y por respeto al león
disimularon el chasco.
La rana, por los semblantes,
45
bien conoció, sin embargo,
que habían de ser muy pocas
las palmadas y los bravos.
Salióse del corro, y dijo:
«¡Cómo desentona el asno!»
50
Éste replicó: «¡Los tiples
sí que están desentonados!»
«¡Quien lo echa todo a perder
-añadió un grillo chillando-
es el cerdo!» «¡Poco a poco!
55
-respondió luego el marrano-:
nadie desafina más
que la cigarra, contralto».
«¡Tenga modo y hable bien!
-saltó la cigarra-; es falso:
60
esos tábanos tenores
son los autores del daño».
Cortó el león la disputa,
diciendo: «¡Grandes bellacos!
¿Antes de empezar la solfa
65
no la estabais celebrando?
Cada uno para sí
pretendía los aplausos,
como que se debería
todo el acierto a su canto;
70
mas viendo ya que el concierto
es un infierno abreviado,
nadie quiere parte en él,
y a los otros hace cargos.
Jamás volváis a poneros
75
en mi presencia: ¡mudaos!,
que, si otra vez me cantáis,
tengo de hacer un estrago».
¡Así permitiera el cielo
que sucediera otro tanto
80
cuando, trabajando a escote
tres escritores o cuatro,
cada cual quiere la gloria,
si es bueno el libro u mediano,
y los compañeros tienen
85
la culpa, si sale malo!




44 La espada y el asador

Contra dos especies de malos traductores.

Sirvió en muchos combates una espada
tersa, fina, cortante, bien templada:
la más famosa que salió de mano
de insigne fabricante toledano.
Fue pasando a poder de varios dueños,
5 y airosos los sacó de mil empeños.
Vendióse en almonedas diferentes,
hasta que, por extraños accidentes,
vino, en fin, a parar (¡quién lo diría!)
a un oscuro rincón de una hostería,
10
donde, cual mueble inútil, arrimada,
se tomaba de orín. Una criada,
por mandado de su amo el posadero,
que debía de ser gran majadero,
se la llevó una vez a la cocina,
15
atravesó con ella una gallina,
¡y héteme un asador hecho y derecho
la que una espada fue de honra y provecho!
Mientras esto pasaba en la posada,
en la corte comprar quiso una espada
20
cierto recién llegado forastero,
transformado de payo en caballero.
El espadero, viendo que al presente
es la espada un adorno solamente,
y que pasa por buena cualquier hoja,
25
siendo de moda el puño que se escoja,
díjole que volviese al otro día.
Un asador que en su cocina había
luego desbasta, afila y acicala,
y por espada de Tomás de Ayala
30
al pobre forastero, que no entiende
de semejantes compras, se le vende,
siendo tan picarón el espadero
como fue mentecato el posadero.
¿Mas de igual ignorancia o picardía
35
nuestra nación quejarse no podría
contra los traductores de dos clases,
que infestada la tienen con sus frases?
Unos traducen obras celebradas,
y en asadores vuelven las espadas;
40
otros hay que traducen las peores,
y venden por espadas asadores.




45 Los cuatro lisiados

Las obras que un particular puede desempeñar por sí solo no merecen se emplee en ellas el trabajo de muchos hombres.

Un mudo a nativitate,
y más sordo que una tapia,
vino a tratar con un ciego
cosas de poca importancia.
Hablaba el ciego por señas,
5 que para el mudo eran claras;
mas hízole otras el mudo,
y él a oscuras se quedaba.
En este apuro, trajeron,
para que los ayudara,
10
a un camarada de entrambos
que era manco, por desgracia.
Éste las señas del mudo
trasladaba con palabras,
y por aquel medio el ciego
15
del negocio se enteraba.
Por último resultó
de conferencia tan rara,
que era preciso escribir
sobre el asunto una carta.
20
«Compañeros -saltó el manco-,
mi auxilio a tanto no alcanza;
pero a escribirla vendrá
el dómine, si le llaman».
«¿Qué ha de venir -dijo el ciego-,
25
si es cojo, que apenas anda?
Vamos, será menester
ir a buscarle a su casa».
Así lo hicieron, y al fin
el cojo escribe la carta,
30
díctanla el ciego y el manco,
y el mudo parte a llevarla.
Para el consabido asunto,
con dos personas sobraba;
mas como eran ellas tales,
35
cuatro fueron necesarias.
Y a no ser porque ha tan poco
que en un lugar de la Alcarria
acaeció esta aventura
(testigos más de cien almas),
40
bien pudiera sospecharse
que estaba adrede inventada
por alguno que con ella
quiso pintar lo que pasa
cuando, juntándose muchos
45
en pandilla literaria,
tienen que trabajar todos
para una gran patarata.




46 El pollo y los dos gallos

No ha de considerarse en un autor la edad, sino el talento.

Un gallo, presumido
de luchador valiente,
y un pollo algo crecido,
no sé por qué accidente
tuvieron sus palabras, de manera
5 que armaron una brava pelotera.
Diose el pollo tal maña,
que sacudió a mi gallo lindamente,
quedando ya por suya la campaña.
Y el vencido sultán de aquel serrallo
10
dijo, cuando el contrario no lo oía:
«¡Eh!, con el tiempo no será mal gallo:
el pobrecillo es mozo todavía».
Jamás volvió a meterse con el pollo.
Mas en otra ocasión, por cierto embrollo,
15
teniendo un choque con un gallo anciano,
guerrero veterano,
apenas le quedó pluma ni cresta,
y dijo al retirarse de la fiesta:
«Si no mirara que es un pobre viejo...
20
Pero chochea, y por piedad le dejo».
Quien se meta en contienda,
verbigracia, de asunto literario,
a los años no atienda,
sino a la habilidad de su adversario.
25




47 La urraca y la mona

El verdadero caudal de erudición no consiste en hacinar muchas noticias, sino en recoger con elección las útiles y necesarias.

A una mona
muy taimada
dijo un día
cierta urraca:
«Si vinieras
5 a mi estancia,
¡cuántas cosas
te enseñara!
Tú bien sabes
con qué maña
10
robo y guardo
mil alhajas.
Ven, si quieres,
y veráslas
escondidas
15
tras de un arca».
La otra dijo:
«Vaya en gracia»;
y al paraje
la acompaña.
20
Fue sacando
doña Urraca
una liga
colorada,
un tontillo
25
de casaca,
una hebilla,
dos medallas,
la contera
de una espada,
30
medio peine
y una vaina
de tijeras,
una gasa,
un mal cabo
35
de navaja,
tres clavijas
de guitarra
y otras muchas
zarandajas.
40
«¿Qué tal? -dijo-.
Vaya, hermana,
¿no me envidia?
¿No se pasma?
A fe que otra
45
de mi casta
en riqueza
no me iguala».
Nuestra mona
la miraba
50
con un gesto
de bellaca,
y al fin dijo:
«¡Patarata!
Has juntado
55
lindas maulas.
Aquí tienes
quien te gana,
porque es útil
lo que guarda.
60
Si no, mira
mis quijadas.
Bajo de ellas,
camarada,
hay dos buches
65
o papadas
que se encogen
y se ensanchan.
Como aquello
que me basta,
70
y el sobrante
guardo en ambas
para cuando
me haga falta.
Tú amontonas,
75
mentecata,
trapos viejos
y morralla;
mas yo, nueces,
avellanas,
80
dulces, carne
y otras cuantas
provisiones

necesarias».
Y esta mona
85
redomada
¿habló sólo
con la urraca?
Me parece
que más habla
90
con algunos
que hacen gala
de confusas
misceláneas
y farrago
95
sin sustancia.




48 El ruiseñor y el gorrión

Nadie crea saber tanto que no tenga más que aprender.

Siguiendo el son del organillo un día,
tomaba el ruiseñor lección de canto,
y a la jaula llegándose entretanto
el gorrión parlero, así decía:
«¡Cuánto me maravillo
5 de ver que de ese modo
un pájaro tan diestro
a un discípulo tiene por maestro!
Porque, al fin, lo que sabe el organillo
a ti lo debe todo».
10
«A pesar de eso -el ruiseñor replica-,
si él aprendió de mí, yo de él aprendo.
A imitar mis caprichos él se aplica;
yo los voy corrigiendo
con arreglarme al arte que él enseña;
15
y así pronto verás lo que adelanta
un ruiseñor que con escuela canta».
¿De aprender se desdeña
el literato grave?
Pues más debe estudiar el que más sabe.
20




49 El jardinero y su amo

La perfección de una obra consiste en la unión de lo útil y lo agradable.

En un jardín de flores
había una gran fuente,
cuyo pilón servía
de estanque a carpas, tencas y otros peces.
Únicamente al riego
5 el jardinero atiende,
de modo que entretanto
los peces agua en que vivir no tienen.
Viendo tal desgobierno,
su amo le reprende,
10
pues, aunque quiere flores,
regalarse con peces también quiere;
y el rudo jardinero
tan puntual le obedece,
que las plantas no riega
15
para que el agua del pilón no merme.
Al cabo de algún tiempo
el amo al jardín vuelve;
halla secas las flores,
y amostazado dice de esta suerte:
20
«Hombre, no riegues tanto,
que me quede sin peces,
ni cuides tanto de ellos
que sin flores, gran bárbaro, me dejes».
La máxima es trillada,
25
mas repetirse debe:
si al pleno acierto aspiras,
une la utilidad con el deleite.




50 Los dos tordos

No se han de apreciar los libros por su bulto ni su tamaño.

Persuadía un tordo abuelo,
lleno de años y prudencia,
a un tordo, su nietezuelo,
mozo de poca experiencia,
a que, acelerando el vuelo,
5 viniese con preferencia
hacia una poblada viña,
e hiciese allí su rapiña.
«¿Esa viña dónde está?
-le pregunta el mozalbete-;
10
¿y qué fruto es el que da?»
«Hoy te espera un gran banquete
-dice el viejo-. Ven acá;
aprende a vivir, pobrete».
Y no bien lo dijo, cuando
15
las uvas le fue enseñando.
Al verlas saltó el rapaz:
«¿Y ésta es la fruta alabada
de un pájaro tan sagaz?
¡Qué chica! ¡Qué desmedrada!
20
¡Ea, vaya! Es incapaz
que eso pueda valer nada.
Yo tengo fruta mayor
en una huerta, y mejor».
«Veamos -dijo el anciano-,
25
aunque sé qué más valdrá
de mis uvas sólo un grano».
A la huerta llegan ya,
y el joven exclama ufano:
«¡Qué fruta! ¡Qué gorda está!
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¿No tiene excelente traza?»
¿Y qué era? ¡Una calabaza!
Que un tordo en aqueste engaño
caiga, no lo dificulto;
pero es mucho más extraño
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que hombre tenido por culto
aprecie por el tamaño
los libros, y por el bulto.
Grande es, si es buena, una obra;
si es mala, toda ella sobra.
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51 El fabricante de galones y la encajera

No basta que sea buena la materia de un escrito, es menester que también lo sea el modo de tratarla.

Cerca de una encajera
vivía un fabricante de galones.
«Vecina, ¡quién creyera
-le dijo- que valiesen más doblones
de tu encaje tres varas,
5 que diez de un galón de oro de dos caras!»
«De que a tu mercancía
-esto es lo que ella respondió al vecino-
tanto exceda la mía,
aunque en oro trabajas, y yo en lino,
10
no debes admirarte,
pues más que la materia vale el arte».
Quien desprecie el estilo
y diga que a las cosas sólo atiende,
advierta que si el hilo
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más que el noble metal caro se vende,
también da la elegancia
su principal valor a la sustancia.




52 El cazador y el hurón

A los que se aprovechan de las noticias de otros y tienen la ingratitud de no citarlos.

Cargado de conejos
y muerto de calor,
una tarde de lejos
a su casa volvía un cazador.
Encontró en el camino,
5 muy cerca del lugar,
a un amigo y vecino,
y su fortuna le empezó a contar:
«Me afané todo el día
-le dijo-, pero ¿qué?,
10
si mejor cacería
no la he logrado ni la lograré.
Desde por la mañana
es cierto que sufrí
una buena solana,
15
mas ¡mira qué gazapos traigo aquí!
Te digo y te repito,
fuera de vanidad,
que en todo este distrito
no hay cazador de más habilidad».
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Con el oído atento
escuchaba un hurón
este razonamiento
desde el corcho en que tiene su mansión;
y el puntiagudo hocico
25
sacando por la red,
dijo a su amo: «Suplico
dos palabritas, con perdón de usted.
Vaya, ¿cuál de nosotros
fue el que más trabajó?
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Esos gazapos y otros
¿quién se los ha cazado sino yo?
Patrón, ¿tan poco valgo
que me tratan así?
Me parece que en algo
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bien se pudiera hacer mención de mí».
Cualquiera pensaría
que este aviso moral
seguramente haría
al cazador gran fuerza; pues no hay tal.
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Se quedó tan sereno
como ingrato escritor
que del auxilio ajeno
se aprovecha, y no cita al bienhechor.




53 El gallo, el cerdo y el cordero

Suelen ciertos autores sentar como principios infalibles del arte aquello mismo que ellos practican.

Había en un corral un gallinero;
en este gallinero un gallo había;
y detrás del corral, en un chiquero,
un marrano gordísimo yacía.
Ítem más, se criaba allí un cordero,
5 todos ellos en buena compañía;
y ¿quién ignora que estos animales
juntos suelen vivir en los corrales?
Pues (con perdón de ustedes) el cochino
dijo un día al cordero: «¡Qué agradable,
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qué feliz, qué pacífico destino
es el poder dormir! ¡Qué saludable!
Yo te aseguro, como soy gorrino,
que no hay en esta vida miserable
gusto como tenderse a la bartola,
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roncar bien y dejar rodar la bola».
El gallo, por su parte, al tal cordero
dijo en otra ocasión: «Mira, inocente,
para estar sano, para andar ligero,
es menester dormir muy parcamente.
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El madrugar, en julio u en febrero,
con estrellas, es método prudente,
porque el sueño entorpece los sentidos,
deja los cuerpos flojos y abatidos».
Confuso, ambos dictámenes coteja
25
el simple corderillo, y no adivina
que lo que cada uno le aconseja
no es más que aquello mismo a que se inclina.
Acá entre los autores, ya es muy vieja
la trampa de sentar como doctrina
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y gran regla, a la cual nos sujetamos,
lo que en nuestros escritos practicamos.




54 El pedernal y el eslabón

La Naturaleza y el Arte han de ayudarse recíprocamente.

Al eslabón de crüel
trató el pedernal un día,
porque a menudo le hería
para sacar chispas de él.
Riñendo éste con aquél,
5 al separarse los dos,
«Quedaos -dijo- con Dios.
¿Valéis vos algo sin mí?»
Y el otro responde: «Sí,
lo que sin mí valéis vos».
10
Este ejemplo material
todo escritor considere,
que el largo estudio no uniere
al talento natural.
Ni da lumbre el pedernal
15
sin auxilio de eslabón,
ni hay buena disposición
que luzca faltando el arte.
Si obra cada cual aparte,
ambos inútiles son.
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55 El juez y el bandolero

La costumbre inveterada no debe autorizar lo que la razón condena.

Prendieron, por fortuna, a un bandolero,
a tiempo, cabalmente,
que de vida y dinero
estaba despojando a un inocente.
Hízole cargo el juez de su delito,
5 y él respondió: «Señor, desde chiquito
fui gato algo feliz en raterías;
luego hebillas, relojes, capas, cajas,
espadines robé, y otras alhajas;
después, ya entrado en días,
10
escalé casas; y hoy, entre asesinos,
soy salteador famoso de caminos.
Conque vueseñoría no se espante
de que yo robe y mate a un caminante,
porque este y otros daños
15
los he estado yo haciendo cuarenta años».
¿Al bandolero culpan?
Pues, por ventura, ¿dan mejor salida
los que, cuando disculpan
en las letras su error o su mal gusto,
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alegan la costumbre envejecida
contra el dictamen racional y justo?




56 La criada y la escoba

Hay correctores de obras ajenas que añaden más errores de los que corrigen.

Cierta criada la casa barría
con una escoba muy puerca y muy vieja.
«Reniego yo de la escoba -decía-;
con su basura y pedazos que deja
por donde pasa,
5 aun más ensucia que limpia la casa».
Los remendones que escritos ajenos
corregir piensan, acaso de errores
suelen dejarlos diez veces más llenos...
Mas no haya miedo que de estos señores
10
diga yo nada.
¡Que se lo diga por mí la criada!




57 El naturalista y las lagartijas

A ciertos libros se les hace demasiado favor en criticarlos.

Vio en una huerta
dos lagartijas
cierto curioso
naturalista.
Cógelas ambas,
5 y a toda prisa
quiere hacer de ellas
anatomía.
Ya me ha pillado
la más rolliza;
10
miembro por miembro
ya me la trincha.
El microscopio
luego la aplica.
Patas y cola,
15
pellejo y tripas,
ojos y cuello,
lomo y barriga:
todo lo aparta
y lo examina.
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Toma la pluma,
de nuevo mira,
escribe un poco,
recapacita.
Sus mamotretos
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después registra;
vuelve a la propia
carnicería.
Varios curiosos
de su pandilla
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entran a verle.
Dales noticia
de lo que observa:
unos se admiran,
otros preguntan,
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otros cavilan.
Finalizada
la anatomía,
cansóse el sabio
de lagartija.
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Soltó la otra,
que estaba viva.
Ella se vuelve
a sus rendijas,
en donde, hablando
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con sus vecinas,
todo el suceso
las participa.
«No hay que dudarlo,
no -las decía-;
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con estos ojos
lo vi yo misma.
Se ha estado el hombre
todito un día
mirando el cuerpo
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de nuestra amiga.
¿Y hay quien nos trate
de sabandijas?
¿Cómo se sufre
tal injusticia,
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cuando tenemos
cosas tan dignas
de contemplarse
y andar escritas?
No hay que abatirse,
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noble cuadrilla.
¡Valemos mucho,
por más que digan!»
¿Y querrán luego
que no se engrían
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ciertos autores
de obras inicuas?
Los honra mucho
quien los critica.
No seriamente,
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muy por encima
deben notarse
sus fruslerías;
que hacer gran caso
de lagartijas,
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es dar motivo
de que repitan:
«¡Valemos mucho,
por más que digan!»


IRIARTE -Fábulas literarias - Hay casos en que es necesaria la crítica severa.