LEON XIII, MAGISTERIO - Liberalismo de tercer grado

III. LAS CONQUISTAS DEL LIBERALISMO


Libertad de cultos


15. Para dar mayor claridad a los puntos tratados es conveniente examinar por separado las diversas clases de libertad, que algunos proponen como conquistas de nuestro tiempo. En primer lugar examinemos, en relación con los particulares, esa libertad tan contraria a la virtud de la religión, la llamada libertad de cultos, libertad fundada en la tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión que prefiera o no profesar ninguna. Esta tesis es contraria a la verdad. Porque de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios (Cf. Santo Tomas, Suma teol. II-II 81,6



16. Considerada desde el punto de vista social y político, esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos Son falsos. Porque nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión publica de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es la religión que deben conservar y proteger los gobernantes, si quieren atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad política. Porque el poder político ha sido constituido para utilidad de los gobernados. Y aunque el fin próximo de su actuación es proporcionar a los ciudadanos la prosperidad de esta vida terrena, sin embargo, no debe disminuir, sino aumentar, al ciudadano las facilidades para conseguir el sumo y último bien, en que esta la sempiterna bienaventuranza del hombre, y al cual no puede éste llegar si se descuida la religión.



17. Ya en otras ocasiones hemos hablado ampliamente de este punto (Véase la Enc. Immortale Dei: ASS 18 (1885) 161-180). Ahora solo queremos hacer una advertencia: la libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como de los gobernados. La religión, en cambio, es sumamente provechosa para esa libertad, porque coloca en Dios el origen primero del poder e impone con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los pueblos con benignidad y con un amor casi paterno. Por otra parte, la religión manda a los ciudadanos la sumisión a los poderes legítimos como a representantes de Dios y los une a los gobernantes no solamente por medio de la obediencia, sino también con un respeto amoroso, prohibiendo toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la tranquilidad pública, y que al cabo Son causa de que se vea sometida a mayores limitaciones la libertad de los ciudadanos. Dejamos a un lado la influencia de la religión sobre la sana moral y la influencia de esta moral sobre la misma libertad. La razón demuestra y la historia confirma este hecho: la libertad, la prosperidad y la grandeza de un Estado están en razón directa de la moral de sus hombres.


Libertad de expresión y libertad de imprenta


18. Digamos ahora algunas palabras sobre la libertad de expresion y la libertad de imprenta. Resulta casi innecesario afirmar que no existe el derecho a esta libertad cuando se ejerce sin moderación alguna, traspasando todo freno y todo limite. Porque el derecho es una facultad moral que, como hemos dicho ya y conviene repetir con insistencia, no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio Existe el derecho de propagar en la sociedad, con libertad y prudencia, todo lo verdadero y todo lo virtuoso para que pueda participar de las ventajas de la verdad y del bien el mayor número posible de ciudadanos. Pero las opiniones falsas, máxima dolencia mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad. Los errores de los intelectuales depravados ejercen sobre las masas una verdadera tiranía y deben ser reprimidos por la ley con la misma energía que otro cualquier delito inferido con violencia a los débiles. Esta represión es aún más necesaria, porque la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede en modo alguno, o a lo sumo con mucha dificultad, prevenirse contra los artificios del estilo y las sutilezas de la dialéctica, sobre todo cuando éstas y aquéllos Son utilizados para halagar las pasiones. Si se concede a todos una licencia ilimitada en el hablar y en el escribir, nada quedara ya sagrado e inviolable. Ni siquiera serán exceptuadas esas primeras verdades, esos principios naturales que constituyen el más noble patrimonio común de toda la humanidad. Se oscurece así poco a poco la verdad con las tinieblas y, como muchas veces sucede, se hace dueña del campo una numerosa plaga de perniciosos errores. Todo lo que la licencia gana lo pierde la libertad La grandeza y la seguridad de la libertad están en razón directa de los frenos que se opongan a la licencia. Pero en las materias opinables, dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, está permitido a cada uno tener la opinión que le agrade y exponer libremente la propia opinión. La naturaleza no se opone a ello, porque esta libertad nunca lleva al hombre a oprimir la verdad. Por el contrario, muchas veces conduce al hallazgo y manifestación de la verdad.


Libertad de enseñanza


19. Respecto a la llamada libertad de enseñanza, el juicio que hay que dar es muy parecido. Solamente la verdad debe penetrar en el entendimiento, porque en la verdad encuentran las naturalezas racionales su bien, su fin y su perfección; por esta razón, la doctrina dada tanto a los ignorantes como a los sabios debe tener por objeto exclusivo la verdad, para dirigir a los primeros hacia el conocimiento de la verdad y para conservar a los segundos en la posesión de la verdad. Este es el fundamento de la obligación principal de los que enseñan: extirpar el error de los entendimientos y bloquear con eficacia el camino a las teorías falsas. Es evidente, por tanto, que la libertad de que tratamos, al pretender arrogarse el derecho de enseñarlo todo a su capricho, está en contradicción flagrante con la razón y tiende por su propia naturaleza a la perversión mas completa de los espíritus. El poder público no puede conceder a la sociedad esta libertad de enseñanza sin quebrantar sus propios deberes. Prohibición cuyo rigor aumenta por dos razones: porque la autoridad del maestro es muy grande ante los oyentes y porque Son muy pocos los discípulos que pueden juzgar por sí mismos si es verdadero o falso lo que el maestro les explica.



20. Por lo cual es necesario que también esta libertad, si ha de ser virtuosa, quede circunscrita dentro de ciertos límites, para evitar que la enseñanza se trueque impunemente en instrumento de corrupción. Ahora bien: la verdad, que debe ser el objeto único de la enseñanza, es de dos clases: una, natural; otra, sobrenatural.

Las verdades naturales, a las cuales pertenecen los principios naturales y las conclusiones inmediatas derivadas de éstos por la razón, constituyen el patrimonio común del género humano y el firme fundamento en que se apoyan la moral, la justicia, la religión y la misma sociedad. Por esto, no hay impiedad mayor, no hay locura más inhumana que permitir impunemente la violación y la desintegración de este patrimonio. Con no menor reverencia debe ser conservado el precioso y sagrado tesoro de las verdades que Dios nos ha dado a conocer por la revelación. Los principales capítulos de esta revelación se demuestran con muchos argumentos de extraordinario valor, utilizados con frecuencia por los apologistas. Tales son: el hecho de la revelación divina de algunas verdades, la encarnación del Hijo unigénito de Dios para dar testimonio de la verdad, la fundación por el mismo Jesucristo de una sociedad perfecta, que es la Iglesia, cuya cabeza es El mismo, y con la cual prometió estar hasta la consumación de los siglos. A esta sociedad ha querido encomendar todas las verdades por El ensenadas, con el encargo de guardarlas, defenderlas y enseñarlas con autoridad legítima. Al mismo tiempo, ha ordenado a todos los hombres que obedezcan a la Iglesia igual que a El mismo, amenazando con la ruina eterna a todos los que desobedezcan este mandato.

Consta, pues, claramente que el mejor y más seguro maestro del hombre es Dios, fuente y principio de toda verdad; y también el Unigénito, que está en el seno del Padre y es camino, verdad, vida, luz verdadera que ilumina a todo hombre, a cuya enseñanza deben prestarse todos los hombres dócilmente: "y serán todos ensenados por Dios" (Jn 6,45). Ahora bien: en materia de fe y de moral, Dios mismo ha hecho a la Iglesia participe del magisterio divino y le ha concedido el privilegio divino de no conocer el error. Por esto la Iglesia es la más alta y segura maestra de los mortales y tiene un derecho inviolable a la libertad de magisterio. Por otra parte, la Iglesia, apoyándose en el firme fundamento de la doctrina revelada, ha antepuesto, de hecho, a todo el cumplimiento exacto de esta misión que Dios le ha confiado. Superior a las dificultades que por todas partes la envuelven, no ha dejado jamás de defender la libertad de su magisterio. Por este camino el mundo entero, liberado de la calamidad de las supersticiones, ha encontrado en la sabiduría cristiana su total renovación. Y como la razón por sí sola demuestra claramente que entre las verdades reveladas y las verdades naturales no puede existir oposición verdadera y todo lo que se oponga a las primeras es necesariamente falso, por esto el divino magisterio de la Iglesia, lejos de obstaculizar el deseo de saber y el desarrollo en las ciencias o de retardar de alguna manera el progreso de la civilización, ofrece, por el contrario, en todos estos campos abundante luz y segura garantía. Y por la misma razón el magisterio eclesiástico es sumamente provechoso para el desenvolvimiento de la libertad humana, porque es sentencia de Jesucristo, Salvador nuestro, que el hombre se hace libre por la verdad: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32).

No hay, pues, motivo para que la libertad legítima se indigne o la verdadera ciencia lleve a mal las justas y debidas leyes que la Iglesia y la razón exigen igualmente para regular las ciencias humanas. Más aun: la Iglesia, como lo demuestra la experiencia a cada paso, al obrar así con la finalidad primordial de defender la fe cristiana, procura también el fomento y el adelanto de todas las ciencias humanas. Buenos Son en sí mismos y loables y deseables la belleza y la elegancia del estilo. Y todo conocimiento científico que provenga de un recto juicio y esté de acuerdo con el orden objetivo de las cosas, presta un gran servicio al esclarecimiento de las verdades reveladas. De hecho, el mundo es deudor a la Iglesia de estos insignes beneficios: la conservación cuidadosa de los monumentos de la sabiduría antigua; la fundación por todas partes de universidades científicas; el estimulo constante de la actividad de los ingenios, fomentando con todo empeño las mismas artes que embellecen la variada cultura de nuestro siglo.

Por último, no debemos olvidar que queda un campo inmenso abierto a los hombres; en el que pueden éstos extender su industria y ejercitar libremente su ingenio; todo ese conjunto de materias que no tienen conexión necesaria con la fe y con la moral cristianas, o que la Iglesia, sin hacer uso de su autoridad, deja enteramente libre al juicio de los sabios. De estas consideraciones se desprende la naturaleza de la libertad de enseñanza que exigen y propagan con igual empeño los seguidores del liberalismo. Por una parte, se conceden a sí mismos y conceden al Estado una libertad tan grande, que no dudan dar paso libre a los errores más peligrosos. Y, por otra parte, ponen mil estorbos a la Iglesia y restringen hasta el máximo la libertad de ésta, siendo así que de la doctrina de la Iglesia no hay que temer daño alguno, sino que, por el contrario se pueden esperar de ella toda clase de bienes.


Libertad de conciencia


21. Mucho se habla también de la Llamada libertad de conciencia. Si esta libertad se entiende en el sentido de que es licito a cada uno, según le plazca, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con los argumentos expuestos anteriormente. Pero puede entenderse también en el sentido de que el hombre en el Estado tiene el derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos sin impedimento alguno. Esta libertad, la libertad verdadera, la libertad digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para si los apóstoles, ésta es la libertad que confirmaron con sus escritos los apologistas, ésta es la libertad que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos. Y con razón, porque la suprema autoridad de Dios sobre los hombres y el supremo deber del hombre para con Dios encuentran en esta libertad cristiana un testimonio definitivo. Nada tiene de común esta libertad cristiana con el espíritu de sedición y de desobediencia. Ni pretende derogar el respeto debido al poder público, porque el poder humano en tanto tiene el derecho de mandar y de exigir obediencia en cuanto no se aparta del poder divino y se mantiene dentro del orden establecido por Dios. Pero cuando el poder humano manda algo claramente contrario a la voluntad divina, traspasa los límites que tiene fijados y entra en conflicto con la divina autoridad. En este caso es justo no obedecer.



22. Por el contrario, los partidarios del liberalismo, que atribuyen al Estado un poder despótico e ilimitado y afirman que hemos de vivir sin tener en cuenta para nada a Dios, rechazan totalmente esta libertad de que hablamos, y que esta tan íntimamente unida a la virtud y a la religión. Y califican de delito contra el Estado todo cuanto se hace para conservar esta libertad cristiana. Si fuesen consecuentes con sus principios el hombre estaría obligado, según ellos, a obedecer a cualquier gobierno, por muy tiránico que fuese.


IV. LA TOLERANCIA



23. La Iglesia desea ardientemente que en todos los órdenes de la sociedad penetren y se practiquen estas enseñanzas cristianas que hemos expuesto sumariamente. Todas estas enseñanzas poseen una eficacia maravillosa para remediar los no escasos ni leves males actuales, nacidos en gran parte de esas mismas libertades que, pregonadas con tantos ditirambos, parecían albergar dentro de si las semillas del bienestar y de la gloria. Estas esperanzas han quedado defraudadas por los hechos. En lugar de frutos agradables y sanos hemos recogido frutos amargos y corrompidos. Si se busca el remedio, búsquese en el restablecimiento de los sanos principios, de los que sola y exclusivamente puede esperarse con confianza la conservación del orden y la garantía, por tanto, de la verdadera libertad. Esto no obstante, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades humanas. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aún concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Dios mismo, en su providencia, aún siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno político al que gobierna el mundo. Más aun: no pudiendo la autoridad humana impedir todos los males, debe "permitir y dejar impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la divina Providencia" (San Agustín, De libero arbitrio 1, 6, 14: PL 32,1228).

Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y únicamente por ella, puede y aún debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo. Porque siendo el mal por su misma esencia privación de un bien, es contrario al bien común, el cual el legislador debe buscar y debe defender en la medida de todas sus posibilidades. También en este punto la ley humana debe proponerse la imitación de Dios, quien al permitir la existencia del mal en el mundo, "ni quiere que se haga el mal ni quiere que no se haga; lo que quiere es permitir que se haga, y esto es bueno" (Santo Tomas, Suma teol. I 19,9 ad 3). Sentencia del Doctor Angélico, que encierra en pocas palabras toda la doctrina sobre la tolerancia del mal. Pero hay que reconocer, si queremos mantenernos dentro de la verdad, que cuanto mayor es el mal que a la fuerza debe ser tolerado en un Estado, tanto mayor es la distancia que separa a este Estado del mejor régimen político. De la misma manera, al ser la tolerancia del mal un postulado propio de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. Por este motivo, si la tolerancia Dana al bien público o causa al Estado mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales circunstancias la tolerancia deja de ser un bien. Y si por las condiciones particulares en que se encuentra la Iglesia permite ésta algunas de las libertades modernas, lo hace no porque las prefiera en si mismas, sino porque juzga conveniente su tolerancia; y una vez que la situación haya mejorado, la Iglesia usara su libertad, y con la persuasión, las exhortaciones y la oración procurara, como debe, cumplir la misión que Dios le ha encomendado de procurar la salvación eterna de los hombres.

Sin embargo, permanece siempre fija la verdad de este principio: la libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, debe ser buscada por sí misma, porque es contrario a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos. En lo tocante a la tolerancia, es sorprendente cuán lejos están de la prudencia y de la justicia de la Iglesia los seguidores del liberalismo. Porque al conceder al ciudadano en todas las materias que hemos señalado una libertad ilimitada, pierden por completo toda norma y llegan a colocar en un mismo plano de igualdad jurídica la verdad y la virtud con el error y el vicio. Y cuando la Iglesia, columna y firmamento de la verdad, maestra incorrupta de la moral verdadera, juzga que es su obligación protestar sin descanso contra una tolerancia tan licenciosa y desordenada, es entonces acusada por los liberales de falta de paciencia y mansedumbre. No advierten que al hablar así califican de vicio lo que es precisamente una virtud de la Iglesia. Por otra parte, es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo. Los que Son pródigos en repartir a todos libertades sin cuento, niegan continuamente a la Iglesia su libertad.


V. JUICIO CRÍTICO SOBRE LAS DISTINTAS


FORMAS DE LIBERALISMO



24. Para mayor claridad, recapitularemos brevemente la exposición hecha y deduciremos las consecuencias prácticas. El núcleo esencial es el siguiente: es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios. Es ésta precisamente la disposición de espíritu que origina y constituye el mal fundamental del liberalismo. Sin embargo, Son varias las formas que éste presenta, porque la voluntad puede separarse de la obediencia debida a Dios o de la obediencia debida a los que participan de la autoridad divina, de muchas formas y en grados muy diversos.



25. La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica. Todo lo que Nos hemos expuesto hasta aquí se refiere a esta especie de liberalismo.



26. La segunda clase es el sistema de aquellos liberales que, por una parte, reconocen la necesidad de someterse a Dios, creador, señor del mundo y gobernador providente de la naturaleza; pero, por otra parte, rechazan audazmente las normas de dogma y de moral que, superando la naturaleza, Son comunicadas por el mismo Dios, o pretenden por lo menos que no hay razón alguna para tenerlas en cuenta sobre todo en la vida política del Estado. Ya expusimos anteriormente las dimensiones de este error y la gran inconsecuencia de estos liberales. Esta doctrina es la fuente principal de la perniciosa teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado; cuando, por el contrario, es evidente que ambas potestades, aunque diferentes en misión y desiguales por su dignidad, deben colaborar una con otra y completarse mutuamente.



27. Dos opiniones específicamente distintas caben dentro de este error genérico. Muchos pretenden la separación total y absoluta entre la Iglesia y el Estado, de tal forma que todo el ordenamiento jurídico, las instituciones, las costumbres, las leyes, los cargos del Estado, la educación de la juventud, queden al margen de la Iglesia, como si ésta no existiera Conceden a los ciudadanos, todo lo más, la facultad, si quieren, de ejercitar la religión en privado. Contra estos liberales mantienen todo su vigor los argumentos con que hemos rechazado la teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado, con el agravante de que es un completo absurdo que la Iglesia sea respetada por el ciudadano y al mismo tiempo despreciada por el Estado.



28. Otros admiten la existencia de la Iglesia -negarla seria imposible-, pero le niegan la naturaleza y los derechos propios de una sociedad perfecta y afirman que la Iglesia carece del poder legislativo, judicial y coactivo, y que solo le corresponde la función exhortativa, persuasiva y rectora respecto de los que espontánea y voluntariamente se le sujetan. Esta teoría falsea la naturaleza de esta sociedad divina, debilita y restringe su autoridad, su magisterio; en una palabra: toda su eficacia, exagerando al mismo tiempo de tal manera la influencia y el poder del Estado, que la Iglesia de Dios queda sometida a la jurisdicción y al poder del Estado como si fuera una mera asociación civil. Los argumentos usados por los apologistas, que Nos hemos recordado singularmente en la encíclica Immortale Dei, Son más que suficientes para demostrar el error de esta teoría. La apologética demuestra que por voluntad de Dios la Iglesia posee todos los caracteres y todos los derechos propios de una sociedad legítima, suprema y totalmente perfecta.



29. Por último, Son muchos los que no aprueban la separación entre la Iglesia y el Estado, pero juzgan que la Iglesia debe amoldarse a los tiempos, cediendo y acomodándose a las exigencias de la moderna prudencia en la administración pública del Estado. Esta opinión es recta si se refiere a una condescendencia razonable que pueda conciliarse con la verdad y con la justicia; es decir, que la Iglesia, con la esperanza comprobada de un bien muy notable, se muestre indulgente y conceda a las circunstancias lo que puede concederles sin violar la santidad de su misión. Pero la cosa cambia por completo cuando se trata de prácticas y doctrinas introducidas contra todo derecho por la decadencia de la moral y por la aberración intelectual de los espíritus. Ningún periodo histórico puede vivir sin religión, sin verdad, sin justicia. Y como estas supremas realidades sagradas han sido encomendadas por el mismo Dios a la tutela de la Iglesia, nada hay tan contrario a la Iglesia como pretender de ella que tolere con disimulo el error y la injusticia o favorezca con su connivencia lo que perjudica a la religión.


VI. APLICACIONES PRÁCTICAS


DE CARACTER GENERAL


30. De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque si el hombre hubiera recibido realmente estos derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna. Síguese, además, que estas libertades, si existen causas justas, pueden ser toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no degeneren en un insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este caso, nunca.



31. Donde exista ya o donde amenace la existencia de un gobierno que tenga a la nación oprimida injustamente por la violación o prive por la fuerza a la Iglesia de la libertad debida, es licito procurar al Estado otra organización política más moderada, bajo la cual se pueda obrar libremente. No se pretende, en este caso, una libertad inmoderada y viciosa; se busca un alivio para el bien común de todos; con ello únicamente se pretende que donde se concede licencia para el mal no se impida el derecho de hacer el bien.



32. Ni está prohibido tampoco en sí mismo preferir para el Estado una forma de gobierno moderada por el elemento democrático, salva siempre la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder político. La Iglesia no condena forma alguna de gobierno, con tal que sea apta por sí misma la utilidad de los ciudadanos. Pero exige, de acuerdo con la naturaleza, que cada una de esas formas quede establecida sin lesionar a nadie y, sobre todo, respetando íntegramente los derechos de la Iglesia.



33. Es bueno participar en la vida política, a menos que en algunos lugares, por circunstancias de tiempo y situación, se imponga otra conducta. Más todavía: la Iglesia aprueba la colaboración personal de todos con su trabajo al bien común y que cada uno, en las medidas de sus fuerzas, procure la defensa, la conservación y la prosperidad del Estado.



34. No condena tampoco la Iglesia el deseo de liberarse de la dominación de una potencia extranjera o de un tirano, con tal que ese deseo pueda realizarse sin violar la justicia. Tampoco reprende, finalmente, a los que procuran que los Estados vivan de acuerdo con su propia legislación y que los ciudadanos gocen de medios más amplios para aumentar su bienestar. Siempre fue la Iglesia fielísima defensora de las libertades cívicas moderadas. Lo demuestran sobre todo las ciudades de Italia, que lograron, bajo el régimen municipal, prosperidad, riqueza y nombre glorioso en aquellos tiempos en que la influencia saludable de la Iglesia había penetrado sin oposición de nadie en todas las partes del Estado.



35. Estas enseñanzas, venerables hermanos, que, dictadas por la fe y la razón al mismo tiempo, os hemos transmitido en cumplimiento de nuestro oficio apostólico, confiamos que habrán de ser fructuosas para muchos, principalmente al unir vuestros esfuerzos a los nuestros. Nos, con humildad de corazón, alzamos a Dios nuestros ojos suplicantes y con todo fervor le pedimos que se digne conceder benignamente a los hombres la luz de su sabiduría y de su consejo, para que, fortalecidos con su virtud, puedan en cosas tan importantes ver la verdad y vivir según la verdad, tanto en la vida privada como en la vida pública, en todos los tiempos y con inquebrantable constancia.

Como prenda de estos celestiales dones y testimonio de nuestra benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y al clero y pueblo que gobernáis, damos con todo afecto en el Señor la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de junio de 1888, año undécimo de nuestro pontificado.








QUAMQUAM PLURIES: Sobre el Rosario y el Patrocinio de San José

LEON XIII

15 de agosto de 1889

A Nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas, Primados, Arzobispos y otros Ordinarios, en Paz y Unión con la Sede Apostólica.



1. Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan oraciones especiales en el mundo entero, para que las intenciones del Catolicismo puedan ser insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerara como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno para inculcar nuevamente el mismo deber. Durante periodos de tensión y de prueba -sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es permitida a los poderes de la oscuridad- ha sido costumbre en la Iglesia suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo a la intercesión de los santos -y sobre todo de la Santísima Virgen María, Madre de Dios- cuya tutela ha sido siempre muy eficaz. El fruto de esas piadosas oraciones y de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano, hecha patente. Ahora, Venerables Hermanos, ustedes conocen los tiempos en los que vivimos; Son poco menos deplorables para la religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de miseria para la Iglesia. Vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la joven generación diariamente con costumbres y puntos de vista mas depravados; la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad. Estas cosas son, en efecto, tan notorias que no hace falta que nos extendamos acerca de las profundidades en las que se ha hundido la sociedad contemporánea, o acerca de los proyectos que hoy agitan las mentes de los hombres. Ante circunstancias tan infaustas y problemáticas, los remedios humanos Son insuficientes, y se hace necesario, como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino.



2. Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario dirigirnos al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso. Estando próximos al mes de octubre, que hemos consagrado a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, Nos exhortamos encarecidamente a los fieles a que participen de las actividades de este mes, si es posible, con aún mayor piedad y constancia que hasta ahora. Sabemos que tenemos una ayuda segura en la maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que jamás pondremos en vano nuestra confianza en ella. Si, en innumerables ocasiones, ella ha mostrado su poder en auxilio del mundo cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve la asistencia de su poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y constantes plegarias? No, por el contrario creemos en que su intervención será de lo mas extraordinaria, al habernos permitido elevarle nuestras plegarias, por tan largo tiempo, con suplicas tan especiales. Pero Nos tenemos en mente otro objeto, en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado en ustedes, Venerables Hermanos, avanzaran con fervor. Para que Dios sea mas favorable a nuestras oraciones, y para que Él venga con misericordia y prontitud en auxilio de Su Iglesia, Nos juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar continuamente con gran piedad y confianza, junto con la Virgen-Madre de Dios, su casta Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del mayor agrado de la Virgen misma. Con respecto a esta devoción, de la cual Nos hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda que no solo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se encuentra establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo. Hemos visto la devoción a San José, que en el pasado han desarrollado y gradualmente incrementado los Romanos Pontífices, crecer a mayores proporciones en nuestro tiempo, particularmente después que Pió IX, de feliz memoria, nuestro predecesor, proclamase, dando su consentimiento al pedido de un gran número de obispos, a este santo patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica. Y puesto que, más aun, es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca en las diarias practicas de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al pueblo cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.



3. Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria.

Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la beatísima Virgen y José se estrecho un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acerco más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad -al que de por sí va unida la comunión de bienes- se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no solo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella. El se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres.

De esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante el curso entero de su vida él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. El se dedico con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino Niño; regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuido al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús.

Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de si a la apenas naciente Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de Jesucristo, ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención; Jesucristo es, de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y la Redención Son sus hermanos. Y por estas razones el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad. Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazarea, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.



4. Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas consideraciones se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero por su gloria prefiguro la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia. Y ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre -un punto cuya relevancia no ha sido jamás negada-, ustedes conocen bien las semejanzas que existen entre ellos; principalmente, que el primer José se gano el favor y la especial benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de José su familia alcanzo la prosperidad y la riqueza; que -todavía más importante- presidio sobre el reino con gran poder, y, en un momento en que las cosechas fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta sabiduría que el Rey decreto para él el título de "Salvador del mundo". Por esto es que Nos podemos prefigurar al nuevo en el antiguo patriarca. Y así como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses domésticos de su amo y tal vez brindo grandes servicio al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino de Dios en la tierra. Estas Son las razones por las que hombres de todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela del bienaventurado José.

Los padres de familia encuentran en José la mejor personificación de la paternal solicitud y vigilancia; los esposos, un perfecto de amor, de paz, de fidelidad conyugal; las vírgenes a la vez encuentran en él el modelo y protector de la integridad virginal. Los nobles de nacimiento aprenderán de José como custodiar su dignidad incluso en las desgracias; los ricos entenderán, por sus lecciones, cuales Son los bienes que han de ser deseados y obtenidos con el precio de su trabajo. En cuanto a los trabajadores, artesanos y personas de menor grado, su recurso a San José es un derecho especial, y su ejemplo esta para su particular imitación. Pues José, de sangre real, unido en matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre del Hijo de Dios, paso su vida trabajando, y gano con la fatiga del artesano el necesario sostén para su familia. Es, entonces, cierto que la condición de los más humildes no tiene en si nada de vergonzoso, y el trabajo del obrero no solo no es deshonroso, sino que, si lleva unida a si la virtud, puede ser singularmente ennoblecido. José, contento con sus pocas posesiones, paso las pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa, con magnanimidad, imitando a su Hijo, quien habiendo tomado la forma de siervo, siendo el Señor de la vida, se sometió a sí mismo por su propia libre voluntad al despojo y la pérdida de todo.



5. Por medio de estas consideraciones, los pobres y aquellos que viven con el trabajo de sus manos han de ser de buen corazón y aprender a ser justos. Si ganan el derecho de dejar la pobreza y adquirir un mejor nivel por medios legítimos, que la razón y la justicia los sostengan para cambiar el orden establecido, en primera instancia, para ellos por la Providencia de Dios. Pero el recurso a la fuerza y a las querellas por caminos de sedición para obtener tales fines Son locuras que solo agravan el mal que intentan suprimir. Que los pobres, entonces, si han de ser sabios, no confíen en las promesas de los hombres sediciosos, sino más bien en el ejemplo y patrocinio del bienaventurado José, y en la maternal caridad de la Iglesia, que cada día tiene mayor compasión de ellos.



6. Es por esto que -confiando mucho en su celo y autoridad episcopal, Venerables hermanos, y sin dudar que los fieles buenos y piadosos Irán más allá de la mera letra de la ley- disponemos que durante todo el mes de octubre, durante el rezo del Rosario, sobre el cual ya hemos legislado, se añada una oración a San José, cuya fórmula será enviada junto con la presente, y que esta costumbre sea repetida todos los años. A quienes reciten esta oración, les concedemos cada vez una indulgencia de siete años y siete cuaresmas. Es una práctica saludable y verdaderamente laudable, ya establecida en algunos países, consagrar el mes de marzo al honor del santo Patriarca por medio de diarios ejercicios de piedad. Donde esta costumbre no sea fácil de establecer, es al menos deseable, que antes del día de fiesta, en la iglesia principal de cada parroquia, se celebre un triduo de oración. En aquellas tierras donde el 19 de marzo -fiesta de San José- no es una festividad obligatoria, Nos exhortamos a los fieles a santificarla en cuanto sea posible por medio de prácticas privadas de piedad, en honor de su celestial patrono, como si fuera un día de obligación.



7. Como prenda de celestiales favores, y en testimonio de nuestra buena voluntad, impartimos muy afectuosamente en el Señor, a ustedes, Venerables Hermanos, a su clero y a su pueblo, la bendición apostólica.

Dado en el Vaticano, el 15 de agosto de 1889, undécimo año de nuestro pontificado.





LEON XIII, MAGISTERIO - Liberalismo de tercer grado