Origenes contra Celso 98

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98. Elefantes, cigüeñas y ave Fénix

Yo no sé de dónde habrá sacado Celso eso del juramento de los elefantes, de que sean más fieles que nosotros para con la divinidad y de que tengan conocimiento de Dios. Yo sé, efectivamente, que de este animal y su mansedumbre se cuentan muchas cosas maravillosas, pero no tengo idea de que nadie haya dicho nada sobre sus juramentos. A no ser que llamara Celso fidelidad a los juramentos la mansedumbre de este animal y cómo guarda, una vez hecho, su especie de contrato con los hombres. Pero ni aun esto es verdad. Se cuenta, en efecto, que, aunque raras veces, tras la aparente mansedumbre, ha habido elefantes que se han embravecido contra los hombres y han producido muertes, por lo que se los condenó a morir por tenérselos ya por inútiles.

Luego, para demostrar, como él se imagina, que las cigüeñas son más piadosas que los hombres, echa mano de lo que se cuenta de este animal, que paga amor con amor y da de comer a los que lo engendraron65. A esto hay que decir que las cigüeñas no hacen eso por intuición que tengan de su deber, ni por reflexión, sino por impulso de la naturaleza; pues la naturaleza, que así las hizo a ellas, quiso mostrar en los irracionales un ejemplo capaz de confundir a los hombres y enseñarles a pagar su deuda de gratitud para con sus progenitores. Mas, si Celso hubiera comprendido la diferencia que va entre hacer eso por razón y ejecutarlo irracionalmente y por instinto, no hubiera dicho que "las cigüeñas son más piadosas que los hombres".

Y siguiendo aún en su lucha en pro de la piedad de los animales sin razón, echa mano del animal de Arabia, el ave Fénix, que visita a Egipto en el intervalo de muchos años, trae a su padre muerto y enterrado en una bola de mirra y lo deposita donde está el templo del sol (cf. I Clem. I 25). Efectivamente, esto es lo que se cuenta; mas dado que sea verdad, puede ser cosa también de instinto natural. La providencia divina quiso mostrar al hombre en tantas diferencias de animales lo vario de la constitución del mundo, que llega hasta las aves; e hizo también uno de especie única, para hacer que el hombre admire, no al animal, sino a quien lo hizo.

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99. Síntesis de Celso y Orígenes

A todo esto une Celso este colofón: "No fue, pues, hecho el universo para el hombre, como tampoco para el león, ni para el águila o el delfín, sino para que este mundo, como obra de Dios, se desarrolle íntegro y perfecto en todas sus partes. A este fin está todo sometido a medida, no por el interés mutuo de las cosas, a no ser accidentalmente, sino por el interés del todo. De este todo se cuida Dios y jamás lo abandona su providencia, ni se hace peor, ni lo retorna Dios a sí mismo después de tiempos. No se irrita contra los hombres, como tampoco contra los monos ni las moscas, ni amenaza a los seres, cada uno de los cuales ha recibido su porción correspondiente". Pues respondamos a esto siquiera brevemente. Por lo anteriormente dicho creo haber demostrado cómo todo ha sido hecho para el hombre y para todo ser racional, pues para el animal racional fue principalmente creado todo. Diga, pues, Celso enhorabuena que no fue hecho el universo para el hombre, como tampoco para el león y demás animales que enumera; nosotros diremos que, efectivamente, ni para el león, ni para el águila, ni para el delfín hizo el Creador el mundo; sí, empero, para el animal racional y "para que este mundo, como obra que es de Dios, se desarrolle íntegro y perfecto en todas sus partes". Este punto convenimos estar bien dicho. Y no se cuida Dios solamente, como piensa Celso, del universo, sino también, aparte del universo, particularmente de todo ser racional. Nunca, ciertamente, abandona la providencia el universo; pues si una parte de él se torna peor por los pecados del ser racional, El ordena que se purifique y trata de atraérselo después de tiempos a sí mismo. Tampoco se irrita contra monos ni moscas; pero sí que juzga y castiga a los hombres por traspasar los impulsos naturales, y les amenaza por medio de los profetas y del Salvador, que vino a vivir con todo el género humano. Así, por la amenaza, se convierten los que la escuchan; mas los que descuidan las palabras propias para su conversión, reciben el castigo merecido, que es conveniente imponga Dios, según su voluntad, que mira al bien del todo, a quienes necesitan de esta cura y corrección tan penosa.

Mas el libro cuarto ha alcanzado ya volumen suficiente, y aquí, como quiera, ponemos término a nuestro razonamiento. Concédanos Dios por su Hijo, que es Dios Verbo, sabiduría, verdad y justicia, y todo lo demás que la teología de las Sagradas Escrituras predica sobre El, comenzar el libro quinto para bien de los lectores, y acabarlo felizmente por la presencia de su Verbo, que mora en nuestra alma.

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LIBRO QUINTO

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1. Está vedado hablar mucho

Comenzamos ya, hombre de Dios, Ambrosio, el quinto libro contra el escrito de Celso, no porque intentemos practicar aquel mucho hablar, que nos está vedado y del que no se puede salir sin pecado (Prov 10,19), sino porque queremos, según nuestras fuerzas, no dejar sin examinar nada de lo que dijo, aquellos puntos señaladamente en que pudiera parecer a algunos habernos acusado inteligentemente a nosotros y a los judíos. Y, si nos fuera posible penetrar con el razonamiento en la conciencia de todo el que leyere su obra, y arrancar el dardo que vulnera a todo el que no está armado de punta en blanco de la armadura de Dios (Eph 6,11) y aplicar la medicina racional que curara la herida que inflige Celso y hace que no estén sanos en la fe (Tit 2,2) los que se allegan a sus discursos, eso haríamos; pero es obra de Dios morar invisiblemente, por su espíritu y el espíritu de Cristo, en aquellos que El juzga debe morar; a nosotros, empero, que tratamos de llevar a los hombres a la fe, incúmbenos hacer cuanto cabe para merecer ser llamados obreros que no tenemos por qué avergonzarnos, administrando rectamente la palabra de la verdad (2 Tim 2,15). Y una de las cosas que cabe hacer es, cumpliendo fielmente lo que tú me has mandado, rebatir, según mis fuerzas, los argumentos que Celso tiene por probables. Vamos, pues, a citar lo que sigue a las razones de Celso, a que ya hemos respondido (el lector juzgará si también refutado), y aleguemos lo que cabe decir contra ello. ¡Quiera Dios darnos no acometer el tema propuesto con -nuestra mera inteligencia y discurso, desnudo de inspiración divina, a fin de que la fe de aquellos a quienes pedimos ayuda, no escribe en sabiduría de hombres! (2 Cor 10,5). ¡Ojalá recibamos, • más bien, el sentido de Cristo (1 Cor 2,16), de Aquel que solo "lo da, su Padre, y, ayudados por la participación del Verbo de Dios, podamos derrocar toda arrogancia que se yergue contra el conocimiento de Dios (2 Cor 10,5), y toda presunción de Celso, que se levanta contra nosotros y contra nuestro Jesús, no menos que contra Moisés y los profetas. Así, si el que da palabra a los que anuncian la buena nueva con mucha fuerza (Ps 67,12), nos la diere también a nosotros

y nos hiciere merced de mucha fuerza, nacerá en los lectores la fe por la palabra y virtud de Dios.

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2. Celso, espíritu inconsecuente

Así, pues, tócanos ahora refutar sus palabras, que son de este tenor: "Ni un dios, ¡ oh judíos y cristianos!, ni un hijo de Dios bajó jamás ni puede bajar ' al mundo. Mas si habláis de no sé qué ángeles, ¿a quiénes llamáis así, a dioses o a alguna otra especie de seres? A otra especie de seres, a lo que parece, a los démones". Celso se está aquí repitiendo, pues más arriba ha dicho muchas veces lo mismo (IV 2-23), y no es, por ende, necesario discutir largamente. Baste lo que ya hemos dicho sobre esto. Alegaremos, sin embargo, algo de entre lo mucho que pudiera decirse, que nos parece concordar con lo antes dicho, aunque no tenga del todo el mismo sentido. Así demostraremos que, si sienta de forma universal que ningún dios ni hijo de Dios bajó jamás a los hombres, echa por tierra lo que las gentes creen acerca de la aparición de algún dios y lo que él mismo ha dicho antes (III 22-25). Y es así que, si Celso dice de veras, como principio universal, que ni un dios ni un hijo de Dios ha bajado ni puede bajar al mundo, échase evidentemente por tierra la tesis de que haya dioses sobre la tierra, bajados del cielo, ora para dar oráculos sobre lo por venir a los hombres, ora para curarlos por esos mismos oráculos. En consecuencia, ni Apolo Pitio, ni Asclepio ni otro dios alguno de los que se cree que hacen todo eso, sería dios bajado del cielo; y, si es dios, le habría cabido en suerte habitar la tierra como una especie de fugitivo de la mansión de los dioses. Sería como un desgraciado a quien no se le concede entrar a la parte de las cosas divinas que allí hay; o, en fin, ni Apolo ni Asclepio serían dioses de esos que se cree hacen algo sobre la tierra, sino unos démones muy inferiores a los hombres sabios, que, por su virtud, se remontan a la bóveda del cielo (cf. PLAT., Phaidr. 247b).

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3. Celso, epicúreo disimulado

Miremos además cómo, en su afán de demoler nuestra religión, el que en ninguna parte de su escrito confiesa ser epicúreo, aquí queda convicto de pasarse como un tránsfuga a Epicuro. Y tú que lees los razonamientos de Celso y admi-

tes lo antes dicho, mira cómo te pones en la alternativa: o de negar que Dios more en el mundo proveyendo a los hombres uno por uno, o, de afirmarlo, tener por falsa la tesis de Celso. Ahora bien, si de todo en todo niegas la providencia, darás por falsos los discursos de aquél, en que afirma haber dioses y providencia (57; IV 4,99; VII 68; VIII 45), a fin de mantener lo que tú dices. Mas, si no por ello dejas de afirmar la providencia, no aceptas lo que dice Celso sobre que "ni un dios ni un hijo de Dios ha bajado jamás ni bajará a los hombres", ¿por qué no examinarás con todo cuidado, por lo que acerca de Jesús hemos dicho y por lo que sobre él fue profetizado, a quién haya de tenerse por Dios e Hijo de Dios que bajó a los hombres: a Jesús, que tan grandes cosas ordenó y llevó a cabo, o a los que, con ocasión de oráculos y adivinaciones, no mejoran las costumbres de los curados y los apartan, por añadidura, del sincero y puro culto del Hacedor del universo y, so pretexto de honrar a muchos dioses, alejan el alma de quienes les prestan atención del solo Dios único y señero, manifiesto y verdadero?

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4. Los ángeles y el Verbo

Seguidamente, como si cristianos y judíos le hubieran contestado quiénes hayan descendido hasta los hombres, dice: "Mas si habláis de no sé qué ángeles", y prosigue preguntando: "¿Qué seres decís son ésos? ¿Dioses o alguna otra especie?" Y nuevamente nos presenta como si le respondiéramos : "Otra especie, a lo que parece: los démones". Consideremos, pues, también este punto. Convenimos,, efectivamente, que hablamos de ángeles, espíritus que son ministeriales, enviados para servir a los que han de heredar la salvación (Hebr 1,14). Y decimos que suben2, para llevar las oraciones de los hombres, a los lugares más putos del mundo, que son los celestes, o a más puros aún que éstos, que son los supracelestes (PLAT., Phaidr. 247c); y de allí bajan, a su vez, trayendo a cada uno, según lo que merece, algo de lo que Dios les manda traer a los que han de recibir sus beneficios. A éstos, pues, según su oficio, hemos aprendido a llamarlos ángeles o mensajeros, y, por ser divinos, hallamos que las divinas Escrituras les dan nombre de dioses (Ps 49,1; 81,1; 85,8; 95,4; 135,2); no de forma, empero, que se nos mande dar culto y adorar, en lugar de Dios, a los

que son servidores y nos traen los recados de Dios. Y es así que toda petición, y oración, y súplica, y acción de gracias (1 Tim 2,1), ha de ser enviada al Dios supremo por medio del sumo sacerdote, que está por encima de todos los ángeles, el Logos y Dios vivo. Y al mismo Verbo dirigiremos nuestras peticiones, y súplicas, y acciones de gracias, y hasta nuestras oraciones, con tal que sepamos distinguir lo que es propiamente oración y lo que así se llama por abuso*.

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5. Contra la invocación de los ángeles

Porque no fuera razonable invocar a los ángeles sin tener antes de ellos un conocimiento que está fuera del alcance de los hombres. Mas, aun supuesto que se alcance una ciencia de ellos, que es maravillosa y misteriosa, esta misma ciencia, ya que nos haya demostrado la naturaleza de ellos y los oficios a que están destinados, no nos permitirá dirigir confiadamente nuestras oraciones a otro que al Dios supremo, que se basta para todo, por mediación de nuestro Salvador, Hijo de Dios, que es Verbo, y sabiduría, y verdad, y cuantas otras cosas dicen de El las Escrituras de los profetas de Dios y de los apóstoles de Jesús. Y para que los ángeles de Dios nos sean propicios y no dejen de hacer nada en favor nuestro, basta que nuestra disposición respecto de Dios imite, en cuanto cabe en la naturaleza humana, el propósito de ellos, que imitan a su vez a Dios, y que nuestra noción del Verbo, Hijo suyo, no contradiga a la más clara que tienen los santos ángeles, sino que día a día se acerque a su claridad y distinción. Mas, como hombre que no ha saludado nuestras Escrituras sagradas, Celso se responde a sí mismo, como si fuéramos nosotros los que decimos ser otra especie de seres los que bajan de parte de Dios para beneficio de los hombres, y dice que, probablemente, los llamamos nosotros "démones". Pero no ve que el nombre de "démones" no es indiferente como el de "hombres", en que unos son buenos y otros malos; ni tampoco bueno, como el de "dioses", que no se atribuye a demonios malos ni a estatuas ni a animales, sino, por quienes conocen las cosas de Dios, a seres verdaderamente divinos y bienaventurados. El nombre, empero, de "démones" sólo se pone a los poderes malos fuera del cuerpo grosero, que

engañan y distraen a los hombres y los apartan de Dios y de las cosas celestes, arrastrándolos a lo terreno.

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6. Celso entontecido: monoteísmo judío

Seguidamente dedica toda esta parrafada a los judíos: "Así, pues, lo primero que cabe admirar en los judíos es que den culto al cielo y a los ángeles que hay en él (cf. I 26), y den de mano a las partes más venerables y poderosas del mismo cielo: el sol, la luna y demás estrellas, fijas o errantes, como si fuera posible que el todo sea dios y no divinas sus partes; o como si tuviera sentido dar culto extraordinario a esos que se dice aparecerse, en virtud de magia negra, por ahí entre tinieblas a gentes cecucientes o que sueñan con oscuros fantasmas; y a los que a todos tan clara y patentemente profetizan, aquellos por los que se administran las lluvias y calores, las nubes y truenos-a los que ellos adoran-, y los relámpagos o rayos, y los frutos y productos de toda especie, a los más claros heraldos de las cosas de arriba, a los de verdad mensajeros celestes, a todos éstos, digo, no tenerlos en nada". En todo esto me parece haberse embrollado Celso, y escribió de oídas sobre lo que no sabía. Porque, para todo el que examine la doctrina de los judíos y compare con ella la de los cristianos, es evidente que los judíos, que siguen la ley, sólo dan culto al Dios sumo que hizo el cielo y todas las otras cosas. La ley, en efecto, les manda en nombre de Dios: No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás imagen ni escultura alguna de cuanto hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra, y no las adorarás ni servirás (Ex 20,3-5). Es, pues, evidente que los que viven conforme a la ley y adoran al que hizo el cielo, no adoran junto con Dios al cielo. Pero, además, nadie que siga la ley de Moisés adora tampoco a los ángeles del cielo. Como se abstienen de adorar el sol, la luna y las estrellas, ornato del mundo, así, si obedecen a la ley, tampoco adoran a los ángeles del cielo, pues la ley dice: No suceda que, levantando los ojos al cielo y contemplando el sol, la luna y las estrellas, ornamento todo del cielo, te extravíes y adores y sirvas a cosas que el Señor, Dios tuyo, ha hecho para servicio de todas las gentes (Deut 4,19).

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7. Panteísmo de Celso

Ahora, pues, dando Celso de barato que los judíos tienen por Dios al cielo, presenta la cosa como un absurdo, y echa en cara a los- que adoran el cielo que no hagan lo mismo con el sol, la luna y las estrellas, como no lo hacen los judíos, "como si fuera posible", dice, "que el todo sea Dios, y sus partes no sean divinas". Donde parece entender por "todo" el cielo, y por partes de éste, el sol, la luna y las estrellas. Ahora bien, es evidente que ni judíos ni cristianos llaman dios al cielo. Pero demos que, como él dice, llamen los judíos dios al cielo y que sean partes de éste el sol, la luna y las estrellas (lo que no es absolutamente verdad, pues tampoco los animales y plantas que están sobre la tierra son, por el mero hecho, partes de la tierra). ¿De dónde deducir ahora, aun según los griegos, ser verdad que, si un todo es dios, sus partes son, por el mero hecho, divinas? Cierto que, con toda claridad, dicen ser Dios el mundo entero, los estoicos el primer Dios, los platónicos el segundo y algunos de entre ellos el tercero'. Luego, según éstos, puesto caso que el todo, que es el mundo, es Dios, ¿serán, por el mero hecho, divinas sus partes; de modo y manera que serán cosas divinas no sólo los hombres, sino todo animal irracional, como partes que son del mundo, y, por el mismo caso, las plantas? Y si son partes del mundo los ríos, los montes y el mar, puesto que el mundo todo es Dios, ¿lo serán, por el mero hecho, los ríos y mares? Tampoco esto lo dirán los griegos; a los que presiden o guardan ríos o mares, sean démones o dioses, como ellos los llaman, a éstos, sí, pudieran llamarlos dioses. De donde se sigue que, aun según los griegos, que admiten la providencia, es falso el principio general de Celso de que, si un todo es Dios, sus partes son absolutamente divinas. Consecuencia del principio de Celso sería que, si el mundo es Dios, todo lo que hay en el mundo, como partes que son suyas, es divino; y, a esa cuenta, serán divinos los animales, las moscas, las pulgas, los gusanos y toda especie de reptiles; y lo mismo digamos de aves y peces. Esto no lo afirmarán ni los mismos que admiten ser Dios el mundo. En cuanto a los judíos, que viven según la ley de Moisés, aun cuando no saben interpretar el sentido oculto de la ley y que apunta a algún misterio, jamás dirán que ni el cielo ni los ángeles sean dioses.

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8. La adoración del cielo y los

ángeles, ajena de todo punto a

la religión judaica

Dijimos antes (V 6 c. médium) que Celso se embrolló por campanadas que oyera, y ahora lo vamos a poner, según nuestras fuerzas, más en claro. Celso opina ser cosa judaica adorar al cielo y a los ángeles del cielo, y nosotros vamos a demostrar que eso no sólo no es judaico, sino transgresión del judaismo, al igual que adorar al sol, la luna y las estrellas y a los mismos ídolos. Por lo menos hállase, en el profeta Jeremías señaladamente, cómo la palabra de Dios reprocha, por boca del profeta, al pueblo judío adorar esas criaturas y sacrificar a la reina del cielo y a todo el ejército del mismo (ler 51,17; 7,17-18; 19,13). Lo mismo demuestran los discursos de los cristianos. Cuando éstos acusan a los judíos de sus pecados y les hacen ver que por ellos abandonó Dios a su pueblo, éste es uno de los pecados cometidos. Y es así que en el libro de los Hechos de los Apóstoles se escribe acerca de los judíos: Dios les volvió las espaldas y los entregó a que adoraran la milicia del cielo, según está escrito en el libro de los profetas: ¿Por ventura me ofrecisteis víctimas y sacrificios durante cuarenta años en el desierto, ¡oh casa de Israel! Vosotros levantasteis la tienda de Moloc y la estrella del dios Remfan, figuras que fabricasteis para adorarlas (Act 7.42-43). Y Pablo, que se educó cuidadosamente en el judaismo y se hizo luego cristiano por una maravillosa aparición de Jesús, dice en la carta a los colosenses: Que nadie os quite el galardón de vuestro combate, afectando humildad y culto supersticioso de los ángeles, fantaseando sobre lo que no ha visto, vanamente hinchado por su sentir carnal; ese tal no se ase a la cabeza, por la que todo el cuerpo, alimentado y trabado por las ligaduras y coyunturas, va creciendo con crecimiento de Dios (Col 2,18-19). Nada de esto leyó ni entendió Celso, y no sé cómo le pasó por la cabeza que los judíos, si no infringen su ley, adoran al cielo y a los ángeles del cielo.

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9. La magia, igualmente ajena al judaismo

Un tanto embrollado aún en sus ideas y sin mirar cuidadosamente el tema, imaginó Celso que los judíos fueron inducidos a adorar a los ángeles del cielo por los encantamientos de la magia y hechicería, por ciertos fantasmas que

se evocan por los encantamientos y aparecen a quienes los recitan; y no comprendió que también los que hacen eso van contra la ley, que dice: No sigáis a magos ni consultéis a adivinos, para no mancharos con ellos. Yo el Señor, Dios vuestro (Lev 19,31). Ahora bien, el que observa que los judíos guardan su ley (V 25) y dice ser gentes que viven según su ley, o no debía en absoluto achacar eso a los judíos o, de achacárselo, notar que eso hacen los que infringen la ley. Además, como son transgresores de la ley los que dan culto, obcecados, a los que se aparecen por ahí entre sombras y por arte de magia, y adoran, soñando por oscuros fantasmas, a los que se dice suelen pegarse a gentes como ellos, así también traspasan de punta a cabo la ley los que adoran el sol, la luna y las estrellas. Y no cabía en la misma cabeza decir que los judíos se guardan de adorar el sol, la luna y las estrellas, y no de hacer lo mismo con el cielo y los ángeles.

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10. Por qué los cristianos no adoran las estrellas

Tampoco nosotros, al igual que los judíos, adoramos a los ángeles, ni el sol, la luna y las estrellas; y si es menester que demos razón de por qué no adoramos ni siquiera a los que llaman los griegos dioses patentes y sensibles, diremos que la misma ley de Moisés sabe que éstos fueron entregados por Dios a todas las naciones que hay bajo el cielo, pero no a los q^ie, con preferencia a todas las naciones de la tierra, fueron tomados para porción escogida de Dios (Deut 32,9). Por'lo menos, se escribe en el Deuteronomio: No suceda que, levantando los ojos al cielo y contemplando el sol, la luna y las estrellas, ornamento todo del cielo, adores y sirvas a cosas que el Señor, Dios tuyo, entregó para las naciones todas bajo todo el cielo. A nosotros, empero, nos tomó el Señor Dios y nos sacó del horno de hierro, de Egipto, para ser pueblo herencia suya, como el día de hoy (Deut 4,19-20). Así, pues, por boca de Dios es dicho el pueblo hebreo ser nación escogida, y real sacerdocio, y raza santa, y pueblo peculiar (1 Petr 2,9), y acerca de él fue predicho a Abrahán por voz que le venía del Señor: Levanta los ojos al cielo y cuenta las estrellas si las puedes enumerar una a una; y le dijo: Así será tu descendencia (Gen 15,5). Ahora, pues, una nación que estaba destinada a ser como las estrellas del cielo, no iba a adorar aquello mismo a lo que se igualaría por su inteligencia y su observancia de la ley. Y es así que a ellos se dice: El Señor vuestro os ha multiplicado, y he quí que sois

hoy como las estrellas del cielo por vuestra muchedumbre (Deut 1,10). Y en Daniel se profetiza acerca de la resurrección: Y en aquel tiempo se salvará todo tu pueblo que está escrito en el libro, y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se levantarán, unos para vida eterna, otros para ignominia y confusión eterna. Y los inteligentes brillarán como el resplandor del firmamento, y muchos de los justos, como las estrellas por eternidad de eternidades (Dan 12,1-3). Aquí se inspiró también Pablo en lo que dice sobre la resurrección: Hay cuerpos celestes y cuerpos terrenos, pero una es la gloria de los celestes y otra la de los terrenos. Una es la gloria del sol, otra la de la luna, y otra la de las estrellas, pues una estrella se aventaja a otra en gloria. Así también la resurrección de los muertos (1 Cor 15,40-42).

Ahora bien, los que fueron enseñados a levantarse magnánimamente sobre todo lo creado, y a esperar por parte de Dios las mejores cosas como galardón de su vida óptima; los que han oído cómo se les dice: Vosotros sois la luz del mundo; y: Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo (Mt 5,14.16); los que se esfuerzan por alcanzar la sabiduría brillante e inmarcesible y hasta han alcanzado ya la que es resplandor de la luz eterna (Sap 6,12; 7,26); ésos, decimos, no era razonable que admiraran la luz sensible del sol, de la luna y las estrellas hasta punto tal que, por razón de su luz material, se sintieran de algún modo inferiores a ellos y los adoraran, cuando tenían en sí tal luz inteligible de conocimiento, y luz verdadera, y luz del mundo, y luz de los hombres (lo 1,9; 8,12; 9,5; 1,4).

De ser menester adorarlos, no sería por razón de la luz sensible que admira el común de los hombres, sino por la luz inteligible y verdadera; si es que también las estrellas del cielo son animales racionales y buenos (cf. PLAT., Tim. 40b), y fueron iluminados con la luz del conocimiento por aquella sabiduría que es resplandor de la luz eterna (Sap 7,26). Y es así que su luz sensible es obra del Creador del universo; mas la inteligible, acaso dependa de ellos y de su libre albedrío.

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11. La luz verdadera, sola que se debe adorar

Mas ni siquiera la luz inteligible debe ser adorada por quien ve y comprende la luz verdadera, por cuya participación son iluminadas en todo caso 5 las estrellas, ni por quien mira

al padre de la verdadera luz, Dios, de quien hermosamente se dice: Dios es luz, y en El no hay oscuridad alguna (1 lo 1,5). Los que por su luz sensible y celeste adoran el sol, la luna y las estrellas, jamás adorarían a una chispa de fuego o a una linterna de la tierra, pues ven la incomparable superioridad de los cuerpos que ellos tienen por dignos de adoración sobre la luz de unas chispas o linternas. Por modo semejante, los que entienden cómo Dios es luz y comprenden cómo el Hijo de Dios es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo (lo 1,9); los que penetran el sentido de su palabra: Yo soy la luz del mundo (8,12), no pueden razonablemente adorar esa chispa de luz que brilla en el sol, la luna y las estrellas, mínima si se la compara con Dios, luz de la verdadera luz. Y no es que, al hablar así del sol, la luna y las estrellas, pretendamos deshonrar tan nobles criaturas de Dios ni decimos, siguiendo a Anaxágoras, que el sol, la luna y las estrellas sean "una masa incandescente" (Dioc. LAERT., II 8), sino que nos damos cuenta de que la divinidad de Dios y la de su Hijo unigénito supera todo lo demás con inefable excelencia. Persuadidos, además, como estamos de que el sol mismo, la luna y las estrellas oran al Dios sumo por medio de su Unigénito, juzgamos que no se debe orar a los mismos que oran; pues ellos mismos quieren más bien levantarnos al Dios a quien oran que rebajarnos a sí mismos y dividir nuestra facultad de orar entre Dios y ellos.

También respecto de ellos voy a valerme de un ejemplo. Una vez que nuestro Salvador y Señor oyó que alguien lo saludaba: Maestro bueno, remitió, al que así hablaba, a su Padre, diciendo: ¿A qué me llamas bueno? Sólo uno es bueno, que es Dios Padre (Me 10,17.18). Ahora, pues, si esto pudo razonablemente decir el Hijo amado del Padre (Col 1,13), El, que es imagen de la bondad del Padre, ¿no dirá con más razón el sol a los que lo adoran: "¿A qué me adoras? Al Señor Dios tuyo adorarás y al El solo servirás (Mt 4,10), al mismo a quien adoramos y servimos yo y cuantos conmigo están". Y aunque alguien no sea tan grande como él, no menos ha de orar al Verbo de Dios, que lo puede curar, y, más aún, al Padre del Verbo, que, a los justos pasados envió su Verbo, y los sanó y los libró de todas sus miserias (Ps 106,20).

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12. El Logos está siempre con nosotros

Así, pues, Dios, por su bondad, desciende a los hombres, sigue estando ahora con ellos en cumplimiento de su palabra: no espacialmente, sino por su providencia (IV 5.12), y el Hijo de Dios no sólo estuvo antaño con sus discípulos, sino que: Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del tiempo (Mt 28,20). Y si el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la cepa, es claro que tampoco los discípulos del Logos, que son los sarmientos espirituales de la verdadera cepa, del Logos mismo, pueden dar los frutos de la virtud si no permanecen en la verdadera cepa, que es el Cristo de Dios (cf. lo 15,4-6). El está con nosotros, que ocupamos aquí bajo el espacio de la tierra, con todos los que firmemente se adhieren a El y hasta con los que, dondequiera, no lo conocen. Así lo pone de manifiesto Juan, el que escribió el evangelio, con palabras de Juan Bautista: En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Ese es el que viene después de mí (lo 1,26-27; cf. II 9). Ahora bien, es absurdo que, estando con nosotros el que llena cielo y tierra y que dijo: Acaso no lleno yo el cielo y la tierra, dice el Señor (ler 23,24), y estando además cerca (pues yo tengo fe en el que dice: Yo soy Dios que está cerca, no un Dios lejano (ibid., 23,23), quisiéramos orar al sol, que no llega siquiera a todas partes; a la luna o alguna estrella.

Mas concedamos, para valerme de las mismas palabras de Celso, que el sol, la luna y las estrellas "nos profetizan lluvias, calores, nubes y truenos". Mas, dado caso que todo eso nos profeticen, ¿no será más razonable adorar y dar culto a Dios, a quien ellos sirven en esas profecías, que no a sus profetas? Profetícennos enhorabuena rayos y frutos y productos de toda especie, y sean ellos los que todo eso administran; nada de eso es razón para que adoremos a los mismos que adoran; como no adoramos a Moisés ni a los que después de él nos han profetizado, por inspiración de Dios, cosas más importantes que las lluvias y calores, nubes, truenos, rayos, frutos y productos materiales de toda especie. Mas aunque el sol, la luna y las estrellas pudieran profetizarnos cosas más importantes que las lluvias, ni aun así los adoraríamos a ellos, sino al que es padre de tales profecías y al ministro de ellas, el Logos del Padre. Demos también que sean heraldos suyos y verdaderos mensajeros celestes; mas, aun en ese caso, ¿cómo no adorar al Dios que nos anuncian y cuyos mensajes nos traen, más bien que a sus heraldos y mensajeros?

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13. No despreciamos las criaturas

Por lo demás, Celso afirma por su cuenta que nosotros no tenemos en nada el sol, la luna y las estrellas, siendo así que confesamos que también ellos están aguardando la revelación de los hijos de Dios, sujetos que están, de presente, a la vanidad de los cuerpos materiales por razón del que los sometió en esperanza (cf. Rom 8,19-20; ORIGEN., De Princ. 17,5; Exort. mart. 7; Coment. in Rom. VII). Si Celso hubiera leído las infinitas cosas que decimos acerca del sol, la luna y las estrellas, por ejemplo; Alabadle todas las estrellas y la luz; y Alabadle los cielos de los cielos (Ps 148,2-4), no hubiera afirmado de nosotros que no tengamos en nada tan grandes criaturas que tan magníficamente alaban a Dios. Tampoco conoce Celso este texto: Y es así que la expectación de la creación está esperando la revelación de los hijos de Dios; pues la creación fue sometida a la vanidad, no de buena gana, sino por razón del que la sometió en esperanza; porque la creación misma será liberada de la servidumbre de la corrupción y pasará a la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rom 8,19-21). Pongamos aquí término a nuestra respuesta sobre no adorar al sol, la luna y las estrellas, y citemos las palabras suyas que siguen, a fin de responderle, con la ayuda de Dios, lo que nos inspirare la luz de la verdad.

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14. La gran parrafada de Celso

contra la resurrección de los

muertos

He aquí lo que dice: "Otra tontería suya es creer que, cuando Dios, como un cocinero, traiga el fuego, todo el género humano quedará asado y sólo sobrevivirán ellos, no sólo los que entonces vivieren, sino también los que antaño, en cualquier tiempo, murieron, salidos en sus propias carnes de la tierra; esperanza, por cierto, digna de gusanos. Porque ¿qué alma de hombre echaría otra vez de menos un cuerpo podrido? Por lo demás, este dogma vuestro (judíos), no os es común con algunos de entre los cristianos, los cuales no se rebozan de afirmar lo que tienen de abominable. ¿Qué cuerpo, en efecto, una vez totalmente corrompido, puede volver a su naturaleza originaria y aquella estructura primera de que fue disuelto? No teniendo que responder a esto, se refugian en la más extravagante escapatoria de que todo es posible para Dios. Pero Dios no puede lo que es vergonzoso ni quiere

lo que va contra naturaleza. No porque tú concibas un deseo abominable, según tu propia maldad, va Dios a poderlo y habrá que creer que te lo satisfará sin pérdida de tiempo. Porque Dios no es autor de un impulso pecaminoso ni de un desorden extraviado, sino de la recta y justa naturaleza. Al alma, sí, aún pudiera otorgarle una vida eterna; pero a los cadáveres-dice Heráclito-hay que echarlos de casa antes que al estiércol". La carne, empero, llena de cosas que no fuera ni decente nombrar, Dios no querrá ni podrá nacerla inmortal contra toda razón. Porque El es la razón (logas) de todos los seres; luego nada puede obrar contra la razón y contra sí mismo".


Origenes contra Celso 98