Origenes contra Celso 902

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2. ORÍGENES, HOMBRE CASI DIVINO, AL QUE LLEGÓ A CONOCER CONTRA TODA ESPERANZA HUMANA

Pero nosotros somos unos pobres que andamos escasos de estos varios ingredientes, ora que nunca los hayamos siquiera poseído, ora que, acaso, los hayamos perdido. Así, como quien pinta con carbón y tejas, que son las palabras corrientes y molientes, hemos de contentarnos con imitar, según nuestras fuerzas, los ejemplares primeros de los accidentes de nuestra alma, pintándolos con las palabras que tenemos a mano, y tratamos de reproducir las imágenes de las impresiones del alma, si no claras y exornadas, por lo menos en cuanto cabe en la pintura del carbón; y si, dondequiera, se nos ofrece algo elegante y sonoro, lo recibiremos de mil amores, pues también eso hemos mirado antes.

Pero un tercer motivo me impide y retrae, y más que los otros me disuade y literalmente me ordena que guarde silencio; el tema mismo por el que me moví, desde luego, a hablar y ahora vacilo y me retraigo. Me propongo, en efecto, hablar de un hombre que parece y aparece realmente como un hombre; mas para quienes son capaces de contemplar la grandeza de su espíritu, hombre dotado ya de dotes superiores que lo acercan a la divinidad. Porque no vengo a hacer el panegírico de su linaje ni de las cualidades de su cuerpo, y así vacilo y me retraigo por una superfina precaución; tampoco quiero loar su fuerza o hermosura. Todo eso son realmente encomios de muchachos, en que poco importa se hable o no conforme a los merecimientos. Jamás me propondría yo hacer un discurso cuyo tema fueran cosas no permanentes ni estables, sino que de mil modos y a toda prisa se corrompen, dándole aquella solemnidad y dignidad que dice bien con las vacilaciones por que no resulte algo frío y desplazado; jamás, digo, me propondría yo ese tema de cosas inútiles y vanas y de las que nunca hablaría por mi propio gusto; pero, caso que me lo propusiera, mi discurso no tendría la más leve precaución ni preocupación de que, al hablar, se viera me quedaba yo por bajo de la dignidad del tema.

Mas ahora tengo que recordar lo que hay de más divino en este hombre, lo que en él hay de emparentado con Dios, encerrado, desde luego, en la apariencia mortal, pero que tiende con la mayor violencia a asemejarse a Dios; ahora tengo que tocar de un modo u otro cosas superiores, y dar por ello gracias a la divinidad de que me hiciera merced de encontrarme con hombre tal, contra toda esperanza de hombres, de los otros y de mí mismo, que jamás me propuse ni soñé cosa semejante; ahora, digo, que voy a tocar todos esos puntos, yo, hombre minúsculo y desprovisto de toda inteligencia, ¿no tengo razón de retraerme, vacilar y guardar de buena gana silencio?

Y, a la verdad, guardar silencio se me presenta como lo más seguro; pues, so pretexto de acción de gracias, pero realmente impulsado de temeridad, corro riesgo de decir sobre cosas venerables y sagradas palabras no sagradas, despreciables y trilladas. Con ello no sólo no daría en el blanco de la verdad, sino que, en cuanto de mí depende, detraería algo de ella en quienes pensaran que así es, al presentarles un discurso flaco, que ofende más bien a la realidad, que no la iguala con su fuerza.

A la verdad, tus cosas, ¡ oh cara cabeza!, no pueden sufrir detracción ni ofensa, y mucho menos las cosas divinas, que permanecen en sí mismas, tal como son, sin conmoverse, y no sufren daño alguno por nuestros mínimos e indignos discursos. Mas nosotros no sé de qué modo escaparemos a la nota de temeridad al abalanzarnos por ignorancia, con escasa inteligencia y escasa preparación, a cosas grandes que están acaso por encima de nuestros alcances. Y si en otra cualquier parte y ante otros oyentes nos hubiéramos decidido a hacer estos alardes juveniles, aun así hubiéramos pasado por audaces y temerarios; sin embargo, al no cometer nuestro atrevimiento ante tus ojos, nuestra temeridad no pudiera atribuirse a impudencia. Mas ahora vamos a colmar la medida entera de la insensatez, si no la hemos colmado ya, al atrevernos a entrar con pies sin lavar, como dice el proverbio, en unos oídos, en que viene a caminar, clara y patente, la palabra misma divina, no con pies recubiertos, como en la generalidad de los hombres, de una especie de gruesas pieles, que son las dicciones enigmáticas y oscuras, sino con pies, como si dijéramos, desnudos. Mas nosotros, con nuestros discursos humanos, nos hemos atrevido a meter una especie de suciedad o barro en oídos hechos a escuchar voces divinas y puras. ¿No era, pues, bastante haber pecado hasta aquí, no es menester empezar por lo menos ahora a pensar discretamente, no proseguir nuestro discurso y ponerle aquí punto final? Así lo quisiera yo ciertamente; sin embargo, ya que cometo la audacia, séame lícito decir primero la causa que me movió a entrar en esta liza, por si de algún modo alcanzo perdón de mi temeridad.

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3. LA GRATITUD LO INCITA A HABLAR;

PERO NO QUIERE DAR PROPIAMENTE GRACIAS A DlOS, A PESAR DE QUE TODO BIEN PROCEDE DE SU BONDAD

Terrible cosa me parece la ingratitud; terrible, digo, y de todo en todo terrible. Y es así que haber recibido un beneficio y no esforzarse en corresponder a él, si no es posible de otro modo, por lo menos con palabras de agradecimiento, cosa es de un insensato de remate y que no se da cuenta de los beneficios que recibe, o de un desmemoriado. Mas el que se da cuenta y conoce los beneficios que recibió primero, si no guarda memoria de ellos en lo por venir, si no trata de corresponder de algún modo al que comenzó haciéndole bien, ése es un hombre inerte e ingrato e impío, reo de pecados que no son perdonables ni en el grande ni en el pequeño. Si es grande y de superior inteligencia, por no llevar en la boca, con grande agradecimiento y honor, los grandes beneficios recibidos; si es pequeño y despreciable, por no exaltar con himnos y alabanzas, con todas sus fuerzas, al que es bienhechor no sólo de grandes, sino también de pequeños. Ahora bien, los mayores y más avanzados en dotes de alma, como quienes disponen de mayor abundancia y de gran riqueza, menester es tributen a sus bienhechores, según sus fuerzas, alabanzas mayores y más ambiciosas; mas tampoco los pequeños y reducidos a estrechez es bien se descuiden, se desalienten ni decaigan de ánimo, pensando que nada digno ni perfecto pueden aportar. Como pobres, desde luego, pero agradecidos, midiendo no el poder de quien intentan honrar, sino el suyo propio, tribútenle sus honores de acuerdo con la capacidad presente, y acaso le sean gratos y lleguen al alma del honrado, y, si se los ofrecen con mayor voluntad y ánimo entero, acaso no los estime menos que los grandes y copiosos. Así se cuenta en las sagradas letras (LE 21,1-4) de una mujer realmente humilde y pobre, que, entre gentes ricas y poderosas que de acuerdo con su riqueza hacían ofrendas grandes y costosas, fue la única en hacerlas pequeñas y aun mínimas, pero que eran todo lo que tenía; así recibió del Señor el testimonio de haber dado más que nadie. Y es así que, a lo que yo pienso, la palabra divina no pesó la ambición y magnificencia de las ofrendas por la cantidad de materia, cosa al cabo exterior, sino por la intención y voluntad de los oferentes.

Así, pues, tampoco nosotros es bien nos desalentemos de todo punto por temor de que la acción de gracias no correrá parejas con los beneficios; más bien hemos de atrevernos a todo y probarlo todo, a fin de rendir, en correspondencia, si no honores iguales, por lo menos los que podamos. Si nuestro discurso no acertare a rendirlos perfectos, los rendirá por lo menos parciales, y escaparemos a la nota de total ingratitud. Cosa mala es verdaderamente el silencio absoluto, so pretexto, aparentemente plausible, de no poderse decir cosa digna; agradecido, empero, es el intento de corresponder siempre a los beneficios, por muy inferior que sea en mérito la facultad del que da gracias. No porque sea yo incapaz de hablar según el mérito de mi bienhechor me voy a callar; antes bien, cuando hubiere cumplido todo lo que está en mi mano, me sentiré orgulloso.

Sea, pues, de acción de gracias este discurso mío, que no quisiera dirigir al Dios del universo, a pesar de que El es principio de todos los bienes, y por El tienen que empezar todas nuestras acciones de gracias, himnos y alabanzas. Pero, aunque yo me entregara todo entero, no cual ahora soy, profano e impuro, mezclado y revuelto con mal execrable e impuro, sino desnudo, dotado de la mayor pureza, brillantez y sinceridad y sin mezcla de mal alguno; aunque me entregara, digo, desnudo como un recién nacido, ni aun así pudiera, de mi cosecha, presentar ofrenda digna para honrar y corresponder al que es señor y autor de todas las cosas, al que no podrían alabar jamás dignamente ni cada hombre en particular, ni todos juntos a una, como si todo lo puro se convirtiera en una sola cosa, se saliera de sí y se volviera a El, unido en un solo aliento y movido de un solo impulso acorde. Y es así que cuanto de sus criaturas pudiera entenderse de modo óptimo y entero, pudiera también decirse, de ser posible, acerca de El mismo; mas por razón de la potencia misma que al hombre se le ha concedido y que ha recibido, no de otro, sino de El mismo, no es posible alcance de parte alguna riqueza mayor que pueda ofrendarle en acción de gracias.

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4. SÓLO EL HIJO PUEDE ALABAR DIGNAMENTE AL PADRE.

TAMBIÉN A SU ÁNGEL CUSTODIO DA GRACIAS GREGORIO POR HABERLO LLEVADO A ORÍGENES

Las alabanzas e himnos al rey y proveedor de todas las cosas, fuente perenne de todos los bienes, se las encomendaremos al que también en esto cura nuestra flaqueza, al solo que puede suplir nuestra deficiencia, al príncipe y salvador de nuestras almas, a su Verbo primogénito, al artífice y gobernador del universo. Sólo El puede elevar al Padre, por sí mismo y por todos, por cada uno en particular y por todos juntos, continuas e incesantes acciones de gracias. Siendo El la verdad y la sabiduría y poder del Padre mismo del universo, y estando además en El y hecho realmente una cosa con El, no cabe que, como si fuera extraño a El, deje de alcanzar por poder la alabanza del Padre, por causa de olvido, ignorancia o debilidad, o, caso que la alcance, deje voluntariamente (cosa que no es lícito decir) de alabar al Padre. Sólo El puede llenar, de la manera más perfecta, todo el cúmulo de alabanzas que convienen al Padre. A El lo hizo el Padre mismo del universo una sola cosa consigo, por El se rodea, como si dijéramos, , a sí mismo, a fin de honrar y ser honrado con poder de todo en todo igual al suyo: privilegio que, de entre todos los seres, el primero y solo en tenerlo, fue su unigénito, el Verbo Dios que está en El. Todos los demás sólo podemos ser agradecidos y piadosos si a El solo referimos el poder de la digna acción de gracias por todos los bienes recibidos del Padre, y confesamos que el solo camino de piedad que existe es recordar constantemente, por El, al que es autor de todas las cosas. Por eso, a la verdad, confesemos que El merece ser discurso constante de hacimiento de gracias y alabanzas de aquella constante providencia que, en lo máximo y en lo mínimo, se cuida de nosotros y hasta esa dignación llega, porque El es perfectísimo y viviente y palabra animada de la misma Inteligencia primera.

Mas este discurso nuestro será de acción de gracias, de entre todos los hombres, señaladamente al sagrado varón aquí presente. Mas si quisiera entonar un himno más alto a seres que no se ven, más divinos y que se cuidan de los hombres, lo dedicaría a este que, desde mi niñez, por alto juicio, le cupo gobernarme, alimentarme y protegerme, al ángel santo de Dios, que me alimenta desde mi juventud (), como dice aquel varón amigo de Dios, aludiendo evidentemente a su propio ángel. Mas él, como grande, aludía consecuentemente a algún ángel máximo, fuera otro cualquiera, fuera acaso el ángel mismo del gran consejo (Is 9,6), el común salvador de todos, que, por su perfección, le habría cabido ya como custodio único; es cosa que no sé claramente. Lo cierto es que él conocía y alababa a un ángel suyo grande, quienquiera que fuere; nosotros, empero, además del común gobernador de todos los hombres, alabamos también a éste, quienquiera que fuere en particular, como ayo de quienes somos niños peque-ñuelos. El ha sido siempre en todo y por todo buen ayo y protector mío (es evidente que ni a mí ni a ninguno de los allegados que me aman ha de atribuirse el beneficio, pues nosotros somos ciegos y no vernos nada de lo que tenemos delante, de forma que podamos juzgar cosa que convenga, sino a él mismo, que prevé todo lo que ha de redundar en provecho de nuestras almas), y él de antiguo, y aun ahora, me alimenta, me educa y lleva de la mano, y, como remate de todos los otros beneficios, él dispuso, y éste es beneficio capital entre todos, juntarnos también con este hombre, con quien, en el orden humano, nada tenía yo que ver por el linaje ni la sangre. Ninguna otra relación me ligaba a él, no era yo su vecino, ni compatriota en absoluto, cosas que, notoriamente, son entre la generalidad de los hombres ocasión de amistad y conocimiento. Para decirlo en pocas palabras, desconocidos, ajenos y extraños, separados uno de otro por enormes distancias, por pueblos intermedios, montañas y ríos que nos dividen, el ángel, juntándonos en uno por providencia verdaderamente divina y sabia, me procuró este encuentro saludable, que, a lo que pienso, me tenía previsto desde mi primer nacimiento y crianza. Explicar ahora cómo, sería cosa larga, no sólo si quisiera hacerlo puntualmente y sin omitir pormenor, sino aun en el caso de pasar muchas cosas por alto y recordar sólo en conjunto lo más principal

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5. GREGORIO NARRA LOS COMIENZOS DE su VIDA.

PIERDE A LOS CATORCE AÑOS A SU PADRE.

ESTUDIA LATÍN Y LEYES. VIENE PROVIDENCIALMENTE A CONOCER A ORÍGENES

Mi primera crianza, desde mi nacimiento, se hizo bajo la autoridad de mis padres, y las costumbres de mi patria eran las del error. Que un día hubiera de librarme de ellas, ni lo esperaba nadie, a lo que pienso, ni yo mismo tenía de ello barrunto, niño que era sin razón y bajo un padre supersticioso. Luego vino la pérdida de mi padre y la orfandad que acaso fue para mí comienzo del conocimiento de la verdad. Y es así que entonces, por vez primera, me encaminé a la verdadera y saludable razón, no sé cómo, forzado antes bien que de buen grado. Porque ¿qué juicio podía yo tener a mis catorce años? El caso es que, como quiera, desde aquel momento comenzó inmediatamente a venir a mí esta sagrada razón, como si hubiera ya llegado a sazón la común razón de todos los hombres; el hecho es que entonces vino a mí por vez primera. Al meditar sobre este hecho, si no antes, por lo menos ahora, tengo por signo no pequeño de la sagrada y maravillosa providencia que me ha regido, esta coincidencia así calculada de los años. De este modo, todo lo que precedió a esta edad, como obras que eran de error, podía atribuirse a niñez y falta de razón, y, por otra parte, no se daba la razón sagrada a un alma que no había aún llegado a la razón; una vez, empero, hecha racional, no era bien estuviera privada, si no de la razón divina y pura, tampoco por lo menos del temor a esa misma razón, sino que comenzaran en mí, a par, la razón humana y la divina; una, ayudando con virtud, para mí inexplicable, suya propia; la otra, ayudada. La consideración del hecho me llena, a par, de alegría y de temor; me siento engrandecido por el adelantamiento; pero temo que, después de recibir tales mercedes, no alcance, sin embargo, la meta.

Pero no sé cómo ha acaecido que mi discurso se haya entretenido en este punto cuando intentaba narrar por sus pasos contados la maravillosa dispensación por la que vine a conocer a este hombre; pero antes corría rápido y conciso a lo que sigue, no porque pensara pagar al que así lo dispuso la debida alabanz^a o la acción de gracias y piedad (no quisiéramos dar la impresión de arrogantes al hablar así y luego no decir nada que valga la pena), sino con intento de hacer una narración o confesión o algo que se designe con nombres más modestos que aquéllos.

Mi madre, sola que quedara de mi padre para cuidar de mí, fue de parecer que, bien instruido en las disciplinas en que se forman los hijos de noble nacimiento y crianza, frecuentara también la escuela del profesor de oratoria, con intento de salir también yo orador. Y, en efecto, la frecuenté, y los que entonces juzgaban así auguraban que no tardaría yo en salir orador hecho y derecho. Pero yo ni sé ni quisiera decir eso. La verdad es que no había razón alguna para ello, ni se había puesto aún fundamento alguno de las causas que a parejo resultado nos podían llevar. Mas aquel ayo divino y verdadero protector, que no sabe de sueño, cuando ni mis familiares pensaban en ello ni yo tampoco me lo proponía, se lo inspiró a uno de mis maestros, que tenía por otra parte encargo de enseñarme la lengua latina (no porque yo quisiera dominarla con perfección, sino por tener también alguna práctica de esta lengua, y dio la casualidad que el tal maestro no era imperito en leyes). Con este pensamiento, me animó a aprender con él las leyes romanas. El hombre me insistía en ello, y yo realmente le obedecí más por complacerle que por amor a su profesión. Me tomó, pues, por alumno y me empezó a enseñar con empeño; y aun me dijo algo que me ha salido, como nada, verdaderísimo: que el estudio de las leyes sería para mí el mejor viático (ésta fue su palabra), ora quisiera ser un orador de los que luchan en los tribunales, ora de cualquier otra clase. Así me dijo, tirando él a lo humano; a mí, empero, me parece realmente haber profetizado con inspiración más divina que él mismo pensara.

Y fue así que, una vez aprendidas a fondo, de bueno o mal grado, las negras leyes, se me echaron encima una especie de cadenas, y la ciudad de Berito fue causa y ocasión de mi viaje a estas regiones. Y es que Berito, que no dista mucho de aquí, es ciudad en cierto modo más romana y se la considera como escuela de estas leyes. Y de otra parte, otros asuntos trajeron y trasladaron a este hombre sagrado, de Egipto, concretamente, de la ciudad de Alejandría a este lugar, como si quisiera salimos al encuentro. La causa de aquellos asuntos la ignoro, y de buena gana la paso por alto. Sin embargo, tampoco el estudio de las leyes era tan necesario como para venir yo aquí y encontrarme con este hombre, pues tenía también la posibilidad de marchar a Roma. ¿Cómo, pues, vino a disponerse también esto? El que entonces era gobernador de Palestina tomó súbitamente a un pariente mío, marido de mi hermana, solo y contra su voluntad, pues hubo de separase de su mujer, y se lo trajo aquí para que le ayudara y tomara parte en los trabajos del gobierno de la provincia; era, en efecto, jurisconsulto y acaso lo sigue siendo. Vino, pues, mi cuñado junto con el gobernador, pero no había de tardar mucho en llamar y recobrar a su esposa, dado que se había separado de ella de mala gana y a la fuerza, y con ella nos arrastraría a nosotros. El caso fue que, a deshora, cuando, no sé cómo, estábamos también nosotros echando planes de viajes, pero con rumbo distinto de Palestina, se nos presentó un soldado con orden de traer a buen recaudo a mi hermana, para unirse con su marido, y llevarme a mí de compañero de viaje. Con ello complacería a mi cuñado, pero sobre todo a mi hermana, que no tendría motivo de inconveniencia ni temor para emprender aquel viaje. Los mismos familiares y parientes lo estimaban así y me sugerían no haber de ser menguado provecho si fuera yo a Berito y terminara allí el estudio de las leyes. Todo, pues, me movía: la buena razón de acompañar a mi hermana, mi propio estudio, y hasta el soldado (también a éste hay que mentarlo), pues traía más vehículos públicos que los que eran menester, y más "símbolos" (o dinero) que el que se necesitaba para sola mi hermana. Más bien se había pensado en mí. Era lo que saltaba a los ojos; lo que no se veía, pero era más verdadero, era la comunicación con este hombre, las enseñanzas del Logos que por su medio me vendrían, el provecho en orden a la salvación de mi alma: todo eso me trajo aquí; a ciegas sin duda y sin saber nada por mi parte, pero ordenado todo a mi salvación. No fue, pues, el soldado, sino un divino compañero de viaje, una escolta y guardia buena, que nos salva, como en larga peregrinación, durante toda nuestra vida, el que cambió, entre otros, el plan de Berito, por el que principalmente pensamos ponernos en camino, y aquí nos trajo y estableció, sin dejar piedra por mover hasta que, por todos los modos, me juntó con este que había de ser para mí autor de muchos bienes. Y el ángel divino que viniera para la dispensación de tamaños bienes, una vez que me entregó a éste, aquí descansó tal vez, no porque sintiera cansancio ni fatiga alguna (la raza de los ministros divinos es incansable), sino porque me había puesto en manos de un hombre que tendría de mí toda la providencia y cuidado imaginable.

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6. CÓMO ORÍGENES RETIENE CONSIGO A GREGORIO Y A su HERMANO ATENODORO.

AMOR QUE ÉSTOS LE COBRAN. LA FILOSOFÍA, FUNDAMENTO DE LA RELIGIÓN.

POR SU ESTUDIO LO DEJA TODO GREGORIO. LIBERTAD DEL ALMA.

LA PARTE MEJOR NO DESEA UNIRSE CON LA PEOR, SINO ÉSTA CON AQUÉLLA

Una vez que él nos acogiera desde el primer día, el que fue verdaderamente para mí primer día, el más glorioso, si hay que decirlo así, de todos los días, en que por vez primera comenzó a brillar para mí el sol verdadero; primeramente, como a fieras salvajes, peces o pájaros caídos en el cepo o en las redes de pescar, que pugnan por salir y escaparse de ellas, cuando nosotros queríamos retirarnos de su lado hacia Berito o tomar la vuelta a nuestra patria, puso en juego todos los medios para retenernos consigo. No hubo discurso que no nos echara, ni piedra (como dice el refrán) que no moviera, ni traza suya a que no echara mano. Nos alababa de un lado la filosofía y a los amadores de ella con largos y repetidos discursos, muy acertados por cierto, y decíanos que, vivir, sólo viven realmente los que se deciden a vivir la vida que dice con seres racionales, los que viven rectamente; los que, en primer lugar, saben quiénes son ellos mismos; luego, cuáles son los verdaderos bienes que debe el hombre perseguir, y cuáles los verdaderos males de que debe huir. Y vituperaba, por otro lado, la ignorancia y a todos los ignorantes, que decía él ser muchos: todos los que, a manera de bestias, ciegos de inteligencia, no se conocen siquiera a sí mismos y andan errantes como irracionales. Sin saber ellos por sí ni querer aprender de otros qué sea en absoluto el bien y el mal, se abalanzan, como sobre un bien, y se encandilan por el dinero, las honras y dignidades vulgares y la salud corporal, y esas cosas tienen en mucho, y aun en todo; y, por el mismo caso, las artes que pueden procurarlas y los géneros de vida que las aseguran: la milicia, la abogacía y el derecho-con lo que tocaba puntos que pudieran afectarnos a nosotros singularmente, y los tocaba con arte consumada-y descuidan lo principal que hay en nosotros, que es la razón. No puedo yo referir ahora las palabras como éstas que prodigaba incitándonos a abrazar la filosofía, no sólo un día, sino muchos, todos los primeros que acudimos a él, y acudimos heridos como por un dardo, que era su palabra, desde el primer día (y era así que estaba condimentada con suave gracia, persuasión y fuerza), pero revolviéndonos aún en cierto modo y pensándonos el asunto. Todavía no estábamos enteramente decididos a profesar de por vida la filosofía; pero tampoco podíamos, no sé por qué artilugio, apartarnos de nuevo de su lado, arrastrados que nos sentíamos hacia él por fuerzas mayores, que eran sus discursos. Ni la religión misma para con el Señor del universo (prerrogativa y gracia que es del hombre solo entre todos los animales de la tierra; por lo que con razón la abrazan todos, sabios e ignorantes, a no ser quien, por ataque de demencia, haya perdido todo rastro de inteligencia), ni la religión misma puede en absoluto practicarla, decía, y decía bien, el que no haya cultivado la filosofía. Finalmente, con razones como éstas, que se sucedían unas a otras, como mágicamente hechizados, nos inmovilizó literalmente con sus artes y, por cierta virtud divina, no sé cómo aquí nos fijó con sus palabras.

Porque también nos hincó el aguijón de la amistad, y no un aguijón fácil de arrancar, sino agudo y eficacísimo, el de su propia destreza y buena voluntad, que nos parecía patente en sus propias palabras cuando hablaba y conversaba con nosotros. Y es así que no trataba de envolvernos vanamente con sus discursos, sino de salvarnos con hábil, humana y bondadosísima intención, y de hacernos partícipes de los bienes de la filosofía, y señaladamente de aquellos otros de que a él solo, con ventaja sobre muchos y tal vez sobre todos los hombres que hoy viven, le hizo merced la divinidad: el maestro de la piedad, la palabra saludable, que a muchos llega y subyuga a todos los que llega, pues no hay nada que resista a la que es y será reina de todas las cosas, pero escondida y no conocida ni fácil ni difícilmente por los muchos, de forma que, preguntados, puedan decir cosa clara sobre ella. Así, pues, como una centella, caída en medio de nuestra alma, se encendió a inflamó el amor al Logos mismo sagrado y amabilísimo, que, por su inefable hermosura, lo atrae todo, y el amor a este hombre amigo e intérprete suyo.

Herido yo principalmente de este amor, me decidí a renunciar a todo lo que parecía atañerme, cosas y estudios, entre ellos los de mis hermosas leyes, así como a mi patria y parientes, a los que aquí estaban y a los que dejé en mi viaje. Sólo una cosa me era ya cara y amada, la filosofía, y este hombre divino, maestro de ella. Y se pegó el alma de Jonatás a David (Is 1). Esto leí yo más tarde en las divinas letras, pero antes pasó por ello con no menor claridad que fue dicho, y eso que está divinamente dicho con la mayor claridad. Porque no se pegó simplemente Jonatás a David, sino lo principal que hay en nosotros, el alma; aquello que, aun separándose lo aparente y visible al hombre, no hay medio que lo obligue a separarse; a la fuerza, de ninguna manera. Porque el alma es libre y no puede encerrarse de ningún modo, ni aunque, metida en una cárcel, se la custodie. Porque, por primera razón, el alma naturalmente está donde está la inteligencia; pero si también te parece estar en una cárcel, te imaginas que allí está según una segunda razón; pero en manera alguna se le impide por eso estar donde ella quiera; o, por mejor decir, de manera absoluta y por todos los modos, el alma sólo puede estar y se cree razonablemente estar allí donde se dan sus obras propias, exclusivamente suyas. ¿No expresó la Escritura con la mayor claridad y brevísimas palabras lo que a mí me acaeciera, diciendo que el alma de Jonatás se pegó al alma de David? Aquello que, como dije, de mal grado, no se moverá por nada a la separación; y de buen grado, no lo querrá fácilmente. Porque, en mi sentir, no está en el inferior, vario que es de carácter y proclive a cambiar de consejo, la potestad de desatar estos sagrados lazos de amistad, pues tampoco dependió al principio de él solo el atarlos. La iniciativa está en el superior, que es constante e inconmovible, a quien correspondió también más fabricar estos lazos y vínculos sagrados. Por lo menos, según la palabra divina, no se pegó el alma de David a Jonatás; sino, a la inversa, el alma del inferior, por serlo, se dice haberse pegado al alma de David. Y es así que lo superior, que se basta a sí mismo, no puede desear unirse lo inferior a sí mismo; lo inferior, empero, que necesita auxilio del que es mejor, pegado a lo superior, tenía que depender de ello. De este modo, lo que permanece en sí mismo no tendría que sufrir daño alguno de la comunicación con lo inferior, y lo de suyo desordenado, pegado y concertado con la superior, sin dañarle nada por la necesidad de los vínculos, se moviera hacia lo superior. Por eso, el fabricar los vínculos le correspondería al superior, no al inferior; mas atarse con ellos, al inferior, de suerte que no tuviera ni poder para desatarse de ellos. Con tan fuertes ataduras nos apretó desde entonces este David, y apretados nos tiene ahora, de suerte que, aunque queramos, no podemos desatarnos. Así, pues, ni aunque nos marcháramos, soltaría nuestras almas, que así tiene atadas según la letra divina.

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7. ARTE MARAVILLOSO CON QUE ORÍGENES PREPARA A GREGORIO Y ATENODORO

PARA LA FILOSOFÍA. INÍCIALOS EN LA LÓGICA, DANDO DE MANO A LA RETÓRICA

Como quiera que sea, tomándonos desde el principio y circunvalándonos por todos los modos, ya que hubo logrado lo principal y decidimos quedarnos, comenzó seguidamente a trabajar, como un buen labrador trabaja una tierra, baldía y en modo alguno feraz, sino salobre y quemada, un tanto pedregosa y arenosa; o bien no del todo infértil y estéril, pero en barbecho y descuidada, a la que espinas y malezas silvestres han hecho áspera y difícil de trabajar; o como un jardinero cultiva un árbol realmente agreste y que no da frutos dulces, pero no del todo malo, con tal que se le injertara, por arte de jardinería, un tallo noble, abriéndolo por medio e insertándolo y atándolo luego, hasta que, juntando su savia, ambos se alimenten como uno solo (así, en efecto, es de ver un injerto, espurio, desde luego, pero hecho de infructuoso fructuoso, que, de raíces silvestres, produce hermosas olivas); o un árbol salvaje, pero no malo para un jardinero experto en su arte, o noble, pero no fructuoso, ora por falta de arte esté sin ramas, sin regar y seco, ahogado por los muchos retoños superfluos que brotan al azar y unos a otros se impiden germinar acabadamente y dar fruto. Así nos tomó él y así nos rodeó de toda su arte de agricultor y jardinero. Por su parte, no consideraba sólo lo que salta a los ojos de todos y se ve por simple aparición, sino que ahondaba y trataba de llegar hasta lo más íntimo, preguntando y proponiendo y escuchando las respuestas. Y cuando en nosotros descubría algo no malo, pero inútil y no acabado, cavaba él, removía la tierra, regaba y no dejaba piedra por mover, nos aplicaba toda su arte y diligencia, y así nos cultivaba; en cuanto a los cardos y espinas (), y todo género de hierbas y plantas silvestres que producía exuberante nuestra alma agitada, como desordenada y temeraria que era, todo trataba él de cortarlo y arrancarlo con sus argumentos y prohibiciones. A estilo muy socrático nos impresionaba a veces, y otras nos derribaba al suelo con su discurso, si alguna vez nos veía de todo punto desenfrenados, como caballos salvajes que saltábamos fuera del camino y corríamos desbocados de acá para allá, hasta que, con persuasión y fuerza, como por un freno, que es la palabra de nuestra boca, con él nos sujetaba y apaciguaba. La cosa no fue fácil ni sin dolor al principio, pues dirigía sus discursos a quienes no estaban aún acostumbrados ni ejercitados en seguir la razón; pero, a la postre, nos purificaba.

Mas ya que nos hizo aptos y nos preparó bien para la recepción de las palabras de la verdad, entonces, sí, como en tierra bien labrada y blanda y dispuesta para hacer brotar las semillas que se le arrojen, él las echaba a manos llenas, buscando el momento oportuno para echarlas, como lo buscaba para todo su trabajo, haciendo cada cosa en su propio punto y con sus propias palabras. Cuanto de obtuso y espurio pudiera haber en el alma, ora por ser de tal naturaleza, ora porque se engordara por superfluos alimentos corporales, trataba él de cercenarlo y enflaquecerlo por sutiles razones y modos de los accidentes lógicos, los cuales, desenvolviéndose unos de otros desde los primeros principios sencillísimos y enhebrados de forma varia, avanzan hasta un tejido (o contexto) inmenso y difícil de desenhebrar. Ellos nos despiertan como de un sueño y nos enseñan a asirnos siempre de los objetos y no dejar se nos escurran ni por su longitud ni por su sutileza. Cuanto, empero, tuviéramos de indiscreto y temerario, por asentir a lo primero que venga, sea lo que fuere, así sea mentira, y contradecir muchas veces, aunque lo que se dice sea verdad, procuraba corregirlo con los razonamientos antedichos y otros varios; pues multiforme es este campo de la filosofía, cuyo objeto es acostumbrarnos a no lanzar nuestro asentimiento al azar y venga lo que viniere, y luego retraerlo. El nos enseñaba, por lo contrario, a examinar puntualmente no sólo lo patente (pues se da el caso de que muchas cosas a primera vista gloriosas y venerables que, envueltas en palabras hermosas, penetraron en nuestros oídos como verdaderas, a pesar de ser fingidas y falsas, ya que nos arrebataron y se nos llevaron el voto de la verdad, poco después se descubrió estar podridas y no merecer crédito alguno y que en balde fingían la verdad; en cambio nos pusieron fácilmente en ridículo por habernos dejado engañar y dado nuestro asentimiento a lo que menos se debía; hay a la inversa otras cosas venerables, pero que se presentan sin alarde alguno, y por no expresarse en palabras dignas de crédito, parecen extrañas y de todo punto increíbles, se las rechaza de pronto como falsas y se las denuesta indignamente ; luego, los que las indagan y consideran puntualmente ven que lo antes rechazado y tenido por reprobable es lo más verdadero del mundo y que realmente no admite discusión); no sólo, pues, nos enseñaba a examinar lo patente y que se nos viene a la cara, que a veces es engañoso y sofístico, sino a indagar bien lo de dentro y a dar con los nudillos en torno a cada cosa, a ver si suena a podrido (o hueco) y, bien asegurados primero nosotros mismos, asentir luego y afirmar lo de- fuera. De este modo educaba racionalmente aquella parte de nuestra alma, a la que atañe juzgar sobre dicciones y razones; no según los juicios de los buenos retóricos u oradores, sobre si la dicción es helénica o bárbara; ésa es enseñanza mínima e innecesaria. La otra, empero, es necesaria de todo punto a griegos y bárbaros, a sabios e ignorantes y, en una palabra (para no alargarme enumerando cada una de las artes y profesiones), a todos los hombres, sea cual fuere su género de vida, dado caso que a todos importa y todos tienen empeño no se los engañe en cualquier asunto que entre sí trataren.


Origenes contra Celso 902