Origenes Exodo
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Hay un párrafo de las Homilías origenistas que es sumamente indicativo de la forma de leer la Escritura que tenía Origenes, es decir, según él mismo declaraba, de cómo practicaba la ascesis verdadera: «Quien no combate en la lucha y no es moderado con respecto a todas las cosas, y no quiere ejercitarse en la Palabra de Dios y meditar día y noche en la Ley del Señor, aunque se le pueda llamar hombre, no puede, sin embargo, decirse de él que es un hombre virtuoso» (In Num. Hom. XXV,5). El vocablo latino exerceri traduce aquí, con sentido preciso, el griego askesis, en el que se equiparan dos elementos fundamentales y complementarios: el estudio de la Escritura y la práctica constante de la virtud. Así lo afirma en este pasaje del Contra Celsum: BI/ESTUDIO: «Para quien se dispone a leer (la Escritura), está claro que muchas cosas pueden tener un sentido más profundo de lo que parece a primera vista, y este sentido se manifiesta a aquellos que se aplican al examen de la Palabra en proporción al tiempo que se dedica a ella y en proporción a la entrega en su estudio (ascesis)» (VII,60). De un modo semejante a Origenes, Eusebio habla de «ascesis» con referencia a los discursos divinos y, «en lo que respecta a las enseñanzas divinas», y justamente refiriéndose a Origenes, dice que éste «practicaba la ascesis» con respecto a la Palabra (cf. Hist. Eccl. VI, III 8-9). Con fondo y expresiones parecidas al pasaje de la Homilía sobre el libro de los Números, antes citada, Melodio de Olimpo veía la participación en la fiesta de los tabernáculos es decir, en la «alegría del Señor», como fruto de la fe y de la «ascesis y meditación de la Escritura» (El Banquete, IX,4). HO/SERMON: Uno de los inconfundibles aspectos de esta ascesis global de la Palabra, que condiciona a los demás, es la obediencia a la Palabra en cuanto tal. Si ésta es la característica de toda la lectura origenista de la Escritura, en las Homilias lo es de una manera programática. Un comentario bíblico, por su naturaleza, puede ser utilizado para hacer un sermón con tesis, mientras que la homilía, explicación eclesial que obedece a una exposición continua y unitaria de la Palabra, renuncia, de antemano, a cualquier intento de elaboración «teológica» para exponer el puro proyecto divino que resulta de las páginas bíblicas. ¿Cuáles son las características de esta obediencia a la Palabra? Ante todo, hay un dato de Iglesia, al que Orígenes se somete, y que, más bien, es el suyo por excelencia: la lectura constante de la Palabra. La Iglesia anuncia pero no selecciona la Palabra, como si en ella hubiese puntos más o menos válidos. Precisamente porque es una semilla, la Palabra es asumida en su totalidad: «...así sucede también con esta Palabra de los libros divinos que se nos ha proclamado si encuentra un experto y diligente cultivador; aunque al primer contacto parezca menuda y breve, en cuanto comienza a ser cultivada y tratada con arte espiritual, crece como un árbol...» (In Ex. Hom. 1,1).
La Palabra es una trompeta de guerra, que excita a la lucha (cf. In Ex. Hom. lll,3) y por ello debe plantearse en toda su plenitud, para poder disfrutar de su pujanza victoriosa (cf. In Ex. Hom. IV,9). La lectura continua permite, además, seguir la línea de la historia de la salvación en la continuidad que, desde la Ley, conduce a las fuentes del Nuevo Testamento: «...encontramos el orden de la fe. El pueblo es conducido primero a la letra de la Ley; mientras permanece en su amargura, no puede alejarse de ella; pero cuando ha sido transformada en dulce por el árbol de la vida (cf. Pr. 3,18) y ha comenzado a ser espiritualmente comprendida, entonces del Antiguo Testamento se pasa al Nuevo, y se llega a las doce fuentes apostólicas» (In Ex. Hom. Vil,3).
Es hermoso descubrir esta frase: el orden de la fe. Una vez establecida la primacía ontológica de Cristo, y, por tanto, del cristianismo, es posible recorrer de nuevo en su pleno sentido los acontecimientos de la historia bíblica, penetrando en ellos. Si éste es un tema común a toda la exégesis origenista, en las Homilías sobre el Éxodo alcanza pasajes de extraordinaria inspiración, como en el célebre de la Homilía II, en el que la Ley se contempla como los pañales deslucidos y rústicos que envuelven a Moisés, niño bellísimo, de los cuales lo desata y libera la Iglesia, la hija del Faraón, venida de entre los gentiles. «Tengamos un Moisés grande y fuerte, no pensemos de él nada pequeño, nada mezquino, sino todo magnffico, egregio, hermoso... y oremos a nuestro Señor Jesucristo, para que Él nos revele y nos muestre cuán grande (cf. Ex. 11,3) y cuán sublime es Moisés» (11,4).
Esta lectura fiel, que no pretende apartarse de la más mínima frase de la Escritura, permite captar una dimensión ulterior: en la primera alianza se contiene, como en un fecundo capullo de promesas, toda la maravillosa floración de la Nueva Alianza. Pensemos en Moisés, que recibe el consejo de su suegro Jetró, sacerdote de Madián, es decir, un gentil:
«Moisés, que era un hombre manso, más que todos los demás (Num 12,3), acepta el consejo de un inferior para proporcionar a los jefes de los pueblos un modelo de humildad y para indicar la imagen del misterio futuro. Sabía que había de llegar el tiempo en que los paganos daríaun un buen consejo a Moisés, ofreciendo una inteligencia buena y espiritual de la Ley de Dios; y sabía que la Ley los escucharía y que haría todo lo que ellos dijeran» (In Ex. Hom. Xl,6).
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Nos apremia, ante todo, concretar la relación de Orígenes con San Pablo. En estas Homilías, Origenes se refiere a Pablo muchas veces; cuando se trata de profundizar en el misterio de los patriarcas, se expresa en estos términos: «Así pues, si alguno puede explicar estas cosas en sentido espiritual y seguir la interpretación del Apóstol. . . » (In Ex. Hom. 1, 2); y en el comienzo de la Homilía V, al recordar la interpretación auténtica, sacramental, del Éxodo, dice: «Doctor de los pueblos en la fe y en la verdad (cf. 1Tm 2,7), el apóstol Pablo ha transmitido a la Iglesia cómo deben ser usados los libros de la Ley, que fueron recibidos por otros y que eran desconocidos y muy extraños para ella. . . » (V,1), y concluye: «Por tanto, cultivemos las semillas de la inteligencia espiritual recibidas del santo apóstol Pablo, en la medida en que se digna iluminarnos el Señor gracias a vuestras oraciones» (V,1). Cuando se trata de acoger con humilde verdad las luces que vienen de los gentiles en orden a las cosas de Dios, todavía el Apóstol nos advierte: «La Escritura dice: Escuchó Moisés la voz de su suegro e hizo todo lo que le habia dicho (Ex. 18,24). «También nosotros, si alguna vez por casualidad encontramos algo sabiamente dicho por los paganos, no debemos despreciar las palabras junto con el nombre de su autor, ni conviene, por el hecho de poseer la Ley dada por Dios, hincharnos de soberbia y despreciar las palabras de los prudentes, sino como dice el Apóstol: Probándolo todo, retened lo bueno (1Th 5,21)» (In Ex. Hom. XI,6).
Al Apóstol es referida, también, la ley exegética fundamental, la conversión. Es éste el gran tema de la Homilia XII: Y cuando nos convertimos al Señor se arranca el velo: «Como dice el Apóstol, está puesto un velo en la lectura del Antiguo Testamento (2Co 3,14), y habla ahora Moisés con el rostro glorificado, pero nosotros no podemos contemplar la gloria que está en su rostro... Pero cuando uno se convierta al Señor, el velo será removido (2Co 3,16)» (XII,1).
Es evidente que, al asumir el Apóstol la clave exegética, cuando uno se convierta al Señor el velo será removido, Origenes se refiere a Pablo, no tanto en cuanto a un maestro extraño, sino que va más allá: recurre a la lectura paulina de la Escritura como fuente de vida en sí misma. Es decir, Origenes reencuentro a Pablo en la comunión de los santos y acepta el magisterio sobre la Escritura como un dato revelado.
En lo que respecta a la Iglesia como intérprete de la Escritura en su ser comunión de los santos, ¡deberíamos citar gran parte de las Homilías sobre el Éxodo para recoger todo el pensamiento de Orígenes! Por lo menos, citaremos un fragmento que precisa perfectamente la fe contenida en la interpretación bíblica de la Iglesia: «No creo que puedan ser explicadas las divergencias y diferencias de estos inmensos acontecimientos, si no las explica el mismo Espíritu por quien fueron realizados, porque dice el apóstol Pablo: El Espiritu de los profetas está sometido a los profetas (ICo 14,32). Por tanto, no se dice que los dichos de los profetas estén sometidos—para explicarlos—a cualquiera, sino a los profetas. Pero puesto que el mismo santo Apóstol nos manda hacernos imitadores de esta gracia, es decir, del don profético, como si al menos, en parte, estuviese a nuestro alcance, cuando dice: Aspirad a los bienes mejores, pero sobre todo a la profecía) (cf. 1Co 14, I y 12,31)... Por tanto, no nos entreguemos al silencio por desesperación, ya que eso ciertamente no edifica a la Iglesia de Dios» (IV,5).
Y todavía en la Homilía V, al comentar la lectura del Éxodo, hecha en (ICo 10,1-4): « Ya veis cuánto se distingue la lectura histórica de la interpretación de Pablo: lo que los judíos piensan que es el paso del mar, Pablo lo llama bautismo; lo que ellos consideran nube, Pablo lo presenta como el Espíriitu Santo... Aún más, el maná, que los judíos consideran como alimento del vientre y saciedad de la garganta, Pablo lo llama alimento espiritual (cf. 1Co 10,3)... En cuanto a la roca que les seguía, dice abiertamente Pablo: la roca era Cristo (ICo 10,4). ¿Qué haremos, pues, nosotros que hemos recibido de Pablo, maestro de la Iglesia, tales reglas de interpretación? ¿Acaso no es justo que observemos en diversos casos esta regla que nos ha transmitido en un ejemplo similar?» (V,1).
AT/INTERPRETACION: Este interrogante de Origenes expresa bien la fe. Para él, Pablo está en una situación especial, así como los demás autores del Nuevo Testamento: la inspiración que les hace autores del Nuevo Testamento, les convierte en los verdaderos intérpretes del Antiguo. Es éste un dato hermenéutico fundamental, que Origenes entrega a la Iglesia: la interpretación que el Nuevo Testamento nos da del Antiguo proviene desde el interior, es decir, de la autoridad del Espíritu Santo.
Según tales interpretaciones, el espíritu de la carta es Cristo mismo (cf. Giovanni Scoto, In Joann, fr. 2, PL 122,331 B), porque «el don profético hacia el cual tiende el sentido de toda la profecía es Cristo» (cf. también Origenes, Selecta in Thren, PG 13,659-660 C). Las Homilías sobre el Éxodo contienen un bellísimo símbolo, que tendrá un gran alcance en la tradición exegética posterior; en la Homilía VII, al comentar el pasaje: no podían beber agua de Mará, porque era amarga... y el Señor le mostró una vara; la introdujo en el agua y el agua se volvió dulce (Ex 15,23,25), Origenes dice: «Yo creo que la Ley, si es interpretada literalmente, es muy amarga y es lo que representa Mará... Pero si Dios muestra la vara que ha introducido en esta amargura para que se vuelva dulce el agua de la Ley, entonces puede beber de ella... Si, pues, la vara de la sabiduría de Cristo fuese introducida en la Ley... entonces se volvería dulce el agua de Mará, la amargura de la letra de la Ley sería convertida en la dulzura de la inteligencia espiritual y entonces podría beber el pueblo de Dios» (VII,1).
CZ/ENDULZA-AMARGO: Esta imagen será ampliamente recogida: «la amargura de la Ley, vencida por la amargura de la cruz» (Bruno di Segni, In Ex., PL 164,267 B); «El leño, sumergido en el agua amarga, la endulza» (Abelardo, Hymni, In resto Inv. Sanctae Crucis, Ad Laudes et Vesperas, PL 178,1797); «Amarga es la letra de la Ley, sin el misterio de la cruz, y de ella dice el Apóstol: la letra mata (2Co 3,6)» (Ps.Ambr., Sermo XIX,5, PL 17,663 B); «Para los gentiles que llegan a la fe de Cristo, la amargura de la Ley se convierte en dulzura por la pasión y la resurrección de Cristo, ya que ellos la entienden espiritualmente, no carnalmente» (Berengaudio, In ap. 3, PL 17,909 D).
Atribuyendo a Pablo la Carta a los Hebreos, al menos en sus lineas espirituales (aunque sea el propio Origenes quien afirma que, en cuanto a la redacción, sólo Dios podría decir quién la ha escrito: cf. Eusebio de Cesarea, Hist. Eccl. VI,25,11-14), en la Homilía IX Origenes, por una parte, ve todavía en las palabras de He 9,5: más no es éste el momento de hablar de todo ello en detalle, la imposibilidad de acceder al misterio en su fondo: «por la grandeza de los misterios, todo el tiempo de la vida presente no sería suficiente para explicarlos» (In Ex. Hom. IX,1). Por otra parte, se ve que la rendija está abierta para todo aquel que quiera penetrar en el tabernáculo admirable hasta la casa de Dios (cf. Ps 42 411,4-5):
«Por tanto, si alguno quiere comprender el sentido de Pablo, puede advertir el océano de inteligencia que nos ha abierto por estas pocas palabras el que ha interpretado el tabernáculo interior como la carne de Cristo, el Santo como el cielo o los cielos, el pontífice Cristo el Señor, y dice de él que ha entrado de una vez por todas en el Santo, habiendo obtenido una redención eterna (He 9 12)» (In Ex. Hom. IX,1). Por tanto, de hecho, es como si, al explicar al pueblo la infinita amplitud de este anhelo del tabernáculo admirable, Origenes les condujese a los propios oyentes, arrastrándoles en la magnifica perspectiva de una gran abertura de la Iglesia, revelándoles a ellos mismos el misterio del que forman parte.
La linea es unitaria: el conocimiento del tabernáculo es una cima de la subida espiritual; esto es un misterio en los salmos, en los profetas, en los escritos de los apóstoles, y en el Evangelio. «Es extraordinariamente difícil descubrir talas cosas», escribe Origenes en De Principiis (IV,11,2); sin embargo, ese misterio, que la mente es incapaz de explorar, el cristiano está justamente llamado a vivirlo, y penetrará en el conocimiento del tabernáculo a medida que lo construya.
«La razón por la que debía hacerse el tabernáculo, se encuentra indicada un poco antes cuando dice el Señor a Moisés: Me harás un santuario y allí me mostraré a vosotros (Ex 25, 8). Así, pues, Dios quiere que le hagamos un santuario. Y promete que, si le hacemos un santuario, podrá aparecerse a nosotros» (In Ex. Hom. IX,3).
Para concluir el punto, considerado más en general: Origenes, al ver y al anunciar el misterio de la Iglesia, el hermoso tabernáculo que muestra sus estructuras y conexiones en los apóstoles, profetas y doctores, en los que la virtud lleva la belleza de los colores y de los materiales preciosos, y que Cristo cubre con vestiduras que son Él mismo (cf. Rm 13,14), da, por un lado, las indicaciones de una exégesis que considera a los apóstoles como los primeros expositores de la Escritura, predicadores del Nuevo Testamento y reveladores del Antiguo (como dice Gregorio, In Ez ll; Hom lll,17, PL 76,967 D) y, por otra parte, ve exactamente la función de la predicación eclesial, continuadora de la apostólica, como misterio de verdad y fermento de fe: «en la que verdadera es la fe e íntegro el anuncio de la Palabra de Dios» (Orígenes, In Num. Hom. IX,1).
¡Qué grandeza tiene este ministerio de la Palabra, así concebido! En él se perpetúa el milagro de Pentecostés: los discípulos quedaron llenos del Espíritu Santo, haciéndose ellos mismos semejantes a un libro escrito por dentro y adornado por fuera: «Por dentro, sus corazones fueron colmados del conocimiento de las Escrituras y por fuera se escuchaban varias lenguas» (Gerhohus, Libellus de ordine donorum, Opera inedita, Roma 1955,1, p. 127). En las Homilías sobre Josué, Origenes explica la belleza de esta tarea que, desde los apóstoles a los doctores, consiste en remover la superficie de la letra» (In Jos Hom. XX,5); los cristianos, dice en De Principiis, «entienden el significado de la Escritura según el pensamiento de los apóstoles» (11, Xl,3) y, en Contra Celsum, dice: «Nosotros, componentes de la Iglesia, no transgredimos la Ley, pero hemos rechazado los argumentos de los judíos y juntos tratamos de llegar a ser doctos y a instruirnos en la mística visión de la Ley y de los profetas» (11,6).
Esta amorosa acogida a la exégesis apostólica, de Pablo y de todos los escritores del Nuevo Testamento, viene siempre actuada en el interior del mismo cuerpo, del que Cristo es cabeza, y la Iglesia. En esto, Origenes es un maestro. La Homilía Xlll sobre el Éxodo, que vuelve a tratar el tema del tabernáculo al considerar las ofrendas, se detendrá, ya en la esencia del don—Reservad de vuestros bienes una ofrenda para Yahveh (Ex 35,5)—, ya en cada uno de los dones ofrecidos. Aquí, Orígenes convierte en oración su explicación. Primeramente considera la diferencia entre el Señor y el príncipe de este mundo: cada uno de nosotros, cuando está próximo al pecado, experimenta que apenas el "Maligno " llega a nuestra alma, trata de encontrar allí las malas acciones que son suyas y las reclama; el Señor, por el contrario, al visitar su tabernáculo, busca misericordiosamente aquello que es suyo, para defendernos y llamarnos suyos. El que nos lo ha dado todo, nos pide el oro de la fe en el corazón y la plata de la confesión en los labios (cf. In Ex. Hom. XIII,2-3; cf. Rm 10,8-9). De aquí, la súplica: «¡Señor Jesús, concédeme merecer tener algún memorial en tu tabernáculo!» (XIII,3). Y he aquí como se completa esta visión de la Iglesia: los cristianos son los materiales donados al Cuerpo, elementos pasivos de ofrenda y de holocausto, pero, asumidos por El, se transforman en parte activa y preciosa; pueden ser llamados la boca del Señor (Elinando, Sermo XXI V, PL 212,679 D), los ojos de la Iglesia, las mejillas, los pechos (cf. Gregorio, In Cant., PL,79,485 A), el cuello, los dientes, en definitiva, pueden significar todas las partes que el Cantar contempla en la belleza del Esposo y de la Esposa.
En este sentido, Pablo, el exegeta admirable (egregius explanator; cf. Origenes, In Rom III,7 PC 14,942 A), cuanto más contempla, tanto más anuncia y explica y, sobre su modelo, cada uno en la Iglesia tanto más catequiza y predica, cuanto más es.
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Esto nos lleva a ver, una vez más, a través de las Homilías sobre el Éxodo, como Orígenes considera a los destinatarios de ellas, ese auditorio que tiene delante, mutable pero incesante en la perpetuidad de la Iglesia, pobre y, sin embargo, rico de la plenitud de los dones del Espíritu.
Del conjunto de las Homilías, de las protestas, de los reproches y de las exhortaciones de algunas, se deduce que el auditorio visible de Orígenes era el de siempre: en aquel entonces, una cristianidad joven, ciertamente, y en algunos aspectos ardiente, pero llena de desidia, de costumbres, de sugestiones mundanas, de miradas hacia atrás. Algunos son los cristianos «de los domingos» (cf. In Gen. Hom. X,3), los hambrientos de indulgencias, absorbidos por dedicaciones y negocios de otra clase (cf. In Gen. Hom. X, C, que regresan, sedientos, «del pozo de agua viva» (cf. In Gen. Hom. XI,3) aquellos que explícitamente fingen la conversión que la Escritura exige, con la aversión no negada a su ser (cf. In Ex. Hom. XII,2), aquellos que contradicen al don de la palabra con la locuacidad de su inquieto espíritu (cf. In Ex. Hom. XIII,3)
Y, sin embargo, es precisamente, de este histórico auditorio, encarnado, del que Origenes no se desespera, sino que más bien lo honra con la riqueza y plenitud de su ministerio. Porque ese auditorio medio, mediocre y pecador, es, también, la Iglesia, es el pueblo de los santos en la posibilidad concreta de perfección, que le es dada por su elección de Cristo.
El Éxodo es, de por si, un texto privilegiado para introducirnos en la comprensión de la vida cristiana, que es por esencia el camino pascual, el itinerario de los tres días: «...Moisés decía al Faraón: Haremos un camino de tres días por el desierto, y allí ofreceremos sacrificios al Señor Dios nuestro (Ex 5,3). El Faraón no permitía que los hijos de Israel llegasen al lugar de los signos, no les permitía avanzar hasta el punto de poder gozar de los misterios del tercer día... El Apóstol nos enseña con razón que en estas palabras se contienen los misterios del bautismo (cf. 1Co 10,2)... Que los que han sido bautizados en Cristo, hayan sido bautizados en su muerte y con Él hayan sido sepultados (cf. Rm 6,3-4) y con Él, al tercer día, resuciten de entre los muertos... Por tanto, cuando hayas sido recibido en el misterio del tercer día, Dios comenzará a conducirte y Él mismo te mostrará el camino de la salvación» (In Ex. Hom. V,2; cf. lll,3).
Este camino nuevo y vivo (cf. He 10,20) es la señal de la era inaugurada por Cristo en su encarnación-pasión-resurrección: la perfección no es un nivel moral que hay que alcanzar, es participar de esta realidad ontológica del ser cristiano. Por ello, el bautismo, por sí mismo, desbarata al mal y es «perfección». Y, ¿si el camino es fatigoso y peligroso, y el paso inestable? La respuesta de Origenes es de aquellas que realmente han marcado el camino espiritual de la Iglesia: «Es mejor morir en el camino buscando una vida perfecta que no partir en búsqueda de la perfección» (In Ex. Hom. V,4).
Por otra parte, la muerte no es más que una interrupción aparente para quien ha entrado en Cristo: quien muere con Cristo por el bautismo, en verdad resucita con Él, y la muerte no tiene más dominio real sobre él, pero se transforma en fecundidad inagotable, que hace brotar vida; Orígenes, al comentar la muerte de José, dijo al pueblo de Dios: «Murió José... y los hijos de Israel crecieron y se multiplicaron (Ex 1, 6-7)... Antes de que muriese nuestro José, aquel que fue vendido por treinta monedas por uno de sus hermanos, Judas (cf. Mt 26,15), eran muy pocos los hijos de Israel. Pero cuando por todos gustó la muerte... fue multiplicado el pueblo de los fieles» (In Ex. Hom. 1,4) Lo que es válido para el sentido místico, lo es también para la interpretación moral, referida al alma individual: la muerte al pecado de los «miembros» (cf. 2Co 4,10), fructifica en obras de vida: «Pues si son mortificados los sentidos de la carne, crecen los sentidos del espíriitu y cada día, muriendo en ti los vicios, se aumenta el número de las virtudes» (In Ex. Hom,1,4).
Todavía más: ya no hay ruptura de la relación con Dios cuando se está injertado en la mediación de Cristo; las caídas, las contradicciones, no tienen fuerza para apagar la voz del Espíritu, que grita más allá de nuestro silencio; esto está expuesto en un pasaje de la Homilía V, con expresiones de arrebatadora belleza: ORA/CLAMOR: «Entre tanto, Moisés clama al Señor. ¿Cómo clama? No se oye la voz de su grito y, sin embargo, Dios le dice: ¿Por qué clamas a mi? (Ex 14,15). Querría yo saber cómo los santos claman a Dios sin usar la voz. El Apóstol enseña: Dios nos ha dado el Espiritu de su Hijo que grita en nuestros corazones: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6), y añade: el mismo Espiritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26)... El clamor silencioso de los santos se oye en el cielo por la intercesión del Espíriitu Santo» (V,4).
Y también en el Comentario a Juan dice Orígenes: «En cuanto a la voz inteligible de los que oran, (incluso) en el caso de que no sea ni grande ni larga y ellos no aumenten el estrépito y los gritos, Dios escucha a los que oran de esa forma... (Moisés) clamaba estrepitosamente durante su oración, con una voz que sólo podrá ser oída por Dios» (VI, 18).
La catequesis, las exhortaciones y las explicaciones que Orígenes transmite en las Homilías, en especial en las que estamos considerando, revelan y descubren, tanto a quien es consciente como a quien se haya olvidado, el poder de la vocación cristiana: el misterio del pueblo nuevo, el pueblo de los santos, se ve en su conexión con todo el proyecto salvífico, en relación al primer Israel y a la liberación de Cristo. Es, especialmente, la Homilía VI la que considera este movimiento salvífico, al comentar un párrafo del cántico de la liberación: Los hizo enmudecer como una piedra, hasta que pasó tu pueblo, oh Yahveh, hasta pasar el pueblo que compraste (Ex 15,16).
El endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles (cf. Rm 11,25): el Dios Creador no es el endurecedor, como sostiene la herejía marcionita y como repiten las herejías de todos los tiempos, rompiendo el misterio y escogiendo las palabras de la Escritura, según el juicio del momento. Ellos «oyen la palabra: destruiré, pero no oyen la otra: resucitaré; oyen la palabra: golpearé y rehusan citar: sanaré. Se sirven de tales cosas para calumniar al Creador» (cf. Orígenes, In Luc. Hom. XVI,4).
Por tanto, Cristo no es el libertador bueno, que nos ha comprado a un Creador impasible para salvarnos del despotismo de un cielo gnóstico, lleno de seres petrificados, sino que es el Redentor que nos rescata del demonio para conducirnos a la misericordiosa paternidad de Dios: «Así parece que recibe como suyos a los que había creado, y que adquiere como si fuesen extranjeros a los que, al pecar, se habían buscado un dueño extraño» (In Ex. Hom. Vl,9).
En un relato similar, en el Comentario a Juan, Origenes dice que Cristo unió a sí al hombre; «pero el que ligó a si al hombre, ligó también a sí al (hombre) muerto: Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (In Joann. Comm. Vl,35: cf. Rm 14,9).
Queda por considerar todavía alguno de los dones de los que Origenes ve revestido al pueblo del Éxodo, que es aquel mismo pueblo al cual se dirige su anuncio, su homilética: estos dones se expresan fundamentalmente en la libertad y en la cruz. MDTS/LIBERTAD: Ante todo, el cristiano es un hombre libre, porque está liberado, y Orígenes habla de su vinculación a la obediencia a Dios, en la Homilía VIII, con luminosas expresiones sobre el comienzo del Decálogo: los mandamientos son los preceptos de la libertad y son en nosotros como la señal del amor de Dios, que nos ha transferido de la esclavitud de las tinieblas al servicio de su reino. Lejos de ver en la obediencia a la Ley una cadena, es preciso que reconozcamos con gratitud en ella una llamada al amor: «Si antes no has cumplido muchos trabajos, si no has superado muchas pruebas y tentaciones, no merecerás recibir los preceptos de la libertad y escuchar del Señor: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud (Ex 20,2)» (In Ex. Hom. Vlll,1).
Con ello, Orígenes no hace otra cosa que explicar el contenido directo de la Escritura; pensemos en lo que afirma el Deuteronomio en tal sentido: Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿qué son estos estatutos, estos preceptos y estas normas que Yahveh nuestro Dios os ha prescrito?, dirás a tu hijo: Éramos exclavos de Faraón en Egipto y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte (Dt 6,20-21); la primera Carta de Juan: En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos (I Jn 2,3); la Carta de Santiago en la que habla de la ley perfecta de la libertad (Jc 1,25). En esta libertad consiste la perfección ontológica del cristiano, llamado a la compresión de la cruz. A este propósito señalemos un texto ambiguo de las Homilías sobre el Éxodo, en la Homilía Xll, en la que Origenes parece ver un paso, un crecimiento entre el conocimiento de Cristo como crucificado (cf. 1Co 2,2) y el conocimiento de Cristo como Sabiduría (cf. 1Co 2,6-7): «A los que él había considerado incapaces dice: No he intentado entre vosotros saber otra cosa, sino a Jesucristo y éste crucificado» (I Cor 2,2)... Otros, a los que decía: Hablamos entre los perfectos de la Sabiduria,...de la Sabiduría de Dios escondida en el misterio (ICo 2,6-7), éstos no tenían necesidad de recibir la Palabra de Dios en cuanto hecha carne (Jn 1,14), sino en cuanto Sabiduría escondida en el misterio» (cf. 1Co 2,7) (X11,4).
Es preciso prestar atención porque, si aquí el concepto de perfección parece deslizarse hacia la acepción de una gnosis más elevada y esotérica, sin embargo, esto no es el fondo continuo ni último del pensamiento de Origenes. Además, una formulación «intelectual» de la perfección, como ésta, no afecta a la ortodoxia de la fe origenista en la cruz salvffica de Cristo. Veamos el Contra Celsum, en donde Origenes se expresa con precisión: «La muerte (de Cristo) por la humanidad, ha traído la salvación al mundo entero... (Celso), no ha intuido qué profunda sabiduría reveló Pablo al respecto» (11,6). Es cierto que el pasaje de la Homilía Xll sobre el Éxodo refleja el trabajo del pensamiento origenista con respecto al misterio del Logos y de la participación al Logos; cuando Origenes, en el Comentario a Juan, escribe: «Algunos se adornan del Logos en sí mismo; otros, en cambio, de un (Logos) que está cercano (al Logos) y que parece el mismo primer Logos: son aquellos que no reconocen sino a Jesucristo y éste crucificado (ICo 2,2) y solamente ven el Logos (hecho) carne>> (II,3); es evidente que él lee el texto paulino con un sentido paralelo al de conocer a Cristo según la carne (cf. 2Co 5,16).
Nos parece que algunos de los textos del Comentario al Cantar de los Cantares dan la más clara formulación del pensamiento origenista a este respecto: la encarnación del Verbo ha redimido a la humanidad pecadora y, al mismo tiempo, ha hecho posible que el hombre se acerque a Dios mediante el Logos hecho carne. En tal sentido, el conocimiento «según la carne» es propedéutico y, a medida que el cristiano progresa, puede acercarse siempre más a la divinidad del Logos; pero esto no establece una jerarquLa de cristianos, sino un crecimiento y purificación de los sucesivos estados del alma de cada uno de ellos. A continuación, reproducimos un bellísimo fragmento:
«Perfume derramado es tu nombre, por eso las doncellas te amaron y te atrajeron en pos de sí. Correremos al olor de tus perfumes (Ct/01/03-04)... Por causa de estas almas doncellas y en pleno crecimiento y progreso de la vida, se anonadó (cf. Ph 2,7) aquel que tenía la condición de Dios, a fin de que su nombre se convirtiera en perfume derramado, de modo que el Verbo no siguiera habitando únicamente en una luz inaccesible, ni permaneciera en su condición divina (cf. 1Tm 6,16; Ph 2,7) sino que se hiciera carne (cf. Jn 1,14) para que estas almas doncellas y en pleno crecimiento y progreso no sólo pudieran amarlo, sino también atraerlo hacia sí. Efectivamente, cada alma atrae y toma para sí al Verbo de Dios, según el grado de su capacidad y de su fe. Ahora bien, cuando las almas hayan atraído a sí al Verbo de Dios y lo hayan introducido en sus sentidos y en sus inteligencias y hayan sentido la suavidad de su encanto y de su olor; cuando hayan percibido la fragancia de sus perfumes, a saber: cuando hayan conocido la razón de su venida, las causas de la redención y de la pasión y el amor que movió al inmortal a llegar hasta la muerte de cruz por salvar a todos (Ph 2,8) estimuladas por todo esto como por el olor de un perfume inefable y divino, las doncellas, esto es, las almas llenas de fuerza y de vivo entusiasmo, corren en pos de Él y al olor de su fragancia» (In Cant. Comm. 1,3-4; cf. también Prefacio; conclusiones de 1,3-4 y 1,11-12).
De esta forma la Iglesia, el pueblo del Éxodo, permanece como pueblo de la ciencia de la cruz, el pueblo que se ofrece en el tabernáculo como lienzo de lino doblado, consumido en la abstinencia, en las vigilias, en la fatiga de las meditaciones (cf. In. Ex. Hom. X111,5), que entona el cántico de la libertad con el timbal entre las manos, esto es, con la insignia de la cruz: «Dirás estas palabras mejor y más dignamente si tienes un pandero en tu mano, esto es, si crucificas tu carne con sus vicios y concupiscencias (cf. Ga 5,24) y si mortificas tus miembros terrenos (cf. Col. 3,5)» (In Ex. Hom. Vl,l).
Esta condición de la Iglesia está entre las dos glorificaciones de Cristo: la gloria de la cruz y la magnifica gloria del último retorno: «Padre, llega la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique (Jn 17,1). Por tanto para El, la pasión de la cruz era también una gloria;... cuando resplandezca... y después de la primera llegada en humildad, nos muestre su segunda llegada en gloria, entonces no sólo se cubrirá de gloria el Señor, sino que se cubrirá gloriosamente de gloria (cf. Ex 15,1)» (In Ex. Hom. Vl,l).
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