PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ - 1 de enero de 1970: ¡CIUDADANOS DEL MUNDO!





1 de enero de 1971 : ¡HOMBRES DE 1971!

En el cuadrante de la Historia del mundo
la manecilla del tiempo,
de nuestro tiempo,
marca el comienzo de un nuevo año: éste,
que deseamos inaugurar, como los anteriores,
con nuestro augurio afectuoso,
con nuestro mensaje de Paz:
Paz para vosotros, Paz para el mundo.

Escuchadnos. Vale la pena. Sí, nuestra palabra es siempre la misma: paz. Pero es la palabra que necesita el mundo; una necesidad urgente que la vuelve nueva.

Abrimos los ojos al alba de este nuevo año y observamos dos órdenes de hechos generales que afectan fuertemente al mundo, a los pueblos, a las familias y a los individuos. Creemos que estos hechos influyen profunda y directamente en nuestros destinos y cada uno de nosotros puede ser su horóscopo.

Observad el primer orden de hechos. En realidad no es un orden sino más bien un desorden; ya que los hechos que reunimos en esta categoría señalan todos ellos un retorno a ideas y obras que la experiencia trágica de la guerra parecía haber anulado o debiera haber anulado.

Al finalizar la guerra todos habían dicho: basta. ¿Basta a qué? Basta a todo lo que había generado la matanza humana y la tremenda ruina. Inmediatamente después de la guerra, al comienzo de esta generación, la humanidad tuvo una ráfaga de conciencía : es necesario no sólo preparar las tumbas, curar las heridas, reparar los desastres, restituir a la tierra una imagen nueva y mejor, sino también anular las causas de la conflagración sufrida. Buscar y eliminar las causas, ésta fue la idea acertada. El mundo respiró.

Ciertamente, parecía que estuviera por nacer una era nueva, la de la paz universal.(1) Todos parecían dispuestos a cambios radicales, a fin de evitar nuevos conflictos. Partiendo de las estructuras políticas, sociales y económicas se llegó a proyectar un horizonte de innovaciones morales y sociales maravillosas; se habló de justicia, de derechos humanos, de promoción de los débiles, de convivencia ordenada, de colaboración organizada y de unión mundial.

Se realizaron gestos admirables; los vencedores, por ejemplo, se convirtieron en socorredores de los vencidos; se fundaron importantes instituciones; el mundo comenzó a organizarse sobre principios de solidaridad y bienestar común. Parecía definitivamente trazado el camino hacia la paz, como condición normal y constitucional de la vida del mundo.

Pero ¿qué vemos después de veinticinco años de este real e idílico progreso? Vemos, ante todo, que las guerras, arrecian todavía, acá y allá, y parecen plagas incurables que amenazan extenderse y agravarse. Vemos que continúan creciendo, acá y allá, las descriminaciones sociales, raciales y religiosas. Vemos resurgir la mentalidad de antaño; el hombre parece reafirmarse sobre posiciones, psicológicas primero y luego políticas, del tiempo pasado. Resurgen los demonios de ayer. Retorna la supremacía de los intereses económicos,(2) con el fácil abuso de la explotación de los débiles; retorna el hábito del odio (3) y de la lucha de clases y, renace así una guerra internacional y civil endémica; retorna la competencia por el prestigio nacional y el poder político; retorna el brazo de hierro de las ambiciones en pugna, de los individualismos cerrados e indomables de las razas y los sistemas ideológicos; se recurre a la tortura y al terrorismo; se recurre al delito y a la violencia, como a fuego ideal sin tener en cuenta el incendio que puede sobrevenir; se considera la paz como un puro equilibrio de fuerzas poderosas y de armas espantosas; se siente estremecimiento ante el temor de que una imprudencia fatal haga explotar conflagraciones inconcebibles e irrefrenables. ¿Qué sucede? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué es lo que no ha funcionado o ha faltado? ¿Debemos resignarnos, dudando que el hombre sea capaz de lograr una paz justa y segura, y renunciando a plasmar la esperanza y la mentalidad de la paz en la educación de las generaciones nuevas? (4)

Afortunadamente, ante nuestra observación se perfila otro esquema de ideas y hechos: el de la paz progresiva. Pues, a pesar de todo, la paz camina. Existen interrupciones, incoherencias y dificultades; pero no obstante la paz camina y se afianza en el mundo con un carácter invencible. Todos lo advierten: la paz es necesaria. Ella comporta el progreso moral de la humanidad, decididamente orientada hacia la unidad. La unidad y la paz son hermanas cuando las une la libertad. La paz se encuentra favorecida por el creciente beneplácito de la opinión pública, convencida de lo absurdo de la guerra por la guerra misma y de la guerra como único y fatal medio para dirimir las controversias entre los hombres. La paz utiliza la red cada vez más densa de las relaciones humanas : culturales, económicas, comerciales, deportivas y turísticas; es necesario vivir juntos, y es hermoso conocerse, estimarse y ayudarse. Se está creando en el mundo una solidaridad fundamental, que favorece la paz. Las relaciones internacionales se desarrollan cada vez más y crean la premisa y también la garantía de una cierta concordia. Las grandes instituciones internacionales y supranacionales se demuestran providenciales, tanto para dar vida como para perfeccionar la convivencia pacífica de la humanidad.

Ante este doble cuadro, que nos presenta superpuestos fenómenos contrarios en relación con el fin que tanto anhelamos, es decir la paz, creemos que pueda deducirse una sola y ambivalente observación. Formulemos la doble pregunta, correlativa a dos aspectos de la ambigua escena del mundo actual:

— ¿Cómo decae hoy la paz?
— ¿Cómo progresa hoy la paz?

¿Cuál es el elemento que emerge en sentido negativo o en sentido positivo de este sencillo análisis? El elemento es siempre el hombre.

Menospreciado en el primer caso, apreciado en el segundo. Nos atrevemos a usar una palabra que puede parecer ambigua, pero que, considerada en la exigencia de su profundidad, resulta siempre luminosa y suprema: el amor. El amor al hombre como valor primordial del orden terrenal.

El amor y la paz son cosas correlativas. La paz es un efecto del amor: la paz auténtica, la paz humana.(5) La paz supone una cierta «identidad de elección». Y ésta es la amistad. Si deseamos la paz debemos reconocer la necesidad de fundarla sobre bases más sólidas, que no sea aquella de la falta de relaciones (hoy en día las relaciones entre los hombres son inevitables, crecen y se imponen), o la de la existencia de relaciones de interés egoísta (que son precarias y a menudo falaces), o la de la trama de relaciones puramente culturales o accidentales (pueden ser de doble filo, para la paz o para la lucha). La paz verdadera debe fundarse en la justicia, en la idea de la intangible dignidad humana, en el reconocimiento de una igualdad indeleble y feliz entre los hombres, en el dogma basilar de la fraternidad humana. Es decir, en el respeto, en el amor debido a todo hombre, por el solo hecho de ser hombre. Irrumpe aquí la palabra victoriosa: por ser hermano. Hermano mío, hermano nuestro.

También esta conciencia de la fraternidad humana universal se desarrolla felizmente en nuestro mundo, al menos en línea de principio.

El que trabaja por educar a las nuevas generaciones en la convicción de que cada hombre es nuestro hermano, construye el edificio de la paz desde sus cimientos. El que introduce en la opinión pública el sentimiento de la hermandad humana sin límites, prepara al mundo para tiempos mejores. El que concibe la tutela de los intereses políticos como necesidad dialéctica y orgánica del vivir social, sin el estímulo del odio y de la lucha entre los hombres, abre a la convivencia humana el progreso siempre activo del bien común. El que ayuda a descubrir en cada hombre, por encima de los caracteres somáticos, étnicos y raciales, la existencia de un ser igual al propio, transforma la tierra de un epicentro de divisiones, de antagonismos, de insidias y de venganzas en un campo de trabajo orgánico de colaboración civil. Porque la paz está radicalmente arruinada donde se ignora radicalmente la hermandad entre los hombres. En cambio, la paz es el espejo de la humanidad verdadera, auténtica, moderna, victoriosa de toda autolesión anacrónica. Es la paz la gran idea que celebra el amor entre los hombres que se descubren hermanos y deciden vivir como tales.

Este es nuestro mensaje para el año 1971. Es un eco de la Declaración de los Derechos Humanos, como voz que brota de la nueva conciencia civil: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Hasta esta cima ha escalado la doctrina de la civilización. No retrocedamos. No perdamos los tesoros de esta conquista axiomática. Más bien, demos aplicación lógica y valiente a esta fórmula, meta del progreso humano: «cada hombre es mi hermano». Esta es la paz, la paz ya en acto o la paz que se está haciendo. ¡Y vale para todos!

Vale, hermanos de fe en Cristo, especialmente para nosotros. A la sabiduría humana, la cual con inmenso esfuerzo ha llegado a una conclusión tan alta y dif ícil, nosotros, los creyentes podemos agregar un consuelo indispensable. Ante todo, la certeza (porque dudas de todo tipo pueden acosarla, debilitarla y anularla).

Nuestra certeza en la palabra divina de Cristo maestro, que la esculpió en su Evangelio: «Todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8). Podemos ofrecer, además, el consuelo de la posibilidad de aplicarla (¡porque cuán difícil es en la realidad práctica ser de verdad hermano con cada hombre!); lo podemos lograr recurriendo, como canon de acción práctica y normal, a otra enseñanza fundamental de Cristo: «Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la ley y la doctrina de los profetas» (Mt 7,12). ¡Cuánto han meditado filósofos y Santos sobre esta máxima, que relaciona la universalidad de la norma de hermandad con la acción individual y concreta de la moralidad social! Y por último, estamos en condiciones de ofrecer el argumento supremo: el de la Paternidad divina, común a todos los hombres, proclamada a todos los creyentes. Una verdadera fraternidad entre los hombres para que sea auténtica y vinculante supone y exige una Paternidad trascendente y rebosante de amor metafísico y de caridad sobrenatural. Nosotros podemos enseñar la fraternidad humana, es decir la paz, enseñando a reconocer, a amar y a invocar al Padre Nuestro que está en los cielos. Sabemos que encontraremos cerrado el ingreso al altar de Dios si antes no nos hemos reconciliado con el hombre-hermano (Mt 5,23 ss: 6, 14-15). Y sabemos que si somos promotores de paz, podremos entonces ser llamados hijos de Dios y estar entre aquellos que el Evangelio declara bienaventurados (Mt 5,9).

¡Qué fuerza, qué fecundidad, qué fe da la religión cristiana a la ecuación fraternidad y paz! Y qué felicidad para nosotros encontrar, en la coincidencia de los términos de este binomio, el cruce de los senderos de nuestra fe con los de las humanas y civiles esperanzas.

14 de noviembre de 1970.

PAULUS PP. VI
(1) Cf. VIRGILIO, Bucolicon IV, 2: «magnus ab integro saeclorum nascitur ordo».

(2) «...al aceptar la primacía de los valores materiales, hacemos inevitable la guerra...» ZUNDEL, Le poéme de la sainte liturgie, p. 76.

(3) «... hay pocas cosas que corrompen tanto a un pueblo como el hábito del odio» MANZONI, Morale cattolica, I, VII.

(4) Acerca de los males de la guerra, cfr. S. AGOSTINO, De Civitate Dei, 1. XIX, c. 7: «... quien los soporta y piensa en ellos sin angustiarse, muy miserablemente se siente satisfecho, porque ya no posee sentimiento humano: et humanum perdidit sensum».

(5) Cf. S. TH. II-IIae, 29, 3.




1 de enero de 1972: PAZ Y JUSTICIA



¡Hombres de pensamiento
y Hombres de acción!
¡Hombres todos que vivís en el año 1972!
¡Aceptad una vez más
nuestra invitación a celebrar
la Jornada de la Paz!

Nos continuamos nuestra reflexión sobre la Paz, porque tenemos un concepto-vértice de ella, el de ser bien esencial y fundamental de la humanidad en este mundo; es decir, el de la civilización, del progreso, del orden, de la fraternidad.

Nos pensamos que la idea de la Paz es y debe seguir siendo dominante en el acontecer humano, y que precisamente sea más apremiante, cuando y donde se vea impugnada por ideas o hechos contrarios. Es una idea necesaria, es una idea imperativa, es una idea inspiradora. Ella polariza las aspiraciones humanas, los esfuerzos, las esperanzas. Tiene razón de fin y, como tal, es base y meta de nuestra actividad, tanto individual como colectiva.

Por eso pensamos que es sumamente importante tener una idea exacta de la Paz, despojándola de las seudoconcepciones, que muy a menudo la revisten, deformándola y alterándola. Lo diremos en primer lugar a los jóvenes: la paz no es un estado de estancamiento de la vida, la cual encontraría en ella, al mismo tiempo, su perfección y su muerte: la vida es movimiento, es crecimiento, es trabajo, es esfuerzo, es conquista... ¿lo es también la Paz? Sí, por la misma razón de que ella coincide con el bien Supremo del hombre peregrino en el tiempo, y este bien jamás es conquistado totalmente, si no que está siempre en trance de nueva e inagotable posesión: la Paz es, por lo tanto, la idea central y motora de la fogosidad más activa.

Pero esto no quiere decir que la Paz coincida con la fuerza. Esto lo decimos especialmente a los hombres con responsabilidades, porque ellos, que tienen el interés y el deber de mantener una normalidad de relaciones entre los miembros de un determinado grupo -familia, escuela, empresa, comunidad, clase social, ciudad, Estado- se ven constantemente tentados a imponer por la fuerza tal normalidad de relaciones, que asume la figura de la Paz. En ese caso la ambigüedad de la convivencia humana se convierte en el tormento y en la corrupción de los espíritus humanos: se convierte en impostura vivida la atmósfera resultante unas veces de una victoria sin gloria, otras de un despotismo irracional, de una represión oprimente e incluso de un equilibrio de fuerzas en continuo contraste, y normalmente en crecimiento a la espera de una explosión violenta, que demuestra, con ruinas de toda clase, cuán falsa sería la Paz impuesta con la sola superioridad del poder y de la fuerza.

La paz no es una insidia.(1) La paz no es un engaño sistemático.(2) Mucho menos es una tiranía totalitaria y despiadada, y de ninguna manera violencia; pero al menos la violencia no osa apropiarse el nombre augusto de Paz.

Es difícil, pero es también indispensable, formarse el concepto auténtico de la Paz. Difícil para quien cierra los ojos a esa primera intuición que nos dice que la Paz es una cosa profundamente humana. Este es el mejor camino para llegar al descubrimiento genuino de la Paz: si nos ponemos a buscar dónde nace verdaderamente, nos damos cuenta de que ella hunde sus raíces en el auténtico sentido del hombre. Una Paz que no sea resultado del verdadero respeto del hombre, no es verdadera Paz. Y ¿cómo llamamos a este sentido verdadero del hombre? Lo llamamos Justicia.

Y la Justicia, ¿no es ella misma una diosa inmóvil? Sí, lo es en sus expresiones, que llamamos derechos y deberes y que codificamos en nuestros nobles códigos, es decir, en las leyes y en los pactos, que producen esa estabilidad de relaciones sociales, culturales, económicas, que no es lícito quebrantar: es el orden, es la Paz. Pero si la Justicia, es decir, todo lo que es y lo que debe ser, hiciese germinar otras expresiones mejores que las vigentes, ¿qué ocurriría?

Antes de responder, preguntémonos si esta hipótesis, a saber, la de un desarrollo de la conciencia de la Justicia, es admisible, es probable, es deseable.

Sí. Este es el hecho que caracteriza el mundo moderno y lo distingue del antiguo. Hoy va progresando la conciencia de la Justicia. Nadie, así lo creemos, contesta este fenómeno. No podemos detenernos ahora en hacer un análisis de él; pero sabemos todos que hoy, gracias a la difusión de la cultura, el hombre, todo hombre, tiene una conciencia nueva de sí mismo. Todo hombre sabe hoy que es Persona y se siente Persona: es decir, un ser inviolable, igual a sus semejantes, libre y responsable; digámoslo también, un ser sagrado.

Y así, un conocimiento diverso y mejor, es decir, más pleno y exigente, de la sístole y de la diástole de su personalidad, esto es, de su doble movimiento moral de derecho y deber, llena la conciencia del hombre, y una Justicia no ya estática sino dinámica le brota del corazón. No es éste un fenómeno simplemente individual, ni únicamente reservado a grupos escogidos y reducidos; es ya un fenómeno colectivo, universal; los Países «en vía de desarrollo» lo gritan en alta voz; es voz de Pueblos, voz de la humanidad; ella está reclamando una nueva expresión de la Justicia, un nuevo fundamento para la Paz.

¿Por qué, convencidos como estamos de este clamor irreprimible, nos retrasamos tanto en dar a la Paz una base que no sea la de la Justicia?

Como ha puesto de relieve la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos, ¿no queda por instaurar todavía una justicia más grande tanto en el seno de las comunidades nacionales, como en el plano internacional?

¿Es justo, por ejemplo, que haya pueblos enteros a los que no les está consentida la libre y normal expresión del más susceptible derecho del espíritu humano, el religioso? ¿Qué autoridad, qué ideología, qué interés histórico o civil puede permitirse el reprimir o el sofocar el sentimiento religioso en su legítima y humana (no digamos supersticiosa, ni fanática, ni turbulenta) expresión? Y ¿qué nombre daremos a la Paz que se pretendería imponer conculcando esta Justicia fundamental?

Y donde otras formas indiscutibles de Justicia -nacional, social, cultural; económica...- fueran ofendidas u oprimidas ¿podremos estar seguros de que sea verdadera Paz la que resulta de semejante proceso despótico? ¿Podemos estar seguros de que será estable, y si es estable, de que sea justa y humana?

¿No forma parte de la Justicia el deber de poner a todos los Países en condiciones de promover su propio desarrollo dentro del marco de una cooperación inmune de cualquier intención o cálculo de dominio, tanto económico como político?

El problema resulta extremamente grave y complejo; y no toca a Nos exacerbarlo ni resolverlo prácticamente. No es competencia de quien habla desde esta sede.

Pero precisamente desde esta sede, nuestra invitación a celebrar la Paz resuena como una invitación a practicar la Justicia. Opus justitiae pax.(3) Lo repetimos hoy con una fórmula más incisiva y dinámica: «si quieres la Paz, trabaja por la Justicia».

Es una invitación que no ignora las dificultades para practicar la Justicia: definirla ante todo y actuarla después, nunca sin algún sacrificio del propio prestigio y del propio interés.Quizá hace falta mayor magnanimidad para rendirse a las razones de la Justicia y de la Paz que no para luchar e imponer el propio derecho, auténtico o presunto, al adversario.

Y Nos tenemos tanta confianza, en que los ideales conjuntos de la Justicia y de la Paz llegarán por su propia virtud a engendrar en el hombre moderno las energías morales para que los actúen, que esperamos en su gradual victoria. Más aún, confiamos también cada vez más en que el hombre moderno tenga ya por sí mismo la comprensión de los caminos de la Paz, hasta el punto de hacerse a sí mismo promotor de aquella Justicia que abre esos caminos y los hace recorrer con valiente y profética esperanza.

He aquí por qué nos atrevemos, una vez más, a lanzar nuestra invitación a celebrar la Jornada de la Paz; y este año 1972 bajo el signo austero y sereno de la Justicia, es decir, con el anhelo de dar vida a realizaciones que sean expresiones convergentes de sincera voluntad de Justicia y de sincera voluntad de Paz.

* * *

Encomendamos esta nuestra invitación a los Hermanos e Hijos de nuestra Iglesia católica: es necesario llevar a los hombres de hoy un mensaje de esperanza, a través de una fraternidad vivida y de un esfuerzo honesto y perseverante para una más grande, real, Justicia. Nuestra invitación se conecta lógicamente con la palabras que el reciente Sínodo de los Obispos ha proclamado sobre la «Justicia en el mundo»; y se fortalece con la certeza de que «El, Cristo, es nuestra Paz».(4)

8 de diciembre de 1971.

PAULUS PP. VI









1 de enero de 1973: LA PAZ ES POSIBLE


A vosotros, Responsables de los intereses supremos de la humanidad, Gobernantes, Diplomáticos, Representantes de las Naciones, Políticos, Filósofos y Científicos, Publicistas, Industriales, Sindicalistas, Militares, Artistas, todos cuantos intervenís en los destinos de las relaciones entre los Pueblos, entre los Estados, entre las Tribus, entre las Clases, entre las Familias humanas,


A vosotros ciudadanos del mundo; a vosotros, jóvenes de la generación que avanza; Estudiantes, Maestros, Trabajadores, Hombres y Mujeres; a vosotros, que pensais, que esperais, que desesperais, que sufrís; a vosotros, Pobres, Huérfanos, y víctimas del odio, del egoísmo y de la injusticia que sigue predominando aún,

A todos vosotros osamos dirigir una vez más la voz humilde y fuerte, en cuanto profeta de una Palabra que está por encima de nosotros y nos inunda; en cuanto abogado vuestro y no de nuestros intereses, hermano de toda persona de buena voluntad, samaritano que se acerca a todo el que llora y espera socorro; siervo, como nos declaramos, de los siervos de Dios, de la verdad; de la libertad, de la justicia, del desarrollo y de la esperanza, para hablaros, también en este nuevo año 1973, de la Paz. ¡Sí, de la Paz! No rehuséis escucharnos, por más que de este tema lo conocéis todo; o creéis conocerlo.

Nuestro anuncio es tan sencillo como un axioma: la paz es posible.

Todo un coro de voces nos envuelve, más aún nos acosa y nos sofoca: no sólo es posible, es real. La paz es algo ya establecido, se nos responde. Llevamos todavía luto por las innumerables víctimas de las guerras, que han ensangrentado, más que los siglos pasados, este siglo ápice del progreso; se notan todavía en el rostro de nuestra generación adulta los surcos de las horribles cicatrices producidas por los últimos conflictos bélicos y civiles; las últimas llagas, que han quedado abiertas, renuevan aún en los miembros del pueblo nuevo el estremecimiento de terror, cada vez que se presenta la acostumbrada hipótesis de una nueva guerra. La cordura ha triunfado finalmente: las armas callan y se enmohecen en los depósitos, como instrumentos inútiles de la locura superada; instituciones insignes y universales garantizan a todos la incolumidad y la independencia; la vida internacional está organizada a base de documentos, de los que en realidad ya no se discute, y sobre instrumentos de acción inmediata en orden a resolver con las tablas del derecho y de la justicia toda posible controversia; el diálogo entre los pueblos es cotidiano y leal; además, un tejido formidable de comunes intereses hace solidarios a los pueblos entre sí. La paz es ya algo adquirido para la civilización. No perturbéis la paz, se nos dice, poniéndola en duda. Tenemos otras cuestiones nuevas y originales que tratar; la paz es real, la paz es segura; esto queda ya fuera de discusión.

¿De veras? ¡Ojalá fuese así!

Pero la voz de estos sostenedores de la paz victoriosa por encima de toda realidad contraria a ella, se va haciendo más tímida e incierta y admite que realmente, y por desgracia, existen aquí y allá situaciones dolorosas, donde la guerra se enciende feroz. ¡Ah! Entonces no se trata de conflictos sepultados en los anales de la historia, sino actuales; no son episodios efímeros, porque se trata de conflictos que duran desde años; no superficiales; porque repercuten profundamente en las filas de los ejércitos, más que armados, y en las muchedumbres inermes de las poblaciones civiles; de no fácil arreglo, porque todo el arte de las negociaciones y de las mediaciones se ha demostrado impotente; no inocuos al equilibrio general del mundo, porque están incubando un creciente potencial de prestigio herido, de venganza implacable, de desorden endémico y organizado; no son episodios sin importancia, como si el tiempo fuese su remedio natural, porque su acción tóxica penetra en los ánimos, corroe las ideologías humanitarias, se hace contagiosa y se trasmite a las generaciones más jóvenes con un fatal compromiso hereditario de revancha. La violencia se vuelve a poner de moda y se reviste incluso de la coraza de la justicia. Se propaga come una cosa normal, favorecida por todos los ingredientes de la delincuencia alevosa y por todas las astucias de la vileza, del chantaje, de la complicidad, y se perfila como un espectro apocalíptico armado de medios inauditos de mortífera destrucción. Renacen los egoísmos colectivos, familiares, sociales, tribales, nacionales, raciales. El delito ya no causa horror. La crueldad se hace fatal, como la cirugía de un odio declarado legítimo. El genocidio se presenta como el monstruo posible del remedio radical. Y detrás de estos horribles fantasmas se planifica gigantesca, con cálculo insensible e infalible, la economía de los armamentos y de los mercados que crean el hambre. La política vuelve entonces por sus programas irrenunciables de poder.

¿Y la paz?

¡Ah, sí, la paz! Ella, se arguye, puede sobrevivir igualmente y convivir, en cierta medida, aun en las condiciones más desfavorables del mundo. En las trincheras de la guerra, o en las pausas de la guerrilla, o en medio de las ruinas de todo orden normal hay también ángulos y momentos de tranquilidad; la paz se adapta enseguida y, a su modo, florece allí dentro. Pero ¿podemos decir que este residuo de vitalidad sea verdadera paz, ideal de la humanidad? ¿Es esta modesta y prodigiosa capacidad de recuperación y de reacción; es este desesperado optimismo lo que puede aplacar la suprema aspiración del hombre al orden y a la plenitud de la justicia? ¿Llamaremos paz a sus falsificaciones? «Ubi solitudinem faciunt pacem appellant!» (C. Tácito). O también ¿daremos a una tregua el nombre de paz? ¿A un simple armisticio? ¿O a una prepotencia pasada ya a cosa juzgada? ¿A un orden externo fundado sobre la violencia y el miedo? ¿O incluso a un equilibrio transitorio de fuerzas contrastantes? ¿A un brazo de hierro en la tensión inmóvil de potencias opuestas? Una hipocresía necesaria, de la cual está llena la historia. Es verdad, muchas cosas pueden prosperar pacíficamente incluso en situaciones precarias e injustas. Hay que ser realistas, dicen los oportunistas: sólo ésta es la paz posible; una transacción, una acomodación frágil y parcial. Los hombres no serían capaces de una paz mejor.

Por tanto, a finales del siglo veinte, ¿la humanidad debería contentarse de una paz resultante de un equilibrismo diplomático y de una cierta regulación de intereses antagonistas y nada más?

Admitimos que una perfecta y estable « tranquillitas ordinis », es decir, una paz absoluta y definitiva entre los hombres, y hasta con un progreso de nivel elevado y universal de civilización, no puede ser más que un sueño, no falso pero sí insatisfecho; un ideal no irreal, pero que hay que realizar; porque todo es móvil en el curso de la historia y porque la perfección del hombre no es ni unívoca ni invariable. Las pasiones humanas no se apagan. El egoísmo es una raíz mala, que nunca se logra arrancar del todo de la sicología del hombre. En la de los pueblos asume comúnmente la forma y la fuerza de la razón de ser; hace de filosofía ideal. Eh ahí, pues, para nosotros la amenaza de una duda que puede ser fatal: ¿es posible la paz? La duda se trasforma bastante fácilmente para algunos en certeza desastrosa: ¡la paz es imposible!

Una nueva o más bien vieja antropología está resucitando: el hombre está hecho para combatir al hombre: «homo homini lupus». La guerra es inevitable. ¿Cómo evitar la carrera de los armamentos? Es una exigencia primaria de la política. además una ley de la economía internacional.

Es una cuestión de prestigio.

Primero la espada; después el arado. Parece como si esta conjunción prevaleciese sobre todas las demás, incluso para algunos pueblos en vía de desarrollo, que se van encajando fatigosamente en la civilización moderna y que se imponen sacrificios enormes sobre el presupuesto indispensable para las necesidades elementales de la vida, escatimando los alimentos, las medicinas, la instrucción, las comunicaciones, la vivienda y hasta la verdadera independencia económica y política, con tal de estar armados, de infundir temor e imponerse a los propios vecinos, muchas veces pensando más en ofrecer no ya amistad, ni colaboración, ni bienestar común, sino un fiero aspecto en el arte de la afrenta y de la guerra. La paz, muchos así lo piensan y afirman, es imposible ya sea como ideal, ya sea como realidad.

He aquí en cambio nuestro mensaje, el vuestro, hombres de buena voluntad, el mensaje de la humanidad universal: ¡la paz es posible! ¡debe ser posible!

Sí, porque este es el mensaje que nos viene de los campos de las dos guerras mundiales y de otros conflictos armados recientes, que han ensangrentado la tierra; es la voz misteriosa y tremenda de los Caídos y de las víctimas de los conflictos pasados; es el gemido lastimoso de las innumerables tumbas de los cementerios militares y de los monumentos sagrados a los Soldados Desconocidos: la paz, la paz, no la guerra. La paz es la condición y la síntesis de la humana convivencia.

Sí, porque la paz ha vencido las ideologías, que son contrarias a ella. La paz es sobre todo una actitud del espíritu. Finalmente, ella ha penetrado como una necesidad lógica y humana en las conciencias de tantas personas y especialmente de las jóvenes generaciones: debe ser posible, dicen éstas, vivir sin odiar y sin matar. Se impone una pedagogía nueva y universal, la pedagogía de la paz.

Sí, porque la madurez de la conciencia civil ha formulado este obvio propósito: en vez de confiar la solución de las contiendas humanas al irracional y bárbaro duelo de la fuerza ciega y homicida de las armas, fundaremos instituciones nuevas, donde la palabra, la justicia, el derecho se expresen y hagan ley, severa y pacífica, en las relaciones internacionales. Estas instituciones, la primera entre ellas la Organización de las Naciones Unidas, han sido ya fundadas; un humanismo nuevo las sostiene y las honra; un empeño solemne hace solidarios a los miembros que se adhieren a ellas; una esperanza positiva y universal las reconoce como instrumentos de orden internacional, de solidaridad y de fraternidad entre los pueblos. La paz encuentra en ellas la propia sede y el propio taller.

Sí, repetimos, la paz es posible porque en estas instituciones encuentra de nuevo sus características fundamentales, que una errónea concepción de la paz hace olvidar fácilmente: la paz debe ser racional, no pasional; magnánima, no egoísta; la paz debe ser no inerte y pasiva, sino dinámica, activa y progresiva a medida que justas exigencias de los declarados y ecuánimes derechos del hombre reclamen de ella nuevas y mejores expresiones; la paz no debe ser débil, inútil y servil, sino fuerte, tanto por las razones morales que la justifican como por el consentimiento compacto de las naciones que la deben sostener. Este punto es sumamente importante y delicado: si estos organismos modernos, de los que la paz debe obtener apoyo y tutela, no se revelaran idóneos para su propia función, ¿cual sería la suerte del mundo? Su ineficiencia: podría originar una desilusión fatal en la conciencia de la humanidad; la paz saldría derrotada, y con ella el progreso de la civilización. Nuestra esperanza, nuestra convicción de que la paz es posible, quedaría sofocada primero por la duda, más tarde por la irrisión y el escepticismo, y al fin ¡qué fin! por la negación. ¡Repugna pensar en semejante ruina! Es necesario, por el contrario, volver a plantear la afirmación fundamental sobre la posibilidad de la paz en estas dos afirmaciones complementarias:

la paz es posible, si verdaderamente se la quiere;
y si la paz es posible, es un deber.

Esto significa descubrir qué fuerzas morales son necesarias para resolver positivamente el problema de la paz. Hay que tener, como decíamos en otra ocasión, la valentía de la paz. Una valentía de gran altura, no la de la fuerza bruta; sino la del amor: repetimos, todo hombre es mi hermano, no puede haber paz sin una nueva justicia.

¡Hombres valientes y conscientes que con vuestra colaboración teneis el poder y el deber de construir y de defender la paz! ¡Vosotros especialmente, guías y maestros de los pueblos! Si el eco de este cordial mensaje llega a vuestros oídos, que baje también a vuestros corazones y fortalezca vuestras conciencias con la renovada certeza de la posibilidad de la paz. Tened la sabiduría de fijar vuestra atención en esta paradójica certeza, empeñad en ella vuestras energías, dadle, a pesar de todo, vuestra confianza; con vuestro poder persuasivo haced de ella tema para la opinión pública, no para debilitar los ánimos de la generación joven, sino para corroborarlos hacia sentimientos más humanos y viriles; fundad, construid en la verdad, en la justicia, en la caridad y en la libertad la paz para los siglos venideros, empezando desde el año 1973 a reivindicarla como posible, saludándola como real. Este era el programa que trazaba nuestro Predecesor Juan XXIII en su Encíclica «Pacem in terris», de la que se cumplirán los diez años en abril de 1973: y como hace diez años recibísteis con gratitud su voz paterna, igualmente confiamos que el recuerdo de aquella gran llama, que él encendió en el mundo, estimule los corazones a nuevos y más decididos propósitos de paz.

Estamos con vosotros.

Y a vosotros, Hermanos e Hijos en la comunión católica y a cuantos nos están unidos en la fe cristiana, repetimos la invitación a la reflexión sobre la posibilidad de la paz, indicándoos los senderos a lo largo de los cuales esta reflexión puede profundizar todavía más: son los senderos de un realístico conocimiento de la antropología humana, en la cual los motivos misteriosos del mal y del bien en la historia y en el corazón del hombre nos descubren por qué la paz es un problema siempre abierto, siempre amenazado por soluciones pesimísticas, y a la vez siempre sostenido no sólo por el deber, sino también por la esperanza de soluciones felices. Nosotros creemos en un gobierno frecuentemente indescifrable, pero real, de una Bondad infinita que llamamos Providencia y que domina la suerte de la humanidad; conocemos las singulares pero extraordinarias reversibilidades de todo acontecimiento humano en una historia de salvación;(1) llevamos esculpida en la memoria la séptima bienaventuranza del Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios »;(2) nosotros escuchamos, absortos en una esperanza que no defrauda,(3) el anuncio navideño de paz a los hombres de buena voluntad;(4) tenemos continuamente la paz en los labios y en el corazón como don, saludo y auspicio bíblico, proveniente del espíritu, porque nosotros poseemos la fuente secreta e inagotable de la paz, que es «Cristo nuestra paz»,(5) y si la paz es posible en Cristo y por Cristo, ella es posible entre los hombres y para los hombres.

No dejemos que decaiga la idea de la paz, ni la esperanza, ni la aspiración, ni la experiencia de la paz; sino que renovemos siempre en los corazones el deseo de ella en todos los niveles: en el cenáculo secreto de las conciencias, en la convivencia familiar, en la dialéctica de los contrastes sociales, en las relaciones entre las clases y las naciones, en el apoyo a las iniciativas y a las instituciones internacionales que tienen la paz por bandera. Hagamos posible la paz, predicando la amistad y practicando el amor al prójimo, la justicia y el perdón cristiano; abrámosle las puertas, donde haya sido excluida, con negociaciones leales y ordenadas a sinceras conclusiones positivas; no rehusemos cualquier clase de sacrificio que, sin ofender la dignidad de quien se vuelve generoso, haga la paz más rápida, cordial y duradera.

A los mentís trágicos e insuperables que parecen constituir la despiadada realidad de la historia de nuestros días, a las seducciones de la fuerza agresiva, a la violencia ciega que descarga contra los inocentes, a las insidias escondidas y que se mueven para especular sobre los grandes negocios de la guerra y para oprimir y subyugar las gentes más débiles; y finalmente a la angustiosa pregunta que nos asalta continuamente: ¿será posible la paz entre los hombres? ¿una paz verdadera?, hagamos surgir de nuestro corazón, lleno de fe y fuerte en el amor, la sencilla y victoriosa respuesta: ¡Sí! Una respuesta que nos impulsa a ser promotores de paz con sacrificio, con sincero y perseverante amor por la humanidad.

Sea la vuestra el eco a nuestra respuesta de bendición y de auspicio en el nombre de Cristo: ¡Sí!

Vaticano, 8 de diciembre de 1972.

PAULUS PP. VI
(1) Cf. Rom. 8, 28.

(2) Mt. 5, 9.

(3) Cf. Rom. 5, 5.

(4) Cf. Lc. 2, 14.

(5) Ef. 2, 14.




PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ - 1 de enero de 1970: ¡CIUDADANOS DEL MUNDO!