PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ - 1 de enero de 1976: LAS VERDADERAS ARMAS DE LA PAZ





1 de enero de 1977: SI QUIERES LA PAZ, DEFIENDE LA VIDA



¡Hombres ilustres y responsables!
¡Hombres innumerables y desconocidos!
¡Hombres Amigos!

Una vez más, décima vez, nos dirigimos a vosotros, estamos con vosotros. En el alba del nuevo año 1977, estamos a vuestra puerta y llamamos (cfr. Apoc Ap 3,20). Abridnos, por favor. Somos el Peregrino de costumbre, que recorre los senderos del mundo, sin cansarse jamás ni perder el camino. Hemos sido enviado para traeros el anuncio de siempre; somos el profeta de la Paz. Sí, Paz, Paz, vamos gritando, como mensajero de una idea fija, de una idea antigua, pero siempre nueva por la necesidad presente que la reclama como un descubrimiento, como un deber, como una dicha. La idea de la Paz parece un dato adquirido, como expresión equivalente y perfectiva de la civilización. No hay civilización sin Paz. Pero, en realidad, la Paz nunca es completa ni segura. Habéis observado cómo hasta los logros del progreso pueden convertirse en causa de conflictos, y de qué proporción. No juzguéis supérfluo, y por ello aburrido, nuestro mensaje anual en favor de la Paz.

En el cuadrante de la psicología de la humanidad, la Paz ha marcado, después de la última guerra mundial, una hora de fortuna. Sobre las inmensas ruinas, distintas, sí, en los diversos Países, pero universales, finalmente se ha visto dominar, sola, victoriosa, la Paz.

E inmediatamente las obras, las instituciones propias de la Paz han brotado como vegetación de primavera; muchas de ellas perduran y florecen sin cesar; son las conquistas del mundo nuevo; y el mundo hace bien de estar orgulloso y querer conservar la eficiencia y el desarrollo de las mismas; son las obras y las instituciones que marcan un nuevo peldaño en el progreso de la humanidad. Escuchemos ahora por un instante una voz autorizada, paterna y profética, la de nuestro venerable Predecesor el Papa Juan XXIII:

«La convivencia humana, Venerables Hermanos y amados hijos, es y tiene que ser considerada, sobre todo, como una realidad espiritual: como comunicación de conocimientos en la luz de la verdad, como ejercicio de derechos y cumplimiento de obligaciones, como impulso y reclamo hacia el bien moral, como noble disfrute en común de la belleza en todas sus legítimas expresiones, como permanente disposición a comunicar los unos a los otros lo mejor de sí mismos, como anhelo de una mutua y siempre más rica asimilación de valores espirituales. Valores en los que encuentren su perenne vivificación y su orientación de fondo las manifestaciones culturales, el mundo de la economía, las instituciones sociales, los movimientos y las teorías políticas, los ordenamientos jurídicos y todos los demás elementos exteriores en los que se articula y se expresa la convivencia en su incesante desenvolvimiento» (Encíclica Pacem in terris PT 11 abril 1963: Acta Apostolicae Sedis 55, 1963, p. 266).

Pero esta fase terapéutica de la Paz cede el paso a nuevas contestaciones, bien como residuo de renovadas contiendas, sólo provisionalmente apagadas, bien como fenómenos históricos nuevos que nacen de las estructuras sociales en continua evolución. La Paz vuelve a estar amenazada, primeramente en los sentimientos de los hombres, después en contestaciones parciales y locales, más tarde en espantosos programas de armamento, que calculan en frío el potencial de aterradoras destrucciones, superiores incluso a nuestra misma capacidad de traducirlas en medidas concretas. Surgen por todas partes tentativas, dignas de grandísimo elogio, para conjurar semejantes conflagraciones. De todo corazón deseamos que prevalezcan sobre los inconmensurables peligros a los que dichas tentativas tratan de poner un remedio preventivo.

¡Hombres Hermanos! Esto no basta. El concepto de la Paz, como ideal que dirige la actividad efectiva de la sociedad humana, parece sucumbir ante la fatal fuerza superior de la incapacidad del mundo a gobernarse en la Paz y con la Paz. La Paz no es un hecho autógeno, aunque hacia él tienden los impulsos profundos de la naturaleza humana; la Paz es el orden; y al orden aspiran todas las cosas, todos los hechos, como a un destino preconstituido, como a una razón de ser preconcebida, pero que se realiza en concomitancia y en colaboración con multitud de factores. Por eso la Paz es un vértice que supone una interior y compleja estructura de soporte; es como un cuerpo flexible que debe ser sostenido por un esqueleto robusto. Es una construcción que debe su estabilidad y su excelencia al esfuerzo sostenedor de causas y condiciones, que a veces le faltan, y aun cuando las tiene no siempre cumplen la función que les ha sido asignada para que la pirámide de la Paz sea estable, tanto en su base como en su cúspide.

Frente a este análisis de la Paz, que confirma su excelencia, su necesidad, y que al mismo tiempo revela su inestabilidad y fragilidad, Nos reafirmamos nuestra convicción: la Paz es un deber, la Paz es posible. Este es nuestro mensaje repetido, que hace suyo el ideal de la civilización, que se hace eco de las aspiraciones de los Pueblos, conforta la esperanza de los hombres humildes y débiles y ennoblece con la justicia la seguridad de los fuertes. Es el mensaje del optimismo, es el presagio del porvenir. La Paz no es un sueño, no es una utopía, no es una ilusión. No es tampoco la fatiga de Sísifo: no, la Paz puede ser prolongada y fortalecida; puede escribir las más bellas páginas de la historia, no sólo con los fastos del poder y la gloria, sino mucho más aún con los mejores fastos de la virtud humana, de la bondad popular, de la prosperidad colectiva, de la verdadera civilización: la civilización del amor.

¿Es verdaderamente posible? Sí, lo es, lo debe ser. Pero seamos sinceros : la Paz, repetimos, es un deber, es posible, pero no sin el concurso de muchas y no fáciles condiciones. El discurso sobre las condiciones de la Paz —nos damos bien cuenta de ello— es muy difícil y largo. No nos atrevemos a afrontarlo ahora. Lo dejamos a los expertos. Pero Nos no queremos callar un aspecto que es sin duda primordial. Nos basta por el momento recordarlo y recomendarlo a la reflexión de los hombres buenos e inteligentes. Se trata de lo siguiente: la relación de la Paz con la concepción que el mundo tiene de la Vida humana.

Paz y Vida: son bienes supremos en el orden civil; y son bienes correlativos.

¿Queremos la Paz? ¡Defendamos la Vida!

Este binomio «Paz y Vida» puede parecer casi una tautología, un slogan retórico: pero no lo es. Representa una conquista por la que se ha combatido sin cesar a lo largo del camino del progreso humano; un camino que no ha llegado todavía a su meta final. ¡Cuántas veces, en la dramática historia de la humanidad, el binomio «Paz y Vida» encierra no un abrazo fraterno, sino una lucha feroz de los dos términos! La Paz se busca y se conquista con la muerte y no con la Vida; y la Vida se afirma no con la Paz, sino con la lucha, como un triste destino necesario para la propia defensa.

El parentesco entre la Paz y la Vida parece brotar de la naturaleza misma de las cosas; pero no siempre, ni brota todavía de la lógica del pensamiento y de la conducta de los hombres. Y esta es, si queremos comprender la dinámica del progreso humano, la paradoja y la novedad que Nos debemos afirmar para el año de gracia de 1977 y para siempre. Pero no es fácil, no es sencillo lograrlo porque demasiadas objeciones, formidables objeciones custodiadas en el inmenso arsenal de las pseudo-convicciones, de los prejuicios empíricos y utilitarios, de las llamadas razones de Estado o de las costumbres históricas y tradicionales oponen, aun hoy día, obstáculos que parecen insuperables. Con esta trágica conclusión: si Paz y Vida pueden ilógica pero prácticamente separarse, se perfila en el horizonte del futuro una catástrofe que, en nuestros días, podría resultar inconmensurable e irremediable, tanto para la Paz como para la Vida. Hiroshima es un documento terriblemente elocuente y un paradigma espantosamente profético a este respecto. Si, por una fatal hipótesis, la Paz se concibiera como disociada del connatural respeto a la Vida, podría imponerse como un triste triunfo de la muerte; vienen a la mente las palabras de Cornelio Tácito: «... ubi solitudinem faciunt, pacem appellant» (Vida de Agrícola, 30). Y recíprocamente: ¿se puede exaltar con egoísta y casi idolátrica preferencia la Vida privilegiada de algunos a costa de la opresión o de la supresión de los otros? ¿Es esto Paz?

Para encontrar la clave de la verdad en este conflicto, que de teórico y moral se convierte en trágicamente real, que profana y tiñe de sangre aún hoy día tantas páginas de la convivencia humana, hay que reconocer sin duda el primado de la Vida, como valor y condición de la Paz. Esta es la fórmula: «si quieres la Paz, defiende la Vida». La Vida es el vértice de la Paz. Si la lógica de nuestro actuar parte de la sacralidad de la Vida, la guerra, como medio normal y habitual para la afirmación del derecho y, por tanto, de la Paz, queda virtualmente descalificada. La Paz no es sino la superioridad incontestable del derecho y, en definitiva, la feliz celebración de la Vida.

Aquí podríamos seguir citando ejemplos indefinidamente, lo mismo que no tiene fin la casuística de las aventuras, o por mejor decirlo, de las desaventuras, en que la Vida está puesta en juego de cara a la Paz. Nos hacemos nuestra la clasificación que, en tal sentido, ha sido presentada teniendo en cuenta «tres imperativos esenciales». Para lograr la Paz auténtica y feliz es necesario, según estos imperativos: «defender la Vida, cuidar la Vida, promover la Vida».

La política de los grandes armamentos entra inmediatamente en cuestión. La vieja sentencia que ha hecho y hace escuela en política: «si vis pacem, para bellum» no se puede admitir sin radicales reservas (cfr. Luc Lc 14,31). Con la sincera audacia de nuestros principios, denunciamos así el falso y peligroso programa de la «carrera de los armamentos», de la secreta competición por la superioridad bélica entre los pueblos. Aunque, por una sobreviviente y feliz cordura, o por tácito pero de hecho tremendo «brazo de hierro» en el equilibrio de las mortíferas fuerzas contrarias, no estalla la guerra (¡qué guerra sería!), sin embargo, cómo no lamentar el derroche de medios económicos y de energías humanas para conservar a cada Estado su coraza de armas cada vez más costosas, cada vez más eficientes, en perjuicio de los balances escolares, culturales, agrícolas, sanitarios, civiles: la Paz y la Vida soportan pesos enormes e incalculables para mantener una Paz fundada sobre la perpetua amenaza a la Vida, como también para defender la Vida mediante una constante amenaza a la Paz.

Se dirá: es inevitable. Puede serlo en una concepción tan imperfecta aún de la civilización. Pero reconozcamos al menos que este desafío constitucional, que la carrera de los armamentos establece entre la Vida y la Paz, es una fórmula falaz en sí misma y que por tanto ha de ser corregida, superada. Loor pues al esfuerzo ya iniciado para reducir y al fin para eliminar esta absurda guerra fría, resultado del progresivo aumento del respectivo potencial bélico de las Naciones, como si éstas tuviesen que ser, sin tregua, enemigas entre sí y como si fuesen incapaces de darse cuenta de que tal concepción de las relaciones internacionales tendría un día como resultado la ruina del País y de innumerables vidas humanas.

Pero no es sólo la guerra la que mata la Paz. Todo delito contra la Vida es un atentado contra la Paz, especialmente si hace mella en la conducta del Pueblo, tal como está ocurriendo frecuentemente hoy, con horrible y a veces legal facilidad, con la supresión de la Vida naciente, con el aborto. Se suelen invocar en favor del aborto las razones siguientes: el aborto mira a frenar el aumento molesto de la población, a eliminar seres condenados a la malformación, al deshonor social, a la miseria proletaria, etc.; da la impresión de beneficiar más bien que perjudicar a la Paz. Pero no es así. La supresión de una vida naciente, o ya dada a luz, viola ante todo el principio moral sacrosanto, al que debe hacer siempre referencia la concepción de la existencia humana: la Vida humana es sagrada desde el primer momento de su concepción y hasta el último instante de su supervivencia natural en el tiempo. Es sagrada: ¿qué quiere decir esto? Quiere decir que queda excluida de cualquier arbitrario poder supresivo, que es intocable, digna de todo respeto, de todo cuidado, de cualquier debido sacrificio. Para quien cree en Dios es espontáneo, es debido por ley religiosa trascendente; e incluso para quien no tiene esta suerte de admitir la mano de Dios protectora y desagraviadora de todo ser humano, es y debe ser intuitivo en virtud de la dignidad humana este sentido de lo sacro, es decir, de lo intocable, de lo inviolable, propio de una existencia humana viva. Lo saben, lo sienten aquellos que han tenido la desventura, la culpa implacable, el remordimiento siempre renaciente de haber suprimido voluntariamente una Vida; la voz de la sangre inocente grita en el corazón de la persona homicida con desgarradora insistencia: la Paz interior no es posible por vía de sofismas egoistas. Y si lo es, un atentado contra la Paz, es decir, contra el sistema protector general del orden, de la humana y segura convivencia, en una palabra contra la Paz, ha sido perpetrado: Vida individual y Paz general están siempre unidas por un inquebrantable parentesco. Si queremos que el orden social creciente se asiente sobre principios intocables, no lo ofendamos en el corazón de su esencial sistema: el respeto a la vida humana. También en este sentido Paz y Vida son solidarias en la base del orden y de la civilización.

El discurso puede prolongarse sometiendo a examen las numerosas formas en que la ofensa a la vida parece convertirse en costumbre, las maneras de delincuencia colectiva, para asegurarse la complicidad del silencio o la de enteros sectores de ciudadanos, para hacer de la venganza privada un vil deber colectivo, del terrorismo un fenómeno de legítima afirmación política o social, de la tortura policial un método eñcaz de la fuerza pública que no mira ya a restablecer el orden, sino a imponer una innoble represión. Es imposible que la paz florezca donde la incolumidad de la vida se halla comprometida hasta este extremo. Donde reina la violencia, desaparece la verdadera Paz. Por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la Paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social.

Documentos de nuestro progreso civil son los textos de los compromisos internacionales en favor de la tutela de los Derechos Humanos, de la Defensa del niño, de la salvaguardia de las libertades fundamentales del hombre. Son la epopeya de la Paz, en cuanto son un escudo que defiende la Vida. ¿Son completos? ¿son observados? Todos nosotros nos damos cuenta de que la civilización se manifiesta en tales declaraciones y que encuentra en ellas el aval de la propia realidad, plena y gloriosa, si esas declaraciones pasan a las conciencias y a las costumbres; realidad escarnecida y violada, si quedan en letra muerta.

¡Hombres, Hombres de la madurez del siglo veinte! Vosotros habeis firmado las Cartas gloriosas de vuestra plenitud humana ya conseguida, si tales cartas son verdaderas; habéis sellado vuestra condena moral ante la historia, si ellas son documentos de veleidades retóricas o de hipocresía jurídica. El metro está ahí: en la ecuación entre Paz verdadera y dignidad de la Vida.

Acoged nuestra imploración suplicante: que tal ecuación se lleve a efecto y que sobre ella se eleve una nueva cúspide en el horizonte de nuestra civilización de la Vida y de la Paz: la civilización, decimos una vez más, del amor.

¿Queda dicho todo?

No, falta por resolver una cuestión: ¿cómo realizar este programa de civilización?, ¿cómo hermanar de veras la Vida y la Paz?

Respondemos en términos que pueden parecer inaccesibles a cuantos encierran el horizonte de la Realidad en la sola visión natural. Hay que recurrir a ese mundo religioso, que Nos llamamos «sobrenatural». Es necesaria la fe para descubrir ese sistema de eficiencias que intervienen en el conjunto de las vicisitudes humanas, en las que se injerta la obra transcendente de Dios y que las habilita para efectos superiores, imposibles humanamente hablando. Hace falta la religión, 1a viva y verdadera, para hacerlos posibles. Hace falta la ayuda del «Dios de la paz» (Fil. 4, 9).

Dichosos nosotros si conocemos esto y lo creemos; y dichosos si, de acuerdo con esta fe, sabemos descubrir y poner en práctica la relación existente entre la Vida y la Paz.

Porque existe una excepción capital al razonamiento expuesto más arriba, el cual antepone la Vida a la Paz y hace depender la Paz de la inviolabilidad de la Vida: es la excepción que se verifica en aquellos casos en que entra en juego un bien superior a la misma Vida. Se trata de un Bien cuyo valor desborda el valor de la Vida misma, como la verdad, la justicia, la libertad civil, el amor al prójimo, la Fe... Entonces interviene la palabra de Cristo: «Quien ama la propia Vida (más que estos Bienes superiores), la perderá» (cfr. Jn. Jn 12,25). Esto demuestra que así como la Paz debe ser considerada en orden a la Vida y que así como el ordenado bienestar asegurado a la Vida debe desembocar en la Paz misma, la armonía que hace ordenada y feliz, interior y socialmente, a la existencia humana, así también esta existencia humana, esto es, la Vida, no puede ni debe sustraerse a las finalidades superiores que le confieren su primordial razón de ser: ¿para qué se vive? ¿qué es lo que da a la Vida, además de la ordenada tranquilidad de la Paz, su propia dignidad, su plenitud espiritual, su grandeza moral y, también, su finalidad religiosa? ¿Se habrá perdido quizá la Paz, la verdadera Paz, cuando en el área de la Vida se haya dado carta de ciudadanía al Amor, en su más alta expresión que es el sacrificio? Y si el sacrificio entra verdaderamente en un designio de Redención y de título meritorio para una existencia que trasciende las formas y las medidas temporales ¿ no recuperará esta existencia, a nivel superior y eterno, la Paz, su verdadera y centuplicada Paz de la Vida eterna? (cfr. Mat Mt 19,29). El que es discípulo de la escuela de Cristo puede comprender este lenguaje trascendente (cfr. Mat Mt 19,11). ¿Y por qué no podríamos ser nosotros esos alumnos? Cristo «es nuestra Paz» (cfr. Ef. 2, 11).

Así lo deseamos de corazón a todos aquellos a quienes, con nuestra Bendición, llega este mensaje nuestro de Paz y de Vida.

Vaticano, 8 de diciembre de 1976.

PAULUS PP. VI


1 de enero de 1978: NO A LA VIOLENCIA, SÍ A LA PAZ

Una vez más nos atrevemos a dirigir al mundo, a la humanidad, la palabra suave y solemne de Paz. Esta palabra nos oprime y nos exalta. No es nuestra; desciende del reino invisible, el reino de los cielos; notamos la trascendencia profética, no apagada por nuestros humildes labios, que le prestan la voz: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc 2,14). ¡Sí, repetimos, la Paz debe existir! ¡La Paz es posible!

Este es el anuncio; esta es la nueva, siempre nueva y gran noticia; éste es el Evangelio, que también en el alba del nuevo ciclo sideral, el año de gracia de 1978, debemos proclamar a todos los hombres: la Paz es el don que se ofrece a los hombres, que pueden y deben acoger, colocándolo en la cima de sus espíritus, de sus esperanzas, de su felicidad.

La Paz, recordémoslo inmediatamente, no es un sueño puramente ideal, no es una utopía atrayente, pero infecunda e inalcanzable; es y debe ser una realidad; una realidad mutable y que se debe crear en cada período de la civilización, como el pan que nos alimenta, fruto de la tierra y de la divina Providencia, pero a la vez obra del hombre trabajador. La Paz no es, en absoluto, un estado de ataraxia pública en la cual quien goza de ella se ve dispensado de todo cuidado y defendido ante cualquier obstáculo, pudiendo concederse una felicidad estable y tranquila que tiene más de inercia y de egoísmo que de vigor vigilante y laborioso: la Paz es un equilibrio que se sostiene en el movimiento y que despliega constantes energías de espíritu y de acción; es una fortaleza inteligente y siempre viva.

Por eso, en los umbrales del nuevo año de 1978, suplicamos una vez más a todos los hombres de buena voluntad, a las personas responsables de la dirección colectiva de la vida social, a los Políticos, a los Pensadores, a los Publicistas, a los Artistas, a los inspiradores de la opinión pública, a los maestros de las escuelas, del arte, de la oración, y también a los grandes mentores y agentes del mercado mundial de armas, a todos, a emprender nuevamente con generosa honestidad la reflexión acerca de la Paz en el mundo, hoy.

Creemos que, a la hora de valorar esta Paz, hay dos fenómenos capitales que se imponen con fácil ventaja a la atención común.

El primer fenómeno es extraordinariamente positivo y lo constituye el progreso evolutivo de la Paz. Esta es una idea que va ganando prestigio en la conciencia de la humanidad; avanza, precede y acompaña a la idea del progreso, que es la de la unidad del género humano. La historia de nuestro tiempo, digámoslo en honor suyo, está toda ella salpicada de flores de una espléndida documentación en favor de la Paz pensada, organizada, celebrada y defendida: Helsinki enseña. Y confirman estas esperanzas la próxima Sesión Especial de la Asamblea General de la O.N.U., dedicada al problema del desarme, y los numerosos esfuerzos de los grandes y de los humildes agentes de la paz.

Nadie se atreve hoy a sostener, como principios de bienestar y de gloria, programas declarados de lucha mortal entre los hombres, esto es, de guerra. Incluso allí donde las expresiones comunitarias de un legítimo interés nacional, sufragado por títulos que parecen coincidir con las razones prevalentes del derecho, no logran afirmarse mediante la guerra como vía de solución, se confía todavía que pueda ser evitado el recurso desesperado al uso de las armas, hoy más que nunca locamente homicida y destructor. Pero en estos momentos la conciencia del mundo se halla aterrorizada por la hipótesis de que nuestra Paz no sea sino una tregua y de que se pueda desencadenar fulminantemente una conflagración inconmensurable. Quisiéramos estar en condiciones de ahuyentar esta inmanente y terrible pesadilla, proclamando en alta voz lo absurdo de la guerra moderna y la absoluta necesidad de la Paz, no fundada ya sobre la prevalencia de las armas, dotadas hoy día de un infernal potencial bélico (recordemos la tragedia del Japón), o sobre la violencia estructural de algunos regímenes políticos, sino sobre el método paciente, racional y solidario de la justicia y la libertad, como lo van promoviendo y tutelando las grandes instituciones internacionales actualmente existentes. Confiamos en que las enseñanzas magistrales de nuestros grandes Predecesores, Pío XII y Juan XXIII, seguirán inspirando en este tema fundamental la sabiduría de los maestros modernos y de los hombres políticos de nuestro tiempo.

Queremos referirnos ahora a un segundo fenómeno, negativo y concomitante con el primero; es el de la violencia pasional o cerebral. Está difundiéndose en la vida civilizada, aprovechándose de las facilidades de que goza la actividad del ciudadano para acechar y herir, generalmente a traición, al ciudadano-hermano que se opone legalmente a un interés propio. Esta violencia, que podemos llamar también privada por más que esté astutamente organizada en grupos clandestinos y facciosos, asume proporciones preocupantes, tales como para convertirse en costumbre. Se podría definir delincuencia, por las expresiones antijurídicas en que se expresa, pero las manifestaciones en que desde hace algún tiempo y en algunos ambientes se va desplegando, exigen un análisis propio, bastante variado y difícil. Deriva de una decadencia de la conciencia moral, no educada, no asistida, empapada generalmente de un pesimismo social, que ha apagado en el espíritu el gusto y el empeño de la honestidad profesada por sí misma, así como aquello que de más hermoso y más feliz hay en el corazón humano: el amor verdadero, noble y fiel. A veces la sicología del violento arranca de una raíz perversa de venganza ideal y, consiguientemente, de una justicia insatisfecha, macerada por pensamientos amargos y egoístas, y potencialmente sin reparo ni freno con respecto a cualquier objetivo; lo posible sustituye a lo honesto; único freno es el temor de incurrir en alguna sanción pública y privada; y por esto la actitud habitual de esta violencia es la de la acción a escondidas y del acto vil y alevoso que compensa la violencia misma con el éxito impune.

La violencia no es fortaleza. Es la explosión de una energía ciega que degrada al hombre que se abandona a ella, rebajándolo del nivel racional al pasional; incluso cuando la violencia conserva un cierto dominio de sí, busca vías innobles para afirmarse, las vías de la insidia, de la sorpresa, de la prevalencia física sobre un adversario más débil y posiblemente indefenso; aprovecha de la sorpresa o del miedo de éste y de la propia locura; y si esto ocurre entre los dos contendientes ¿cuál es el más vil?

Un aspecto de la violencia erigida en sistema «para arreglar cuentas» ¿no recurre a formas abominables de odio, de rencor, de enemistad que constituyen un peligro para la convivencia, y que descalifican a la comunidad, dentro de la cual descomponen los sentimientos mismos de humanidad que forman el tejido primario e indispensable de cualquier sociedad, ya sea familiar, tribal o comunitaria?

La violencia es antisocial por los métodos mismos que le permiten organizarse en una complicidad de grupo, donde el silencio forma el cemento de cohesión y el escudo de protección; un deshonroso sentido del honor le confiere un paliativo de conciencia; y es ésta una de las deformaciones difundida hoy día por el verdadero sentido social que cubre con el secreto y con la amenaza de venganza despiadada ciertas formas asociadas de egoísmo colectivo, receloso de la legalidad normal y siempre hábil para eludir su observancia, tramando, como por fuerza de cosas, empresas criminales que a veces degeneran en gestos de despiadado terorrismo, epílogo de la falsa vía emprendida y causa de deplorables represiones. La violencia conduce a la revolución y la revolución a la pérdida de la libertad. Es equivocado el eje social, en torno al cual despliega la violencia el propio desarrollo fatal; estallada como reacción de fuerza, no falta a veces de lógico impulso, termina su ciclo contra sí misma y contra los motivos que han provocado su intervención. Posiblemente es el caso de recordar la frase lapidaria de Cristo contra el recurso impulsivo al uso de una espada vengadora: «... quien toma la espada, a espada morirá» (Mt 26,52). Recordémoslo por tanto: la violencia no es fortaleza. No exalta, sino que humilla al hombre que hace recurso a ella.

En este mensaje de Paz hablamos de la violencia, como de su término antagonista, y no hemos hablado de guerra, la cual merece aún nuestra condenación, por más que hoy día la guerra tiene ya su propia condena, cada vez más extendida, y tiene en contra suya un laudable esfuerzo cada vez más cualificado tanto social como políticamente; además porque se halla reprimida por la misma terribilidad de las propias armas, de las que podría disponer inmediatamente en la supertrágica eventualidad de que estallase. El miedo, común a todos los Pueblos y en especial a los más fuertes, contiene la eventualidad de que la guerra asuma las proporciones de una conflagración cósmica. Al miedo, dique más mental que real, se une como ya hemos dicho un esfuerzo racional y elevado a los supremos niveles políticos, que debe tender no tanto a equilibrar la fuerza de los eventuales contendientes, cuanto a demostrar la suprema irracionalidad de la guerra, y al mismo tiempo a establecer entre los Pueblos relaciones cada vez interdependientes, solidarias al fin, y también más amistosas y humanas. Dios quiera que así sea.

No podemos cerrar los ojos ante la triste realidad de la guerra parcial, bien sea porque mantiene su presencia feroz en determinadas zonas, bien porque sicológicamente no queda excluida de hecho en la turbulenta hipótesis de la historia contemporánea. Nuestra guerra contra la guerra no ha sido vencida todavía; nuestro «sí» a la Paz es más bien optativo que real, porque en tantas situaciones geográficas y políticas, no arregladas aún con soluciones justas y pacíficas, permanece endémica la hipótesis de futuros conflictos. Nuestro amor a la Paz debe permanecer en guardia; además otras perspectivas distintas de la de una nueva guerra mundial nos obligan a considerar y exaltar la Paz incluso fuera de las trincheras militares.

De hecho debemos defender hoy la Paz bajo su aspecto, que podríamos llamar metafísico, anterior y superior al histórico y contingente de la pausa militar y de la exterior tranquillitas ordinis, queremos considerar la causa de la Paz reflejada en la de la misma vida humana. Nuestro «sí» a la Paz se extiende a un «sí» a la vida. La Paz debe afirmarse no sólo en los campos de batalla, sino dondequiera que se desarrolla la existencia del hombre. Hay, más aún debe haber también no sólo una Paz que tutele esta existencia contra las amenazas de las armas bélicas, sino también una Paz que proteja la vida en cuanto tal contra toda clase de peligros, contra toda clase de daño, contra toda insidia.

El discurso podría ser vastísimo; pero nuestros puntos de referencia son pocos y determinados. Existe en el tejido de nuestra civilización una categoría de Personas doctas, valientes y buenas, que han hecho de la ciencia y del arte sanitaria su vocación y su profesión. Son los Médicos y cuantos con ellos y bajo su dirección estudian y trabajan por la existencia y el bienestar de la humanidad. Honor y reconocimiento a estos sabios y generosos tutores de la vida humana.

Nosotros, ministros de la Religión, miramos a esta escogidísima categoría de Personas, dedicada a la salud física y síquica de la humanidad, con gran admiración, con profunda gratitud y con gran confianza. Por muchos títulos, la salud física, el remedio a la enfermedad, el alivio del dolor, la energía del desarrollo y del trabajo, la duración de la existencia temporal y tanta parte de la vida moral dependen de la cordura y de los cuidados de estos protectores, defensores y amigos del hombre. Estamos cerca de los hombres y sostenemos, dentro de nuestras posibilidades, sus fatigas, su honor, su espíritu. Confiamos en su solidaridad para afirmar y defender la Vida humana en aquellas singulares contingencias en que la Vida misma puede verse comprometida por un positivo e inicuo propósito de la voluntad humana. Nuestro «sí» a la Paz suena como un «sí» a la vida. La vida del hombre, desde su primer encenderse a la existencia, es sagrada. La ley del «no matarás» tutela este inefable prodigio de la vida humana con una soberanía trascendente. Este es el principio que gobierna nuestro ministerio religioso en orden al ser humano. Confiamos en tener como aliado nuestro el ministerio terapeútico.

Y confiamos no menos en el ministerio que ha dado principio a la vida humana, en primer lugar el materno. ¡Qué delicado se vuelve ahora nuestro discurso, qué emocionado, piadoso y grave! La Paz tiene en este campo de la vida que nace su primer escudo de protección; un escudo provisto de la más suave protección, pero escudo de defensa y de amor.

Nos no podemos, por tanto, sino desaprobar toda ofensa a la vida que nace y no podemos sino suplicar a todas las Autoridades, a todas las instancias competentes que actúen para que se prohiba y se ponga remedio al aborto voluntario. El seno materno y la cuna de la infancia son las primeras barreras que no solamente defienden con la Vida la Paz, sino que la construyen (cf. Sal.126, 3 ss.). Quien, oponiéndose a la guerra y a la violencia, escoge la Paz, escoge por eso mismo la Vida, escoge el Hombre en sus exigencias profundas y esenciales; este es el sentido de este mensaje, que de nuevo enviamos con humilde y ardiente convicción a los Responsables de la Paz en la tierra y a todos los Hermanos del mundo.

Pero debemos añadir todavía una apostilla dedicada a todos los muchachos que constituyen frente a la violencia el sector más vulnerable de la sociedad, pero también la esperanza de un mañana mejor: llegue a ellos por alguna vía benévola e inteligente, este Mensaje de la Paz.

Digamos la razón. Primeramente, porque en los Mensajes de la Paz de los años anteriores pusimos en evidencia que no hablamos en nuestro nombre solamente, sino que hablamos en nombre de Cristo, que es «el Príncipe de la Paz» en el mundo (Is 9,6), el cual ha dicho: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Creemos que sin la guía y la ayuda de Cristo la Paz verdadera, estable y universal no es posible. Y creemos también que la Paz de Cristo no hace débiles a los hombres, no los convierte en gente miedosa y víctimas de la prepotencia de los otros, sino que más bien los hace capaces de luchar por la justicia y de resolver muchas cuestiones con la generosidad, más aún con el genio del amor.

Segunda razón. Vosotros, jóvenes, tenéis frecuentemente la tentación de reñir. Recordaos: Es una vanidad nociva el querer aparecer fuertes contra otros hermanos y compañeros mediante las peleas, las palabrotas, los golpes, la ira, la venganza. Responderéis que todos hacen lo mismo. Mal hecho, os decimos; si queréis ser fuertes, sedlo con vuestro ánimo, con vuestro comportamiento; aprended a dominaros; sabed también perdonar y volved de nuevo a ser amigos de aquellos que os han ofendido: así seréis de verdad cristianos.

No odiéis a nadie. No seais orgullosos ante otros jóvenes o personas de distinta condición social, de otros Países. No actuéis por interés egoísta, por despecho, nunca jámás por venganza, repetimos.

Tercera razón. Pensamos que vosotros, jóvenes, cuando seais hombres debereis cambiar el modo de pensar y de actuar del mundo de hoy, siempre dispuesto a distinguirse, a separarse de los demás, a combatirlos; ¿no somos todos hermanos? ¿no somos todos miembros de una misma familia humana? ¿no están todas las Naciones obligadas a ir de acuerdo, a crear la Paz?

Vosotros, jóvenes de los nuevos tiempos, debeis acostumbraros a amar a todos, a dar a la sociedad el aspecto de una comunidad más buena, más honesta, más solidaria. ¿Quereis verdaderamente ser hombres y no lobos? ¿Quereis verdaderamente tener el mérito y la alegría de hacer el bien, de ayudar a quien lo necesita, de realizar alguna obra buena con el único premio de la conciencia? Pues bien, recordad las palabras pronunciadas por Jesús durante la última Cena, la noche anterior a su pasión. El dijo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros ... En estos conocerán que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros» (Jn 13,34-35). Este es el signo de nuestra autenticidad, humana y cristiana, quererse bien los unos a los otros.

Jóvenes, nos despedimos y os bendecimos a todos. Esta es nuestra consigna: ¡No a la violencia, sí a la Paz! ¡Sí a Dios!

Vaticano, 8 de diciembre de 1977.

PAULUS PP. VI

PAULO VI-MENSAJES DE LA PAZ - 1 de enero de 1976: LAS VERDADERAS ARMAS DE LA PAZ