F. de Sales, Carta abierta 130

CAPITULO III: Las notas de la Iglesia

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§1 - La Unidad de la Iglesia: la verdadera Iglesia debe ser Una.


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1 - Tantas son las veces y tantos los lugares en que la Iglesia, tanto militante como triunfante, y tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es llamada casa y familia, que me parecería pérdida de tiempo recordarlas, pues esto es tan común en las Escrituras que todos los que las hayan leído nunca lo dudaran, y los que no leyeron, apenas lo hagan encontraran por todos lados esta forma de hablar. Es de la Iglesia que San Pablo dice a su caro Timoteo: Ut scias quomodo oporteat te conversari in domo Dei, quae est Ecclesia, columna et fundamentum veritatis (
1Tm 3,15); es de ella que David dice: Beati qui habitant in domo tua Domine (Ps 83,5); de ella dice el ángel: Regnabit in domo Jacob in aeternum (Lc 1,32); y de ella dice Nuestro Señor: In domo Patris Mei mansiones multae sunt (Jn 14,2); Simili est regnum caelorum homini patrifamilias (Mt 20,1); y también en muchos otros lugares.


Ahora, siendo la Iglesia una casa y una familia, no se puede dudar que su jefe no sea sino un solo, Jesucristo, siendo por eso llamada Casa de Dios. Pero este Jefe y padre de familia, al irse a la diestra de Dios, su Padre, habiendo dejado muchos servidores en su casa, quiso dejar uno que fuese el servidor en jefe, a quien todos los demás se refiriesen; por eso dice Nuestro Señor: Quis putas et servus fidelis et prudens, quem constituit Dominus super familiam suma? (Mt 24,45) Y, de hecho, si no hubiese un gerente en un comercio, pensad como iría el negocio; y si no hubiese un rey en un reino, un capitán en una nave y un padre de familia en una familia, eso ya no sería una familia; pero escuchad a Nuestro Señor: Omnis civitas vel domus divisa contra se non stabit (Mt 12,25). Jamás una provincia se podría gobernar a sí misma, principalmente si fuese grande. Os pregunto, oh señores tan clarividentes, que no queréis que en la Iglesia haya un jefe: ¿podríais presentarme un ejemplo de algún gobierno importante en que todos los gobiernos particulares no hagan referencia a uno principal? Dejemos de lado los macedonios, babilonios, judíos, medos, persas, árabes, sirios, franceses, españoles, ingleses y una infinidad de los más importantes, en los cuales la cosa es bien clara.

Pensemos antes en las republicas; decidme: ¿donde habéis visto una provincia que se gobierne por sí misma? ¡Jamás! La mejor parte del mundo fue otrora de la republica de los romanos, pero una sola Roma gobernaba, una sola Atenas, una sola Cartago y así todas las antiguas, y también una sola Venecia, una sola Génova, una sola Lucerna, Friburgo y otras. Nunca encontraréis el caso de que todas las partes de una grande y notable provincia se gobernasen a sí mismas: hizo, hace y hará falta un solo hombre o un solo organismo de hombres residentes en un lugar determinado, o una sola ciudad, o una sola porción de toda la provincia haya gobernado el resto, si la provincia era grande. Señores aficionados a historias, estoy cierto de vuestra respuesta, que no consentiréis que alguien me desmienta.

Empero, suponiendo -lo que es realmente falso- que alguna provincia en particular se hubiese gobernado a sí misma, ¿cómo podría decirse otro tanto de la Iglesia cristiana, la cual es tan universal que comprende el mundo entero? ¿Cómo podría ser una si estuviese gobernada por sí misma? Dicho de otro modo, ¿haría falta tener constantemente reunido el concilio de todos los obispos? ¿Haría falta que todos los obispos estuviesen siempre ausentes de sus diócesis? ¿Y eso como podría ser? Y, si todos los obispos son iguales, ¿quién los convocaría? ¿Qué esfuerzos habría que hacer para convocar un concilio cada vez que surgiese alguna duda de fe? Es de todo punto imposible conseguir que toda la Iglesia y cada parte de ella se gobiernen por sí mismas sin relacionarse entre sí. Y visto que he probado suficientemente que es necesario que una parte se relacione con la otra, os pregunto con cuál de ellas se debe relacionar. O es una provincia, o una ciudad, o una asamblea, o un particular; si se trata de una provincia, ¿cuál de ellas? No es en Inglaterra, porque cuando ella era católica, ¿donde le encontráis ese derecho? Si proponéis otra provincia, ¿dónde estaría? ¿Y por qué ésa y no otra? Tanto más que jamás hubo provincia que reivindicase un tal privilegio.

Si se trata de una ciudad, tiene que ser una de las Patriarcales; ahora bien, de las Patriarcales no hay más que cinco: Roma, Antioquia, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén. ¿Cuál de las cinco? Todas son paganas excepto Roma. Por consiguiente, si tiene que ser una ciudad, es Roma; si tiene que ser una asamblea, es la de Roma. Pero no: no es ni una provincia, ni una ciudad, ni una asamblea homogénea y perpetua, sino un solo hombre, constituido jefe sobre toda la Iglesia: Fidelis servus et prudens, quem constituit Dominus (Mt 24,45).

Concluyamos, pues, que Nuestro Señor, para dejar unida su Iglesia, al partir de este mundo dejo un solo gobernador y vicario general, a quien todos deben recurrir en cualquier dificultad.


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2 - Siendo las cosas así, os digo que este servidor general, este dispensador y gobernador, jefe de la casa de Nuestro Señor, es San Pedro, el cual tiene toda la razón para decir: O domine quia ego servus (
Ps 115,7). Y no solamente servus, sino mas también: quia qui bene praesunt duplici honore digni sunt (1Tm 5,17); ni solamente servus tuus, sino más todavía: filius ancillae tuae. Cuando se tiene un servidor de categoría, mas se confía en él, y fácilmente se le encomiendan las llaves de la casa; no me faltan, pues, motivos para presentar a San Pedro diciendo: O domine, etc., porque él es el siervo bueno y fiel (Mt 25,21-23), a quien, como servidor de categoría, el Maestro confió las llaves: Tibi dabo claves regni caelorum (Mt 16,19).

San Lucas nos muestra bien que San Pedro es este servidor, porque, después de haber relatado la advertencia de Nuestro Señor a sus discípulos: beati servi quos cum venerit Dominus invenerit vigilantes; amen dico vobis, quod praecinget se, et faciet illos discumbere, et transiens ministrabit illis, solo San Pedro interrogo a Nuestro Señor: Ad nos dicis hanc parabolam an ad omnes? Nuestro Señor, respondiendo a Pedro, no dice qui putas, erunt fideles, como había dicho beati servi, sino tan solo: Quis putas est dispensator fidelis et prudens, quem constituit Dominus super familiam suam ut det illis in tempore tritici mensuram (Lc 12,37-42)? Y, de hecho, Teofilacto dice que San Pedro hizo esta pregunta como quien tenía el primer cargo en la Iglesia, y San Ambrosio (Libro 7 § 131 sobre San Lucas) dice que la primera palabra -beati- se entiende referida a todos, mas las segundas -quis putas- se refieren a los obispos, y más específicamente al primero de ellos. Nuestro Señor, entonces, responde a San Pedro como diciendo: "Lo que digo en general pertenece a todos, pero de manera particular a ti, pues ¿quién piensas tu que es el siervo bueno y fiel"? Realmente, si queremos indagar con cuidado esta parábola acerca de quién puede ser el servidor que deba dar trigo, ése no es otro que San Pedro, a quien se encomendó el alimentar a los demás: Pasce oves meas (Jn 21,17).

Al salir, el dueño de casa sale entrega las llaves al mayordomo, que no es otro que San Pedro, a quien Nuestro Señor dice: Tibi dabo claves regni caelorum (Mt 16,19). Todo se refiere al gobernador, y los restantes oficiales se apoyan en él en cuanto a la autoridad, de la misma forma que el edificio en el fundamento. Así, San Pedro es llamado piedra, sobre la cual la Iglesia está fundada: Tu es Petrus, et super hanc petram (Mt 16,18); cephas quiere decir, en siriaco, piedra, lo mismo que selah en hebreo, pero el intérprete latino dijo Petrus, porque en griego hay petros, que también significa piedra como petra. Y Nuestro Señor, en San Mateo, dice que "el hombre prudente construye su casa y la funda sobre la roca", super petram (Mt 7,24).

Por eso, el diablo, padre de la mentira y mono de Nuestro Señor, quiso hacer cierta imitación, fundando su desdichada herejía principalmente en una diócesis de San Pedro, y en una Rochelle. Además, Nuestro Señor pide que ese servidor sea prudente y fiel, y San Pedro tiene ciertamente estas dos cualidades: pues, ¿cómo podría faltar la prudencia a quien gobierna no por la carne ni por la sangre, sino por el Padre que está en los cielos (Mt 16,17)? ¿Y cómo podría faltarle la fidelidad, si Nuestro Señor dijo: Rogavi pro te ut non deficeret fides tua (Lc 22,23)? Hay que creer en esto, ya que exauditus est pro sua reverentia (He 5,7), y Nuestro Señor da testimonio probado al completar: et tu conversus confirma fratres tuos (Lc 22,23); esto como si quisiera decir: "He rezado por ti para que tu confirmes a los demás, ya que por los otros no recé, visto que tienen en ti un refugio seguro".


13033 - Concluyamos entonces que fue necesario que Nuestro Señor Jesucristo, abandonando su Iglesia, en cuanto a su ser corporal y visible, dejase un lugarteniente y vicario general visible, y éste es San Pedro, por lo que él podía decir: O domine quia ergo servus tuus. Me diréis: "Nuestro Señor no murió y esta siempre con su Iglesia; ¿para qué entonces le adjudicáis un vicario?" Os respondo que, no estando muerto, no necesita un sucesor, sino solamente un vicario que asista verdaderamente a su Iglesia en todo y en todas las partes con su gracia invisible, no obstante lo cual, con el fin de no hacer un cuerpo visible sin un jefe invisible, también quiso asistirla en la persona de un vicario visible, por medio del cual, además de los favores invisibles, administra perpetuamente su Iglesia de forma y manera conveniente a la suavidad de su disposición. Me diréis todavía en la Iglesia no hay mas ningún fundamento a no ser Nuestro Señor: Fundamentum aliud nemo potest ponere praeter id quod positum est quod est Christus Jesús (1Co 3,11). Os concedo que tanto la Iglesia militante como la triunfante están fundadas sobre Nuestro Señor como fundamento principal; pero Isaías predijo que en la Iglesia debía haber dos fundamentos: Ecce ego ponam in fundamentis Sión lapidem, lapidem probatum, angularem, praetiosum, in fundamento fundatum (Is 28,16). Sé bien como un gran personaje lo explica, pero me parece que este pasaje de Isaías debe interpretarse sin salir del capítulo decimosexto de San Mateo, en el Evangelio de hoy.


Isaías (Is 28,13) se quejaba de los judíos y de sus sacerdotes, en la persona de Nuestro Señor, porque ellos no querían creer: Manda remanda exspecta y lo que se sigue, a lo que añade id circo haec dicit Dominus; por ende, el Señor dijo: Ecce ego mittam in fundamentis Sión lapidem. Dice in fundamentis porque también los otros Apóstoles eran fundamento de la Iglesia: Et murus civitatis - dice el Apocalipsis (Ap 21,14)- habens fundamenta duodecim et in ipsis duodecim, nomina duodecim apostolorum agni; y en otro lugar dice: Fundatis super fundamenta prophetarum et apostolorum ipso summo lapide angulari Christo Jesu (Ep 2,20); y el Salmista: Fundamenta ejus in montibus sanctis (Ps 86,1).

Pero entre todos, hay uno que, por sus excelencias y superioridad, es llamado piedra y fundamento, aquel de quien Nuestro Señor dijo: Tu es Petrus, id est, Lapis. Lapidem probatum. Escuchad a San Mateo (Mt 16,13); dice que Nuestro Señor colocara una piedra probada. ¿Qué prueba queréis más que esta: quem dicunt homines esse Filium hominis? Pregunta difícil, a la cual San Pedro, explicando el secreto y arduo misterio de la comunicación de idiomas, responde tan pertinentemente, que concluye y prueba que verdaderamente él es la piedra, diciendo: Tu es Christus, Filius Dei vivi Isaías prosigue y dice: lapidem praetiosum. Oye la estima que Nuestro Señor tiene por San Pedro: Beatus es, Simon Bar Jona. Angularem. Nuestro Señor no dice que fundamentara solamente una muralla de la Iglesia, sino toda la Iglesia: Ecclesiam Meam. Es, pues, angular in fundamento fundatum, fundada sobre el fundamento; será fundamento, mas no el primero, porque ya habrá otro fundamento: Ipso summo lapide angulare Christo (Ep 2,2-20). He aquí entonces como Isaías explica a San Mateo, y San Mateo a Isaías. No acabaría nunca si quisiera decir todo lo que me viene a la mente a este propósito.


§2 - La Iglesia Católica está unida en un jefe visible, la protestante no.

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Consecuencias. No me extenderé mucho en este punto. Sabéis que todos, en cuanto católicos, reconocemos al Papa como Vicario de Nuestro Señor; la Iglesia Universal lo reconoció últimamente en Trento cuando se dirigió a él para que confirmase las resoluciones que ella había tomado, y cuando ella recibió a sus delegados como presidentes ordinarios y legítimos del concilio. Perdería también tiempo demostrando que vosotros no tenéis un jefe visible: esto no lo negáis. Tenéis un consistorio supremo, como los de Berna, Ginebra, Zúrich y otros, que no dependen de ningún otro.

Estáis tan lejos de querer reconocer un jefe universal, que ni siquiera tenéis un jefe provincial. Todos los ministros son iguales entre vosotros y no tienen ninguna prerrogativa en el consistorio, incluso son inferiores, en ciencia y en participación activa, al presidente, que no es ministro Y en cuanto a vuestros obispos o vigilantes, no solo no os habéis contentado con rebajarlos al rango de ministros, sino que los habéis hecho inferiores con el fin de no dejar nada en su lugar. Los ingleses tienen su reina por jefe de su iglesia, contra la palabra de Dios: tampoco ellos están tan desesperados -que yo sepa- como para querer que ella sea jefe de la Iglesia Católica, sino solamente de esos miserables países.

En resumen, no hay ningún jefe en las cosas espirituales entre vosotros ni entre los demás que profesan contradecir al Papa. Veamos entonces las consecuencias de esto. La verdadera Iglesia debe tener un jefe visible para su gobierno y administración, que la vuestra no tiene, y por consiguiente, no es verdadera Iglesia. Por el contrario, hay una Iglesia en el mundo, verdadera y legitima, que si tiene un jefe visible, y no hay otra que él tenga fuera de la nuestra; por eso, solo la nuestra es la verdadera Iglesia Pasemos a otra cosa.


§3 - La Unidad de la Iglesia en la Fe y en la creencia.

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La verdadera Iglesia debe estar unida en su doctrina. ¿Cristo se ha dividido? (
1Co 1,13). No, por cierto, porque es el Dios de la paz y no de las disensiones, como San Pablo ensenaba en todas las Iglesias (1Co 14,33). No puede ocurrir, pues, que la verdadera Iglesia viva en disensión y división de credo y doctrina, porque Dios ya no sería su Autor ni Esposo, y, como reino dividido en sí mismo, perecería (Mt 12,25). Ni bien Dios toma un pueblo como suyo, como hizo con la Iglesia, le concede la unidad de corazón y de camino.

La Iglesia es un solo cuerpo, del cual todos los fieles son miembros, trabado y conexo entre sí por todos los vasos y conductos de comunicación (Ep 4,16); no hay sino una fe y un espíritu que anima todo el cuerpo. Dios está en su lugar santo, da a los desvalidos la cobertura de una casa, abre a los prisioneras la puerta de la felicidad (Ps 67,6ss.); así, la verdadera Iglesia de Dios debe estar unida, ligada y estrechamente juntada en una misma creencia y doctrina.


§4 - La Iglesia Católica está unida en la creencia, y, por el contrario, la reformada no.

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"Es necesario que todos los fieles se junten y vengan a juntarse a la Iglesia Romana -decía San Ireneo (Adv. haer., lib III, cap iii)- debido a su mayor importancia". Y Julio I decía que era la "madre de la dignidad sacerdotal". Es "el principio de la unidad sacerdotal", es el "lugar de la unidad", decía San Cipriano (Epistolae I ad Orient., vide Concil., an. 336). Y añade: "No ignoramos que hay un Dios, un Cristo y Señor que hemos confesado, un Espíritu Santo, un Obispo en la Iglesia Católica". El buen Optato decía a los Donatistas: "Tú no puedes negar que sabes que en la ciudad de Roma se encuentra la primera sede conferida a San Pedro, en la cual se sentó el jefe de todos los Apóstoles, San Pedro, que fue llamado Cefas; Cátedra en la cual todos conservaron la unidad a fin de que los demás Apóstoles no quisiesen ni defender, ni pretender cada uno una para sí, y que desde entonces, quien quiso levantar su cátedra contra esta única sede, fue tenido por cismático y pecador.

Por eso, en esta única cátedra, primera entre todas, se sentó primero San Pedro" (De Schism. Donat., lib. II). Estas son las palabras de este antiguo y santo doctor. Todos los católicos de ahora adoptan la misma resolución: consideramos a la Iglesia Romana como lugar de encuentro en cualquier dificultad, somos todos sus humildes hijos, y de la leche de sus pechos nos alimentamos; somos todos ramajes de este tan fecundo tronco, y únicamente de sus raíces extraemos la savia de la doctrina. Esta es la razón por la cual estamos revestidos por el mismo credo, porque, sabiendo que hay un jefe y lugarteniente general de la Iglesia, lo que resuelve y determina contando con el parecer de los otros prelados, cuando lo expone desde la cátedra de Pedro para ensenar a los cristianos, sirve de ley y de nivel a nuestra creencia. Recórrase el mundo entero, y en cualquier lugar se verá la misma fe entre todos los católicos; si hubiere alguna diversidad de opiniones, o tal no será en cosas pertenecientes a la fe, o entonces, que simplemente lo determine el concilio general o la Sede Romana, y veréis que cada uno acepta su definición.

Nuestros entendimientos no se separan unos de otros en sus creencias, sino que, por el contrario, se mantienen estrechamente unidos y justamente apretados por el lazo de la autoridad superior de la Iglesia, a la cual todos se refieren con humildad, y en ella apoyan su fe, como columna y apoyo de la verdad (
1Tm 3,15); nuestra Iglesia Católica no tiene más que un lenguaje y un mismo decir en toda la tierra. Por el contrario, señores, ni bien vuestros primeros maestros quisieron destacarse, pensaron en construir una torre de doctrina y ciencia que se elevase hasta tocar el cielo, y que les ganase la magnífica y grande reputación de reformadores, Dios, queriendo impedir este ambicioso designio, los libro a tal diversidad de lenguaje y creencia, que comenzaron a dividirse por todos lados, de tal manera que toda su obra no fue más que una miserable Babel de confusiones. ¡Cuántas contrariedades produjo la reforma de Lutero! No podría referirlas en este libro; el que las quiera ver, que lea el opúsculo de Frederic Staphyl De concordia discordiae; a Sander, en el Libro VII de su Visible Monarchie; y a Gabriel de Préau en la Vie des hérétiques. Recordaré solamente lo que no debéis ignorar y que ahora veo con mis propios ojos.

No tenéis el mismo canon de las Escrituras: Lutero no admite la epístola de Santiago, que vosotros admitís. Calvin considera contrario a las Escrituras que haya un jefe en la Iglesia; los ingleses dicen lo contrario. Los hugonotes franceses dicen que, según la palabra de Dios, los sacerdotes no son menos que los obispos; los ingleses tienes obispos que tienen mando en los sacerdotes; entre ellos, dos arzobispos, uno de los cuales es llamado primado, nombre absolutamente rechazado por Calvin. Los puritanos, en Inglaterra, tienen como artículo de fe que no es licito predicar, bautizar o rezar en las iglesias que fueron de los católicos, pero aquí no se es tan drástico; notad bien que dije que lo consideran artículo de fe, hasta el punto de preferir sufrir la prisión y el castigo que contradecirse.

¿No sabéis que en Ginebra se considera una superstición celebrar la fiesta de cualquier santo? En Suiza se celebran, y vosotros hasta celebráis una fiesta de Nuestra Señora. Y aquí no se trata de que unos lo hagan y otros no, porque eso no sería contrariedad de religión, sino que lo que vosotros y algunos suizos observáis, otros lo consideran contrario a la pureza de la religión. ¿No sabéis que uno de vuestros principales ministros (Teodoro de Beza) dijo en Poissy que el Cuerpo de Nuestro Señor "estaba tan apartado de la Cena como el cielo de la tierra"? ¿Y no sabéis también que eso es tenido por falso por muchos otros? ¿No confeso últimamente uno de vuestros maestros la realidad del Cuerpo de Nuestro Señor en la Cena, que otros niegan? ¿Podéis acaso negarme que, con respecto a la justificación, estáis tan divididos entre vosotros mismos como en relación a nosotros? Testigo de esto es el anonyme disputateur. En resumen, cada uno habla su propio lenguaje, y de todos los hugonotes con que he hablado, nunca he encontrado dos que tuviesen las mismas creencias.

Pero lo peor de todo es que no os podéis poner de acuerdo, porque, ¿donde encontraréis un árbitro seguro? No tenéis ningún jefe en la tierra para poder dirigiros a él en vuestras dificultades; creéis inclusive que la Iglesia puede engañarse y engañar los demás; no querríais confiar vuestra alma en mano tampoco segura, donde vosotros tenéis poca cuenta. Ni siquiera la Escritura puede ser vuestro árbitro, porque es precisamente por causa de ella que estáis en litigio, con unos entendiéndola de una manera y otros de otra. Vuestras discordias y disputas serán inmortales si no aceptáis la autoridad de la Iglesia; atestiguan esto los coloquios de Lüneburg, de Mulbrun, de Montbéliard, y recientemente el de Berna; testimonio de esto son también Tilmann Heshusius y Erasto, o Brence y Bullinger. Ciertamente, la división que hay entre vosotros a respecto del numero de sacramentos es importante; ahora normalmente, entre vosotros, solo se aceptan dos sacramentos; Calvin admite tres, añadiendo al Bautismo y a la Cena también el Orden; Lutero dice que el tercero es la penitencia, pero después dice que solo hay uno; finalmente, los protestantes del coloquio de Ratisbona, entre los cuales se encontraba Calvin, como atesta Beza en su Vida, confiesan que hay siete sacramentos.

¿Cómo podéis estar divididos acerca de la omnipotencia de Dios? Mientras que unos niegan que un cuerpo pueda estar -se entiende que por gracia de Dios- en dos sitios, otros niegan la absoluta omnipotencia, y otros no niegan nada de todo esto. Y si quisiera mostraros las grandes contradicciones que hay en la doctrina de aquellos que Beza reconoce como gloriosos reformadores de la Iglesia, a saber, Jerónimo de Praga, Juan Huss, Wycleff, Lutero, Bucer, Ecolampadio, Zwingli, Pomeran y otros, me sería imposible: solo Lutero os instruirá suficientemente sobre la buena concordia que hay entre ellos en la queja que hace contra Zwingli y los Sacramentarios, a los cuales llama Absalón y Judas, y espíritus fanáticos, en el ano de 1527. Su Alteza Emanuel Filiberto, de feliz memoria, conto al docto Antoine Possevin que en el coloquio de Worms, en Septiembre de 1557, cuando se pidió a los protestantes su confesión de fe, todos, uno tras otro, salieron fuera de la asamblea por no poder ponerse de acuerdo.

Este gran príncipe es digno de crédito y lo dice por haber estado presente. Toda esta división encuentra su fundamento en el desprecio que hacéis de un jefe visible en la tierra, porque, no estando ligado para la interpretación de la Palabra de Dios a ninguna autoridad superior, cada uno toma el partido que mejor le parece. Eso es lo que dice la Sabiduría, entre los soberbios hay continuas reyertas (Pr 13,10), lo que es señal de verdadera herejía.

Los que están divididos en muchos partidos no pueden ser llamados Iglesia, porque, como dice San Juan Crisóstomo, "el nombre de "Iglesia" es un nombre de consentimiento y concordia". Nosotros, por el contrario, tenemos todos un mismo canon, para las Escrituras, y un mismo jefe, y las mismas reglas para entenderlas; vosotros tenéis diversidad de cánones, y para interpretarlos tenéis tantas reglas como personas. Nosotros respondemos todos al toque de la trompeta de un solo Gedeón, y tenemos un mismo espíritu de fe en el Señor y en su Vicario, la espada de las decisiones (Jg 7,20)de Dios y de la Iglesia, según la palabra de los Apóstoles (Ac 15,28), visum est Spiritui Sancto et nobis.

Esta unidad de lenguaje es para nosotros una verdadera señal de que somos el ejército del Señor, mientras que vosotros no podéis ser reconocidos sino como Madianitas, que no hacéis más que gritar cada uno a su modo, peleando unos contra los otros, estrangulándoos y matándoos a vosotros mismos con vuestras disensiones, como dice Dios por Isaías: Haré que vengan a las manos egipcios contra egipcios, y combatirá el hermano contra su propio hermano, y el amigo contra su amigo, ciudad contra ciudad, reino contra reino. Y quedara Egipto sin espíritu en sus entrañas, y trastornaré sus consejos (Is 19,2-3). Y San Agustín dice que, "así como Donato había tratado de dividir a Cristo, así Él mismo estuvo dividido por la cotidiana separación de los suyos". Bastaría esta señal para que abandonaseis vuestra pretendida iglesia, porque quien no está con Dios, esta contra Dios (Mt 12,30); Dios no está en vuestra iglesia, porque él solo vive en el lugar de paz (Ps 75,3), y en vuestra iglesia no hay paz ni concordia.


§5 - Segunda nota de la Iglesia: la Santidad.

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La Iglesia de Nuestro Señor es santa; es un artículo de fe. Nuestro Señor se sacrifico por ella para santificarla (
Ep 5,25-26); es un pueblo santo, dice San Pedro (1P 2,9). El Esposo es santo y la Esposa es santa; es santa estando dedicada a Dios, como los primogénitos en la antigua sinagoga eran llamados santos por eso solo (Ex 13,2 Lc 2,23). Ella es santa también porque es santo el Espíritu Santo que la vivifica (Jn 6,24 Rm 8,11), y porque es el cuerpo místico de un Jefe que es santísimo (Ep 1,22-23). También lo es porque todas sus acciones interiores y exteriores son santas; no cree, ni espera ni ama nada sino santamente; en sus oraciones, predicaciones, sacramentos, sacrificios es santa. Pero esta Iglesia posee su santidad interior, según la expresión de David: en el interior está la principal gloria de la hija del Rey (Ps 44,14); también su santidad exterior: Con vestidos de oro recamado (Ps 44,15).

La santidad interior no puede verse; la exterior no puede servir de señal, ya que todas las sectas dicen poseerla, y es verdaderamente difícil reconocer la verdadera oración, predicación, y administración de los sacramentos. Pero además de todo eso, hay otras señales por las cuales Dios hace reconocer su Iglesia, que son como el perfume y los olores, como dice el Esposo del Cantar de los Cantares (Ct 4,11): Es el olor de tus vestidos como incienso; de esta forma podemos, siguiendo los olores y perfumes (Ct 1,3), buscar y encontrar la verdadera Iglesia y el lugar de la cría del unicornio (cf. Ps 27,6).


§6 - La verdadera Iglesia debe resplandecer por sus milagros.

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La Iglesia, pues, tiene leche y miel debajo de su lengua (
Ct 4,11), en su corazón, que es la santidad interior, que no podemos ver; esta ricamente adornada con vestidos en oro recamado (Ps 45,14), que es la santidad exterior, que puede verse. Empero, visto que las sectas y herejías adornan sus vestidos de la misma manera sobre un tejido falso, ella, además de eso, tiene perfumes y olores propios, y también ciertos signos y brillos de santidad que le son tan genuinos que ninguna otra asamblea puede gloriarse, de manera particular en nuestros tiempos: porque, en primer lugar, resplandece en milagros, que son perfumes y suaves olores, signos específicos de la presencia de Dios inmortal; tales los designa San Agustín (Confesiones, libro 9, cap. 7). Y, de hecho, cuando Nuestro Señor dejo este mundo, prometió que la Iglesia estaría acompañada de milagros: A los que creyeron, acompañarán estos milagros: en mi nombre lanzaran los demonios, hablaran nuevas lenguas, manosearan las serpientes; y si algún veneno bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos, y quedaran éstos curados (Mc 16,17-18).

Analicemos de cerca estas palabras: 1) No dice que solo los Apóstoles harían estos milagros, sino los que creyeron; 2) No dice que todos los creyentes en particular harán milagros, sino que los que creyeron serán acompañados por esas señales; 3) Él no dice que eso fue solamente por diez años o veinte, sino que esos milagros acompañarán a los creyentes. Nuestro Señor habla solo de los Apóstoles, pero no solo para los Apóstoles; habla del cuerpo de creyentes en general, o sea, habla de la Iglesia; él habla absolutamente, sin distinción de tiempos. Demos, pues, a estas palabras la extensión que Nuestro Señor quiso darles. Los creyentes están en la Iglesia, los creyentes son acompañados por milagros; luego, en la Iglesia tienen que darse milagros en todos los tiempos.

Veamos ahora por qué razón el poder de los milagros fue legado a la Iglesia: sin duda, fue para confirmar la predicación evangélica; San Marcos lo atesta, y San Pablo (He 2,4), que afirma que Dios dio testimonio de la fe que anunciaba por milagros. Dios puso estos instrumentos en las manos de Moisés para que se le creyera (Ex 4), de donde Nuestro Señor dice que, si él no hubiese hecho milagros, los judíos no estarían obligados a creerle (Jn 15,24). Ahora bien, ¿no debe la Iglesia combatir siempre la infidelidad? ¿Por qué entonces queréis retirarle este buen bastón que Dios puso en sus manos? Sé bien que ella no tiene de él tanta necesidad como al principio; desde que este santo árbol de la fe crio buenas raíces, no se debe regar con tanta frecuencia, pero también es filosofar bastante mal quitarle totalmente el efecto cuando permanecen en buena parte la necesidad y la causa. Por otro lado, mostradme alguna época en la cual la Iglesia visible haya estado sin milagros, desde que comenzó hasta hoy.

En los tiempos de los Apóstoles hiciéronse infinitos milagros, bien lo sabéis; después, ¿quién no conoce el milagro relatado por Marco Aurelio Antonino, hecho por las oraciones de la legión de soldados cristianos que estaban en su ejército, que por eso recibió el sobrenombre de "Fulminante"? ¿Quién no conoce los milagros de San Gregorio Taumaturgo, San Martin, San Antonio, San Nicolás, San Hilario, y las maravillas que ocurrieron en tiempos de Teodosio y Constantino? Todo esto esta relatado por autores irreprensibles: Eusebio, Rufino, San Jerónimo, Basilio, Sulpicio, Atanasio. ¿Quién no sabe lo que ocurrió con la Invención de la Santa Cruz, en tiempos de Juliano el Apostata? En tiempos de San Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín, viéronse muchos milagros que ellos mismos nos relatan. ¿Por qué queréis entonces que, siendo la Iglesia la misma, deje ahora de hacer milagros? ¿Qué razones habría para eso? En efecto, aquello que siempre hemos visto, en todas las épocas, acompañar a la Iglesia, no podemos designarlo sino por el nombre de Propiedad de la Iglesia; la verdadera Iglesia hace resplandecer su santidad en los milagros.

Porque, si Dios se torno tan admirable en su propiciatorio, en su Sinaí, y en su la zarza ardiente, porque allí quiso hablar a los hombres, ¿por qué no haría milagrosa su Iglesia, en la cual quiere permanecer para siempre?


§7 - La Iglesia Católica está acompañada de milagros, y la pretendida no.

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Desearía ahora que os mostraseis razonables, sin trapisondas ni pertinacia. Informaciones recogidas debida y auténticamente relatan que, en los comienzos de este siglo, San Francisco de Paula floreció en indudables milagros, como el de la resurrección de los muertos; otro tanto se refiere de San Diego de Alcalá. No se trata de rumores inciertos, sino de pruebas ciertas e informaciones verídicas. ¿Acaso negaríais la aparición de la cruz hecha al valiente y católico capitán Albuquerque y a toda su gente en la isla de Cormoran, que tantos historiadores relatan (vide Maffaeum, Hist. Ind. lib. 5) y en la cual tanta gente tomo parte? El devoto Gaspar Barzia curaba enfermos en la India únicamente rezando a Dios por ellos en la Misa, y tan repentinamente, que solo podía hacerlo la mano de Dios. San Francisco Javier curo paralíticos, sordos, mudos, ciegos; resucito un muerto, y su cuerpo, a pesar de haber sido enterrado con cal, no se corrompió, como atestan los que lo vieron entero quince meses después de su muerte (Maff. lib. 15); estos dos últimos murieron solamente hace cuarenta y cinco años. En Meliapor se encontró una cruz, grabada en piedra, que se cree haber sido enterrada por los cristianos del tiempo de Santo Tomas; cosa admirable, y no menos verdadera, es que casi todos los años, cerca de la fiesta de este glorioso Apóstol, esta cruz suda sangre abundantemente, o un liquido parecido a la sangre, y muda de color, haciéndose blanca pálida, después negra, y a veces de un azul resplandeciente y muy agradable, retomando finalmente su color natural.

Esto lo ve todo el pueblo, y el obispo de Cochin envió una atestación publica, con la imagen de la cruz, al santo Concilio de Trento (Maff. lib. 2). De esta manera se producen milagros en la India, donde la fe no está afirmada del todo aun; debido a la brevedad que aquí se impone, dejo de mencionar un sin fin de casos semejantes. El buen padre Luis de Granada, en su Introducción al Símbolo, refiere varios casos recientes e innegables.
Entre varios otros, relata la cura que los reyes católicos de Francia hicieron en nuestros días de la escrófula, enfermedad incurable, no diciendo más que estas palabras: "Dios te cura, el Rey te toca", ni empleando otra disposición sino la de confesarse y comulgar en ese ida. He leído la historia de la cura milagrosa de Jacques, hijo de Claude André, de Belmont, en la aldea de Baulne, en la Borgona: había quedado durante ocho años mudo e impotente; después de haber hecho sus devociones en la iglesia de San Claudio en el día de su fiesta, el 8 de junio de 1588, se vio curado y sano de inmediato. ¿No llamáis a esto un milagro? Hablo de cosas próximas: he leído el acta publicada, he hablado con el notario Vion, que la redacto y firmo debidamente; no faltaron testigos, pues había gente a miles. ¿Pero por qué me entretengo en mostraros solamente los milagros del nuestro siglo? ¿San Malaquias, San Bernardo y San Francisco no eran de nuestra Iglesia? No podréis negarlo; quienes escribieron sus vidas fueron doctos y santos, ya que San Bernardo escribió la de San Malaquías, y San Buenaventura la de San Francisco, y a ninguno de ambos falto suficiencia ni conciencia, y, aun así, relatan muchos y grandes milagros; pero, sobre todo, las maravillas que ocurren ahora a nuestra puerta, a la vista de nuestros príncipes y de toda la Saboya, cerca de Mondovi, deberían cerrar las puertas a todas las pertinacias. ¿Qué decís de todo esto? ¿Que estos son los milagros que haría el Anticristo? San Pablo afirma que serán falsos (
2Th 2,9). El mayor que San Juan refiera (Ap 13,13)será hacer caer fuego del cielo.

Satanás puede hacer tales milagros, y los hizo, sin duda, pero Dios dará pronto remedio a su Iglesia, porque a estos milagros, los siervos de Dios Elías y Enoc, como relatan el Apocalipsis (Ap 11,5-6)y los intérpretes, opondrán otros milagros de mayor poder, porque no solamente se servirán del fuego para castigar milagrosamente a sus enemigos, sino también tendrán el poder de cerrar el cielo a fin de que no llueva ni una gota, mudar y convertir las aguas en sangre, y enviar a la tierra el castigo que mejor les parezca; tres días y medio después de su muerte, resucitaran y subirán al cielo, y la tierra temblara con su ascensión. Entonces, por la oposición de los verdaderos milagros, las ilusiones del Anticristo serán descubiertas y, de la misma manera que Moisés hizo finalmente confesar a los magos del Faraón: Digitus Dei est hic (Ex 8,19), así Elías y Enoc harán también que sus enemigos dent gloriam Deo caeli (Ap 11,13). Elías hará con los profetas lo que en otros tiempos hizo para castigar la impiedad de los Baalitas y demás religiones (1S 18). Quiero decir entonces:

1) que los milagros del Anticristo no son como los que hacemos en la Iglesia, y, consecuentemente, no se deduce que, si aquellos no son característicos de la Iglesia, tampoco lo sean estos; aquellos serán demostrados falsos y combatidos por otros mayores y sólidos, estos son sólidos y nadie podrá oponer otros mayores.

2) Los milagros del Anticristo no serán nada más que un fogaril de tres años y medio de duración, mientras que los milagros de la Iglesia le son de tal manera propios que desde que fue fundada siempre resplandeció por sus milagros; los milagros del Anticristo serán forzados y no duraran, mientras que los de la Iglesia son naturales, debido a su naturaleza sobrenatural, y, por consiguiente, los hace siempre y siempre los hará, para verificar las palabras evangélicas: A los que creyeron, acompañarán estos milagros (Mc 16,17). Me diréis que los Donatistas -según refiere San Agustín- hicieron milagros; tratábase, empero, solo de algunas visiones y revelaciones, de las cuales se vanagloriaban sin testimonio alguno. Ciertamente, a partir de tales visiones particulares no puede probarse que la Iglesia es verdadera; al contrario, únicamente por el testimonio de la Iglesia, como dice el mismo San Agustín, puede probarse o suponerse que tales visiones particulares son verdaderas.

Porque si Vespasiano curo a un ciego y a un cojo, los propios médicos, según Tácito (Hist., lib. 4 §81), descubrieron que la ceguera y minusvalidez no eran incurables; no es, pues, portento alguno si el diablo los supo curar. Sócrates (Lib. 7 cap. 17) refiere que un judío que había sido bautizado se presento a Pablo, obispo Novaciano, para ser rebautizado; súbitamente, las aguas de la fuente desaparecieron. Esta maravilla no se hizo para confirmar el Novacianismo, pero si el santo Bautismo, que no debía reiterarse. Así, dice San Agustín: "Algunas maravillas se produjeron entre los paganos" (De Civ. Dei, lib. 10, cap. 15); no para probar el paganismo, sino la inocencia, la virginidad y la fidelidad, que dondequiera que se encuentren, son amadas y apreciadas por su autor. Por otro lado, estas maravillas ocurrieron solo ocurrieron rara vez, por lo cual no se puede sacar ninguna conclusión; a veces, las nubes echan resplandores, pero solo el sol tiene por marca y propiedad el iluminar.

Dejemos clara esta afirmación: la Iglesia siempre estuvo acompañada de milagros sólidos y bien probados, como los de su Esposo, luego es la verdadera Iglesia; porque, sirviéndome, en caso semejante, de las razones del buen Nicodemo, diría: Nulla societas potest haec signa facere quae haec facit, tam illustria aut tam constanter, nisi Dominus fuerit cum illa (Jn 3,2); y, como decía Nuestro Señor a los discípulos de San Juan: Dicite, caeci vident, claudi ambulant, surdi audiunt (Mt 11,4-5 Lc 7,22), para demostrar que él era el Mesías, de la misma forma debemos concluir, sabiendo que en la Iglesia se hacen milagros tan grandes, que vere Dominus est in loco (Gn 28,16). Pero en cuanto a vuestra pretendida iglesia, solo sabría decirle esto: si potes credere, omnia possibilia sunt credenti (Mc 9,22): si fuese la verdadera Iglesia, estaría acompañada de milagros. Me diréis que no es vuestro oficio el hacer milagros ni expulsar demonios; en cierta ocasión se salió mal uno de vuestros grandes maestros, que quiso mezclarse en estos oficios, como relata Bolsec (In vita Calvini, cap. 13). Illi de mortuis vivos suscitabant -decía Tertuliano (De Praes., cap. 30)- isti de vivis mortuos faciunt. Corre el rumor de que uno de lo vuestros curo una vez a un endemoniado, sin embargo, no dicen donde, ni cuando, ni como, ni quién era la persona curada, ni quiénes fueron los testigos.

Es normal que se engañe en su primer intento el aprendiz de un oficio; con frecuencia hacen correr ciertos rumores entre vosotros para tener en vilo al pueblo simple, pero ya que no tienen autor, tampoco deben tener autoridad; además de que en la expulsión del diablo no hay que mirar tanto al hecho, sino considerar antes la manera y forma de hacerlo: si es por legitimas oraciones e invocaciones del nombre de Jesucristo. Una golondrina no hace la primavera: la perpetua y ordinaria manifestación de los milagros es lo que constituye señal distintiva de la verdadera Iglesia, y no mero accidente; pero sería pelear contra el viento y contra las sombras querer refutar estos rumores tan débiles y frágiles, que nadie sabe de donde vinieron. Toda la respuesta que he encontrado entre vosotros en esta extrema necesidad es que se os hace injusticia pidiéndoos milagros. Sería divertirse a costa vuestra, como si se pidiese a un mariscal que se pusiese a lapidar una esmeralda o un diamante. Por eso yo no os los pido, sino solo que confeséis francamente que no habéis sido aprendices de los Apóstoles, discípulos, mártires y confesores, que fueron los maestros del oficio.

Pero cuando decís que no tenéis necesidad de milagros porque no queréis implantar una nueva fe, decidme también si San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio, San Ambrosio y los demás predicaron una nueva doctrina; y entonces por qué hicieron tantos y tan señalados milagros. Es verdad que el Evangelio era mejor recibido en su mundo que en nuestros tiempos, había pastores mas excelentes, muchos mártires, y nos habían precedido no pocos milagros, pero no por eso la Iglesia dejaba de tener el don de hacer milagros para mejor ilustrar la santísima religión. Porque si en algún momento hubieran de haber cesado los milagros en la Iglesia, habría sido en tiempos de Constantino el Grande, una vez que el imperio se convirtió al Cristianismo, que cesaron las persecuciones y que el Cristianismo se encontró seguro, pero fue entonces cuando más se multiplicaron por todas las partes. En verdad, la doctrina que predicáis no fue anunciada, ni mucho ni poco. Vuestros predecesores heréticos la predicaron, y con unos de ellos estáis perfectamente de acuerdo en algún punto, y con otros no, como diré más adelante.

¿Dónde estaba vuestra iglesia hace ochenta años? Apenas acaba de nacer y ya la llamáis antigua. Decís que no habéis hecho una iglesia nueva, sino que a la vieja moneda la habéis frotado y limpiado, porque, habiendo estado mucho tiempo cubierta de moho, se había ennegrecido, corroído y enmohecido. Por favor, no digáis más eso, porque vosotros tenéis el metal y el cuño; ¿no son acaso la fe y los sacramentos ingredientes necesarios para la composición de la Iglesia? Y, sin embargo, mudasteis tanto lo uno como lo otro; sois, por consiguiente, falsificadores de moneda, a no ser que demostréis el poder que pretendéis tener para golpear vuestro cuño sobre la moneda del rey. Pero no nos detengamos por aquí: ¿habéis purificado la Iglesia? ¿Habéis limpiado esta moneda? Ensenadnos entonces los caracteres que tenía antes de caer en la tierra y comenzar la oxidarse. Decís que cayó en tiempos de San Gregorio, o poco después. Decid lo que os parezca, mas en aquel tiempo se conservaba la señal de los milagros; mostrádnoslo ahora, porque, si no nos mostráis bien nítida la inscripción y efigie del rey en vuestra moneda, y nosotros os las mostramos en la nuestra, entonces será nuestra la circular con curso legal; la vuestra, pequeña y corroída, será reenviada al fundidor.

Si nos queréis representar la Iglesia en la forma que tuvo en tiempos de San Agustín, mostrádnosla no solo bienhablante, sino también bienhaciente en obras santas y milagros, como ella era entonces. Porque, si queréis decir que en aquella época era más joven que ahora, os responderé que una interrupción tan notable como la que pretendéis que ha existido, de novecientos o mil años, torna esta moneda tan extraña que, si no se ven con claridad las letras y los caracteres ordinarios, la inscripción y la imagen, no podremos aceptarla. No, no: la Iglesia antigua fue siempre poderosa, en la adversidad y en la prosperidad, en palabras y en obras, como su Esposo; la vuestra solo ha palabreado, tanto en la adversidad como en la prosperidad. Por lo menos, que ahora muestre algún vestigio de la antigua marca, de lo contrario, nunca podrá ser aceptada como la verdadera Iglesia, ni hija de esta antigua Madre. Porque, si quiere vanagloriarse, se le impondrá silencio con estas santas palabras: Si filii Abrahae estis, opera Abrahae facite (Jn 8,39); la verdadera Iglesia de los creyentes se verá siempre acompañada de milagros. En nuestros tiempos, la única Iglesia en que esto se da es la nuestra, luego, solo la nuestra es la única y verdadera Iglesia.



F. de Sales, Carta abierta 130