Gobierno de Cristo-QUEVEDO - Capítulo VII: De los acusadores, de las acusaciones y de los traidores.


Capítulo VIII: De los tributos e imposiciones.

(Mt 17)

Et cum venissent Capharnaum, etc. "Y como viniesen a Cafarnaún, llegaron los que cobraban el didracma a Pedro, y dijéronle: Vuestro Maestro ¿no paga el didracma? Respondió: Sí. Y como entrase en la casa, prevínole Cristo, diciendo: Qué te parece, Simón; los reyes de la tierra ¿de quién reciben tributo o censo, de sus hijos o de los ajenos? Y él dijo: De los ajenos. Díjole Jesús: Luego libres son los hijos. Mas por no escandalizarlos, ve al mar y echa el anzuelo, y aquel pez que primero subiere cógele, y abriéndole la boca hallarás en ella un stater: tómale, y dale por mí y por ti."

No puede haber rey ni reino, dominio, república ni monarquía sin tributos. Concédenlos todos los derechos divino y natural, y civil y de las gentes. Todos los súbditos lo conocen y lo confiesan; y los más los rehúsan cuando se los piden, y se quejan cuando los pagan a quien los deben. Quieren todos que el rey los gobierne, que pueda defenderlos y los defienda; y ninguno quiere que sea a costa de su obligación. Tal es la naturaleza del pueblo, que se ofende de que hagan los reyes lo que él quiere que hagan. Quiere ser gobernado y defendido; y negando los tributos e imposiciones, desea que se haga lo que no quiere que se pueda hacer. Ya hubo emperador, y el peor, que quiso quitar los tributos al pueblo por granjearle; y se lo contradijo el Senado, porque en quitar los tributos se quitaba el imperio, destruía la monarquía y arruinaba a quien pretendía granjear. Los pueblos pagan los tributos a los príncipes para sí; y como el que paga el alimento al que cada día se le vende, se le paga para sustentarse y vivir, así se paga el tributo a los monarcas para el propio sustento de las personas y familias, vidas y libertad; de que se convence la culpa y sinrazón que hacen al rey y a sí propios en quejarse y rehusarlos. Ni crecen ni se disminuyen en el gobierno justo por el arbitrio o avaricia del príncipe, sino por la necesidad inexcusable de los acontecimientos, y entonces tan justificado es el aumento como el tributo.

Así lo conoció España en el tiempo del rey don Juan I, tan bueno como infeliz, en las persecuciones, trabajos y guerras que le forzaron a cargar sobre sus fuerzas su reino y vasallos. Sintiolo tan extremadamente el bueno y clementísimo rey, que en demostración de paterno dolor se retiró a la soledad de un retrete, esquivando no sólo música y entretenimientos, sino conversación y luz, y vistiendo ropas de luto y desconsuelo. Lastimado el reino de tan penitente melancolía, para aliviarle de la pena que padecía por verlos gravados aun sin su culpa, le enviaron a pedir que se alegrase y oyese músicas, viese entretenimientos y vistiese ropas insumes (tal es la palabra antigua que le dijeron). El Rey dio por respuesta que no aliviaría su duelo hasta que Dios por su misericordia le pusiese en estado que pudiese aliviar a sus buenos vasallos de la opresión de tributos en que los tenían oprimidos sus calamidades y enemigos. No fue mejor el rey que el reino, ni más justificado ni más piadoso; ni se lee armonía política más leal y más bien correspondida: ejemplo, que si el rey y el reino que le oye o lee, no le da recíprocamente, se culpan el uno en tirano, el otro en desleal; considerando que nunca hay exceso, por mucho que sea lo que es menester, y que no se puede llamar grave aquel peso que no se excusa; y que lo que por esta razón no sienten los vasallos, por ellos lo ha de sentir el rey.

Toda esta materia, tan difícil de digerir y tan mal acondicionada, se declara con el texto de este capítulo: "Llegaron los que cobraban el didracma a Pedro (Didracma es medio siclo: el siclo era de cuatro dracmas, lo mismo que tetradracma. Esta moneda, que llamaban medio siclo, algunos la llaman siclo común y siclo de los maestros, a diferencia de otro que llamaban siclo de la ley y del santuario. Ahora se entiende en vulgar que éstos que cobraban el didracma, cobraban medio siclo), y dijéronle: Vuestro Maestro ¿no paga el didracma?". Siempre que éstos preguntaban algo a Cristo, le tentaban. Lo propio hicieron con San Pedro; pues no dicen: "Dile a tu Maestro que pague el didracma"; sino "Tu Maestro ¿no paga el medio siclo?". Respondió San Pedro: Sí. Reparo en la razón que movería a San Pedro a responder en cosa tan grave, sin consultar a Cristo, que sí pagaba el didracma. Fue San Pedro sumamente celoso de la reputación de su señor y Maestro Cristo; y como la pregunta fue de paga respondió que sí, persuadido de que quien venía a pagar lo que no debía, y sólo por todos pagaría el tributo, no excusaría el pagar éste. Entró donde estaba Cristo, que le previno, como quien sabía lo que había pasado, y preguntole: "Los reyes de la tierra ¿de quién reciben tributo o censo, de sus hijos o de los ajenos?". Pregunta como de tal legislador. Respondió Simón Pedro: "De los ajenos." Hablan San Pedro y Cristo de los tributos o de los censos que cobran los reyes de la tierra; y dice San Pedro que no los cobran de sus hijos, sino de los ajenos.

Y porque los innumerables jurisprudentes no interpreten estos hijos ajenos y propios, y los hagan todos ajenos, confirmando las palabras de San Pedro, sacó Cristo esta soberana conclusión en forma: "¿Luego libres son los hijos?". Mal seguirá esta doctrina el monarca que de tal manera cobrare tributos o censos, que no se le conozcan hijos propios; y mal la obedecerá el vasallo que, aunque sea hijo propio, no los pagare a imitación de Cristo, que dijo por no escandalizar: "Ve al mar, echa el anzuelo, y aquel pescado que primero subiere cógele, y abriéndole la boca hallarás en ella un stater: tómale, y dale por mí y por ti." El hijo propio del rey de la tierra, aunque por serlo sea libre, ha de pagar por no dar escándalo.

De grande peso son las cosas que se ofrecen en estas palabras. Lo primero, que cuando manda buscar caudal para el tributo, manda a su ministro que le busque en el mar, no en pobre arroyuelo o fuentecilla. Lo segundo, que mandándole que le busque en la grandeza inmensa del mar, donde los pescados son innumerables, no le manda pescar con red, sino con anzuelo. No se ha de buscar con red, Señor, como llaman barredera, que despueble y acabe, sino con anzuelo. Lo tercero, que le mandó sacar el primer pescado que subiese, y que abriéndole la boca le sacase de ella la moneda llamada stater, y la diese por Cristo y por sí propio. Manda que le saquen lo que tiene y lo que no ha menester, porque al pescado no le era de provecho el dinero. ¡Oh Señor, cuán contrario sería de esta doctrina quien mandase sacar a los hombres lo que no tienen y lo que han menester, y que con red barredera pescasen los ministros los arroyuelos y fuentecillas y charcos de los pobres, y no, aun con anzuelo, en los poderosos océanos de tesoros! Stater era siclo entero: pídenle a Cristo medio; y no le debiendo, como declaró, por no escandalizar paga uno entero por sí y por Pedro. ¡Tanto se ha de excusar el escándalo en pedir lo superfluo como en negarlo!




Capítulo IX: Si los reyes han de pedir, a quién, cómo, para qué.

Si les dan, de quién han de recibir, qué y para qué.-

Si les piden, quién los ha de pedir, qué y cuándo; qué han de negar; qué han de conceder.

(Mc 12 Lc 21)

Los vasallos se persuaden que el recibir les toca a ellos siempre, y al príncipe siempre el dar; siendo esto tan al revés, que a los vasallos toca el dar lo que están obligados y lo que el príncipe les pide; y al príncipe el recibir de los vasallos lo uno y lo otro.

Qué han de dar los pueblos, y para qué, y qué han de recibir de los reyes; qué han de recibir los reyes, y por qué, y qué han de dar, diré con distinción; y del ejemplo de Cristo nuestro Señor (cosa que autoriza y consuela), justificada obligación en que pone al monarca y a los súbditos. Y sabiendo cada uno cómo ha de ser, verá el señor cómo debe y puede ser padre; y los vasallos de la manera que sabrán ascender al grado de hijos. Pretendo curar dos enfermedades gravísimas y muy dificultosas, por estar sumamente bienquistas de los propios que las padecen. Son la miseria desconocida de los unos, y la codicia hidrópica de los otros. Intento esta cura, fiado en que los medicamentos que aplico no sólo son saludables, sino la misma salud, por ser de obras y palabras de Cristo nuestro Señor que (siendo camino, verdad y vida), como camino, no puede errar la causa de donde la dolencia procede; como verdad, no puede aplicar un medicamento por otro; y como vida, no puede dar muerte, si recibimos su doctrina, ni dejar de dar salud a la enfermedad; y no sólo esto, sino resurrección a la muerte. Puede ser que algunos me empiecen a leer con temor, y que me acaben de leer con provecho. Precedan para disposición algunos advertimientos políticos.

Las quejas populares y mecánicas en cualquiera nueva imposición y asimismo al tiempo de pagar lo ya impuesto, son de gran ruido, mas de poco peso. Pierde el tiempo quien trata de convencer con razón la furia que se junta de innumerables y diferentes cabezas, que sólo se reducen a unidad en la locura. Débese ésta tratar como la niebla, que dándola lugar y tiempo, se desvanece y aclara. Yo no hablaré con estos vulgares sentimientos, porque es imposible con cada uno, y no es de utilidad con la confusión de todos juntos; empero hablaré para ellos. Es cierto que no se puede mantener la paz ni adquirir la quietud de las gentes, sin tribunales y ministros; ni asegurarse del odio o envidia de vecinos y enemigos, sin presidios y prontas prevenciones. Tampoco puede hacerse la guerra, ya sea ofensiva ya defensiva, sin municiones, bastimentos y soldados y oficiales, sin gasto igual y paga segura; y sin tributos ninguna de estas cosas se puede juntar ni mantener. Según esto (pues todos quieren paz y quietud y defensa y victoria para la propia seguridad) todos deben, no sólo pagar los tributos, sino ofrecerlos; no sólo ofrecerlos, mas, si la necesidad pública lo pide, aumentarlos. Y es al revés, que deseando la quietud y la seguridad todos, el tributo le rehúsa cada uno. Cuando se crece el que se pagaba, o se añade otro, se ha de advertir que la quietud que se tiene cuesta mucho menos que si se defiende; y la que se defiende de un enemigo, mucho menos que la que se defiende de muchos. Para aquélla basta lo que se da, para ésta apenas lo que se pide. Y por esto es más y mejor pagado el tributo o tributos que cuestan más, que los que cuestan menos. Allí se da lo que se debe; aquí se debe todo lo que se puede. Por donde en los vasallos viene a ser más justo dar lo que les hace falta, que lo que les sobra.

Esto en mi pluma se oirá con desabrimiento, y se leerá con ceño; empero se reverenciará oyendo las palabras de Cristo, verdadero y clementísimo rey: "Estaba Jesús sentado enfrente del arca que guarda el tesoro del templo, y miraba los que en ella echaban sus ofrendas, cómo la turba echaba la moneda, y muchos ricos mucho. Empero como viniese una viuda pobre, y echase una blanca, vio Jesús cómo aquella pobrecilla viuda ofrecía una blanca; y llamando a sí sus discípulos, los dijo: De verdad os digo que esta pobre viuda dio más que todos estos que han dado al tesoro del templo; porque todos dieron al tesoro de Dios de lo que les sobra; empero ésta de lo que la falta, y de lo que no tiene: dio todo lo que tenía, todo su sustento."

De manera que no sólo fue digno de aprobación en Cristo el dar la pobre viuda de lo que la faltaba y no tenía, sino que convocó sus discípulos para darles aquella doctrina con aquel ejemplo, como a ministros a quien había de encomendar diferentes provincias y reinos que alumbrar en la luz del Evangelio. Dirán dos cosas los que piden sosiego y comodidad propia sin tributos: "que este lugar a la letra se entiende de lo que se da a Dios" y dicen bien. Mas no sé yo qué letra de él falta para que se entienda a la letra de lo que se pide para defensa de la ley de Dios, en qué consiste la salud de las almas. La otra, que este lugar citado trata de dádivas voluntarias a Dios, conforme a la voluntad de cada uno; y que por esto se aplica con poca similitud o ninguna al tributo que se impone, y a la dádiva o donativo que se pide. Respondo: que en éste a que obligan es más justificada la obediencia, por cuanto a la voluntad de asistir a la defensa de la fe y bien público se añade el mérito en obedecer a la necesidad por evitar el riesgo. Después de acallados estos achaques, aun quedan réplicas a la miseria desconocida. Confesarán quieren quietud y armas, si son necesarias para defenderla o adquirirla, y tributos; empero que si los tributos los quitan el sustento, y las propias armas la quietud, que es prometer lo que les quitan, y hacer con achaque del enemigo lo mismo que él pudiera hacer; y que más parece adelantarse con envidia de la crueldad en su ruina a los enemigos, que oponérseles. Esta malicia tercera se convence con el proceder que en el cuerpo humano enfermo tienen la calentura y la sangría: ésta, evacuando la sangre, asegura la vida con lo que quita; aquélla la destruye, si la guarda. Queda debilitado, mas queda; tiene menos sangre, empero más esperanza de vida y disposición a convalecer; quita las fuerzas, no el ser, que puede restaurarlas. Doy que (como acontece) muera asistido de las purgas y de las sangrías; empero muere como hombre, asistido de la razón, de la ciencia y de los remedios. Si se deja a la enfermedad, es desesperado; conjúrase contra sí con la dolencia, muere enfermo y delincuente. No de otra suerte, en los tributos y el enemigo, se gobierna el cuerpo de la república: donde aquéllos hacen oficio de sangría o evacuación, que sacando lo que está en las venas y en las entrañas, dispone y remedia; y éste, de enfermedad, que sólo puede disminuirse creciendo aquéllos con la evacuación que dispone su resistencia y contraste. Quien niega el brazo al médico y la mano al tributo, ni quiere salud ni libertad. Y como el médico no es cruel si manda sacar mucha sangre en mucho peligro, no es tirano el príncipe que pide mucho en muchos riesgos y grandes.

Verdad es lo que os he dicho; mas porque no resbalen por ella ministros desbocados, que no saben parar ni reparar en lo justo, o consejeros que se deslizan por los arbitrios (que son de casta de hielo, cristal mentiroso, quietud fingida y engañosa firmeza, donde se pueden poner los pies, mas no tenerse), es forzoso fortalecer de justicia estas acciones, tan severa e indispensablemente, que los tributos los ponga la precisa necesidad que los pide; que la prudencia cristiana los reparta respectivamente con igualdad, y que los cobre enteros la propia causa que los ocasiona; porque poner los tributos para que los paguen los vasallos y los embolsen los que los cobran, o gastarlos en cosas para que no se pidieron, más tiene de engaño que de cobranza, y de invención que de imposición.

A esto miró el rey don Enrique III cuando, importunado de los que le aconsejaban que cargase de tributos a sus vasallos, dijo: Más miedo me dan las quejas de mis súbditos, que las cajas y los clarines y las voces de mis contrarios. Y porque no querría que conciencias vendibles se valiesen para sus robos del lugar que cité de la viuda (a quien alaba Cristo porque dio de lo que no tenía y de lo que la faltaba), quiero prevenir el ejemplo de la higuera, a quien pidió Cristo nuestro Señor fuera de sazón higos; porque los tales autorizarán con ésta, y dirán es lícito pedir a uno lo que no tiene; pues a la higuera, porque no dio a Cristo lo que no tenía y la pidió cuando no lo podía tener, la maldijo, y se secó; y pretenderán que no sólo se le puede a uno pedir lo que no tiene, sino maldecirle y arruinarle porque no lo da; alegando que luego se secó la higuera y se le cayeron las hojas. Señor, esto sería propiamente lo que se dice andar por las ramas; y así lo hacen estos doctores, que a imitación de Adán quieren otra vez cubrir con hojas de higuera la vergüenza de su pecado. Téngase cuenta no sean hojas de esta higuera con las que se cubren los que aconsejan se pida a uno lo que no tiene, y que le castiguen porque no dio lo que no tenía.

Pues en este capítulo de lo que ha de pedir el rey se valen de este caso en que Cristo pidió a la higuera su fruta, es forzoso declararle, y quitarles con esto el rebozo de su malicia. Señor, Cristo pidió a la higuera el fruto que no tenía ni podía entonces tener: maldíjola, y secose. Viéronla a la vuelta los apóstoles seca; y apiadados de la higuera por constarles de su inocencia (llamémosla así), compadecidos de su castigo y deseosos de saber la causa que no alcanzaban, "preguntaron admirados: ¿Cómo se secó luego?". Esto se lee en San Mateo, cap. 21; San Marcos, cap. 11. "Y como a la mañana pasasen, vieron seca de raíz la higuera; y acordándose Pedro, dijo: Maestro, ves que se ha secado la higuera que maldijiste". Débese reparar que si Cristo pidió lo que no tenía, fue a un árbol, no a un hombre; y que siendo Cristo quien la pidió el fruto y el que la maldijo porque no le dio, el ver los apóstoles que no daba lo que no tenía, los obligó a admirarse de que la comprendiese la maldición y de que se hubiese secado, y a preguntar a Cristo por qué y la causa. De manera que aun en una higuera hizo admiración a San Pedro que fuese castigada porque no dio, pidiéndosele Cristo, el fruto que no tenía. Descabalado queda el texto para los que osaren valerse de su aplicación. Empero la respuesta del Hijo de Dios se le quitará totalmente de los ojos. "Díjoles Jesús: De verdad os digo, si tuviéredes fe y no dudáredes, no sólo haréis esto con la higuera, sino si a este monte dijéredes: Levántate y arrójate en la mar, lo hará". Señor, la higuera como higuera sentencia tenía en su favor para no secarse y que las hojas no se le cayesen, en el Psalm. 1: "Y será como el árbol que está plantado junto a las corrientes de las aguas, que dará su fruto en su tiempo, y sus hojas no se caerán". Luego en favor de las hojas y verdor de esta higuera habla literalmente en semejanza del justo David, pues sólo estaba obligada a dar su fruto en su tiempo; y cuando se lo pidió Cristo, no lo era. Los santos dicen que en esta higuera castigó Cristo la dureza e incredulidad de la sinagoga. Así San Cirilo Jerosolimitano, Cateches. 13; y pruébalo San Pedro Crisólogo, en el serm. 106, de la higuera que no llevaba fruto. Luc. 13. "Tenía uno en su viña plantada una higuera, y vino a buscar el fruto, y no le halló; y dijo al cultor de la viña: Ves que ha tres años que vengo a coger fruto de esta higuera, y no le hallo: córtala: ¿para qué ocupa la tierra? Mas él respondiéndole, dijo: Señor, déjala este año hasta que yo la cave al rededor y la estercole, y podrá ser lleve el fruto; si no, después la cortarás". Dice el santo Palabra de oro: Merito ergo a Domino sinagoga arbori fici comparatur. Con razón es comparada por el Señor la sinagoga a la higuera. Y más adelante: "La sinagoga es higuera; el poseedor del árbol, Cristo; la viña en que se dijo estaba plantado este árbol, el pueblo israelítico". Más adelante: "Vino Cristo, y en la sinagoga no halló fruto alguno, porque toda estaba asombrada con los engaños de la perfidia".

Previno a la sinagoga Cristo para el castigo con la semejanza de la higuera en esta parábola: diola tiempo, vino, llegó a la sinagoga en la higuera de que escribo, pidiola fruto, no le tenía, maldíjola, y secose. Es tan malo ser símbolo de los malos, que participan de los castigos los que no lo son. ¿Por qué entre los demás árboles fue escogida la higuera para este ejemplo y castigo? Quiera Dios que lo acierte a decir. Pecó Adán, y luego tuvo vergüenza de verse desnudo; vistiose y cubriose con hojas de higuera. Árbol que cubrió al primer malhechor con sus hojas, desnúdese de ellas, cáigansele, y séquese. Cuando Cristo, que viene a satisfacer por Adán, la pide fruto, y no le tiene, sea símbolo de la sinagoga. Muchos dicen fue su fruta en la que pecó; que se comprende como las demás en el nombre de pomo. Siguiendo esta opinión, todo este árbol está culpado, y con indicios manifiestos. Dar con que pequen, y ocasionar el pecado, y cubrir al pecador y vestirle, pena de cómplice merece: ésa la dio Cristo, maldiciéndola como a la tierra, como a la serpiente. Aquellos castigos ejecutó Dios luego que pecó Adán: el de la higuera difirió hasta que vino Cristo a morir en otro madero; porque al secarse el de la higuera que lo ocasionó, sucediese el florecer el seco de la cruz que llevaba por fruto su cuerpo sacrosanto.

Resta la mayor dificultad. ¿A qué propósito, preguntando los apóstoles por qué se había secado la higuera a quien había pedido Cristo la fruta que no tenía, respondió Cristo: "Dígoos de verdad que si tenéis fe y no dudáis, no sólo con la higuera haréis esto, sino que si a este monte decís: levántate y arrójate en el mar, lo hará"? El pecado y la dureza de la sinagoga era no tener fe ni admitirla. Ese fruto la pedía Cristo: maldícela, sécase, y dice: "Tened fea, escarmentando en la sinagoga, que es tan poderosa que no sólo secará luego a la higuera, sino que si mandáis a este monte que se eche en el mar, luego se levantará con su peso y se arrojará en él. De manera que fue la culpa de la higuera ser antes que otro árbol símbolo de los malos y pecadores; y esto porque nadie mejor pudo representar el pecado, que aquélla que le ocasionó y le dio vestido. Sacado hemos de las manos este ejemplo a los que para que se pueda pedir a uno lo que no tiene y castigarle porque no lo dio, a imitación de Adán, se visten de las hojas que a esta higuera seca se le cayeron, como él de las que tomó.

Es forzoso buscar ejemplo en que Cristo pidiese, ya que éste se ha declarado. Tenémosle como hemos menester en el suceso de la Samaritana, donde Cristo cansado del camino la pidió agua, de que necesitaba. Oigamos el texto sagrado con diferente consideración de la que le he aplicado en su capítulo: "Jesús, fatigado del camino, así estaba sentado sobre la fuente. Vino una mujer a Samaria a sacar agua. Jesús la dijo: Dame de beber (sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer). Díjole aquella mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides te dé de beber, siendo yo mujer samaritana?; porque no tienen correspondencia los judíos con los samaritanos. Respondiola Jesús, y díjola: Si tuvieras noticia de la dádiva de Dios, y quién es el que a ti te dice: Dame de beber, pudiera ser que tú le hubieras pedido a él, y él te hubiera dado agua de vida. Díjole la mujer: Señor, ni tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo".

No se lee en este caso que Cristo nuestro Señor, que pidió de beber, bebiese. Y considerando que para decir a esta mujer que trajese su marido, y descubrirla su pecado para remediarla, lo podía hacer sin estas circunstancias, me persuado que pidió de beber para dar este ejemplo a los príncipes en lo que han de pedir tan individual como se verá; y que le hizo disposición al remedio de esta mujer.

Señor, Cristo cansado del camino pidió agua; pidió con necesidad: esto es lo primero que se ha de hacer. Lo segundo, pidió agua sentado sobre la fuente, que es pedir lo que hay, y donde lo hay sobrado. Lo tercero, pidió agua a quien venía a sacar agua, a quien traía con qué dar y sacar lo que se le pidiese. ¡Qué sumamente justificada demanda! Es tal, Señor, que quien la imitare dará a quien pide; y quien no la imitare, pedirá peor que el diablo: que él pidió que le hiciese de las piedras pan a quien podía hacerlo, que era el Hijo de Dios; y él pide lo propio a quien no puede. Y como en Cristo Jesús se lee el ejemplo para los reyes, en la mujer de Samaria se lee el de los vasallos que rehúsan dar lo que con necesidad les piden los príncipes. Responde que cómo, siendo judío y ella samaritana, la pide de beber. Y alega fueros de diferentes naciones, y que no tienen comercio los judíos con los samaritanos. Esto, Señor, para no pagar tributos, ni contribuir a la necesidad pública y necesaria, cada día se ve. Muchas provincias me ahorran la verificación, cuando la causa de negarlo es decir: "Somos diferentes de los que contribuyen". No se enojó Cristo porque le negó lo que la pedía con la necesidad que ella vio, y al brocal del pozo; sólo la dijo "que si conociera la dádiva de Dios y a quien la pedía de beber, ella la pidiera a él, y la diera agua de vida". De manera que pidió para dar, y así se ha de pedir. Pidió Cristo agua material para dar agua de vida. Pida el príncipe tributos para dar paz, sosiego, defensa y disposición en que los vasallos puedan con aumento multiplicar lo que dieron, y aventajarlo en precio; porque pedir sin dar estas cosas, es despojar, que se llama pedir. El ejemplo enseña que es tan interesado el pueblo, que aun por no dar lo poco que se le pide, él mucho dificulta lo mismo que se le ofrece. Por eso dijo la mujer samaritana "que ni él tenía con qué sacar el agua, y que el pozo estaba hondo". Diola Cristo, reduciéndola, el don de Dios que no conocía; y dando a la que pedía, hizo que le confesase profeta y que se acordase del Mesías, y que dijese tales palabras: "Sé que viene el Mesías, que se dice Cristo"; palabras que merecieron la dijese: "Yo soy, que soy, que hablo contigo". No tuvo por indignidad justificar su persona para lo que pedía a su criatura, y le negaba. Y fue real paciencia y de Dios Hombre satisfacer a sus réplicas desconocidas. Considero yo la propiedad con que en la mujer y en la codicia de la mujer se representa la levedad, la inconstancia y la codicia del pueblo. Dos veces tuvo Cristo sed: en este pozo, y estando en la cruz. Aquí no dijo que tenía sed, y pidió de beber: en la cruz no se lee que pidiese de beber, sólo dijo que tenía sed. Donde pidió de beber, se le negó la bebida; donde no la pidió, se la dieron. Creo (es reparo mío; no por eso dejará de ser a propósito y necesaria su consideración) tal sucede a los reyes, que les niegan agua si la piden y sin pedirla les dan hiel. Previénelos Cristo Jesús, con su ejemplo y con sus obras y con sus palabras, a que satisfagan a la duda de quien les niega el agua o tributo que piden; y a que la hiel que les dan sin pedirla, la prueben, más no la beban. Señor, reinar sin probar hiel y amargura, no es posible.

Pasemos a lo segundo que se pregunta: "Si les dan, ¿qué han de recibir, y de quién?". Han de recibir todo lo que se debe a la grandeza y decoro de su persona, y a las obligaciones del oficio de rey. Han de recibir oro, tesoros. Así lo hizo Cristo, que recibió los tesoros que le trajeron los reyes que le vinieron a adorar, en que enseñó a recibir; empero como Rey de reyes, de príncipes, de poderosos. Y estos tesoros que recibió Cristo, se los encaminó una estrella. Ha de ser, Señor, luz del cielo la que encamine tesoros al rey; no lumbre que haya abrasado a quien los tenía, primero que traídolos, o quemado la provincia para sacarlos. Éste, Señor, es ministro cometa, no estrella: promete más ruinas que aumentos.

Ha de recibir el magnífico y real tratamiento que se hiciere a su persona. Así lo enseñó Cristo Jesús con la Magdalena, admitiendo la untura de aquel precioso licor en sus pies. Quien esto murmurare es Judas y ladrón, aunque, como Judas, se arreboce con los pobres; quien esto contradijo decía quería vender el ungüento para dar a los pobres; y lo que quiso fue vender a su señor. Ya esto tiene su capítulo en esta obra.

Ha de recibir el aplauso, y aclamaciones y triunfos reales. Cristo lo enseñó en la entrada en Jerusalén, que se dice la fiesta de los Ramos, donde le bendijeron y aclamaron por el que venía en el nombre del Señor. Mas ha de advertir el príncipe que son demostraciones del pueblo: que el domingo echaron sus vestiduras para que las pisase, y el viernes echaron suertes sobre la suya; que el domingo con fiesta le dieron los ramos, para darle el viernes desnudo el tronco. No ha de recibir alabanzas de los mañosos e hipócritas. Cristo Jesús al que entró diciendo: "Maestro bueno", le dijo: "¿Por qué me llamas Maestro bueno?". Y díjoselo porque le llamaba así, siendo él malo, y no queriendo ser bueno. Señor, este género de alabanzas en los oídos de los príncipes de la tierra son peste que les pronuncian con las palabras estos lisonjeros; son ensalmo de veneno; no dejan que el príncipe sea señor de sus sentidos y potencias; no sabe sino lo que ellos quieren, y sólo eso se ve, cree y entiende. De manera que la voluntad del lisonjero le sirve de ojos, de orejas, de lengua y de entendimiento. Y pues Cristo, en quien ningún efecto de estos podía hacer la adulación, la desechó, no es menester decirlo a los que están sujetos a padecer todos estos encantos y enajenaciones (pudiera llamarlos robos de su alma).

Tampoco ha de recibir unas caricias que parecen amarteladas, que se encaminan a divertirle de su oficio, cuya locución es tal: "No es esto para vuestra majestad". Así dijo San Pedro a Cristo, tratando de que había de morir, que era a lo que vino: Absit a te Domine. Como si dijera: "No es el morir para ti". Otra letra: Esto tibi clemens. "Sé piadoso para ti mismo". ¿A quién no parecerá requiebro de amante esto? Y tal era San Pedro para Cristo; empero con todo le respondió Vade retro post me Sathana; scandalum es mihi. "Vete lejos de mí, Satanás, porque me eres escándalo". Quien olvidare esto, o no se acordare de imitarlo, no sabrá el nombre que ha de llamar, ni dónde ha de enviar, ni el escándalo que le da el ministro, que le dice: "Tenga vuestra majestad piedad de sí. Sea para sí piadoso, no trabaje tanto en despachos, no padezca tan prolijas audiencias, no se aflija con los sucesos desdichados, no se inquiete por remediarlos. Apártese esto de vuestra majestad, y todo lo que no fuere ocio y entretenimiento". Pues, Señor, a éste (llámese como quisiere) los reyes, en oyéndole estas palabras, "Satanás" le han de llamar y mandarle ir lejos; y no se ha de recibir caricia que da escándalo, que ni se ha de dar ni recibir, si es posible. El buen monarca mejor merece reverencia y amor por lo que padece por los suyos, que por lo que puede en ellos. El que hace lo que debe y lo que le es lícito, hace lo que todos desean: quien lo que se le antoja, lo que desea él sólo.

El tercer punto es: "si piden a los reyes, a quién han de dar, y qué; y a quién han de negar, y por qué". Los malos y detestables tiranos siempre fueron pródigos y perdidos, creyendo que con el afeite de las dádivas grandes cubrían la fealdad de sus costumbres; y quedando ellos pobres, a nadie hicieron rico. Tácito dice que hallaron más pobres a aquéllos a quien dio Nerón mucho, que a los que se lo quitó todo. Añado que es tan perniciosa la prodigalidad de los tiranos, que empobrece su dádiva y no su robo. Lo que dan es premio de maldades: lo que quitan, envidia y venganza de virtudes; y así quedan éstos con derecho a la restitución, y aquéllos al castigo. Si no se mira a quién se da, más se pierde dando que perdiendo: piérdese la cosa sola que se pierde; y si no se sabe dar, se pierde lo que se dio y el hombre a quien se dio: daño muy considerable. Por esto dice el Espíritu Santo: "Si hicieres bien, sabe a quién le haces; y tendrán mucha gracia tus bienes". Lo contrario dice el refrán castellano: "Haz bien, y no mires a quién". No se puede negar que estas palabras aconsejan ceguedad, pues dicen que no mire. Esto quieren los que, si cuando piden los mirasen, saldrían, cuando mejor despachados, despedidos. Mírese a quién se da, y muchas veces se quitará al que pide; que si no se mira, eso es dar a ciegas.

Hay tiranos de dos maneras: unos pródigos de la hacienda suya y de la república, por tomarse para sí no sólo el poder que les toca, sino el de las leyes divinas y humanas. Otros son miserables en dar caudal y dineros; y son pródigos en dar de sí y de su oficio; y pasan a consentir que les tomen y quiten su propia dignidad, por no perder un instante de ocio y entretenimiento. De aquéllos y de éstos hubo muchos en el mundo, cuyas vidas aun no consintió la idolatría; cuyas muertes quedaron padrones de la infamia de aquellos tiempos. La ley evangélica ha librado a las repúblicas de estos monstruos, que son castigo de los reinos e imperios donde no la reciben para salud y vida, o donde la han dejado, y la tuvieron los que son propiamente renegados de Dios. Cristo nuestro Señor no sólo dio a todos los que le pidieron, sino dijo: "Pedid, y recibiréis". Dio ojos, oídos, pies, manos, salud, libertad: esto a los vivos; y a los muertos vida. Dio sustento a los que necesitaban de él donde no le podían hallar. Mas es de advertir que todo esto da a los que faltaba todo esto: al ciego ojos, al sordo oídos, al tullido pies, manos al manco, al enfermo salud, al endemoniado cautivo del demonio libertad, a los muertos vida. Así se ha de dar, Señor: éste es el oficio del rey, dar a los suyos lo que les falta; no darles lo mismo que tienen, para que les sobre más ojos al que ve, más oídos al que oye, y así en lo demás. Esto se hace cuando el príncipe da sus ojos y sus oídos a otro para que vea y oiga por él, que es añadirle oídos y ojos (cosas que tiene) cuando le da sus pies y sus manos para que obre en su lugar, que es ocasionar que digan: "Es sus pies y sus manos". Nota que el común modo de hablar les pone no sin grave acusación.

Ha de dar el rey premio y castigo: mejor diré, que ha de pagar el premio y ejecutar el castigo, porque son dos cosas en que el rey no ha de tener arbitrio, ni otra voluntad que las balanzas de la justicia en fil. Es gravísimo pecado el que llaman los teólogos acceptio personarum, "aceptación de personas". Éste destierra toda justicia. Dar al delito que sólo merece destierro la horca, y al que merece ésta destierro, no es mayor maldad que dar el magistrado y la dignidad al que no la merece, dando al que la merece el olvido que se debía a aquél.

Ha de dar bienes temporales a los méritos y servicios que le obligan; mas ha de ser en aquella medida que lo que da no le obligue a pedir, ni a quitar a unos para dar a otros. No lo ha de dar todo a uno; que de este género de dádiva sólo del diablo hay texto detestable en la tentación. No sólo no ha de dar sus dos lados a uno, empero ni a dos, aunque sean parientes, y como hermanos, y su querido el uno. Cristo nuestro Señor fue el ejemplo, cuando la madre de Juan y Jacobo pidió las dos sillas de la diestra y de la siniestra en su reino para sus dos hijos (de esto traté en dos capítulos). La decisión fue: "No sabéis lo que pedís". Y se sigue que lo es para quien lo concediere: "No sabéis lo que dais".

Hay otro peligro casi inevitable para los príncipes, enmascarado de virtud y desinterés, tan al vivo fingido, que hay pocos que le conozcan por quien es, y que no le admitan por lo que miente. Esto es, hombres que ni piden ni reciben nada, porque aspiran a tomarlo todo. Judas fue el inventor de esta carátula. Quien le vio ni pedir sillas, ni lado, ni primero lugar, ni licencia para hacer bajar fuego del cielo sobre los que no hospedaban a Cristo, ni pedir para sí otro cargo del que tenía, que de él no se lee hurto que hiciese; que sola una vez que habló fue para que vendiéndose el ungüento se diese a los pobres por arbitrio, conocerá que la máscara de los tales son arbitrios de socorrer necesidades. Y quien considerare que éste vendió luego a Cristo, y se le echó en la bolsa, conocerá que los que se disfrazan con esta máscara no piden ni reciben, porque pretenden tomarlo todo, y echarse a su señor en la faldriquera. Éstos mientras viven traen la soga arrastrando, y para morir la soga los arrastra a ellos.

No ha de dar el rey los premios y las grandes mercedes medidas por el número de los años y tiempo que le han servido; sino por calidad y peso de los servicios, por las circunstancias del lugar y de la ocasión. Dimas, ladrón toda su vida, condenado por ladrón a muerte, y con otro escogido para con sus lados infamar a Cristo puesto en medio de sus dos cruces, en breve rato mereció el reino de Dios y ser aquel día con el Hijo de Dios en el paraíso, porque apreció el verdadero Rey, el conocerle por Dios donde aun de hombre estaba desfigurado, donde el mismo que le conocía era quien más le ayudaba a desconocer, donde no sólo no estaba como Dios, sino aun como hombre delincuente y malo. Conociose Dimas a sí, conoció a su compañero, y reprendiole; conoció a Cristo, y confesole por Dios. Y aquel Señor, que es suma piedad y suma justicia, le dio su gracia, y su reino y su compañía a la calidad del servicio y al mérito de las circunstancias, sin mirar a la brevedad de un breve rato.

Esto, Señor, importa mucho que imiten los reyes para dar y saber dar (materia de suma importancia que se discurrió en la parte primera de esta Política, cap. 14, y aquí se consumó su discurso), y premiar antes y más el valor de los servicios que el número de los días y de los años; porque en lo moral y político se ha de contar antes lo que se vive bien, que mucho. Esto a cargo está de la vejez y de la muerte; eso otro ha de ser cuidado de la justicia remunerativa. No pidió Dimas merced por lo que había servido, sino sirvió para merecerla. Esto advierte que cuando a los príncipes de la tierra quien les ha servido en un cargo, por aquella razón pide le hagan merced, se advierta que si pidió por merced el primero cargo que alega, no es otra cosa sino pedir le hagan merced porque se la hicieron, y hacerse acreedor de lo que debe, y deudor suyo al príncipe que es su acreedor.




Gobierno de Cristo-QUEVEDO - Capítulo VII: De los acusadores, de las acusaciones y de los traidores.