Su Santidad JUAN PABLO II

Don y Misterio

 

Introducción

Permanece vivo en mi recuerdo el encuentro gozoso que, por iniciativa de la Congregación para el

Clero, tuvo lugar en el Vaticano en el otoño del pasado año (27 de octubre de 1995), para

celebrar el trigesimo aniversario del Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis. En el ambiente

festivo de aquella asamblea diversos sacerdotes hablaron de su vocación, y también yo ofrecí mi

propio testimonio. Me pareció hermoso y fructífero que, entre sacerdotes, ante el pueblo de Dios,

se ofreciera este servicio de edificación recíproca.

Las palabras que pronuncié en aquella circunstancia tuvieron un eco may grande. A raíz de ello,

desde varias partes se me pidió con insistencia que volviera a tratar, de un modo más amplio, el

tema de mi vocación, con ocasión del Jubileo sacerdotal.

Confieso que la propuesta, al principio, suscitó en mí alguna resistencia comprensible. Pero

después me senti como obligado a aceptar la invitación, viendo en ello un aspecto del servicio

propio del ministerio petrino. Movido por algunas preguntas del Dr. Gian Franco Svidercoschi que

han hecho de hilo conductor, me he dejado llevar con libertad por la ola de recuerdos, sin ninguna

pretensión estrictamente documental.

Todo lo que digo aquí, más allá de los acontecimientos históricos, pertenece a mis raíces más

profundas, a mi experiencia más íntima. Lo recuerdo ante todo para dar gracias al Señor:

"Misericordias Domini in aetemum cantabo!" Lo ofrezco a los sacerdotes y al pueblo de Dios

como testimonio de amor.

 

I

En los comienzos... ¡el misterio!

¿Cuál es la historia de mi vocación sacerdotal? La conoce sobre todo Dios. En su dimensión más

profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que supera infinitamente al

hombre. Cada uno de nosotros sacerdotes lo experimenta claramente durante toda la vida. Ante la

grandeza de este don sentimos cuan indignos somos de ello.

La vocación es el misterio de la elección divina: "No me habeis elegido vosotros a mí, sino que yo

os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayais y deis fruto, y que vuestro fruto

permanezca" (Jn 15, 16). "Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que

Aarón'' (Hb 5, 4). "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que

nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí" (Jr 1, 5). Estas palabras

inspiradas estremecen profundamente toda alma sacerdotal.

Por eso, cuando en las más diversas circunstancias -por ejemplo, con ocasión de los Jubileos

sacerdotales- hablamos del sacerdocio y damos testimonio del mismo, debemos hacerlo con gran

humildad, conscientes de que Dios "nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras,

sino por su propia determinación y por su gracia" (2 Tm 1, 9). Al mismo tiempo, nos damos cuenta

de que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio

tiene en sí mismo.

Esta premisa me parece indispensable para que se pueda comprender de modo justo lo que voy a

decir sobre mi camino hacia el sacerdocio.

Las primeras señales de la vocación

El Arzobispo Metropolitano de Cracovia, Príncipe Adam Stefan Sapieha, visitó la parroquia de

Wadowice cuando yo era estudiante en el instituto. Mi profesor de religión, P. Edward Zacher, me

encargó darle la bienvenida. Así, tuve entonces la primera ocasión de encontrarme frente a aquel

hombre tan venerado por todos. Sé que, después de mi discurso, el Arzobispo preguntó al

profesor de religión qué facultad elegiría yo al terminar el instituto. El P. Zacher respondió:

"Estudiará filología polaca". El Prelado comentó: "Lástima que no sea teología".

En ese período de mi vida la vocación sacerdotal no estaba aún madura, a pesar de que a mi

alrededor eran muchos los que creían que debía entrar en el seminario. Y tal vez alguno pudo

pensar que, si un joven con tan claras inclinaciones religiosas no entraba en el seminario, era señal

de que otros amores o aspiraciones estaban en juego. En efecto, en la escuela tenía muchas

cormpañeras y, comprometido como estaba en el círculo teatral escolar, no faltaban diversas

posibilidades de encuentros con chicos y chicas. Sin embargo, el problema no era ese. En aquel

tiempo estaba fascinado sobre todo por la literatura, en particular por la dramática, y por el teatro.

A este último me había iniciado Mieczyslaw Kotlarczyk, profesor de lengua polaca, mayor que yo

en edad. El era un verdadero pionero del teatro de aficionados y tenía grandes ambiciones de un

repertorio de calidad.

Los estudios en la Universidad Jaghellonica

En mayo de 1938, superado el examen final de los estudios en el instituto, me inscribí en la

Universidad Jaghellonica para realizar los cursos de Filología polaca. Por este motivo me trasladé,

junto con mi padre, desde Wadowice a Cracovia. Nos instalamos en la calle Tyniecka 10, en el

barrio de Debniki. La casa pertenecía a los parientes de mi madre. Comencé los estudios en la

Facultad de Filosofía de la Universidad Jaghellonica, siguiendo los cursos de Filología polaca, pero

sólo logré acabar el primer año, porque el 1de septiembre de 1939 estalló la segunda guerra

mundial.

A propósito de los estudios, deseo subrayar que mi elección de la filología polaca estaba motivada

por una clara predisposición hacia la literatura. Sin embargo, ya durante el primer año, atrajo mi

atención el estudio de la lengua misma. Estudiábamos la gramática descriptiva del polaco moderno

y al mismo tiempo la evolución histórica de la lengua, con un particular interés por el viejo tronco

eslavo. Esto me introdujo en horizontes completamente nuevos, por no decir en el misterio mismo

de la palabra.

La palabra, antes de ser pronunciada en el escenario, vive en la historia del hombre como

dimensión fundamental de su experiencia espiritual. En última instancia, remite al insondable

misterio de Dios mismo. El redescubrir la palabra a través de los estudios literarios y linguísticos,

me acercaba al misterio de la Palabra, de esa Palabra a la cual nos referimos cada día en la

oración del Angelus: ''La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros'' (Jn 1, 14).

Comprendí más tarde que los estudios de filología polaca preparaban en mí el terreno para otro

tipo de intereses y de estudios. Predisponían mi ánimo para acercarme a la filosofía y a la teología.

El estallido de la segunda guerra mundial

Pero volvamos al 1 de septiembre de 1939. EI estallido de la guerra cambió de modo radical la

marcha de mi vida. Verdaderamente los profesores de la Universidad Jaghellonica intentaron

comenzar de todos modos el nuevo año académico, pero las clases duraron sólo hasta el 6 de

noviembre de 1939. En ese día las autoridades alemanas convocaron a todos los profesores a una

asamblea que acabó con la deportación de aquellos respetables hombres de ciencia al campo de

concentración de Sachsenhausen. Acababa así en mi vida el período de los estudios de filología

polaca y comenzaba la fase de la ocupación alemana, durante la cual al principio intenté leer y

escribir mucho. Precisamente a esa época se remontan mis primeros trabajos literarios.

Para evitar la deportación a trabajos forzados en Alemania, en el otoño de 1940 empecé a

trabajar como obrero en una cantera de piedra vinculada a la fábrica química Solvay. Estaba

situada en Zakrzówek, a casi media hora de mi casa de Debniki, e iba andando hasta allí cada día.

En aquella cantera escribí una poesía. Releyéndola después de tantos años, la encuentro aún

particularmente expresiva de aquella singular experiencia:

"Escucha bien, escucha los golpes del martillo, la sacudida, el ritmo. El ruido te permite sentir

dentro la fuerza, la intensidad del golpe. Escucha bien, escucha, eléctrica corriente de río

penetrante que corta hasta las piedras, y entenderás conmigo que toda la grandeza del trabajo bien

hecho es grandeza del hombre...'' (La cantera: I Materia, I)

Estaba presente cuando, durante el estallido de una carga de dinamita, las piedras golpearon a un

obrero y lo mataron. Quedé profundamente desconcertado:

"Levantaron el cuerpo, en silencio avanzaban. Abatidos, sentían en todos el agravio..." (La cantera:

IV En memoria de un compañero de trabajo, 2.3)

Los responsables de la cantera, que eran polacos, trataban de evitarnos a los estudiantes los

trabajos más pesados. A mí, por ejemplo, me asignaron el encargo de ayudante del llamado

barrenero, de nombre Franciszek Labus. Lo recuerdo porque, algunas veces, se dirigía a mí con

palabras de este tipo: "Karol, tu deberías ser sacerdote. Cantarás bien, porque tienes una voz

bonita y estarás bien..." Lo decía con toda sencillez, expresando de ese modo un convencimiento

muy difundido en la sociedad sobre la condición del sacerdote. Las palabras del viejo obrero se

me han quedado grabadas en la memoria.

El teatro de la palabra viva

En aquella época estuve en contacto con el teatro de la palabra viva, que Mieczyslaw Kotlarczyk

había fundado y continuaba animando en la clandestinidad. La dedicación al teatro fue favorecida

al principio por el hecho de haber hospedado en mi casa a Kotlarczyk y a su mujer Sofía, que

habían logrado pasar de Wadowice a Cracovia, al territorio del "Gobierno General". Vivíamos

juntos. Yo trabajaba como obrero, él primero como tranviario y después como empleado en una

oficina. Compartiendo la misma casa, podíamos no sólo continuar con nuestras conversaciones

sobre el teatro, sino incluso realizar actuaciones concretas, que tenían precisamente el carácter de

teatro de la palabra. Era un teatro muy sencillo. La parte escénica y decorativa estaba reducida al

mínimo; la actuación consistía esencialmente en la recitación del texto poético.

Las representaciones tenían lugar ante un grupo reducido de conocidos e invitados, que

demostraban un interés específico por la literatura y eran, de algún modo, "iniciados". Era

indispensable mantener el secreto sobre estos encuentros teatrales, pues de lo contrario se corría el

riesgo de graves sanciones por parte de las autoridades de la ocupación, sin excluir la deportación

a los campos de concentración. He de admitir que toda aquella experiencia teatral ha quedado

profundamente grabada en mi espíritu, a pesar de que en un cierto momento de mi vida me di

cuenta de que, en realidad, no era esa mi vocación.

 

II

La decisión de entrar en el seminario

En el otoño de 1942 tomé la decisión definitiva de entrar en el seminario de Cracovia, que

funcionaba clandestinamente. Me recibió el Rector, P. Jan Piwowarczyk. El hecho debía quedar

en la más absoluta reserva, incluso para las personas más allegadas. Comencé los estudios en la

Facultad teológica de la Universidad Jaghellonica, también clandestina, mientras continuaba

trabajando como obrero en la Solvay.

Durante el período de la ocupación el Arzobispo Metropolitano estableció el seminario, siempre

de modo clandestino, en su residencia. Esto podía desencadenar en cualquier momento, tanto para

los superiores como para los alumnos, severas represiones por parte de las autoridades alemanas.

Permanecí en este seminario peculiar, al lado del amado Príncipe Metropolitano, desde septiembre

de 1944 y allí pude estar junto con mis compañeros hasta el 18 de enero de 1945, el día -o mejor

dicho, la noche- de la liberación. En efecto, fue durante la noche cuando la Armada Roja llegó a

los alrededores de Cracovia. Los Alemanes, en retirada, hicieron explotar el puente Debnicki.

Recuerdo aquella terrible detonación: la onda expansiva rompió todos los cristales de las ventanas

de la residencia arzobispal. En aquel momento nos encontrabamos en la capilla para una

celebración en la que participaba el Arzobispo. El día siguiente nos dimos prisa en reparar los

daños.

Pero voy a volver a los largos meses que precedieron a la liberación. Como he dicho, vivía con

otros jóvenes en la residencia del Arzobispo. Este nos había presentado desde el primer momento

a un joven sacerdote, que sería nuestro Padre espiritual. Se trataba del P. Stanistaw Smolenski,

doctorado en Roma y hombre de una gran espiritualidad; hoy es Obispo auxiliar emérito de

Cracovia. El P. Smolenski comenzó con nosotros un trabajo regular de preparación para el

sacerdocio. Al principio teníamos como superior sólo a un prefecto, el P. Kazimierz Klósak, que

había realizado sus estudios en Lovaina y era profesor de filosofía. Por su ascesis y bondad

suscitaba en todos nosotros una gran estima y admiración. Daba cuentas de su trabajo

directamente al Arzobispo, del cual dependía también de modo directo, por lo demás, nuestro

mismo seminario clandestino. Después de las vacaciones veraniegas del año 1945, el P. Karol

Kozlowski, procedente de Wadowice, antiguo Padre espiritual del seminario en el período anterior

a la guerra, fue llamado a sustituir al P. Jan Piwowarczyk como Rector del seminario en el que

había transcurrido casi toda la vida.

Se completaban así los años de la formación del seminario. Los dos primeros, aquellos que en el

curriculum de los estudios se dedican a la filosofía, los había cursado de modo clandestino,

trabajando como obrero. Los años sucesivos, 1944 y 1945, fueron testigos de mi creciente

dedicación en la Universidad Jaghellonica, aun cuando el primer año después de la guerra fue muy

incompleto. El curso académico 1945/46 fue normal. En la Facultad teológica tuve la suerte de

conocer algunos profesores eminentes, como el P. Wladyslaw Wicher, profesor de teología moral,

y el P. Ignacy Rózycki, profesor de teología dogmática, el cual me introdujo en la metodología

científica en teología. Hoy abrazo con un recuerdo lleno de gratitud a todos mis Superiores, Padres

espirituales y Profesores, que en el período del seminario contribuyeron a mi formación. ¡Que el

Señor recompense sus esfuerzos y sacrificios!

A comienzos del quinto año, el Arzobispo decidió que me trasladara a Roma para completar los

estudios. Fue así como, anticipándome a mis compañeros, fui ordenado sacerdote el I de

noviembre de 1946. Aquel año nuestro grupo era, naturalmente, poco numeroso: en total éramos

siete. Hoy vivimos solamente tres. EI hecho de ser pocos tenía sus ventajas: permitía estrechar

lazos profundos de conocimiento recíproco y de amistad. Esto se podía decir también, de algún

modo, de las relaciones con los Superiores y Profesores, tanto en el período de la clandestinidad

como en el breve tiempo de los estudios oficiales en la Universidad.

Las vacaciones de seminarista

Desde el momento en que entré en contacto con el seminario comenzó para mí un nuevo modo de

pasar las vacaciones. Fui enviado por el Arzobispo a la parroquia de Raciborowice, en los

alrededores de Cracovia. He de expresar profunda gratitud al parroco, P. Jozef Jamróz, y a los

vicarios de esa parroquia, que se convirtieron en compañeros de vida de un joven seminarista

clandestino.

Recuerdo en particular al P. Franciszek Szymonek, que más tarde, en tiempos del terror estalinista,

fue acusado y sometido a proceso con objeto de aleccionar a la Curia arzobispal de Cracovia: fue

condenado a muerte. Por suerte, poco después fue absuelto. Recuerdo también al P. Adam Biela,

un compañero del instituto de Wadowice de más edad que yo. Gracias a estos jóvenes sacerdotes

tuve la posibilidad de conocer la vida cristiana de toda la parroquia.

Algún tiempo después, en el territorio del pueblo de Bienczyce, que pertenecía a la parroquia de

Raciborowice, surgió un gran barrio llamado Nowa Huta. Pasé allí muchos días durante las

vacaciones, tanto en el año 1944 como en el 1945, ya acabada la guerra. Permanecía mucho

tiempo en la vieja iglesia de Raciborowice, que se remontaba aún a los tiempos de Jan Dugosz.

Dedicaba muchas horas a la meditación paseando por el cementerio. Había traído a Raciborowice

mi material de estudio: los volúmenes de Santo Tomás con los comentarios. Aprendía la teología,

por decirlo así, desde el "centro" de una gran tradición teológica. Empecé entonces a escribir un

trabajo sobre San Juan de la Cruz que continué después bajo la dirección del P Ignacy Rózycki,

profesor en la Universidad de Cracovia apenas fue abierta de nuevo. Completé el estudio a

continuación en el Angelicum, bajo la guía del P. Prof. Garrigou Lagrange.

El Cardenal Adam Stefan Sapieha

En todo nuestro proceso formativo hacia el sacerdocio ejerció un influjo relevante la gran figura del

Príncipe Metropolitano, futuro Cardenal Adam Stefan Sapieha, para el cual tengo un recuerdo

emocionado y agradecido. Su prestigio había crecido por el hecho de que, en el período de

transición antes de la reapertura del seminario, habitábamos en su residencia y lo veíamos cada día.

El Metropolitano de Cracovia fue elevado a la dignidad cardenalicia inmediatamente después del

final de la guerra, a una edad ya muy avanzada. Toda la población acogió este nombramiento

como un justo reconocimiento de los méritos de aquel gran hombre, que durante la ocupación

alemana había sabido mantener alto el honor de la Nación, demostrando la propia dignidad de

modo claro para todos.

Recuerdo aquel día de marzo -estabamos en Cuaresma- cuando el Arzobispo regresó de Roma

después de haber recibido el capelo cardenalicio. Los estudiantes levantaron en brazos su

automóvil y lo Ilevaron durante un buen trecho hasta la Basílica de la Asunción en la Plaza del

Mercado, manifestando de ese modo el entusiasmo religioso y patriótico que tal nombramiento

cardenalicio había suscitado en la población.

 

III

Influencias en mi vocación

He hablado ampliamente del ambiente del seminario porque éste fué ciertamente el que tuvo mayor

incidencia en mi vocación sacerdotal. Sin embargo, dirigiendo la mirada hacia un horizonte más

amplio, veo con claridad que, desde tantos otros ambientes y personas, he recibido influjos

positivos, por medio de los cuales Dios me ha hecho oír su voz.

La familia

La preparación para el sacerdocio, recibida en el seminario, fue de algún modo precedida por la

que me ofrecieron mis padres con su vida y su ejemplo en familia. Mi reconocimiento es sobre

todo para mi padre, que enviudó muy pronto. No había recibido aún la Primera Comunión cuando

perdí a mi madre: apenas tenía 9 años. Por eso, no tengo conciencia Clara de la contribución,

seguramente grande, que ella dio a mi educación religiosa. Después de su muerte y, a continuación,

después de la muerte de mi hermano mayor, quedé solo con mi padre que era un hombre

profundamente religioso. Podía observar cotidianamente su vida, que era muy austera. Era militar

de profesión y, cuando enviudó, su vida fue de constante oración. Sucedía a veces que me

despertaba de noche y encontraba a mi padre arrodillado, igual que lo veía siempre en la iglesia

parroquial. Entre nosotros no se hablaba de vocación al sacerdocio, pero su ejemplo fue para mí

en cierto modo el primer seminario, una especie de seminario doméstico.

La fábrica Solvay

Después, pasados los años de la primera juventud, la cantera de piedra y el depurador del agua en

la fábrica de bicarbonato en Borek Falecki se convirtieron para mí en seminario. No se trataba ya

unicamente del pre-seminario, como en Wadowice. La fábrica fue para mé, en aquella etapa de mi

vida, un verdadero seminario, aunque clandestino. Había comenzado a trabajar en la cantera en

septiembre de 1940; un año después pasé al depurador de agua en la fábrica. Fue en aquellos

años cuando maduró mi decisión definitiva. En otoño de 1942 comencé los estudios en el

seminario clandestino como ex alumno de filología polaca, siendo obrero en la Solvay. No me

daba cuenta de la importancia que todo ello tendría para mí. Unicamente más tarde, ya sacerdote,

durante los estudios en Roma, conociendo a través de mis compañeros del Colegio Belga el

problema de los sacerdotes obreros y el movimiento de la Juventud Obrera Catolica (JOC),

comprendí que lo que había llegado a ser tan importante para la Iglesia y para el sacerdocio en

Occidente -el contacto con el mundo del trabajo- yo lo había ya adquirido en mi experiencia de

vida.

En realidad, mi experiencia no fue la de "sacerdote obrero" sino de "seminarista-obrero". Por el

trabajo manual sabía bien lo que significaba el cansancio físico. Encontraba cada día gente que

realizaba duros trabajos. Conocí su ambiente, sus familias, sus intereses, su valor humano y su

dignidad. Personalmente noté mucha cordialidad por su parte. Sabían que yo era estudiante y

sabían también que, en cuanto las circunstancias lo permitieran, volvería a los estudios. Nunca vi

hostilidad por ese motivo. No les molestaba que llevase los libros al trabajo. Decían: "Nosotros

estaremos atentos: tu lee". Esto sucedía sobre todo durante los turnos de noche. Decían

frecuentemente: "Descansa, nosotros estaremos de guardia".

Hice amistad con muchos obreros. A veces me invitaban a su casa. Después, como sacerdote y

como obispo, bauticé a sus hijos y nietos, bendije sus matrimonios y oficié los funerales de muchos

de ellos. Tuve oportunidad de conocer cuántos sentimientos religiosos había en ellos y cuanta

sabiduría de vida. Estos contactos, como he dicho, siguieron siendo muy estrechos incluso cuando

acabó la ocupación alemana y también después, prácticamente hasta mi elección como Obispo de

Roma. Algunos duran todavía por medio de correspondencia.

La parroquia de Debniki: los Salesianos

Debo nuevamente volver atrás, al período anterior a la entrada en el seminario. En efecto, no

puedo omitir el recuerdo de un ambiente y, en éste, de un personaje de quien recibí

verdaderamente mucho en ese período. El ambiente era el de mi parroquia, dedicada a San

Estanislao de Kostka, en Debniki, Cracovia. La parroquia estaba dirigida por los Padres

Salesianos, los cuales un día fueron deportados por los nazis a un campo de concentración.

Unicamente quedaron un viejo parroco y el inspector provincial, pues todos los demás fueron

internados en Dachau. Creo que el ambiente salesiano ha tenido un papel importante en el proceso

de formación de mi vocación.

En el ámbito de la parroquia había una persona que se distinguía sobre las demás: me refiero a Jan

Tyranowski. Era empleado de profesión, aunque había decidido trabajar en la sastreria de su

padre. Afirmaba que su trabajo de sastre le hacía más fácil la vida interior. Era un hombre de una

espiritualidad particularmente profunda. Los Padres Salesianos, que en aquel período difícil habían

reemprendido con valentía la animación de la pastoral juvenil, le encargaron la tarea de establecer

contactos con los jóvenes del círculo del llamado "Rosario vivo''. Jan Tyranowski llevó a cabo esta

tarea no ciñéndose únicamente al aspecto organizativo, sino preocupándose también de la

formación espiritual de los jóvenes que entraban en contacto con él. Aprendí así los métodos

elementales de autoformación que se vieron después confirmados y desarrollados en el proceso

educativo del seminario. Tyranowski, que se estaba formando en los escritos de San Juan de la

Cruz y de Santa Teresa de Avila, me introdujo en la lectura, extraordinaria para mi edad, de sus

obras.

Los Padres Carmelitas

Esto acrecentó en mí el interés por la espiritualidad carmelitana. En Cracovia, en la calle

Rakowicka, había un monasterio de Padres Carmelitas Descalzos. Tenía contactos con ellos y una

vez hice allí mis Ejercicios Espirituales, con la ayuda del P. Leonardo de la Dolorosa.

Durante un cierto tiempo consideré la posibilidad de entrar en el Carmelo. Las dudas fueron

resueltas por el Arzobispo Cardenal Sapieha, quien -con el estilo que lo caracterizaba- dijo

escuetamente: "Es preciso acabar antes lo que se ha comenzado''. Y así fue.

El P. Kazimierz Figlewicz

Durante aquellos años mi confesor y guía espiritual fue el P. Kazimierz Figlewicz. Me encontré con

él la primera vez cuando cursaba el primer año de instituto en Wadowice. EI P. Figlewicz, que era

vicario de la parroquia de Wadowice, nos enseñaba religión. Gracias a él me acerqué a la

parroquia, fui monaguillo y en cierto modo organicé el grupo de monaguillos. Cuando dejó

Wadowice para ir a la catedral del Wawel, continué manteniendo contacto con él. Recuerdo que,

durante el quinto curso del instituto, me invitó a Cracovia para participar en el Triduum Sacrum,

que empezaba con el llamado "Oficio de Tinieblas" en la tarde del Miércoles Santo. Fue ésta una

experiencia que dejó en mí una huella profunda.

Cuando, después del examen final, me trasladé con mi padre a Cracovia, intensifiqué la relación

con el P. Figlewicz, que ejercía el cargo de vicecustodio de la catedral. Iba a confesarme con él y,

durante la ocupación alemana, muchas veces lo visitaba.

Aquel 1 de septiembre de 1939 no se borrará nunca de mi recuerdo: era el primer viernes de mes.

Había ido a Wawel para confesarme. La catedral estaba vacía. Fue, quizás, la última vez que pude

entrar libremente en el templo. Después fue cerrado. El castillo real de Wawel se convirtió en la

sede del Gobernador General Hans Frank. El P. Figlewicz era el único sacerdote que podía

celebrar la Santa Misa, dos veces por semana, en la catedral cerrada y bajo la vigilancia de

policías alemanes. En aquellos tiempos difíciles fue aún más claro lo que significaban para él la

catedral, las tumbas reales, el altar de San Estanislao, obispo y mártir. EI P. Figlewicz fue hasta la

muerte fiel custodio de aquel particular santuario de la Iglesia y de la Nación, inculcándome un

amor grande por el templo del Wawel, que un día llegaría a ser mi catedral episcopal.

El 1de noviembre de 1946 fui ordenado sacerdote. El día siguiente, en la "Primera Santa Misa"

celebrada en la catedral, en la cripta de San Leonardo, el P. Figlewicz, estaba a mi lado y me hacía

de asistente. El piadoso Prelado fallecio hace algunos años. Sólo el Señor puede compensarlo por

todo el bien que de él recibí.

La "trayectoria mariana"

Naturalmente, al referirme a los orígenes de mi vocación sacerdotal, no puedo olvidar la

trayectoria mariana. La veneración a la Madre de Dios en su forma tradicional me viene de la

familia y de la parroquia de Wadowice. Recuerdo, en la iglesia parroquial, una capilla lateral

dedicada a la Madre del Perpetuo Socorro a la cual por la manaña, antes del comienzo de las

clases, acudían los estudiantes del instituto. También, al acabar las clases, en las horas de la tarde,

iban muchos estudiantes para rezar a la Virgen.

Además, en Wadowice, había sobre la colina un monasterio carmelita, cuya fundación se

remontaba a los tiempos de San Rafael Kalinowski. Muchos habitantes de Wadowice acudían allí,

y esto tenía su reflejo en la difundida devoción al escapulario de la Virgen del Carmen. También yo

lo recibí, creo que cuando tenía diez años, y aún lo Ilevo. Se iba a los Carmelitas también para las

confesiones. De ese modo, tanto en la iglesia parroquial, como en la del Carmen, se formó mi

devoción mariana durante los años de la infancia y de la adolescencia hasta la superación del

examen final.

Cuando me encontraba en Cracovia, en el barrio Debniki, entré en el grupo del "Rosario vivo'', en

la parroquia salesiana. Allí se veneraba de modo especial a María Auxiliadora. En Debniki, en el

período en el que iba tomando fuerza mi vocación sacerdotal, gracias también al mencionado

influjo de Jan Tyranowski, mi manera de entender el culto a la Madre de Dios experimentó un

cierto cambio. Estaba ya convencido de que Maria nos lleva a Cristo, pero en aquel período

empecé a entender que también Cristo nos lleva a su Madre. Hubo un momento en el cual me

cuestioné de alguna manera mi culto a María, considerando que éste, si se hace excesivo, acaba

por comprometer la supremacía del culto debido a Cristo. Me ayudó entonces el libro de San Luis

María Grignion de Montfort titulado "Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen''. En

él encontré la respuesta a mis dudas. Efectivamente, María nos acerca a Cristo, con tal de que se

viva su misterio en Cristo. El tratado de San Luis María Grignion de Montfort puede cansar un

poco por su estilo un tanto enfático y barroco, pero la esencia de las verdades teológicas que

contiene es incontestable. El autor es un teólogo notable. Su pensamiento mariológico está basado

en el Misterio trinitario y en la verdad de la Encarnación del Verbo de Dios.

Comprendí entonces por qué la Iglesia reza el Angelus tres veces al día. Entendí lo cruciales que

son las palabras de esta oración: "El Angel del Señor anunció a María. Y Ella concibió por obra

del Espíritu Santo... He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra... Y el Verbo se

hizo carne y habitó entre nosotros..." ¡Son palabras verdaderamente decisivas! Expresan el núcleo

central del acontecimiento más grande que ha tenido lugar en la historia de la humanidad.

Esto explica el origen del Totus Tuus. La expresión deriva de San Luis María Grignion de

Montfort. Es la abreviatura de la forma más completa de la consagración a la Madre de Dios, que

dice: Totus tuus ego sum et omnia mea Tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor Tuum,

Maria.

De ese modo, gracias a San Luis, empecé a descubrir todas las riquezas de la devoción mariana,

desde una perspectiva en cierto sentido nueva. Por ejemplo, cuando era niño escuchaba "Las

Horas de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María'', cantadas en la iglesia

parroquial, pero sólo después me di cuenta de la riqueza teológica y bíblica que contenían. Lo

mismo sucedió con los cantos populares, por ejemplo con los cantos navideños polacos y las

Lamentaciones sobre la Pasión de Jesucristo en Cuaresma, entre las cuales ocupa un lugar especial

el diálogo del alma con la Madre Dolorosa.

Sobre la base de estas experiencias espirituales fue perfilándose el itinerario de oración v

contemplación que orientó mis pasos en el camino hacia el sacerdocio, y después en todas las

vicisitudes sucesivas hasta el día de hoy. Este itinerario desde niño, y más aún como sacerdote y

como obispo, me llevaba frecuentemente por los senderos marianos de Kalwaria Zebrzydowska.

Kalwaria es el principal santuario mariano de la Archidiócesis de Cracovia. Iba allí con frecuencia

y caminaba en solitario por aquellas sendas presentando en la oración al Señor los diferentes

problemas de la Iglesia, sobre todo en el difícil período que se vivía bajo el comunismo. Mirando

hacia atrás constato como "todo está relacionado'': hoy como ayer nos encontramos con la misma

intensidad en los rayos del mismo misterio.

El Santo Fray Alberto

Me pregunto a veces qué papel ha desempeñado en mi vocación la figura del Santo Fray Alberto.

Adam Chmielowski -éste era su nombre- no era sacerdote. Todos en Polonia saben quien fue. En

el período de mi interés por el teatro rapsódico y por el arte, la figura de este hombre valiente, que

había tomado parte en la "insurrección de enero" (1863) perdiendo una pierna durante los

combates, tenía para mí una atracción espiritual particular. Como es sabido, Fray Alberto era

pintor: había realizado sus estudios en Munich. El patrimonio artístico que dejó muestra que tenía

un gran talento. Sin embargo, en un cierto momento de su vida este hombre rompe con el arte

porque comprende que Dios lo llama a tareas más importantes. Conociendo el ambiente de los

pobres de Cracovia, cuyo lugar de encuentro era el dormitorio público, llamado tambien "lugar de

la calefacción'', en la calle Krakowska, Adam Chmielowski decide convertirse en uno de ellos, no

como el limosnero que llega desde fuera para distribuir dones, sino como uno que se da a sí mismo

para servir a los desheredados.

Este fascinante ejemplo de sacrificio suscita muchos seguidores. Alrededor de Fray Alberto se

reunen hombres y mujeres. Nacen así dos Congregaciones, que se dedican a los más pobres.

Todo esto sucedió en los comienzos de nuestro siglo, en el período anterior a la primera guerra

mundial

Fray Alberto no pudo ver el momento en el que Polonia conquistó su independencia. Murió en

Navidad de 1916. Sin embargo, su obra sobrevivió convirtiéndose en expresión de las tradiciones

polacas de radicalismo evangélico, siguiendo las huellas de San Francisco de Asís y de San Juan

de la Cruz.

En la historia de la espiritualidad polaca Fray Alberto ocupa un lugar especial. Para mí su figura fue

determinante, porque encontré en él un particular apoyo espiritual y un ejemplo en mi alejamiento

del arte, de la literatura y del teatro, por la elección radical de la vocación al sacerdocio. Una de

las alegrías más grandes que he tenido como Papa ha sido la de elevar al honor de los altares a

este pobrecito de Cracovia con hábito gris, primero con la beatificación en Blonie Krakowskie

durante el viaje a Polonia del año 1983, y después con la canonización en Roma en el mes de

noviembre del memorable año 1989. Muchos autores de la literatura polaca han inmortalizado la

figura de Fray Alberto. Entre las diversas obras artísticas, novelas y dramas, es digna de ser

mencionada la monografía que le dedicó el P. Konstanty Michalski. También yo, siendo joven

sacerdote, en la época en que era coadjutor en la iglesia de San Florián de Cracovia, le dediqué

una obra dramática llamada "El Hermano de nuestro Dios", saldando así la gran deuda de gratitud

que había contraído con él.

Experiencia de guerra

La maduración definitiva de mi vocación sacerdotal, como he dicho, tuvo lugar en el período de la

segunda guerra mundial, durante la ocupación nazi. ¿Fue una simple coincidencia temporal? o

¿habfa un nexo más profundo entre lo que maduraba dentro de mí y el contexto histórico? Es difícil

responder a tal pregunta. Es cierto que en los planes de Dios nada es casual. Lo que puedo afirmar

es que la tragedia de la guerra dio un tinte particular al proceso de maduración de mi opción de

vida. Me ayudó a percibir desde una nueva perspectiva el valor y la importancia de la vocación.

Ante la difusión del mal y las atrocidades de la guerra era cada vez más claro para mí el sentido del

sacerdocio y de su misión en el mundo.

El estallido de la guerra me alejó de los estudios y del ambiente universitario. En aquel período

perdí a mí padre, la última persona que me quedaba de los familiares más íntimos. También esto

suponía, objetivamente, un proceso de alejamiento de mis proyectos precedentes; en cierto modo

era como desarraigarse del suelo en el cual hasta ese momento había crecido mi humanidad.

Pero no se trataba de un proceso únicamente negativo. En efecto, en mi conciencia

contemporáneamente se manifestaba cada vez más una luz: el Señor quiere que yo sea sacerdote.

Un día lo percibí con mucha claridad: era como una iluminación interior que traía consigo la alegría

y la seguridad de una nueva vocación. Y esta conciencia me llenó de gran paz interior.

Esto ocurría durante los terribles acontecimientos que iban desarrollándose a mi alrededor en

Cracovia, en Polonia, en Europa y en el mundo. Compartí directamente sólo una pequeña parte de

cuanto mis compatriotas experimentaron desde 1939. Pienso, de modo particular, en mis

coetáneos del instituto de Wadowice, amigos míos muy queridos, entre los cuales había varios

judíos. Algunos eligieron el servicio militar en el año 1938. Parece que el primero que murió en la

guerra fue el más joven de la clase. Después conocí sólo a grandes rasgos la suerte de otros caídos

en varios frentes, o muertos en campos de concentración, o enviados a combatir en Tobruk y en

Montecassino, o deportados a los territorios de la Unión Soviética: a Rusia y Kazakistán. Supe

estas noticias primero de forma gradual, y después de manera más completa en Wadowice, en el

año 1948, con ocasión de la reunión de mis compañeros en el décimo aniversario del examen final.

Se me ahorró mucho del grande y horrendo theatrum de la segunda guerra mundial. Cada día

hubiera podido ser detenido en casa, en la cantera o en la fábrica para ser llevado a un campo de

concentración. A veces me preguntaba: si tantos coetáneos pierden la vida, ¿por que yo no? Hoy

sé que no fue una casualidad. En el contexto del gran mal de la guerra, en mi vida personal todo

llevaba hacia el bien que era la vocación. No puedo olvidar el bien recibido en aquel difícil período

de las personas que el Señor ponía en mi camino, tanto de mi familia como conocidos y

compañeros.

El sacrificio de los sacerdotes polacos

Surge aquí otra singular e importante dimensión de mi vocación. Los años de la ocupación alemana

en Occidente y de la soviética en Oriente supusieron un enorme número de detenciones y

deportaciones de sacerdotes polacos hacia los campos de concentración. Sólo en Dachau fueron

internados casi tres mil. Hubo otros campos, como por ejemplo el de Auschwitz, donde ofreció la

vida por Cristo el primer sacerdote canonizado después de la guerra, San Maximiliano María

Kolbe, el franciscano de Niepokalanów. Entre los prisioneros de Dachau se encontraba el Obispo

de Wloclawek, Mons. Michal Kozal, que he tenido la dicha de beatificar en Varsovia en 1987.

Después de la guerra algunos de entre los sacerdotes ex prisioneros de los campos de

concentración fueron elevados a la dignidad episcopal. Actualmente viven aún los Arzobispos

Kazimierz Majdanski y Adam Kozlowiecki y el Obispo Ignacy Jez, los tres últimos Prelados

testigos de lo que fueron los campos de exterminio. Ellos saben bien lo que aquella experiencia

significó en la vida de tantos sacerdotes. Para completar el cuadro, es preciso añadir también a los

sacerdotes alemanes de aquella misma época que experimentaron la misma suerte en los lager. He

tenido el honor de beatificar a algunos de ellos: primero al P. Rupert Mayer de Munich, y después,

durante el reciente viaje apostólico a Alemania, a Mons. Bernhard Lichtenberg, párroco de la

Catedral de Berlín, y al P. Karl Leisner de la diócesis de Munster. Este último, ordenado

sacerdote en el campo de concentración en 1944, después de su ordenación pudo celebrar sólo

una Santa Misa.

Merece un recuerdo especial el martirologio de los sacerdotes en los lager de Siberia y en otros

lugares del territorio de la Unión Soviética. Entre los muchos que allí fueron recluidos quisiera

recordar la figura del P. Tadeusz Fedorowicz, muy conocido en Polonia, al cual personalmente

debo mucho como director espiritual. El P Fedorowicz, joven sacerdote de la archidiócesis de

Leopoli, se había presentado espontáneamente a su arzobispo para pedirle el poder acompañar a

un grupo de polacos deportados al Este. El Arzobispo Twardowski le concedió el permiso y pudo

desarrollar su misión entre los connacionales dispersos en los territorios de la Unión Soviética y

sobre todo en Kazakistán. Recientemente ha descrito en un interesante libro estos trágicos hechos.

Lo que he dicho a propósito de los campos de concentración no constituye sino una parte,

dramática, de esta especie de "apocalipsis'' de nuestro siglo. Lo he hecho para subrayar cómo mi

sacerdocio, ya desde su nacimiento, ha estado inscrito en el gran sacrificio de tantos hombres y

mujeres de mi generación. La Providencia me ha ahorrado las experiencias más penosas; por eso

es aún más grande mi sentimiento de deuda hacia las personas conocidas, así como también hacia

aquellas más numerosas que desconozco, sin diferencia de nación o de lengua, que con su

sacrificio sobre el gran altar de la historia han contribuido a la realización de mi vocación

sacerdotal. De algún modo me han introducido en este camino, mostrándome en la dimensión del

sacrificio la verdad más profunda y esencial del sacerdocio de Cristo.

La bondad experimentada entre las asperezas de la guerra

Decía antes que durante los años difíciles de la guerra recibí mucho bien de la gente. Pienso de

modo particular en una familia, más aún, en muchas familias que conocí durante la ocupación. Con

Juliusz Kydrynski trabajé primero en las canteras de piedra y después en la fábrica Solvay.

Estábamos en el grupo de obreros-estudiantes al que pertenecían también Wojciech Zukrowski, su

hermano menor Antoni y Wieslaw Kaczmarczyk. Conocí a Juliusz Kydrynski antes de comenzar la

guerra, cursando el primer año de Filología polaca. Durante la guerra esta relación de amistad se

intensificó. Conocí también a su madre, que había enviudado, a la hermana y al hermano menor. La

familia Kydrynski me colmó de cuidados y de afecto cuando el 18 de febrero de 1941 perdí a mi

padre. Recuerdo perfectamente aquel día: al volver del trabajo encontré a mi padre muerto. En

aquel momento la amistad de los Kydrynski fue para mí de gran apoyo. La amistad se extendió

después a otras familias, en particular a la de los señores Szkocki, residentes en la calle Ksiecia

Józefa. Empecé a estudiar francés gracias a la Señora Jadwiga Lewaj, que habitaba en la casa de

ellos. Zofia Pozniak, hija mayor de los señores Szkocki, cuyo marido se encontraba en un campo

de prisioneros, nos invitaba a conciertos organizados en casa. De ese modo el período oscuro de

la guerra y de la ocupación fue iluminado por la luz de la belleza que se irradia desde la música y la

poesía. Esto sucedía antes de mi decisión de entrar en el seminario.

 

IV

¡Sacerdote!

Mi ordenación tuvo lugar en un día insólito para este tipo de celebraciones: fue el 1 de noviembre,

solemnidad de Todos los Santos, cuando la liturgia de la Iglesia se dedica totalmente a celebrar el

misterio de la comunión de los Santos y se prepara a conmemorar a los fieles difuntos. El

Arzobispo eligió ese día porque yo debía partir hacia Roma para proseguir los estudios. Fui

ordenado sólo, en la capilla privada de los Arzobispos de Cracovia. Mis compañeros serían

ordenados el año siguiente, en el Domingo de Ramos.

Había sido ordenado subdiácono y diácono en octubre. Fue un lunes de intensa oración, marcado

por los Ejercicios Espirituales con los que me preparé a recibir las Ordenes Sagradas: seis días de

Ejercicios antes del subdiaconado, y después tres y seis días antes del diaconado y del

presbiterado respectivamente. Los últimos Ejercicios los hice solo en la capilla del seminario. El día

de Todos los Santos me presenté por la mañana en la residencia de los Arzobispos de Cracovia,

en la calle Franciszkanska 3, para recibir la Ordenación sacerdotal.

Asistieron a la ceremonia un pequeño grupo de parientes y amigos.

Recuerdo de un hermano en la vocación sacerdotal

El lugar de mi Ordenación, como he dicho, fue la capilla privada de los Arzobispos de Cracovia.

Recuerdo que durante la ocupación iba allí con frectuencia por la mañana para ayudar en la Santa

Misa al Príncipe Metropolitano. Recuerdo también que durante un cierto período venía conmigo

otro seminarista clandestino, Jerzy Zachuta. Un día él no se presentó. Cuando después de la Misa

fui a su casa, en Ludwinów, en Debniki, supe que durante la noche había side detenido por la

Gestapo. Inmediatamente después, su apellido apareció en la lista de polacos destinados a ser

fusilados. Habiendo sido ordenado en aquella misma capilla que nos había vistojuntos tantas veces,

recordaba a este hermano en la vocación sacerdotal al cual Cristo había unido de otro modo al

misterio de su muerte y resurrección.

"Veni, Creator Spiritus!"

Me veo así, en aquella capilla durante el canto del Veni, Creator Spiritus y de las Letanías de los

Santos, mientras, extendido en forma de Cruz en el suelo, esperaba el momento de la imposición

de las manos. ¡Un momento emocionante! Después he tenido ocasión de presidir como Obispo y

como Papa este rito. Hay algo de impresionante en la postración de los ordenandos: es el símbolo

de su total sumisión ante la majestad de Dios y a la vez de su total disponibilidad a la acción del

Espíritu Santo, que desciende sobre ellos como artífice de su consagración. Veni, Creator Spiritus,

mentes tuorum visita, imple supema gratia quae Tu creasti pectora. Al igual que en la Santa Misa el

Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de

Cristo, así en el sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal. El

obispo, que confiere el sacramento del Orden, es el dispensador humano del misterio divino. La

imposición de las manos es continuación del gesto ya practicado en la Iglesia primitiva para indicar

el don del Espíritu Santo en vista de una misión determinada (cf. Hch 6, 6; 8, 17; 13, 3). Pablo lo

utiliza con su discípulo Timoteo (cf. 2 Tm 1, 6; 1 Tm 4, 14.) y el gesto queda en la Iglesia (cf. I Tm

5, 22) como signo eficaz de la presencia operante del Espíritu Santo en el sacramento del Orden.

El suelo

Quien se dispone a recibir la sagrada Ordenación se postra totalmente y apoya la frente sobre el

suelo del templo, manifestando así su completa disponibilidad para asumir el ministerio que le es

confiado. Este rito ha marcado profundamente mi existencia sacerdotal. Añas más tarde, en la

Basílica de San Pedro -estabamos al principio del Concilio- recordando el momento de la

Ordenación sacerdotal, escribí una poesía de la cual quiero citar aquí un fragmento:

"Eres tú, Pedro. Quieres ser aquí el Suelo sobre el que caminan los otros... para llegar allá

donde guías sus pasos...

Quieres ser Aquél que sostiene los pasos, como la roca sostiene el caminar ruidoso de un

rebaño: Roca es también el suelo de un templo gigantesco. Y el pasto es la Cruz''.

(Iglesia: Los Pastores y las Fuentes. Basílica de San Pedro, otoño de 1962: 11.X - 8.XII, El

Suelo)

Al escribir estas palabras pensaba tanto en Pedro como erl toda la realidad del sacerdocio

ministerial, tratando de subrayar el profundo significado de esta postración liturgica. En ese yacer

por tierra en forma de Cruz antes de la Ordenación, acogiendo en la propia vida -como Pedro- la

Cruz de Cristo y haciéndose con el Apostol "suelo" para los hermanos, está el sentido más

profundo de toda la espiritualidad sacerdotal.

La "primera Misa"

Habiendo sido ordenado sacerdote en la fiesta de Todos los Santos, celebré la "primera Misa" el

día de los fieles difuntos, el 2 de noviembre de 1946. En este día cada sacerdote puede celebrar

para provecho de los fieles tres Santas Misas. Mi "primera" Misa tuvo por tanto -por así decir- un

carácter triple. Fue una experiencia de especial intensidad. Celebré las tres Santas Misas en la

cripta de San Leonardo, que ocupa, en la catedral del Wawel, en Cracovia, la parte anterior de la

llamada cátedra episcopal de Herman. Actualmente la cripta forma parte del complejo subterráneo

donde se encuentran las tumbas reales. Al elegirla como el lugar de mis primeras Misas quise

expresar un vínculo espiritual particular con los que reposan en esa catedral que, por su misma

historia, es un monumento sin igual. Está impregnada, más que cualquier otro templo de Polonia,

de significado histórico y teológico. Reposan en ella los reyes polacos, empezando por Wladyslaw

Lokietek. En la catedral del Wawel eran coronados los reyes y en ella eran también sepultados.

Quien visita ese templo se encuentra cara a cara con la historia de la Nación.

Precisamente por esto, como he dicho, elegí celebrar mis primeras Misas en la cripta de San

Leonardo. Quería destacar mi particular vínculo espiritual con la historia de Polonia, de la cual la

colina del Wawel representa casi una síntesis emblemática. Pero no sólo eso. Había, en esa

elección, una especial dimensión teológica. Como he dicho, fui ordenado el día anterior, en la

Solemnidad de Todos los Santos, cuando la Iglesia expresa litúrgicamente la verdad de la

Comunión de los Santos -Communio Sanctorum-. Los Santos son aquellos que, habiendo acogido

en la fe el misterio pascual de Cristo, esperan ahora la resurrección final.

Tambien las personas, cuyos restos reposan en los sarcófagos de la catedral del Wawel, esperan

allí la resurrección. Toda la catedral parece repetir las palabras del Símbolo de los Apóstoles:

"Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna''. Esta verdad de fe ilumina la historia

de las Naciones. Aquellas personas son como "los grandes espíritus" que guían la Nación a través

de los siglos. No se encuentran allí solamente soberanos junto con sus esposas, u obispos y

cardenales; también hay poetas, grandes maestros de la palabra, que han tenido una importancia

enorme para mi formación cristiana y patriótica.

Fueron pocos los participantes en aquellas primeras Misas celebradas sobre la colina del Wawel.

Recuerdo que, entre otros, estaba presente mi madrina Maria Wiadrowska, hermana mayor de mi

madre. Me asistía en el altar Mieczyslaw Malinski, que hacía presente de algún modo el ambiente y

la persona de Jan Tyranowski, ya entonces gravemente enfermo.

Después, como sacerdote y como obispo, he visitado siempre con gran emoción la cripta de San

Leonardo. ¡Cuánto hubiera deseado poder celebrar allí la Santa Misa con ocasión del

quincuagésimo aniversario de mi Ordenación sacerdotal!

Entre el pueblo de Dios

Después hubo otras "primeras Misas'': en la iglesia parroquial de San Estanislao de Kostka en

Debniki y, el domingo siguiente, en la iglesia de la Presentación de la Madre de Dios en

Wadowice. Celebré también una Misa en la confesión de San Estanislao, en la catedral del

Wawel, para los amigos del teatro rapsódico y para la organización clandestina "Unia" (Unión), a

la cual estuve vinculado durante la ocupación.

 

V

Roma

Noviembre pasaba de prisa: era ya el tiempo de partir hacia Roma. Cuando llegó el día

establecido, subí al tren con gran emoción. Conmigo estaba Stanislaw Starowieyski, un compañero

más joven que yo, que debía realizar todo el curso teológico en Roma. Por primera vez salía de las

fronteras de mi Patria. Miraba desde la ventanilla del tren en marcha ciudades que conocía

únicamente por los libros de geografía. Vi por primera vez Praga, Nuremberg, Estrasburgo y Paris,

donde nos detuvimos siendo huéspedes del Seminario Polaco en la "Rue des lrlandais''.

Reemprendimos pronto el viaje, porque el tiempo apremiaba y llegamos a Roma los últimas días

de noviembre. Aquí aprovechamos inicialmente la hospitalidad de los Padres Palotinos. Recuerdo

que el primer domingo después de la llegada me acerqué, junto con Stanislaw Starowieyski, a la

Basílica de San Pedro para asistir a la solemne veneración de un nuevo Beato por parte del Papa.

Vi desde lejos la figura de Pío XII, Ilevado en la silla gestatoria. La participación del Papa en una

Beatificación se limitaba entonces a la recitación de la oración al nuevo Beato, mientras que el rito

propiamente dicho era presidido en la mañana por uno de los cardenales. Esta tradición se cambio

a partir de Maximiliano María Kolbe, cuando en octubre de 1971 Pablo VI ofició personalmente

el rito de Beatificación del mártir polaco de Auschwitz, durante una Santa Misa concelebrada con

el Cardenal Wyszynski y con los obispos polacos, en la cual yo también tuve el gozo de participar.

"Aprender Roma"

No podré olvidar nunca la sensación de mis primeros días "romanos" cuando en 1946 empecé a

conocer la Ciudad Eterna. Me inscribí en el "biennium ad lauream" en el Angelicum. Era Decano

de la Facultad de Teología el P. Ciappi, O.P., futuro teólogo de la Casa Pontificia y cardenal.

EI P. Karol Kozlowski, Rector del Seminario de Cracovia, me había dicho muchas veces que,

para quien tiene la suerte de poderse formar en la capital del Cristianismo, más aún que los

estudios (¡un doctorado en teología se puede conseguir también fuera!) es importante aprender

Roma misma. Traté de seguir su consejo. Llegué a Roma con un vivo deseo de visitar la Ciudad

Eterna, empezando por las Catacumbas. Y así fue. Con los amigos del Colegio Belga, donde

habitaba, tuve la oportunidad de recorrer sistemáticamente la Ciudad con la guía de conocedores

expertos de sus monumentos y de su historia. Con ocasión de las vacaciones de Navidad y de

Pascua pudimos acercarnos a otras ciudades italianas. Recuerdo las primeras vacaciones cuando,

guiándonos por el libro del escritor danés Joergensen, fuimos a visitar los lugares vinculados a la

vida de San Francisco.

De todos modos, el centro de nuestra experiencia era siempre Roma. Cada día desde el Colegio

Belga, en vía del Quirinale 26, iba al Angelicum para las clases, parándome durante el camino en la

iglesia de los Jesuitas de San Andrés del Quirinale, donde se encuentran las reliquias de San

Estanislao de Kostka, que vivió en el noviciado contiguo y allí terminó su vida. Recuerdo que entre

los que visitaban la tumba había muchos seminaristas del Germanicum, que se reconocían

fácilmente por sus características sotanas rojas. En el corazón del Cristianismo y a la luz de los

santos, las nacionalidades también se encontraban, como prefigurando, más allá de la tragedia

bélica que tanto nos había marcado, un mundo sin divisiones.

Perspectivas pastorales

Mi sacerdocio y mi formación teológica y pastoral se enmarcaban así desde el comienzo en la

experiencia romana. Los dos años de estudios, concluidos en 1948 con el doctorado, fueron años

de intenso "aprender Roma''. El Colegio Belga contribuía a enraizar mi sacerdocio, día tras día, en

la experiencia de la capital del Cristianismo. En efecto, me permitía entrar en contacto con ciertas

formas de vanguardia del apostolado, que en aquella época iban desarrollándose en la Iglesia.

Pienso sobre todo en el encuentro con el P. Jozef Cardijn, fundador de la JOC y futuro cardenal,

que venía de vez en cuando al Colegio para encontrarse con nosotros, sacerdotes estudiantes, y

hablarnos de aquella particular experiencia humana que es la fatiga física. Para ella yo estaba, en

cierta medida, preparado debido al trabajo desarrollado en la cantera y en la sección del

depurador de agua de la fábrica Solvay. En Roma tuve la posibilidad de descubrir más a fondo

cómo el sacerdocio está vinculado a la pastoral y al apostolado de los laicos. Entre el servicio

sacerdotal y el apostolado laical existe una estrecha relación, más aún, una coordinación recíproca.

Reflexionando sobre estos planteamientos pastorales, descubría cada vez de forma más clara el

sentido y el valor del sacerdocio ministerial mismo.

El horizonte europeo

La experiencia vivida en el Colegio Belga se amplió, a contirmación, gracias a un contacto directo

no sólo con la nación belga, sino también con la francesa y la holandesa. Con el consentimiento del

Cardenal Sapieha, durante las vacaciones veraniegas de 1947 el P. Stanislaw Starowieyski y yo

pudimos visitar aquellos países. Me abría así a un horizonte europeo más amplio. En Paris, donde

residí en el Seminario Polaco, pude conocer de cerca la experiencia de los sacerdotes obreros, la

problemática tratada en el libro de los Padres Henri Godin e Yvan Daniel La France, pays de

mission? y la pastoral de las misiones en la periferia de Paris, sobre todo en la parroquia dirigida

por el P. Michonneau. Estas experiencias, en el primer y segundo año de sacerdocio, tuvieron para

mí un enorme interés.

En Holanda, gracias a la ayuda de mis compañeros, y especialmente de los padres del fallecido P.

Alfred Delmé, pude pasar con Stanislaw Starowieyski unos diez días. Me impresionó la sólida

organización de la Iglesia y de la pastoral en aquel País, con estructuras activas y comunidades

eclesiales vivas. Descubría así cada vez mejor, desde puntos de vista diversos y complementarios,

la Europa occidental, la Europa de la posguerra, la Europa de las maravillosas catedrales góticas y,

al mismo tiempo, la Europa amenazada por el proceso de secularización. Percibía el desafío que

todo ello representaba para la Iglesia, llamada a hacer frente al peligro que conllevaba mediante

nuevas formas de pastoral, abiertas a una presencia más amplia del laicado.

Entre los emigrantes

La mayor parte de aquellas vacaciones veraniegas las pasé, sin embargo, en Bélgica. Durante el

mes de septiembre estuve al frente de la misión católica polaca, entre los mineros, en las cercanías

de Charleroi. Fue una experiencia muy fructífera. Por primera vez visité una mina de carbón y pude

conocer de cerca el pesado trabajo de los mineros. Visitaba las familias de los emigrantes polacos

y me reunía con la juventud y los niños, acogido siempre con benevolencia y cordialidad, como

cuando estaba en la Solvay.

La figura de San Juan María Vianney

En el camino de regreso de Bélgica a Roma, tuve la suerte de detenerme en Ars. Era al final del

mes de octubre de 1947, el domingo de Cristo Rey. Con gran emoción visité la vieja iglesita donde

San Juan María Vianney confesaba, enseñaba el catecismo y predicaba sus homilías. Fue para mí

una experiencia inolvidable. Desde los años del seminario había quedado impresionado por la

figura del Cura de Ars, sobre todo por la lectura de su biografía escrita por Mons. Trochu. San

Juan María Vianney sorprende en especial porque en él se manifiesta el poder de la gracia que

actúa en la pobreza de los medios humanos. Me impresionaba profundamente, en particular, su

heroico servicio en el confesionario. Este humilde sacerdote que confesaba mas de diez horas al

día, comiendo poco y dedicando al descanso apenas unas horas, había logrado, en un difícil

período histórico, provocar una especie de revolución espiritual en Francia y fuera de ella. Millares

de personas pasaban por Ars y se arrodillaban en su confesionario. En medio del laicismo y del

anticlericalismo del siglo XIX, su testimonio constituye un acontecimiento verdaderamente

revolucionario.

Del encuentro con su figura llegué a la convicción de que el sacerdote realiza una parte esencial de

su misión en el confesionario, por medio de aquel voluntario "hacerse prisionero del confesionario".

Muchas veces, confesando en Niegowic, en mi primera parroquia, y después en Cracovia, volvía

con el pensamiento a esta experiencia inolvidable. He procurado mantener siempre el vínculo con

el confesionario tanto durante los trabajos científicos en Cracovia, confesando sobre todo en la

Basílica de la Asunción de la Santísima Virgen María, como ahora en Roma, aunque sea de modo

casi simbólico, volviendo cada año al confesionario el Viernes Santo en la Basílica de San Pedro.

Un "gracias" sincero

No puedo terminar estas consideraciones sin expresar un cordial agradecimiento a todos los

componentes del Colegio Belga de Roma, a los Superiores y a los compañeros de entonces,

muchos de los cuales ya han fallecido; en particular al Rector, P. Maximilien de Furstenberg, que

después fue cardenal. ¿¡Cómo no recordar que, durante el cónclave, en 1978, el Cardenal de

Furstenberg, en un determinado momento, me dijo estas significativas palabras: Dominus adest et

vocat te. Era como una misteriosa alusión a la culminación de su trabajo formativo, come Rector

del Colegio Belga, en favor de mi sacerdocio.

El regreso a Polonia

A principios de julio de 1948 defendí la tesis doctoral en el Angelicum e inmediatamente después

me puse en camino de regreso a Polonia. He aludido antes a que en los dos años de permanencia

en la Ciudad Eterna había "aprendido" intensamente Roma: la Roma de las catacumbas, la Roma

de los mártires, la Roma de Pedro y Pablo, la Roma de los confesores. Vuelvo a menudo a

aquellos años con la memoria llena de emoción. Al regresar llevaba conmigo no sólo un mayor

bagaje de cultura teológica, sino también. la consolidación de mi sacerdocio y la profundización de

mi visión de la Iglesia. Aquel período de intenso estudio junto a las Tumbas de los Apóstoles me

había dado tanto desde todos los puntos de vista.

Ciertamente podría añadir muchos otros detalles acerca de esta experiencia decisiva. Prefiero, sin

embargo, resumirlo todo diciendo que gracias a Roma mi sacerdocio se había enriquecido con una

dimensión europea y universal. Regresaba de Roma a Cracovia con el sentido de la universalidad

de la misión sacerdotal, que sería magistralmente expresado por el Concilio Vaticano II, sobre

todo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium. No sólo el obispo, sino también

cada sacerdote debe vivir la solicitud por toda la Iglesia y sentirse, de algún modo, responsable de

ella.

 

VI

Niegowic: una parroquia rural

Apenas llegado a Cracovia, encontré en la Curia Metropolitana el primer "destino'', la llaltlada

aplikata. El arzobispo estaba entonces en Roma, pero me había dejado por escrito su decisión.

Acepté el cargo con alegría. Me informé enseguida de cómo llegar a Niegowic y me preocupé por

estar allí el día señalado. Fui desde Cracovia a Gdow en autobús, desde allí un campesino me llevó

en carreta a la campiña de Marszowice y después me aconsejó caminar a pie por un atajo a través

de los campos. Divisaba a lo lejos la iglesia de Niegowic. Era el tiempo de la cosecha. Caminaba

entre los campos de trigo con las mieses en parte ya cosechadas, en parte aún ondeando al viento.

Cuando llegué finalmente al territorio de la parroquia de Niegowic, me arrodillé y besé la tierra.

Había aprendido este gesto de San Juan María Viarmey. En la iglesia me detuve ante el Santísimo

Sacramento; despues me presenté al párroco, Mons. Kazimierz Buzala, arcipreste de Niepolomice

y párroco de Niegowic, quien me acogió muy cordialmente y después de un breve coloquio me

mostró la habitación del vicario.

Así empezó el trabajo pastoral en mi primera parroquia. Duró un año y consistía en las funciones

típicas de un vicario y profesor de religión. Se me confiaron cinco escuelas elementales en las

campiñas pertenecientes a la parroquia de Niegowic. Allí me Ilevaban en un pequeño carro o en la

calesa. Recuerdo la cordialidad de los maestros y de los feligreses. Los grupus eran muy diversos

entre sí: algunos bien educados y tranquilos, otros muy vivaces. Aún hoy me sucede que vuelvo

con el pensamiento al recogido silencio que reinaba en las clases, cuando, durante la cuaresma,

hablaba de la pasión del Señor.

En ese tiempo la parroquia de Niegowic se preparaba para la celebración del quincuagésimo

aniversario de la Ordenación sacerdotal del párroco. Como la vieja iglesia era ya inadecuada para

las necesidades pastorales, los feligreses decidieron que el regalo más hermoso para el

homenajeado sería la construcción de un nuevo templo. Pero yo fui trasladado pronto de aquella

agradable comunidad.

En San Florián de Cracovia

En efecto, después de un año fui destinado a la parroquia de San Florián de Cracovia. El parroco,

Mons. Tadeusz Kurowski, me encargó la catequesis en los cursos superiores del instituto y la

acción pastoral entre los estudiantes universitarios. La pastoral universitaria de Cracovia tenía

entonces su centro en la iglesia de Santa Ana, pero con el desarrollo de nuevas facultades se sintió

la necesidad de crear una nueva sede precisamente en la parroquia de San Florián. Comencé allí

las conferencias para la juventud universitaria; las tenía todos los jueves y trataban de los

problemas fundamentales sobre la existencia de Dios y la espiritualidad del alma humana, temas de

particular impacto en el contexto del ateísmo militante, propio del régimen comunista.

El trabajo científico

Durante las vacaciones de 1951, después de dos años de trabajo en la parroquia de San Florián,

el Arzobispo Eugeniusz Baziak, que había sucedido en el gobierno de la Archidiócesis de Cracovia

al Cardenal Sapieha, me orientó hacia la labor científica. Debí prepararme para la habilitación a la

enseñanza pública de la ética y de la teología moral. Esto supuso una reducción del trabajo

pastoral, tan querido por mí. Me costó, pero desde entonces me preocupé de que la dedicación al

estudio científico de la teología y de la filosofía no me indujera a "olvidarme'' de ser sacerdote; mas

bien debía ayudarme a serlo cada vez más.

 

VII

¡Gracias, Iglesia que estás en Polonia!

En este testimonio jubilar tengo que expresar mi gratitud a toda la Iglesia polaca, en cuyo seno

naci6 y maduró mi sacerdocio. Es una Iglesia con una herencia milenaria de fe; una Iglesia que ha

engendrado a lo largo de los siglos numerosos santos y beatos, y está confiada al patrocinio de dos

Santos Obispos y Mártires, Wojciech y Stanislaw. Es una Iglesia profundamente unida al pueblo y

a su cultura; una Iglesia que siempre ha sostenido y defendido al pueblo, especialmente en los

momentos trágicos de su historia. Es también una Iglesia que en este siglo ha sido duramente

probada: ha tenido que sostener una lucha dramática por la supervivencia contra dos sistemas

totalitarios: contra el régimen inspirado en la ideología nazi durante la segunda guerra mundial; y

después, en los largos decenios de la posguerra, contra la dictadura comunista y su ateísmo

militante.

De ambas pruebas ha salido victoriosa, gracias al sacrificio de obispos, sacerdotes y de numerosos

laicos; gracias a la familia polaca "fuerte en Dios". Entre los obispos del período bélico he de

mencionar la figura inquebrantable del Príncipe Metropolitano de Cracovia, Adam Stefan Sapieha,

y entre los del período de la posguerra, la figura del siervo de Dios Cardenal Stefan Wyszynski. Es

una Iglesia que ha defendido al hombre, su dignidad y sus derechos fundamentales, una Iglesia que

ha luchado valientemente por el derecho de los fieles a profesar su fe. Una Iglesia

extraordinariamente dinámica, a pesar de las dificultades y los obstáculos que se interponían en el

camino.

En este intenso clima espiritual se fue desarrollando mi misi6n de sacerdote y de obispo. He

podido conocer, por decirlo así, desde dentro, los dos sistemas totalitarios que han marcado

trágicamente nuestro siglo: el nazismo de una parte, con los horrores de la guerra y de los campos

de concentración, y el comunismo, de otra, con su régimen de opresión y de terror. Es fácil

comprender mi sensibilidad por la dignidad de toda persona humana y por el respeto de sus

derechos, empezando por el derecho a la vida. Es una sensibilidad que se formó en los primeros

años de sacerdocio y se ha afianzado con el tiempo. Es fácil entender también mi preocupación

por la familia y por lajuventud: todo esto ha crecido en mí de forma orgánica gracias a aquellas

dramáticas experiencias.

El presbiterio de Cracovia

En el quincuagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal me dirijo con el pensamiento de

modo particular al presbiterio de la Iglesia de Cracovia, del cual he sido miembro como sacerdote

y después cabeza como Arzobispo. Me vienen a la memoria tantas figuras eminentes de párrocos

y vicarios. Sería demasiado largo menciorlarlos a todos uno a uno. A muchos de ellos me unían y

me unen vínculos de sincera amistad. Los ejemplos de su santidad y de su celo pastoral han sido

para mí de gran edificación. Indudablemente han tenido una influencia profunda sobre mi

sacerdocio. De ellos he aprendido qué quiere decir en concreto ser pastor.

Estoy profundamente convencido del papel decisivo que el presbiterio diocesano tiene en la vida

personal de todo sacerdote. La comunidad de sacerdotes, basada en una verdadera fraternidad

sacramental, constituye un ambiente de primera importancia para la formación espiritual y pastoral.

El sacerdote, por principio, no puede prescindir de la misma. Le ayuda a crecer en la santidad y

constituye un apoyo seguro en las dificultades. ¿Cómo no expresar, con ocasión de mi jubileo de

oro, mi gratitud a los sacerdotes de la Archidiócesis de Cracovia por su contribución a mi

sacerdocio?

El don de los laicos

Estos días pienso también en todos los laicos que el Señor me ha hecho encontrar en mi misión de

sacerdote y de obispo. Han sido para mí un don singular, por el cual no ceso de dar gracias a la

Providencia. Son tan numerosos que no es posible citarlos a todos por su nombre, pero los llevo a

todos en el corazón, porque cada uno de ellos ha ofrecido su propia aportación a la realización de

mi sacerdocio. En cierto modo me han indicado el camino, ayudándome a comprender mejor mi

ministerio y a vivirlo en plenitud. Ciertamente, de los frecuentes contactos con los laicos siempre he

sacado mucho provecho. Entre ellos había simples obreros, hombres dedicados a la cultura y al

arte, grandes científicos. De estos encuentros han nacido cordiales amistades, muchas de las cuales

perduran aún. Gracias a ellos mi acción pastoral se ha multiplicado, superando barreras y

penetrando en ambientes que de otro modo hubieran sido muy difíciles de alcanzar.

En verdad, me ha acompañado siempre la profunda conciencia de la necesidad urgente del

apostolado de los laicos en la Iglesia. Cuando el Concilio Vaticano II habló de la vocación y

misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, pude experimentar una gran alegría: lo que el

Concilio enseñaba respondía a las convicciones que habían guiado mi acción desde los primeros

años de mi ministerio sacerdotal.

 

VIII

¿Quién es el sacerdote?

En este testimonio personal no puedo limitarme al recuerdo de los acontecimientos y de las

personas, sino que quisiera ir más allá para fijar la mirada mas profundamente, como para escrutar

el misterio que desde hace cincuenta años me acompaña y me envuelve.

¿Qué significa ser sacerdote? Según San Pablo significa ante todo ser administrador de los

misterios de Dios: "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo

que en fin de cuentas se exige de los admimstradores es que sean fieles'' (1 Co 4, 1-2). La palabra

"administrador" no puede ser sustituida por ninguna otra. Está basada profundamente en el

Evangelio: recuérdese la parábola del administrador fiel y del infiel (of. Lc 12, 41-48). El

administrador no es el propietario, sino aquel a quien el propietario confía sus bienes para que los

gestione con justicia y responsabilidad. Precisamente por eso el sacerdote recibe de Cristo los

bienes de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas a las cuales es enviado. Se

trata de los bienes de la fe. El sacerdote, por tanto, es el hombre de la palabra de Dios, el hombre

del sacramento, el hombre del "misterio de la fe''. Por medio de la fe accede a los bienes invisibles

que constituyen la herencia de la Redención del mundo llevada a cabo por el Hijo de Dios. Nadie

puede considerarse "propietario'' de estos bienes. Todos somos sus destinatarios. El sacerdote, sin

embargo, tiene la tarea de administrarlos en virtud de lo que Cristo ha establecido.

Admirabile commercium!

La vocación sacerdotal es un misterio. Es el misterio de un "maravilloso intercambio" -admirabile

commercium- entre Dios y el hombre. Este ofrece a Cristo su humanidad para que El pueda

servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo. Si no

se percibe el misterio de este "intercambio" no se logra entender como puede suceder que un

joven, escuchando la palabra ''¡sígueme!'', llegue a renunciar a todo por Cristo, en la certeza de

que por este camino su personalidad humana se realizará plenamente.

¿Hay en el mundo una realización más grande de nuestra humanidad que poder representar cada

día in persona Christi el Sacrificio redentor, el mismo que Cristo llevó a cabo en la Cruz? En este

Sacrificio, por una parte, está presente del modo más profundo el mismo Misterio trinitario, y por

otra está como "recapitulado'' todo el universo creado (cf. Ef 1, 10). La Eucaristía se realiza

también para ofrecer "sobre el altar de la tierra entera el trabajo y el sufrimiento del mundo'', según

una bella expresión de Teilhard de Chardin. He ahí por qué, en la acción de gracias después de la

Santa Misa, se recita también el Cántico de los tres jóvenes del Antiguo Testamento: Benedicite

omnia opera Domini Domino... En efecto, en la Eucaristía todas las criaturas visibles e invisibles, y

en particular el hombre, bendicen a Dios como Creador y Padre y lo bendicen con las palabras y

la acción de Cristo, Hijo de Dios.

Sacerdote y Eucaristía

"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e

inteligentes, y se las has revelado a pequeños (...) Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y

quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar'' (Lc 10, 21-22). Estas

palabras del Evangelio de San Lucas, introduciéndonos en la intimidad del misterio de Cristo, nos

permiten acercarnos también al misterio de la Eucaristía. En ella el Hijo consustancial al Padre,

Aquel que sólo el Padre conoce, le ofrece el sacrificio de sí mismo por la humanidad y por toda la

creación. En la Eucaristía Cristo devuelve al Padre todo lo que de El proviene. Se realiza así un

profundo misterio de justicia de la criatura hacia el Creador. Es preciso que el hombre de honor al

Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de El ha recibido. El

hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que solamente él, entre todas las otras

realidades terrestres, puede reconocer y saldar como criatura hecha a imagen y semejanza de

Dios. Al mismo tiempo, teniendo en cuenta sus límites de criatura y el pecado que lo marca, el

hombre no sería capaz de realizar este acto de justicia hacia el Creador si Cristo mismo, Hijo

consustancial al Padre y verdadero hombre, no emprendiera esta iniciativa eucarística.

El sacerdocio, desde sus raíces, es el sacerdocio de Cristo. Es El quien ofrece a Dios Padre el

sacrificio de sí mismo, de su carne y de su sangre, y con su sacrificio justifica a los ojos del Padre a

toda la humanidad e indirectamente a toda la creación. El sacerdote, celebrando cada día la

Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso la celebración de la Eucaristía es, para

él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida.

In persona Christi

Las palabras que repetimos al final del Prefacio -"Bendito el que viene en nombre del Señor...''-

nos llevan a los acontecimientos dramáticos del Domingo de Ramos. Cristo va a Jerusalén para

afrontar el sacrificio cruento del Viernes Santo. Pero el día anterior, durante la Ultima Cena,

instituye el sacramento de este sacrificio. Pronuncia sobre el pan y sobre el vino las palabras de la

consagración: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros (...) Este es el cáliz de mi

Sangre, de la nueva y eterna alianza, que será derramada por vosotros y por todos los hombres

para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía''.

¿Qué "conmemoración"? Sabemos que a esta palabra hay que darle un sentido fuerte, que va más

alla del simple recuerdo histórico. Estamos en el orden del "memorial" bíblico, que hace presente el

acontecimiento mismo. ¡Es memoria-presencia! EI secreto de este prodigio es la acción del

Espíritu Santo, que el sacerdote invoca mientras extiende las manos sobre los dones del pan y del

vino: "Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean para nosotros el

Cuerpo y Sangre de Jesucristo Nuestro Señor". Así pues, no sólo el sacerdote recuerda los

acontecimientos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, sino que el Espíritu Santo hace

que estos se realicen sobre el altar a través del ministerio del sacerdote. Este actúa

verdaderamente in persona Christi. Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la Cruz, y que

precedentemente ha establecido como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la

fuerza del Espíritu Santo. En este momento el sacerdote está como envuelto por el poder del

Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo

durante la Ultima Cena.

Mysterium fidei

Durante la Santa Misa, después de la transubstanciación, el sacerdote pronuncia las palabras:

Mysterium fidel, ¡Misterio de la fe! Son palabras que se refieren obviamente a la Eucaristía. Sin

embargo, en cierto modo, conciernen también al sacerdocio. No hay Eucaristía sin sacerdocio,

como no hay sacerdocio sin Eucaristía. No sólo el sacerdocio ministerial está estrechamente

vinculado a la Eucaristía; también el sacerdocio común de todos los bautizados tiene su raíz en este

misterio. A las palabras del celebrante los fieles responden: "Anunciamos tu muerte, proclamamos

tu resurrección, ven Señor Jesús''. Participando en el Sacrificio eucarístico los fieles se convierten

en testigos de Cristo crucificado y resucitado, comprometiéndose a vivir su triple misión

-sacerdotal, profética y real- de la que están investidos desde el Bautismo, como ha recordado el

Concilio Vaticano II.

El sacerdote, como administrador de los ''misterios de Dios", está al servicio del sacerdocio común

de los fieles. Es él quien, anunciando la Palabra y celebrando los sacramentos, especialmente la

Eucaristía, hace cada vez más consciente a todo el Pueblo de Dios su participación en el

sacerdocio de Cristo, y al mismo tiempo lo mueve a realizarla plenamente. Cuando, después de la

transubstanciación, resuena la expresión: Mysterium fidei, todos son invitados a darse cuenta de la

particular densidad existencial de este anuncio, con referencia al misterio de Cristo, de la Eucaristía

y del Sacerdocio.

¿No encuentra aquí, tal vez, su motivación más profunda la misma vocación sacerdotal? Una

motivación que está totalmente presente en el momento de la Ordenación, pero que espera ser

interiorizada y profundizada a lo largo de toda la existencia. Sólo así el sacerdote puede descubrir

en profundidad la gran riqueza que le ha sido confiada. Cincuenta años después de mi Ordenación

puedo decir que el sentido del propio sacerdocio se redescubre cada día más en ese Mysterium

fidei. Esta es la magnitud del don del sacerdocio y es también la medida de la respuesta que

requiere tal don. ¡El don es siempre más grande! Y es hermoso que sea así. Es hermoso que un

hombre nunca pueda decir que ha respondido plenamente al don. Es un don y también una tarea:

¡siempre! Tener conciencia de esto es fundamental para vivir plenamente el propio sacerdocio.

Cristo, Sacerdote y Víctima

A través de las Letanías que había costumbre de recitar en el seminario de Cracovia,

especialmente la víspera de la Ordenación presbiteral, he tenido siempre presente la verdad sabre

el sacerdocio de Cristo. Me refiero a las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima. ¡Qué profundos

pensamientos provocaban en mí! En el sacrificio de la Cruz, representado y actualizado en cada

Eucaristía, Cristo se ofrece a sí mismo para la salvación del mundo. Las invocaciones litánicas

recorren los diversos aspectos del misterio. Me recuerdan el simbolimo evocador de las imágenes

bíblicas que están entretejidas. Me vienen a los labios en latín, como las he recitado en el seminario

y después tantas veces en los años sucesivos:

Iesu, Sacerdos et Victima,

Iesu, Sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech, ...

Iesu, Pontifex ex hominibus assumpte,

Iesu, Pontifex pro hominibus constitute, ...

Iesu, Pontifex futurorum bonorum, ...

Iesu, Pontifex fidelis et misericors, ...

Iesu, Pontifex qui dilexisti nos et lavisti nos a peccatis in sanguine tuo, ...

Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam, ...

Iesu, Hostia sancta et immaculata, ...

Iesu, Hostia in qua habemus fiduciam et accessum ad Deum, ...

Iesu, Hostia vivens in saecula saeculorum.

(EI texto completo de las Letanías se encuentra en el Apéndice)

¡Cuánta riqueza teológica hay en estas expresiones! Se trata de letanías profundamente basadas en

la Sagrada Escritura, sobre todo en la Carta a los Hebreos. Es suficiente releer este pasaje: "Cristo

como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, (...) penetró en el santuario una vez para siempre, no

con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una

redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros (...) santifica con su aspersión a

los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por

el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra

conciencia para rendir culto a Dios vivo!" (Hb 9, 11-14). Cristo es sacerdote porque es el

Redentor del mundo. En el misterio de la Redención se inscribe el sacerdocio de todos los

presbíteros. Esta verdad sobre la Redención y sobre el Redentor está enraizada en el centro

mismo de mi conciencia, me ha acompañado en todos estos años, ha impregnado todas mis

experiencias pastorales y me ha mostrado contenidos siempre nuevos.

En estos cincuenta años de vida sacerdolal me he dado cuenta de que la Redención, el precio que

debía pagarse por el pecado, lleva consigo también un renovado descubrimiento, coma una "nueva

creación", de todo lo que ha sido creado: el redescubrimiento del hombre como persona, del

hombre creado por Dios varón y mujer, el redescubrimiemo, en su verdad profunda, de todas las

obras del hombre, de su cultura y civilización, de todas sus conquistas y actuaciones creativas.

Después de mi elección como Papa, mi primer impulso espiritual fue dirigirme a Cristo Redentor.

Nacióo así la Encíclica Redemptor hominis. Reflexionando sobre todo este proceso veo cada vez

mejor la íntima relación que hay entre el mensaje de esta Encíclica y todo lo que se inscribe en el

corazón del hombre por la participación en el sacerdocio de Cristo.

 

IX

Ser sacerdote hoy

Cincuenta años de sacerdocio no son pocos. ¡Cuántas cosas han sucedido en este medio siglo de

historia! Han surgido nuevos problemas, nuevos estilos de vida, nuevos desafíos. Viene

espontáneo preguntarse: ¿qué supone ser sacerdote hoy, en este escenario en continuo movimiento

mientras nos encaminamos hacia el tercer Milenio?

No hay duda de que el sacerdote, con toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y

benévolo, pero a la vez crítico y vigilante, de lo que madura en la historia. El Concilio ha mostrado

como es posible y necesaria una auténtica renovación, en plena fidelidad a la Palabra de Dios y a

la Tradición. Pero más allá de la debida renovación pastoral, estoy convencido de que el sacerdote

no ha de tener ningún miedo de estar "fuera de su tiempo", porque el "hoy" humano de cada

sacerdote está insertado en el "hoy" de Cristo Redentor. La tarea más grande para cada sacerdote

en cualquier época es descubrir día a día este "hoy" suyo sacerdotal en el "hoy" de Cristo, aquel

"hoy" del que habla la Carta a los Hebreos. Este "hoy" de Cristo está inmerso en toda la historia,

en el pasado y en el futuro del mundo, de cada hombre y de cada sacerdote. "Ayer como hoy,

Jesucristo es el mismo, y lo será siempre'' (Hb 13,8). Así pues, si estamos inmersos con nuestro

"hoy'' humano y sacerdotal en el "hoy" de Cristo, no hay peligro de quedarse en el "ayer",

retrasados... Cristo es la medida de todos los tiempos. En su "hoy" divino-humano y sacerdotal se

supera de raíz toda oposición -antes tan discutida- entre el "tradicionalismo" y el "progresismo''.

Las aspiraciones profundas del hombre

Si se analizan las aspiraciones del hombre contemporáneo en relación con el sacerdote se verá

que, en el fondo, hay en el mismo una sola y gran aspiración: tiene sed de Cristo. El resto -lo que

necesita a nivel económico, social y político- lo puede pedir a muchos otros. ¡Al sacerdote se le

pide Cristo! Y de él tiene derecho a esperarlo, ante todo mediante el anuncio de la Palabra. Los

presbíteros -enseña el Concilio- "tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de

Dios'' (Prebyterorum Ordinis, 4). Pero el anuncio tiende a que el hombre encuentre a Jesús,

especialmente en el misterio eucarístico, corazón palpitante de la Iglesia y de la vida sacerdotal. Es

un misterioso y formidable poder el que el sacerdote tiene en relación con el Cuerpo eucarístico de

Cristo. De este modo es el administrador del bien más grande de la Redención porque da a los

hombres el Redentor en persona. Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de

todo presbítero. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía

ha sido no sólo el deber más sagrado, sino sobre todo la necesidad más profunda del alma.

Ministro de la misericordia

Como administrador del sacramento de la Reconciliación, el sacerdote cumple el mandato de

Cristo a los Apóstoles después de su resurrección: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis

los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos'' (Jn 20,

22-23). ¡El sacerdote es testigo e instrumento de la misericordia divina! ¡Qué importante es en su

vida el servicio en el confesionario! Precisamente en el confesionario se realiza del modo más pleno

su paternidad espiritual. En el confesionario cada sacerdote se convierte en testigo de los grandes

prodigios que la misericordia divina obra en el alma que acepta la gracia de la conversión. Es

necesario, no obstante, que todo sacerdote al servicio de los hermanos en el confesionario tenga él

mismo la experiencia de esta misericordia de Dios a través de la propia confesión periódica y de la

dirección espiritual.

Administrador de los misterios divinos, el sacerdote es un especial testigo del Invisible en el

mundo. En efecto, es administrador de bienes invisible e inconmensurables que pertenecen al orden

espiritual y sobrenatural.

Un hombre en contacto con Dios

Como administrador de tales bienes, el sacerdote está en permanente y especial contacto con la

santidad de Dios. "¡ Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo! Los cielos y la tierra están

llenos de tu gloria''. La majestad de Dios es la majestad de la santidad. En el sacerdocio el hombre

es como elevado a la esfera de esta santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez

fue introducido el profeta Isaías. Y precisamente de esa visión profética se hace eco la liturgia

eucarística: Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua.

Hosanna in excelsis.

Al mismo tiempo, el sacerdote vive todos los días, continuamente, el descenso de esta santidad de

Dios hacia el hombre: benedictus qui venit in nomine Domini. Con estas palabras las multitudes de

Jerusalén aclamaban a Cristo que llegaba a la ciudad para ofrecer el sacrificio por la redención del

mundo. La santidad trascendente, de alguna manera "fuera del mundo" llega a ser en Cristo la

santidad "dentro del mundo". Es la santidad del Misterio pascual.

Llamado a la santidad

En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su

mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Esto

explica que de un modo especial deba vivir el espíritu de los consejos evangélicos de castidad,

pobreza y obediencia. En esta perspectiva se comprende también la especial conveniencia del

celibato. De aquí surge la particular necesidad de la oración en su vida: la oración brota de la

santidad de Dios y al mismo tiempo es la respuesta a esta santidad. He escrito en una ocasión: ''La

oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración''. Sí, el sacerdote debe ser

ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios

es siempre el mejor empleado, porque además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostó1ico. Si

el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es

preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes

santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en

un mundo cada vez mas secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente

así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad. Los hombres, sobre todo

los jóvenes, esperan un guía así. ¡El sacerdote puede ser guía y maestro en la medida en que es un

testigo auténtico!

La cura animarum

En mi ya larga experiencia, a través de situaciones tan diversas, me he afianzado en la convicción

de que sólo desde el terreno de la santidad sacerdotal puede desarrollarse una pastoral eficaz, una

verdadera "cura animarum". El auténtico secreto de los éxitos pastorales no está en los medios

materiales, y menos aún en la "riqueza de medios''. Los frutos duraderos de los esfuerzos

pastorales nacen de la santidad del sacerdote. ¡Este es su fundamento! Naturalmente son

indispensables la formación, el estudio y la actualización; en definitiva. una preparación adecuada

que capacite para percibir las urgencias y definir las prioridades pastorales. Sin embargo, se podría

afirmar que las prioridades dependen también de las circunstancias, y que cada sacerdote ha de

precisarlas y vivirlas de acuerdo con su obispo y en armonía con las orientaciones de la Iglesia

universal. En mi vida he descubierto estas prioridades en el apostolado de los laicos, de modo

especial en la pastoral familiar -campo en el que los mismos laicos me han ayudado mucho-, en la

atención a los jóvenes y en el diálogo intenso con el mundo de la ciencia y de la cultura. Todo esto

se ha reflejado en mi actividad científica y literaria. Surgió así el estudio Amor y responsabilidad y,

entre otras cosas, una obra literaria: El taller del orfebre, con el subtítulo Meditaciones sobre el

sacramento del matrimonio.

Una prioridad ineludible es hoy la atención preferencial a los pobres, los marginados y los

emigrantes. Para ellos el sacerdote debe ser verdaderamente un "padre". Ciertamente los medios

materiales son indispensables, como los que nos ofrece la moderna tecnología. Sin embargo, el

secreto es siempre la santidad de vida del sacerdote que se expresa en la oración y en la

meditación, en el espíritu de sacrificio y en el ardor misionero. Cuando pienso en los años de mi

servicio pastoral como sacerdote y como obispo, más me convenzo de lo verdadero y fundamental

que es esto.

Hombre de la Palabra

Me he referido ya al hecho de que para ser guía auténtico de la comunidad, verdadero

administrador de los misterios de Dios, el sacerdote está llamado a ser hombre de la palabra de

Dios, generoso e incansable evangelizador. Hoy, frente a las tareas inmensas de la "nueva

evangelización'', se ve aún más esta urgencia.

Después de tantos años de ministerio de la Palabra, que especialmente como Papa me han visto

peregrino por todos los rincones del mundo, debo dedicar algunas consideraciones a esta

dimensión de la vida sacerdotal. Una dimensión exigente, ya que los hombres de hoy esperan del

sacerdote antes que la palabra "anunciada" la palabra "vivida". El presbítero debe "vivir de la

Palabra''. Pero al mismo tiempo, se ha de esforzar por estar también intelectualmente preparado

para conocerla a fondo y anunciarla eficazmente. En nuestra época, caracterizada por un alto nivel

de especialización en casi todos los sectores de la vida, la formación intelectual es muy importante.

Esta hace posible entablar un diálogo intenso y creativo con el pensamiento contemporáneo. Los

estudios humanísticos y filosóficos y el conocimiento de la teología son los caminos para alcanzar

esta formación intelectual, que deberá ser profundizada durante toda la vida. El estudio, para ser

auténticamente formativo, tiene necesidad de estar acompañado siempre por la oración, la

meditación, la súplica de los dones del Espíritu Santo: la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la

fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios. Santo Tomás de Aquino explica como, con los

dones del Espíritu Santo, todo el organismo espiritual del hombre se hace sensible a la luz de Dios,

a la luz del conocimiento y tambienéa la inspiración del amor. La súplica de los dones del Espíritu

Santo me ha acompañado desde mi juventud y a ella sigo siendo fiel hasta ahora.

Profundización científica

Ciertamente, como enseña el mismo Santo Tomás, la "ciencia infusa", que es fruto de una

intervención especial del Espíritu Santo, no exime del deber de procurarse la "ciencia adquirida".

Por lo que a mí respecta, como he dicho antes, inmediatamente después de la ordenación

sacerdotal fui enviado a Roma para perfeccionar los estudios. Más tarde, por decisión de mi

obispo, tuve que ocuparme de la ciencia como profesor de ética en la Facultad teológica de

Cracovia y en la Universidad Católica de Lublin. Fruto de estos estudios fueron el doctorado

sobre San Juan de la Cruz y después la tesis sobre Max Scheler para la enseñanza libre: más en

concreto, sobre la aportación que su sistema ético de tipo fenomenológico puede dar a la

formación de la teología moral. Debo verdaderamente mucho a este trabajo de investigación.

Sobre mi precedente formación aristotélico-tomista se injertaba así el método fenomenológico, lo

cual me ha permitido emprender numerosos ensayos creativos en este campo. Pienso

especialmente en el libro "Persona y acción De este modo me he introducido en la corriente

contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha tenido repercusión en los frutos

pastorales. A menudo constato que muchas de las reflexiones maduradas en estos estudios me

ayudan durante los encuentros con las personas, individualmente o en los encuentros con las

multitudes de fieles con ocasión de los viajes apostó1icos. Esta formación en el horizonte cultural

del personalismo me ha dado una conciencia más profunda de cómo cada uno es una persona

única e irrepetible, y considero que esto es muy importante para todo sacerdote.

El diálogo con el pensamiento contemporáneo

Gracias a los encuentros y coloquios con naturalistas, físicos, biólogos y también con historiadores,

he aprendido a apreciar la importancia de las otras ramas del saber relativas a las materias

científicas, desde las cuales se puede llegar a la verdad partiendo de perspectivas diversas. Es

preciso, pues, que el esplendor de la verdad -Veritatis Splendor- las acompañe continuamente,

permitiendo a los hombres encontrarse, intercambiar las reflexiones y enriquecerse recíprocamente.

He traído conmigo desde Cracovia a Roma la tradición de encuentros interdisciplinares periódicos,

que tienen lugar de modo regular durante el verano en Castel Gandolfo. Trato de ser fiel a esta

buena costumbre.

"Labia sacerdotum scientiam custodiant..." (cf. Ml 2, 7). Me gusta recordar estas palabras del

profeta Malaquías, citadas en las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima, porque tienen una especie

de valor programático para quien está llamado a ser ministro de la Palabra. Este debe ser

verdaderamente hombre de ciencia en el sentido más alto y religioso del término. Debe poseer y

transmitir la "ciencia de Dios" que no es sólo un depósito de verdades doctrinales, sino experiencia

personal y viva del Misterio, en el sentido indicado por el Evangelio de Juan en la gran oración

sacerdotal: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has

enviado, Jesucristo" (17, 3).

 

X

A los Hermanos en el sacerdocio

Al concluir este testimonio sobre mi vocación sacerdotal, deseo dirigirme a todos los Hermanos en

el sacerdocio: ¡a todos sin excepción! Lo hago con las palabras de San Pedro: "Hermanos, poned

el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Obrando así nunca caeréis" (2

Pe I, 10). ¡Amad vuestro sacerdocio! ¡Sed fieles hasta el final! Sabed ver en él aquel tesoro

evangélico por el cual vale la pena darlo todo (cf. Mt 13, 44).

De modo particular me dirijo a aquellos de entre vosotros que viven un período de dificultad o

incluso de crisis de su vocación. Quisiera que este testimonio personal mío -testimonio de

sacerdote y de Obispo de Roma, que celebra las Bodas de Oro de la Ordenación- fuese para

vosotros una ayuda y una invitación a la fidelidad. He escrito esto pensando en cada uno de

vosotros, abrazándoos a todos con la oración.

Pupilla oculi

He pensado también en tantos jóvenes seminaristas que se preparan al sacerdocio. ¡Cuantas veces

un obispo va con la mente y el corazón al seminario! Este es el primer objeto de sus

preocupaciones. Se suele decir que el seminario es para un obispo la "pupila de sus ojos". El

hombre defiende las pupilas de sus ojos porque le permiten ver. Así, en cierto modo, el obispo ve

su Iglesia a través del seminario, porque de las vocaciones sacerdotales depende gran parte de la

vida eclesial. La gracia de numerosas y santas vocaciones sacerdotales le permite mirar con

confianza el futuro de su misión.

Digo esto basándome en los muchos años de mi experiencia episcopal. Fui nombrado obispo doce

años después de mi Ordenación sacerdotal: buena parte de estos cincuenta años ha estado

precisamente marcada por la preocupación por las vocaciones. La alegría del obispo es grande

cuando el Señor da vocaciones a su Iglesia; su falta, por el contrario, provoca preocupación e

inquietud. El Señor Jesús ha comparado esta preocupacióm a la del segador: "La mies es mucha y

los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37).

Deo gratias!

No puedo terminar estas reflexiones, en el año de mis Bodas de Oro sacerdotales sin expresar al

Señor de la mies la más profunda gratitud por el don de la vocación, por la gracia del sacerdocio,

por las vocaciones sacerdotales en todo el mundo. Lo hago en unión con todos los obispos, que

comparten la misma preocupación por las vocaciones y sienten la misma alegría cuando aumenta

su número. Gracias a Dios, está en vías de superación una cierta crisis de vocaciones sacerdotales

en la Iglesia. Cada nuevo sacerdote trae consigo una bendición especial: "Bendito el que viene en

nombre del Señor''. En efecto, es Cristo mismo quien viene en cada sacerdote. Si San Cipriano ha

dicho que el cristiano es "otro Cristo" -Christianus alter Christus-, con mayor razón se puede decir:

Sacerdos alter Christus.

Que Dios mantenga en los sacerdotes una conciencia agradecida y coherente del don recibido, y

suscite en muchos jóvenes una respuesta pronta y generosa a su llamada a entregarse sin reservas

por la causa del Evangelio. De ello se beneficiarán los hombres y mujeres de nuestro tiempo, tan

necesitados de sentido y de esperanza. De ello se alegrará la comunidad cristiana, que podrá

afrontar con confianza las incógnitas y desafíos del tercer Milenio que ya está a las puertas.

Que la Virgen María acoja este testimonio mío como una ofrenda filial, para gloria de la Santísima

Trinidad. Que la haga fecunda en el corazón de los hermanos en el sacerdocio y de tantos hijos de

la Iglesia. Que haga de ella una semilla de fratemidad también para quienes, aun sin compartir la

misma fe, me hacen con frecuencia el don de su escucha y del diálogo sincero.

 

APENDICE

Letanías de Nuestro Señor Jesucristo Sacerdote y Víctima

Kyrie, eleison ...... Kyrie, eleison

Christe, eleison ...... Christe, eleison

Kyrie, eleison ...... Kyrie, eleison

Christe, audi nos ...... Christe, audi nos

Christe, exaudi nos ...... Christe, exaudi nos

Pater de caelis, Deus, ...... miserere nobis

Fili, Redemptor mundi, Deus, ..... miserere nobis

Spiritus Sancte, Deus, ...... miserere nobis

Sancta Trinitas, unus Deus, ...... miserere nobis

Iesu, Sacerdos et Victima, ...... miserere nobis

Iesu, Sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech, ..... miserere nobis

Iesu, Sacerdos quem misit Deus evangelizare pauperibus, .... miserere nobis

Iesu, Sacerdos qui in novissima cena formam sacrificii perennis instituisti, ..... miserere nobis

Iesu, Sacerdos semper vivens ad interpellandum pro nobis, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex quem Pater unxit Spiritu Sancto et virtute, .... miserere nobis

Iesu, Pontifex ex hominibus assumpte, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex pro hominibus constitute, .... miserere nobis

Iesu, Pontifex confessionis nostrae, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex amplioris prae Moysi gloriae, .... miserere nobis

Iesu, Pontifex tabernaculi veri, ... miserere nobis

Iesu, Pontifex futurorum bonorum, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex sancte, innocens et impollute, .... miserere nobis

Iesu, Pontifex fidelis et misericors, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex Dei et animarum zelo succense, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex in aeternum perfecte, ...... miserere nobis

Iesu, Pontifex qui per proprium sanguinem caelos penetrasti, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex qui nobis viam novam initiasti, ..... miserere nobis

Iesu, Pontifex qui dilexisti nos et lavisti nos a peccatis in sanguine tuo, ...... miserere nobis

Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam, ....... miserere nobis

Iesu, Hostia Dei et hominum, ....... miserere nobis

Iesu, Hostia sancta et immaculata, ...... miserere nobis

Iesu, Hostia placabilis, ..... miserere nobis

Iesu, Hostia pacifica, ..... miserere nobis

Iesu, Hostia propitiationis et laudis, ..... miserere nobis

Iesu, Hostia reconciliationis et pacis, ..... miserere nobis

Iesu, Hostia in qua habemus fiduciam et accessum ad Deum, ..... miserere nobis

Iesu, Hostia vivens in saecula saeculorum, ...... miserere nobis

Propitius esto! ...... parce nobis, Iesu

Propitius esto! ..... exaudi nos, Iesu

A temerario in clerum ingressu, ..... libera nos, Iesu

A peccato sacrilegii, ..... libera nos, Iesu

A spiritu incontinentiae, ..... libera nos, Iesu

A turpi quaestu, ...... libera nos, Iesu

Ab omni simoniae labe, ...... libera nos, Iesu

Ab indigna opum ecclesiasticarum dispensatione, ...... libera nos, Iesu

Ab amore mundi eiusque vanitatum, ....... libera nos, Iesu

Ab indigna Mysteriorum tuorum celebratione, ....... libera nos, Iesu

Per aeternum sacerdotium tuum, ...... libera nos, Iesu

Per sanctam unctionem, qua a Deo Patre in sacerdotem constitutus es, ...... libera nos, Iesu

Per sacerdotalem spintum tuum, ...... libera nos, Iesu

Per ministerium illud, quo Patrem tuum super terram clarificasti, ...... libera nos, Iesu

Per cruentam tui ipsius immolationem semel in cruce factam, ...... libera nos, Iesu

Per illud idem sacrificium in altari quotidie renovatum, ...... libera nos, Iesu

Per divinam illam potestatem, quam in sacerdotibus tuis invisibiliter exerces, ...... libera nos, Iesu

Ut universum ordinem sacerdotalem in sancta religione conservare digneris, ...... Te rogamus, audi

nos

Ut pastores secundum cor tuum populo tuo providere digneris, ..... Te rogamus, audi nos

Ut illos spiritus sacerdotii tui implere digneris, ..... Te rogamus, audi nos

Ut labia sacerdotum scientiam custodiant, ...... Te rogamus, audi nos

Ut in messem tuam operarios fideles mittere digneris, ..... Te rogamus, audi nos

Ut fideles mysteriorum tuorum dispensatores multiplicare digneris, ..... Te rogamus, audi nos

Ut eis perseverantem in tua voluntate famulatum tribuere digneris, ..... Te rogamus, audi nos

Ut eis in ministerio mansuetudinem, in actione sollertiam et in orationem constantia concedere

digneris, ... Te rogamus, audi nos

Ut per eos sanctissimi Sacramenti cultum ubique promovere digneris, ...... Te rogamus, audi nos

Ut qui tibi bene ministraverunt, in gaudium tuum suscipere digneris, ...... Te rogamus, audi nos

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, ...... parce nobis, Domine

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, ...... exaudi nos, Domine

Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, ...... miserere nobis, Domine

Iesu, Sacerdos, ...... audi nos

Iesu, Sacerdos, ...... exaudi nos.

Oremus

Ecclesiae tuae, Deus, sanctificator et custos, suscita in ea per Spiritum tuum idoneos el fideles

sanctorum mysteriorum dispensatores, ut eorum ministerio el exemplo christiana plebs in viam

salutis te protegente dirigatur.

Per Christum Dominum nostrum. Amen.

Deus, qui ministrantibus et ieiunantibus discipulis segregari iussisti Saulum et Barnabam in opus ad

quod assumpseras eos, adesto nunc Ecclesiae tuae oranti, et tu, qui omnium corda nosti, ostende

quos elegeris in ministerium.

Per Christum Dominum nostrum. Amen.