Cristo nos ha hecho partícipes

de su único sacerdocio

 

El Jueves santo, 1 de abril, por la mañana, Juan Pablo II presidió en la basílica de San Pedro Ħa Misa crismal. Con el Romano Pontífice concelebraron 25 cardenales, 40 arzobispos y obispos junto con 1.200 presbíteros diocesanos y religiosos. Antes de la eucaristía los sacerdotes rezaron la hora Tercia; hizo la oración conclusiva el abad cisterciense Ugo Tagní. El Papa entró en Ħa basílica por el pasillo central, acompañado de Ħos cardenales concelebrantes. Después de Ħas lecturas pronunció la homilía que publicamos. A continuación, todos los presbíteros renovaron sus promesas sacerdotales. Juan Pablo II invitó a los fieles a rezar por Ħos sacerdotes, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus dones, a fin de que sean fieles ministros de Cristo, sumo sacerdote, y guíen a los católicos hacia él, única fuente de salvación; Ħes pidió que rezaran también por él, para que sea fiel al servicio apostólico que le ha sido confiado. Siguió la bendición de los santos óleos por parte del Papa: primero el de los enfermos, después el de los catecúmenos y por último el santo crisma. Estaban contenidos en grandes ánforas de plata. Para la plegaria eucarística subieron al altar Ħos cardenales Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio, y Angelo Sodano, secretario de Estado. Al final de la misa, Su Santidad recordó a los obispos y sacerdotes que la bendición de los óleos subraya el misterio de la Iglesia como sacramento de Cristo, que santifica toda realidad y situación de vida, y que ahora se les confía para que, a través de su ministerio, la gracia divina se derrame en Ħas almas, infundiéndoles fuerza y vida. Concluyó exhortándoles a respetarlos, venerarlos y conservarlos con cuidado especial, como signos de la gracia de Dios. Asistieron a esta celebración miles de peregrinos, religiosos y religiosas. Los cantos corrieron a cargo de la capilla Sixtina, dirigida por el maestro Giušeppe Liberto. Terminada la concelebración, se distribuyeron los óleos a los párrocos de Ħa diócesis de Roma para que administren los sacramentos a los fieles de sus comunidades.

 

1. "A aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes de Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén)) (Ap 1, 5-6).

 

Cristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, ha entrado por medio de su sangre en el santuario celestial, después de realizar, de una vez para siempre, el perdón de los pecados de toda la humanidad.

 

En el umbral del Triduo santo, los sacerdotes de todas las Iglesias particulares del mundo se reúnen con sus obispos para la solemne Misa crismal, durante la cual renuevan las promesas sacerdotales. También el presbiterio de la Iglesia que está en Roma se congrega en torno a su Obispo, antes del gran día, en el que la liturgia recuerda cómo Cristo se convirtió, con su sangre, en el único y eterno sacerdote.

 

Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, amadisimos hermanos en el sacerdocio, y en particular al cardenal vicario, a los cardenales concelebrantes, a los obispos auxiliares y a los demás prelados presentes. Es grande mi alegría al volver a encontrarme con vosotros en este día que, para nosotros, ministros ordenados, tiene el aroma de la unción sagrada con que hemos sido consagrados a imagen de aquel que es el Consagra4o del Padre.

 

"El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron" (Ap 1, 7). Mañana, la liturgia del Viernes santo actualizará para nosotros lo que dice el autor del Apocalipsis, con las palabras que acabamos de proclamar. En este día santísimo de la pasión y muerte de Cristo, todos los altares se despojarán y quedarán envueltos en un gran silencio: ninguna misa se celebrará en el momento en que haremos la memoria anual del único sacrificio, ofrecido de modo cruento por Cristo sacerdote en el altar de la cruz.

 

2. "Nos ha convertido en un reino, y hecho sacerdotes)) (Ap 1, 6). Cristo no sólo realizó personalmente el sacrificio redentor, que quita el pecado del mundo y glorifica de forma perfecta al Padre. También instituyó el sacerdocio como sacramento de la nueva alianza, para que el único sacrificio ofrecido por él al Padre de modo cruento pudiera renovarse continuamente en la Iglesia de modo incruento, bajo las especies del pan y del vino. El Jueves santo es, precisamente, el día en que conmemoramos de modo especial el sacerdocio que Cristo instituyó en la última cena, uniéndolo indisolublemente al sacrificio eucarístico.

 

"Nos ha (...) hecho sacerdotes". Nos ha hecho partícipes de su único sacerdocio, para que pudiera renovarse en todos los altares del mundo y en todas las épocas de la historia el sacrificio cruento e irrepetible del Calvario. El Jueves santo es la gran fiesta de los presbíteros. Esta tarde renovaremos el memorial de la institución del sacrificio eucarístico, según la cronología de los acontecimientos pascuales, tal como nos los transmiten los evangelios. En cambio, la liturgia solemne de esta mañana es una singular acción de gracias a Dios por parte de todos nosotros que, por un don que es a la vez misterio, participamos íntimamente en el sacerdocio de Cristo. Cada uno de nosotros hace suyas las palabras del salmo: "Misericordias Domini in aetermun cantabo", "Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (Sal 88, 2).

 

3. Queremos renovar en nosotros la certeza de ese don. En cierto sentido, queremos recibirlo de nuevo, para orientarlo hacia un ulterior servicio. En efecto, nuestro sacerdocio sacramental es un ministerio, un servicio singular y específico. Servimos a Cristo, a fin de que su sacerdocio único e irrepetible pueda vivir y actuar siempre en la Iglesia para el bien de los fieles. Servimos al pueblo cristiano, a nuestros hermanos y hermanas, quienes, mediante nuestro ministerio sacramental, participan de manera cada vez más profunda en la redención de Cristo.

 

Hoy, con especial intensidad, cada uno de nosotros puede repetir con Cristo las palabras del profeta Isaías proclamadas en el evangelio: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19).

 

4. "Un año de gracia del Señor". Queridos hermanos, ya nos encontramos cerca del umbral de un extraordinario año de gracia, el gran jubileo, en el que celebraremos el bimilenario de la Encarnación. Este es el último Jueves santo antes del año 2000.

 

Me alegra entregar idealmente a los presbíteros del todo el mundo la Carta que les he dirigido para esta circunstancia. En el año dedicado al Padre, la paternidad de todo sacerdote, reflejo de la del Padre celestial, debe ser cada vez más evidente, para que el pueblo cristiano y los hombres de toda raza y cultura experimenten el amor que Dios les tiene y lo sigan con fidelidad. Que el próximo jubileo sea para todos ocasión propicia para experimentar el amor misericordioso de Dios, poderosa energía espiritual que renueva el corazón del hombre.

 

Durante esta solemne celebración eucarística pidamos al Señor que la gracia del gran jubileo madure plenamente en todos los miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y, de modo particular, en los sacerdotes.

 

El Año santo ya cercano nos llama a todos nosotros, ministros ordenados, a estar completamente disponibles al don misericordioso que Dios Padre quiere dispensar con abundancia a todo ser humano. El Padre busca este tipo de sacerdotes (cf. Jn 4, 23). Ojalá que los encuentre rebosantes de su santa unción, para difundir entre los pobres la buena nueva de la salvación! Amén.