Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo. 1994

 

Queridos Hermanos en el Sacerdocio:

 

Nos encontramos hoy en torno a la Eucaristía, la cual, como recuerda el Concilio Vaticano II, "contiene todo el bien Espiritual de la Iglesia" (Presbiterorum Ordinis, S). Cuando en la liturgia del Jueves Santo hacemos memoria de la institución de la Eucaristía, vemos muy claro lo que Cristo nos ha dejado en tan sublime Sacramento: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" Un 13, l). Esta expresión de san Juan encierra, en cierto modo, toda la verdad sobre la Eucaristía; verdad que constituye a la vez el centro de la verdad sobre la Iglesia. En efecto, es como si la Iglesia naciera cotidianamente de la Eucaristía, celebrada en muchos lugares de la tierra en condiciones tan variadas y entre culturas tan diversas, de tal manera que la renovación del misterio eucarístico es como una "creación" diaria. Gracias a la celebración de la Eucaristía madura cada vez más la conciencia evangélica del pueblo de Dios, ya sea en las naciones de tradición cristiana secular, ya sea en los pueblos que han entrado recientemente en la nueva perspectiva que la cultura de los hombres recibe, siempre y en todas partes, por medio del misterio de la encarnación del Verbo y de la redención con su muerte en cruz y su resurrección.

 

El Triduo Santo nos introduce de manera única en este misterio para todo el año litúrgico. La liturgia de la institución de la Eucaristía constituye una singular anticipación de la Pascua, que se desarrolla a través del Viernes Santo y la Vigilia Pascual hasta el Domingo y la Octava de la Resurrección.

 

En el umbral de la celebración de este gran misterio de la fe, queridos Hermanos en el Sacerdocio, os encontráis hoy en torno a vuestro Obispo en la Catedral de la Diócesis, para vivir nuevamente la institución del Sacramento del Sacerdocio junto con el de la Eucaristía. El Obispo de Roma celebra esta liturgia rodeado por el Presbiterio de su Iglesia, así como hacen mis Hermanos en el Episcopado junto con los presbíteros de sus Comunidades diocesanas.

 

Este es el motivo del encuentro de hoy. Por ello, deseo que en esta circunstancia os llegue una palabra mía especial, para que todos juntos podamos vivir plenamente el gran don que Cristo nos ha dejado. En efecto, para nosotros, presbíteros, el Sacerdocio constituye el don supremo, una llamada particular a participar en el misterio de Cristo, que nos confiere la sublime posibilidad de hablar y actuar en su nombre. Cada vez que celebramos la Eucaristía, esta posibilidad se hace realidad. Obramos "ín persona Christi" cuando, en el momento de la consagración, pronunciamos las palabras: "Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía". Hacemos precisamente esto: con gran humildad y profunda gratitud. Este acto sublime, y al mismo tiempo sencillo, de nuestra misión cotidiana de sacerdotes hace llegar, podría decirse, nuestra humanidad hasta los últimos confines.

 

Participamos en el misterio de la encarnación del Verbo, "Primogénito de toda la creación" (Col 1, 15), que en la Eucaristía devuelve al Padre todo lo creado, el mundo del pasado y del futuro y, ante todo, el mundo contemporáneo, en el cual vive con nosotros, está presente por medio nuestro y precisamente por medio nuestro ofrece al Padre el sacrificio redentor. Participamos en el misterio de Cristo, "el Primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18), que en su Pascua transforma incesantemente el mundo haciéndolo caminar hacia "la revelación de los hijos de Dios" (Rom 13, 19). Así pues, la realidad entera, en cualquiera de sus aspectos, se hace presente en nuestro ministerio eucarístico, que se abre a la vez a toda e3dgencia personal concreta, a todo sufrimiento, esperanza, alegría o tristeza, según las intenciones que los fieles presentan en la Santa Misa. Nosotros acogemos estas intenciones con espíritu de caridad, insertando así todo problema humano en la dimensión de la redención universal.

 

Queridos Hermanos en el Sacerdocio: Este ministerio forja una nueva vida en nosotros y en torno a nosotros. La Eucaristía evangeliza los ambientes humanos y nos consolida en la esperanza de que las palabras de Cristo no pasan (cf. Lc 21, 33). No pasan sus palabras, por, estar enraizadas en el sacrificio de la Cruz. Nosotros somos testigos singulares y ministros privilegiados de la perpetuidad de esta verdad y del amor divino. Entonces podemos alegrarnos juntos, si los hombres sienten la necesidad del nuevo Catecismo, si toman en sus manos la Encíclica Veritatis splendor. Todo esto nos lleva a la convicción de que nuestro ministerio del Evangelio resulta fructífero gracias a la Eucaristía. Por otra parte, durante la última Cena, Cristo dijo a los Apóstoles: "No os llamo ya siervos ... ; a vosotros os he llamado amigos... No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis áyuto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 1516).

 

¡Qué inmensa riqueza de contenidos nos ofrece la Iglesia durante el Triduo Santo, y especialmente hoy, Jueves Santo, en la liturgia crismal! Estas palabras mías reflejan sólo parcialmente los sentimientos que cada uno de vosotros lleva ciertamente en el corazón. Y esta Carta para el Jueves Santo servirá quizás para que las múltiples manifestaciones del don de Cristo, en el corazón de tantas personas, confluyan ante la majestad del gran misterio de la fe" en un significativo compartir lo que el Sacerdocio es y será para siempre en la Iglesia. Que nuestra unión en torno al altar incluya a quienes llevan en sí la señal Indeleble de este Sacramento, recordando también a aquellos hermanos nuestros que de alguna manera se han alejado del sagrado ministerio que este recuerdo lleve a cada uno de nosotros a vivir aún más profundamente la sublimidad del don del Sacerdocio de Cristo.

 

2. Hoy, queridos Hermanos, deseo entregaros idealmente la Carta que he dirigido a las Familias en el Año dedicado a ellas. Considero una circunstancia providencial que la Organización de las Naciones Unidas haya proclamado el 1994 como Año Internacional de la Familia. La Iglesia al contemplar el misterio de la Sagrada Familia de Nazaret, participa en esta iniciativa, encontrando en ella una ocasión propicia para anunciar el evangelio de la familia". Cristo lo proclamó con su vida oculta en Nazaret, en el seno de la Sagrada Familia. Este evangelio fue anunciado después por la Iglesia apostólica, como vemos en el Nuevo Testamento y, más tarde, fue testimoniado por la Iglesia postapostólica, de la cual hemos heredado la costumbre de considerar la familia como 4glesia doméstica".

 

En nuestro siglo, el "evangelio de la familia" es presentado por la Iglesia a través de tantos sacerdotes, párrocos, confesores, Obispos; En Particular, por medio del Sucesor de Pedro. Casi todos mis Predecesores han dedicado a la familia una parte significativa de su "magisterio petrino". Además, el Concilio Vaticano II ha expresado su amor por la institución familiar a través de la Constitución pastoral Gaudium et spes, en la cual ha reafirmado la necesidad de defender la dignidad del matrimonio y de la familia en el mundo contemporáneo.

 

El Sínodo de los Obispos de 1980 es el origen de la Exhortación Apostólica Familiarts consortio, que puede considerarse la carta magna de la pastoral de la familia. Las dificultades del mundo contemporáneo, y especialmente de la familia, afrontadas con valentía por Pablo VI en la Encíclica Humanae vitae, exigían una visión global sobre la familia humana y sobre la "iglesia doméstica" en la sociedad actual. La Exhortación Apostólica se ha propuesto precisamente esto. Ha sido necesario elaborar nuevos métodos de acción pastoral según las exigencias de la familia contemporánea. En síntesis, se podría decir que la solicitud por la familia, y en particular por los cónyuges, los niños, los jóvenes y los adultos, exige ante todo de nosotros, sacerdotes y confesores, el descubrimiento y la constante promoción del apostolado de los laicos en ese ámbito. La pastoral familiar lo sé por mi experiencia personal constituye en cierto modo la quinta esencia de la actividad de los sacerdotes a cualquier nivel. De todo esto habla la Familiaris consortio. La Carta a las Familias no hace más que recoger y actualizar este patrimonio de la Iglesia postconciliar.

 

Deseo que esta Carta sea útil a las familias en la Iglesia y fuera de la Iglesia; que os ayude a vosotros, queridos sacerdotes, en vuestro ministerio pastoral dedicado a las familias. Es similar a la Carta a los Jóvenes, de 1985, con la que se inició una gran animación apostólica y pastoral de los jóvenes en todo el mundo. De este movimiento son expresión las Jornadas Mundiales de la Juventud, celebradas en las parroquias, en las diócesis y a nivel de toda la Iglesia, como la desarrollada recientemente en Denver, en los Estados Unidos.

 

Esta Carta a las Familias es más amplia, En efecto, la problemática de la familia es universal y más compleja. Al preparar su texto, me he convencido una vez más de que el magisterio del Concilio Vaticano II, y en particular la Constitución pastoral Gaudium et spes, es una rica fuente de pensamiento y de vida cristiana. Espero que esta Carta, inspirada en la enseñanza conciliar, constituya para vosotros una ayuda no menor que para todas las familias de buena voluntad, a las cuales va dirigida.

 

Para una correcta comprensión de este texto convendrá volver a aquel pasaje de los Hechos de los Apóstoles donde se dice que las primeras Comunidades "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (2, 42). La Carta a las Familias no es tanto un tratado doctrinal, sino más bien una preparación y exhortación a la oración con las familias y por las familias. Este es el primer cometido mediante el cual vosotros, queridos Hermanos, podéis iniciar o desarrollar la pastoral y el apostolado de las familias en vuestras Comunidades parroquiales. Ante la pregunta, ¿cómo realizar los objetivos del Año de la Familia?, La exhortación a la oración, contenida en la Carta, os indica en cierto modo el camino más sencillo a seguir. Jesús dijo a los Apóstoles: "separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Por tanto, está claro que debemos "contar con EI"; es decir, de rodillas y en oración. "Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mi 18, 20). Las palabras de Cristo deben traducirse en cada Comunidad mediante iniciativas concretas. A partir de estas palabras se puede elaborar un buen programa pastoral, aun con gran escasez de medios.

 

¡Cuántas familias rezan en el mundo! Rezan los niños, a los cuales pertenece, en primer lugar, el Reino de los cielos (cL Mi 18, 25); gracias a ellos rezan no solamente las madres, sino también los padres, reemprendiendo a veces la práctica religiosa de la que se habían alejado. ¿Acaso no se experimenta esto con ocasión de la Primera Comunión? ¿Y no se advierte, quizás, cómo aumenta el fervor Espiritual de los jóvenes, y no sólo de ellos, con ocasión de peregrinaciones a santuarios? Los antiquísimos itinerarios de peregrinación en Oriente y Occidente comenzando por los que llevan a Jerusalén, Roma, y Santiago de Compostela, y siguiendo por los que van a los santuarios Marianos de Lourdes, Fátima, Jasna Gora y otros muchos han sido a lo largo de los siglos una ocasión para descubrir a la Iglesia por parte de multitud de creyentes y también de numerosas familias. El Año de la Familia debe consolidar, acrecentar y enriquecer esta experiencia. Que lo tengan en cuenta todos los pastores y todos los organismos responsables de la pastoral familiar, de acuerdo con el Pontificio Consejo para la Familia, encargado de este ámbito a nivel de Iglesia universal. Como es sabido, el Presidente de dicho Consejo inauguró en Nazaret el Año de la Familia, en la solemnidad de la Sagrada Familia, el 26 de diciembre de 1993.

 

3. "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2, 42). Según la Constitución Lumen gentium, la Iglesia es la "casa de Dios (cf. 1 Tim 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (cL Ef 2, 1922), tienda de Dios con los hombres (cf. Ap 21, 3) " (n. 6). De esta manera, la imagen "casa de Dios", entre otras tantas imágenes bíblicas, es recordada por el Concilio para presentar la Iglesia. Por otra parte, dicha imagen está incluida de alguna manera en todas las demás; está presente también en la analogía paulina del Cuerpo de Cristo (cL 1 Cor 12, 13. 27; Rom 12, 5), mencionada por Pío XII en su histórica Encíclica Mystici Corporis; pertenece igualmente al ámbito del Pueblo de Dios, según el Concilio. El Año de la Familia es para todos nosotros una llamada a hacer que la Iglesia sea todavía más "casa en la que habita la familia de Dios".

 

Es una llamada, una invitación, que puede resultar extraordinariamente fecunda para la evangelización del mundo contemporáneo. Como he escrito en la Carta a las Familias, la dimensión fundamental de la existencia humana, constituida por la familia, está amenazada seriamente en diversas partes por la civilización contemporánea (cf. n. 13). Y, sin embargo, este "ser familia" de la vida humana representa un gran bien para el hombre. La Iglesia desea servirlo. El Año de la familia constituye, por tanto, una ocasión significativa para renovar el "ser familia" de la Iglesia en sus diversos ámbitos.

 

Queridos Hermanos en el Sacerdocio, cada uno de vosotros encontrará seguramente en la oración la luz necesaria para saber cómo poner en práctica todo esto; vosotros, en vuestras parroquias y en los diversos campos de trabajo evangélico; los Obispos, en sus Diócesis; la Sede Apostólica, respecto de la Curia Romana, siguiendo la Constitución Apostólica PASTOR BONUS.

 

La Iglesia, conforme a la voluntad de Cristo, se esfuerza en ser cada vez más 4amilia^ y la labor de la Sede Apostólica se orienta a favorecer este crecimiento. Lo saben bien los Obispos, que vienen en visita ad limina Apostolorum. Sus visitas, tanto al Papa como a los Dicasterios, aun cumpliendo lo prescrito por la ley canónica, pierden cada vez más el antiguo sabor jurídicoadministrativo. Se constata de manera creciente un clima de <4ntercambio de dones", según la enseñanza de la Constitución Lumen gentium (cf. n. 13). Los Hermanos en el Episcopado con frecuencia dan testimonio de ello durante nuestros encuentros.

 

En esta circunstancia deseo referirme al Directorio preparado por la Congregación para el Clero, que será entregado a los Obispos, a los Consejos prebiterales y a todos los sacerdotes. Ello contribuirá ciertamente a la renovación de su vida y de su ministerio.

 

4. La llamada a la oración con las familias y por las familias, queridos Hermanos, implica a cada uno de vosotros de manera muy personal. Debemos la vida a nuestros padres y con ellos tenemos una deuda constante de gratitud. Con ellos, todavía vivos o si ya pasaron a la eternidad, estamos unidos por un estrecho vínculo que el tiempo no puede destruir. Si debemos a Dios nuestra vocación, un papel significativo en ésta lo han tenido también ellos. La decisión de un hijo de dedicarse al ministerio sacerdotal, especialmente en tierras de misión, constituye un sacrificio no pequeño para los padres. Así fue también para nuestros seres queridos, los cuales, sin embargo, ofrecieron a Dios sus sentimientos, dejándose guiar por su fe profunda, y nos acompañaron luego con la oración, como hizo María con Jesús, cuando dejó la casa de Nazaret para emprender su misión mesiánica.

 

¡Qué experiencia para cada uno de nosotros, también para nuestros padres para nuestros hermanos y hermanas y demás seres queridos, el día de la Primera Misa! ¡Qué acontecimiento para la parroquia en la que fuimos bautizados y para los ambientes que nos vieron crecer! Cada nueva vocación hace que la parroquia sea consciente de la fecundidad de su maternidad Espiritual; cuanto más frecuentemente sucede esto, tanto más grande es el estímulo para los demás. Cada sacerdote puede decir de sí mismo: Soy deudor de Dios y de los hombres. Son numerosas las personas que nos han acompañado con el corazón y con la plegaria, así como son numerosas las que acompañan con el recuerdo y la oración mi ministerio en la Sede de Pedro. Esta gran solidaridad orante es para mí una gran fuerza. Sí, los hombres ponen su confianza en nuestra vocación al servicio de Dios. La Iglesia ora constantemente por las nuevas vocaciones sacerdotales; se alegra por su aumento; se entristece por su escasez en algunos lugares; así como se entristece por la poca generosidad de muchas personas.

 

En este día renovamos cada año nuestras promesas que van unidas al Sacramento del Sacerdocio. Es grande el alcance de tales promesas. Se trata de la palabra dada al mismo Cristo. La fidelidad a la vocación edifica la Iglesia. Por el contrario, cada infidelidad es una dolorosa herida al Cuerpo místico de Cristo. Mientras, reunidos juntos, contemplamos el misterio de la Eucaristía y del Sacerdocio, suplicamos al Sumo Sacerdote, que como dice la Sagrada Escritura fue fiel (cf. Heb 2, 17), que nosotros nos mantengamos también fieles. Con el espíritu de esta "fraternidad sacramental" oremos unos por otros: los sacerdotes por los sacerdotes. ¡Que el Jueves Santo sea para nosotros una nueva llamada a cooperar con la gracia del Sacramento del Sacerdocio Oremos por nuestras familias Espirituales, por las personas confiadas a nuestro ministerio; oremos especialmente por quienes esperan de modo particular nuestra oración que tanto necesitan. La fidelidad a la oración haga que Cristo sea cada vez más la vida de nuestras almas.

 

¡Oh gran Sacramento de la Fe, Oh santo Sacerdocio del Redentor del mundo! Cuánto te agradecemos, Señor, el haber nos admitido a la comunión contigo, el habernos hecho una comunidad única en torno a ti, el permitirnos celebrar tu sacrificio incruento y ser ministros de los divinos misterio en todo lugar: en el altar, en el confesionario, en el púlpito, en las visitas a los enfermos y a los presos, en las aulas escolares, en las cátedras universitarias, en los despachos en que trabajamos. ¡Alabada sea la Santísima Trinidad! ¡Te saludo, Iglesia de Dios, que eres el pueblo sacerdotal (cf. 1 Pe 2, 9), redimido en virtud de la preciosísima Sangre de Cristo!