MEDIATOR DEI ET HOMINUM

PIO XII

LE. 20 noviembre 1947

SOBRE LA SAGRADA LITURGIA

Mediador entre Dios y los hombres el gran Pontífice que penetró hasta lo más alto del cielo, Jesús, hijo de Dios, al encargarse de la obra de misericordia con la que enriqueció al género humano con beneficios sobrenaturales, quiso, sin duda alguna, restablecer entre los hombres y su Creador aquel orden que el pecado había perturbado y volver a conducir al Padre Celestial, primer principio y último fin, la desgraciada descendencia de Adán, manchada por el pecado original. Por eso, mientras vivió en la tierra, no sólo anunció el principio de la redención y declaró inaugurado el Reino de Dios, sino que se consagró a procurar la salvación de las almas con el continuo ejercicio de la oración y del sacrificio, hasta que se ofreció en la Cruz, víctima inmaculada para limpiar nuestra conciencia de las obras muertas y hacer que tributásemos un verdadero culto a Dios vivo. Así todos los hombres, felizmente apartados del camino que desdichadamente los arrastraba a la ruina y a la perdición, fueron ordenados nuevamente a Dios, para que colaborando personalmente en la consecución de la santificación propia, fruto de la sangre inmaculada del Cordero, diesen a Dios la gloria que le es debida.

Quiso, pues, el Divino Redentor que la vida sacerdotal por El iniciada en su cuerpo mortal con sus oraciones y su sacrificio, en el transcurso de los siglos, no cesase en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia; y por esto instituyó un sacerdocio visible, para ofrecer en todas partes la oblación pura, a fin de que todos los hombres, del Oriente al Occidente, liberados del pecado, sirviesen espontáneamente y de buen grado a Dios por deber de conciencia.

La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo, sobre todo mediante la Sagrada Liturgia. Esto lo hace, en primer lugar, en el altar, donde se representa perpetuamente el sacrificio de la Cruz y se renueva con la sola diferencia en el modo de ser ofrecido; en segundo lugar, mediante los Sacramentos, que son instrumentos peculiares, por medio de los cuales los hombres participan de la vida sobrenatural; y por último, con el cotidiano tributo de alabanzas ofrecido a Dios Optimo Máximo.

¡Qué espectáculo más hermoso para el cielo y para la tierra que la Iglesia en oración! -decía Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria-. Siglos hace que, sin interrupción alguna, desde una medianoche a la otra, se repite sobre la tierra la divina salmodia de los cantos inspirados, y no hay hora del día que no sea santificada por su liturgia especial; no hay periodo alguno en la vida, grande o pequeño, que no tenga lugar en la acción de gracias, en la alabanza, en la oración, en la reparación de las preces comunes del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia.

2. Sabéis sin duda alguna, Venerables Hermanos, que a fines del siglo pasado y principios del presente se despertó un fervor singular en los estudios litúrgicos, tanto por la iniciativa laudable de algunos particulares, cuanto sobre todo por la celosa y asidua diligencia de varios monasterios de la ínclita Orden Benedictina; de suerte que, no sólo en muchas regiones de Europa, sino aun en las tierras de ultramar, se desarrolló en esta materia una laudable y provechosa emulación, cuyas benéficas consecuencias se pudieron ver, no sólo en el campo de las disciplinas sagradas, donde los ritos litúrgicos de la Iglesia Oriental y Occidental fueron estudiados y conocidos más amplia y profundamente, sino también en la vida espiritual y privada de muchos cristianos.

Las augustas ceremonias del Sacrificio del Altar fueron mejor conocidas, comprendidas y estimadas; la participación en los Sacramentos, mayor y más frecuente; las oraciones litúrgicas, más suavemente gustadas; y el culto eucarístico, considerado -como verdaderamente lo es- centro y fuente de la verdadera piedad cristiana. Fue, además, puesto más claramente en evidencia el hecho de que todos los fieles constituyen un solo y compactísimo cuerpo, cuya cabeza es Cristo, de donde proviene para el pueblo cristiano la obligación de participar, según su propia condición, en los ritos litúrgicos.

Vosotros, indudablemente, sabéis muy bien que esta Sede Apostólica ha procurado siempre, con gran diligencia, que el pueblo a ella confiado se educase en un verdadero y efectivo sentido litúrgico y que, con no menor celo, se ha preocupado de que los sagrados ritos resplandeciesen al exterior con la debida dignidad. En el mismo orden de ideas, Nos, hablando, según costumbre, a los predicadores cuaresmales de esta nuestra alma Ciudad en 1943, los exhortábamos calurosamente a amonestar a sus oyentes para que tomasen parte siempre con mayor empeño en el Sacrificio Eucarístico; y recientemente hemos hecho traducir otra vez el libro de los Salmos del texto original al latín, para que las preces litúrgicas, de las que ese libro forma parte tan principal en la Iglesia Católica, fuesen más exactamente entendidas y más fácilmente percibidas su verdad y suavidad.

Sin embargo, mientras que, por los saludables frutos que de él se derivan, el apostolado litúrgico es para Nos de no poco consuelo, Nuestro deber Nos impone seguir con atención esta renovación, como algunos la llaman, y procurar diligentemente que estas iniciativas no se conviertan ni en excesivas ni en defectuosas.

3. Ahora bien; si por una parte vemos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la Liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra observamos con gran preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávido de novedades, que se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia, pues con la intención y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima, y la contaminan también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina ascética.

La pureza de la fe y de la moral debe ser la norma característica de este sagrada disciplina, que tiene que conformarse absolutamente absolutamente con las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia. Es , por lo tanto, deber Nuestro alabar y aprobar todo lo que está bien hecho, y reprimir y reprobar todo lo que se desvía del verdadero y justo camino.

No crean, sin embargo, los inertes y los tibios que cuentan con Nuestro asentimiento, porque reprendemos a los que yerran y ponemos freno a los audaces; ni los imprudentes se tengan por alabados, cuando corregimos a los negligentes y a los perezosos.

Aunque en esta Nuestra Encíclica tratamos, sobre todo, de la Litúrgica latina, no se debe a que tengamos menor estima de las venerables Liturgias de la Iglesia Oriental, cuyos ritos, transmitidos por venerables y antiguos documentos, Nos son igualmente queridísimos; sino que más bien depende de las especiales condiciones de la Iglesia Occidental, que demandan la intervención de Nuestra autoridad.

Oigan pues, dócilmente todos los cristianos la voz del Padre común, que desea ardientemente verlos unidos íntimamente a El, acercándose al altar de Dios, profesando la misma fe, obedeciendo a la misma ley, participando en el mismo sacrificio con un solo entendimiento y una sola voluntad. Lo pide el honor debido a Dios; lo exigen las necesidades de los tiempos presentes. Efectivamente, después que una larga y cruel guerra ha dividido a los pueblos con sus rivalidades y estragos, los hombres de buena voluntad se esfuerzan ahora de la mejor manera posible por traerlos de nuevo a todos a la concordia. Creemos, sin embargo, que ningún designio o iniciativa será en este caso más eficaz que un férvido espíritu y religioso celo de los que deben estar animados y guiados los cristianos, de modo que, aceptando sinceramente las mismas verdades y obedeciendo dócilmente a los legítimos Pastores en el ejercicio del culto debido a Dios, formen una Comunidad fraternal; puesto que todos los que participamos del mismo pan, aunque muchos, venimos a ser un solo cuerpo.

 

I. NATURALEZA, ORIGEN, PROGRESO

DE LA LITURGIA

 

A) culto público

4. El deber fundamental del hombre es, sin duda alguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida. A El, en efecto, debemos principalmente unirnos como a indefectible principio, a quien igualmente ha de dirigirse siempre nuestra libre elección como a último fin, que por nuestra negligencia perdemos al pecar, y que debemos reconquistar por la fe creyendo en El. Ahora bien; el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su magisterio sumo, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su actividad, cuando -para decirlo en breve- da, mediante la virtud de la religión, el debido culto al único y verdadero Dios.

Este es un deber que obliga ante todo a cada uno en particular; pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana, ordenada con recíprocos vínculos sociales, ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios.

Nótese, además, que éste es un deber particular de los hombres en cuanto elevados por Dios al orden sobrenatural. Por ello, si consideramos a Dios como autor de la antigua Ley, vemos que también proclama preceptos rituales y determina cuidadosamente las normas que el pueblo debe observar al tributarle el legítimo culto. Y así, estableció diversos sacrificios y designó las ceremonias con que se debían ejecutar; determinó claramente lo que se refería al Arca de la Alianza, al Templo y a los días festivos; señaló la tribu sacerdotal y el sumo sacerdote; indicó y describió las vestiduras que habían de usar los ministros sagrados y todo lo demás relacionado con el culto divino.

Este culto, por lo demás, no era otra cosa sino la sombra del que en el Nuevo Testamento había de tributar el Sumo Sacerdote al Padre Celestial.

5. Efectivamente; apenas el Verbo se hizo carne se manifestó al mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Eterno Padre, que había de durar todo el tiempo de su vida: al entrar en el mundo, dice... Heme aquí que vengo... para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad!, acto que llevó a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la Cruz: Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo hecha una vez sola. Toda su actividad entre los hombres no tiene otro fin. Niño, es presentado en el Templo al Señor; adolescente, vuelve otra vez al lugar sagrado; más tarde, acude allí frecuentemente para instruir al pueblo y para orar. Antes de iniciar el ministerio público ayuna durante cuarenta días, y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos a orar día y noche. Como maestro de verdad alumbra a todo hombre, para que los mortales reconozcan, como deben, al Dios inmortal y no deserten para perderse, sino que sean fieles para salvar su alma. En cuanto Pastor gobierna su grey, la conduce a los pastos de vida y le da una ley que observar, a fin de que ninguno se separe de El y del camino recto que El ha trazado, sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su acción. En la última Cena, con solemne rito y preparación, celebra la nueva Pascua y provee a su continuación mediante la institución divina de la Eucaristía; al día siguiente, elevado entre el cielo y la tierra, ofrece el salvador Sacrificio de su vida, y de su pecho atravesado hace brotar en cierto modo los Sacramentos que distribuyen a las almas los tesoros de la Redención. Al hacerlo así, tiene como único fin la gloria del Padre y la santificación cada vez mayor del hombre.

Luego, al entrar en la sede de la eterna felicidad, quiere que el culto, instituido y tributado por El durante su vida terrena, continúe sin interrupción ninguna. Porque no ha dejado huérfano al género humano, sino que así como lo asiste siempre con su continuo y poderoso patrocinio, haciéndose en el cielo nuestro abogado ante el Padre, así también lo ayuda mediante su Iglesia, en la cual está indefectiblemente presente en el transcurso de los siglos, Iglesia que El ha constituido columna de la verdad y dispensadora de la gracia, y que con el sacrificio de la Cruz fundó, consagró y confirmó eternamente.

6. La Iglesia, por consiguiente, tiene de común con el Verbo Encarnado el fin, la obligación y la función de enseñar a todos la verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer a Dios el Sacrificio aceptable y grato, y restablecer así entre el Creador y la criatura aquella unión y armonía que el Apóstol de las Gentes indica claramente con estas palabras: Así que ya no sois extraños ni advenedizos; sino conciudadanos de los Santos y domésticos de Dios: pues estáis edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas, y unidos en Jesucristo, el cual es la principal piedra angular de la nueva Jerusalén: sobre quien, trabado todo el edificio, se alza para ser un templo santo del Señor; por él entráis también vosotros a ser parte de la estructura de este edificio, para llegar a ser morada de Dios, por medio del Espíritu Santo. Por eso la sociedad fundada por el Divino Redentor no tiene otro fin, ni con su doctrina y su gobierno, ni con el Sacrificio y los Sacramentos instituidos por El, ni finalmente con el ministerio que le ha confiado, con sus oraciones y su sangre, sino crecer y dilatarse cada vez más; y esto sucede cuando Cristo está como edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los mortales están como edificadas y dilatadas en Cristo, de manera que en este destierro terrenal se amplíe el templo donde la Divina Majestad recibe el culto grato y legítimo. Por lo tanto, en toda acción litúrgica, juntamente con la Iglesia, está presente su Divino Fundador: Jesucristo está presente en el augusto Sacrificio del altar, ya en la persona de su ministro, ya, principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los Sacramentos con la virtud que transfunde en ellos, para que sean instrumentos eficaces de santidad; está presente, finalmente, en las alabanzas y en las súplicas dirigidas a Dios, como está escrito: Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos. La Sagrada Liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de El, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros.

7. La acción litúrgica tiene principio con la misma fundación de la Iglesia. En efecto, los primeros cristianos perseveraban todos en oír las instrucciones de los Apóstoles y en la comunicación de la fracción del pan y en la oración. Dondequiera que los Pastores pueden reunir un núcleo de fieles, erigen un altar, sobre el que ofrecen el Sacrificio; y en torno a él se disponen otros ritos acomodados a la santificación de los hombres y a la glorificación de Dios. Entre estos ritos están, en primer lugar, los Sacramentos, o sea, las siete principales fuentes de salvación; después, la celebración de las alabanzas divinas, con las que los fieles, reunidos también, obedecen a las exhortaciones del Apóstol: Con toda sabiduría enseñándoos y animándoos unos a otros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando de corazón, bajo la gracia, a Dios; después, la lectura de la Ley, de los Profetas, del Evangelio y de las Cartas Apostólicas, y finalmente la homilía, con la cual el Presidente de la Asamblea recuerda y comenta útilmente los preceptos del Divino Maestro, los acontecimientos principales de su vida, y amonesta a todos los presentes con oportunas exhortaciones y ejemplo.

El culto se organiza y se desarrolla según las circunstancias y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos ritos, ceremonias y fórmulas, siempre con la misma intención: o sea, para que por estos signos nos estimulemos..., conozcamos el progreso por nosotros realizado y nos sintamos impulsados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el efecto es más digno si es más ardiente el afecto que lo precede. Así el alma se eleva más y mejor hacia Dios; así el sacerdocio de Jesucristo se mantiene siempre activo en la sucesión de los tiempos, ya que la Liturgia no es sino el ejercicio de este sacerdocio. Lo mismo que su Cabeza divina, también la Iglesia asiste continuamente a sus hijos, los ayuda y los exhorta a la santidad, para que, adornados con esta dignidad sobrenatural, puedan un día volver al Padre que está en los cielos. Ella regenera dando vida celestial a los nacidos a la vida terrenal, los fortifica con el Espíritu Santo para la lucha contra el enemigo implacable; llama a los cristianos en torno a los altares, y con insistentes invitaciones les anima a celebrar y tomar parte en el Sacrificio Eucarístico, y los nutre con el pan de los Angeles, para que estén cada vez más fuertes; purifica y consuela a los que el pecado hirió y manchó; consagra con rito legítimo a los que por divina vocación son llamados al ministerio sacerdotal; da nuevo vigor al casto matrimonio de los destinados a fundar y constituir la familia cristiana; y, después de haberlos confortado y restaurado con el Viático Eucarístico y la Sagrada Unción en sus últimas horas de vida terrenal, acompaña al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los sepulta religiosamente, los protege al amparo de la Cruz, para que puedan un día resurgir triunfantes de la muerte; bendice con particular solemnidad a cuantos dedican su vida al servicio divino, para lograr la perfección religiosa; y extiende su mano en socorro de las almas que en las llamas del purgatorio imploran oraciones y sufragios, para conducirlas finalmente a la eterna y feliz bienaventuranza.

 

B) culto interno y externo

8. Todo el conjunto del culto que la Iglesia tributa a Dios debe ser interno y externo. Es externo porque lo pide la naturaleza del hombre compuesto de alma y de cuerpo; porque Dios ha dispuesto que conociéndole por medio de las cosas visibles, seamos llevados al amor de las cosas invisibles; porque todo lo que sale del alma se expresa naturalmente por los sentidos; además, porque el culto divino pertenece, no sólo al individuo, sino también a la colectividad humana, y, por consiguiente, es necesario que sea social, lo cual es imposible, en el ámbito religioso, sin vínculos y manifestaciones exteriores; y, finalmente, porque es un medio que pone particularmente de relieve la unidad del Cuerpo Místico, acrecienta sus santos entusiasmos, consolida sus fuerzas e intensifica su acción; aunque, en efecto, las ceremonias no contengan en sí ninguna perfección y santidad, sin embargo, son actos externos de religión que, como signos, estimulan el alma a la veneración de las cosas sagradas, elevan la mente a las realidades sobrenaturales, nutren la piedad, fomentan la caridad, acrecientan la fe, robustecen la devoción, instruyen a los sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y distinguen a los verdaderos cristianos de los falsos y de los heterodoxos.

Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente a El, para que en El, con El y por El se de gloria al Padre. La Sagrada Liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos; y no se cansa de repetirlo, cada vez que prescribe un acto de culto externo. Así, por ejemplo, a propósito del ayuno nos exhorta: Para que nuestra abstinencia obre en lo interior lo que exteriormente profesa. De otra suerte, la religión se convierte en un formalismo sin fundamento y sin contenido. Vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que el Divino Maestro estima indignos del sagrado templo y arroja de él a quienes creen honrar a Dios sólo con el sonido de frases bien hechas y con posturas teatrales, y están persuadidos de poder muy bien mirar por su salvación eterna sin desarraigar del alma los vicios inveterados. La Iglesia, por consiguiente, quiere que todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere que las muchedumbres, como los niños que salieron, con alegres aclamaciones, al encuentro de Jesucristo cuando entraba en Jerusalén, ensalcen y acompañen al Rey de los Reyes y al Sumo Autor de todo bien con el canto de gloria y de gratitud; quiere que en sus labios haya plegarias, unas veces suplicantes, otras de alegría y gratitud, con las cuales, como los Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de su misericordia y de su poder; o como Pedro en el monte Tabor, se entreguen a sí mismos y en todas sus cosas a Dios, en las místicas luces e inspiraciones de una feliz contemplación.

9. No tienen, pues, noción exacta de la Sagrada Liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la Jerarquía Eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos. Quede, por consiguiente, bien claro para todos que no se puede honrar dignamente a Dios si el alma no se eleva a conseguir la perfección en la vida, y que el culto tributado a Dios por la Iglesia, unida a su Cabeza divina, tiene la máxima eficacia de santificación.

Esta eficacia, cuando se trata del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí misma (ex opere operato). Pero, si se considera la actividad propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna con plegarias y sagradas ceremonias el Sacrificio Eucarístico y los Sacramentos, o cuando se trata de los Sacramentales y de otros ritos instituidos por la Jerarquía Eclesiástica, entonces la eficacia se deriva más bien de la acción de la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiae), en cuanto es santa y obra siempre en íntima unión con su Cabeza.

A este propósito, Venerables Hermanos, deseamos que dirijáis vuestra atención a las nuevas teorías sobre la piedad objetiva, las cuales, con el empeño de poner en evidencia el misterio del Cuerpo Místico, la realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los Sacramentos y del Sacrificio Eucarístico, tratan de menospreciar la piedad subjetiva o personal, y aun prescindir completamente de ella.

En las celebraciones litúrgicas, y particularmente en el augusto Sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra Redención y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día en los Sacramentos y en su Sacrificio y, por su medio, continuamente purifica y consagra a Dios el género humano. Tienen éstos, por consiguiente, una virtud objetiva, con la cual, de hecho, hacen partícipes a nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Ellos tienen, pues, por divina virtud y no por la nuestra, la eficacia de unir la piedad de los miembros con la piedad de la Cabeza, y de hacerla, en cierto modo, una acción de toda la comunidad. De estos profundos argumentos concluyen algunos que toda la piedad cristiana debe concentrarse en el misterio del Cuerpo Místico de Cristo, sin ninguna consideración personal y subjetiva; y creen, por esto, que se deben descuidar las otras prácticas religiosas no estrictamente litúrgicas o ejecutadas fuera del culto público.

Pero todos pueden observar que estas conclusiones sobre las dos especies de piedad, aunque los principios arriba mencionados sean magníficos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.

10. Es verdad que los Sacramentos y el Sacrificio del altar gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo Místico; mas, para tener la debida eficacia, exigen las buenas disposiciones de nuestra alma. Por eso, a propósito de la Eucaristía, amonesta San Pablo: Por tanto examínese a sí mismo el hombre: y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Por eso la Iglesia, breve y claramente, llama a todos los ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente durante la Cuaresma, defensas de la milicia cristiana; son, efectivamente, la acción de los miembros que, con auxilio de la gracia, quieren adherirse a su Cabeza, para que se nos manifieste -repetimos las palabras de San Agustín- en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia. Pero conviene notar que estos miembros son vivos, dotados de razón y voluntad propia; por eso es necesario que ellos mismos, acercando sus labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo que pueda impedir su eficacia. Ha de afirmarse, pues, que la obra de la Redención, independiente por sí misma de nuestra voluntad, requiere el íntimo esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna salvación.

Si la piedad privada e interna de los individuos descuidase el augusto Sacrificio del altar y los Sacramentos, y se sustrajese al influjo salvador que emana de la Cabeza a los miembros, sería, sin duda alguna, cosa reprobable y estéril; pero, cuando todos los métodos y ejercicios de piedad, no estrictamente litúrgicos, fijan la mirada del alma en los actos humanos únicamente para enderezarlos al Padre que está en los cielos, para estimular saludablemente a los hombres a la penitencia y al temor de Dios, y, arrancándolos de los atractivos del mundo y de los vicios, conducirlos felizmente por el arduo camino a la cumbre de la santidad, entonces son no sólo sumamente loables, sino hasta necesarios, porque descubren los peligros de la vida espiritual, nos incitan a la adquisición de las virtudes y aumentan el fervor con que debemos dedicarnos todos al servicio de Jesucristo. La genuina piedad, que el Angélico llama devoción y que es el acto principal de la virtud de la religión -con el cual los hombres se ordenan rectamente y se dirigen convenientemente hacia Dios, y gustosa y espontáneamente se consagran a cuanto se refiere al culto divino-, tiene necesidad de la meditación de las realidades sobrenaturales y de las prácticas de piedad, para alimentarse, estimularse y vigorizarse, y para animarnos a la perfección. Porque la religión cristiana, debidamente practicada, requiere sobre todo que la voluntad se consagre a Dios e influya en las otras facultades del alma. Pero todo acto de la voluntad presupone el ejercicio de la inteligencia; y, antes de que se conciba el deseo y el propósito de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente indispensable el conocimiento de los argumentos y de los motivos que hacen necesaria la religión: como, por ejemplo, el fin último del hombre y la grandeza de la divina Majestad, el deber de la sujeción al Creador, los tesoros inagotables del amor con que El quiso enriquecernos, la necesidad de la gracia para llegar a la meta señalada, y el camino particular que la divina Providencia nos ha preparado, uniéndonos a todos, como miembros de un Cuerpo, con Jesucristo Cabeza. Y puesto que no siempre los motivos del amor hacen mella en el alma agitada por las pasiones, es muy oportuno que nos impresione también la saludable consideración de la divina justicia para reducirnos a la humildad cristiana, a la penitencia y a la enmienda.

11. Todas estas consideraciones no tienen que ser una vacía y abstracta reminiscencia, sino que deben tender efectivamente a someter nuestros sentidos y sus facultades a la razón iluminada por la fe, a purificar el alma que se une cada día más íntimamente a Cristo, y cada vez más se conforma a El, y por El obtiene la inspiración y la fuerza divina de que ha menester; y a fin de que sirvan a los hombres de estímulo, cada vez más eficaz, para el bien, la fidelidad al propio deber, la práctica de la religión y el ferviente ejercicio de la virtud, es necesario tener presente esta enseñanza: Vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios. Sea, pues, todo orgánico y, por decirlo así, teocéntrico, si queremos de verdad que todo se enderece a la gloria de Dios por la vida y la virtud que nos viene de nuestra Cabeza divina: Esto supuesto, hermanos, teniendo la firme esperanza de entrar en el santuario [del cielo] por la sangra de Cristo, con la cual nos abrió camino nuevo y de vida para entrar a través del velo, esto es, por su carne, teniendo asimismo al gran sacerdote Jesucristo constituido sobre la casa de Dios, lleguémonos con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del bautismo, mantengamos inconcusa la esperanza que hemos confesado... y animémonos mutuamente para excitarnos a la caridad y a las buenas obras.

De esto se deriva el armonioso equilibrio de los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe católica, con la exhortación a la observancia de los preceptos cristianos, la Iglesia prepara el camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora; nos dispone a una más íntima contemplación de la vida del Divino Redentor y nos conduce a un conocimiento más profundo de los misterios de la fe, para recabar de ellos el alimento sobrenatural y la fuerza para un seguro progreso en la vida perfecta, por medio de Jesucristo. No sólo por obra de sus ministros, sino también por la de cada uno de los fieles imbuidos de este modo en el espíritu de Jesucristo, la Iglesia se esfuerza por compenetrar con este mismo espíritu la vida y la actividad privada, conyugal, social y aun económica y política de los hombres, para que todos los que se llaman hijos de Dios puedan conseguir más fácilmente su fin.

12. De esta suerte la acción privada y el esfuerzo ascético dirigido a la purificación del alma estimulan la energía de los fieles y los disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto Sacrificio del altar, a recibir los Sacramentos con mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de manera que salgan de ellos más animados y formados para la oración y cristiana abnegación, para corresponder activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia y para imitar cada día más las virtudes del Redentor, no sólo en su propio provecho, sino también en el de todo el cuerpo de la Iglesia, en el cual todo el bien que se hace proviene de la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio de los miembros.

Por eso en la vida espiritual no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las almas para continuar nuestra redención, y la efectiva colaboración del hombre, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de los Sacramentos, que proviene ex opere operato, y el mérito del que los administra o los recibe, acto que suele llamarse opus operantis; entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la buena conducta y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y de legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo sagrado ministerio.

Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos que, en determinados tiempos, atiendan a la devota meditación, al diligente examen y enmienda de la conciencia y a los demás ejercicios espirituales, porque ellos están especialmente destinados a realizar las funciones litúrgicas del Sacrificio y de la alabanza divina. Sin duda alguna, la oración litúrgica, al ser oración pública de la ínclita Esposa de Jesucristo, tiene una dignidad mayor que las oraciones privadas; pero esta superioridad no quiere decir que entre estos dos géneros de oración haya contraste u oposición. Los dos se funden y se armonizan, porque están animados por un espíritu único: todo y en todos Cristo, y tienden al mismo fin: hasta que se forme en nosotros Cristo.

 

C) la Liturgia, regulada

por la Jerarquía

13. Para mejor entender, pues, la Sagrada Liturgia, es necesario considerar otro de sus importantes caracteres.

La Iglesia es una sociedad, y por eso exige una autoridad y jerarquía propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo Místico participan de los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan del mismo poder ni están capacitados para realizar las mismas acciones. De hecho, el Divino Redentor ha establecido su reino sobre los fundamentos del Orden sagrado, que es un reflejo de la Jerarquía celestial.

Sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha conferido la potestad sacerdotal; y en virtud de ella, así como representan ante el pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante Dios. Este sacerdocio no se transmite ni por herencia ni por descendencia carnal, ni nace de la comunidad cristiana, ni es delegación del pueblo. Antes de representar al pueblo ante Dios, el sacerdote tiene la representación del Divino Redentor, y, dado que Jesucristo es la Cabeza de aquel Cuerpo del que los cristianos son miembros, representa también a Dios ante su pueblo. Por consiguiente, la potestad que se le ha conferido nada tiene de humano en su naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros..., el que os escucha a vosotros, me escucha a mí..., id por todo el mundo: predicad el evangelio a todas las criaturas; el que creyere y se bautizare, se salvará.

Por eso el sacerdocio externo y visible de Jesucristo se transmite en la Iglesia, no de manera universal, genérica e indeterminada, sino que es conferido a los individuos elegidos, con la generación espiritual del Orden, uno de los siete Sacramentos, el cual confiere, no sólo una gracia particular, propia de este estado y oficio, sino también un carácter indeleble que a los sagrados ministros los asemeja a Jesucristo sacerdote, haciéndolos aptos para ejecutar aquellos legítimos actos de religión con que se santifican los hombres y Dios es glorificado, según las exigencias de la economía sobrenatural.

En efecto, así como el Bautismo distingue a los cristianos y los separa de los que no han sido purificados en las aguas regeneradoras ni son miembros de Jesucristo, así también el Sacramento del Orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no dotados de este carisma, porque sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos en el augusto ministerio que los destina a los sagrados altares y los constituye en instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa de la vida sobrenatural con el Cuerpo Místico de Jesucristo. Además, como ya hemos dicho, sólo ellos son los señalados con el carácter indeleble que los asemeja al sacerdocio de Cristo, y sólo sus manos son las consagradas para que sea bendito todo lo que ellas bendigan, y todo lo que ellas consagren sea consagrado y santificado en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. A los sacerdotes, pues, ha de recurrir todo el que quiera vivir en Cristo, para de ellos recibir el consuelo y el alimento de la vida espiritual, la medicina saludable que lo cure y lo vigorice, y para resurgir felizmente de la perdición y de la ruina de los vicios; de ellos finalmente, recibirá la bendición que consagra la familia, y por ellos también el último aliento de la vida mortal será dirigido al ingreso en la eterna bienaventuranza.

14. Dado, pues, que la Sagrada Liturgia es ejercida sobre todo por los sacerdotes en nombre de la Iglesia, su organización, su reglamentación y su forma no pueden depender sino de la Autoridad Eclesiástica. Esto no sólo es una consecuencia de la naturaleza misma del culto cristiano, sino que está confirmado por el testimonio de la historia.

Este inconcuso derecho de la Jerarquía Eclesiástica se prueba también por el hecho de que la Sagrada Liturgia está íntimamente unida con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone como parte integrante de verdades certísimas, y, por consiguiente, tiene que conformarse a los dictámenes de la fe católica, proclamados por la autoridad del Magisterio supremo, para tutelar la integridad de la religión por Dios revelada.

A este propósito, Venerables Hermanos, juzgamos necesario precisar bien algo que creemos no os sea desconocido: Nos referimos al error y engaño de los que han pretendido que la Liturgia era como una comprobación del dogma, de tal manera que si una de estas verdades hubiera producido, a través de los ritos de la Sagrada Liturgia, frutos de piedad y de santidad, la Iglesia hubiese tenido que aprobarla, y en el caso contrario, reprobarla. De ahí aquel principio: La ley de la oración es ley de la fe (Lex orandi, lex credendi).

No es, sin embargo, esto lo que enseña o manda la Iglesia. El culto que tributa a Dios es, como breve y claramente dice San Agustín, una continua profesión de fe católica y un ejercicio de la esperanza y de la caridad: Dios debe ser honrado con la fe, la esperanza y la caridad. En la Sagrada Liturgia hacemos explícita y manifiesta profesión de fe católica, no sólo con la celebración de los misterios divinos, con la consumación del Sacrificio y la administración de los Sacramentos; sino también con el rezo y canto del Símbolo de la fe, que es como la insignia y distintivo de los cristianos, con la lectura de otros documentos y de las Sagradas Escrituras, escritas por inspiración del Espíritu Santo. Luego toda la Liturgia tiene un contenido de fe católica, en cuanto que testimonia públicamente la fe de la Iglesia.

Por este motivo, cuando se ha tratado de definir un dogma, los Sumos Pontífices y los Concilios, recurriendo a las llamadas Fuentes teológicas, muchas veces han deducido también argumentos de esta sagrada disciplina; como lo hizo, por ejemplo, Nuestro Predecesor, de i. m., Pío IX, cuando definió la Inmaculada Concepción de la Virgen María. De la misma manera también la Iglesia y los Santos Padres, cuando se discutía sobre una verdad controvertida o puesta en duda, nunca dejaron de pedir luz a los ritos venerables transmitidos por la antigüedad. De ahí el conocido y venerable adagio: "La ley de la oración determine la ley de la fe" (Legem credendi lex statuat supplicandi). La Liturgia, por consiguiente, no determina ni constituye, en sentido absoluto y por virtud propia, la fe católica; sino más bien, siendo como es una profesión de las verdades divinas, profesión sujeta al Supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios de no escaso valor para aclarar un punto determinado de la doctrina cristiana. Por lo tanto, si queremos distinguir y determinar de manera general y absoluta las relaciones que existen entre fe y Liturgia, se puede con razón afirmar que la ley de la fe debe establecer la ley de la oración. Lo mismo hay que decir también cuando se trata de las otras virtudes teologales: En la... fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre con deseo continuo.

 

D) progreso y desarrollo

15. La Jerarquía Eclesiástica ha ejercitado siempre este su derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto divino y enriqueciéndolo con esplendor y decoro cada vez mayor para gloria de Dios y bien de los hombres. Tampoco ha vacilado, por otra parte -dejando a salvo la substancia del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos- en cambiar lo que no estaba en consonancia y añadir lo que parecía contribuir más al honor de Jesucristo y de la augusta Trinidad y a la instrucción y saludable estímulo del pueblo cristiano.

Efectivamente, la Sagrada Liturgia consta de elementos humanos y divinos: mas éstos no pueden ser alterados por los hombres, ya que han sido instituidos por el Divino Redentor; aquéllos, en cambio, con aprobación de la Jerarquía Eclesiástica asistida por el Espíritu Santo, pueden experimentar modificaciones diversas, según lo exijan los tiempos, las cosas y las almas. De aquí procede la magnífica diversidad de los ritos orientales y occidentales; de aquí el progresivo desarrollo de particulares costumbres religiosas y de prácticas de piedad, de las que había tan sólo ligeros indicios en tiempos precedentes; débese a esto el que a veces se vuelvan a emplear y renovar usos piadosos que el tiempo había borrado. Todo esto atestigua la vida de la inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos siglos; esto expresa el sacro lenguaje empleado por ella para manifestar a su divino Esposo su fe y su amor inagotables y los de las personas a ella confiadas; esto demuestra su sabia pedagogía para estimular y acrecentar en los creyentes el sentido de Cristo.

En realidad no son pocas las causas por las cuales se desarrolla y desenvuelve el progreso de la Sagrada Liturgia durante la larga y gloriosa historia de la Iglesia.

16. Así, por ejemplo, una formulación más segura y más amplia de la doctrina católica sobre la Encarnación del Verbo de Dios, sobre el Sacramento y el Sacrificio Eucarístico, sobre la Virgen María Madre de Dios, ha contribuido a la adopción de nuevos ritos por medio de los cuales aquella luz, que había brillado con más esplendor en la declaración del Magisterio Eclesiástico, se refleja mejor y con más claridad en las acciones litúrgicas, para llegar con mayor facilidad a la mente y al corazón del pueblo cristiano.

El desarrollo ulterior de la disciplina eclesiástica en lo que toca a la administración de los Sacramentos, por ejemplo, de la Penitencia; la institución, y más tarde la desaparición del catecumenado; la Comunión Eucarística bajo una sola especie en la Iglesia Latina, han contribuido no poco a la modificación de los ritos antiguos y a la gradual adopción de otros nuevos y más adecuados a las nuevas disposiciones de la disciplina.

A esta evolución y a estos cambios han contribuido notablemente las iniciativas y las prácticas de piedad no íntimamente unidas a la Sagrada Liturgia, nacidas en épocas sucesivas por disposición admirable del Señor y tan difundidas entre el pueblo, como, por ejemplo, el culto más extenso y fervoroso de la divina Eucaristía, de la pasión acerbísima de nuestro Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su castísimo Esposo.

Entre las circunstancias exteriores contribuyeron también las públicas peregrinaciones de devoción a los sepulcros de los mártires, la observancia de especiales ayunos instituidos con el mismo fin, las procesiones estacionales de penitencia que en esta alma Ciudad se tenían, y en las cuales intervenía no pocas veces el Sumo Pontífice.

Se comprende también fácilmente de qué manera el progreso de las bellas artes, en especial de la arquitectura, la pintura y la música, haya influido en la determinación y la diversa conformación de los elementos exteriores de la Sagrada Liturgia.

La Iglesia se sirvió de su derecho para tutelar la santidad del culto contra los abusos que temeraria e imprudentemente iban introduciendo personas privadas e iglesias particulares. Así sucedió durante el siglo XVI, en el que, multiplicándose tales costumbres y usanzas, y poniendo las iniciativas privadas en peligro la integridad de la fe y de la piedad con grande ventaja de los herejes y de sus errores, Nuestro Predecesor, de i. m., Sixto V, para proteger los ritos legítimos de la Iglesia e impedir infiltraciones espúreas, estableció en 1588 la Congregación de Ritos, a la que hasta hoy corresponde ordenar y determinar con cuidado y vigilancia todo lo que atañe a la Sagrada Liturgia.

 

E) no al arbitrio de cada uno

17. Por eso el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados; los Obispos, por su parte, tienen el derecho y el deber de vigilar con diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones referentes al culto divino sean observadas con exactitud. No es posible dejar al arbitrio de cada uno, aunque se trate de miembros del Clero, las cosas santas y venerables relacionadas con la vida religiosa de la comunidad cristiana, con el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y el culto divino, con el honor debido a la Trinidad Santísima, al Verbo Encarnado, a su augusta Madre y a los demás santos, y con la salvación de los hombres; por la misma causa a nadie se le permite regular en esta materia aquellas acciones externas, íntimamente ligadas con la disciplina eclesiástica, con el orden, la unidad y la concordia del Cuerpo Místico, y no pocas veces con la integridad misma de la fe católica.

La Iglesia, en realidad, es un organismo vivo, y por eso crece, se desarrolla y evoluciona también en lo que toca a la Sagrada Liturgia, adaptándose a las circunstancias y a las exigencias que se presentan en el transcurso del tiempo y acomodándose a ellas; pero, a pesar de ello, hay que reprobar severamente la temeraria osadía de quienes introducen intencionadamente nuevas costumbres litúrgicas o hacen renacer ritos ya desusados y que no están de acuerdo con las leyes y rúbricas vigentes. No sin gran dolor venimos a saber, Venerables Hermanos, que así sucede en cosas, no sólo de poca, sino también de gravísima importancia; efectivamente, no falta quien use la lengua vulgar en la celebración del Sacrificio Eucarístico, quien traslade fiestas -fijadas ya por estimables razones- a una fecha diversa, quien excluya de los libros aprobados para las oraciones públicas las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, teniéndolas por poco apropiadas y oportunas para nuestros días.

El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de la Iglesia, es un claro y hermoso signo de la unidad y un antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina. Esto no impide que el empleo de la lengua vulgar, en muchos ritos, efectivamente, pueda ser muy útil para el pueblo; pero la Sede Apostólica es la única que tiene facultad para autorizarlo, y por eso nada se puede hacer en este punto sin contar con su juicio y aprobación, porque, como dejamos dicho, es de su exclusiva competencia la ordenación de la Sagrada Liturgia.

18. Con la misma medida deben ser juzgados los conatos de algunos que tratan de resucitar ciertos antiguos ritos y ceremonias. La Liturgia de los tiempos pasados merece ser venerada sin duda ninguna; pero una costumbre antigua no es ya solamente por su antigüedad lo mejor, tanto en sí misma cuando en relación con los tiempos sucesivos y las condiciones nuevas. También son dignos de estima y respeto los ritos litúrgicos más recientes, porque han surgido bajo el influjo del Espíritu Santo que está con la Iglesia siempre, hasta la consumación de los siglos, y son medios de los que la ínclita Esposa de Jesucristo se sirve para estimular y procurar la santidad de los hombres.

Es, en verdad, cosa prudente y digna de toda loa el volver de nuevo con la inteligencia y el espíritu a las fuentes de la Sagrada Liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y exactitud en el sentido de las ceremonias; pero, ciertamente, no es prudente y loable el reducirlo todo, y ello sea como sea, a lo antiguo. Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere hacer desaparecer en las imágenes del Redentor Crucificado los dolores acerbísimos que El ha sufrido; quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque esté conforme con las normas promulgadas por la Santa Sede.

Así como ningún católico sensato puede rechazar las fórmulas de la doctrina cristiana compuestas y decretadas con grande utilidad por la Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en épocas recientes, para volver a las fórmulas de los antiguos concilios, ni puede repudiar las leyes vigentes para retornar a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho Canónico; así, cuando se trata de la Sagrada Liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias. Tal manera de pensar y de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores que un día provocaron aquel conciliábulo, y los que de él se siguieron, con gran daño de las almas, y que la Iglesia, guardiana vigilante del depósito de la fe que le ha sido confiado por su Divino Fundador, justamente condenó. En efecto; deplorables propósitos e iniciativas tienden a paralizar la acción santificadora con la cual la Sagrada Liturgia dirige al Padre saludablemente sus hijos de adopción.

Por eso, hágase todo dentro de la necesaria unión con la Jerarquía Eclesiástica. No se arrogue ninguno el derecho a ser ley para sí y a imponerla a los otros por su voluntad. Tan sólo el Sumo Pontífice, como sucesor de Pedro, a quien el Divino Redentor confió su rebaño universal, y los Obispos, a quienes bajo la obediencia a la Sede Apostólica el Espíritu Santo... ha instituido... para apacentar la Iglesia de Dios, tienen el derecho y el deber de gobernar al pueblo cristiano. Por eso, Venerables Hermanos, siempre que defendéis vuestra autoridad -a veces con severidad saludable- no sólo cumplís con vuestro deber, sino que cumplís la voluntad del mismo Fundador de la Iglesia.

 

II. EL CULTO EUCARISTICO

 

A) "Sacrificio"

19. El misterio de la Sagrada Eucaristía, instituida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y, por voluntad de El, constantemente renovada por sus ministros, es como el compendio y centro de la religión cristiana. Tratándose del punto más alto de la Sagrada Liturgia, creemos oportuno, Venerables Hermanos, detenernos un poco y llamar vuestra atención sobre argumento de tan grande importancia.

Cristo Nuestro Señor, sacerdote sempiterno, según el orden de Melquisedec, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, en la última cena, en la noche en que se le traicionaba, para dejar a la Iglesia, su amada Esposa, un sacrificio visible -como la naturaleza de los hombres pide- que fuese representación del Sacrificio cruento que había de llevarse a efecto en la Cruz y para que permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su virtud salvadora para remisión de nuestros pecados cotidianos..., ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre, bajo las especies del pan y del vino, y las dio a los Apóstoles, constituidos entonces sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que bajo estas mismas especies lo recibiesen, al mismo tiempo que les ordenaba a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio que lo ofreciesen.

20. El augusto Sacrificio del altar no es, por lo tanto, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la Cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, víctima gratísima. Una... y la misma es la víctima; lo mismo que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes se ofreció entonces en la Cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso.

Idéntico, pues, es el sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona es representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, se asemeja al Sumo Sacerdote y tiene el poder de obrar en virtud y en persona del mismo Cristo; por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, presta a Cristo su lengua y le alarga su mano.

Idéntica también es la víctima, esto es, el Redentor Divino, según su naturaleza humana y en la realidad de su cuerpo y de su sangre. Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto: en la Cruz El se ofreció a Dios totalmente y con todos sus sufrimientos, y esta inmolación de la víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana la muerte no tendrá ya dominio sobre El, y por eso la efusión de la sangre es imposible; pero la divina sabiduría ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la transubstanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima.

Idénticos, finalmente, son los fines, de los que es el primero la glorificación de Dios. Desde su nacimiento hasta su muerte, Jesucristo ardió en el celo de la gloria divina; y, desde la Cruz, la oferta de su sangre subió al cielo en olor de suavidad. Y para que este himno jamás termine, los miembros se unen en el Sacrificio Eucarístico a su Cabeza divina, y con El, con los Angeles y Arcángeles, cantan a Dios alabanzas perennes, dando al Padre Omnipotente todo honor y gloria.

El segundo fin es dar gracias a Dios. El Divino Redentor, como Hijo predilecto del Eterno Padre cuyo inmenso amor conocía, es el único que pudo dedicarle un digno himno de acción de gracias. Esto es lo que pretendió y deseó, dando gracias en la última cena; y no cesó de hacerlo en la Cruz, ni cesa jamás en el augusto Sacrificio del altar, que significa acción de gracias o acción eucarística; y esto, porque digno y justo es, en verdad, debido y saludable.

El tercer fin es la expiación y la propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios Omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por eso quiso El inmolarse en la cruz víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo. Asimismo, se ofrece todos los días sobre los altares por nuestra redención, para que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos en la grey de los elegidos. Y esto no sólo por nosotros, los que vivimos aún esta vida mortal, sino también por todos los que descansan en Cristo... que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz, porque, tanto vivos como muertos, no nos separamos, sin embargo, del único Cristo.

El cuarto fin es la impetración. El hombre, hijo pródigo, ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre Celestial, y así se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero, desde la Cruz, Jesucristo, ofreciendo plegarias y súplicas, con grande clamor y lágrimas... fue oído en vista de su reverencia, y en los sagrados altares ejerce la misma eficaz mediación, a fin de que seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones.

21. Así se comprende fácilmente la razón por la cual afirma el sacrosanto Concilio Tridentino que, mediante el Sacrificio Eucarístico, se nos aplica la virtud salvadora de la Cruz, para remisión de nuestros pecados cotidianos.

Y el Apóstol de las Gentes, al declarar la superabundante plenitud y perfección del Sacrificio de la Cruz, proclama que Cristo, con una sola ofrenda, procuró para siempre la perfección a los que ha santificado. En efecto, los méritos infinitos e inmensos de este Sacrificio no tienen límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque en él el sacerdote y la víctima es el Dios-Hombre; porque su inmolación, igual que su obediencia a la voluntad del Padre Eterno, fue perfectísima, y porque quiso morir como Cabeza del género humano: Mira cómo ha sido tratado nuestro Salvador: pende Cristo en la Cruz; mira a qué precio compró...: ha vertido su sangre. Compró con su sangre, con la sangre del Cordero inmaculado, con la sangre del único Hijo de Dios... Quien compra es Cristo; el precio es la sangre; la posesión, el mundo todo.

Sin embargo, este rescate no obtuvo inmediatamente su efecto pleno; es menester que Cristo, después de haber rescatado al mundo con el copiosísimo precio de sí mismo, entre en la posesión real y efectiva de las almas. Por todo esto, para que se lleve a cabo y sea grata a Dios la redención y salvación de todos los individuos y de las generaciones venideras hasta el fin de los siglos, es de necesidad absoluta que todos tomen contacto vital con el Sacrificio de la Cruz, y así los méritos que de él se derivan les serán transmitidos y aplicados. Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación que llenó con su sangre, por El vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados.

Por eso, para que todos los pecadores se purifiquen en la sangre del Cordero, es necesaria su propia colaboración. Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado a todo el género humano con el Padre por medio de su muerte cruenta, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen llevados a la Cruz por medio de los Sacramentos y por medio del Sacrificio de la Eucaristía, para poder obtener los frutos de salvación en la misma Cruz por El ganados. Con esta participación actual y personal, de la misma manera que los miembros se asemejan cada día más a la Cabeza divina, así también la salvación que viene de la Cabeza afluye a los miembros, de manera que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo: Estoy clavado en la Cruz juntamente con Cristo, y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. Porque, como en otra ocasión hemos dicho de propósito y ampliamente, Jesucristo, "mientras moría en la Cruz, concedió a su Iglesia el inmenso tesoro de la Redención, sin que Ella pusiese nada de su parte; en cambio, cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación, sino que desea también que de ella provenga en alguna manera".

El augusto Sacramento del altar es un insigne instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que se derivan de la Cruz del Divino Redentor: Cuantas veces se celebra la memoria de este Sacrificio renuévase la obra de nuestra Redención. Y esto, lejos de disminuir la dignidad del Sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio de Trento, su grandeza, y proclama su necesidad. Al ser renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo; que Dios quiere la continuación de este Sacrificio desde levante a poniente, para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Creador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de la sangre del Redentor para borrar los pecados que ofenden a su justicia.

 

B) participación de los fieles

22. Conviene, pues, Venerables Hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico; y eso, no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo y divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, según aquello del Apóstol: Tened en vosotros los mismos sentimientos que animaban a Cristo Jesús; y ofrezcan aquel Sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos.

Jesucristo, en verdad, es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para Sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano; igualmente, El es víctima, pero para nosotros, al ofrecerse a Sí mismo en vez del hombre sujeto a la culpa. Pues bien; aquello del Apóstol, tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, por fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: Estoy clavado en la Cruz juntamente con Cristo.

Ahora bien; por el hecho de que los fieles cristianos participan en el Sacrificio Eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal. Y por cierto es muy necesario que expliquéis claramente esto a vuestra grey.

Pues hay en la actualidad, Venerables Hermanos, quienes, acercándose a errores ya condenados, dicen que en el Nuevo Testamento sólo se entiende con el nombre de sacerdocio aquel que atañe a todos los bautizados; y que el precepto que Jesucristo dio a los Apóstoles en su última cena, de hacer lo que El mismo había hecho, se refiere directamente a todo el conjunto de los fieles; y que sólo más adelante se introdujo el sacerdocio jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal, y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad. Por eso juzgan que el Sacrificio Eucarístico es una estricta concelebración, y opinan que es más conveniente que los sacerdotes concelebren rodeados de los fieles, que no que ofrezcan privadamente el Sacrificio sin asistencia del pueblo.

No hay para qué explanar lo que esos capciosos errores se oponen a aquellas verdades ya antes establecidas, al tratar del grado que ocupaba el sacerdote en el Cuerpo Místico de Cristo. Creemos, sin embargo, necesario recordar que el sacerdote representa al pueblo sólo porque representa a la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece; y que, por consiguiente, se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo. El pueblo, por lo contrario, puesto que de ninguna manera representa la persona del Divino Redentor, ni es mediador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede gozar del derecho sacerdotal.

23. Todo esto consta con certeza de fe; empero hay que afirmar también que los fieles cristianos ofrecen la hostia divina, pero bajo otro aspecto.

Lo declararon ya amplísimamente algunos de Nuestros Antecesores y de los Doctores de la Iglesia. No sólo -así habla Inocencio III, de i. m.- ofrecen el Sacrificio los sacerdotes, sino también todos los fieles; pues lo que se realiza especialmente por el ministerio de los sacerdotes, se obra universalmente por la oblación de los fieles. Y Nos place aducir al menos uno de los múltiples dichos de San Roberto Belarmino a este propósito: El Sacrificio, dice, se ofrece principalmente en la persona de Cristo. Así, pues, esa oblación que sigue inmediatamente a la consagración es como una testificación de que toda la Iglesia concuerda con la oblación hecha por Cristo y de que ofrece el Sacrificio juntamente con El.

Los ritos y las oraciones del Sacrificio Eucarístico no menos claramente significan y muestran que la oblación de la víctima la hace el sacerdote juntamente con el pueblo. Y así, no solamente el ministro sagrado, después de haber ofrecido el pan y el vino, dice explícitamente, vuelto hacia el pueblo: Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable ante Dios Padre todopoderoso; sino que, además, las súplicas con que se ofrece a Dios la hostia divina las más de las veces se pronuncian en número plural, y en ellas, más de una vez, se indica que el pueblo participa también en este Augusto Sacrificio, en cuanto que él también lo ofrece. Así, por ejemplo, se dice: por los cuales te ofrecemos o ellos mismos te ofrecen... Rogámoste, pues, Señor, recibas propicio esta ofrenda de tus siervos y también de todo tu pueblo... Nosotros, tus siervos, y tu pueblo santo..., ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus propios dones y dádivas, la Hostia pura, la Hostia santa, la Hostia inmaculada.

Ni es de admirar que los fieles sean elevados a tal dignidad, pues por el Bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo sacerdote, y por el carácter que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, según su condición, del sacerdocio del mismo Cristo.

24. En la Iglesia Católica la razón humana, iluminada por la fe, se ha afanado siempre por alcanzar el mayor conocimiento posible de las cosas divinas. Es, pues, muy puesto en razón que el pueblo cristiano pregunte piadosamente en qué sentido en el canon del Sacrificio Eucarístico se dice que él mismo también lo ofrece. Para satisfacer a tal deseo expondremos este punto breve y compendiosamente.

Hay, en primer lugar, razones más bien remotas: a saber, la de que frecuentemente sucede que los fieles que asisten a los sagrados ritos alternan sus preces con las del sacerdote; la de que algunas veces acaece también -cosa que antiguamente se hacía con más frecuencia- que ofrecen a los ministros del altar el pan y el vino, que se han de convertir en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; la de que, en fin, con sus limosnas hacen que el sacerdote ofrezca por ellos la divina víctima.

Empero hay también una razón más íntima para que se pueda decir que todos los cristianos, y más principalmente los que están presentes ante el altar, ofrecen el sacrificio.

Para que en cuestión tan grave no nazca ningún pernicioso error, hay que limitar con términos precisos el sentido de la palabra ofrecer. Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa a la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles. Mas, al poner el sacerdote sobre el altar la divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de toda la Iglesia. En esta oblación, en sentido estricto, participan los fieles a su manera y bajo un doble aspecto; pues, no sólo por manos del sacerdote, sino también en cierto modo juntamente con él, ofrecen el Sacrificio; con la cual participación también la oblación del pueblo pertenece al culto litúrgico.

Que los fieles ofrezcan el Sacrificio por manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el ministro del altar representa a la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal ofrece la víctima por medio de Cristo. Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote, porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote. Pues el rito externo del Sacrificio, por su misma naturaleza, ha de manifestar el culto interno, y el Sacrificio de la Ley Nueva significa aquel obsequio supremo con el cual el mismo oferente principal, que es Cristo, y juntamente con El y por El todos sus miembros místicos, reverencian y veneran a Dios con el honor debido.

Con gran gozo del alma hemos sabido que, precisamente en estos últimos tiempos, por el más profundo estudio de muchos en materias litúrgicas, ha sido colocada tal doctrina en su propia luz. Mas no podemos menos de deplorar vehementemente ciertas exageraciones y deformaciones que no concuerdan con los genuinos preceptos de la Iglesia.

Algunos, en efecto, reprueban absolutamente los Sacrificios que se ofrecen en privado, sin asistencia del pueblo, como si fuesen una desviación del primitivo modo de sacrificar; ni faltan quienes aseveren que no pueden ofrecer al mismo tiempo la hostia divina diversos sacerdotes en varios altares, pues con esta práctica dividen la comunidad de los fieles e impiden su unidad; y aun algunos llegan a creer que es preciso que el pueblo confirme y ratifique el Sacrificio, para que éste alcance su fuerza y su valor.

En estos casos se alega erróneamente el carácter social del Sacrificio Eucarístico. Porque, cuantas veces el sacerdote renueva lo que el Divino Redentor hizo en la última cena, se consuma realmente el Sacrificio; el cual Sacrificio, ciertamente por su misma naturaleza y siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social; pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya Cabeza es el Divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia Católica y por los vivos y difuntos. Y ello tiene lugar, sin género de duda, ya sea que estén presentes los fieles -que nosotros deseamos y recomendamos acudan cuantos más mejor y con la mayor piedad-, ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar.

Aunque por lo expuesto queda claro que el Sacrificio Eucarístico se ofrece en nombre de Cristo y de la Iglesia, y que no queda privado de sus frutos, aun sociales, aunque el sacerdote celebre sin la presencia de ningún acólito; sin embargo, por razón de la dignidad de este tan augusto misterio, queremos y mandamos -lo cual, por lo demás, siempre prescribió la Santa Madre Iglesia- que ningún sacerdote -según ordena el canon 813- se acerque al altar sin ningún ayudante que le sirva y responda.

25. Mas para que la oblación, con la cual en este Sacrificio los fieles ofrecen al Padre Celestial la víctima divina, alcance su pleno efecto, conviene añadir otra cosa: es preciso que se inmolen a sí mismos como hostias.

Y ciertamente esta inmolación no se reduce sólo al Sacrificio litúrgico, pues el Príncipe de los Apóstoles quiere que, puesto que somos edificados en Cristo como piedras vivas, podamos como un orden de sacerdotes santos ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo, y el apóstol San Pablo, sin hacer ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con estas palabras: Os ruego... que le ofrezcáis vuestros cuerpos como una hostia viva, santa y agradable a sus ojos, que es el culto racional que debéis ofrecerle. Mas, sobre todo, cuando los fieles participan en la acción litúrgica con tan gran piedad y atención, que de ellos se puede decir en verdad: cuya fe y devoción te es conocida, entonces no podrá menos de suceder sino que la fe de cada uno actúe más vivamente por medio de la caridad, que la piedad se fortalezca y arda, que todos y cada uno se consagren a procurar la divina gloria, y que, ardientemente deseosos de asemejarse a Jesucristo que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia espiritual con el mismo Sumo Sacerdote y por medio de El mismo.

Esto enseñan aquellas exhortaciones que el Obispo, en nombre de la Iglesia, dirige a los ministros del altar el día en que los consagra: Conoced lo que hacéis, imitad lo que tocáis, para que al celebrar el misterio de la muerte del Señor procuréis mortificar enteramente en vuestros miembros los vicios y concupiscencias. Y casi del mismo modo en los sagrados libros de la Liturgia se advierte a los cristianos que se acercan al altar para participar en el Sacrificio: Ofrézcase en este... altar el culto de la inocencia, inmólese la soberbia, sacrifíquese la ira, mortifíquese la lujuria y toda lascivia, ofrézcase en vez de tórtolas el sacrificio de la castidad, y en vez de pichones el sacrificio de la inocencia. Así, pues, mientras estamos junto al altar hemos de transformar nuestra alma de manera que se extinga totalmente en ella todo lo que es pecado e intensamente se renueve y robustezca cuanto engendra la vida eterna por medio de Jesucristo, de modo que nos hagamos -junto con la Hostia Inmaculada- víctima aceptable al Eterno Padre.

La Iglesia se esfuerza con todo empeño, por medio de los preceptos de la Sagrada Liturgia, para que este santo propósito pueda ponerse en práctica del modo más apropiado. A ello convergen no sólo las lecciones, las homilías y las demás exhortaciones de los sagrados ministros, y todo el ciclo de los misterios que se proponen a nuestra consideración durante todo el curso del año, sino también los ornamentos, los sagrados ritos y su aparato externo; todo lo cual se encamina a que la majestad de tan alto Sacrificio sea exaltada, y a que las mentes de los fieles, por medio de estos signos externos de religión y de piedad, se muevan a la contemplación de los altísimos misterios que se esconden en este sacrificio.

Todos los elementos de la Liturgia conducen, pues, a que nuestra alma reproduzca en sí misma la imagen de nuestro Divino Redentor, según aquello del Apóstol de las Gentes: Estoy clavado juntamente con Cristo en la Cruz, y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. Por lo cual nos hacemos como una hostia, juntamente con Cristo, para aumentar la gloria del Eterno Padre.

A eso, pues, los fieles deben dirigir y elevar sus almas al ofrecer la víctima divina en el Sacrificio Eucarístico. Pues si, como escribe San Agustín, nuestro misterio está puesto en la mesa del Señor, es decir, el mismo Cristo Señor nuestro en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión por la cual nosotros somos Cuerpo de Cristo y miembros de su Cuerpo; si San Roberto Belarmino, conforme a la mente de San Agustín, enseña que en el Sacrificio del altar está significado el Sacrificio general por el cual todo el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, todo el mundo redimido, es ofrecido a Dios por el gran Sacerdote, Cristo; nada puede pensarse más recto ni más justo que el inmolarnos también todos nosotros al Eterno Padre, juntamente con nuestra Cabeza, que por nosotros sufrió. Porque en el Sacramento del altar, según el mismo San Agustín, se muestra a la Iglesia que también ella es ofrecida en aquello mismo que ella ofrece.

Adviertan, pues, los fieles cristianos a qué dignidad los ha elevado el sagrado Bautismo, y no se contenten con participar en el Sacrificio Eucarístico con aquella intención general que es propia de los miembros de Cristo y de los hijos de la Iglesia; sino que, unidos de la manera más espontánea e íntima que sea posible con el Sumo Sacerdote y con su ministro en la tierra, según el espíritu de la Sagrada Liturgia, se unan con El de un modo particular cuando se realiza la consagración de la Hostia divina, y la ofrezcan juntamente con El, al pronunciarse aquellas solemnes palabras: Por El, con El y en El a Ti, Dios Padre omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, es dada toda honra y gloria por todos los siglos de los siglos; a las cuales palabras el pueblo responde: Amén. Y no se olviden los fieles cristianos de ofrecerse, juntamente con su divina Cabeza clavada en la Cruz, a sí propios, sus preocupaciones, sus dolores, angustias, miserias y necesidades.

26. Son, pues, muy dignos de alabanza quienes, deseosos de que el pueblo cristiano participe más fácilmente y con mayor provecho en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner el Misal Romano en manos de los fieles, de modo que, en unión con el sacerdote, oren con él con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia; y del mismo modo son de alabar los que se afanan para que la Liturgia, aun externamente, sea una acción sagrada, en la cual realmente tomen parte todos los presentes. Esto puede hacerse de muchas maneras, bien sea que todo el pueblo, según las normas de los sagrados ritos, responda ordenadamente a las palabras del sacerdote, o entone cánticos adaptados a las diversas partes del Sacrificio, o haga entrambas cosas; o bien, en las Misas solemnes responda, alternando, a las preces del mismo ministro de Jesucristo y se una al cántico litúrgico.

Todos estos modos de participar en el Sacrificio son dignos de alabanza y de recomendación, cuando se acomodan diligentemente a los preceptos de la Iglesia y a las normas de los sagrados ritos; y se encaminen principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, y también a excitar aquellos sentimientos y disposiciones interiores, con los cuales nuestra alma ha de imitar al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento. Pero, aunque esos modos externos significan también de manera exterior que el Sacrificio, por su misma naturaleza, como realizado por el Mediador entre Dios y los hombres, ha de ser considerado como obra de todo el Cuerpo Místico de Cristo; con todo eso, de ninguna manera son necesarios para constituir su carácter público y común. Además, la Misa así dialogada no puede sustituir a la Misa solemne, la cual, aunque estén presentes a ella solamente los ministros que la celebran, goza de una particular dignidad por la majestad de sus ritos y el aparato de sus ceremonias, si bien tal esplendor y magnificencia suben de punto cuando, según desea la Iglesia, asiste un pueblo numeroso y devoto.

27. Ha de advertirse también que se apartan de la verdad y del camino de la recta razón quienes, llevados de opiniones falaces, hacen tanto caso de esas circunstancias externas, que no dudan en afirmar que, si ellas faltan, la acción sagrada no puede alcanzar su propio fin.

En efecto, no pocos fieles cristianos son incapaces de usar el Misal Romano, aun cuando esté traducido a lengua vulgar; y no todos están preparados para entender rectamente los ritos y las fórmulas litúrgicas. El talento, la índole y la mente de los hombres son tan diversos y tan desemejantes unos a otros, que no todos pueden sentirse igualmente movidos y guiados con las preces, los cánticos y las acciones sagradas realizadas en común. Además, las necesidades de las almas y sus preferencias no son iguales en todos, ni siempre perduran las mismas en una misma persona. ¿Quién, llevado de ese prejuicio, se atreverá a afirmar que todos esos cristianos no pueden participar en el Sacrificio Eucarístico y gozar de sus beneficios? Pueden, ciertamente, recurrir a otro método que a algunos les resulta más fácil, como, por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo, o haciendo otros ejercicios de piedad, y rezando otras oraciones que, siendo diferentes de los sagrados ritos en la forma, sin embargo, concuerdan con ellos por su misma naturaleza.

Por eso os exhortamos, Venerables Hermanos, a que, en la diócesis o en el territorio eclesiástico de cada uno de vosotros, reguléis y ordenéis el modo y la forma en que el pueblo pueda participar en la acción litúrgica, según las normas del Misal y las prescripciones de la Sagrada Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico, de manera que todo se haga con el debido honor y decoro; y no se permita a nadie, aunque sea sacerdote, que use los sagrados templos a su arbitrio como para hacer nuevos experimentos. Por lo cual deseamos también que en todas y cada una de las diócesis, así como hay ya una Comisión para el arte y la música sagrados, así se cree también otra para promover el apostolado litúrgico, a fin de que, bajo vuestro vigilante cuidado, todo se haga diligentemente según las prescripciones de la Sede Apostólica.

En las comunidades religiosas, por su parte, cúmplase cuidadosamente todo lo que sus propias Constituciones establezcan en este punto, y no se introduzcan nuevos usos sin la previa aprobación de los Superiores.

Por muy diversos y diferentes que sean los modos y las circunstancias externas con que el pueblo cristiano participa en el Sacrificio Eucarístico y en las demás acciones litúrgicas, siempre se debe procurar con todo empeño que las almas de los asistentes se unan del modo más íntimo posible con el Divino Redentor, que su vida se enriquezca con una santidad cada vez mayor, y que cada día crezca más la gloria del Padre Celestial.

 

C) la Comunión

28. El Augusto Sacrificio del Altar termina con la Comunión del manjar divino. Sin embargo, como todos saben, para la integridad del mismo Sacrificio se requiere sólo que el sacerdote se nutra con el alimento celestial, y no que también el pueblo -cosa, por lo demás, muy deseable- se acerque a la Sagrada Comunión.

Nos place reiterar a este propósito las advertencias de Nuestro predecesor Benedicto XIV, acerca de las definiciones del Concilio Tridentino: En primer lugar hemos de decir que a ningún fiel se le puede ocurrir que las Misas privadas, en las cuales sólo el sacerdote recibe la Eucaristía, pierdan por esto el valor del verdadero, perfecto e íntegro Sacrificio instituido por Cristo Señor nuestro, y que por lo mismo hayan de considerarse ilícitas. Pues los fieles no ignora, o por lo menos pueden fácilmente ser instruidos en ello, que el Sacrosanto Concilio de Trento, fundado en la doctrina que ha conservado la perpetua tradición de la Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina contraria de Lutero. Quien dijere que las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas, y que por lo mismo hay que suprimirlas, sea anatema.

Están fuera, pues, del camino de la verdad los que no quieren celebrar el Santo Sacrificio, si el pueblo cristiano no se acerca a la sagrada mesa; pero yerran todavía más quienes, para probar la absoluta necesidad de que los fieles, junto con el sacerdote, reciban el alimento eucarístico, afirman capciosamente que no se trata aquí sólo de un Sacrificio, sino del Sacrificio y del convite de la comunidad fraterna, y hacen de la Sagrada Comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración.

Se debe, pues, una vez más, advertir que el Sacrificio Eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina Víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre. Pero la Sagrada Comunión atañe a la integridad del Sacrificio y a la participación del mismo mediante la recepción del augusto Sacramento; y mientras que es enteramente necesaria para el ministro que sacrifica, para los fieles es tan sólo vivamente recomendable.

29. Y así como la Iglesia, en cuanto maestra de la verdad, se esfuerza con todos los medios por defender la integridad de la fe, del mismo modo, cual madre solícita de todos sus hijos, los exhorta vivamente a participar con afán y con frecuencia de este máximo beneficio de nuestra religión.

Desea, en primer lugar, que los cristianos -cuando realmente no pueden recibir con facilidad el manjar eucarístico- lo reciban al menos espiritualmente, de manera que, con fe viva y despierta y con ánimo reverente, humilde y enteramente entregado a la divina voluntad, se unan a él con la más fervorosa e intensa caridad posible.

Pero no se contenta con esto. Porque, ya que, como hemos dicho arriba, podemos participar en el Sacrificio también con la Comunión sacramental, por medio del banquete del pan de los ángeles, la Madre Iglesia, para que de un modo más eficaz experimentemos continuamente en nosotros el fruto de la Redención, repite a todos y cada uno de sus hijos la invitación de Nuestro Señor Jesucristo: Tomad y comed... Haced esto en memoria mía. Por lo cual el Concilio Tridentino, como repitiendo los deseos de Jesucristo y de su inmaculada Esposa, exhortó vivamente a que en todas las misas, los fieles que estén presentes comulguen, no sólo con sus espirituales afectos, sino con la percepción sacramental de la Eucaristía, para alcanzar mayores frutos de este santísimo Sacramento. Más aún; Nuestro Predecesor, de i. m., Benedicto XIV, para que mejor y más claramente quedase manifiesto que los cristianos, mediante la recepción de la Eucaristía, participan del mismo divino Sacrificio, ensalza la piedad de aquellos que no sólo quieren alimentarse del divino manjar mientras asisten al Santo Sacrificio, sino que prefieren nutrirse de las mismas hostias consagradas en el mismo Sacrificio, por más que, como él mismo declara, en realidad de verdad se participe del Sacrificio aunque se reciba otro pan eucarístico cuya consagración se haya verificado anteriormente. Estas son sus palabras: Y, aunque también participan del mismo Sacrificio, además de aquellos a quienes el sacerdote celebrante da en la misma Misa una parte de la Víctima por él ofrecida, aquellos a quienes el sacerdote administra la Eucaristía reservada según costumbre; con todo, no por eso la Iglesia prohibió nunca, ni prohibe ahora, que el sacerdote satisfaga a la piedad y a la justa petición de los que, asistiendo a la Misa, piden ser admitidos a la participación del mismo sacrificio que también ellos ofrecen al mismo tiempo y de la manera que les es posible; más aún, lo aprueba, y desea que no se omita, y reprendería a los sacerdotes por cuya culpa y negligencia se negara a los fieles esta participación.

Quiera, pues, el Señor que todos respondan libre y espontáneamente a estas solícitas invitaciones de la Iglesia; quiera El que los fieles, si pueden, participen hasta a diario del Divino Sacrificio, no sólo de un modo espiritual, sino también mediante la comunidad del Augusto Sacramento, recibiendo el Cuerpo de Jesucristo ofrecido al Eterno Padre en favor de todos. Estimulad, Venerables Hermanos, en las almas encomendadas a vuestro cuidado un ferviente y como insaciable hambre de Jesucristo; que por vuestro magisterio los altares se vean rodeados de niños y de jóvenes, que ofrezcan al Divino Redentor sus personas, su inocencia y su entusiasmo juvenil; que se acerquen numerosos los cónyuges, los cuales, alimentados en la sagrada mesa, saquen de allí fuerzas para educar a sus hijos en los sentimientos y en la caridad de Jesucristo; que se invite a los trabajadores, para que puedan recibir aquel fuerte e indefectible alimento que restaure sus fuerzas y prepare en el cielo un premio eterno a sus trabajo; llamad, finalmente, a todos los hombres, de cualquier condición, y forzadles a venir, pues éste es el pan de vida que todos necesitan. La Iglesia de Jesucristo tiene sólo este pan con que satisfacer los anhelos y deseos de nuestras almas, con que unirlas estrechísimamente a Jesucristo, y con que obtener que todos sean un solo cuerpo y se hagan hermanos los que se sientan a la misma mesa celestial para, con la fracción de un mismo pan, recibir el don de la inmortalidad.

30. Es también muy oportuno, cosa por lo demás establecida por la Sagrada Liturgia, que el pueblo se acerque a la Sagrada Comunión después que el sacerdote haya consumido el manjar del ara; y, como arriba dijimos, son de alabar los que, estando presentes al Sacrificio, reciben las hostias en el mismo consagradas, de modo que realmente suceda que todos cuantos participando de este altar recibiéremos el sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia celestial.

Con todo eso, a veces no faltan razones, ni son raras, para distribuir el pan Eucarístico antes o después del Sacrificio mismo; ni faltan tampoco para que -aunque se distribuya la Sagrada Comunión inmediatamente después de la Comunión del sacerdote- se haga con hostias anteriormente consagradas. También en estos casos -como ya dijimos- el pueblo participa realmente del Sacrificio, y no pocas veces puede acercarse así con más facilidad a la Mesa de vida eterna. Pero si la Iglesia, como conviene a su maternal indulgencia, se esfuerza por salir al paso de las necesidades espirituales de sus hijos, ellos por su parte no deben fácilmente despreciar lo que la Sagrada Liturgia aconseja, y, siempre que no se oponga un motivo plausible, han de hacer todo aquello que más claramente manifiesta en el altar la unidad viva del Cuerpo Místico.

La acción sagrada, que está regulada por peculiares normas litúrgicas, no exime, una vez concluida, de la acción de gracias a aquel que gustó del celestial manjar; antes, por lo contrario, está muy puesto en razón que, recibido el alimento eucarístico y terminados los ritos, se recoja dentro de sí y, unido íntimamente con el Divino Maestro, converse con él dulce y provechosamente, según las circunstancias lo permitan. Se alejan, pues, del recto camino de la verdad los que, ateniéndose más a la palabra que al sentido, afirman y enseñan que, acabado ya el Sacrificio, no se ha de continuar la acción de gracias, no sólo porque ya el mismo Sacrificio del altar es de por sí una acción de gracias, sino también porque eso pertenece a la piedad privada y particular de cada uno y no al bien de la comunidad.

Antes bien, la misma naturaleza del Sacramento lo reclama, para que su percepción produzca en los cristianos abundantes frutos de santidad. Ciertamente ha terminado la pública reunión de la comunidad, pero cada cual, unido con Cristo, conviene que no interrumpa el cántico de alabanza, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. También la Sagrada Liturgia del Sacrificio Eucarístico nos exhorta a ello, cuando nos manda rogar con estas palabras: Te pedimos nos concedas perseverar siempre en acción de gracias... y que jamás cesemos de alabarte. Por lo cual, si en todo tiempo hemos de dar gracias a Dios y nunca hemos de dejar de alabarle, ¿quién se atreverá a impugnar o reprender a la Iglesia porque aconseja a los sacerdotes y a los fieles que, después de la Sagrada Comunión, se entretengan al menos un poco con el Divino Redentor, y porque inserta en los libros litúrgicos oraciones oportunas, enriquecidas con indulgencias, para que con ellas los ministros del altar, antes de celebrar y de alimentarse con el manjar divino, se preparen convenientemente, y, acabada la Misa, manifiesten a Dios su agradecimiento? Tan lejos está la Sagrada Liturgia de reprimir los íntimos sentimientos de cada uno de los cristianos, que más bien los reanima y los estimula para que se asemejen a Jesucristo y por El se encaminen al Eterno Padre; por lo cual ella misma quiere que todo el que hubiere participado de la hostia santa del altar, rinda a Dios las debidas gracias. Pues a nuestro Divino Redentor le agrada oír nuestras súplicas, hablar con nosotros de corazón a corazón, y ofrecernos un refugio en el suyo ardiente.

Más aún, tales actos privados son absolutamente necesarios para que todos gocemos más abundantemente los supremos tesoros de que tan rica es la Eucaristía, y, según podamos, los comuniquemos a los demás, a fin de que nuestro Señor Jesucristo plenamente triunfe en las almas de todos.

¿Por qué, pues, Venerables Hermanos, no hemos de alabar a quienes, después de recibido el manjar eucarístico y aun después de disuelta la reunión de los fieles, permanecen en íntima familiaridad con el Divino Redentor, no sólo para hablar con él suavísimamente, sino también para darle las debidas gracias y alabarlo, y, principalmente, para pedirle su ayuda, a fin de quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento, y hacer cuanto esté en su mano para secundar la acción tan presente de Jesucristo? Exhortamos a que se haga de modo especial, ya procurando llevar a la práctica los propósitos hechos y practicando las virtudes cristianas, ya adaptando a sus propias necesidades lo que han recibido con regia munificencia. Y, ciertamente, el autor del áureo librito De la imitación de Cristo habla según los preceptos y el espíritu de la Sagrada Liturgia, cuando aconseja al que se ha acercado a la Sagrada Comunión: Recógete a un lugar retirado, y goza de tu Dios, pues tienes a Aquel a quien ni todo el mundo es capaz de quitarte.

Todos nosotros, pues, estrechamente unidos con Cristo, procuremos abismarnos, por así decirlo, en su espíritu, e incorporarnos a El para participar de los actos con que El mismo adora a la Augusta Trinidad con el más grato homenaje, y ofrece al Eterno Padre las más sublimes acciones de gracias y alabanzas, mientras responden unánimes los cielos y la tierra según aquel versículo: Obras todas del Señor, bendecid al Señor; unidos, en fin, a ellos pedimos el socorro de lo alto en el momento más oportuno para demandar y alcanzar auxilio en nombre de Cristo, y con ellos principalmente nos ofrecemos e inmolamos como víctimas, diciendo: Haz de nosotros mismos para ti una ofrenda eterna.

Constantemente el Divino Redentor repite su apremiante invitación: Permaneced en mí. Por el Sacramento de la Eucaristía Cristo habita en nosotros y nosotros en Cristo; y así como Cristo permaneciendo en nosotros vive y obra, así nosotros, permaneciendo en Cristo, por El vivamos y obremos.

 

D) adoración de la Eucaristía

31. El manjar eucarístico contiene, como todos saben, verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre, junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo. No es, pues, de admirar, que la Iglesia, ya desde sus principios, haya adorado el Cuerpo de Cristo bajo la especie del pan, como se ve por los mismos ritos del Augusto Sacrificio, en los cuales se manda a los ministros sagrados que, de rodillas o con reverencias profundas, adoren al Santísimo Sacramento.

Los Sagrados Concilios enseñan que, por tradición, la Iglesia, desde sus comienzos, venera con una sola adoración al Verbo de Dios encarnado y a su propia carne; y San Agustín afirma: Nadie coma aquella carne sin antes adorarla, añadiendo que, no sólo no pecamos adorándola, sino que pecamos no adorándola.

De estos principios doctrinales nació el culto eucarístico de adoración, el cual poco a poco fue creciendo como cosa distinta del Sacrificio. La conservación de las sagradas especies para los enfermos y para cuantos estuviesen en peligro de muerte, trajo consigo la laudable costumbre de adorar este celestial alimento reservado en los templos. Este culto de adoración, se apoya en una razón seria y sólida, ya que la Eucaristía es a la vez Sacrificio y Sacramento, y se distingue de los demás en que no sólo engendra la gracia, sino que encierra de un modo estable al mismo Autor de ella. Cuando, pues, la Iglesia nos manda adorar a Cristo escondido bajo los velos eucarísticos y pedirle los dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos, manifiesta la viva fe con que cree que su divino Esposo está bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su íntima familiaridad.

En el decurso de los tiempos la Iglesia ha introducido diferentes formas de este culto, y por cierto cada día más bellas y provechosas, como, por ejemplo, las piadosas y aun cotidianas visitas a los divinos sagrarios, los sagrados ritos de la bendición con el Santísimo, las solemnes procesiones, sobre todo en los Congresos Eucarísticos, tanto en las ciudades como en las aldeas, y las adoraciones del Augusto Sacramento públicamente expuesto. Estas adoraciones unas veces duran poco tiempo; otras, varias horas o hasta cuarenta; en algunos lugares se prolongan por todo un año, haciendo turno las iglesias; y en otros sitios se tiene la adoración perpetua noche y día a cargo de Congregaciones Religiosas, participando en ellas con frecuencia también los simples fieles.

Tales ejercicios de piedad han contribuido de modo admirable a la fe y a la vida sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra, la cual de esta manera se hace eco, en cierto sentido, de la triunfante, que perpetuamente entona el himno de alabanza a Dios y al Cordero que ha sido sacrificado. Por lo cual la Iglesia, no sólo ha aprobado esos piadosos ejercicios, propagados por toda la tierra en el correr de los siglos, sino que los ha hecho como suyos y los ha recomendado con su autoridad. Ellos proceden de la Sagrada Liturgia, y son tales que, si se practican con el debido decoro, fe y piedad, en gran manera ayudan, sin duda alguna, a vivir la vida litúrgica.

32. Ni se debe decir que con ese culto Eucarístico se mezclan de un modo falso el que llaman Cristo histórico, que un tiempo vivió sobre la tierra, y el Cristo presente en el augusto Sacramento del altar, el mismo que triunfa glorioso en los cielos y otorga sus dones sobrenaturales; antes más bien ha de afirmarse que de esta manera los fieles atestiguan y manifiestan solemnemente la fe de la Iglesia, según la cual se cree que es uno mismo el Verbo de Dios y el Hijo de la Virgen María que padeció en la Cruz, el que está presente, aunque escondido, en la Eucaristía, y el que reina en las alturas. Y así dice San Juan Crisóstomo: ... Cuando te presenten el mismo [Cuerpo de Cristo] di en tu interior: Por este Cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza, no soy ya esclavo sino libre, por él espero el cielo y creo que recibiré los bienes que están allí preparados, la vida inmortal, la suerte de los Angeles, el trato con Cristo; la muerte no poseyó este Cuerpo, atravesado por los clavos, lacerado por los azotes; ... éste es el mismo Cuerpo que fue atormentado, atravesado por la lanza, el que abrió al mundo las fuentes de la salvación, una de sangre y otra de agua...; nos dio este Cuerpo para que le poseyésemos y le comiésemos, lo cual fue fruto de su intenso amor.

33. Pero de modo especial es muy de alabar la costumbre introducida en el pueblo cristiano, de dar fin a muchos ejercicios de piedad con la Bendición Eucarística. Nada mejor ni más provechoso puede darse que el acto con el cual el sacerdote, levantando al cielo el Pan de los Angeles y moviéndolo en forma de Cruz sobre las frentes inclinadas del pueblo cristiano, ruega juntamente con él al Padre celestial que vuelva benigno los ojos a su Hijo, crucificado por nuestro amor, y que, por el mismo que quiso ser nuestro Redentor y nuestro hermano, derrame sus gracias sobre los que fueron redimidos con la sangre inmaculada del Cordero.

Procurad, pues, VV.HH., con aquella máxima diligencia que os es propia, que los templos edificados por la fe y la piedad de las naciones cristianas en el decurso de los siglos para cantar un perpetuo himno de gloria al Dios Omnipotente y para dar a nuestro Redentor oculto bajo las especies Eucarísticas una digna morada, estén abiertos a los fieles, cada vez más numerosos, que, llamados a los pies de nuestro Salvador, escuchen su dulcísima invitación: Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré. Que los templos sean en verdad la casa de Dios, en donde, quien entra a implorar favores, se goce, alcanzando cuanto pidiere, y obtenga el consuelo celestial.

Sólo así se obtendrá que toda la familia humana, arregladas finalmente sus querellas, pueda pacificarse, y cantar con mente y alma concordes aquel cántico de fe y de amor: Buen Pastor, pan verdadero -Jesús, de nosotros ten piedad- Siéndonos alimento y defensa; -Para darnos plena felicidad- En la vida que es inmortal.

 

III. "OFICIO DIVINO" Y AÑO

LITURGICO

 

A) "Oficio Divino"

34. El ideal de la vida cristiana consiste en que cada uno se una con Dios íntima y constantemente. Por lo cual, el culto que la Iglesia tributa al Eterno y que descansa principalmente en el Sacrificio Eucarístico y en el uso de los Sacramentos, se ordena y distribuye de manera que, por medio del Oficio Divino, abraza las horas del día, las semanas y todo el curso del año, y abarca todos los tiempos y las diversas condiciones de la vida humana.

Habiendo mandad el Divino Maestro: Conviene orar perseverantemente y no desfallecer, la Iglesia, obedeciendo fielmente a esta advertencia, nunca deja de elevar sus preces al cielo, a la vez que nos exhorta con las palabras del Apóstol de las Gentes: Ofrezcamos, pues, a Dios, por medio de El [Jesús], sin cesar, un sacrificio de alabanza.

La oración pública y común, elevada a Dios conjuntamente por todos los fieles, en la más remota antigüedad sólo tenía lugar en determinados días y a horas establecidas. Sin embargo, no sólo en las asambleas, sino también en las casas particulares se oraba a Dios, reunidos a veces los vecinos y amigos. Poco después, en diversas partes del mundo cristiano, se introdujo la costumbre de dedicar a la oración algunos tiempos determinados, como por ejemplo la última hora del día cuando oscurece y se encienden las lámparas; o la primera, cuando la noche agoniza, o sea, después del canto del gallo, a la salida del sol. En la Sagrada Escritura se señalan otros momentos del día como más aptos para la oración, unos por provenir de tradicionales costumbres judías, otros por el uso de la vida cotidiana. Según los Hechos de los Apóstoles, los discípulos de Jesucristo oraban reunidos a la hora tercia, cuando fueron llenados todos del Espíritu Santo; y el Príncipe de los Apóstoles, antes de tomar alimento, subió... a la terraza, cerca de la hora de sexta, a hacer oración; y Pedro y Juan subían... al templo, a la oración de la hora nona, y a eso de media noche, puestos Pablo y Silas en oración, cantaban alabanzas a Dios.

Estas distintas oraciones se perfeccionaron cada día más, con el transcurso del tiempo, por iniciativa y por obra principalmente de los monjes y de los que se dedicaban a la vida ascética, y poco a poco fueron admitidas por la autoridad de la Iglesia en la práctica de la Sagrada Liturgia.

35. Lo que llamamos Oficio Divino es, por lo tanto, la oración del Cuerpo Místico de Jesucristo que, en nombre y provecho de todos los cristianos, es ofrecido a Dios por los sacerdotes y demás ministros de la Iglesia, o los religiosos, dedicados a este fin por institución de la Iglesia misma.

Cuál sea el modo y el espíritu con que se ha de hacer esta divina alabanza, se deduce de las palabras que la Iglesia aconseja se digan antes de comenzar las horas litúrgicas, cuando manda que se reciten digna, atenta y devotamente.

Al tomar el Verbo de Dios la naturaleza humana, trajo a este destierro terrenal el canto que se entona en los cielos por toda la eternidad. El une a Sí mismo toda la comunidad de los hombres, y la asocia consigo en el canto de este himno de alabanza. Confesemos humildemente que no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el mismo Espíritu hace nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables. También Jesucristo ruega al Padre en nosotros por medio de su Espíritu: Ningún otro don mayor podría otorgar Dios a los hombres... Ora [Jesús] por nosotros como nuestro sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; es invocado por nosotros como nuestro Dios... Reconozcamos, pues, en El nuestras voces, y sus voces en nosotros... Es invocado como Dios, invoca como siervo; allí es Creador, aquí creado, que asume, sin cambiar El, una naturaleza que ha de ser cambiada, haciéndonos consigo un solo hombre, cabeza y cuerpo.

36. A la excelsa dignidad de esa oración de la Iglesia ha de corresponder la intensa piedad de nuestra alma. Y pues la voz del que así ruega repite aquellos cantos que fueron escritos por inspiración del Espíritu Santo, que declaran y ensalzan la perfectísima grandeza de Dios, es menester que el interno sentimiento de nuestro espíritu acompañe a esta voz, de tal manera que nos apropiemos aquellos mismos sentimientos, con los cuales nos elevemos hasta el cielo, adoremos la Santa Trinidad y le rindamos las debidas alabanzas y gracias. De tal suerte cantemos que nuestra mente concuerde con nuestra voz. No se trata, pues, de un simple rezo, ni de un canto, que, aunque sea perfectísimo según las normas de la música y de los sagrados ritos, pueda sólo llegar a los oídos, sino sobre todo de la elevación de nuestra mente y de nuestro espíritu a Dios, para consagrarle absolutamente, unidos con Cristo, nuestras personas y todas nuestras acciones.

De eso depende en no pequeña parte la eficacia de nuestras oraciones, las cuales, si no se dirigen directamente al mismo Verbo hecho hombre, acaban con estas palabras: por nuestro Señor Jesucristo; quien, como conciliador entre Dios y nosotros, muestra a su Padre celestial sus gloriosas llagas, y así está siempre vivo para interceder por nosotros.

37. Los Salmos, como todos saben, constituyen la parte más importante del Oficio divino. Ellos abarcan todo el curso del día, santificándolo y hermoseándolo.

Egregiamente dice Casiodoro de los Salmos distribuidos en el Oficio Divino de su tiempo: Ellos concilian el nuevo día con matinal exultación, nos dedican la primera hora de la jornada, nos consagran la tercera, nos alegran la sexta con la fracción del pan, en la nona nos hacen terminar los ayunos, concluyen el fin del día y, al acercarse la noche, impiden que se entenebrezca nuestra mente.

Ellos nos recuerdan las verdades manifestadas por Dios al pueblo escogido, terribles a veces, a veces llenas de suavísima dulcedumbre; repiten y acrecientan la esperanza en el futuro Libertador, que antiguamente se fomentaba cantando en los hogares domésticos o en la misma majestad del templo; y además, ilustran admirablemente la gloria de Jesucristo significada de antemano, y su eterna y suma potencia, su humildad al venir a este exilio terreno, su regia dignidad y su poder sacerdotal, y, finalmente, sus benéficos trabajos y el derramamiento de su sangre para nuestra redención. Por semejante manera, los Salmos expresan la alegría de nuestras almas, la tristeza, la esperanza, el temor, nuestra entrega absoluta y confiada a Dios, el retorno de nuestro amor y nuestras místicas elevaciones a los divinos tabernáculos.

El Salmo... es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de las gentes, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la armoniosa confesión de la fe, plena sumisión a la autoridad, el regocijo de la libertad, el clamor del alborozo y el eco de la alegría.

38. En la edad primitiva acudían más numerosos los fieles a estas horas litúrgicas; pero tal costumbre se perdió poco a poco, y, como acabamos de decir, al presente su rezo es obligatorio sólo para el clero y para los religiosos. Nada, pues, se prescribe en esta parte a los seglares por derecho estricto; pero es en gran manera de desear que asistan realmente, cantando o recitando los Salmos, al rezo de las Vísperas los días de fiesta en su propia parroquia. Encarecidamente os rogamos a vosotros y a vuestros fieles, Venerables Hermanos, que no permitáis que esta piadosa costumbre caiga en desuso, y procurad que, donde ya se hubiere dado al olvido, se instaure de nuevo dentro de lo posible. Lo cual se hará, sin duda alguna, con saludables frutos, si las Vísperas se recitan, no sólo digna y decorosamente, sino también de tal manera que fomenten suavemente, de varios modos, la piedad de los fieles. Guárdese inviolablemente la observancia de los días festivos, que de modo especial hay que consagrar y dedicar a Dios, sobre todo los domingos, que los Apóstoles, ilustrados por el Espíritu Santo, declararon festivos en lugar de los sábados. Si se mandó a los judíos: durante los seis días trabajaréis; mas el día séptimo es el sábado, descanso consagrado al Señor; cualquiera que en tal día trabajare, será castigado de muerte; ¿cómo no temen la muerte espiritual los cristianos que en los días festivos se dedican a obras serviles, y los que durante ese descanso no se dan a la piedad y a la religión, sino que se entregan inmoderadamente a los atractivos del siglo? Hay que dedicar los domingos y los demás días festivos al culto divino, con el cual se honra a Dios y se nutre el alma con alimento celestial; y por más que la Iglesia sólo prescribe que los fieles se abstengan de trabajos serviles y asistan al Santo Sacrificio, sin dar ningún precepto sobre el culto vespertino, sin embargo, recomienda y desea también lo otro; y lo mismo está pidiendo, por lo demás, la necesidad que cada uno tiene de aplacar al Señor para alcanzar sus beneficios. Nuestro espíritu se aflige con gran dolor al ver cómo emplea el pueblo cristiano en nuestros tiempos la mitad del día festivo, esto es, la tarde; los espectáculos y los juegos públicos se ven extraordinariamente concurridos, mientras los templos sagrados son visitados menos de lo que convendría. Y, sin embargo, todos han de acudir a nuestros templos para aprender allí la verdad de nuestra fe católica, para cantar las divinas alabanzas, para recibir la bendición Eucarística por medio del sacerdote, y para protegerse con la ayuda celestial contra las adversidades de esta vida. Aprendan, en lo posible, las oraciones que suelen cantarse en las Vísperas, y saturen su espíritu con su significado; pues, movidos y afectados con aquellas palabras, experimentarán lo que San Agustín asegura de sí mismo: ¡Cuánto lloré entre los himnos y los cánticos, vivamente conmovido por la suave voz de tu Iglesia! Aquellas palabras sonaban en mis oídos, y la verdad penetraba en mi corazón, y con ello se enardecía el piadoso afecto, y corrían las lágrimas, y me hacían bien.

 

B) ciclo de los misterios

39. Durante todo el curso del año la celebración del Sacrificio Eucarístico y las oraciones del Oficio Divino se desenvuelven principalmente en torno a la persona de Jesucristo, de modo tan adecuado y oportuno, que en ellos domina nuestro Salvador con sus misterios de humillación, redención y triunfo.

Trayendo a la memoria estos misterios de Jesucristo, pretende la Sagrada Liturgia que todos los creyentes participen de ellos en tal manera, que la divina Cabeza del Cuerpo Místico viva con su perfecta santidad en cada uno de los miembros. Sean las almas de los cristianos como altares en donde, en cierto modo, revivan las diferentes fases del Sacrificio que inmola el Sumo Sacerdote: es decir, los dolores y lágrimas, que limpian y expían los pecados; la oración dirigida a Dios, que se eleva hacia el cielo; la entrega y como inmolación de sí mismo, hecha con ánimo pronto, generoso y solícito; y, finalmente, la estrechísima unión con la cual confiamos a Dios nuestras personas y nuestras cosas, y en El descansamos, pues la esencia de la religión es imitar a aquel a quien adoras.

Con estos modos y formas con que la Liturgia, en los diversos tiempos, nos hace meditar la vida de Jesucristo, la Iglesia nos propone modelos que imitar, y nos muestra tesoros de santidad, para que los hagamos nuestros; pues lo que se canta con la boca se debe creer con el corazón y llevarlo a la vida privada y pública.

Adviento. En el sagrado tiempo del Adviento despierta en nuestra conciencia el recuerdo de los pecados que tristemente cometimos; nos exhorta a que, reprimiendo los malos deseos y castigando voluntariamente nuestro cuerpo, nos recojamos dentro de nosotros mismos con piadosas meditaciones, y con ardientes deseos nos movamos a convertirnos a Dios, que es el único que puede con su gracia librarnos de la mancha del pecado y de los males, que son sus consecuencias.

Navidad. Mas, al venir el día de la Natividad del Señor, parece como si volviésemos a la cueva de Belén, para aprender allí cómo es preciso que renazcamos de nuevo y nos reformemos radicalmente; lo cual solamente se consigue cuando nos unimos al Verbo de Dios hecho hombre, de un modo íntimo y vital, y participamos de aquella divina naturaleza suya, a la que nosotros hemos sido elevados.

Epifanía. En cambio, durante las solemnidades de la Epifanía, recordando el llamamiento de los gentiles a la fe cristiana, quiere que cada día rindamos gracias al Señor por tamaño beneficio, y que con intensa fe deseemos al Dios vivo y verdadero, entendamos devota y profundamente las cosas sobrenaturales, y amemos el silencio y la meditación, para que más fácilmente veamos y consigamos los dones eternos.

Septuagésima. En los días de Septuagésima y de Cuaresma nuestra Madre la Iglesia multiplica sus cuidados para que cada uno de nosotros considere sus miserias, para incitarnos activamente a la enmienda de las costumbres, para detestar de modo especial los pecados y borrarlos con la oración y la penitencia; puesto que la continua oración y la penitencia por nuestras faltas nos atrae el auxilio divino, sin el cual todas nuestras obras son vanas y estériles.

Pasión. En el tiempo sagrado en que la Liturgia nos propone los dolorisísimos tormentos de Jesucristo, la Iglesia nos invita a subir al Calvario para seguir de cerca las huella sangrientas del Divino Redentor, para llevar con El gustosamente la Cruz y excitar en nuestro espíritu los mismos sentimientos de expiación y de propiciación, y para que todos nosotros muramos juntamente con El.

Pascua. En las solemnidades pascuales, cuando se conmemora el triunfo de Jesucristo, nuestra alma rebosa de íntimo gozo, y hemos de pensar seriamente dentro de nosotros mismos que también hemos de resucitar, con Cristo Redentor, de una vida tibia e inerte, a otra más fervorosa y santa, entregándonos entera y generosamente a Dios y olvidando este mundo miserable para aspirar tan sólo al cielo: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, ... saboread las cosas del cielo.

Pentecostés. Finalmente, en el tiempo de Pentecostés la Iglesia nos exhorta, con sus mandatos y con su ejemplo, a que nos prestemos dócilmente a la acción del Espíritu Santo, el cual desea abrasar nuestras almas con el fuego de la divina caridad, para que avancemos cada día con más ahínco en las virtudes, y lleguemos a ser santos, como lo son Jesucristo Nuestro Señor y su Padre que está en los cielos.

Así, pues, el año litúrgico ha de considerarse como un magnífico himno de alabanza que la familia de todos los cristianos entonan al Padre celestial por medio de su perpetuo conciliador, Jesucristo; mas exige por parte nuestra un cuidado diligente y ordenado, para que cada día conozcamos y alabemos más y más a nuestro Redentor, y requiere además un esfuerzo intenso y firme y un ejercicio incansable, con el cual imitemos sus misterios, emprendamos gozosos el camino de sus dolores, y al fin participemos un día de su gloria y de su sempiterna felicidad.

40. De todo lo expuesto aparece claramente, Venerables Hermanos, cuanto se separan de la genuina y sincera idea de la Liturgia aquellos escritores modernos que, engañados por una pretendida mística superior, se atreven a afirmar que no hemos de fijarnos en el Cristo histórico, sino el neumático o glorificado; y hasta no dudan en asegurar que en el ejercicio de la piedad cristiana se ha verificado un cambio, por el cual Cristo ha sido como destronado, ya que el Cristo glorificado, que vive y reina por los siglos de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, ha sido oscurecido y en su lugar se ha colocado aquel Cristo que un tiempo vivió esta vida terrenal. Por eso algunos llegan hasta querer quitar de los templos sagrados los mismos Crucifijos.

Sin embargo, tales falsas cavilaciones se oponen enteramente a la sana doctrina recibida de nuestros mayores. Si crees en el Cristo nacido en la carne -así dice San Agustín- llegarás a Cristo nacido de Dios, Dios junto a Dios. La Sagrada Liturgia nos propone todo el Cristo en todas las condiciones de su vida, es decir: aquel que es el Verbo del Eterno Padre, el que nace de la Virgen Madre, el que nos enseña la verdad, el que cura a los enfermos, el que consuela a los afligidos, el que sufre los dolores y el que muere; y después, el que resucita de la muerte vencida, el que reinando en la gloria del cielo nos envía el Espíritu Paráclito; el que vive, finalmente, en su Iglesia: Jesucristo, el mismo de ayer es hoy, y lo será por los siglos de los siglos. Y, además, no sólo nos lo presenta como modelo, sino que nos lo muestra también como maestro a quien debemos escuchar, como pastor a quien seguir, y como conciliador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y Cabeza Mística, de la cual somos miembros que gozamos de su vida.

Mas, pues sus acerbos dolores constituyen el principal misterio de donde viene nuestra salvación, es muy propio de la fe católica destacar esto lo más posible, por ser como el centro del culto divino, representado y renovado cada día en el Sacrificio Eucarístico, y con el cual están estrechamente unidos todos los sacramentos.

41. Por eso el año litúrgico, alimentado y seguido por la piedad de la Iglesia, no es una representación fría e inerte de cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnudo recuerdo de una edad pretérita; sino más bien es Cristo mismo que se persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo bien, con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios, y por ellos en cierto modo vivan. Estos misterios no están presentes y obran constantemente de aquel modo incierto y oscuro que suponen algunos escritores modernos, sino tal como nos lo enseña la doctrina católica; ya que, según el parecer de los Doctores de la Iglesia, son eximios ejemplos de cristiana perfección y fuente de la divina gracia por los méritos y oraciones de Jesucristo y perduran en nosotros por sus efectos, siendo cada uno de ellos, según su propia índole, causa de nuestra salvación. Añádase a esto que la Iglesia, nuestra piadosa Madre, mientras propone a nuestra contemplación los misterios de nuestro Redentor, pide con sus súplicas aquellos dones sobrenaturales con los que sus hijos penetren lo más posible en el espíritu de los mismos misterios, por virtud de Cristo. Por inspiración y virtud de El podemos, con la cooperación de nuestra voluntad, asimilarnos su fuerza vital, como los sarmientos la del árbol y los miembros la de la cabeza; y transformarnos poco a poco y laboriosamente a la medida de la edad perfecta según Cristo.