"SEDES SAPIENTAE"

 

SOBRE LA FORMACIÓN RELIGIOSA

Constitución Apostólica del Papa Pío XII promulgada el 31 de mayo de 1956

 

Todo un año santo hemos consagrado a la veneración de la santísima Virgen María, Sede de la Sabiduría, Madre de Dios, Señor de las Ciencias[1], y Reina de los Apóstoles[2]. No sin razón es Ella considerada como la Madre, y especialmente la Formadora, de todos los que abrazan los estados de aspirar a la perfección y que, además, desean servir en el ejército apostólico de Cristo, Sumo Sacerdote. Y en verdad que tienen necesidad de su dirección y auxilio para aplicarse con eficacia a la preparación y a la formación de tan grande y tan sublime vocación que es, al mismo tiempo, religiosa, apostólica y sacerdotal. ¿No es Ella la que ha sido constituida como Medianera de todas las gracias santificantes? Con toda razón se la denomina Madre y Reina del sacerdocio católico y del apostolado. Imploramos, pues, su favor para que, luego de haber sido la Medianera de la luz celestial en el establecer las reglas presentes, conceda también su auxilio y patrocinio a los que tienen el deber de llevarlas a buen término.

 

I. LA VOCACIÓN RELIGIOSA

2. Ante todo, Nos queremos que nadie ignore que el fundamento de toda vida, tanto religiosa como sacerdotal y apostólica -lo que se llama vocación divina-, está constituido por un doble elemento en cierto modo esencial, a saber: uno, divino; otro, por lo contrario, eclesiástico. En lo que toca al primero, precisa decir que la vocación de Dios es de tal suerte necesaria para abrazar el estado religioso o sacerdotal que, si ella falta, debe decirse que falta por completo el fundamento sobre que se apoya todo el edificio.

Porque aquel a quien Dios no llama no es conducido ni ayudado por su gracia. De otra parte, si se debe decir que hay una verdadera vocación en cierto modo divina para todo estado, en la medida en que el principal autor de todos los estados y de todos los dones y disposiciones, así naturales como sobrenaturales, es Dios mismo, cuánto más necesario será decir esto de la vocación religiosa y sacerdotal que brilla con excelencia tan sublime y se halla repleta de tantas distinciones naturales y sobrenaturales que no puede tener otro origen sino el Padre de las luces, de quien viene todo don excelente y toda gracia perfecta[3].

Por lo contrario, viniendo ya al otro elemento de la vocación religiosa y sacerdotal, el Catecismo romano enseña que se dicen llamados por Dios los que son llamados por los ministros legítimos de la Iglesia[4].

Lo cual, lejos de hallarse en contradicción con lo que Nos hemos dicho sobre la vocación divina, se encuentra más bien estrechamente unido a ello. Porque la vocación al estado religioso y clerical -al destinar a alguien a llevar públicamente una vida de santificación y a ejercer un ministerio jerárquico en la Iglesia, en esta sociedad visible y jerárquica- debe ser, en virtud de un mandato, aprobada, aceptada y regida por los superiores, igualmente jerárquicos, a quienes Dios ha confiado el gobierno de la Iglesia.

A ello deben atender bien todos cuantos se dedican a reclutar y examinar vocaciones de este género. No deben, pues, forzar jamás a nadie, en ninguna forma, ni para el estado sacerdotal ni para el religioso[5], ni atraer o admitir a quien no diere realmente verdaderas señales de vocación divina, ni tampoco promover al ministerio clerical a quien diera pruebas de no haber recibido divinamente sino la vocación religiosa; como, así mismo, a los que hubieren recibido tal don de Dios, no deben inclinarles o desviarles hacia el clero secular. Finalmente, no deben apartar a nadie del estado sacerdotal, si por señales ciertas se prueba que se trata de un llamamiento de Dios[6].

En efecto, es claro que quienes aspiran a servir en la clerecía, para los cuales se han fijado estas reglas, deben reunir todo cuanto se requiere para constituir esta vocación múltiple: religiosa, sacerdotal y apostólica. En consecuencia, todos los dones y cualidades que se estiman necesarios para cumplir con este oficio divino tan sublime, han de encontrarse en ellos.

 

II. LA TAREA DE LOS EDUCADORES

3. Por otra parte, todo el mundo comprende cómo los gérmenes de vocación, así como también las cualidades por ella requeridas, desde que existen, tienen necesidad de educación y de formación para desarrollarse y madurar. Porque la verdad es que nada aparece perfecto desde el primer instante del nacimiento, sino que la perfección se adquiere por progresos graduales. Para dirigir esta evolución, ha de tenerse muy en cuenta todo, ya de quien es el objeto de la vocación divina, ya de las condiciones de lugares y tiempo para alcanzar con eficacia el fin propuesto. Es preciso, pues, que la educación y la formación de los jóvenes religiosos estén plenamente aseguradas, ilustradas, sean sólidas, completas, adaptadas prudentemente y con confianza a las exigencias de hoy tanto interiores como exteriores, cultivadas asiduamente y seguidas con atención, no ya sólo en lo que toca a la perfección de la vida religiosa, sino también de la vida sacerdotal y apostólica.

Todo esto, según lo enseña la experiencia, no puede lograrse sino con hombres escogidos, experimentados, que no sólo se distingan por la doctrina, la prudencia, el discernimiento de espíritus y por una experiencia variada de los hombres y de las cosas, así como por otras cualidades humanas, sino que también estén llenos del Espíritu Santo y que, con su santidad y su ejemplo de todas las virtudes, sirvan de luz a los jóvenes, porque éstos, según se sabe, en todo el conjunto de su formación se sienten arrastrados por la virtud y las buenas acciones mucho más que por los discursos[7].

En el cumplimiento de esta muy grave tarea, los educadores tendrán como primera regla la que el Señor anunciaba en el Evangelio, cuando dice: Yo soy el buen Pastor, el buen Pastor da su vida por sus ovejas... Yo soy el buen Pastor y yo conozco las mías y las mías me conocen[8]; y San Bernardo la expresa diciendo: Pensad que habéis de ser como madres, no señores; procurad más bien ser amados que ser temidos[9]. El Concilio de Trento mismo exhorta con gravedad a los Superiores eclesiásticos: Estima tener que recordarles que se acuerden de que son pastores, y no los que castigan; que ellos dirijan a sus súbditos no haciéndoles sentir el dominio, sino que los amen como a hijos y hermanos más jóvenes; y que se esfuercen con sus exhortaciones y sus advertencias en apartarles de lo que no les está permitido, no sea que, si faltaren, haya obligación de infligirles los castigos que les son debidos. Mas si por fragilidad humana llegaran a pecar, obsérvese entonces el precepto del Apóstol, reprendiéndoles, amenazándoles y exhortándoles con toda bondad y paciencia: porque en el corregir la benevolencia hace más que la severidad, más la exhortación que la amenaza, más la caridad que la autoridad. Mas si la gravedad de la falta obliga a emplear el castigo, preciso es entonces unir el rigor con la bondad, la justicia con la misericordia y la severidad con la dulzura, de suerte que se guarde la disciplina saludable a los pueblos y necesaria para la enmienda de quienes habrán de ser corregidos, o si rehusaren arrepentirse, que los demás se aparten del mal por un saludable ejemplo de la corrección[10].

 

LA EDUCACIÓN DEBE COMPRENDER AL HOMBRE TODO ENTERO

4. Acuérdense, además, todos cuantos, por cualquier razón que sea, dirigen la formación de los religiosos, que esta educación y formación ha de darse según una progresión armónica y con todos los medios y métodos convenientes, atendiendo a las ocasiones, y que debe abrazar al hombre todo entero para todos los aspectos de su vocación, de suerte que se haga de él por todos modos realmente un hombre perfecto en Cristo Jesús[11]. En lo que se refiere a los medios y métodos de formación, claro está que los que son ofrecidos ya por la naturaleza misma ya por la investigación humana de nuestro tiempo en modo alguno deben ser despreciados, si fueren buenos; mejor aún, es necesario tenerlos muy en cuenta y admitirlos con discreción. Sin embargo, ningún error sería peor que el de quien, al formar discípulos tan escogidos, preocupado excesivamente por los métodos naturales o exclusivamente por ellos, relegara a segundo término o bajo cualquier pretexto menospreciara los recursos y los medios del orden sobrenatural, cuando para la búsqueda de la perfección religiosa y clerical repleta de sus frutos apostólicos, los recursos sobrenaturales -tales como los sacramentos, la oración, la mortificación y otros de este carácter- no solamente son necesarios, sino que son primordiales y totalmente esenciales.

Mas guardando este orden de los métodos y de los recursos, preciso es absolutamente no despreciar nada de todo cuanto pueda ser útil de algun manera para perfeccionar el cuerpo y el alma, cultivar todas las virtudes naturales y formar virilmente un tipo de hombre completo, de tal modo que, luego, la formación tanto religiosa como sacerdotal se apoyen sobre este fundamento muy sólido de una honradez natural y de una humanidad cultivada[12], porque será más fácil y más seguro para los hombres encontrar el camino para llegar a Cristo si, en la persona del sacerdote, les aparece con gran claridad la benignidad y el amor de Dios nuestro Salvador hacia los hombres[13].

3. Pero, aunque todos deben dar importancia grande a una formación humana y natural del clérigo religioso, no hay duda alguna de que, en el curso de su formación, es la santificación sobrenatural de su alma la que obtiene la primacía. Porque si el consejo del Apóstol vale para todos los cristianos, cuando asegura él que lo que Dios quiere, es vuestra santificación[14], ¿cuánto más estará obligado a ello aquel que no solamente se halla revestido del sacerdocio, sino que ha hecho profesión de buscar la perfección evangélica misma, y que hasta en virtud de su cargo se convierte en instrumento de santificación de los demás, pues de su santidad propia dependen en gran parte la salvación misma de las almas y el crecimiento del reino de Dios?

Que todos los miembros de los estados en que se busca la perfección evangélica tengan, por lo tanto, bien presente y mediten con frecuencia ante Dios que para cumplir con el deber de su profesión no les basta el evitar los pecados, ya graves, ya hasta -con la ayuda de Dios- las faltas veniales, ni ajustarse tan sólo materialmente a las órdenes de los Superiores, y aun a sus votos y a lo que puede obligar su conciencia, o a sus constituciones particulares, según las cuales, como la Iglesia manda en los sagrados cánones, todos y cada uno de los religiosos, Superiores y súbditos, deben... modelar su vida y tender así a la perfección de su estado[15]. Necesario, por lo tanto, es que cumplan todo eso con todo corazón y con un ardiente amor, no tan sólo por necesidad, sino también en conciencia[16], porque para elevarse a las alturas de la santidad y poder ofrecer a todos fuentes vivas de caridad cristiana, deben ellos estar adornados con todas las virtudes y estar encendidos en la caridad más ardiente hacia Dios y hacia el prójimo.

 

III. LA FORMACIÓN INTELECTUAL

6. Pero, aun atendiendo bien a esta santificación del alma, será igualmente preciso dar a los religiosos una formación muy cuidada, tanto intelectual como pastoral. Queremos destacar y proponer con mayor amplitud los principios de la misma, dada la importancia de la materia y a causa de la conciencia que Nos tenemos de Nuestro supremo oficio.

La necesidad, para estos religiosos, de recibir una formación intelectual sólida y completa en todas las materias, surge manifiestamente de la triple dignidad con que brillan en la Iglesia de Dios: dignidad religiosa, sacerdotal y apostólica.

Los religiosos, en efecto, que tienen como finalidad principal el contemplar las cosas divinas buscando tan sólo a Dios y uniéndose a El, y transmitirlas a los demás, han de recordar bien que en modo alguno pueden darse por satisfechos, según es preciso y con los frutos de tarea tan santa y para elevarse a una sublime unión con Cristo, si no tienen en abundancia aquel conocimiento profundo y siempre perfectible de Dios y de sus misterios que se adquiere mediante los estudios sagrados[17].

La dignidad sacerdotal que da al revestido de ella el quedar constituido legado de las ciencias del Señor[18] y ser llamado por especial razón sal de la tierra y luz del mundo[19], exige una formación sólida y muy extensa, de modo particular en lo que toca a las disciplinas eclesiásticas, que pueda alimentar y fortificar la vida espiritual en el sacerdote mismo y guardarle de todo error y de toda peligrosa novedad, y que, además, le haga fiel dispensador de los misterios de Dios[20], y hombre perfecto de Dios, preparado para toda obra buena[21].

Finalmente, la tarea apostólica que los miembros de los estados de perfección ejercen en la Iglesia por el hecho de su vocación, tanto para predicar como para formar cristianamente a los niños y jóvenes, así como para administrar los sacramentos, singularmente el de la Penitencia, ya también a causa de las misiones en países de infieles, ya por la dirección espiritual de las almas, ya, en fin, por el modo de la vida cotidiana que ellos llevan con las gentes, no podrá producir abundantes y duraderos frutos si no conocen perfectamente la doctrina sagrada alimentándose continuamente con ella.

7. Los Superiores religiosos, ante todo, deben vigilar por esta formación sólida y muy completa de la inteligencia, atendiendo al desarrollo natural de los jóvenes y a la distribución de estudios, empleando todos los recursos para que la cultura literaria y científica de los religiosos alumnos en nada ceda a la de los seglares que siguen los mismos estudios. Si de ello se cuida bien, ya por ese mismo hecho se habrá provisto seriamente a la formación de los espíritus y facilitado al mismo tiempo la selección de los súbditos[22], y se tendrá la seguridad de que estos mismos alumnos estén preparados para profundizar en las disciplinas eclesiásticas ofreciéndoles para ello todos los medios.

 

LA FILOSOFÍA Y LA TEOLOGÍA

8. Por lo que se refiere a la Filosofía y a la Teología que no serán enseñadas sino por maestros capaces y con rigor escogidos, conviene observar muy santamente todo cuanto ha sido prescrito por los sagrados cánones, por Nuestros Predecesores y por Nos mismo, en especial, sobre el respeto que se debe al magisterio eclesiástico y la consiguiente fidelidad al mismo, que debe ser manifiesta de todas las maneras, siempre y doquier, e inculcada a las almas y a los espíritus de los alumnos; sobre la prudencia y la precaución que deben correr parejas con una diligente atención, altamente recomendada, que alcance a las nuevas cuestiones que surgen con los tiempos modernos; sobre la argumentación de la doctrina y de los principios del Doctor Angélico, que deben ser santamente mantenidos y seguidos plenamente en la enseñanza filosófica y teológica de los alumnos[23].

La Teología debe ser enseñada a la par con el método positivo y con el llamado escolástico, tomando a Santo Tomás de Aquino como guía y maestro, de modo que a la luz de una enseñanza auténtica, las fuentes de la revelación divina sean estudiadas en forma profunda con los medios adaptados, y que los tesoros de la verdad que de ella provienen sean claramente expuestos y eficazmente protegidos. Porque tan sólo al magisterio de la Iglesia se ha confiado el interpretar auténticamente el depósito de la Revelación, debe ser explicado no según razonamientos puramente humanos y opiniones particulares, sino muy fielmente según el sentido y el espíritu de la Iglesia misma. Por lo tanto, que los profesores de Filosofía cristiana y de Teología sepan que ejercen su cargo no por propio derecho y en su nombre propio, sino en el nombre y bajo la autoridad del Magisterio supremo y, por consiguiente, bajo su vigilancia y su dirección, pues lo han recibido de él como una misión canónica; por ello, salvaguardando siempre la justa libertad de discusión, ellos deben recordar bien que el poder de enseñar no les ha sido dado para transmitir a sus alumnos sus propias opiniones, sino las doctrinas bien comprobadas de la Iglesia[24].

Además, todos, así los maestros como los alumnos, jamás deben perder de vista que los estudios eclesiásticos están orientados no sólo a la formación intelectual, sino a una formación integral y sólida, ya sea religiosa, ya sacerdotal y apostólica; por eso su finalidad no es tán sólo el permitir el "paso" de los exámenes, sino imprimir en las almas de los alumnos como una impronta indeleble de la que siempre sacarán, cuando la necesitaren, luz y fuerza para sus propias necesidades y para las de los demás[25].

9. Para alcanzar este fin, la enseñanza intelectual ha de estar muy estrechamente unida con el amor a la oración y a la contemplación de las cosas divinas; además, ha de ser completa, sin omitir parte alguna en las materias mandadas, siendo también coherente y de tal modo estructurada en todas sus partes que todas las materias converjan hacia un solo sistema, sólido y bien ordenado; que esté también adaptada sabiamente para responder a los errores de nuestra época y ayudarla en sus necesidades; que esté, asimismo, al corriente de los modernos descubrimientos y, al mismo tiempo, muy de acuerdo con la venerable tradición; finalmente, que esté ordenada con eficacia para un fructuoso cumplimiento de todas las cargas pastorales, de suerte que permita a los futuros sacerdotes enseñar y defender, según conviniere, la sana doctrina en sermones y en catequesis que se dirijan tanto a las gentes incultas como a las gentes instruidas, administrar bien los sacramentos, promover activamente el bien de las almas y ser útiles a todos con sus palabras y con sus actos.

 

LA FORMACIÓN PASTORAL

10. Aunque todo esto que Nos hemos dicho hasta aquí sobre la formación espiritual e intelectual de los alumnos contribuye en el más alto grado a preparar hombres verdaderamente apostólicos y es necesario para ello, de modo que, si el sacerdote se halla falto de la santidad y de la ciencia deseadas, esté muy convencido de que le falta todo, Nuestro oficio, muy grave, Nos obliga aquí a añadir que, además de la santidad y de la ciencia requeridas, es absolutamente necesario que el sacerdote, para cumplir bien con su ministerio apostólico, reciba una formación pastoral muy cuidada y perfecta en todos puntos, que le dé habilidad y destreza verdaderas para cumplir convenientemente las numerosas cargas del apostolado cristiano.

Y si es habitual que cada uno, antes de ejercitar un oficio, comience por una sólida preparación, ya sea teórica, según se dice, ya técnica, ya práctica en el curso de un largo aprendizaje, ¿quién negará que se necesite una preparación mucho más cuidada y más alta que preceda a lo que se llama con razón el arte de las artes?

Esta formación pastoral de los alumnos, que ya debe comenzarse al principio del ciclo de los estudios, y perfeccionarse gradualmente a medida que avanzan en edad, y acabarse por un "periodo" especial después de los estudios de Teología, correspondiente a la finalidad de cada Instituto, ha de mirar ante todo a que los futuros ministros y apóstoles de Cristo, siguiendo el ejemplo de Cristo mismo, estén sólida y profundamente impregnados por las virtudes apostólicas, esto es, por un celo ardiente y muy puro para trabajar por la gloria de Dios, un amor activo y ardiente hacia la Iglesia para defender sus derechos, conservar y extender su doctrina, un celo abrasado por la salvación de las almas, una prudencia sobrenatural en las palabras y en los actos unida a la sencillez evangélica, una humilde abnegación de sí mismos y una dócil sumisión a los superiores, una muy firme confianza en Dios y una conciencia clarísima de su misión, una viril habilidad para llevar los asuntos y una constancia para continuar todo lo emprendido, una fidelidad atenta a cumplir su oficio, un gran valor para hacer y soportar cosas muy duras, y, finalmente, una amabilidad y humanidad cristianas que atraigan a todos.

Necesario es, además, mientras se da la formación pastoral, cuidar de que, habida cuenta del grado de progreso en los estudios, los alumnos sean instruidos en todas las materias que puedan conducir a formar en todos los aspectos el buen soldado de Crsito[26] y pertrecharle con las armas apostólicas correspondientes. Por ello, además de los estudios filosóficos y teológicos, para prepararles oportunamente a la acción pastoral, según Nos hemos dicho, es necesario absolutamente que los futuros pastores de la grey del Señor reciban de maestros competentes, según las normas de la Sede Apostólica, una enseñanza tocante a las cuestiones psicológicas y pedagógicas, didácticas y catequísticas, sociales y pastorales y otras de esta suerte -enseñanza, que responda al progreso actual de estas materias y que los prepare para las múltiples necesidades del apostolado moderno.

Y para que esta formación apostólica doctrinal quede muy bien confirmada en el uso y en la experiencia, preciso es asociarle ejercicios llamados prácticos, que progresen gradualmente con discreción y estén prudentemente ordenados. Queremos, pues, Nos que se cumplan en un "periodo" especial, que deberá seguir a la recepción del sacerdocio, bajo la dirección de hombres muy competentes de hecho en su doctrina, y que se desarrollen de manera continua sin jamás interrumpir los estudios sagrados.

Luego de haber dado estos muy altos principios que deben regir así el trabajo de formación como a los educadores y a sus alumnos, y las leyes generales que tocan a cada punto de esta cuestión tan importante, examinado todo con madurez, Nos declaramos y con ciencia cierta establecemos, y en virtud de la plenitud del poder apostólico, que deben ser observados por todos a quienes se refiere.

Además, Nos damos poder, en virtud de Nuestra autoridad, a la S. Congregación de Religiosos, para publicar ordenanzas, instrucciones, declaraciones, interpretaciones y otros documentos de este género, para la aplicación de los estatutos generales ya aprobados por Nos, y promulgar todo cuanto sirva para hacer que se observen fielmente la Constitución, los estatutos y los reglamentos.

No obstando nada en contrario, ni aun las cosas dignas de una mención particular.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de mayo de 1956, año décimoctavo de Nuestro Pontificado, en la fiesta de la Bienaventurada Virgen María, Reina del mundo.

 

[1] Cf. 1 Reg. (1 Sam.) 2, 3.

[2] Litan. lauret.

[3] Cf. Iac. 1, 17.

[4] Catech. Rom., p. 2, c. 7.

[5] Cf. C.I.C. can. 971.

[6] Ibid.

[7] Ibid., can. 124.

[8] Io. 10, 11-12. 14.

[9] In cantica serm. 23 PL 183, 885 B.

[10] Cf. C.I.C. can. 2214 #2; Conc. Trid. de ref. c. 1.

[11] Col. 1, 28.

[12] Cf. Phil. 4, 5.

[13] Tit. 3, 4.

[14] 1 Thes. 4, 3.

[15] Cf. C.I.C. can. 593.

[16] Rom. 13, 5.

[17] Cf. Pii XI: Litt. ap. Unigenitus Dei Filius 19 mart. 1924 A.A.S. 16 (1924) 137-138: Enchiridion de statibus perfectionis Romae 1940, n. 348. p. 403-404.

[18] Cf. 1 Reg. (1 Sam.) 2, 3.

[19] Cf. Mat. 5, 13-14.

[20] Cf. 1 Cor. 4, 1-2.

[21] Cf. 2 Tim. 3, 17.

[22] Pius XII: Adh. ap. Menti Nostrae 23 sept. 1950 A.A.S. 42 (1950) 687.

[23] Pius XII: Enc. Humani generis 12 aug. 1950 A.A.S. 42 (1950) 573, 577-578. C.I.C. can. 1366.

[24] S. Pius X: Motu pr. Doctoris angelici 29 iul. 1914 A.A.S. (1914) 338: Enchiridion n. 373, p. 531.

[25] Cf. Pius XII, Sermo ad alumnos 24 iun. 1939 A.A.S. 31 (1939) 246: Enchiridion n. 373 p. 531.

[26] 2 Tim. 2, 3.