HUMANI GENERIS IN REBUS

Sobre los errores de la llamada "Teología Nueva"

- 12/8/1950 -

CARTA ENCÍCLICA DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XII SOBRE LOS ERRORES DE LA LLAMADA "TEOLOGÍA NUEVA" QUE AMENAZAN MINAR LOS FUNDAMENTOS DE LA DOCTRINA CATÓLICA

Venerables Hermanos, Salud y bendición apostólica

INTRODUCCIÓN

1. Las disensiones y errores del género humano en las cuestiones religiosas y morales han sido siempre fuente y causa de intenso dolor para todas las personas de buena voluntad y, principalmente, para los hijos fieles y sinceros de la Iglesia; pero en especial lo es hoy, cuando vemos combatidos aun los principios mismos de la cultura cristiana.

No es de admirar que haya siempre disensiones y errores fuera del redil de Cristo. Porque, aun cuando realmente la razón humana, con sus fuerzas y su luz natural, pueda en absoluto llegar al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal, que con su Providencia sostiene y gobierna el mundo, y asimismo de la ley natural impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a la razón el empleo eficaz y fructuoso de esta su potencia natural. Porque las verdades, que se refieren a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios, rebasan completamente el orden de los seres sensibles y cuando entran en la práctica de la vida y la informan, exigen el sacrificio y la abnegación propia. Ahora bien, el entendimiento humano encuentra dificultades en la adquisición de tales verdades, ya por la acción de los sentidos y de la imaginación, ya por las malas concupiscencias nacidas del pecado original. Lo cual hace que los hombres en semejantes materias fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero.

2. Por esto se debe sostener que la revelación divina es moralmente necesaria, para que, aun en el estado actual del género humano, todos puedan conocer, con facilidad, con firme certeza y sin ningún error, las verdades religiosas y morales que no son de suyo incomprensibles a la razón .

Más aún, a veces la mente humana puede encontrar dificultad aun para formarse un juicio cierto sobre la credibilidad de la fe católica, no obstante los muchos y admirables indicios externos ordenados por Dios para poder probar ciertamente, por medio de ellos, el origen divino de la Religión cristiana con la sola luz natural de la razón. Puesto que el hombre, o porque se deja llevar de prejuicios o porque le instigan las pasiones y la mala voluntad puede, no sólo negar la evidencia de esos indicios externos, sino también resistir a las inspiraciones sobrenaturales, que Dios infunde en nuestras almas.

I. DOCTRINAS ERRÓNEAS ACTUALES

3. Si miramos fuera del redil de Cristo fácilmente descubriremos las principales direcciones, que siguen no pocos de los hombres de estudios, nos admiten sin discreción ni prudencia el sistema evolucionístico que aun en el mismo campo de las ciencias naturales no ha sido todavía probado indiscutiblemente, y pretenden que hay que extenderlo al origen de todas las cosas, y con osadía sostienen la hipótesis monística y panteística de un modo sujeto a perpetua evolución. De esta hipótesis se valen los comunistas para defender y propagar su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda noción de Dios.

Las falsas afirmaciones de semejante evolucionismo, por las que se rechaza todo lo que es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a una moderna seudofilosofía, que, en concurrencia contra el idealismo, el inmanentismo y el pragmatismo, ha sido denominada existencialismo, porque rechaza las esencias inmutables de las cosas y no se preocupa más que de la existencia de cada una de ellos.

Existe igualmente un falso historicismo, que se atiene sólo a los acontecimientos de la vida humana y, tanto en el campo de la filosofía como en el de los dogmas cristianos, destruye los fundamentos de toda verdad y ley absoluta.

4. Entre tanta confusión de opiniones, Nos es de algún consuelo ver a los que hoy no rara vez, abandonando las doctrinas del racionalismo en que habían sido educados, desean volver a los manantiales de la verdad revelada, y reconocer y profesar la palabra de Dios conservada en la Sagrada Escritura, como fundamento de la ciencia sagrada. Pero al mismo tiempo lamentamos que no pocos de esos, cuanto más firmemente se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el valor de la razón humana; y cuanto con más entusiasmo enaltecen la autoridad de Dios Revelador, tanto más ásperamente desprecian el Magisterio de la Iglesia, instituido por Nuestro Señor JESUCRISTO para defender e interpretar las verdades reveladas. Este modo de proceder no sólo está en abierta contradicción con la Sagrada Escritura, sino que aun por experiencia se muestra ser equivocado. Pues los mismos disidentes con frecuencia se lamentan públicamente de la discordia que reina entre ellos en las cuestiones dogmáticas, tanto que se ven obligados a confesar la necesidad de un Magisterio vivo.

5. Los teólogos y filósofos católicos, que tienen el grave encargo de defender e imprimir en las almas de los hombres las verdades divinas y humanas, no deben ignorar ni desatender estas opiniones, que más o menos se apartan del recto camino. Más aún, es necesario que las conozcan bien, pues no se pueden curar las enfermedades, que antes suficientemente no se conocen; además en las mismas falsas afirmaciones se oculta a veces un poco de verdad; y por último, esas falsas opiniones incitan la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas o teológicas.

Si nuestros filósofos y teólogos solamente procurasen sacar este fruto de aquellas doctrinas, estudiándolas con cautela, no tendría por qué intervenir el Magisterio de la Iglesia. Pero, aunque sabemos que los doctores católicos en general evitan contaminarse con tales errores, Nos consta, sin embargo, que no faltan hoy quienes, como en los tiempos apostólicos, amando la novedad más de lo debido, y también temiendo que los tengan por ignorantes de los progresos de la ciencia, intentan sustraerse a la dirección del sagrado Magisterio, y por este motivo están en peligro de apartarse insensiblemente de la verdad revelada y hacer caer a otros consigo en el error.

6. Existe también otro peligro, que es tanto más grave cuanto que se oculta bajo capa de virtud. Muchos, deplorando la discordia del género humano y la confusión que reina en las inteligencias de los hombres, y guiados de un imprudente celo de las almas, se sienten llevados por un interno impulso y ardiente deseo a romper las barreras que separan entre sí a las personas buenas y honradas; y propugnan una especie de irenismo, que, pasando por alto las cuestiones que dividen a los hombres, se proponen, no sólo combatir en unión de fuerzas el combatiente ateísmo, sino también reconciliar opiniones contrarias aun en el campo dogmático. Y, como hubo antiguamente quienes se preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia constituía más bien un impedimento que una ayuda para ganar las almas a Cristo, así también no faltan hoy quienes se han atrevido a proponer en serio la duda de si conviene, no sólo perfeccionar, mas aún reformar completamente la teología y el método que actualmente, con la aprobación eclesiástica, se emplea en el enseñamiento teológico, a fin de que se propague más eficazmente el reino de Cristo en todo el mundo, entre los hombres de todas las civilizaciones y de todas las opiniones religiosas.

Si los tales no pretendiesen más que acomodar, con algo de renovación, el enseñamiento eclesiástico y su método a las condiciones y necesidades actuales no habría casi de qué temer; pero algunos de ellos, arrebatados por un imprudente irenismo, parece que consideran como óbice para restablecer la unidad fraterna, lo que se funda en las mismas leyes y principios dados por Cristo y en las instituciones por El fundadas, o lo que constituye la defensa y el sostenimiento de la integridad de la fe; cayendo lo cual se unirían sí, todas las cosas, mas sólo en la común ruina.

7. Los que, o por reprensible deseo de novedad, o por algún motivo laudable, propugnan estas nuevas opiniones, no siempre las proponen con la misma graduación, ni con la misma claridad, ni con los mismos términos, ni siempre con unanimidad de pareceres: lo que hoy enseñan algunos más encubiertamente, con ciertas cautelas y distinciones, otros más audaces lo propalan mañana abiertamente y sin limitaciones, con escándalo de muchos, sobre todo del clero joven y con detrimento de la autoridad eclesiástica. Más cautamente se suelen tratar estas materias en los libros que se dan a la luz pública; con más libertad se habla ya en los folletos distribuidos privadamente y en las conferencias y reuniones. Y no se divulgan solamente estas doctrinas entre los miembros de uno y otro clero y en los seminarios y los institutos religiosos, sino también entre los seglares, sobre todo entre los que se dedican a la enseñanza de la juventud.

8. En cuanto a la teología, lo que algunos pretenden es disminuir lo más posible el significado de los dogmas; y librarlos de la manera de hablar tradicional ya en la Iglesia y de los conceptos filosóficos usados por los doctores católicos; a fin de volver, en la exposición de la doctrina católica, a las expresiones empleadas por la Sagrada Escritura y por los Santos Padres. Esperan que así el dogma, despojado de elementos, que llaman extrínsecos a la revelación divina, se pueda comparar fructuosamente con las opiniones dogmáticas de los que están separados de la unidad de la Iglesia, y por este camino se llegue poco a poco a la asimilación del dogma católico con las opiniones de los disidentes.

Reduciendo la doctrina católica a tales condiciones, creen que se abre también el camino, para obtener, según lo exigen las necesidades modernas, que el dogma sea formulado con las categorías de la filosofía moderna, ya se trate del inmanentismo o del idealismo o del existencialismo o de cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que esto se puede y se debe hacer también por la siguiente razón: porque, según ellos, los misterios de la fe nunca se pueden significar con conceptos completamente verdaderos, mas sólo con conceptos aproximativos y que continuamente cambian, por medio de los cuales la verdad se indica, si, en cierta manera, pero también necesariamente se desfigura. Por eso no piensan ser absurdo, sino antes creen ser del todo necesario que la teología, según los diversos sistemas filosóficos, que en el decurso del tiempo le sirven de instrumentos, vaya sustituyendo los antiguos conceptos por otros nuevos; de suerte que en maneras diversas y hasta cierto punto aun opuestas, pero, según ellos, equivalentes, haga humanas aquellas verdades divinas. Añaden que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas, que sucesivamente ha ido tomando la verdad revelada, según las varias doctrinas y opiniones que a través de los siglos ha ido apareciendo.

9. De lo dicho es evidente que estos conatos, no sólo llevan al relativismo dogmático, sino ya de hecho lo contienen, pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología favorece ese relativismo y lo fomenta. Nadie ignora que los términos empleados, tanto en la enseñanza de la teología como por el mismo Magisterio de la Iglesia, para expresar tales conceptos, pueden ser perfeccionados y perfilados. Se sabe también que la Iglesia no ha sido siempre constante en el uso de unos mismos términos. Es evidente además que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico; pero las nociones y los términos, que los doctores católicos, con general aprobación, han ido componiendo durante el espacio de varios siglos, para llegar a obtener alguna inteligencia del dogma, no se fundan sin duda en cimientos tan deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas del verdadero conocimiento de las cosas creadas: deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso no hay que admirarse que algunas de estas nociones hayan sido, no sólo empleadas por los Concilios Ecuménicos, sino también aprobadas por ellos; de suerte que no es lícito apartarse de ellas.

Abandonar, pues, o rechazar o privar de valor tantas y tan importantes nociones y expresiones, que hombres de ingenio y santidad no comunes, con esfuerzo multisecular, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado, para expresar las verdades de la fe, cada vez con mayor exactitud; y sustituirlas con nociones hipotéticas y expresiones fluctuantes y vagas de una moderna filosofía que como la flor del campo hoy existe y mañana caerá; no sólo es suma imprudencia, sino que convierte el dogma en una caña agitada por el viento. El desprecio de los términos y las nociones, que suelen emplear los teólogos escolásticos, lleva naturalmente a enervar la teología especulativa, la cual, por fundarse en razones teológicas, ellos juzgan carecer de verdadera certeza.

10. Por desgracia, estos amigos de novedades fácilmente pasan del desprecio de la teología escolástica a tener en menos y aun a despreciar también el mismo Magisterio de la Iglesia, que tanto peso ha dado con su autoridad a aquella teología. Presentan este Magisterio como impedimento del progreso y obstáculo de la ciencia; y hay ya acatólicos, que lo consideran como un freno injusto, que impide el que algunos teólogos más cultos renueven la teología. Y aunque este sagrado Magisterio, en las cuestiones de fe y costumbres, debe ser para todo teólogo la norma próxima y universal de la verdad (ya que a él ha confiado Nuestro Señor JESUCRISTO la custodia, la defensa y la interpretación del depósito de la fe, o sea de las Sagradas Escrituras y de la tradición divina); sin embargo, a veces se ignora, como si no existiese, la obligación que tienen todos los fieles, de huir aun de aquellos errores, que más o menos se acercan a la herejía, y por tanto de observar también las constituciones y decretos, en que la Santa Sede ha proscrito y prohibido las tales opiniones falsas.

Hay algunos que de propósito desconocen cuanto los Romanos Pontífices han expuesto en las Encíclicas sobre el carácter y la constitución de la Iglesia, a fin de hacer prevalecer un concepto vago, que ellos profesan y dicen haber sacado de los antiguos Padres, sobre todo de los griegos. Porque los Sumos Pontífices, dicen ellos, no quieren determinar nada en las opiniones disputadas entre los teólogos; y así hay que volver a las fuentes primitivas y con los escritos de los antiguos explicar las modernas constituciones y decretos del Magisterio.

Este lenguaje puede parecer elocuente, pero no carece de falacia. Pues es verdad que los Romanos Pontífices en general conceden libertad a los teólogos en las cuestiones disputadas entre los más acreditados doctores; pero la historia enseña que muchas cuestiones, que un tiempo fueron objeto de libre discusión, no pueden ya ser discutidas.

Ni hay que creer que las enseñanzas de las Encíclicas no exijan de suyo el asentimiento, por razón de que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema potestad de su Magisterio. Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, del cual valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a Mí me oye, y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas, ya por otras razones pertenece al patrimonio de la doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus constituciones de propósito pronuncian una sentencia en materia disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos Pontífices, esa cuestión no se puede tener ya como de libre discusión entre los teólogos.

11. Es también verdad que los teólogos deben siempre volver a las fuentes de la revelación; pues a ellos toca indicar de qué manera se encuentre explícita o implícitamente, en la Sagrada Escritura y en la divina tradición, lo que enseña el Magisterio vivo. Además, las dos fuentes de la doctrina revelada contienen tantos y tan sublimes tesoros de verdad que nunca realmente se agotan. Por eso con el estudio de las fuentes sagradas se rejuvenecen continuamente las sagradas ciencias; mientras que, por el contrario, una especulación, que deje ya de investigar el depósito de la fe, se hace estéril, como vemos por experiencia. Pero, esto no autoriza a hacer de la teología, aun de la positiva, una ciencia meramente histórica. Porque, junto con esas sagradas fuentes, Dios ha dado a su Iglesia el Magisterio vivo, para ilustrar también y declarar lo que en el depósito de la fe no se contiene más que obscura y como implícitamente. Y el Divino Redentor no ha confiado, la interpretación auténtica de este depósito a cada uno de los fieles, ni aun a los teólogos, sino sólo al Magisterio de la Iglesia. Y si la Iglesia ejerce este su oficio (como con frecuencia lo ha hecho en el curso de los siglos, con el ejercicio ya ordinario ya extraordinario del mismo oficio), es evidentemente falso el método que trata de explicar lo claro con lo obscuro; antes es menester que todos sigan el orden inverso. Por lo cual Nuestro Predecesor de inmortal memoria Pío IX, al enseñar que es deber nobilísimo de la teología el mostrar cómo una doctrina definida por la Iglesia se contiene en las fuentes, no sin grave motivo añadió aquellas palabras: con el mismo sentido con que ha sido definida por la Iglesia.

12. Volviendo a las nuevas teorías, de que tratamos antes, algunos proponen o insinúan en los ánimos muchas opiniones, que disminuyen la autoridad divina de la Sagrada Escritura. Pues se atreven a adulterar el sentido de las palabras, con que el Concilio Vaticano define que Dios es el autor de la Sagrada Escritura, y renuevan una teoría ya muchas veces condenada, según la cual la inerrancia de la Sagrada Escritura se extiende sólo a los textos que tratan de Dios mismo o de la religión o de la moral. Más aún, sin razón hablan de un sentido humano de la Biblia, bajo el cual se oculta el sentido divino, que es, según ellos, el solo infalible. En la interpretación de la Sagrada Escritura no quieren tener en cuenta la analogía de la fe ni la tradición de la Iglesia; de manera que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado Magisterio debe ser conmensurada con la de las Sagradas Escrituras, explicadas por los exégetas de modo meramente humano; más bien que exponer la Sagrada Escritura según la mente de la Iglesia, que ha sido constituida por Nuestro Señor JESUCRISTO.

Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición, que tantos y tan eximios exégetas, bajo la vigilancia de la Iglesia, han elaborado, deben ceder el puesto, según las falsas opiniones de éstos, a una nueva exégesis. que llaman simbólica o espiritual; con la cual los libros del Antiguo Testamento, que actualmente en la Iglesia son una fuente cerrada y oculta, se abrirían finalmente para todos. De esta manera, afirman, desaparecen todas las dificultades, que solamente encuentran los que se atienen al sentido literal de las Escrituras.

13. Todos ven cuánto se apartan estas opiniones de los principios y normas hermenéuticas, justamente establecidos por Nuestros Predecesores de feliz memoria: LEÓN XIII, en la Encíclica "Providentissimus", y BENEDICTO XV, en la Encíclica "Spiritus Paraclitus", y también por Nos mismo, en la Encíclica "Divino afflante Spiritu".

Y no hay que admirarse de que estas novedades hayan producido frutos venenosos en casi todos los tratados de la teología. Se pone en duda si la razón humana, sin la ayuda de la divina revelación y de la divina gracia, pueda demostrar la existencia de un Dios personal con argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido principio, y se afirma que la creación del mundo es necesaria, pues procede de la necesaria liberalidad del amor divino; se niega, asimismo, a Dios la presencia eterna e infalible de las acciones todas contrarias a las declaraciones del Concilio Vaticano.

Algunos también ponen en discusión si los Ángeles son personas; y si la materia difiere esencialmente del espíritu. Otros desvirtúan el concepto de gratuidad del orden sobrenatural, sosteniendo que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica. No sólo, sino que, pasando por alto las definiciones del Concilio de Trento, se destruye el concepto de pecado original, junto con el de pecado en general en cuanto ofensa de Dios, como también el de la satisfacción que Cristo ha dado por nosotros. Ni faltan quienes sostienen que la doctrina de la Transubstanciación, basada como está sobre un concepto filosófico de sustancia ya anticuado, debe ser corregido; de manera que la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía se reduzca a un simbolismo, en el que las especies consagradas no son más que señales externas de la presencia espiritual de Cristo y de su unión íntima con los fieles, miembros suyos en el Cuerpo Místico.

Algunos no se consideran obligados a abrazar la doctrina que hace algunos años expusimos en una Encíclica, y que está fundada en las fuentes de la revelación, según la cual el Cuerpo de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una misma cosa. Algunos reducen a una vana fórmula la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para conseguir la salud eterna. Otros, finalmente, no admiten el carácter racional de la credibilidad de la fe cristiana.

Sabemos que éstos y otros errores semejantes se propagan entre algunos hijos Nuestros, descarriados por un celo imprudente o por una falsa ciencia; y Nos vemos obligados a repetirles, con tristeza, verdades conocidísimas y errores manifiestos, y a indicarles, no sin ansiedad, los peligros de engaño a que se exponen.

II. LA EXPOSICIÓN DE LA DOCTRINA CATÓLICA

14. Es cosa sabida cuánto estime la Iglesia la humana razón, a la cual atañe demostrar con certeza la existencia de un sólo Dios personal comprobar invenciblemente los fundamentos de la misma fe cristiana por medio de sus notas divinas, expresar por conveniente manera la ley que el Creador ha impreso en las almas de los hombres y, por fin, alcanzar algún conocimiento, y por cierto fructuosísimo, de los misterios.

Mas la razón sólo podrá ejercer tal oficio de un modo apto y seguro si hubiere sido cultivada convenientemente, es decir, si hubiere sido impregnada con aquella sana filosofía, que es ya como un patrimonio heredado de las presentes generaciones cristianas y que por consiguiente, goza de una autoridad de un orden superior, por cuanto el mismo Magisterio de la Iglesia ha utilizado sus principios y sus principales asertos, manifestados y definidos paulatinamente por hombres de gran talento, para comprobar la misma divina Revelación. Esta filosofía, reconocida y aceptada por la Iglesia, defiende el verdadero y recto valor del conocimiento humano, los inconcusos principios metafísicos -a saber, los de razón suficiente, causalidad y finalidad- y la consecución de la verdad cierta e inmutable.

15. Cierto que en tal filosofía se exponen muchas cosas que, ni directa ni indirectamente, se refieren a la fe o a las costumbres y que, por lo mismo, la Iglesia deja a la libre disputa de los peritos; pero en otras muchas no tiene lugar tal libertad, principalmente en lo que toca a los principios y a los principales asertos que poco ha hemos recordado. Aun en esas cuestiones esenciales se puede vestir a la filosofía con más aptas y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de ciertos modos escolares menos aptos, enriquecerla cautelosamente con ciertos elementos del progresivo pensamiento humano; pero nunca es lícito derribarla, o contaminarla con falsos principios, o estimarla como un grande monumento, pero ya en desuso. Pues la verdad y su expresión filosófica no pueden cambiar con el tiempo, principalmente cuando se trata de los principios que la mente humana conoce por sí mismos o de aquellos juicios que se apoyan tanto en la sabiduría de los siglos como en el consenso y fundamento de la divina revelación. Cualquier verdad que la mente humana, buscando con rectitud, descubriere, no puede estar en contradicción con otra verdad ya alcanzada, pues Dios, Verdad suma, creó y rige la humana inteligencia, de tal modo que no opone cada día nuevas verdades a las ya adquiridas, sino que, apartados los errores que tal vez se hubieren introducido, edifica la verdad sobre la verdad, de modo tan ordenado y orgánico como aparece formada la misma naturaleza de la que se extrae la verdad. Por lo cual el cristiano, tanto filósofo como teólogo, no abraza apresurada y ligeramente cualquier novedad que en el decurso del tiempo se proponga sino que ha de sopesarla con suma detención y someterla a justo examen, no sea que pierda la verdad ya adquirida o la corrompa, con grave peligro y detrimento de la misma fe.

16. Si bien se examina cuanto llevamos expuesto, fácilmente se comprenderá por qué la Iglesia exige que los futuros sacerdotes sean instruidos en las disciplinas filosóficas, según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico, puesto que con la experiencia de muchos siglos conoce perfectamente que el método y el sistema del Aquinate se distinguen por su singular valor, tanto para la educación de los jóvenes como para la investigación de las más recónditas verdades, y que su doctrina suena como al unísono con la divina revelación y es eficacísimo para asegurar los fundamentos de la fe y para recoger de modo útil y seguro los frutos del sano progreso .

Es, pues, altamente deplorable que hoy día algunos desprecien una filosofía que la Iglesia ha aceptado y aprobado, y que imprudentemente la apelliden anticuada en su forma y racionalística, así dicen, en sus procedimientos. Pues afirman que esta nuestra filosofía defiende erróneamente la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera, mientras ellos sostienen, por el contrario, que las verdades, principalmente las trascendentes, sólo pueden expresarse con doctrinas divergentes que mutuamente se completan, aunque entre sí parezcan oponerse. Por lo cual conceden que la filosofía que se enseña en nuestras escuelas, con su lúcida exposición y solución de los problemas, con su exacta precisión de los conceptos y con sus claras distinciones, puede ser apta preparación al estudio de la teología, como se adaptó perfectamente a la mentalidad del medioevo; pero creen que no es un método que corresponda a la cultura y a las necesidades modernas. Añaden, además, que la filosofía perenne es sólo una filosofía de las esencias inmutables, mientras que la mente moderna ha de considerar la existencia de los seres singulares y la vida en su continua fluencia. Y mientras desprecian esta filosofía, ensalzan otras, antiguas o modernas, orientales u occidentales, de tal modo que parecen insinuar que cualquier filosofía o doctrina opinable, añadiéndole algunas correcciones o complementos, si fuere menester, puede compadecerse con el dogma católico; lo cual ningún católico puede dudar ser del todo falso, principalmente cuando se trata de los falsos sistemas llamados inmanentismo, o idealismo, o materialismo, ya sea histórico ya dialéctico, o también existencialismo, tanto si defiende el ateísmo como si al menos impugna el valor del raciocinio metafísico.

Por fin, achacan a la filosofía que se enseña en nuestras escuelas el defecto de atender sólo a la inteligencia en el proceso del conocimiento, sin reparar en el oficio de la voluntad y de los sentimientos. Lo cual no es verdad, ciertamente; pues la filosofía cristiana nunca negó la utilidad y la eficacia de las buenas disposiciones de toda el alma para conocer y abrazar plenamente los principios religiosos y morales; más aún, siempre enseñó que la falta de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento, ahogado por las pasiones y por la mala voluntad, de tal manera se obscurezca que no vea cuál conviene. Y el Doctor Común cree que el entendimiento puede percibir de algún modo los más altos bienes correspondientes al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto experimente en el ánimo cierta afectiva connaturalidad con esos mismos bienes, ya sea natural, ya por medio de la gracia divina; y claro aparece cuánto ese conocimiento subconsciente, por así decir, ayude a las investigaciones de la razón. Pero una cosa es reconocer la fuerza de los sentimientos para ayudar a la razón a alcanzar un conocimiento más cierto y más seguro de las cosas morales, y otra lo que intentan estos novadores, esto es, atribuir a las facultades volitiva y afectiva cierto poder de intuición, y afirmar que el hombre, cuando con el discurso de la razón no puede discernir qué es lo que ha de abrazar como verdadero, acude a la voluntad, mediante la cual elige libremente entre las opiniones opuestas, con una mezcla inaceptable de conocimiento y de voluntad.

17. Ni hay que admirarse de que con estas nuevas opiniones se ponga en peligro a dos disciplinas filosóficas que, por su misma naturaleza, están estrechamente relacionadas con la doctrina católica, a saber, la teodicea y la ética, cuyo oficio creen que no es demostrar con certeza algo acerca de Dios o de cualquier otro ser trascendente, sino más bien mostrar que lo que la fe enseña acerca de Dios personal y de sus preceptos es enteramente conforme a las necesidades de la vida y que, por lo mismo todos deben abrazarlo para evitar la desesperación y alcanzar la salvación eterna: todo lo cual se opone abiertamente a los documentos de Nuestros Predecesores LEÓN XIII y Pío X y no puede conciliarse con los decretos del Concilio Vaticano. No habría, ciertamente, que deplorar tales desviaciones de la verdad si aun en el campo filosófico todos mirasen con la reverencia que conviene al Magisterio de la Iglesia, al cual corresponde por divina institución no sólo custodiar e interpretar el depósito de la verdad revelada, sino también vigilar sobre las disciplinas filosóficas para que los dogmas católicos no sufran detrimento alguno de las opiniones no rectas.

18. Réstanos ahora decir algo acerca de algunas cuestiones que, aunque pertenezcan a las disciplinas que suelen llamarse positivas, sin embargo se entrelazan más o menos con las verdades de la fe cristiana. No pocos ruegan, con premura, que la Religión católica atienda lo más posible a tales disciplinas; lo cual es ciertamente digno de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados, empero se ha de admitir con cautela cuando más bien se trate de hipótesis, aunque de algún modo apoyadas en la ciencia humana, que rozan con la doctrina contenida en la Sagrada Escritura o en la tradición. Si tales conjeturas opinables se oponen directa o indirectamente a la doctrina que Dios ha revelado entonces tal postulado no puede admitirse en modo alguno.

Por eso el Magisterio de la Iglesia no prohibe que en investigaciones y disputas entre los hombres doctos de entrambos campos se trate de la doctrina del evolucionismo, la cual busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente (pues la fe católica nos obliga a retener que las almas son creadas inmediatamente por Dios), según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, de modo que las razones de una y otra opinión, es decir, de los que defienden o impugnan tal doctrina, sean sopesadas y juzgadas con la debida gravedad, moderación y templanza; con tal que todos estén dispuestos a obedecer al dictamen de la Iglesia, a quien Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y de defender los dogmas de la fe. Empero algunos, con temeraria audacia, traspasan esta libertad de discusión, obrando como si el origen mismo del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuese ya absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta el presente hallados y por los raciocinios en ellos fundados, y cual si nada hubiese en las fuentes de la revelación que exija una máxima moderación y cautela en esta materia.

Mas tratándose de otra hipótesis, es a saber, del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, pues los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de los primeros padres; ya que no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con la que las fuentes de la verdad revelada y los documentos del magisterio de la Iglesia enseñan acerca del pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que, difundiéndose a todos los hombres por la generación es propio de cada uno de ellos.

19. Del mismo modo que en las ciencias biológicas y antropológicas, hay algunos que también en las históricas traspasan audazmente los límites y las cautelas establecidos por la Iglesia. Y de un modo particular es deplorable el modo extraordinariamente libre de interpretar los libros históricos del Antiguo Testamento. Los fautores de esa tendencia para defender su causa invocan indebidamente la Carta que no hace mucho tiempo la Comisión Pontificia para los Estudios Bíblicos envió al Arzobispo de París. Esta carta advierte claramente que los once primeros capítulos del Génesis, aunque propiamente no concuerden con el método histórico usado por los eximios historiadores grecolatinos y modernos, no obstante pertenecen al género histórico en un sentido verdadero, que los exégetas han de investigar y precisar; y que los mismos capítulos, con estilo sencillo y figurado, acomodado a la mente del pueblo poco culto, contienen las verdades principales y fundamentales en que se apoya nuestra propia salvación, y también una descripción popular del origen del genero humano y del pueblo escogido. Mas si los antiguos hagiógrafos tomaron algo de las tradiciones populares (lo cual puede ser concedido), nunca debe olvidarse que ellos eran guiados y ayudados por el soplo de la imaginación divina, inmunes de todo error al elegir y juzgar aquellos documentos.

Empero, lo que se insertó en la Sagrada Escritura, sacándolo de las narraciones populares, en modo alguno debe compararse con las mitologías u otras narraciones de tal género, las cuales más proceden de una ilimitada imaginación que de aquel amor a la simplicidad y la verdad, que tanto resplandece aún en los libros del Antiguo Testamento, hasta el punto que nuestros hagiógrafos deben ser tenidas en este punto como claramente superiores a los antiguos escritores profanos.

EPÍLOGO

20. Sabemos, es verdad, que la mayor parte de los doctores católicos, que con sumo fruto trabajan en las universidades, en los seminarios y en los colegios religiosos, están muy lejos de estos errores que hoy abierta u ocultamente se divulgan o por cierto afán de novedades o por un inmoderado deseo de apostolado. Pero sabemos también que tales nuevas opiniones pueden atraer a los incautos y, por lo mismo, preferimos oponernos a los comienzos que no ofrecer un remedio a una enfermedad inveterada.

Por lo cual, después de meditarlo y considerarlo largamente delante del Señor, para no faltar a Nuestro sagrado deber, mandamos a los Obispos y a los superiores religiosos, onerando gravísimamente sus conciencias, que con la mayor diligencia procuren que ni en las clases, ni en las reuniones, ni en escritos de ningún género se expongan tales opiniones en modo alguno, ni a los clérigos ni a los fieles cristianos.

Sepan cuantos enseñan en institutos eclesiásticos que no pueden en conciencia ejercer el oficio de enseñar, que les ha sido concedido, si no reciben religiosamente las normas que hemos dado y si no las cumplen escrupulosamente en la formación de sus discípulos. Y procuren infundir en las mentes y en los corazones de los mismos aquella reverencia y obediencia que ellos en su asidua labor deben profesar al Magisterio de la Iglesia.

Esfuércense con todo aliento y emulación por hacer avanzar las ciencias que profesan; pero eviten también el traspasar los límites por Nos establecidos para salvaguardar la verdad de la fe y de la doctrina católica. A las nuevas cuestiones que la moderna cultura y el progreso del tiempo han suscitado, apliquen su más diligente investigación, pero con la conveniente prudencia y cautela; y, finalmente, no crean, cediendo a un falso irenismo que los disidentes y los que están en el error puedan ser atraídos con buen suceso, si la verdad íntegra que rige en la Iglesia no es enseñada por todos sinceramente, sin corrupción ni disminución alguna.

21. Fundados en esta esperanza, que vuestra pastoral solicitud aumentará todavía, impartimos con todo amor, como prenda de los dones celestiales y en señal de Nuestra paterna benevolencia, a todos vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 12 de Agosto de 1950, año duodécimo de Nuestro Pontificado.

Pío XII