SANTISIMA TRINIDAD

(Ciclo A)

Ex 34,4b-6.8-9

2 Cor 13,11-13

Jn 3,16-18

Hoy celebramos el misterio de Dios que se nos ha revelado en la historia de la salvación como Trinidad Santísima: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Para contemplar y adorar algo de ese abismo infinito de amor y de comunión que es Dios, nos acercamos con fe a las páginas de la Escritura. La Biblia, en efecto, nos ayuda a superar ciertas especulaciones teológicas, abstractas y teóricas, sobre la Trinidad y a purificar las imágenes deformadas de Dios que nos hemos ido fabricando a lo largo de la vida. La experiencia de Dios pasa por la incertidumbre de la fe y supone la constante búsqueda de los caminos del Señor en la realidad, para poder descubrir continuamente su auténtico rostro y acoger su voluntad en cada momento. Nuestra experiencia de Dios y nuestro lenguaje sobre él serán siempre imperfectos y limitados mientras vivamos en este mundo. Por eso tenemos necesidad de un proceso de crecimiento y de purificación que nos lleve a destruir nuestras ideas y nuestras imágenes de Dios, para adherirnos a El solamente en la fe. Y en este proceso es fundamental la escucha de la Palabra de Dios. Las dos grandes revelaciones, en la antigua y la nueva Alianza, que son hoy sintetizadas por dos páginas ejemplares en la primera lectura y el evangelio, tienen precisamente ese objetivo: ayudarnos a profundizar en el conocimiento del único y verdadero Dios.

La primera lectura (Ex 34,4b,-6.8-9) narra un momento importante de la historia de la salvación: la renovación de la antigua Alianza en el Sinaí. En el relato, en el que Dios da a conocer el misterio más íntimo de su ser, son significativos dos aspectos: las "nuevas tablas" y la revelación del nombre divino a Moisés.

Cuando escuchamos que Moisés sube al monte con las dos tablas de piedra en la mano (Ex 34,4) hay que tener en cuenta que estas tablas son ya las "segundas". Las primeras las había roto al descubrir la idolatría de Israel que danzaba y adoraba un becerro de oro. Exodo 32, en efecto, relata que cuando Moisés había bajado del monte, con las primeras tablas de la ley que había recibido de parte de Dios, "vio el becerro y las danzas; su ira se desató, arrojó las tablas y las rompió al pie de la montaña" (Ex 32,19). Israel había pecado gravemente contra Dios y las tablas rotas representaban el final de una alianza que había durado muy poco. Sin embargo Moisés intercedió por el pueblo y el Señor perdonó el pecado cometido (Ex 33,12-17). Un signo elocuente del perdón divino era la orden de Dios a Moisés: "Labra dos tablas de piedra como las primeras; sobre esas dos tablas voy a escribir los preceptos que había en las tablas anteriores, que tú destruiste" (Ex 34,1). Moisés, por tanto, vuelve a subir al monte con unas nuevas tablas: "Talló Moisés dos tablas de piedra como las primeras, se levantó muy temprano, y subió a la montaña del Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en sus manos las dos tablas de piedra" (Ex 34,4). Las dos tablas nuevas, "como las primeras", representan un nuevo inicio y son la expresión de la voluntad salvadora del Dios fiel y misericordioso, que a través del perdón revela su grandeza y su santidad. Si Dios había mostrado su misericordia liberando a Israel de la esclavitud de Egipto; ahora la da a conocer con mayor esplendor, cuando perdona el pecado del pueblo y se revela dispuesto a rehacer la alianza y seguir caminando con Israel.

Dios se presenta a Moisés a través del signo oscuro y misterioso de la nube, que evoca a un Dios que es al mismo tiempo distante y próximo, escondido y manifiesto. La nube indica la trascendencia y la cercanía del Señor. La revelación divina, en efecto, siempre comunica y oculta al mismo tiempo. "El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí" (Ex 34,5a). Entonces "Moisés invocó el nombre del Señor y el Señor pasó ante él proclamando: El Señor, el Señor, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34,5b-6). Dios hace que Moisés escuche en el monte "el nombre divino", es decir, le revela el sentido más profundo de su ser: su misericordia y su fidelidad. En otras palabras, el perdón es la gloria de Dios, es su "rostro escondido", el rostro divino que Moisés no había podido ver directamente (Ex 33,19). Al escuchar estas palabras, Moisés reconoció aquella gloria oculta y "se postró y adoró al Señor" (Ex 34,8), invocando su presencia y su guía en favor de Israel. Moisés, como representante de todo el pueblo, nos hace descubrir en su oración la consecuencia práctica que tiene esta revelación divina para la existencia de Israel. El perdón de Dios hace posible una nueva creación que transforma al hombre pecador en "herencia" del Señor (Ex 34,9), a través del vínculo totalizante e íntimo de la Alianza: "Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya" (Ex 34,9). La revelación divina en el monte descubre el misterio de Dios y del hombre, la infinita grandeza del Señor y la pequeñez humana, el amor perfecto de Dios y el amor limitado e imperfecto del hombre. En esta manifestación del abismal misterio del amor divino aparece el esplendor del hombre "poco menos que Dios", como dice atrevidamente el Salmo 8,6.

La segunda lectura (2 Cor 13,11-13), que corresponde al saludo conclusivo de la segunda carta de Pablo a los corintios, nos introduce más explícitamente en el misterio insondable del Dios vivo, que hoy celebramos como Trinidad Santísima: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes". La fórmula es única en todo el Nuevo Testamento y constituye una clara profesión de fe en el único y verdadero Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta despedida trinitaria paulina, que es el mismo saludo de acogida con el que iniciamos la celebración eucarística, atribuye a cada persona de la Trinidad los bienes de la salvación: la gracia (járis), el amor (agapé) y la comunión (koinonía). Es una invitación a tomar conciencia de que Dios es gracia salvadora, amor misericordioso y fuerza de vida que crea unidad y solidaridad entre los hombres. Una exhortación a vivir cotidianamente toda nuestra existencia humana y cristiana "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Una llamada a poner nuestra vida y la historia bajo el signo del Dios que es amor y comunión sin límites.

El evangelio (Jn 3,16-18) nos coloca ante una nueva revelación del misterio de Dios, esta vez en el marco de la nueva Alianza. Dios se da a conocer plenamente por medio de un evento histórico preciso: la misión salvadora del Hijo único. En esta revelación divina, como en aquella del Sinaí a Moisés, el misterio de Dios no se presenta a través de un discurso teológico teórico, frío y separado de la vida, sino como el inicio de un diálogo vital entre Dios y el hombre. La iniciativa es del Padre, fuente originaria y permanente del amor, que "da" a su Hijo único para comunicar la vida a los hombres: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). El Hijo es el don que debe ser acogido plenamente. "A cuantos lo recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,12). Delante de la iniciativa divina los hombres se dividen: la acogida es "vida", el rechazo lleva a la "muerte". Sin embargo, "Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él" (Jn 3,17). Dios no quiere el juicio y la muerte del mundo, pero la decisión negativa del hombre delante del proyecto del Padre, manifestado en el Hijo como amor y vida en plenitud, es en realidad una autocondena del mismo hombre que se cierra a la vida y a la salvación (Jn 3,18).

La solemnidad de la Santísima Trinidad es una provocación a nuestra fe, para que redescubramos cada día con estupor y gratitud el "nombre" del Dios santo: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aquel misterioso nombre que se le reveló oscuramente a Moisés en el monte y que en la plenitud de los tiempos se ha manifestado en Jesucristo: "Dios es amor" (1 Jn 4,8). La Trinidad es amor. Su mismo ser y su actividad más específica es el amor. Amor gratuito y sin límites, amor en expansión que recrea y perdona a los hombres y les comunica la misma vida divina. "Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados" (1 Jn 4,9-10). Dios es amor y la única respuesta válida de parte nuestra es el amor. Sólo en el amor, en la donación sin límites y en el perdón generoso se manifiesta nuestro conocimiento de Dios. El lenguaje sobre Dios se vuelve inteligible solamente cuando nos conduce a la comunión y a la participación. Nuestra fe en la Trinidad encuentra su expresión más perfecta solamente en el amor: "Amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4,7).