El evangelio de la vida y las ciencias de la vida

- 19/04/1996 -

Don Roberto Colombo

Universidad católica del Sagrado Corazón, de Milán

El título de esta reflexión sobre la encíclica Evangelium vitae exige, ante todo, una precisión. Ese binomio podría parecer parcial o reductivo con respecto al alcance de la encíclica de Juan Pablo II, un documento de grandes perspectivas, que supera los confines -alcanzados por la cuestión bioética a partir de la década de 1970 - de una ética de la vida física, de la medicina y de la investigación biológica, para abarcar y profundizar algunos grandes capítulos de moral social, propios de la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Y esto dentro de un marco bíblico y teológico orgánico, capaz de fundar una sólida antropología cristiana.

Pero la intervención magisterial, y el marco cultural y social que la provocó y en el que fue recibida, afrontan temas y problemas suscitados por las recientes conquistas de las ciencias biomédicas y por sus aplicaciones, sobre todo en las fases inicial y terminal de la vida humana. A propósito de la vida, el acercamiento del conocimiento por la fe al conocimiento por las ciencias no es, por tanto, arbitrario, sino que lo sugieren las argumentaciones del mismo texto pontificio (cf. n. 60 y 63-65) y lo legitima una consistente tradición documental que la ha precedido. Se trata, mas recientemente y con más precisión, de las declaraciones de la Congregación para la doctrina de la fe sobre el aborto provocado (1974) y sobre la eutanasia (1980), y de la instrucción Donum vitae (1987), frecuentemente citadas en la encíclica Evangelium vitae. Me referiré, en particular, a la cuestión del inicio de la «vida humana personal», debatida de forma amplia y ardiente en varias sedes culturales y sociopolíticas, y afrontada puntualmente por la Encíclica (nn.58-63), dejando la cuestión del término de la misma vida para otra reflexión.

La «verdad cristiana sobre la vida»

La vida de que nos habla, con gran asombro y admiración, este «alegre anuncio» no es sólo la biológico-orgánica del cuerpo («vita corporis», n. 47) que nuestros padres nos transmitieron por la generación (cf. n. 43); el cuerpo no es «pura materialidad», no «está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías», sino que es ya «realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo» (n. 23). La Encíclica se refiere también y sobre todo a la «vida de la persona humana» («vita hominis», n. 3, o «personalis vita humana», n. 60), en cuya unidad somato-psico-espiritual se expresa la peculiaridad -«vida propiamente humana» n. 43- del único ser vivo en el que «se refleja la realidad misma de Dios. (...). La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre aunque provenga del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103/102, 14; 104/103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8, 6)» (n. 34).

Pero hay más aún. «Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida» (n. 38) y se manifiesta no sólo la naturaleza del hombre sino también su significado y su destino, sin los cuales el conocimiento de la primera no revela el «esplendor de la verdad» y no orienta la libertad «a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial» (n. 48). «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios» (n. 2): es la «vocación sobrenatural», («vita aeterna», n. 37) que «manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana» (n. 2), «donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre» (n. 1). También la vida «en la carne» y «en el tiempo» manifiesta un aspecto de la «vocación sobrenatural» del hombre y, al mismo tiempo, encuentra significado y valor en ella: «Precisamente en la "carne" de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo de Cristo» (n. 104). Porque, como recuerda el Concilio, «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22; citado en el n. 104). La verdad del hombre y de su cuerpo se desarrolla así desde la teología de la imago Dei hasta la de la caro Verbi, explicitando de forma ejemplar la dimensión cristológica de la «antropología de la imagen» que la Gaudium et spes sólo había recogido y revalorizado.

Conocimiento por la fe y conocimiento por la ciencia

Hasta aquí el evangelio de la vida. Con él las ciencias de la vida se encuentran, no sólo porque tienen en común el «objeto» vida, sino también por que sus intereses (cognoscitivo y operativo) son complementarios en orden al conocimiento y a la acción del hombre, los cuales necesitan de ellos para ser inteligibles y practicables. De toda la ciencia no se puede obtener -si vale la ley de Hume- un solo gramo de moral o de sentido de la vida; como escribía Einstein en Ciencia y Religión, la ciencia «puede certificar sólo lo que es, pero no lo que debería ser, y quedan fuera de su ámbito (...) los juicios de valor de todo tipo». El sentido y la falta de sentido, el bien y el mal, son problemas que la ciencia no puede resolver por sí misma. Además, la fe puede despertar la razón (cf. no. 2 y 101), y mostrar al hombre la ley natural de la vida que Dios ha inscrito de forma indeleble «en el corazón de toda persona», solamente mediante una llamada a lo que el hombre conoce por la razón, a través de un conocimiento filosófico y científico. Así, «todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término» (n. 2).

Es lo que la encíclica Evangelium vitae ha tratado de mostrar a propósito del reconocimiento de la dignidad humana personal de la vida embrional y fetal. Aquí, más fácilmente que en otras etapas de la vida del hombre, con diversas instancias se ha intentado separar diacrónicamente la vida humana biológica, que está aún en fase ontogenética, de la vida orgánica individual, ya organizada morfológicamente, y ésta, a su vez de la vida de una persona humana activa en sus facultades psicofísicas. La identidad, la individualidad o la personalidad de un ser humano son afirmadas o negadas sobre la base de la presencia o ausencia de determinados niveles de organización morfo-funcional capaces -según dicen los que sostienen esas hipótesis- de permitir una actividad manifiestamente «humana» (como, por ejemplo, la sensitividad o la cognoscitividad) o de recibir un «principio espiritual» (hominización o animación): así se traza una línea arbitraria de demarcación entre vida humana, que aún no merece absoluto respeto, y persona humana, titular del derecho a la vida.

La argumentación desarrollada por el Papa supera el juego de las hipótesis mediante una fundamentación antropológica diversa. Ya con la llamada a la vida por parte de Dios se establece la «identidad» de todo hombre que viene al mundo: «La existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio divino» (n. 44). En nuestra irrepetibilidad por el acto creador de Dios es donde se funda nuestro ser original y único. La razón de la individualidad personal debe buscarse en la relación entre «pro-creación» humana y «creación» divina: en la dependencia ontológica de estos dos actos se instituye la relación entre «biológico» y «humano», entre «individuación» y «personalización». Así será posible evitar la «mezcla de ciencia biológica y de filosofía, en la que se desconoce la unidad de alma y cuerpo del ser humano, y se da espacio a un razonamiento en definitiva arbitrario sobre la relación entre corporeidad, individuo y ser personal» (J. Ratzinger). Ya en la Carta a las familias, Juan Pablo II había recordado que «cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación» (Gratissiman sane, 9; citada en el n. 43).

Los inicios de la «vida humana personal»

El Papa, que con esta encíclica se dirige «al corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente» (n. 2), sabe bien que «el tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos» (n. 101). «Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias (...), se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos» (ib.). La afirmación puede parecer sorprendente en algunos aspectos, a causa de la fundamentación eminentemente teológica del imperativo moral de la Evangelium vitae y teniendo en cuenta la cuestión controvertida -aún inconclusa- sobre el «estatuto» de los inicios de la vida humana, que ya desde hace dos o tres decenios se discute entre biólogos, médicos, filósofos, teólogos y juristas, estimulados en un primer momento por la problemática del aborto y sucesivamente también por la de las manipulaciones embrionales durante la procreación asistida y la experimentación. El documento tiene presente que algunos intentan justificar el aborto y otras intervenciones no terapéuticas sobre el embrión y sobre el feto «sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal» (n. 60) y conoce «incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual» (n. 61). Entre los teólogos y pensadores católicos, por no hablar de numerosos no creyentes, hay quienes ponen en duda que se pueda definir el embrión o incluso el feto como ser humano en el pleno sentido de la palabra, titular de los «derechos de la persona principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida» (n. 60). A ellos el Papa responde con una doble argumentación racional, la primera de carácter principalmente científico-biológico, y la segunda, lógico-probabilista. Basándose esta última en la «observación indiscutible» (J. Ratzinger) según la cual «bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano» (n. 60), no requiere otra legitimación que remitirse a lo que sostiene, si no la certeza, al menos la «probabilidad», de que desde la formación y desde su primera fase de desarrollo, el «fruto de la generación humana» es una «vida humana personal». Analizaremos brevemente la primera de las dos tesis, a la que remite, lógicamente, también la segunda. Esa tesis también es la que se confronta más directamente con el conocimiento (empírico) basado en las ciencias biológicas y médicas, el alcance ontológico de cuyas afirmaciones no puede reducirse con facilidad incluso a través de una argumentación filosófica y teológica, que en último término es competente para definir la cuestión del estatuto ontológico del embrión y del feto humano.

La contribución de las ciencias de la vida

Remitiéndose a las palabras de la Declaración sobre el aborto provocado Juan Pablo II afirma que «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por si mismo». Se trata de una «evidencia» a la que «la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar» (n. 60). Las características biológicas que se recogen en ese texto, hoy resultan aún más claras y científicamente documentadas que en 1974 año de la publicación de la Declaración. Por tanto, está fuera de lugar cualquier crítica que -con el intento de destruir la argumentación- insinúe la duda de un uso incorrecto de afirmaciones científicas no actualizadas o desmentidas por datos experimentales más recientes, o que evoque el fantasma de nuevos conflictos «galileos» o «darwinianos» entre fe y ciencia.

Por ejemplo, la individualidad genética («programa» genético) de todo nuevo organismo se va precisando cada vez más en su contenido informativo (cf. el Proyecto Genoma Humano, en fase de realización) y en su expresión (cf. las numerosas investigaciones sobre los markers fenotípicos y sobre el linkage entre genotipos y fenotipos normales y patológicos). No sólo sabemos con certeza, ahora igual que hace veinte años, que en la reproducción sexuada se garantiza -a través de la segregación independiente de los cromosomas homólogos y la recombinación génica (crossing-over), que acontecen durante la meiosis- la diferencia informativa original del genotipo de todo individuo, aunque los gametos provengan de los mismos dos padres. Pero hoy también podemos detectar y determinar esa identidad biológica a través de las técnicas de la genética molecular (DNA fingerprinting), de la bioquímica (protein patterns) y de la inmunología (monoclonal antibodies), aplicables también a la tipificación de fases muy precoces del desarrollo (cf. el así llamado «diagnóstico pre-implantación» sobre los embriones).

Pero, como afirmó el cardenal Ratzinger al presentar la Encíclica, «ante este dato de hecho, hoy indiscutible, muchos replican que el embrión inicial posee ciertamente una individualidad genética, pero no una identidad multicelular, y, por tanto, en el sentido ontogenético se podría definir el embrión inicial como pre-individual. Dicho con otras palabras, se debería distinguir entre individualidad genética e individualidad personal». De aquí «las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual» (n. 61), a las que responde indirectamente la encíclica Evangelium vitae. «Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen "una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?" (Donum vitae, I, 1)» (n. 60).

¿De qué conclusiones de la ciencia se trata? Al ir apareciendo nuevos datos citológicos y funcionales (ultraestructurales, genéticos y bioquímicos) sobre los blastómeros, sobre sus relaciones recíprocas, y sobre la base genético-molecular de la epigénesis, se están precisando los actuales conocimientos sobre la morfología y la fisiología del embrión incluso en las primeras fases de su desarrollo (antes de la etapa de blastocisto). Y cada vez manifiestan más claramente una unidad biológica individual de tipo orgánico, comprometida en un proceso muy organizado de crecimiento y desarrollo, en vez de mostrar -como algunos siguen afirmando- una simple «agregación de células» citogenéticamente humanas pero ontogenéticamente independientes o sin relación recíproca. También los fenómenos de la totipotencialidad de los blastómeros o de los gemelos monocigóticos, que presentan la mayor dificultad para muchos filósofos y teólogos, hoy pueden comprenderse sobre la base de un mejor conocimiento de la estructura y de las propiedades de las células y de los componentes extracelulares del embrión precoz. Un ejemplo, entre muchos: el reciente estudio (1994) publicado por el grupo de Jacques Cohen de la Cornell University de Nueva York sugiere la existencia de una relación causal entre la estructura física de la zona pelúcida (el revestimiento glicoproteico del ovocito y del embrión antes de su implantación) y la generación de gemelos monocigóticos por separación de la masa celular interna del blastocisto humano. La formación de dos gemelos a partir de un solo embrión en el estadio de blastocisto resultaría determinada, en el curso del «hatching» (la salida del blastocisto de la zona pelúcida, que precede el comienzo de la implantación en el endometrio uterino), por una alteración o defecto de esta estructura embrional y no por una propiedad general e intrínseca del embrión humano o de sus células, las cuales están teleológicamente orientadas -dentro de una estructura morfológicamente normal- al desarrollo de un organismo individual. Si se confirma, esta observación mostraría a nivel embriogenético la razón de lo que ya sabemos por las estadísticas médicas: los gemelos monocigóticos son sólo una excepción con respecto a la regla y, por consiguiente, no pueden acreditar una separación normativa entre «individualidad genética» e «individualidad personal».

Para concluir, en la literatura científica hay datos suficientes para sostener al menos la «probabilidad» de que, ya desde el principio del proceso de fecundación, nos encontramos ante un «individuo humano» (y «¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?»). Probabilidad que las ciencias de la vida podrán eventualmente enriquecer con ulteriores evidencias empíricas, pero que ya basta «para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano» (n. 60), incluso en las primeras fases de su desarrollo.

Es preciso reconocer la verdad de la vida para respetarla: en este camino nuestro guía es el Evangelio; y la ciencia, una ayuda. Pero lo que permite a la libertad del hombre elegir el respeto no es diverso de lo que permite a la inteligencia captar su verdad: el amor a la vida. Intelligitur quod amatur tantum.