Discurso a la III Asamblea General de la Oficina Internacional de la enseñanza Católica (OIEC)

- 1958/09/14 -

PÍO XII

La III Asamblea General de la Oficina Internacional de la Enseñanza Católica, que os ha reunido en Roma, queridos hijos, Nos da la ocasión para concederos esta audiencia que habéis pedido con insistencia. De todo corazón correspondemos a vuestro deseo y apoyamos, con Nuestros estímulos, los esfuerzos que habéis desplegado, primeramente para fundar, después para desarrollar vuestra Oficina.

Los católicos de hoy, más aún que los de ayer, conceden a los problemas de la enseñanza una importancia considerable. En todos los países donde la fe arraiga surgen inmediatamente escuelas de todos los grados, jardines de la infancia, escuelas elementales, colegios secundarios, facultades universitarias que engloban todos los ramos del saber.

Cuidadosos de formar lo más pronto posible una «élite» y de favorecer la expansión de una cultura cristiana, las autoridades eclesiásticas, ayudadas por la admirable abnegación de los educadores laicos y por el sostén financiero del pueblo cristiano, ponen todos los medios necesarios para que los jóvenes bautizados reciban, en instituciones cristianas, la formación religiosa e intelectual que les es necesaria. Frecuentemente, sin embargo, los esfuerzos se realizan de modo disperso, según las necesidades del momento y los impulsos de iniciativas generosas, sin que un estudio racional de la situación haya determinado más exactamente las condiciones en las que estos esfuerzos producirían los mejores frutos. Resulta así una pérdida evidente de energías y una menor eficacia apostólica.

Actualmente se ven multiplicar los intercambios internacionales, y las organizaciones públicas y privadas se ocupan, en un plano mundial, de las actividades culturales y educativas. La escuela católica debe, en consecuencia, también afirmar su propio valor, adaptarse a las exigencias de la formación del cristianismo del mundo moderno, defenderse contra los ataques de que es objeto en varias regiones.

Así se explica la creación de una organización que se propone, como declaran vuestros estatutos (art. 3), «afirmar en el plano internacional el papel de la enseñanza organizada bajo la égida de la Iglesia». Las universidades, los estudiantes, los intelectuales, los educadores católicos, poseen ya la posibilidad de abordar en sus grupos respectivos las cuestiones que les interesan más particularmente. Pero es necesario aún representar la enseñanza católica en su conjunto y dar valor a su punto de vista cerca de las organizaciones internacionales gubernamentales y no gubernamentales. Con esta idea, en noviembre de 1950, se reunieron por primera vez en La Haya las personalidades representativas de la enseñanza católica de seis naciones. Después que la Jerarquía eclesiástica de los países interesados hubo dado su aprobación al primer proyecto, la asamblea constituyente de la Oficina se reunió en Lucerna en septiembre de 1952 y allí redactó los estatutos. Desde entonces el número de adhesiones ha crecido constantemente.

Aunque limitada en su actividad por la insuficiencia de los recursos, la Oficina ha realizado ya un trabajo notable desde su fundación. En particular ha asegurado su representación en diversas reuniones de organizaciones internacionales, redactado numerosas memorias, estudios y artículos y constituido una documentación amplia sobre la situación escolar de los diferentes países, respondiendo a frecuentes peticiones de información.

Actualmente concentráis vuestra atención sobre los proyectos de la UNESCO relativos a la enseñanza primaria en la América latina, a la apreciación mutua de los valores culturales de Oriente y Occidente, prestando también vuestra colaboración a la organización de la enseñanza católica en África.

Vuestro Congreso actual aborda una materia muy amplia: la naturaleza y el papel de la escuela católica y su presencia en las realidades del mundo moderno. Considerando esta materia, realizáis uno de los puntos importantes de vuestros estatutos, aquel que considera «el estudio de los principios que están en la base de la instrucción y de la educación cristiana de la juventud, así como los problemas que plantea su aplicación» (art. 4, a).

Los problemas de orden pedagógico y los de la escuela en general han adquirido estos últimos años un relieve muy acusado: problemas del considerable crecimiento de las masas escolares, de la prolongación de la escolaridad, que responde a necesidades de la ciencia y de la industria moderna en cuanto al personal cualificado, pero también problemas delicados que resultan de una extensión rápida de los medios de cultura y del contenido de la misma enseñanza. Por ello se hace sentir más y más la oportunidad de una encuesta profunda sobre la situación de la escuela católica en el mundo moderno y sobre la manera cómo ella se adapta al ritmo acelerado de su evolución.

Por otra parte, el clima político y social de la vida internacional no puede dejar de influir ampliamente en las orientaciones a tomar: conflicto de ideas y de sistemas políticos, constitución de naciones en bloques opuestos, llamamiento de las regiones subdesarrolladas, utilización común de nuevas fuentes de energía. La solución correcta a estas cuestiones formidables no podrá venir sino de una «élite» con ideas justas y corazón amplio, que sepa considerarlas con toda la competencia técnica requerida, pero también con la intuición de los imperativos esenciales de la conciencia humana.

La escuela católica pretende poner a sus alumnos frente a todas sus responsabilidades y contribuye, por ello, a hacer prevalecer en el mundo los principios fundamentales de un equilibrio armonioso entre los individuos y las naciones.

Para que la escuela católica no falte a su misión es necesario que todos sus responsables tengan delante de sus ojos las recomendaciones de Nuestro venerado Predecesor Pío XI en su Encíclica «Divini illius magistri» (cfr. AAS, a. 21, 1929, pág. 752). Para que una escuela sea cristiana no es suficiente con que cada semana se dé un curso de religión ni que en ella se impongan ciertas prácticas de piedad, sino que es necesario primeramente que los maestros cristianos comuniquen a sus discípulos, al mismo tiempo que la formación del espíritu y del carácter, las riquezas de su profunda vida espiritual. Para ello importa que la organización exterior de la escuela, su disciplina, sus programas, constituyan un ambiente adaptado a su función esencial y penetrado, aun en los detalles en apariencia más humildes y materiales, de un sentido espiritual auténtico.

Se cree que es indiferente adoptar tal orden del día, tal cuadro de materias, tal método didáctico, tal sistema de disciplina. Sin embargo, las exigencias legales o la oportunidad han entrañado muchas veces en este dominio abandonos deplorables y comprometido en amplia medida la eficacia de la educación religiosa misma. Nos creemos que haréis una obra muy útil haciendo posible a los maestros cristianos la comparación de los métodos y de los resultados obtenidos en otros países; ellos ahorrarán así el costo de experiencias inútiles o dañosas y descartarán con más seguridad de sus propios métodos todos aquellos elementos que traicionen por influencias extrañas la inspiración cristiana verdadera.

Muchas veces la eficacia de un sistema educativo depende en definitiva de su entera fidelidad al fin primario que se propone. La escuela cristiana justificará su razón de ser en la medida en que sus maestros, clérigos y laicos, religiosos y seglares, logren formar sólidos cristianos. Que su celo se aplique, pues, incansablemente a asociar siempre más y más a sus alumnos a la vida de la Iglesia, haciéndoles participar en su liturgia y en sus sacramentos, después iniciándoles, según las capacidades de su edad, en el apostolado entre los compañeros, en sus familias, en su medio de vida. Que los maestros les habitúen también a mirar el inmenso campo misional que se abre en realidad en las mismas puertas de la escuela y del colegio. Que ellos les revelen las posibilidades apostólicas que se ofrecen a su generosidad en la vocación sacerdotal y religiosa o en las formas tan variadas de la acción seglar.

Jamás los alumnos de una institución católica deberán concebir su futura carrera como una simple función social, necesaria, sin duda, para ellos mismos y sus semejantes, pero sin relación inmediata con su condición de bautizados. Que ellos la conciban siempre, por el contrario, como el ejercicio de una responsabilidad en la obra de la salvación del mundo, mediante la cual, comprometiéndose seriamente como cristianos en el plano temporal, realicen su destino espiritual más alto.

Sería falso pensar, por todo lo expuesto, que la escuela cristiana no estima lo debido o relega a un segundo plano las tareas específicamente escolares. Los objetivos de orden intelectual, fin preciso de la enseñanza, reciben, por el contrario, de la orientación espiritual un sentido más firme, una seguridad y una fuerza crecientes. Por ello, cuando alumnos paganos o pertenecientes a otras confesiones frecuentan los centros católicos, reciben en ellos una cultura que no cede en nada a la que hubieran recibido en otros centros. No es raro que los institutos católicos gocen, en los medios no cristianos, de una reputación debida, ante todo, a la calidad de sus estudios y a los servicios eminentes que rinden por este título a la comunidad nacional.

Desgraciadamente, con desprecio de sus evidentes méritos, la escuela católica no encuentra siempre, en los poderes públicos, el apoyo que en derecho debiera recibir. Ya evocamos este problema en Nuestra alocución del 10 de noviembre de 1957 al Congreso Internacional de las Escuelas Privadas Europeas. Puede esperarse que el movimiento, que empuja a las naciones a unirse en conjuntos más vastos, incitará a los gobernantes a remontar en esta materia oposiciones nefastas para los mismos que la crean.

Nos resta desearos, queridos hijos, que prosigáis con valentía y perseverancia las tareas que os habéis propuesto. Bien podéis, para estimular vuestro celo, repetir la exclamación de San Pablo, orgulloso de la tarea que Dios le había confiado de proclamar el misterio de Cristo: «Este Cristo os lo anunciarnos -dice el Apóstol-, amonestando a todos los hombres e instruyéndolos a todos en toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo» (Col 1, 28). Tal es el término magnífico de vuestra labor y la de todos los maestros cristianos: anunciar al Señor a aquellos que le ignoran, volver perfectos a aquellos que le conocen.

¡Que el Espíritu Santo ilumine y guíe vuestros pasos! Nos lo suplicamos insistentemente, y al mismo tiempo que imploramos sus gracias sobre vosotros mismos y sobre vuestros colaboradores, os concedemos como prenda Nuestra paternal Bendición Apostólica.

Pío XII