El Pueblo de Dios

Jesús vino a la tierra no sólo para revelarnos su divinidad y la verdad de los grandes problemas de la existencia. Vino, como dice el Evangelio, para que tuviéramos vida (Jn. 10,10), para salvar lo que estaba perdido (Lc. 19, 10). Pero esta vida Jesús quiso dárnosla no individualmente sino en comunidad. Para este fin se eligió un pueblo con un nombre especial: la Iglesia, comunidad de salvación y depositaria al mismo tiempo de los medios para conseguirla, y llama a la vida eterna.

LA IGLESIA ES LA PROYECCION EN EL TIEMPO DE AQUEL HECHO UNICO QUE FUE LA ENCARNACION DEL HIJO DE DIOS.

El libro del Génesis nos dice que un día habló Dios a un hombre del desierto llamado Abraham y le invitó a abandonar su país y su familia para establecerse en una tierra que El mismo le mostraría.

En premio de su obediencia lo constituiría padre de un gran pueblo que se distinguiría de todos porque el principio que le había dado origen y lo tenía unido era un principio religioso, una llamada de Dios renovada continuamente, una elección particular. "Porque tú eres un pueblo consagrado a Yahvé, tu Dios. Yahvé, tu Dios, te ha elegido para pueblo suyo entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra. Yahvé se fijó en vosotros y os eligió, no por ser el pueblo más numeroso entre todos los pueblos, ya que sois el más pequeño de todos. Porque Yahvé os amó y porque ha querido cumplir el juramento hecho a vuestros padres, y os ha sacado de la tierra de Egipto con mano poderosa y os ha librado de la casa de la esclavitud, de la mano del Faraón, rey de Egipto" (Dt. 7, 6-8).

Durante el viaje de retorno de Egipto Dios firmó un pacto de alianza con este pueblo. "Escribió, pues, Moisés todas las palabras de Yahvé, y levantándose de mañana erigió un altar al pie de la montaña y doce cipos por las doce tribus de Israel. Luego mandó a algunos jóvenes de los hijos de Israel a ofrecer holocaustos e inmolar novillos como sacrificios pacíficos en honor de Yahvé. Después tomó Moisés la mitad de la sangre y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó luego el libro de la Alianza y lo leyó en presencia del pueblo, el cual dijo: Cumpliremos todo lo que ha dicho Yahvé y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre y la derramó sobre el pueblo diciendo: Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, mediante todas estas palabras" (Ex. 24, 4-8).

Toda la historia de Israel gira en torno a este pacto. El bien y la prosperidad son la recompensa de Dios a la fidelidad, como el mal es el castigo a la infidelidad. Sin embargo, la predilección de Dios no se ve correspondida. El pueblo escogido es infiel y se abandona con frecuencia a la idolatría y viola los mandamientos que había prometido observar. Hay un cierto momento en que Dios se hastía de tanta infidelidad y lo rechaza: "porque vosotros no sois ya mi pueblo ni yo soy vuestro Dios" (Os. 1, 9). Solamente salvará de esta reprobación al pequeño "resto" formado por aquellos pocos que se mantuvieron fieles en la infidelidad general.

Serán el primer núcleo de otro pueblo que Dios formará y con el que sellará una alianza que no se quebrantará jamás (Jer. 31, 31-34).

Esta nueva alianza supondrá una transformación interior, un corazón nuevo que permitirá al pueblo observar las promesas hechas (Ez. 36, 26-28). También será universal, abarcará todos los pueblos de la tierra (Is. 2, 2-3; Zac. 2, 14-15).

Por eso el pueblo de Dios, tal como lo describe el Antiguo Testamento, tiene origen en una llamada, en una elección. Su unión es el producto de un principio externo. En su historia Dios inicia un nuevo modo de manifestarse a los hombres: no sólo ni principalmente en los fenómenos naturales, sino también en los acontecimientos históricos.

Al llegar la plenitud de los tiempos el Hijo de Dios se hace hombre y fija su morada entre los hombres (Jn. 1, 14), en torno a esta reúne al nuevo pueblo. Lentamente se forma en pos de el una pequeña comunidad de personas, los apóstoles, representantes del primer núcleo del nuevo pueblo que vino a formar en la tierra. Hace una nueva alianza con el sacrificio de su propia sangre: "Este cáliz - dice a los apóstoles - es la nueva alianza de mi sangre"

(Lc. 22, 20).

También este nuevo pueblo de Dios surge de una llamada, de una vocación. La muerte de Cristo está destinada a reunir a todos los hijos de Dios (Jn. 11, 52) para que todos tengan la vida y la tengan abundante (Jn. 10, 10). Cristo será luz del mundo para todos (Jn. 8, 12), el que los purifique de sus pecados (Jn. 1, 29).

Cristo, después de su Resurrección, encomienda a sus apóstoles predicar su reino a todos los hombres: " Y llegándose Jesús les habló diciendo: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos míos todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt. 28, 18-20).

Cristo les promete enviar el Espíritu Santo para fecundizar su palabra y constituirlos testimonios ante el mundo (He. 1, 8), con esta ayuda proclamarán su doctrina en todo el mundo.

Así pues, todos los hombres están llamados a formar parte del pueblo de Dios, un pueblo verdaderamente católico, en el que las diferencias sociales y nacionales desaparecen para dar origen a un pueblo nuevo "en el que no cabe distinción entre griego y judío, circuncisión o incircuncisión, bárbaro, escita, siervo, libre, sino que Cristo es todo en todos" (Col. 3, 11) porque todos son hijos del mismo Padre que es Dios.

A diferencia del antiguo, el nuevo pueblo de Dios debe su unidad no sólo a una vocación externa o a la observancia de una ley promulgada por el mismo Dios, sino a un principio interno que obra en sus miembros un renacer espiritual. "El que no nace de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn. 3, 5). Este principio es la vida divina que se nos infunde en el bautismo para morir al hombre viejo y nacer al nuevo. Para desarrollar esta vida Jesús instituyó los sacramentos, en particular la Eucaristía en la que el pueblo de Dios encuentra su unidad máxima alimentándose del mismo pan de vida y bebiendo del mismo cáliz de la sangre del Hijo de Dios (I Cor. 10, 16-17). Así Cristo derriba el muro entre el pueblo elegido y los otros siendo todos huéspedes y miembros de la casa de Dios (Ef. 2, 14-16).

El nuevo pueblo de Dios es sacerdotal, Profético y Real. El Nuevo Testamento nos indica en algunos textos la dignidad de sus miembros y lo que significa estar consagrados a Dios.

San Pedro, en su primera carta, nos explica que, por el bautismo, somos SACERDOTES, es decir, templo espiritual que celebra y ofrece el culto espiritual; cada miembro es piedra viviente de un edificio que se apoya en la piedra angular que es Cristo para ofrecer con El el sacrificio espiritual (I Pe. 2, 1-10). Más adelante, San Pedro relaciona el carácter sacerdotal del pueblo de Dios con la proclamación del Evangelio. Es decir, es también un pueblo PROFETICO destinado a anunciar a los otros el Evangelio de salvación (IPe.2, 12).

San Pablo nos habla también de este SACERDOCIO de los fieles: "Así que os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: este es el culto que debéis ofrecer" (Rom. 12, 1).

San Juan nos llama "un reino de SACERDOTES" (Ap. 1, 6). El sacrificio de Cristo hizo a los cristianos REYES: "Porque has sido degollado has rescatado para Dios con tu sangre a los hombres de todas las tribus, lengua, pueblo y nación. Tú has hecho para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes reinando sobre la tierra" (Ap.5,9-10).

Los sacrificios que ofrece este pueblo de sacerdotes son espirituales. Son, por ejemplo, las oraciones que el pueblo cristiano ofrece a Dios, la entrega total del propio cuerpo y de todo el ser a Dios; la fe que San Pablo llama "sacrificio"; la predicación del Evangelio; las "limosnas" que llama el apóstol "perfume suave, ofrenda agradable y aceptada por Dios"; "la beneficencia y mutua ayuda" (Ap. 8, 3-4; Rom. 12, 1; Flp. 2, 17; Rom. 15, 16; Heb. 13-16). En una palabra, son sacrificios espirituales las acciones de la vida cristiana informadas por la fe y la caridad.

En este sentido, toda la vida del cristiano es un acto sacerdotal.