El problema de Cristo

El hombre y sus problemas
Los Evangelios

Autenticidad

Integridad

Historicidad

La gran revelación
La personalidad de Cristo
Los milagros de Jesús
La Resurrección de Cristo
Señor de la Historia

EL HOMBRE Y SUS PROBLEMAS

El problema del sentido de la vida, el problema de Dios, compromete a todos los hombres sin distinción de cultura o de clase social.

Para dar una respuesta a este problema, el hombre tiene ante sí dos vías: la razón y la autoridad.

La vía de la razón es insuficiente porque:

Muy pocos hombres disponen de tiempo suficiente para una profunda investigación debido a las exigencias de la vida material y profesional.

Además, muy pocos poseen la suficiente capacidad intelectual, de reflexión, de análisis y de síntesis, para formarse una opinión personal de las cosas.

Asimismo, muy pocos tienen la fuerza de voluntad suficiente para lograrlo. Las empresas difíciles son para minorías.

La búsqueda científica de Dios requiere la solución previa del problema metafísico referente a la naturaleza de las cosas, de un prolongado período de estudio, y una preparación moral sólida.

La vía de la autoridad tampoco resuelve el problema porque al apoyarse en los filósofos, amigos de la sabiduría e investigadores de las últimas causas de las cosas, encontramos que:

Los filósofos a través de la historia han dado opiniones opuestas y contradictorias sobre la naturaleza de Dios, el destino del alma y los principios fundamentales de la ética.

Por otra parte, los filósofos nunca se han complacido en ser los maestros de la humanidad, y, conscientes de su preponderancia intelectual, han escrito siempre en un estilo difícil de comprender incluso por las personas cultas.

Aún cuando los filósofos nos dieran una respuesta clara y precisa sobre la existencia de Dios y sobre la ley moral, no podrían ser nuestros modelos y maestros para enseñarnos a vivir la verdad y a practicar el bien, ya que muchísimos de ellos han llevado vidas poco edificantes dando mal ejemplo.

Así, podemos concluir que, para conocer con certeza las cosas de Dios es necesaria la intervención o revelación del mismo Dios.

Hace veinte siglos apareció en Palestina un hombre llamado Jesucristo quien se proclamó hijo de Dios y afirmó haber sido enviado por Dios para enseñarnos, con su autoridad divina, la verdad sobre nuestro origen y destino. Podemos creerle porque nos proporcionó las pruebas que ratifican su afirmación, y también podemos demostrar cómo estas pruebas resisten la crítica del hombre de hoy.

LOS EVANGELIOS

Existen numerosos documentos de valor excepcional para probar la existencia histórica de Jesucristo:

I ) En primer lugar están fuentes paganas, tales como:

1. Cornelio Tácito, historiador latino, que dedicó a Jesús una página en sus "Anales" (116 DC.). Escribe en el libro XV, 44:

2. "El fundador de esta secta ("cristianos") de nombre Cristo, fue condenado a muerte por el Procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio. Reprimida de momento esta superstición nociva, brotó de nuevo no sólo en Judea, punto de origen de tal calamidad, sino en la misma Roma donde convergen y hallan buena acogida las cosas más groseras y vergonzosas."

3. Suetonio, en su obra "Vida de Claudio" en el 120 d.c. dice que este emperador "expulsó de Roma a los judíos en continua agitación a causa de Cretos (Cristo)."

4. Hacia el 112, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, en una carta a Trajano escribe que los cristianos "tienen por costumbre reunirse un día determinado, al amanecer, para alabar a Cristo a quien consideran su Dios."

II) Las fuentes judías son escasas por la vasta conjura de silencio y de desprestigio calumnioso a la figura de Jesús; aunque nunca ponen en duda su realidad histórica. El único autor que presenta a Jesús es Flavio Josefo, historiador judío que escribe: "Apareció en este tiempo un hombre prudente llamado Jesús, si es que se le puede llamar hombre. Porque realizó obras maravillosas y se hizo maestro de los hombres que reciben con alegría la verdad." "Antigüedades Judías", XVIII.

III) Las fuentes cristianas para conocer la vida y doctrina de Jesús son:

A) Las Cartas de los Apóstoles, especialmente San Pablo, que aluden con frecuencia a Jesús.

B) Los Cuatro Evangelios.

EVANGELIO, del griego "evaggelíon", significa "buena nueva". Es el anuncio del Mesías y su Reino (Mt. 4, 23: Mc. 1, 14).

Al multiplicarse las comunidades cristianas se hizo necesario escribir lo que los Apóstoles enseñaban oralmente. De las colecciones de hechos y dichos del Señor, la Iglesia eligió y aprobó Cuatro Evangelios.

Analizaremos tres cuestiones básicas sobre los cuatro Evangelios:

Autenticidad

Integridad

Historicidad

AUTENTICIDAD

Un documento es auténtico o genuino si fue escrito por la persona a quien se le atribuye. Sabemos que los autores de los evangelios son Mateo, Marcos, Lucas y Juan porque existen cerca de 4000 códices griegos y traducciones latinas, coptas y siríacas de los siglos IV al IX que atestiguan esto. Además están los testimonios de algunos escritores y Padres de la Iglesia que pudieron informarse de los autores de los Evangelios.

Entre ellos están:

a. Papías, obispo de Hierápolis de Frigia, quien hacia el 125 nos atestigua a través de "Juan el Presbítero", discípulo de Juan Evangelista que: Marcos era intérprete de Pedro; y que Mateo, discípulo del Señor, escribió en arameo sobre las cosas hechas y dichas por Jesús. Este testimonio lo recogió más tarde el historiador Eusebio de Cesarea.

b. San Ireneo (170), obispo de Lión (Galias), discípulo de Policarpo, a su vez, discípulo de Juan el Evangelista nos dice que: Mateo escribe cuando Pedro y Pablo evangelizaban Roma, hacia el 50, en lengua hebrea; Marcos transmite la predicación de Pedro, hacia el 65; Lucas, colaborador de Pablo, escribe el evangelio enseñado por éste a los gentiles entre los años 67 y 70; Juan escribe en Efeso hacia fines del siglo primero.

c. Clemente Alejandrino, hacia el 200, habla de los cuatro evangelios y conoce una tradición sobre ellos.

d. Orígenes (185-255), en Egipto, nombra a los cuatro evangelistas y el orden en que escribieron.

e. Tertuliano, en Africa, afirma que los cuatro evangelistas tienen la misma autoridad (160- 223).

El examen interno de los Evangelios amplían estos datos y nos dan como fecha de composición de los Sinópticos el año 70 aproximadamente; y Juan hacia finales del siglo I.

Lugar de composición de los cuatro Evangelios:

Mateo: Palestina

Marcos: Roma

Lucas: Roma

Juan: Efeso

El enorme número de códices y el breve período que separa la composición de los evangelios de las primeras referencias a sus autores coloca la autenticidad evangélica en una situación privilegiada respecto a la historiografía antigua. Ejemplos:

Evangelios Sinópticos, Papías 55 años después

Herodoto Aristóteles 100 años después

Cicerón 800 años después

Tucídides Cicerón 300 años después

"Comentarios" de Julio César Plutarco 159 años después

"Anales" de Tácito Suetonio 200 años después

INTEGRIDAD

La integridad de los Evangelios está firmemente probado y también está en ventaja respecto a la de algunos autores de la antigüedad clásica. Los códices completos antiguos, el Vaticano y el Sinaítico (s. IV), distinto del texto original solo 300 años. Existen además otros 4000 de los siglos IV y IX sin contar los descubrimientos recientes. Si comparamos estos datos con el hecho de que entre la redacción de Sófocles, Esquilo, Aristófanes, Tucídides y el primer códice que existe de ellos transcurren 1400 años, veremos que de ningún texto de la antigüedad clásica estamos tan seguros de poseer una copia conforme al original como de los Evangelios. A pesar de las variantes que hay en los Evangelios, su integridad está asegurada porque tales variantes nunca tocan la parte esencial.

Respecto a las fuentes de los Evangelistas podemos afirmar lo siguiente:

Mateo: discípulo de Jesús, su fuente principal es su experiencia personal, el contacto con el Maestro.

Marcos: discípulo de Pedro, transmite los hechos y dichos de Pedro con particular vivacidad y precisión, aunque también se apoya en la tradición de la iglesia primitiva.

Lucas: compañero de Pablo, investiga con cuidado las fuentes preexistentes a su narración, especialmente lo que se refiere a la infancia de Jesús.

Juan: discípulo de Jesús, elabora un evangelio muy espiritual basado en la meditación profunda de sus experiencias al lado del Maestro.

HISTORICIDAD

La respuesta al problema de la historicidad de los Evangelios depende de la posibilidad de demostrar que los evangelistas conocían los hechos que narran y que los refieren con fidelidad, sin alteraciones. Esto se demuestra por la circunstancia que los evangelistas conocían bien los hechos que escribieron, sobre todo los milagros y discursos de Jesús, tan sorprendentes e insólitos que era fácil retenerlos en la memoria. La veracidad de los evangelistas también está garantizada porque no tenían motivos para mentir y lo único que consiguieron fue la deshonra y la persecución y el martirio.

Además, escribieron cuando todavía vivían muchos testigos oculares que habían visto y oído a Jesús y que los hubieran desmentido en caso de que ellos hubieran cambiado los hechos.

Los evangelistas narraron la vida y doctrina de Jesús buscando proporcionar a los fieles materia de devoción, alimentar su piedad e inducirlos a amar al Redentor. A diferencia del hagiógrafo ordinario que encontrándose con hombres imperfectos busca contribuir a su edificación ocultando los defectos y exagerando las cualidades, los evangelistas tratan de un hombre en el que ven al Hijo de Dios. Esta convicción hace que Jesús sea para ellos el hombre perfecto y tratan de describirlo lo más exactamente posible. Esto explica por qué no tuvieron escrúpulo en señalar en la vida del Maestro algunos episodios que eran comprometedores para la dignidad de su persona, pero ellos estaban convencidos que en la vida de Jesús todo tenía significado.

Jesús no es una figura idealizada como los grandes héroes y fundadores de religiones como Buda, Mahoma, Alejandro Magno, Napoleón, etc. Se le describe tal como fue, con sus debilidades, las ignominias que padeció. Su Encarnación, Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión están narrados con sobriedad y fidelidad.

Cristo es además absolutamente original. El fue el único fundador en la historia de las religiones que se presentó a la humanidad como Dios y como hombre al mismo tiempo, como persona en la que subsistían dos naturalezas, una divina y otra humana. Este concepto nunca podría haber sido creación ni idealización ni de los judíos ni de los paganos. Podemos así concluir con certeza que los evangelios son los libros más históricos de la antigüedad cuyo valor sellaron con su sangre sus autores.

LA GRAN REVELACION

Probaremos que Cristo, el hombre histórico, es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías prometido a los judíos.

En el tiempo en que vivió Jesús, más que nunca, se esperaba la venida del Mesías, pero se había falseado el concepto que de El habían dado los profetas. En su gran mayoría, los judíos contemporáneos de Jesús, esperaban un Mesías que les traería bonanza, un gran jefe político.

Las tres concepciones erróneas sobre el Mesías eran:

1) El reino mesiánico sería un período de prosperidad material obtenida sin cansancio ni molestias y en la liberación del dominio extranjero. Los mismos apóstoles no concibían que Jesús hablara de muerte en la cruz para atraer a sí todas las cosas.

2) Los rabinos concebían el Mesías futuro como un jefe político, el restaurador de la dinastía davídica.

3) La tercera corriente hacía coincidir la venida del Mesías con el fin del mundo. El reino mesiánico se realizaría en la otra vida (visión escatológica).

A pesar de estas concepciones falsas, había un "pequeño resto" de personas que tenían una idea exacta del Mesías: El Mesías, sacerdote y víctima al mismo tiempo, sacrificaría su vida para liberarnos del pecado y para restaurar la amistad entre Dios y los hombres. En este grupo encontramos con María a su prima Isabel (Lc. 1, 41-46), el viejo Simeón (Lc. 2, 30-32), la profetisa Ana (2, 38) y sobre todo Juan el Bautista (Mt. 3, 2-12) y a los esenios, secta que los recientes descubrimientos del Mar Muerto nos han permitido conocer mejor y a la que pertenecía Juan el Bautista.

A causa de estas deformaciones Jesús usó una táctica prudente para no despertar demasiado escándalo para demostrar su mesianidad. Toma el título de "Hijo del Hombre" (Dan. 7, 13-14).

Acepta en primer lugar el testimonio de Juan Bautista (Jn. 1, 29-30). Declara abiertamente su mesianidad ante la samaritana Jn.4.25-26), ante Nicodemo (Jn. 3, 13-18) y de una manera contundente ante Caifás, durante su propio juicio (Mt. 26, 63-64).

Al mismo tiempo, también se presenta ante el mundo como el Hijo de Dios: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt. 11, 27). Nos revela su íntima unión con el Padre con el cual se identifica. Esta afirmación, completamente original, no se encuentra en ningún otro fundador de religiones. La apreciamos en la profesión de fe de Pedro (Mt. 16,18). La manifestación más clara de la divinidad de Jesús que tenemos en los sinópticos está en la respuesta que El dio ante el sumo sacerdote Caifás en el Sanedrín:

"Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios" (Mt. 26, 63). Jesús respondió: "Tú lo has dicho. Y os declaro que desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre, y venir sobre las nubes del cielo" (Mt.26,64).

Aún es más clara la divinidad de Jesús en el evangelio de San Juan. Citaremos algunos textos:

"Y el Verbo era Dios" (1,1)

"Yo y el Padre somos una sola cosa" (10-30)

"Os lo dije y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi

Padre testifican de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois ovejas mías" (10, 25-26).

Nos queda además como testimonio la misma actuación de Jesús durante su vida pública. En primer lugar habla de perfeccionar la Ley que Dios le dio al pueblo judío, y solamente El, que esos, puede apropiarse un dominio sobre las cosas de Dios (Mt. 34-36, Juicio Final). También se proclama el fin mismo de la ley moral, cosa que únicamente Dios puede pretender. Por otro lado se proclama más digno de amor que todos los seres queridos, más aún que de nuestra propia vida (Mt.10, 37; y Mt.16, 25). Por consiguiente: JESUS SE PRESENTA COMO DIOS.

El lenguaje de algunas expresiones evangélicas sólo se comprende si se tiene esta perspectiva de la divinidad de Cristo:

"Yo soy la resurrección y la vida" (Jn.11, 25).

"Yo soy la luz del mundo" (Jn.8, 12).

"Yo soy el camino y la verdad y la vida" (Jn. 14, 6).

"El que no recoge conmigo, desparrama" (Mt. 12, 30).

Cuando cura a los enfermos, etc., obra directamente por propia virtud: "Quiero, queda limpio" (Mt. 8,3). Asume también el derecho a perdonar los pecados que es algo que solamente compete a Dios:

"Confía, hijo, tus pecados te son perdonados" (Mt.9,2).

Actúa como Dios cuando la tempestad sacude la barca y amenaza con hundirla y Jesús despierta ordenando al mar: "¡Calla! ¡Cálmate!" (Mc.4,39).

Por último, durante toda su vida Jesús nunca tiene una duda, ni titubea. Pronuncia los juicios más decisivos y comprometidos sobre los problemas humanos más graves sin que nunca su inteligencia acuse el mínimo esfuerzo, sin verse obligado a reflexionar antes de responder, ya que lo que sabe no es en virtud del estudio o del razonamiento.

LA PERSONALIDAD DE CRISTO

Para poder probar si Jesús es o no un impostor o un iluso se puede recurrir en primer lugar a la historia.

El juicio de la historia es plenamente positivo para Jesús. En primer lugar es la única figura histórica que ha hecho que ésta se centre en El, ya que la historia se divide en A.C. o D.C. En segundo lugar, es su doctrina la que ha influenciado definitivamente en la conciencia humana a través de los siglos, por defenderla han sido infinidad de mártires, por su amor millones han dejado todo.

Dejando aparte la historia, podemos analizar la personalidad de Cristo como nos la describen los evangelios. Es impostor el que busca su propio interés, el que engaña al prójimo para alcanzar un fin. Jesús, por el contrario, jamás utilizó su prestigio para obtener ventajas de ninguna clase, su comportamiento siempre fue sincero y leal.

La santidad de Jesús es un hecho único en la historia; sólo El pudo decir: "¿Quién de vosotros me acusará de pecado con razón?" (Jn. 8,46)

Tampoco Jesús es un iluso, lo prueban su perfecto equilibrio mental y su constitución física, de naturaleza atlética. Jamás sufrió enfermedad alguna, ni crisis nerviosa. Durante su vida pública y su Pasión demostró su fortaleza física, nunca perdió el equilibrio ni la serenidad y siempre fue dueño de sus sentidos.

Jesús siempre fue consciente de tener un fin en la vida, del deber de realizar la misión encomendada por el Padre: salvar al mundo mediante su pasión y muerte. Jesús no lo olvida ni un momento. Varias veces el Evangelio nos narra tentativos para hacerle desistir de su empresa, y cada vez Jesús supera el obstáculo con una afirmación férrea de su voluntad. El último asalto lo recibió Jesús de su misma naturaleza durante el episodio de Getsemaní:

"...y comenzó a sentir terror y abatimiento" (Mc. 14,33)"

Pasado el momento de decaimiento recobra plenamente el dominio de sí. Si en la vida de Jesús no hubiese existido este episodio, quizá hubiésemos creído que era un insensible. Sus sentimientos ante la muerte revelan, por el contrario, la inmensa carga emotiva de su naturaleza humana.

Jesús une al heroísmo de la voluntad, una extraordinaria lucidez de ideas; siempre ve lo esencial, lo importante. Ante todo su inteligencia va unida a un perfecto equilibrio que demuestra tener especialmente en los momentos de prueba y de triunfo, y en su compasión ante las miserias ajenas.

A través de la Pasión, Jesús demuestra su dignidad y su entereza; desde el momento de su prendimiento hasta el último suspiro, ni una palabra, ni un gesto revela en El debilidad ni decaimiento.

Si se compara a Jesús con otras grandes figuras históricas podemos ver que sobrepasa a todas. A Buda le falta la fuerza de voluntad, a Laocoonte le falta finalidad a su sufrimiento, Sócrates carece por completo de confianza en Dios y de una actitud comprensiva hacia sus enemigos.

Tenemos que concluir diciendo que un impostor o un iluso no actúa como Jesús, y que debe ser lo que El afirma. Sólo Dios nos puede dar pruebas más fuertes.

LOS MILAGROS DE JESUS

Los milagros que hizo Jesús durante su vida son la mejor prueba de su divinidad:

"Las obras que yo hago en nombre de mi Padre testifican de mí" (Jn. 10-25). Esta es la respuesta de Dios que corrobora la afirmación de Jesús de ser su Hijo en el sentido más pleno y verdadero.

El concepto de milagro se compone de cuatro elementos:

1) debe ser un hecho sensible, es decir, capaz de ser percibido por los sentidos e instrumentos de investigación científica;

2) debe ser superior a las fuerzas de la naturaleza, de tal modo que éstas sean incapaces absolutamente de realizarlo, o que no puedan realizarlo en aquel modo determinado;

3) al superar las fuerzas naturales, el milagro debe proceder de Dios como causa;

4) esta intervención de Dios debe tener un fin religioso, como la demostración del carácter sobrenatural de una revelación, o un fin moral como podría ser la demostración de la inocencia de una persona.

Se distinguen tres especies de milagros:

1) físico, si el hecho supera la capacidad de la naturaleza física, como la curación instantánea de un tuberculoso, la resurrección de un muerto, la multiplicación de los panes;

2) intelectual, si la acción supera la capacidad de la inteligencia humana, como el conocimiento del futuro libre, la penetración de los secretos de las conciencias;

3) moral, si supera las leyes morales, como una conversión imprevista, el valor de resistir un martirio.

Los teólogos suelen distinguir comúnmente los milagros en absolutos y relativos. Los primeros son hechos sensibles que no pueden producir ninguna fuerza creada, como la resurrección de un muerto; los segundos no los puede producir la naturaleza sensible, pero los podría realizar un ángel o demonio.

Dios, ser infinito, tiene poder y razones suficientes para modificar el curso normal de las leyes naturales. Sin embargo, no basta que Dios pueda hacer milagros, porque es sapientísimo debe tener razones para realizarlos, pues no hace nada que no tenga un fin digno de El. Cuando Dios necesita o quiere mandar un mensaje a los hombres se vale de los milagros para eliminar toda duda de que El es quien interviene.

Aunque Jesús, al presentarse al mundo como el Mesías, se sirvió de la excelencia de su doctrina y de la santidad de su vida (Jn.8,45), también tuvo que valerse de los milagros: "Aunque no me creáis a mí, creed en las obras" (Jn. 10,38).

Los milagros que nos narran los evangelios fueron en primer lugar hechos reales desde el momento que aceptamos la historicidad y la autenticidad de los mismos. La vida de Jesús, sus discursos, la fe de los apóstoles, el entusiasmo de las muchedumbres, la resistencia de los enemigos, las discusiones con los fariseos, no se explican sin los milagros. La historicidad de los milagros la confirma el estilo sobrio y simple con que están escritos. Ninguna ostentación o exhibición, ningún indicio de la tendencia oriental a la exageración. Las enfermedades que cura son las comunes entre los hombres: la lepra, tan frecuente entonces en Palestina, la ceguera, la parálisis, la hidropesía. Es evidente que los evangelistas no inventaron casos extraordinarios para resaltar los poderes de su Maestro. Por todo esto la hipótesis racionalista que rechaza la historia de los milagros ha sido paulatinamente desmentida.

En segundo lugar, también se puede probar su sobrenaturalidad o sea, que son señal de intervención divina . Jesús poseía un dominio único y absoluto sobre la naturaleza. Al tratar los racionalistas modernos de dar una explicación natural, la achacan a la sugestión, a las fuerzas ocultas, a las leyes de estadística o al fenómeno natural de una persona dotada de cualidades extraordinarias. Pero analizando cada una de estas explicaciones separadamente se llega a la conclusión que todas tienen sus fallas.

La misma ciencia se estrella ante la ley del determinismo que es la no libertad de la materia y todas las fuerzas que proceden de ella de alguna manera. Los milagros escapan a todo determinismo.

En tercer lugar, solamente con los milagros podía Jesús probar su divinidad. Los milagros son señales al alcance de todos. Son prueba de todas las facetas de su misión divina. Es tan grande su fuerza que no admiten excusas en quienes no crean en El, de esta manera probó Jesús ampliamente su afirmación de ser Hijo de Dios. El dominio absoluto que poseía de las fuerzas de la naturaleza solamente le podía venir de Dios. Pero Dios no concede su dominio sobre la naturaleza a un impostor. Si lo concedió a un hombre que se proclamó su Hijo, fue porque era verdaderamente lo que decía. Además, este poder de los milagros lo transmitió Jesús a sus discípulos.

LA RESURRECCION DE CRISTO

El milagro que supera a todos y que tiene un valor particular, el de probar que Cristo es el Hijo de Dios, es la Resurrección.

El mismo Jesús la puso como demostración oficial de su divinidad:

"Destruid este Templo, y en tres días lo levantaré" (Jn.2,19).

"Esta generación mala y adúltera pide un signo, y no le será dado otro que el signo del profeta Jonás. De la misma manera que Jonás estuvo tres días en el vientre del cetáceo, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón de la tierra" (Mt. 12, 39-40).

La predicción fue muy clara especialmente para los fariseos que sabían que ésta sería una de las pruebas para reconocer al Mesías.

Los discípulos también enarbolaron la Resurrección como argumento principal de su predicación. El día de Pentecostés del año 30 a sólo cincuenta días de la muerte de Jesús, proclaman:

"Varones israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús el Nazareno, acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios obró por medio de El entre vosotros, como sabéis; a éste, entregado conforme al consejo y previsión divina, lo matasteis, crucificándolo por manos de los inicuos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, porque era imposible que ésta dominara sobre El" (He. 2, 22-24).

Más adelante, San Pablo dirá que si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana y los cristianos los más infelices de los hombres, por poner todas las esperanzas en las promesas de Cristo que resultarían ilusorias si verdaderamente no resucitó de entre los muertos (I Cor. 15, 12-19).

Los evangelios nos dan testimonio de la Resurrección con la narración unánime de los hechos:

El tercer día después de la muerte, el domingo de Pascua, el sepulcro de Jesús estaba vacío y él, vivo, se apareció a María Magdalena, a varias mujeres piadosas, a Pedro, a los discípulos que se dirigían a Emaús y, finalmente, a todos los apóstoles reunidos en el cenáculo. De nuevo le vieron el domingo siguiente, la octava de Pascua, en el mismo lugar, estando también el apóstol Tomás que no había asistido a la primera aparición; después lo vieron en Galilea y la última vez en Jerusalén el día de la Ascensión. Si los apóstoles no vieron a Jesucristo resucitado, predicando su resurrección mintieron por uno de estos tres motivos: o por interés material, o por gloria, o por amor. Si podemos excluir estas tres posibilidades nos será lícito concluir, lógicamente, que su fe en la resurrección de Jesús solamente se pudo fundar en la realidad de los hechos.

La primera es muy fácil de excluir, porque esa fe no les trajo más que odios, martirio y persecuciones.

La segunda también porque al reconocer a Jesús como al Mesías, renunciaban a un ideal político que todo el pueblo judío esperaba.

La tercera, que es la única que hoy en día toman en cuenta los investigadores, no tiene fundamento en el plano histórico. La sencillez misma con que está descrita en los evangelios, es prueba de la ausencia de la fantasía. Si la Resurrección de Jesús y sus apariciones fueran producto de la fantasía, éstas no serían tan contadas (sólo seis), su número tendría que ser mucho mayor.

Tampoco se puede afirmar que la Resurrección y las apariciones posteriores se deban a alucinaciones de los apóstoles. A nivel psicológico, es casi imposible que una persona en el estado de depresión, de desaliento y de pesimismo en que estaban los discípulos después de la muerte de Jesús, pueda sufrir alucinaciones. Para esto es necesario que el sujeto se encuentre en estado de exaltación y sólo prescindiendo del valor histórico de los evangelios se podría afirmar que éste era el estado de los apóstoles. Si, además, se prescindiera del tiempo que siguieron predicando los apóstoles, éstas se habrían esfumado fácilmente con las primeras dificultades y persecuciones.

Dentro de las narraciones de la Resurrección existen algunas contradicciones, pero si éstas se analizan, se llega a la conclusión que las hay sólo en lo accidental, pero no en lo fundamental, que es que Cristo resucitó al tercer día. Lo que varía es la hora, quienes estaban presentes, al descubrimiento, etc.

Aún mayor valor que el testimonio de los evangelios, está el de San Pablo, que hacia el año 55, apenas veinte años después de la muerte de Jesús, escribe a los Corintios para aclararles algunos errores, entre ellos el de no creer en la Resurrección de los cuerpos. Les hace ver que o se cree en la Resurrección de Cristo, y entonces hay que admitir la de los cuerpos, o se niega ésta y entonces hay que rechazar también la de Cristo, y acaba por afirmar que "si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe" (I Cor. 15, 1-20).

San Pablo es un testigo bien informado, instruido por testigos oculares, no había sido discípulo sino enemigo de los seguidores de Cristo y, por consiguiente, un testigo crítico, sereno y reflexivo. Podemos confiar en un hombre que sufrió tanto por su fe, pensando también que si Cristo no resucitó sus sufrimientos habrían sido inútiles.

La confirmación sobre la realidad de la Resurrección se encuentra en la imposibilidad experimentada por los racionalistas de darnos una explicación admisible de la fe de los apóstoles, en el supuesto de admitir el milagro escueto y simple. Las teorías inventadas hoy carecen de valor. Se trató de explicar la Resurrección como una impostura (Reimarus), como un caso de muerte aparente (Paulus), como un producto mitológico (Strauss), como una alucinación (Renán), como un sincretismo (Harnack), etc.

Con su mismo sucederse estas teorías han demostrado su inconsistencia. Un racionalista ha destruido y refutado la obra de los otros. Todas las teorías inventadas hasta ahora son hipótesis sin fundamento. La única explicación posible es el milagro. Jesús resucitó verdaderamente como había predicho.

Jesús resucitó; mantuvo su promesa. Había dado como prueba de su divinidad la Resurrección, un milagro de primer orden de cuya trascendencia no se puede dudar. Por tanto, si resucitó, es el Hijo de Dios; es el fundamento sólido de nuestra fe, la base del cristianismo.

SEÑOR DE LA HISTORIA

Si la Resurrección es la prueba suprema y oficial de la divinidad de Cristo, existen otras de no menor valor; entre éstas ocupan el primer lugar las profecías del Antiguo Testamento. Para la Iglesia primitiva éstas tuvieron un enorme valor, pues era la mejor manera de probar a los judíos que Jesús era el Mesías. El mismo Jesús usó este método en sus discusiones con los fariseos: "Escudriñad las Escrituras ya que en ellas esperáis tener la vida eterna; ellas testifican de mí" (Jn. 5, 39).

El pueblo hebreo tenía, y aún conserva, la Biblia, colección de libros escritos en tiempos y lugares diversos, completa ya en el siglo tercero antes de Jesucristo, cuando fue traducida al griego por un grupo de sabios alejandrinos. Aunque cada libro estaba escrito por un autor determinado, los hebreos atribuían su origen a Dios y los citaban sin distinción con la expresión general: "dice la Escritura". Para ellos la Escritura era un libro inspirado, es decir, escrito por autores humanos bajo el influjo inmediato de Dios que se servía de ellos para comunicar a los hombres su palabra. Junto a este valor sagrado, la Biblia era la fuente principal de la historia hebrea, donde estaban registrados los privilegios excepcionales concedidos por Dios al pueblo elegido; la historia de los patriarcas, de los reyes, de los profetas que en el curso de los siglos habían guiado a Israel al cumplimiento de la misión confiada por Dios. La Biblia destaca claramente entre otros textos religiosos de la antigüedad por la pureza de su monoteísmo y la exquisitez de su moral.

Otro aspecto único del Antiguo Testamento es el mesianismo, la expectativa de un enviado del cielo que vendría a iniciar una nueva época en las relaciones de Dios con la humanidad. A través de la Escritura la personalidad del Mesías se va delineando cada vez más claramente para permitir que el pueblo elegido lo pueda reconocer en el momento en que aparezca en el mundo.

Los profetas describen al Mesías así:

a) FAMILIA: Será un hijo de Adán y vendrá a reparar el pecado de desobediencia que ellos cometieron en el paraíso terrenal (Gen. 3, 15); será descendiente también de Abraham (22,16), de Isaac (26, 4), de Jacob (28,14), de Judá (49, 8-10), de David (II Sam. 7, 11-13).

b) TIEMPO EN QUE NACERA: Vendrá antes que el cetro de Judá pase a otros pueblos (Gen. 49, 8-10), antes de la destrucción del templo (Ag. 2, 7-8). El profeta Daniel lo determina con precisión, ya que su profecía coincidió con la época de Jesús cuando la expectativa del Mesías era general (Dan. 9, 24-27). Esto también lo afirman Flavio Josefo (Guerra Judía, V,13), Suetonio (Vespasiano 4), Tácito (Historia, V, 13).

c) LA MADRE: Nacerá de una virgen (Is. 7,14), pero, aunque nazca de una virgen, fue engendrado en el seno mismo de Dios antes que existiese la luz (Sal. 109, 3).

d) LUGAR DE NACIMIENTO: En Belén de Judá (Miq. 5, 2).

e) EL PRECURSOR: Juan el Bautista. El Mesías tendrá un precursor (Mal. 3,1); que predicará a lo largo de la ribera del Jordán, en la región de Galilea (Is. 9, 12).

f) SU VIDA:

Maestro y profeta (Deut. 18, 15).

Legislador y portador de una nueva alianza entre Dios y los hombres (Is. 55, 3-4).

Sacerdote víctima (Is. 52, 15; 53). Manso y humilde (Is. 11, 1-5).

Salvador de la humanidad y piedra de escándalo (Is. 8, 14).

Sobre él reposará el espíritu del Señor (Is. 11, 2).

Poderoso en milagros (Is. 35, 4-6).

Entrará triunfante en Jerusalén (Zac. 9,9).

g) PASION Y MUERTE: Vendido por treinta monedas (Zac. 11, 12); flagelado y escupido en el rostro (Is. 50, 6); taladradas las manos y el costado (Sal. 21, 17-18); le darán hiel como bebida (Sal. 68, 22); burlado (Sal. 21, 8-9); sortearán sus vestidos (Sal. 21, 19); lo crucificarán (Zac. 12, 10); su cuerpo no estará sujeto a la corrupción (Sal. 15, 9-11); tendrá un sepulcro glorioso (Is. 53, 9); se sentará a la derecha de Dios (Sal. 109, 1).

h) PROFECIAS DEL REINO: Preanuncian el principio de una nueva alianza entre Dios y el hombre, suplantando la antigua entre Dios e Israel (Dan. 9, 24-27); comenzará en Jerusalén (Miq. 4, 2); representará la victoria del monoteísmo (Zac. 13,2; Is. 2, 2-4; Miq. 4, 1-5); no se limitará sólo al pueblo hebreo, sino que será universal (Is. 11,10; 49,6; Mal.1, 11); será un reino espiritual (Sal. 71,7; Is. 4, 2-6; Dan. 7, 27); con sacerdotes y maestros por todo el mundo (Is. 66, 21; Jer. 3, 15); con un sacrificio universal (Mal. 1 11); y, por último, aniquilará las potencias adversas (Sal. 2, 1-4; Is. 54, 17; Dan. 2, 44).

Todas estas profecías se encuentran en los libros escritos tres siglos antes de Cristo.

Basta con abrir los evangelios para saber que todas las profecías se cumplieron en Cristo. Jesús es de la familia de David (Mt. 1,18-23), nació de una virgen (Lc. 1, 27), en Belén de Judá (2, 4-7), tuvo un precursor que fue Juan Bautista (Jn. 1, 15), realizó milagros de todo género (Mt. 11, 5 ss.). Todas las profecías de su pasión se cumplieron a la letra, y lo mismo sucedió con las profecías de su Reino.

Durante su vida Jesús es perfectamente consciente de ser el objeto y realizar las profecías del Antiguo Testamento. Al leer algunos versículos de Isaías en la sinagoga de Nazaret, afirma: "Hoy se está cumpliendo ante vosotros esta escritura" (Lc. 4, 21). A los fariseos que rehusan creer en El, les dice: "Escudriñad las Escrituras ya que en ellas esperáis tener la vida eterna; ellas testifican de mí" (Jn. 5, 39). El evangelista Mateo se propone en su evangelio demostrar la mesianidad de Jesús basándose en las profecías del Antiguo Testamento. Algunos racionalistas tratan de probar que Jesús se trató de acomodar a las profecías, pero esto es imposible en cuanto que el cumplimiento de muchas de ellas no podía depender de ningún modo de su voluntad, como la concepción virginal, el nacimiento en Belén, la traición por treinta monedas, la crucifixión, la resurrección, la incredulidad de los judíos y la conversión de los paganos. Sobre todo, ¿cómo podría un simple hombre obrar milagros para adaptarse a las profecías?

Las profecías no pueden ser únicamente simples aspiraciones del hombre, son demasiado determinadas y concretas. Sólo Dios pudo dar a conocer a los profetas lo que predijeron de Cristo, porque solamente Dios conoce el futuro libre.

Jesús no solamente fue objeto de profecías, sino también sujeto, El mismo es un profeta. Predijo su propia pasión y muerte (Mt.16,21-23), la traición de Judas (Mt. 26, 21-25), la triple negación de Pedro (26, 30-35) y su martirio (Jn. 21, 18-19), la gloria de la Magdalena (Mt. 26, 13), la huida de los discípulos durante la Pasión (26, 31), las persecuciones que padecerían después de su muerte (10, 17-23; Mc. 13, 9-13), los milagros que harían en su nombre (16, 17). Predijo además la conversión de los paganos (Mt.8, 11), la predicación del evangelio en todo el mundo (24, 14), la permanencia de la Iglesia hasta el fin de los siglos (28, 20), la aparición en su seno de herejías y separaciones (7, 15-22), la destrucción de Jerusalén (24, 1 ss.). Todas estas profecías se realizaron con exactitud.

Jesús no domina solamente el futuro, también el presente. Adivina lo que está en la mente y en el corazón de los que le rodean. Conoce toda la vida de la samaritana en los detalles más íntimos (Jn. 4, 18 ss.); sin conocer a Natanael sabe que es un israelita sincero (Jn. 1,47-51); penetra el pensamiento de escribas y fariseos (Mt. 9, 4-7; 12, 25-27; Lc. 6, 7-8); intuye los pensamientos de Simón el fariseo que murmura en su corazón contra la pecadora (Lc. 7, 39 ss.).

Así, llegamos de nuevo a la misma conclusión: Jesús es el Hijo de Dios. A los milagros físicos obrados en la naturaleza, y a la resurrección de su cuerpo, viene a unirse el milagro intelectual de las profecías. Jesús domina el pasado, el presente y el futuro.

Solamente el Hijo de Dios puede tener estos poderes divinos. Si el cristianismo no tiene parangón en la evolución religiosa humana, si la figura de Cristo no se le puede comparar ni remotamente con la de cualquier otro personaje histórico, se debe a su naturaleza divina.