miércoles, 17.05 - Los Santos hablan a los Sacerdotes

CONFERENCIA de P. Antonio Maria Sicari, OCD

SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS Y LOS SACERDOTES

Era un domingo de julio de 1887.

La adolescente Teresa Martin, al final de la Misa, cierra su libro de oraciones y he aquí que una imagen de Jesús Crucificado asoma por el margen: se ve sólo la mano clavada de Jesús y las gotas de sangre que parecen caer al vacío...

A continuación contará haber sentido una gran pena «al pensar que esa Sangre caía a tierra sin que nadie se precipitara a recogerla...» y que se había prometido a sí misma pasar la vida a los pies de la Cruz, para recoger la valiosa sangre de Cristo y donarla a las almas.

Iniciaba de este modo la misión eclesial de Teresa de Lisieux.

Es sorprendente la anotación que ella añadió inmediatamente después de este episodio: «También el grito de Jesús en la Cruz me retumbaba continuamente en el corazón: «¡Tengo sed!». Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo... Quería dar de beber a mi Amado y yo misma me sentía devorada por la sed de las almas. No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía del deseo de arrancarlos de las llamas eternas...» (cf. Ms A, 45v).

Así, hacia los catorce años, Teresa pensaba en los grandes pecadores e imploraba por la salvación de un conocido criminal que debía ser ajusticiado en la guillotina.

No pensaba para nada en los sacerdotes, pues estaba absolutamente convencida de la santidad de los mismos.

Sabemos que ya desde niña los identificaba con Jesús.

Contando su primera confesión, escribe:

«Madre dilecta, con cuánto cuidado ella me había preparado diciéndome que no era a un hombre, sino al Buen Dios a quien decía mis pecados. Estaba realmente convencida de ello, por lo cual me confesé con gran espíritu de fe preguntándole, incluso, si podía decir a Don Ducellier que le amaba con todo mi corazón, pues era a Dios a quien hablaba en su persona...» (cf. Ms A 16vº).

Pero cuando participó en la peregrinación a Roma, organizada por la Diócesis de Coutances y Bayeux (ciento noventa y cinco peregrinos, de los cuales setenta y tres eclesiásticos), sus ansías apostólicas empezaron a dirigirse sobre todo a los sacerdotes.

Explicó este cambio de forma sencilla, así:

«Rezar por los pecadores me atraía con fuerza, pero rezar por las almas de los sacerdotes, que creía más puras que el cristal, ¡me parecía extraño!... ¡Ah! En Italia he entendido mi vocación: no era ir demasiado lejos para un conocimiento tan útil... Durante un mes he vivido con muchos sacerdotes santos y he entendido que, si bien su sublime dignidad los alza por encima de los ángeles, ello no quita que sean hombres débiles y frágiles... Si sacerdotes santos, a los que Jesús llama en su Evangelio: «La sal de la tierra», muestran con su comportamiento una necesidad extrema de oraciones, ¿qué debemos decir de los que son templados? No ha dicho también Jesús: «¿Si la sal pierde su sabor, con qué podremos salarla?». ¡Oh Madre! ¡Qué hermosa es la vocación que tiene como objetivo conservar la sal destinada a las almas! Esta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstol de los apóstoles, rezar por ellos mientras evangelizan las almas con palabras y, sobre todo, con ejemplos...» (cf. Ms A 56rº).

Evidentemente, algo la impresionó de forma dolorosa durante esa peregrinación: incluso los sacerdotes más «santos» no escondían su propia debilidad y fragilidad, mostrando «con su comportamiento tener una extrema necesidad de oraciones»... ¿Qué pasaba entonces con los «templados», que gastaban «la sal destinada a las almas?».

La pregunta no escandalizaba a esta muchacha que iba a Roma para pedir al Papa León XIII la gracia para poder entrar en el Carmelo a los quince años. Más bien arrojaba una luz cegadora sobre su vocación, juzgada por muchos demasiado infantil todavía.

«No habiendo vivido jamás en intimidad [con sacerdotes] –explicaba Teresa- no podía entender el objetivo principal de la reforma del Carmelo».

Pero durante ese viaje al centro de la cristiandad esos eclesiásticos, tan evidentemente necesitados de oraciones y de contemplación, hicieron que Teresa se sintiera llamada a convertirse en «apóstol de los apóstoles».

No tenía aún quince años.

Y no tenía todavía diecisiete cuando, desde el Carmelo, felicita a su hermana por el nuevo año 1889 con estas palabras: «Celina, es necesario que en este nuevo año hagamos muchos sacerdotes («que nous fassions beaucoup de prêtres...») que sepan amar a Jesús» (cf. LT 101).

Por tanto, en el momento justo no tendría ninguna duda: «Lo que venía a hacer en el Carmelo lo he declarado a los pies de Jesús Hostia, en el examen que precedió mi profesión: «He venido para salvar a las almas y, sobre todo, para rezar por los sacerdotes»...» (cf. Ms A 69).

No vale la pena indagar con curiosidad sobre qué entendía Teresa por «necesidades espirituales» de los sacerdotes. Sabemos que durante el viaje hubo algún sacerdote joven que se mostró un poco demasiado atento hacia las dos hermanas Martin – las más jóvenes del grupo -, pero también en esto valió esa íntima protección que la misma Teresa resume en el conocido aforismo: «todo es puro para los puros» (cf. Ms A 57rº).

Tenemos, de todas formas, algunas indicaciones en las cartas de esos años.

En julio de 1989 escribe a su hermana: «¡Oh, mi Celina, vivamos para las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los Sacerdotes, que deberían ser más transparentes que el cristal! ¡Ay de mí, cuantos sacerdotes indignos, cuantos sacerdotes que no son suficientemente santos! Recemos, suframos por ellos y, en el último día, Jesús estará agradecido...» (cf. LT 94).

En octubre del mismo año añade:

«No existe más que Jesús que es; todo el resto no es. Amémoslo, entonces, hasta la locura y salvemos almas para Él. ¡Ay Celina, siento que Jesús exige de nosotras dos que apaguemos su sed dándole almas y, sobre todo, almas de sacerdotes!...» (cf. LT 96).

Es este un periodo durante el cual Teresa, en el claustro, sufre por la enfermedad de su padre, encerrado en una casa de cura, perdido en sus frecuentes alucinaciones y cuyo rostro oscurecido se asemeja siempre más al Santo Rostro de Cristo, velado por las humillaciones y las lágrimas.

Teresa quiere secar ambos rostros como Verónica, con la misma ternura.

Con su sufrimiento y su oración quiere ganar «almas» para Cristo, para que apaguen su sed dándole amor y sufriendo con Él y para Él.

Está convencida que Jesús espera amor, sobre todo por parte de sus sacerdotes.

Cuando Teresa habla de sacerdotes «indignos», de sacerdotes «no suficientemente santos», no tiene en mente una casuística moral o unos comportamientos reprobables de los cuales tenga conocimiento, sino una sola cosa: el hecho que ellos se olviden del amor exclusivo que les ha sido prometido con su misma consagración, y que su pureza no sea la debida a la Eucaristía que tienen entre las manos.

En una carta escrita al mes siguiente de su profesión religiosa, ella habla con entusiasmo de su propia consagración virginal: «Pienso que el corazón de mi Esposo me pertenece sólo a mí, como el mío le pertenece sólo a Él». Pero, precisamente por esto, no se da paz ante el pensamiento que ciertas almas sacerdotales se aparten de esta unión exclusiva, y por ello insiste:

«Celina querida, te tengo que decir siempre la misma cosa. ¡Recemos por los sacerdotes! Cada día demuestra cuán escasos son los amigos de Jesús... Me parece que a Él lo que debe costarle más es la ingratitud, sobre todo viendo las almas a Él consagradas dar a otros ese corazón que le pertenece de forma tan absoluta...» (cf. LT 122).

Y no sólo le causa dolor la eventual traición, sino también esa poca delicadeza en tratar con Cristo que, en los sacerdotes, es signo de frialdad de corazón.

Una fórmula que se repite en los escritos de Teresa es la siguiente: hacen falta sacerdotes «¡qué sepan amar a Jesús, qué lo toquen con la misma delicadeza con la cual María lo tocaba en la cuna!...» (cf. LT 101).

Posteriormente, su pena y su oración se hacen más profundas cuando le dicen que a veces el amor del sacerdote por Jesús Eucaristía parece «envejecer», junto al de un pueblo cristiano extenuado, en una iglesia olvidada.

Es lo que sucede cuando, el 17 de julio de 1890, recibe esta triste carta de su hermana Celina:

«El otro día hemos entrado, por casualidad, en una iglesia pequeña y pobre (...). Pensaba que mis lágrimas traicionarían mi corazón, pues casi no podía contenerlas. Piensa: un Tabernáculo sin cortinas, verdadero agujero negro, quizá guarida de arañas, y un sagrario tan pobre que parecía de cobre, cubierto por un pedazo de tela sucia que ya ni siquiera tenía forma de velo para la Eucaristía. Y en el sagrario, sólo una hostia. ¡Ay, no hacen falta más en esa parroquia! Ni siquiera una comunión al año, salvo el tiempo de Pascua. En estas zonas rurales hay sacerdotes toscos que tienen la iglesia cerrada todo el día. Por otra parte, son ancianos y sin ningún recurso...».

El día siguiente – mientras la hermana se preocupaba de comprar un nuevo cáliz y en el Carmelo preparaban un velo bordado –, Teresa responde, citando largos fragmentos de los Carmenes del Siervo doliente de Yahveh sobre la belleza escondida del Rostro humillado de Jesús, el cual espera ser reconocido y amado, y exhorta a su hermana:

«Hagamos un pequeño tabernáculo en nuestro corazón, en el cual pueda refugiarse Jesús. Entonces será consolado y olvidará lo que nosotros no podemos olvidar: ¡la ingratitud de las almas que lo abandonan en un tabernáculo desierto! (...) Celina, ¡recemos por los sacerdotes, ah, recemos por ellos! ¡Qué nuestra vida se consagre a ellos: Jesús me hace sentir cada día que esto es lo que quiere de nosotras dos!» (cf. LT 108).

Pero Teresa no se limitó a orar por los sacerdotes. Deseaba por lo menos alguno como «hermano», y pidió a Dios esta gracia en el día de su profesión. Ese día se quedó con la convicción de haberla obtenido, aunque pensaba que lo habría conocido solamente en el cielo.

Tener un «hermano sacerdote» había sido siempre el sueño de Teresa que, en esto, había heredado el sueño no realizado de toda la familia Martin. Y he aquí que un día la Madre Priora le pidió que se ocupase espiritualmente de dos misioneros que se habían dirigido al Carmelo para pedir ayuda y apoyo.

Inicia de este modo, para Teresa, un nuevo capítulo de su experiencia espiritual (lo llamará: «la historia de mis hermanos que ocupan ahora un lugar tan grande en mi vida» - cf. Ms C 33rº), documentado en unas 17 cartas llenas de ternura y de fuerza, enviadas por ella a estos «hermanos espirituales», con los que compartía todos los secretos de su alma y de su doctrina.

Para una carmelita era una experiencia insólita, pero ella la vivió en total obediencia y consciente de llevar a cabo una misión que había sido decidida en el cielo. A uno de ellos no tuvo temor en escribir: «Él me ha creado para ser su hermana» (cf. LT 193).

Si hasta ese momento ella había rezado siempre por los sacerdotes, ahora puede unir estrecha y visiblemente su oración al apostolado de aquellos y empieza pidiendo «a los dos hermanos» que lo ejerciten, antes que nada, sobre ella:

«¿Me promete Usted, hermano mío, -escribe al P. Roulland- seguir diciendo cada mañana en el S. Altar: «¡Dios mío, inflama a mi hermana carmelita con tu amor!»? Por mi parte, todo lo que pido a Jesús para mí lo pido también para Usted: cuando ofrezco mi débil amor al Amado, me permito ofrecer también el suyo... Después de esta vida, en la cual habremos sembrado juntos con las lágrimas, nos encontraremos, alegres, llevando gavillas en nuestras manos» (cf. Lt 201).

Pide la misma cosa al clérigo Bellière:

«Si halla Usted consuelo pensando que en el Carmelo una hermana reza incesantemente por Usted, mi agradecimiento no es menor del suyo hacía Nuestro Señor, que me ha dado un pequeño hermano al cual Él ha destinado a convertir en su Sacerdote y su Apóstol... Verdaderamente, sólo en el cielo Usted sabrá cuanto le estimo (...) Sería muy feliz si Usted, cada día, dijera esta oración: «Padre misericordioso, en el nombre de nuestro Dulce Jesús, de la Virgen María y de los Santos, te pido que inflames a esta hermana mía con tu Espíritu de Amor, dándole la gracia de amarte mucho...» (cf. LT 220).

Por su parte, desde hacia tiempo ella había compuesto y recitaba esta oración para sostenerlo en sus dificultades vocacionales:

«¡Oh, Jesús mío, te doy las gracias por haber colmado uno de mis deseos más grandes: tener un hermano sacerdote y apóstol! Me siento muy indigna de este favor, pero puesto que te dignas conceder a tu pobre y pequeña esposa la gracia de trabajar especialmente para la santificación de un alma destinada al sacerdocio, con alegría te ofrezco para ella todas las oraciones y sacrificios de que puedo disponer. Te pido, Dios mío, que no mires lo que soy, sino lo que debería y desearía ser: una religiosa inflamada por tu amor. Tú sabes, Señor, que mi única ambición es hacer que te conozcan y te amen. Y ahora mi deseo se cumplirá. No puedo hacer nada más que rezar y sufrir; pero el alma a la cual te dignas unirme con los dulces vínculos de la caridad irá a combatir en la llanura para conquistar para ti nuevos corazones. Y yo, en la montaña del Carmelo, te suplicaré que le des la victoria. Divino Jesús, escucha la oración que te dirijo para aquél que quiere ser tu misionero: protégelo en medio de los peligros del mundo; hazle sentir siempre más la nada y la vanidad de las cosas pasajeras y la felicidad de saberlas despreciar por tu amor. ¡Qué su sublime apostolado se ejercite, desde ahora, sobre las personas que lo rodean y que él sea un apóstol digno de tu Sagrado Corazón! ¡Oh María, dulce Reina del Carmelo, a ti te confío el alma del futuro sacerdote, del cual yo soy la hermana pequeña e indigna! Dígnate enseñarle, desde este momento, el amor con el que tú tocabas y cubrías al Divino Niño Jesús, para que así él pueda un día subir al Santo Altar, llevando en sus manos al Rey de los Cielos. ¡Te pido, también, que le des amparo bajo tu manto virginal, hasta el momento feliz en que, abandonado este valle de lágrimas, pueda contemplar tu esplendor y gozar, para toda la eternidad, de los frutos de su glorioso apostolado!» (cf. Pr n. 8).

Lo que pide en el secreto de la oración lo disemina, después, en las cartas que envía a sus «dos hermanos».

Se preocupa, sobre todo, de transmitirles el sentido profundo de esa experiencia de comunión que les ha sido entregada.

Al P. Roulland, a punto de partir como misionero, le escribe: «Mientras yo atraviese el mar en su compañía, Usted permanecerá junto a mí, escondido en nuestra pobre celda» (cf. LT 193).

Y es un estribillo afligido:

«¡Trabajemos juntos para la salvación de las almas! Tenemos sólo el único día de esta vida para salvarlas y ofrecer así al Señor la prueba de nuestro amor» (cf. LT 213).

«Lo que le pedimos es trabajar para su gloria, amarlo y hacer que lo amen» (cf. LT 220).

Ella sabe que esta comunión no se romperá nunca, insistiendo sobre este tema con una seguridad sorprendente.

Al P. Bellière le anuncia que la unión entre ambos es tal que superará también la muerte, que siente ya próxima: «Si Jesús realizara mis presentimientos, le prometo que también allí arriba seguiré siendo su pequeña hermana. Nuestra unión, en lugar de romperse, será aún más íntima: no existirá la clausura, no habrán celosías y mi alma podrá volar con Usted a las misiones lejanas. Nuestras funciones seguirán siendo las mismas: a Usted las armas apostólicas, a mí la oración y el amor...» (cf. LT 220).

«Desearía decirle, querido pequeño hermano, mil cosas que sólo ahora, que estoy a las puertas de la Eternidad, entiendo. Pero yo no muero, entro en la vida, y todo lo que no puedo decirle aquí abajo, se lo haré entender desde lo alto del Cielo» (cf. LT 244).

«[Desde el cielo] le estaré muy cercana, veré todo lo que Usted necesita y no dejaré jamás en paz al Buen Dios hasta que no me haya dado todo lo que quiero» (cf. LT 253).

«Cuento con no estar inactiva en el Cielo (...). Lo que me atrae hacia la patria de los cielos es la llamada del Señor, la esperanza de hacerlo amar finalmente tanto como he deseado y el pensamiento que podré hacer que una multitud de almas lo amen» (cf. LT 254).

Sabiendo que al cabo de poco tiempo los tiene que abandonar en la tierra, intenta transmitirles su doctrina esencial, con juicios breves y llamamientos impetuosos:

«Sin la amable voluntad de Dios no haríamos nada, ni para Jesús ni para las almas» (cf. LT 201) escribe al P. Roulland, que empieza a tener las primeras dificultades con sus superiores.

«Él quiere afirmar su reino sobre las almas, más con las persecuciones y el sufrimiento, que con predicaciones inteligentes» (cf. LT 226).

«Querido pequeño hermano, en el momento de comparecer ante el Buen Dios entiendo, más que nunca, que una sola cosa es necesaria: trabajar únicamente para Él y no hacer nada ni para uno mismo, ni para las criaturas» (cf. LT 244), explica al P. Bellière.

«Usted no podrá ser un santo a mitad: es necesario que lo sea o del todo o para nada» (cf. LT 252).

Le interesa, sobre todo, transmitirles su doctrina sobre la confianza total:

«Le enseñaré, querido pequeño hermano de mi alma, cómo debe navegar en el mar tempestuoso del mundo con el abandono y el amor de un niño que sabe que su Padre le ama con ternura» (cf. LT 258).

«¿Su único tesoro no es Jesús? Puesto que Él está en el cielo, allí es donde debe habitar su corazón. Y le digo con sencillez, querido pequeño hermano, que me parece que le será más fácil vivir con Jesús cuando yo esté cerca de Él para siempre... Su lugar son los brazos de Jesús... Le prohibo ir al Cielo por un camino distinto del de su pobre pequeña hermana» (cf. LT 261).

Mientas tanto, Teresa tiende rápidamente a la reunificación interior de todas sus experiencias: la oración (y la preocupación) por los sacerdotes prácticamente ha estructurado de forma sacerdotal su alma, invadida por «deseos» siempre más arrolladores e «infinitos».

Escribe: «Siento en mí la vocación del Sacerdote. ¡Con cuánto amor, oh Jesús, te llevaría entre mis manos cuando, al oír mi voz, bajarías del Cielo!... ¡Con cuánto amor te entregaría a las almas!...» (cf. Ms B 2v), mientras sueña que es un Apóstol que recorre toda la tierra y planta por doquier la gloriosa Cruz.

En resumen: está por alcanzar este «corazón de la Iglesia», donde poder llevar a cabo la vocación omnicomprensiva de «ser el Amor», de «ser todo» (cf. Ms B 2vº).

Es justamente al final de su vida cuando Teresa alcanza la más alta compenetración posible en esta tierra entre vocación contemplativa y vocación apostólica.

Mira a sus «hermanos misioneros» con los mismos ojos de Jesús, poniéndose casi en su lugar. Escribe de nuevo al femenino la oración sacerdotal del Divino Maestro, dirigiéndose también ella al Padre celestial para decirle que ha cuidado, en esta tierra, de sus «hermanos misioneros» («aquellos que tu me has dado») y que quiere que estén con ella en la patria celestial «para que el mundo sepa que Te he amado, como Tú me has amado» (cf. Ms C 34vº).

La persuasión es arrolladora:

«Me he unido espiritualmente a los apóstoles que Jesús me ha dado como hermanos: todo lo que me pertenece, pertenece a cada uno de ellos» (cf. Ms C 31v).

Por consiguiente, su existencia contemplativa, ofrecida a los sacerdotes, ni siquiera tiene necesidad de ofrecerse intencionadamente.

Teresa no tiene ya necesidad de manifestar de forma explícita o detallada intenciones de oración a favor de ellos.

Las últimas palabras que ella, moribunda, escribe con lápiz sobre su pobre cuaderno son las siguientes:

«Jesús me ha dado un instrumento sencillo para cumplir mi misión... Me ha hecho entender esta palabra de los Cánticos: «Atráeme, nosotros corremos al efluvio de tus perfumes». Oh Jesús, por lo tanto tampoco hay que decir: «Atrayéndome, atrae las almas que amo». Esta simple palabra: «Atráeme» es suficiente. Señor, lo entiendo: cuando un alma se ha dejado atraer por el olor embriagador de tus perfumes, no puede correr sola, todas las almas que ama son arrastradas detrás de ella. Esto sucede libremente, sin esfuerzo, es una consecuencia natural de su atracción hacia ti. Como un torrente que al lanzarse impetuoso en el océano arrastra tras él todo lo que ha encontrado en su camino, así, oh Jesús mío, el alma que se sumerge en el océano sin límites de tu amor atrae consigo todos los tesoros que posee... Señor, tu sabes que no poseo más tesoros que las almas que has querido unir a la mía; estos tesoros, tú me los has confiado, por lo que me atrevo a hacer mías las palabras que has dirigido al Padre Celestial la ultima noche que te vio aún sobre nuestra tierra...» (cf. Ms C 34rº).

De este modo, la pequeña Teresa de Lisieux – como verdadera Doctora de la Iglesia - pronuncia palabras conclusivas sobre al arduo problema de las relaciones entre contemplación y acción en la experiencia cristiana.

En el mes de agosto, el último de su vida, en medio de grandes sufrimientos del cuerpo y del espíritu, ella intenta «atraer» hacía sí al célebre predicador secularizado P. Giacinto Loyson, ex Provincial de los Carmelitas, que recorre Francia anunciando su rebelión contra la Iglesia.

Teresa anota con dolor: «¡Qué poco es amado el Buen Dios en la tierra!... También por sacerdotes y religiosos... No, el Buen Dios no es muy amado...» (cf. UC 7.8.1).

Para ese «monje renegado» – así lo denominan los periódicos, pero para Teresa es «nuestro hermano, un hijo de la Santísima Virgen» - ella ofrece la última Comunión el 19 de agosto de 1897, desmayándose durante la celebración.

Después envía a Don Bellière la última imagen pintada por ella, en la que incluye las palabras: «¡No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño!... Yo lo amo... Él es amor y misericordia» y en el reverso escribe, como testamento, esta dedicatoria: «Último recuerdo de un alma, hermana de la suya».

Son las últimas palabras escritas por Teresa para consolar a un joven sacerdote apasionado, pero aún incierto sobre el amor de su Dios, y que anticipan las que ella pronunciará al final de su agonía.

Ella las ofrece a todos los sacerdotes para que aprendan a confiar únicamente en ese Dios «que es todo amor y misericordia» y para que se comprometan a anunciarlo, con alegría, al mundo.