CARTA DE S.S. JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 1995
1.
"ˇHonor
a María, honor y gloria,
honor a la Santísima Virgen! (...)
Aquel que creó el mundo maravilloso
honraba en Ella a la propia Madre (...).
La amaba como madre, vivió obedeciéndola.
Aunque era Dios, respetaba todas sus palabras".
Queridos
hermanos Sacerdotes:
No os asombréis si comienzo esta Carta, que tradicionalmente os dirijo
con ocasión del Jueves Santo, con las palabras de un canto mariano polaco. Lo
hago porque este ańo quiero hablaros de la importancia de la mujer en la
vida del sacerdote, y estos versos, que yo cantaba desde nińo, pueden ser
una significativa introducción a esta temática.
El canto evoca el amor de Cristo por su Madre. La primera y fundamental
relación que el ser humano establece con la mujer es precisamente la de hijo
con su madre. Cada uno de nosotros puede expresar su amor a la madre terrena
como el Hijo de Dios hizo y hace con la suya. La madre es la mujer a la cual
debemos la vida. Nos ha concebido en su seno, nos ha dado a luz en medio de los
dolores de parto con los que cada mujer alumbra una nueva vida. Por la
generación se establece un vínculo especial, casi sagrado, entre el ser humano
y su madre.
Después de engendrarnos a la vida terrena, nuestros padres nos
convirtieron, por Cristo y gracias al sacramento del Bautismo, en hijos
adoptivos de Dios. Todo esto ha hecho aún más profundo el vínculo entre
nosotros y nuestros padres, y en particular, entre cada uno de nosotros y la
propia madre. El prototipo de esto es Cristo mismo, Cristo-Sacerdote, que se
dirige así al Padre eterno: "Sacrificio y oblación no quisiste, pero me
has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios no te agradaron. Entonces
dije: ˇHe ahí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Hb
10,5-7). Estas palabras involucran en cierto modo a la Madre, pues el Padre
eterno formó el cuerpo de Cristo por obra del Espíritu Santo en el seno de la
Virgen María, gracias a su consentimiento: "Hágase en mí según tu
palabra" (Lc 1, 38).
ˇCuántos de nosotros deben también a la propia madre la vocación
sacerdotal! La experiencia enseńa que muchas veces la madre cultiva en el
propio corazón por muchos ańos el deseo de la vocación sacerdotal para el
hijo y la obtiene orando con insistente confianza y pro funda humildad. Así,
sin imponer la propia voluntad ella favorece, con la eficacia típica de la fe,
el inicio de la aspiración al sacerdocio en el alma de su hijo, aspiración que
dará fruto en el momento oportuno.
2. Deseo reflexionar en esta Carta sobre la relación entre el sacerdote
y la mujer, ya que el tema de la mujer merece este ańo una atención
especial, del mismo modo como el ańo pasado la tuvo el tema de la familia.
Efectivamente, se dedicará a la mujer la importante Conferencia internacional
convocada por la Organización de las Naciones Unidas en Pequín, durante el
próximo mes de septiembre. Es un tema nuevo respecto al del ańo pasado,
pero estrechamente relacionado con él.
A esta Carta, queridos hermanos en el sacerdocio, quiero unir otro
documento. Así como el ańo pasado acompańé el Mensaje del Jueves
Santo con la Carta a las Familias, del mismo modo quisiera ahora entregaros de
nuevo la Carta apostólica Mulieris dignitatem, (15 de agosto de 1988). Como
recordaréis, se trata de un texto elaborado al final del Ańo Mariano
1987-1988, durante el cual publiqué la Carta encíclica Redemptoris Mater (25 de
marzo de 1987). Deseo vivamente que durante este ańo se lea de nuevo la
Mulieris dignitatem, haciéndola objeto de meditación y considerando
especialmente sus aspectos marianos.
La relación con la Madre de Dios es fundamental para la
"reflexión" cristiana. Lo es, ante todo, a nivel teológico, por la
especialísima relación de María con el Verbo Encarnado y con la Iglesia, su
Cuerpo místico. Pero lo es también a nivel histórico, antropológico y cultural.
De hecho, en el cristianismo, la figura de la Madre de Dios representa una gran
fuente de inspiración no sólo para la vida espiritual, sino incluso para la
cultura cristiana y para el mismo amor a la patria. Hay pruebas de ello en el
patrimonio histórico de muchas naciones. En Polonia, por ejemplo, el monumento
literario más antiguo es el canto Bogurodzica (Madre de Dios), que ha inspirado
en nuestros antepasados no sólo la organización de la vida de la nación, sino
incluso la defensa de la justa causa en el campo de batalla. La Madre del Hijo
de Dios ha sido la "gran inspiradora" para los individuos y para
naciones cristianas enteras. También esto, a su modo, dice muchísimo por la
importancia de la mujer en la vida del hombre y, de manera especial, en la del
sacerdote.
Ya he tenido oportunidad de tratar este tema en la Encíclica
Redemptoris Mater y en la Carta apostólica Mulieris dignitatem, rin diendo
homenaje a aquellas mujeres -madres, esposas, hijas o hermanas- que para los
respectivos hijos, maridos, padres y hermanos han sido una ayuda eficaz para el
bien. No sin motivo se habla de "talento femenino", y cuanto he
escrito hasta ahora confirma el fundamento de esta expresión. Sin embargo,
tratándose de la vida sacerdotal, la presencia de la mujer asume un carácter
peculiar y exige un análisis específico.
3. Pero volvamos, mientras tanto, al Jueves Santo, día en el que
adquieren especial relieve las palabras del himno litúrgico:
Ave verum Corpus natum de Maria Virgine:
Vere passum, immolatum in cruce pro homine.
Cuius latus perforatum fluxit aqua et sanguine:
Esto nobis praegustatum mortis in examine.
O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!
Aunque estas palabras no pertenecen a la liturgia del Jueves Santo,
están profundamente vinculadas con ella.
Con la Ultima Cena, durante la cual Cristo instituyó los sacramentos
del Sacrificio y del Sacerdocio de la Nueva Alianza, comienza el Triduum
paschale. En su centro está el Cuerpo de Cristo. Es este Cuerpo el que, antes
de sufrir la pasión y muerte, durante la Ultima Cena se ofrece como comida en
la institución de la Eucaristía. Cristo toma en sus manos el pan, lo parte y lo
distribuye a los Apóstoles, pronunciando las palabras: "Tomad, comed, éste
es mi cuerpo" (Mt 26, 26). Instituye así el sacramento de su Cuerpo, aquel
Cuerpo que, como Hijo de Dios, había recibido de la Madre, la Virgen Inmaculada.
Después entrega a los Apóstoles el cáliz de la propia sangre bajo la especie de
vino, diciendo: "Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la
Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt
26,27-28). Se trata aquí de la Sangre que animaba el Cuerpo recibido de la
Virgen Madre: Sangre que debía ser derramada, llevando a cabo el misterio de la
Redención, para que el Cuerpo recibido de la Madre, pudiese -como Corpus
immolatum in cruce pro homine- convertirse, para nosotros y para todos, en
sacramento de vida eterna, viático para la eternidad. Por esto en el Ave verum,
himno eucarístico y mariano a la vez, nosotros pedimos: Esto nobis praegustatum
mortis in examine.
Aunque en la liturgia del Jueves Santo no se habla de María -sin
embargo la encontramos el Viernes Santo a los pies de la Cruz con el apóstol
Juan-, es difícil no percibir su presencia en la institución de la Eucaristía,
anticipo de la pasión y muerte del Cuerpo de Cris to, aquel Cuerpo que el Hijo
de Dios había recibido de la Virgen Madre en el momento de la Anunciación.
Para nosotros, como sacerdotes, la Ultima Cena es un momento
particularmente santo. Cristo, que dice a los Apóstoles: "Haced esto en
recuerdo mío" (1 Co 11,24), instituye el sacramento del Orden. En nuestra
vida de presbíteros este momento es esencialmente cristocéntrico: en efecto,
recibimos el sacerdocio de Cristo-Sacerdote, único Sacerdote de la Nueva
Alianza. Pero pensando en el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre que, in
persona Christi, es ofrecido por nosotros, nos es difícil no entrever en este
Sacrificio la presencia de la Madre. María dio la vida al Hijo de Dios, así
como han hecho con nosotros nuestras madres, para que El se ofreciera y
nosotros también nos ofreciésemos en sacrificio junto con El mediante el
ministerio sacerdotal. Detrás de esta misión está la vocación recibida de Dios,
pero se esconde también el gran amor de nuestras madres, de la misma manera que
tras el sacrificio de Cristo en el Cenáculo se ocultaba el inefable amor de su
Madre. ˇDe qué manera tan real, y al mismo tiempo discreta, está presente
la maternidad y, gracias a ella, la femineidad en el sacramento del Orden, cuya
fiesta renovamos cada ańo el Jueves Santo!
4. Jesucristo es el hijo único de María Santísima. Comprendemos bien el
significado de este misterio: convenía que fuera así, ya que un Hijo tan
singular por su divinidad no podía ser más que el único hijo de su Madre
Virgen. Pero precisamente esta unicidad se presenta, de algún modo, como la
mejor "garantía" de una "multiplicidad" espiritual. Cristo,
verdadero hombre y a la vez eterno y unigénito Hijo del Padre celestial, tiene,
en el plano espiritual, un número inmenso de hermanos y hermanas. En efecto, la
familia de Dios abarca a todos los hombres: no solamente a cuantos mediante el
Bautismo son hijos adoptivos de Dios, sino en cierto sentido a la humanidad
entera, pues Cristo ha redimido a todos los hombres y mujeres, ofreciéndoles la
posibilidad de ser hijos e hijas adoptivos del Padre eterno. Así todos somos
hermanos y hermanas en Cristo.
He aquí cómo surge en el horizonte de nuestra reflexión sobre la
relación entre el sacerdote y la mujer, junto a la figura de la madre, la de la
hermana. Gracias a la Redención, el sacerdote participa de un modo particular
de la relación de fraternidad ofrecida por Cristo a todos los redimidos.
Muchos de nosotros, sacerdotes, tienen hermanas en la familia. En todo
caso, cada sacerdote desde nińo ha tenido ocasión de encon trarse con
muchachas, si no en la propia familia, al menos en el vecindario, en los juegos
de infancia y en la escuela. Un tipo de comunidad mixta tiene una gran
importancia para la formación de la personalidad de los muchachos y muchachas.
Nos referimos aquí al designio originario del Creador, que al principio
creó al ser humano "varón y mujer" (cf. Gn 1,27). Este acto divino
creador continúa a través de las generaciones. El libro del Génesis habla de
ello en el contexto de la vocación al matrimonio: "Por eso deja el hombre
a su padre y a su madre y se une a su mujer" (2,24). La vocación al
matrimonio supone y exige obviamente que el ambiente en el que se vive esté
compuesto por hombres y mujeres.
En este contexto no nacen solamente las vocaciones al matrimonio, sino
también al sacerdocio y a la vida consagrada. Estas no se forman aisladamente.
Cada candidato al sacerdocio, al entrar en el seminario, tiene a sus espaldas
la experiencia de la propia familia y de la escuela, donde ha encontrado a
muchos coetáneos y coetáneas. Para vivir en el celibato de modo maduro y
sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle
profundamente en sí mismo la imagen de la mujer como hermana. En Cristo,
hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los vínculos
familiares. Se trata de un vínculo universal, gracias al cual el sacerdote
puede abrirse a cada ambiente nuevo, hasta el más diverso bajo el aspecto
étnico o cultural, con la conciencia de deber ejercer en favor de los hombres y
de las mujeres a quienes es enviado un ministerio de auténtica paternidad
espiritual, que le concede "hijos" e "hijas" en el
Seńor (cf. 1 Ts 2,11; Gál 4,19).
5. "La hermana" representa sin duda una manifestación
específica de la belleza espiritual de la mujer; pero es, al mismo tiempo,
expresión de su "carácter intangible". Si el sacerdote, con la ayuda
de la gracia divina y bajo la especial protección de María Virgen y Madre,
madura de este modo su actitud hacia la mujer, en su ministerio se verá
acompańado por un sentimiento de gran confianza precisamente por parte de
las mujeres, consideradas por él, en las diversas edades y situaciones de la
vida, como hermanas y madres.
La figura de la mujer-hermana tiene notable importancia en nuestra
civilización cristiana, donde innumerables mujeres se han hecho hermanas de
todos, gracias a la actitud típica que ellas han tomado con el prójimo,
especialmente con el más necesitado. Una "hermana" es garantía de
gratuidad: en el escuela, en el hospital, en la cárcel y en otros sectores de
los servicios sociales. Cuando una mujer permanece soltera, con su
"entrega como hermana" mediante el compromiso apostólico o la
generosa dedicación al prójimo, desarrolla una peculiar maternidad espiritual.
Esta entrega desinteresada de "fraterna" femineidad ilumina la
existencia humana, suscita los mejores sentimientos de los que es capaz el
hombre y siempre deja tras de sí una huella de agradecimiento por el bien
ofrecido gratuitamente.
Así pues, las dos dimensiones fundamentales de la relación entre la
mujer y el sacerdote son las de madre y hermana. Si esta relación se desarrolla
de modo sereno y maduro, la mujer no encontrará particulares dificultades en su
trato con el sacerdote. Por ejemplo, no las encontrará al confesar las propias
culpas en el sacramento de la Penitencia. Mucho menos las encontrará al
emprender con los sacerdotes diversas actividades apostólicas. Cada sacerdote
tiene pues la gran responsabilidad de desarrollar en sí mismo una auténtica
actitud de hermano hacia la mujer, actitud que no admite ambigüedad. En esta
perspectiva, el Apóstol recomienda al discípulo Timoteo tratar "a las
ancianas, como a madres; a las jóvenes, como a hermanas, con toda pureza"
(1 Tm 5,2).
Cuando Cristo afirmó -como escribe el evangelista Mateo- que el hombre
puede permanecer célibe por el Reino de Dios, los Apóstoles quedaron perplejos
(cfr. 19,10-12). Un poco antes había declarado indisoluble el matrimonio, y ya
esta verdad había suscitado en ellos una reacción significativa: "Si tal
es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse"
(Mt 19,10). Como se ve, su reacción iba en dirección opuesta a la lógica de
fidelidad en la que se inspiraba Jesús. Pero el Maestro aprovecha también esta
incomprensión para introducir, en el estrecho horizonte del modo de pensar de ellos,
la perspectiva del celibato por el Reino de Dios. Con esto trata de afirmar que
el matrimonio tiene su propia dignidad y santidad sacramental y que existe
también otro camino para el cristiano: camino que no es huida del matrimonio
sino elección consciente del celibato por el Reino de los cielos.
En este horizonte, la mujer no puede ser para el sacerdote más que una
hermana, y esta dignidad de hermana debe ser considerada conscientemente por
él. El apóstol Pablo, que vivía el celibato, escribe así en la Primera Carta a
los Corintios: "Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas
cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de
otra" (7,7). Para él no hay duda: tanto el matrimonio como el celibato son
dones de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. Subrayando la
superioridad de la virginidad, de ningún modo menosprecia el matrimonio. Ambos
tienen un carisma específico; cada uno de ellos es una vocación, que el hombre,
con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la propia vida.
La vocación al celibato necesita ser defendida conscientemente con una
vigilancia especial sobre los sentimientos y sobre toda la propia conducta. En
particular, debe defender su vocación el sacerdote que, según la disciplina
vigente en la Iglesia occidental y tan estimada por la oriental, ha elegido el
celibato por el Reino de Dios. Cuando en el trato con una mujer peligrara el
don y la elección del celibato, el sacerdote debe luchar para mantenerse fiel a
su vocación. Semejante defensa no significaría que el matrimonio sea algo malo
en sí mismo, sino que para el sacerdote el camino es otro. Dejarlo sería, en su
caso, faltar a la palabra dada a Dios.
La oración del Seńor: "No nos dejes caer en la tentación y
líbranos del mal", cobra un significado especial en el contexto de la
civilización contemporánea, saturada de elementos de hedonismo, egocentrismo y
sensualidad. Se propaga por desgracia la pornografía, que humilla la dignidad
de la mujer, tratándola exclusivamente como objeto de placer sexual. Estos
aspectos de la civilización actual no favorecen ciertamente la fidelidad
conyugal ni el celibato por el Reino de Dios. Si el sacerdote no fomenta en sí
mismo auténticas disposiciones de fe, de esperanza y de amor a Dios, puede
ceder fácilmente a los reclamos que le llegan del mundo. żCómo no
dirigirme pues a vosotros, queridos hermanos Sacerdotes, hoy Jueves Santo, para
exhortaros a permanecer fieles al don del celibato, que nos ofrece Cristo? En
él se encierra un bien espiritual para cada uno y para toda la Iglesia.
En el pensamiento y en la oración están hoy presentes de forma especial
nuestros hermanos en el sacerdocio que encuentran dificultades en este campo y
quienes precisamente por causa de una mujer han abandonado el ministerio
sacerdotal. Confiamos a María Santísima, Madre de los Sacerdotes, y a la
intercesión de los numerosos Santos sacerdotes de la historia de la Iglesia el
difícil momento que están pasando, pidiendo para ellos la gracia de volver al
primitivo fervor (cf. Ap 2, 4-5). La experiencia de mi ministerio, y creo que
sirve para cada Obispo, confirma que se dan casos de vuelta a este fervor y que
incluso hoy no son pocos. Dios permanece fiel a la alianza que establece con el
hombre en el sacramento del Orden sacerdotal.
6. Ahora quisiera tratar el tema, aún más amplio, del papel que la
mujer está llamada a desempeńar en la edificación de la Iglesia. El
Concilio Vaticano II ha recogido plenamente la lógica del Evangelio, en los
capítulos II y III de la Constitución dogmática Lumen gentium, presentando a la
Iglesia en primer lugar como Pueblo de Dios y después como estructura
jerárquica. La Iglesia es sobre todo Pueblo de Dios, ya que quienes la forman,
hombres y mujeres, participan -cada uno a su manera- de la misión profética,
sacerdotal y real de Cristo. Mientras invito a releer estos textos conciliares,
me limitaré aquí a algunas breves reflexiones partiendo del Evangelio.
En el momento de la ascensión a los cielos, Cristo manda a los
Apóstoles: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la
creación" (Mc 16,15). Predicar el Evangelio es realizar la misión
profética, que en la Iglesia tiene diversas modalidades según el carisma dado a
cada uno (cf. Ef 4,11-13). En aquella circunstancia, tratándose de los Apóstoles
y de su peculiar misión, este mandato es confiado a unos hombres; pero, si
leemos atentamente los relatos evangélicos y especialmente el de Juan, llama la
atención el hecho de que la misión profética, considerada en toda su amplitud,
es concedida a hombres y mujeres. Baste recordar, por ejemplo, la Samaritana y
su diálogo con Cristo junto al pozo de Jacob en Sicar (cf. Jn 4,1-42): es a
ella, samaritana y además pecadora, a quien Jesús revela la profundidad del
verdadero culto a Dios, al cual no interesa el lugar sino la actitud de
adoración "en espíritu y verdad".
Y żqué decir de las hermanas de Lázaro, María y Marta? Los
Sinópticos, a propósito de la "contemplativa" María, destacan la
primacía que Jesús da a la contemplación sobre la acción (cf Lc 10, 42). Más
importante aún es lo que escribe san Juan en el contexto de la resurrección de
Lázaro, su hermano. En este caso es a Marta, la más "activa" de las
dos, a quien Jesús revela los misterios profundos de su misión: "Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que
vive y cree en mí, no morirá jamás" (Jn 11,25-26). En estas palabras
dirigidas a una mujer está contenido el misterio pascual.
Pero sigamos con el relato evangélico y entremos en la narración de la
Pasión. żNo es quizás un dato incontestable que fueron precisamente las
mujeres quienes estuvieron más cercanas a Jesús en el camino de la cruz y en la
hora de la muerte? Un hombre, Simón de Cirene, es obligado a llevar la cruz
(cf. Mt 27,32); en cambio, numerosas mujeres de Jerusalén le demuestran
espontáneamente compasión a lo largo del "vía crucis" (cf. Lc 23,27).
La figura de la Verónica, aunque no sea bíblica, expresa bien los sentimientos
de la mujer en la vía dolorosa.
Al pie de la cruz está únicamente un Apóstol, Juan de Zebedeo, y sin
embargo hay varias mujeres (cf. Mt 27,55-56): la Madre de Cristo, que según la
tradición lo había acompańado en el camino hacia el Calvario; Salomé, la
madre de los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago; María, madre de Santiago el
Menor y de José; y María Magdalena. Todas ellas son testigos valientes de la
agonía de Jesús; todas están presentes en el momento de la unción y de la
deposición de su cuerpo en el sepulcro. Después de la sepultura, al llegar el
final del día anterior al sábado, se marchan pero con el propósito de volver
apenas les sea permitido. Y serán las primeras en llegar temprano al sepulcro,
el día después de la fiesta. Serán los primeros testigos de la tumba vacía y
las que informarán de todo a los Apóstoles (cf. Jn 20, 1-2). María Magdalena,
que permaneció llorando junto al sepulcro, es la primera en encontrar al
Resucitado, el cual la envía a los Apóstoles como primera anunciadora de su
resurrección (cf. Jn 20,11-18). Con razón, pues, la tradición oriental pone a
la Magdalena casi a la par de los Apóstoles, ya que fue la primera en anunciar
la verdad de la resurrección, seguida después por los Apóstoles y los demás
discípulos de Cristo.
De este modo las mujeres, junto con los hombres, participan también en
la misión profética de Cristo. Y lo mismo puede decirse sobre su participación
en la misión sacerdotal y real. El sacerdocio universal de los fieles y la
dignidad real se conceden a los hombres y a las mujeres. A este respecto
ilustra mucho una atenta lectura de unos fragmentos de la Primera Carta de san
Pedro (2, 9-10) y de la Constitución conciliar Lumen gentium (nn. 10-12;
34-36).
7. En ésta última, al capítulo sobre el Pueblo de Dios sigue el de la
estructura jerárquica de la Iglesia. En él se habla del sacerdocio ministerial,
al que por voluntad de Cristo se admite únicamente a los hombres. Hoy, en
algunos ambientes, el hecho de que la mujer no pueda ser ordenada sacerdote se
interpreta como una forma de discriminación. Pero, żes realmente así?
Ciertamente la cuestión podría plantearse en estos términos, si el
sacerdocio jerárquico conllevara una situación social de privilegio,
caracterizada por el ejercicio del "poder". Pero no es así: el
sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo, no es expresión de dominio sino
de servicio. Quien lo interpretase como "dominio", se alejaría
realmente de la intención de Cristo, que en el Cenáculo inició la Ultima Cena
lavando los pies a los Apóstoles. De este modo puso fuertemente de relieve el
carácter "ministerial" del sacerdocio instituido aquella misma tarde.
"Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar
su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Sí, el sacerdocio que hoy recordamos con tanta veneración como nuestra
herencia especial, queridos Hermanos, ˇes un sacerdocio ministerial!
ˇServimos al Pueblo de Dios! ˇServimos su misión! Nuestro sacerdocio
debe garantizar la participación de todos -hombres y mujeres- en la triple
misión profética, sacerdotal y real de Cristo. Y no sólo el sacramento del
Orden es ministerial: ministerial es, ante todo, la misma Eucaristía. Al
afirmar: "Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros (...) Esta es la
copa de la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc
22,19-20), Cristo manifiesta su servicio más sublime: el servicio de la
redención, en la cual el unigénito y eterno Hijo de Dios se convierte en Siervo
del hombre en su sentido más pleno y profundo.
8. Al lado de Cristo-Siervo no podemos olvidar a Aquella que es
"la Sierva", María. San Lucas nos relata que, en el momento decisivo
de la Anunciación, la Virgen pronunció su "fiat" diciendo: "He
aquí la esclava del Seńor" (Lc 1,38). La relación del sacerdote con
la mujer como madre y hermana se enriquece, gracias a la tradición mariana, con
otro aspecto: el del servicio e imitación de María sierva. Si el sacerdocio es
ministerial por naturaleza, es preciso vivirlo en unión con la Madre, que es la
sierva del Seńor. Entonces, nuestro sacerdocio será custodiado en sus
manos, más aún, en su corazón, y podremos abrirlo a todos. Será así fecundo y
salvífico, en todos sus aspectos.
Que la Santísima Virgen nos mire con particular afecto a todos
nosotros, sus hijos predilectos, en esta fiesta anual de nuestro sacerdocio.
Que infunda sobre todo en nuestro corazón un gran deseo de santidad. Escribí en
la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis: "la nueva evangelización
tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se
comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la
santidad" (n. 82). El Jueves Santo, acercándonos a los orígenes de nuestro
sacerdocio, nos recuerda también el deber de aspirar a la santidad, para ser
"ministros de la santidad" en favor de los hombres y mujeres
confiados a nuestro servicio pastoral. En esta perspectiva parece como muy
oportuna la propuesta, hecha por la Congregación para el Clero, de celebrar en
cada diócesis una "Jornada para la Santificación de los Sacerdotes"
con ocasión de la fiesta del Sagrado Corazón, o en otra fecha más adecuada a
las exigencias y costumbres pastorales de cada lugar. Hago mía esta propuesta
deseando que esta Jornada ayude a los sacerdotes a vivir conformándose cada vez
más plenamente con el corazón del Buen Pastor.
Invocando sobre todos vosotros la protección de María, Madre de la
Iglesia y Madre de los Sacerdotes, os bendigo con afecto.
Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Seńor, del
ańo 1995.