CARTA DEL SANTO
PADRE JUAN PABLO II
A LOS
SACERDOTES CON OCASIÓN
DEL JUEVES SANTO DE 1997
1. Iesu, Sacerdos in aeternum, miserere nobis!
Queridos
Sacerdotes:
Siguiendo
la tradición de dirigiros la palabra en el día en que os reunís alrededor de
vuestro Obispo, para conmemorar gozosamente la institución del sacerdocio en la
Iglesia, renuevo ante todo mis sentimientos de gratitud al Señor por las
celebraciones jubilares en las que, de los días 1 al 10 de noviembre del año
pasado, participaron muchos hermanos Sacerdotes. A todos doy cordialmente las
gracias.
Un recuerdo
particular dirijo a los sacerdotes que el año pasado, igual que yo, celebraron
el 500 aniversario de su Ordenación. Muchos de ellos no vacilaron, a pesar de
los años y la distancia, en venir a Roma para concelebrar con el Papa sus Bodas
de Oro.
Doy las gracias al
Cardenal Vicario, a los Obispos sus colaboradores, a los sacerdotes y fieles de
la diócesis de Roma, los cuales manifestaron de varias maneras su unión con el
Sucesor de Pedro, alabando a Dios por el don del sacerdocio. Mi reconocimiento
se hace extensivo a los Señores Cardenales, Arzobispos, Obispos y Sacerdotes, a
los Consagrados y Consagradas, y a todos los Fieles de la Iglesia por el don de
su cercanía, de su oración y por el Te Deum de acción de gracias, que juntos
hemos cantado.
Deseo, además,
agradecer a todos los Colaboradores de la Curia Romana lo que hicieron para que
estas Bodas de Oro sacerdotales del Papa pudiesen servir para reavivar la
conciencia del gran don y misterio del sacerdocio. Pido constantemente al Señor
que siga encendiendo la llama de la vocación sacerdotal en el alma de muchos
jóvenes.
En aquellos días, me
dirigí varias veces, con el recuerdo y el corazón, a la capilla privada de los
Arzobispos de Cracovia, donde el 1 de noviembre de 1946 el inolvidable
Metropolitano de Cracovia Adam Stefan Sapieha, después Cardenal, impuso sus
manos sobre mi cabeza, transmitiéndome la gracia sacramental del sacerdocio.
Con emoción he vuelto espiritualmente a la Catedral del Wawel, en la cual
celebré la Primera Misa, el día siguiente de la Ordenación.
En los días
jubilares, todos hemos sentido de manera particular la presencia de Cristo Sumo
Sacerdote, meditando las palabras de la liturgia: “ Este es el sumo sacerdote
que en sus días agradó a Dios y fue encontrado justo”. Ecce Sacerdos magnus.
Estas palabras tienen su plena aplicación en Cristo mismo. Él es el Sumo
Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, el único Sacerdote del que todos
nosotros sacerdotes recibimos la gracia de la vocación y del ministerio. Me
alegra el hecho de que en las celebraciones del jubileo de mi Ordenación, el
sacerdocio de Cristo haya podido brillar en su inefable verdad como don y
misterio en favor de los hombres de todos los tiempos, hasta la consumación de
los siglos.
A los cincuenta años
de mi Ordenación sacerdotal, cada día, como siempre, recuerdo a mis coetáneos,
tanto de Cracovia como de todas las demás Iglesias del mundo, que no han podido
llegar a este jubileo. Pido a Cristo, Sacerdote eterno, que les conceda en
herencia la recompensa imperecedera, acogiéndolos en la gloria de su Reino.
2.
lesu, Sacerdos in aeternum, miserere nobis!
Os escribo esta
Carta, queridos Hermanos, durante el primer año de preparación inmediata al
inicio del tercer milenio: Tertio millennio adveniente. En la Carta apostólica
que empieza con estas palabras puse de relieve el significado del paso del
segundo al tercer milenio después del nacimiento de Cristo y establecí que los
últimos tres años antes del 2000 se dedicaran a la Santísima Trinidad. El
primer año, inaugurado solemnemente el pasado primer domingo de Adviento, tiene
como centro a Cristo. En efecto, Él es el Hijo eterno de Dios, hecho hombre y
nacido de María Virgen, que nos lleva al Padre. El próximo año estará dedicado
al
Espíritu
Santo Paráclito, prometido a los Apóstoles en el momento de su paso de este
mundo al Padre. Finalmente, el año 1999 estará dedicado al Padre, al cual el
Hijo quiere llevarnos por medio del Espíritu, el Consolador.
Queremos terminar así
el segundo milenio con una gran alabanza a la Santísima Trinidad. En este
itinerario encontrará eco la trilogía de Encíclicas que, gracias a Dios, he
podido publicar al inicio del Pontificado: Redemptor hominis, Dominum et
vivificantem y Dives in misericordia, las cuales os exhorto, queridos Hermanos,
a meditar nuevamente durante este trienio. En nuestro ministerio, especialmente
el litúrgico, debemos ser siempre conscientes de estar en camino hacia el
Padre, guiados por el Hijo en el Espíritu Santo. Nos recuerdan precisamente
esto las palabras con que terminamos cada oración: “ Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios por los siglos de los siglos. Amén”.
3.
lesu, Sacerdos in aeternum, miserere nobis!
Esta invocación está
tomada de las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima, que se recitaban en el
Seminario de Cracovia el día antes de la Ordenación sacerdotal. Las he querido
poner como apéndice en el libro Don y misterio, publicado con ocasión de mi
jubileo sacerdotal. En esta Carta deseo ponerlas también en evidencia, pues me
parece que ilustran de manera particularmente rica y profunda el sacerdocio de
Cristo y nuestra relación con el mismo. Están basadas en textos de la Sagrada
Escritura, en particular la Carta a los Hebreos, pero no solamente. Por
ejemplo, cuando recitamos: lesu, Sacerdos in aeternum secundum ordinem
Melchisedech, volvemos idealmente al Antiguo Testamento, al Salmo 110/109.
Todos sabemos lo que significa para Cristo ser sacerdote según el orden de
Melquisedec. Su Sacerdocio se expresó en el ofrecimiento de su propio cuerpo, “
hecho de una vez para siempre ” (Hb 10,10). Habiéndose ofrecido en sacrificio
cruento en la cruz, Él mismo instituyó su “ memoria ” incruenta para todos los
tiempos, bajo las especies de pan y vino. Y bajo estas especies Él encomendó
este Sacrificio suyo a la Iglesia. Así pues, la Iglesia y en ella cada
sacerdote celebra el único Sacrificio de Cristo.
Mantengo un vivo
recuerdo de los sentimientos que suscitaron en mí las palabras de la
consagración pronunciadas por vez primera junto con el Obispo que me acababa de
ordenar, palabras que repetí al día siguiente en la Santa Misa celebrada en la
Cripta de San Leonardo. Tantas veces desde entonces —resulta difícil contarlas—
estas palabras han resonado en mis labios para hacer presente, bajo las
especies de pan y vino, a Cristo en el acto salvífico de sacrificarse a sí
mismo en la cruz.
Contemplemos juntos,
una vez más, este sublime misterio. Jesús tomó el pan y se lo dio a sus
discípulos diciendo: “ Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo...
”. Tomó después en sus manos el cáliz con el vino, lo bendijo y lo dio a sus
discípulos diciendo:
“ Tomad y bebed todos
de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y
eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón
de los pecados ”. Y añadió: “ Haced esto en conmemoración mía ”.
¿Cómo pueden dejar de
ser estas maravillosas palabras el corazón que impulsa toda vida sacerdotal?
¡Repitámoslas cada vez como si fuera la primera! Que jamás sean pronunciadas
por rutina. Estas palabras expresan la más plena actualización de nuestro
sacerdocio.
4. Al celebrar el
Sacrificio de Cristo, seamos siempre conscientes de lo que leemos en las
palabras de la Carta a los Hebreos: “ Presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de
los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada
por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario una
vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su
propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos
cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los
contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de
Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios,
purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios
vivo! Por eso es mediador de una nueva Alianza” (9,11-15).
Las invocaciones de
las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima se relacionan, en cierto modo, con
estas palabras o con otras de la misma Carta:
lesu,
Pontifex ex hominibus assumpte,
.pro hominibus constitute,
Pontifex confessionis nostrae,
amplioris prae Moysi gloriae,
Pontifex tabernaculi veri,
Pontifex futurorum bonorum,
.sancte, innocens et impollute,
Pontifex fidelis et misericors,
Dei et animarum zelo succense,
Pontifex in aeternum perfecte,
Pontifex qui (...) caelos penetrasti...
Mientras repetimos
estas invocaciones, vemos con los ojos de la fe aquello de lo que habla la
Carta a los Hebreos: Cristo que mediante la propia sangre entra en el eterno
santuario. Como Sacerdote consagrado para siempre por el Padre Spiritu Sancto
et virtute, ahora se ha sentado “ a la diestra de la Majestad en las alturas ”
(Hb 1,3). Y desde allí intercede por nosotros como Mediador —semper vivens ad
interpellandum pro nobis—, para trazarnos el camino de una vida nueva y eterna:
Pontzfex qui nobis viam novam initiasti. Él nos ama y derramó su sangre para
limpiar nuestros pecados: Pontifex qui dilexisti nos et lavisti nos a peccatis
in sanguine tuo. Se entregó a sí mismo por nosotros: tradidisti temetipsum Deo
oblationem et hostiam.
En efecto, Cristo
introduce el sacrificio de sí mismo, que es el precio de nuestra redención, en
el santuario eterno. La ofrenda, esto es, la víctima, es inseparable del
sacerdote. Me han ayudado a comprender mejor todo esto precisamente las
Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima, recitadas en el Seminario. Vuelvo
constantemente a esta lección fundamental.
5. Hoy es Jueves
Santo. Toda la Iglesia se congrega espiritualmente en el Cenáculo, donde se
reunieron los Apóstoles con Jesús para la Ultima Cena. Leamos de nuevo en el
Evangelio de Juan las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso de
despedida. Entre tantas riquezas de este texto, encontramos la siguiente frase
dirigida por Jesús a los Apóstoles: “ Nadie tiene mayor amor que el que da su
vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No
os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os
he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer” (15,13-15).
“ Amigos ”: así llamó Jesús a los Apóstoles.
Así también quiere llamarnos a nosotros que, gracias al sacramento del Orden,
somos partícipes de su Sacerdocio. Escuchemos estas palabras con gran emoción y
humildad. Ellas contienen la verdad. Ante todo la verdad sobre la amistad, pero
también una verdad sobre nosotros mismos que participamos del Sacerdocio de
Cristo, como ministros de la Eucaristía. ¿Podía Jesús expresarnos su amistad de
manera más elocuente que permitiéndonos, como sacerdotes de la Nueva Alianza,
obrar en su nombre, in persona Christi Capitis? Pues esto es precisamente lo
que acontece en todo nuestro servicio sacerdotal, cuando administramos los
sacramentos y, especialmente, cuando celebramos la Eucaristía. Repetimos las
palabras que Él pronunció sobre el pan y el vino y, por medio de nuestro
ministerio, se realiza la misma consagración que Él hizo. ¿Puede haber una
manifestación de amistad más plena que ésta? Esta amistad constituye el centro
mismo de nuestro ministerio sacerdotal.
Cristo dice: “ No me
habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca ” (Jn
15,16). Al final de esta Carta, os ofrezco estas palabras como un augurio. En
el día conmemorativo de la institución del sacramento del Sacerdocio,
deseémonos mutuamente, queridos Hermanos, que podamos ir y llevar fruto, como
los Apóstoles, y que nuestro fruto permanezca.
Que María, Madre de
Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, sostenga con su asidua protección las andaduras
de nuestro ministerio, sobre todo cuando el camino es arduo y las dificultades
son mayores. Que la Virgen fiel interceda ante su Hijo, para que no nos falte
nunca el valor de ser sus testigos en los diversos campos de nuestro
apostolado, colaborando con Él para que el mundo tenga vida y la tenga en
abundancia (cf. Jn 10,10).
En el nombre de
Cristo, y con profundo afecto, os bendigo a todos.
Vaticano, 16 de
marzo, V Domingo de Cuaresma, del año 1997, decimonono de mi Pontificado.