CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO 1996
Queridos hermanos en el sacerdocio:
"Consideremos, hermanos, nuestra
vocación" (cf.1Co 1, 26). El sacerdocio es una vocación, una vocación
particular: "Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios"
(Hb 5, 4). La Carta a los Hebreos se refiere al sacerdocio del Antiguo
Testamento, para llevar a la comprensión del misterio de Cristo sacerdote.
"Tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo
de quien le dijo: ...Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de
Melquisedec" (5, 5-6).
La singular vocación de Cristo Sacerdote
1. Cristo, Hijo de la misma naturaleza del
Padre, es constituido sacerdote de la Nueva Alianza según el orden de
Melquisedec: él también es, pues, llamado al sacerdocio. Es el Padre quién
"llama" a su Hijo, engendrado por El con un acto de amor eterno, para
que "entre en el mundo" (cf. Hb 10, 5) y se haga hombre. El quiere
que su Hijo unigénito, encarnándose, sea "sacerdote para siempre": el
único sacerdote de la Nueva y eterna Alianza. En la vocación del Hijo al
sacerdocio se expresa la profundidad del misterio trinitario. En efecto, sólo
el Hijo, el Verbo del Padre, en el cual y por medio del cual todo ha sido
creado, puede ofrecer incesantemente la creación como sacrificio al Padre,
confirmando que todo lo creado proviene del Padre y que debe hacerse una
ofrenda de alabanza al Creador. Así pues, el misterio del sacerdocio encuentra
su inicio en la Trinidad y es al mismo tiempo consecuencia de la Encarnación.
Haciéndose hombre, el Hijo unigénito y eterno del Padre nace de una mujer,
entra en el orden de la creación y se hace así sacerdote, único y eterno
sacerdote.
El autor de la Carta a los Hebreos subraya
que el sacerdocio de Cristo está vinculado al sacrificio de la Cruz:
"Presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de
una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no
de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, ...con su propia
sangre, consiguiendo una redención eterna" (Hb 9, 11-12). El sacerdocio de
Cristo está fundamentado en la obra de la redención. Cristo es el sacerdote de
su propio sacrificio: "Por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin
tacha a Dios" (Hb 9, 14). El sacerdocio de la Nueva Alianza, al cual
estamos llamados en la Iglesia, es, pues, la participación en este singular
sacerdocio de Cristo.
Sacerdocio común y sacerdocio ministerial
2. El Concilio Vaticano II presenta el
concepto de "vocación" en toda su amplitud. En efecto, habla de
vocación del hombre, de vocación cristiana, de vocación a la vida conyugal y
familiar. En este contexto el sacerdocio es una de estas vocaciones, una de las
formas posibles de realizar el seguimiento de Cristo, el cual en el Evangelio
dirige varias veces la invitación: "Sígueme".
En la Constitución dogmática Lumen gentium
sobre la Iglesia, el Concilio enseña que todos los bautizados participan del
sacerdocio de Cristo; pero al mismo tiempo, distingue claramente entre el
sacerdocio del Pueblo de Dios, común a todos los fieles, y el sacerdocio
jerárquico, es decir, ministerial. A este respecto, merece ser citado
enteramente un fragmento ilustrativo del citado documento conciliar:
"Cristo el Señor, pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5, 1-5),
ha hecho del nuevo pueblo 'un reino de sacerdotes para Dios, su Padre' (Ap 1,
6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la
unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio
santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano,
sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las
tinieblas a su luz admirable (cf. 1 P 2, 4-10). Por tanto, todos los discípulos
de Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios (cf. Hch 2, 42-47), han de
ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm
12, 1). Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de su
esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 P 3, 15). El
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están
ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera,
del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no
sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de
que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante
de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el
pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en
virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la
oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la
renuncia y el amor que se traduce en obras".
El sacerdocio ministerial está al servicio
del sacerdocio común de los fieles. En efecto, el sacerdote, cuando celebra la
Eucaristía y administra los sacramentos, hace conscientes a los fieles de su
peculiar participación en el sacerdocio de Cristo.
La llamada personal al sacerdocio
3. Está claro, pues, que en el ámbito más
amplio de la vocación cristiana, la sacerdotal es una llamada específica. Esto
coincide generalmente con nuestra experiencia personal de sacerdotes: hemos
recibido el bautismo y la confirmación; hemos participado en la catequesis, en
las celebraciones litúrgicas y, sobre todo, en la Eucaristía. Nuestra vocación
al sacerdocio ha surgido en el contexto de la vida cristiana.
Toda vocación al sacerdocio tiene, sin
embargo, una historia personal, relacionada con momentos muy concretos de la
vida de cada uno. Al llamar a los Apóstoles, Cristo decía a cada uno.
"Sígueme" (Mt 4, 19; 9, 9; Mc 1, 17; 2,14; Lc 5, 27; Jn 1, 43; 21,
19). Desde hace dos mil años El continúa dirigiendo la misma invitación a muchos
hombres, particularmente a los jóvenes. A veces llama también de manera
insólita, aunque nunca se trata de una llamada totalmente inesperada. La
invitación de Cristo a seguirlo viene normalmente preparada a lo largo de años.
Presente ya en la conciencia del chico, aunque ofuscada luego por la indecisión
y el atractivo a seguir otros caminos, cuando la invitación vuelve a hacerse
sentir no constituye una sorpresa. Entonces uno no se extraña que esta vocación
haya prevalecido precisamente sobre las demás, y el joven puede emprender el
camino indicado por Cristo: deja la familia e inicia la preparación específica
al sacerdocio.
Existe una tipología de la llamada a la que
quiero referirme ahora. Encontramos un esbozo en el Nuevo Testamento. Con su
"Sígueme", Cristo se dirige a varias personas: hay pescadores como
Pedro o los hijos del Zebedeo (cf. Mt 4, 19.22), pero también está Leví, un
publicano, llamado después Mateo. La profesión de cobrador de impuestos era
considerada en Israel como pecaminosa y despreciable. No obstante Cristo llama
para formar parte del grupo de los Apóstoles precisamente a un publicano (cf.
Mt 9, 9). Mucha sorpresa causa ciertamente la llamada de Saulo de Tarso (cf.Hch
9, 1-19), conocido y temido perseguidor de los cristianos, que odiaba el nombre
de Jesús. Precisamente este fariseo es llamado en el camino de Damasco: el
Señor quiere hacer de él "un instrumento de elección", destinado a
sufrir mucho por su nombre (cf. Hch 9, 15-16).
Cada uno de nosotros, sacerdotes, se reconoce
a sí mismo en la original tipología evangélica de lavocación; al mismo tiempo,
cada uno sabe que la historia de su vocación, camino por el cual Cristo lo guía
durante su vida, es en cierto modo irrepetible.
Queridos hermanos en el sacerdocio: debemos
estar a menudo en oración, meditando el misterio de nuestra vocación, con el
corazón lleno de admiración y gratitud hacia Dios por este don tan inefable.
La vocación sacerdotal de los Apóstoles
4. La imagen de la vocación transmitida por
los Evangelios está vinculada particularmente a la figura del pescador. Jesús
llamó consigo a algunos pescadores de Galilea, entre ellos Simón Pedro, e
ilustró la misión apostólica haciendo referencia a su profesión. Después de la
pesca milagrosa, cuando Pedro se echó a sus pies exclamando: "Aléjate de
mí, Señor, que soy un hombre pecador", Cristo respondió: "No temas.
Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 8.10).
Pedro y los demás Apóstoles vivían con Jesús
y recorrían con él los caminos de su misión. Escuchaban las palabras que pronunciaba,
admiraban sus obras, se asombraban de los milagros que hacía. Sabían que Jesús
era el Mesías, enviado por Dios para indicar a Israel y a toda la humanidad el
camino de la salvación. Pero su fe había de pasar a través del misterioso
acontecimiento salvífico que El había anunciado varias veces: "El Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día
resucitará" (Mt17, 22-23). Todo esto sucedió con su muerte y su
resurrección, en los días que la liturgia llama el Triduo sacro.
Precisamente durante este acontecimiento
pascual Cristo mostró a los Apóstoles que su vocación era la de ser sacerdotes
como El y en El. Esto sucedió cuando en el Cenáculo, la víspera de su muerte en
cruz, El tomó el pan y luego el cáliz del vino, pronunciando sobre ellos las
palabras de la consagración. El pan y el vino se convirtieron en su Cuerpo y en
su Sangre, ofrecidos en sacrifico para toda la humanidad. Jesús terminó este
gesto ordenando a los Apóstoles: "Haced esto en conmemoración mía"
(cf. 1 Co 11, 24). Con estas palabras les confió su propio sacrificio y lo
transmitió, por medio de sus manos, a la Iglesia de todos los tiempos.
Confiando a los Apóstoles el Memorial de su sacrificio, Cristo les hizo también
partícipes de su sacerdocio. En efecto, hay un estrecho e indisoluble vínculo
entre la ofrenda y el sacerdote: quien ofrece el sacrificio de Cristo debe
tener parte en el sacerdocio de Cristo. La vocación al sacerdocio es, pues,
vocación a ofrecer in persona Christi su sacrificio, gracias a la participación
de su sacerdocio. Por esto, hemos heredado de los Apóstoles el ministerio
sacerdotal.
El sacerdote se realiza a sí mismo mediante
una respuesta siempre renovada y vigilante
5. "El Maestro está ahí y te llama"
(Jn 11, 28). Estas palabras se pueden leer con referencia a la vocación
sacerdotal. La llamada de Dios está en el origen del camino que el hombre debe
recorrer en la vida: ésta es la dimensión primera y fundamental de la vocación,
pero no la única. En efecto, con la ordenación sacerdotal inicia un camino que
dura hasta la muerte y que es todo un itinerario "vocacional". El
Señor llama a los presbíteros para varios cometidos y servicios derivados de
esta vocación. Pero hay un nivel aún más profundo. Además de las tareas que son
la expresión del ministerio sacerdotal, queda siempre, en el fondo de todo, la
realidad misma del "ser sacerdote". Las situaciones y circunstancias
de la vida invitan incesantemente al sacerdote a ratificar su opción
originaria, a responder siempre y de nuevo a la llamada de Dios. Nuestra vida
sacerdotal, como toda vida cristiana auténtica, es una sucesión de respuestas a
Dios que nos llama.
A este respecto, es emblemática la parábola
de los criados que esperan el regreso de su amo. Como éste tarda, ellos deben
vigilar para que, cuando llegue, los encuentre despiertos (cf. Lc 12, 35-40).
¿No podría ser esta vigilancia evangélica otra definición de la respuesta a la
vocación? En efecto, ésta se realiza gracias a un vigilante sentido de
responsabilidad. Cristo subraya: "Dichosos los siervos que, el señor al
venir, encuentre despiertos... Que venga en la segunda vigilia o en la tercera,
si los encuentra así, ¡dichosos ellos!" (Lc 12, 37-38).
Los presbíteros de la Iglesia latina asumen
el compromiso de vivir en el celibato. Si la vocación es vigilancia, un aspecto
significativo de la misma es ciertamente la fidelidad a este compromiso durante
toda la vida. Sin embargo, el celibato es sólo una de las dimensiones de la
vocación, la cual se realiza a lo largo de vida en el contexto de un compromiso
global ante los múltiples cometidos que derivan del sacerdocio.
La vocación no es una realidad estática:
tiene su propia dinámica. Queridos hermanos en el sacerdocio: nosotros
confirmamos y realizamos cada vez más nuestra vocación en la medida en que
vivimos fielmente el "mysterium" de la alianza de Dios con el hombre
y, particularmente, el "mysterium" de la Eucaristía; la realizamos en
la medida en que con mayor intensidad amamos el sacerdocio y el ministerio
sacerdotal, que estamos llamados a desempeñar. Entonces descubrimos que, en el
ser sacerdotes, "nos realizamos" nosotros mismos, ratificando la
autenticidad de nuestra vocación, según el singular y eterno designio de Dios
sobre cada uno de nosotros. Este proyecto divino se realiza en la medida en que
es descubierto y acogido por nosotros, como nuestro proyecto y programa de
vida.
El sacerdocio como "officium
laudis"
6. Gloria Dei vivens homo. Las palabras de
sanIreneo2 relacionan profundamente la gloria de Dios con la autorrealización
del hombre. "Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam"
(Sal 113, B, 1): repitiendo a menudo estas palabras del salmista, nos damos
cuenta de que el "realizarse a sí mismos" en la vida tiene una
relación y un fin transcendentes, contenidos en el concepto de "gloria de
Dios": nuestra vida está llamada a ser officium laudis.
La vocación sacerdotal es una llamada
especial al "officium laudis". Cuando el sacerdote celebra la
Eucaristía, cuando en el sacramento de la Penitencia concede el perdón de Dios
o cuando administra los otros sacramentos, siempre da gloria a Dios. Conviene,
pues, que el sacerdote ame la gloria del Dios vivo y que, junto con la
comunidad de los creyentes, proclame la gloria divina, que resplandece en la
creación y en la redención. El sacerdote está llamado a unirse de manera
particular a Cristo, Verbo eterno y verdadero Hombre, Redentor del mundo. En
efecto, en la redención se manifiesta la plenitud de la gloria que la humanidad
y la creación entera dan al Padre en Jesucristo.
Officium laudis no son solamente las palabras
del salterio, los himnos litúrgicos y los cantos del Pueblo de Dios que
resuenan en tantas lenguas diversas ante la mirada del Creador; officium laudis
es sobre todo el incesante descubrimiento de la verdad, del bien y de la
belleza, que el mundo recibe como don del Creador y, a la vez, es el
descubrimiento del sentido de la vida humana. El misterio de la redención ha
realizado y revelado plenamente este sentido, acercando la vida del hombre a la
vida de Dios. La redención, llevada a cabo de modo definitivo en el misterio
pascual mediante la pasión, muerte y resurrección de Cristo, no sólo pone en
evidencia la santidad trascendente de Dios, sino que también, como enseña el
Concilio Vaticano II, manifiesta "el hombre al propio hombre".3
La gloria de Dios está inscrita en el orden
de la creación y de la redención; el sacerdote está llamado a vivir totalmente
este misterio para participar en el gran officium laudis, que se lleva a cabo
incesantemente en el universo. Sólo viviendo en profundidad la verdad de la
redención del mundo y del hombre, éste puede acercarse a los sufrimientos y los
problemas de las personas y de las familias, y afrontar sin temor la realidad,
incluso del mal y del pecado, con las energías espirituales necesarias para
superarla.
El sacerdote acompaña a los fieles hacia la
plenitud de la vida en Dios
7. Gloria Dei vivens homo. El sacerdote, cuya
vocación es dar gloria a Dios, está al mismo tiempo influenciado profundamente
por la verdad contenida en la segunda parte de la ya citada expresión de san
Ireneo: vivens homo. El amor por la gloria de Dios no aleja al sacerdote de la
vida y de todo lo que la conforma; al contrario, su vocación lo lleva a
descubrir su pleno significado.
¿Qué quiere decir vivens homo? Significa el
hombre en la plenitud de su verdad, es decir, el hombre creado por Dios a su
propia imagen y semejanza; el hombre al cual Dios ha confiado la tierra para
que la domine; el hombre revestido de una múltiple riqueza de naturaleza y de
gracia; el hombre liberado de la esclavitud del pecado y elevado a la dignidad
de hijo adoptivo de Dios.
Este es el hombre y la humanidad que el
sacerdote tiene delante cuando celebra los divinos misterios: desde el recién
nacido que los padres llevan a bautizar, hasta los niños y chicos que encuentra
en la catequesis o en la enseñanza de la religión, como también los jóvenes
que, durante el período más delicado de su vida, buscan su camino, la propia
vocación, y se preparan a formar nuevas familias o bien a consagrarse por el
Reino de Dios entrando en el Seminario o en un Instituto de vida consagrada. Es
necesario que el sacerdote esté muy cerca de los jóvenes. En esta época de la
vida a menudo ellos se dirigen al sacerdote para buscar el apoyo de un consejo,
la ayuda de la oración, un prudente acompañamiento vocacional. De este modo el
sacerdote puede constatar cómo su vocación está abierta y entregada a las
personas. Al acercarse a los jóvenes encuentra a los futuros padres y madres de
familia, a los futuros profesionales o, en todo caso, a personas que podrán
contribuir con la propia capacidad a construir la sociedad del mañana. Cada una
de estas múltiples vocaciones pasa a través de su corazón sacerdotal y se
manifiesta como un camino particular a lo largo del cual Dios guía a las
personas y las lleva a encontrarse con El.
El sacerdote participa así de tantas opciones
de vida, de sufrimientos y alegrías, de desilusiones y esperanzas. En cada
situación, su cometido es mostrar Dios al hombre como el fin último de su
destino personal. El sacerdote es aquél a quien las personas confían las cosas
más queridas y sus secretos, a veces tan dolorosos. Llega a ser el esperado por
los enfermos, por los ancianos y los moribundos, conscientes de que sólo él,
partícipe del sacerdocio de Cristo, puede ayudarlos en el último momento que ha
de llevarlos hasta Dios. El sacerdote, testigo de Cristo, es mensajero de la
vocación suprema del hombre a la vida eterna en Dios. Y mientras acompaña a los
hermanos, se prepara a sí mismo: el ejercicio del ministerio le permite
profundizar en su vocación de dar gloria a Dios para tomar parte en la vida
eterna. El se encamina así hacia el día en que Cristo le dirá: "¡Bien,
siervo bueno y fiel!; ...entra en el gozo de tu señor" (Mt25, 21).
El jubileo sacerdotal: tiempo de alegría y de
acción de gracias
8. "Considerad, hermanos, vuestra
vocación" (1Co 1, 26). La exhortación de Pablo a los cristianos de Corinto
tiene un significado particular para nosotros sacerdotes. Debemos "considerar"
a menudo nuestra vocación, descubriendo su sentido y grandeza, que siempre nos
superan. Ocasión privilegiada para esto es el Jueves Santo, día en que se
conmemora la institución de la Eucaristía y del sacramento del Orden. Ocasión propicia
son también los aniversarios de la Ordenación sacerdotal y, especialmente, los
jubileos sacerdotales.
Queridos hermanos sacerdotes: al compartir
con vosotros estas reflexiones, pienso en el 50 aniversario de mi Ordenación
sacerdotal que cae este año. Pienso en mis compañeros de seminario que, como
yo, llevan tras de sí un camino hacia el sacerdocio marcado por el dramático
período de la segunda guerra mundial. Entonces los seminarios estaban cerrados
y los clérigos vivían en la diáspora. Algunos de ellos perdieron la vida en los
conflictos bélicos. El sacerdocio alcanzado en aquellas condiciones tuvo para
nosotros un valor particular. Está vivo en mi memoria aquel gran momento en
que, hace cincuenta años, la asamblea eclesial invocaba: "Veni Creator
Spiritus" sobre nosotros jóvenes Diáconos, postrados en tierra en el
centro del templo, antes de recibir la Ordenación sacerdotal por la imposición
de manos del Obispo. Damos gracias al Espíritu Santo por aquella efusión de
gracia que marcó nuestra vida. Y seguimos implorando: "Imple superna
gratia, quae tu creasti pectora".
Deseo, queridos hermanos en el sacerdocio,
invitaros a participar en mi Te Deum de acción de gracias por el don de la
vocación. Los jubileos, como sabéis, son momentos importantes en la vida de un
sacerdote, es decir, como unas piedras miliares en el camino de nuestra
vocación. Según la tradición bíblica, el jubileo es tiempo de alegría y de
acción de gracias. El agricultor da gracias al Creador por la cosecha;
nosotros, con ocasión de nuestros jubileos, queremos agradecer al Pastor eterno
los frutos de nuestra vida sacerdotal, el servicio dado a la Iglesia y a la
humanidad en los distintos lugares del mundo y en las condiciones más diversas
y en las múltiples situaciones de trabajo en que la Providencia nos ha puesto y
guiado. Sabemos que "somos siervos inútiles" (Lc 17, 10), sin embargo
estamos agradecidos al Señor porque ha querido hacer de nosotros sus ministros.
Estamos agradecidos también a los hombres:
ante todo a quienes nos han ayudado a llegar al sacerdocio y a quienes la
divina Providencia ha puesto en el camino de nuestra vocación. Damos las
gracias a todos, empezando por nuestros padres, que han sido para nosotros un
multiforme don de Dios. ¡Cuántas y qué diversas riquezas deenseñanzas y buenos
ejemplos nos han transmitido!
Al dar gracias, pedimos también perdón a Dios
y a los hermanos por las negligencias y las faltas, fruto de la debilidad
humana. El jubileo, según la Sagrada Escritura, no podía ser sólo una acción de
gracias por la cosecha; conllevaba también la remisión de las deudas.
Imploremos, pues, a Dios misericordioso que nos perdone las deudas contraídas a
lo largo de la vida y en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
"Considerad, hermanos, vuestra
vocación", nos exhorta el Apóstol. Alentados por su palabra, nosotros
"consideramos" el camino recorrido hasta ahora, durante el cual
nuestra vocación se ha confirmado, profundizado y consolidado.
"Consideramos" para tomar clara conciencia de la acción amorosa de
Dios en nuestra vida. Al mismo tiempo, no podemos olvidar a nuestros hermanos
en el sacerdocio que no han perseverado en el camino emprendido. Los confiamos
al amor del Padre, a la vez que los tenemos presentes en nuestra oración.
El "considerar" se transforma así,
casi sin darnos cuenta, en oración. Es en esta perspectiva que deseo invitaros,
queridos hermanos sacerdotes, a uniros a mi acción de gracias por el don de la
vocación y del sacerdocio.
Gracias, Señor, por el don del sacerdocio 9.
"Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur..." Nosotros te alabamos y
te damos gracias, Señor: toda la tierra te adora. Nosotros, tus ministros, con
las voces de los Profetas y con el coro de los Apóstoles, te proclamamos Padre
y Señor de la vida, de cada vida que sólo de ti procede. Te reconocemos,
Trinidad Santísima, regazo e inicio de nuestra vocación: Tú, Padre, desde la
eternidad nos has pensado, querido y amado; Tú, Hijo, nos has elegido y llamado
a participar de tu único y eterno sacerdocio; Tú, Espíritu Santo, nos has
colmado con tus dones y nos has consagrado con tu santa unción. Tú, Señor del
tiempo y de la historia, nos has puesto en el umbral del tercer milenio
cristiano, para ser testigos de la salvación, realizada por ti en favor de toda
la humanidad. Nosotros, Iglesia que proclama tu gloria, te imploramos: que
nunca falten sacerdotes santos al servicio del Evangelio; que resuene en cada
Catedral y en cada rincón del mundo el himno "Veni Creator Spiritus".
¡Ven, Espíritu Creador! Ven a suscitar nuevas generaciones de jóvenes, dispuestos
a trabajar en la viña del Señor, para difundir el Reino de Dios hasta los
confines de la tierra. Y tú, María, Madre de Cristo, que nos has acogido junto
a la Cruz como hijos predilectos con el Apóstol Juan, sigue velando sobre
nuestra vocación. Te confiamos los años de ministerio que la Providencia nos
conceda vivir aún. Permanece a nuestro lado para guiarnos por los caminos del
mundo, al encuentro de los hombres y mujeres que tu Hijo ha redimido con su
Sangre. Ayúdanos a cumplir hasta el final la voluntad de Jesús, nacido de ti
para la salvación del hombre. Cristo, ¡Tú eres nuestra esperanza! "In Te,
Domine, speravi, non confundar in aeternum".
Vaticano, 17 de marzo, IV domingo de
Cuaresma, del año 1996, decimoctavo de mi Pontificado.