CONSTITUCIÓN
PASTORAL
GAUDIUM ET SPES
SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL
PROEMIO
Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal
1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los
discípulos de Cristo. Nada hay
verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad
cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por
el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la
buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se
siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia.
Destinatarios
de la palabra conciliar
2. Por ello, el
Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia, se
dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a
Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo
entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual.
Tiene pues, ante
sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto
universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la
historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los
cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo
la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado,
roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito
divino y llegue a su consumación.
Al servicio
del hombre
3. En nuestros
días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio
poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución
presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo,
sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino
último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la
fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor
de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con
ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y
poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia,
conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del
hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es,
por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón
y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las
explicaciones que van a seguir.
Al proclamar el
Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se
oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para
lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la
Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía
del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testionio
de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.
EXPOSICIÓN PRELIMINAR
SITUACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO DE HOY
Esperanzas y temores
4. Para cumplir esta misión es deber permanente de la
Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del
Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia
responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la
vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es
necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus
esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le
caracteriza. He aquí algunos rasgos
fundamentales del mundo moderno.
El género humano
se halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios
profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero.
Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen
luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos,
sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y
los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera
metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa.
Como ocurre en
toda crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves
dificultades. Así mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder, no
siempre consigue someterlo a su servicio. Quiere conocer con profundidad
creciente su intimidad espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que
nunca de sí mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda
sobre la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género
humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder
económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son
muchedumbre los que no saben leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un
sentido tan agudo de su libertad, y entretanto surgen nuevas formas de
esclavitud social y psicológica. Mientras
el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia
en ineludible solidaridad, se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la
presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas
tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni
siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la
comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de los
conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las distintas
ideologías. Por último, se busca con insistencia un orden temporal más
perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros
contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a
compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos. La
inquietud los atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la
actual evolución del mundo. El curso de la historia presente en un desafío al
hombre que le obliga a responder.
Cambios profundos
5. La turbación actual de los espíritus y la
transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una revolución
global más amplia, que da creciente importancia, en la formación del
pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a las que tratan del
propio hombre; y, en el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella
derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y
las maneras de pensar. La técnica con sus avances está transformando la faz de
la tierra e intenta ya la conquista de los espacios interplanetarios.
También sobre el
tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya en cuanto al pasado, por
el conocimiento de la historia; ya en cuanto al futuro, por la técnica
prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias biológicas,
psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun
influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos
técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad presta cada vez mayor atención a la
previsión y ordenación de la expansión demográfica.
La propia
historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible
al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica
ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más
bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un
nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis.
Cambios en el orden social
6. Por todo ello, son cada día más profundos los cambios
que experimentan las comunidades localestradicionales, como la familia
patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes grupos, y las mismas
relaciones de la convivencia social.
El tipo de sociedad industrial se extiende
paulatinamente, llevando a algunos paises a una economía de opulencia y
transformando profundamente concepciones y condiciones milenarias de la vida
social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por el aumento de
las ciudades y de su población y por la tendencia a la urbanización, que se
extiende a las zonas rurales.
Nuevos y mejores medios de comunicación social
contribuyen al conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión
máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas
repercusiones simultáneas.
Y no debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a
emigrar por varios motivos, cambien su manera de vida.
De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin
cesar y el mismo tiempo la propia socialización crea nuevas relaciones,
sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso de maduración
de la persona y las relaciones auténticamente personales (personalización).
Esta evolución se manifiesta sobre todo en las naciones
que se benefician ya de los progresos económicos y técnicos; pero también actúa
en los pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a obtener para sí las
ventajas de la industrialización y de la urbanización. Estos últimos, sobre
todo los que poseen tradiciones más antiguas, sienten también la tendencia a un
ejercicio más perfecto y personal de la libertad.
Cambios psicológicos, morales y religiosos
7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete con
frecuencia a discusión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre jóvenes, cuya impaciencia e incluso a
veces angustia, les lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social,
desean participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara vez los padres y los
educadores experimentan dificultades cada día mayores en el cumplimiento de sus
tareas.
Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de
sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de
cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en las mismas
normas reguladoras de éste.
Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la
vida religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de
un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más
una adhesiónverdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos
alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra parte, muchedumbres cada
vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La negación de Dios o
de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e
individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del
progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa
negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que
inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias
humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la
perturbación de muchos.
Los
desequilibrios del mundo moderno
8. Una tan rápida
mutación, realizada con frecuencia bajo el signo del desorden, y la misma
conciencia agudizada de las antinomias existentes hoy en el mundo, engendran o
aumentan contradicciones y desequilibrios.
Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico que no llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en síntesis satisfactoria. Brota también el desequilibrio entre el afán por la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación. Surge, finalmente, el desequilibrio entre la especialización profesional y la visión general de las cosas.
Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso
de las condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que
surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas relaciones
sociales entre los dos sexos.
Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales
de todo género. Discrepancias entre los paises ricos, los menos ricos y los
pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones internacionales,
nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y las ambiciones puestas al
servicio de la expansión de la propia ideología o los egoísmos colectivos
existentes en las naciones y en otras entidades sociales.
Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad,
los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y
víctima.
Aspiraciones más universales de la humanidad
9. Entre tanto,
se afianza la convicción de que el género humano puede y debe no sólo
perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas, sino que le corresponde además
establecer un orden político, económico y social que esté más al servicio del
hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia
dignidad.
De aquí las
instantes reivindicaciones económicas de muchísimos, que tienen viva conciencia
de que la carencia de bienes que sufren se debe a la injusticia o a una no
equitativa distribución. Las naciones en vía de desarrollo, como son las
independizadas recientemente, desean participar en los bienes de la
civilización moderna, no sólo en el plano político, sino también en el orden
económico, y desempeñar libremente su función en el mundo. Sin embargo, está
aumentando a diario la distancia que las separa de las naciones más ricas y la
dependencia incluso económica que respecto de éstas padecen. Los pueblos
hambrientos interpelan a los pueblos opulentos.
La mujer, allí
donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de derecho y de hecho con
el hombre. Los trabajadores y los agricultores no sólo quieren ganarse lo
necesario para la vida, sino que quieren también desarrollar por medio del
trabajo sus dotes personales y participar activamente en la ordenación de la
vida económica, social, política y cultural. Por primera vez en la historia,
todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de la cultura pueden
y deben extenderse realmente a todas las naciones.
Pero bajo todas estas reivindicaciones se oculta una
aspiración más profunda y más universal: las personas y los grupos sociales
están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre,
poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo
actual. Las naciones, por otra parte, se
esfuerzan cada vez más por formar una comunidad universal.
De esta forma, el
mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo
peor, pues tiene abierto el camino para optar entre la libertad o la esclavitud,
entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien
que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha
desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello se interroga a sí mismo.
Los interrogantes más profundos del hombre
10. En realidad
de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con
ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos
que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre
experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus
deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene
que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace
lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente
en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad. Son muchísimos los que,
tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la
clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no
tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo
humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el
convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente
todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder
dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la
existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un
sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo,
son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva
penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del
dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos,
subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio?
¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay
después de esta vida temporal?.
Cree la Iglesia
que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por
el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha
sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario
salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia
humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la
superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último
fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de
Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio
habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el
hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra
época.
PRIMERA PARTE
LA
IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE
Hay
que responder a las mociones del Espíritu
11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a
creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo,
procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales
participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la
presencia o de los planes de Dios. La fe
todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera
vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones plenamente
humanas.
El Concilio se
propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la
máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores,
por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad
extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con
frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan
purificación.
¿Qué piensa del
hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para
levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción
humana en el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará
ver con claridad que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma
parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia
es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.
CAPÍTULO I
LA
DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
El hombre, imagen de Dios
12. Creyentes y no creyentes están generalmente deacuerdo
en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del
hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el
hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o
hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La
Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la
Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación
del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente
y con acierto la dignidad y la vocación propias del hombre.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a
imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por
Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y
usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O
el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y
esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por tí
debajo de sus pies (Ps 8, 5-7).
Pero Dios no creó
al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen
l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión
de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser
social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los
demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto
había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).
El pecado
13. Creado por
Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el
propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y
pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero
no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron
servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice
coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón,
comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no
pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer
a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin
último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona
como a las relaciones con los demás y con el resto dela creación.
Es esto lo que
explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la
colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el
mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de
domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de
sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para
liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al
príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le retenía en la esclavitud
del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la luz de esta
Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta
hallan simultáneamente su última explicación.
Constitución
del hombre
14. En la unidad
de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis
del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y
alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar
la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a
su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día.
Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La
propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no
permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
No se equivoca el
hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse
no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad
humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta
profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le
aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada
de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la
espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un
espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales
exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la
realidad.
Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría
15. Tiene razón el hombre, participante de la luz de la
inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es
superior al universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo
largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias
positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos
extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material.
Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La
inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para
alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia
del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente, la
naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe
perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente
del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella,
el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época,
más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos
los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre
peligro si no forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse
a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta
sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.
Con el don del
Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio
del plan divino.
Dignidad de la conciencia moral
16. En lo más profundo de su conciencia descubre el
hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual
debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el
mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios
en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual
será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el
sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz
resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo
admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y
del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás
hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas
morales que se presentan al individuoy a la sociedad. Cuanto mayor es el
predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y
las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas
objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la
conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su
dignidad. Cosa que no puede afirmarse
cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia
se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.
Grandeza de
la libertad
17. La
orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad,
la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y
con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada,
como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite,
aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en
el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para
que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste,
alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por
tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir,
movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un
ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta
dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a
su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello
con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado,
para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse
necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida
ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.
El misterio
de la muerte
18. El máximo
enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la
desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar
la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de
eternidad que en sí lleva, por se irreductible a la sola materia, se levanta
contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que
sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad
que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que
surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda
imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación
divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz
situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana
enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del
pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya
al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al
hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión
de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado
esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte.
Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde
satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre
y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos
queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que
poseen ya en Dios la vida verdadera.
Formas y raíces del ateísmo
19. La razón más
alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con
Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y
simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo
conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando
reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son,
sin embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital
unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de los
fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.
La palabra "ateísmo" designa realidades muy
diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse
acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis
metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la
cuestión. Muchos, rebasando
indebidamente los límites sobre estabase puramente científica o, por el
contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan
tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa
más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay
quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios
del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de
Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben
el motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a
veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como
adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son
considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización
actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede
dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios.
Quienes
voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las
cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no
carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de
responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es
un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las
que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y,
ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión
cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no
pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación
religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los
defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado
el genuino rostro de Dios y de la religión.
El ateísmo
sistemático
20. Con
frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la forma sistemática, la cual,
dejando ahora otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda
dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la
esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el
único artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del
Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es
completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da
al hombre puede favorecer esta doctrina.
Entre las formas
del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la liberación del hombre
principalmente en su liberación económica y social. Pretende este ateísmo que
la religión, por su propia naturaleza, es un obstáculo para esta liberación,
porque, al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria,
apartaría al hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal. Por eso,
cuando los defensores de esta doctrina logran alcanzar el dominio político del
Estado, atacan violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo
en materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a su
alcance el poder público.
Actitud de
la Iglesia ante el ateísmo
21. La Iglesia,
fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero
con firmeza, como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y
conductas, que son contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y
privan al hombre de su innata grandeza.
Quiere, sin
embargo, conocer las causas de la negación de Dios que se esconden en la mente
del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas planteados por el
ateísmo y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia juzga
que los motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen.
La Iglesia afirma
que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana,
ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que
constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el
hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su
felicidad. Enseña además la Iglesia que
la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales,
sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio.
Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la
vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con
frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del
dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la
desesperación.
Todo hombre
resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta obscuridad.
Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de
la vida, puede huir del todo el interrogante referido. A este problema sólo
Dios da respuesta plena y totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a
pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad.
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta afirmación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad.
La Iglesia,
aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos
los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de
este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y
sincero diálogo. Lamenta, pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y
no creyentes que algunas autoridades políticas, negando los derechos
fundamentales de la persona humana, establecen injustamente. Pide para los
creyentes libertad activa para que puedan levantar en este mundo también un
templo a Dios. E invita cortésmente a los ateos a que consideren sin prejuicios
el Evangelio de Cristo.
La Iglesia sabe
perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más profundos del
corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre,
devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de sus destinos más altos. Su
mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el
progreso humano. Lo único que puede llenar el corazón del hombre es aquello que
"nos hiciste, Señor, para tí, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en tí".
Cristo, el
Hombre nuevo
22. En realidad,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir,
Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas
las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es imagen de Dios invisible (Col
1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán
la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha
sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su
encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre,
pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón
de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre
nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos
liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de
nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a
sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo
por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino,
con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo
sentido.
El hombre
cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre
muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23),
las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este
Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura
internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom
8,23). Si
el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida
a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom
8,11). Urgen al cristiano la necesidad y
el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de
padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la
muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.
Esto vale no
solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena
voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por
todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la
divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este
misterio pascual.
Este es el gran
misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo
se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos
envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la
muerte y nos dio la vida, para que, hijosen el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre!
CAPÍTULO
II
LA
COMUNIDAD HUMANA
Propósito del Concilio
23. Entre los principales aspectos del mundo actual hay
que señalar la multiplicación de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno
progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en
ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se
establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La
Revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión
interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las
leyes que regulan la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza
espiritual y moral del hombre.
Como el
Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto ampliamente la
doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio se limita a recordar
tan sólo algunas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de
la Revelación. A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que
tienen extraordinaria importancia en nuestros días.
Indole comunitaria de la vocación humana según el plan de
Dios
24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha
querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con
espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios,
quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra
(Act 17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es,
Dios mismo.
Por lo cual, el
amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada
Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del
prójimo: ... cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al
prójimo como a tí mismo ... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom
13,9-10; cf. 1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria
importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los
hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.
Más aún, el
Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos
uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana,
sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión
de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que
el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no
puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a
los demás.
Interdependencia
entre la persona humana y la sociedad
25. La índole
social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el
crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el
principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser
la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad
de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga
accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de
servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en
todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.
De los vínculos
sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y
la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda;
otros, proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias
causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias;
de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público
como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización,
aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para
consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar
sus derechos.
Mas si la persona
humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa,
recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las
circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su
infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las
perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en
parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y
sociales. Pero proceden, sobre todo, de
la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y
cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el
hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos
para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado
por la gracia.
La
promoción del bien común
26. La
interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen
que el bien común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que
hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más
pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez más, e
implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano.
Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades y las legítimas
aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el bien
común de toda la familia humana.
Crece al mismo
tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su
superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e
inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste
necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el
vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una
familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una
adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a
la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia
religiosa.
El orden social,
pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de
la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al
contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido
hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden social hay que
desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia,
vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada
día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los
espíritus y a profundas reformas de la sociedad.
El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía
el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta
evolución. Y, por su parte, el
fermentoevangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta
irrefrenable exigencia de la dignidad.
El respeto
a la persona humana
27. Descendiendo
a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al
hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al
prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios
necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se
despreocupó por completo del pobre Lázaro.
En nuestra época
principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con
eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos,
o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o
de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió,
o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del
Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi
me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No sólo esto.
Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios,
aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad
de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales
o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende
a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la
trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que
reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la
libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y
otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana,
deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al
honor debido al Creador.
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes
sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e
incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto
más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir,
mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y
esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad
y el bien. Más aún,la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la
verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe
ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la
persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en
materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos
prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las
injurias. El precepto del amor se
extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley: «Habéis oído que se
dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo". Pero yo os
digo : "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad
por lo que os persiguen y calumnian"» (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial entre los hombres y la justicia
social
29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige
un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional
y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y
porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico
destino.
Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo
que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin
embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la
persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición
social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al
plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la
persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo
que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y
de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una
educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.
Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los
hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una
situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las
excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y
los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a
la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e
internacional.
Las instituciones humanas, privadas o públicas,
esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del findel hombre. Luchen
con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo
cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún,
estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades
espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía
largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.
Hay que
superar la ética individualista
30. La profunda y
rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que,
por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con
una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple
cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y
la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas
como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay
quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre
como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo
esto; en varios paises son muchos los que menosprecian las leyes y las normas
sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en
soslayar los impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos
subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las referentes a la
higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de que su descuido pone
en peligro la vida propia y la vida del prójimo.
La aceptación de las relaciones sociales y su observancia
deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre
contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del
hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco
al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales
no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y
sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en
creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia.
Responsabilidad
y participación
31. Para que cada
uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto
respecto a sí mismocomo de los varios grupos sociales de los que es miembro,
hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual,
valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano
dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen
social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que
no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con
las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero no puede
llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre
condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y
respondan a su vocación, entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana
con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la
misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida
demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se
vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida
social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se
obliga al servicio de la comunidad en que vive.
Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de
participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas
naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad
en la vida pública. Debe tenerse en
cuenta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la
autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida
de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que
encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse
al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la
humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras
razones para vivir y razones para esperar.
El Verbo
encarnado y la solidaridad humana
32. Dios creó al
hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma
manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente,
sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le
confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el comienzo de la
historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto
individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A
losque eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex
3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta índole
comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio
Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de
Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el
amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes
de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida
diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria,
santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida
social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra.
En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios
que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos
fuesen uno. Más todavía, se ofreció
hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este
de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles
predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera
familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.
Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don
de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y
caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo,
que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben
ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido.
Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día
en que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como
familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta.
CAPÍTULO III:
LA
ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento del problema
33. Siempre se ha
esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida;
pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y
sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con
ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de
intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo
una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes
que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy
los obtiene por sí mismo.
Ante este
gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los
hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay
que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de
individuos y colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de
Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que
siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de
la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por
la humanidad.
Valor de la actividad humana
34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad
humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por
el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida,
considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a
imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad,
sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la
propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo,
de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el
nombre de Dios en el mundo.
Esta enseñanza
vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres
que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden
pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de
sus hermanos y contribuyen demodo personal a que se cumplan los designios de
Dios en la historia.
Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas
logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional
pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que
las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su
inefable designio. Cuanto más se
acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y
colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres
de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino
que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.
Ordenación de la actividad humana
35. La actividad
humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste
con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se
perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se
trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las
riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que
por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más
justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales,
vale más que los progresos técnicos. Pues
dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la
promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por tanto, está
es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y
voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al
hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar
íntegramente su plena vocación.
La justa
autonomía de la realidad terrena
36. Muchos de
nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha
vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía
del hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si por autonomía
de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan
de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar
poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo
que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además
responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la
creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad
propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el
reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello,
la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de
una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será
en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe
tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad
se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin
saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a
todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender
bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas
veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas,
indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si autonomía
de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios
y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente
alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura
sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su
religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje
de la creación. Más aún, por el olvido
de Dios la propia criatura queda oscurecida.
Deformación
de la actividad humana por el pecado
37. La Sagrada
Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la
familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también
encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las
colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con
el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el
mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido
de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.
A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.
Por ello, la
Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce
que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de
hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este
mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de
malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada
al servicio de Dios y de los hombres.
A la hora de
saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que
hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por
caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la
soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva
criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las
mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por
ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con
libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada
tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo
es de Dios (I Cor 3,22-23).
Perfección de la actividad humana en el misterio pascual
38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las
cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre
perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1
Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección
humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la
caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos
del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas
inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que
buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la
vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su
ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los
que buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su
resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la
tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo
despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y
robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que
la familia humana intentahacer más llevadera su propia vida y someter la tierra
a este fin. Mas los dones del Espíritu
Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo
de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los
llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen
la materia del reino de los cielos. Pero
a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las
energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras,
cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios.
El Señor dejó a
los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento
de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se
convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna
y la degustación del banquete celestial.
Tierra
nueva y cielo nuevo
39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de
la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el
universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos
enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la
justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos
de paz que surgen en el corazón humano. Entonces,
vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue
sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de
incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de
la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el
hombre.
Se nos advierte
que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No
obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar,
la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva
familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo
nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y
crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede
contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino
de Dios.
Pues los bienes
de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos
los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlospropagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y
trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal:
"reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia,
de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra
tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
CAPÍTULO IV
MISIÓN
DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Relación mutua entre la Iglesia y el
mundo
40. Todo lo que
llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana,
sobre el sentido profundo de la actividad del hombre, constituye el fundamento
de la relación entre la Iglesia y el mundo, y también la base para el mutuo
diálogo. Por tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el
Concilio sobre el misterio de la Iglesia, va a ser objeto de consideración la
misma Iglesia en cuanto que existe en este mundo y vive y actúa con él.
Nacida del amor
del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el
Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que
sólo en el mundo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la
tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que
tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia
de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del
Señor. Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por
ellos, esta familia ha sido "constituida y organizada por Cristo como
sociedad en este mundo" y está dotada de "los medios adecuados
propios de una unión visible y social". De esta forma, la Iglesia,
"entidad social visible y comunidad espiritual", avanza juntamente
con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de
ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en
Cristo y transformarse en familia de Dios.
Esta
compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse
por la fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve
perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos
de Dios. Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la
vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en
cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de
la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad
diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más
profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por
medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más
humano al hombre a su historia.
La Iglesia
católica de buen grado estima mucho todo lo que en este orden han hecho y hacen
las demás Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con su obra de colaboración.
Tiene
asimismo la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas
individuales y de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades,
puede ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio. Expónense a continuación algunos principios generales
para promover acertadamente este mutuo intercambio y esta mutua ayuda en todo
aquello que en cierta manera es común a la Iglesia y al mundo.
Ayuda que
la Iglesia procura prestar a cada hombre
41. El hombre
contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia
el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se
ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del
hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia
existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe
la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más
profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los
alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el
Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema
religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino
también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre
saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su
muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre talesproblemas;
pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el
que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la
Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre
perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre.
Apoyada en esta
fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de
opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación
alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad
personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de
Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de
los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última
instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su
libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en
servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la
caridad de todos. Esto corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana.
Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente, también Señor
de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta
misma ordenación divina, la justa autonomía de lo creado, y sobre todo del
hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se
ve en ella consolidada.
La Iglesia, pues,
en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre
y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está
promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que
este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a
cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que
nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos
vemos libres de toda norma divina. Por
ese camino, la dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.
Ayuda que
la Iglesia procura dar a la sociedad humana
42. La unión de
la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en
Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios.
La misión propia
que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es
de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan
funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la
comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las
circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor
dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los
necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras
semejantes.
La Iglesia
reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre
todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y
económica. La promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la
Iglesia, ya que ella es "en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento
de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano". Enseña así al mundo que
la genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus y de los
corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento
indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo. Las energías que la Iglesia
puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad
aplicadas a la vida práctica. No radican
en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.
Como, por otra
parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma
particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico y
social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo
estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que
éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad
para cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también a
todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen
todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las
justas asociaciones humanas.
El Concilio
aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se
encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se
fundan en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y
fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y puede conciliarse con
su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio
de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos
fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común.
Ayuda que
la Iglesia, a través de sus hijos,
procura prestar al dinamismo humano
43. El Concilio
exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad
eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el
espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no
tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden
descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo
que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación
personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el
contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida
religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al
cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la
vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores
de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con
vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo
personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por consiguiente,
oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por
una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus
obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo,
a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.
Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los
cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una
síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o
técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera
a la gloria de Dios.
Competen a los
laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo
seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del
mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino
que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos.
Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de
la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea
necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr
que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los
laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que
sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente
solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta
su misión. Cumplen más bien los laicos su propiafunción con la luz de la
sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio.
Muchas veces
sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos
casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede
frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor
sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones
divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen
fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos
que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor
de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren
siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua
caridad y la solicitud primordial pro el bien común.
Los laicos, que
desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados
a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos
de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.
Los Obispos, que
han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen, juntamente
con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad
temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden
todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo
pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a
los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus
palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la
Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente
inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy.
Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que hay que
entablar con el mundo y con los hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo
muy en el corazón las palabras del Concilio: "Como el mundo entero tiende
cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los
sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del
Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano
venga a la unidad de la familia de Dios".
Aunque la
Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de
su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin
embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron
todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también
la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que
ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado
el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas
deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con
máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera
comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de
siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu
Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a sus hijos a la
purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de
Cristo en el rostro de la Iglesia".
Ayuda que
la Iglesia recibe del mundo moderno
44. Interesa al
mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia. De
igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la
evolución histórica del género humano.
La experiencia
del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas
culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos
caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el
comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los
conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber
filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a
las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra
revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en
todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo
apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio
entre la Iglesia y las diversas culturas. Para aumentar este trato sobre todo
en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto
varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda
de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las
diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima
de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los
pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda
del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz
de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor
percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.
La Iglesia, por
disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, puede
enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida
social, no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento
alguno, sino para conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para
expresarla de forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros
tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su
comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de los
hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la comunidad
humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social,
de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña
ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta
depende asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa que
le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición
y aun la persecución de sus contrarios.
Cristo,
alfa y omega
45. La Iglesia,
al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende
una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la
humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al
tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es
"sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo
realiza el misterio del amor de Dios al hombre.
El Verbo de Dios,
por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos
y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de
convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total
de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a
su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos
en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia
humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en
Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10).
He aquí que dice el Señor: "Vengo
presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obra. Yo soy el
alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc
22,12-13).
SEGUNDA PARTE
ALGUNOS
PROBLEMAS MÁS URGENTES
Introducción
46. Después de
haber expuesto la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto
individual como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el
Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana, llama ahora la
atención de todos sobre algunos problemas actuales más urgentes que afectan
profundamente al género humano.
Entre las
numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que mencionar principalmente
las que siguen: el matrimonio y la familia, la cultura humana, la vida
económico-social y política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la
paz. Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que
brota de Cristo, para guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres en
la búsqueda de solución a tantos y tan complejos problemas.
CAPÍTULO
I
DIGNIDAD
DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El matrimonio y la familia en el mundo
actual
47. El bienestar
de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a
la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos,
juntocon todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran
sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento
de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos
y padres en el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los
mejores resultados y se afanan por promoverlos.
Sin embargo, la
dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor,
puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el
llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda
frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos
contra la generación. Por otra parte, la actual situación económico,
social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la
familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan con
preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo lo cual
suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la
solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas
transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a
que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la
verdadera naturaleza de tal institución.
Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de
algunos puntos capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y
fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por
garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su valor
eximio.
El carácter
sagrado del matrimonio y de la familia
48. Fundada por el Creador y en posesión de sus propias
leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la
alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e
irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente,
nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este
vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de
la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con
bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación
del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su
suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma
familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución del
matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y
a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De
esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos,
sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y
actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su
unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua
entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena
fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro
Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina
de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque
así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de
amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la
Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento
del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua
entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se
entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se
rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la
Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y
fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello
los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están
fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al
cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que
satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia
perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la
glorificación de Dios.
Gracias
precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en
familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán
más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad.
En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y
de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente
religiosa, que a ellos, sobre todo, compete.
Los hijos, como miembros vivos de la familia,
contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres. Pues con el
agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios
recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la
existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por
todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas
espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el
matrimonio, que esimagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y
la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la
auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la
unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus
miembros.
Del amor
conyugal
49. Muchas veces
a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten
el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos
contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer,
manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y
las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a
persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y ,
por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del
cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas
de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo
y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor,
asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y
mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna
toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona.
Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser
cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.
Esta amor se
expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con
los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos,
y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don
recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud.
Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento
de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en
la adversidad, y, por tanto, queda excluído de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad
personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también
claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente
con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una
insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de
santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el
espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se apreciará más
hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana
acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su
fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus
hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social
en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo
y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y
esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto
de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al
matrimonio.
Fecundidad
del matrimonio
50. El matrimonio
y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y
educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del
matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo
Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen
2,18), y que "desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer" (Mt
19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra
creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y
multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor
conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar
de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para
cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador,
quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
En el deber de transmitir la vida humana y de educarla,
lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son
cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con
responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia
hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse
un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los
hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los
tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente,
teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y
de la propia Iglesia. Este juicio, en
último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo
de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a
su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de
ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que
interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina
muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la
perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos,
confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio,
glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa,
humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los
cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son
dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado,
aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente.
Pero el
matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la
propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la
prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste,
progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan
deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y
comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.
El amor
conyugal debe compaginarse
con el respeto a la vida humana
51. El Concilio
sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con
frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la
vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos
por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena
intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad
conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y
quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los
hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay quienes se
atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden
ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer
contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria
de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor
de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida,
misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida
desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y
el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la
facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los
grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida
conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con
gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la
responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende
solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe
determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y
de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y
de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible
sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los
hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el
Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la
natalidad.
Tengan todos
entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a
este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que
siempre mira el destino eterno de los hombres.
El progreso
del matrimonio y de la familia, obra de todos
52. La familia es
escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se
requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los
cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los
hijos. La activa presencia del padre contribuye
sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe asegurarse el
cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los niños
menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la mujer.
La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan,
con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y
escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia
propia en condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de
los padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que
ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando, sin
embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir
determinada persona.
Así, la familia, en la que distintas generaciones
coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los
derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye
el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las
comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del
matrimonio y de la familia. El poder
civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera
naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la
moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho
de los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se
debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de
forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una
familia propia.
Los cristianos,
rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero,
promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el
testimonio de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de
buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las
necesidades de la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener este fin
ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia moral de
los hombres y la sabiduría y competencia de las personas versadas en las
ciencias sagradas.
Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos,
los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio
y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a
fondo, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la
honesta ordenación de la procreación humana.
Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el
tema de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y
familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de
Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana
y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que
formen familias realmente espléndidas.
Las diversas obras, especialmente las asociaciones
familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los
cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la
acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.
Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios
vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el
mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo
seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación
por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor
con su muerte y resurrección reveló al mundo.
CAPÍTULO II
EL
SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL
Introducción
53. Es propio de
la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no
es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores
naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura
se hallen unidas estrechísimamente.
Con la palabra cultura
se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y
desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura
someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana
la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el
progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo
expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y
aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género
humano.
De aquí se sigue
que la cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social y
que la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y
etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida
común diversos y escala de valor diferentes encuentran su origen en la distinta
manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la
religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de
desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio
propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio
histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo
y del que recibe los valores para promover la civilización humana.
Sección I.- La situación de la cultura en el mundo actual
Nuevos estilos de vida
54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en el
aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tantoque se puede hablar
con razón de una nueva época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos se han abierto para
perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión. Caminos que han sido preparados
por el ingente progreso de las ciencias naturales y de las humanas, incluidas
las sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el
uso y recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con
los demás. De aquí provienen ciertas notas características de la cultura
actual: Las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más
recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad
humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo
el aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid ay las costumbres
tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la urbanización y los
demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura
(cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar y
descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas
naciones y grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud
los tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va
gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa
la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de
las diversas culturas.
El hombre, autor de la cultura
55. Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres,
de todo grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y
promotores de la cultura de su comunidad. En
todo el mundo crece más y más el sentido de la autonomía y al mismo tiempo de
la responsabilidad, lo cual tiene enorme importancia para la madurez espiritual
y moral del género humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la
unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un mundo
mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos de que está
naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente
por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.
Dificultades y tareas actuales en este campo
56. En esta
situación no hay que extrañarse de que el hombre, que siente su responsabilidad
en orden al progreso de la cultura, alimente una más profunda esperanza, pero
al mismotiempo note con ansiedad las múltiples antinomias existentes, que él
mismo debe resolver:
¿Qué debe hacerse
para que la intensificación de las relaciones entre las culturas, que debería
llevar a un verdadero y fructuoso diálogo entre los diferentes grupos y
naciones, no perturbe la vida de las comunidades, no eche por tierra la
sabiduría de los antepasados ni ponga en peligro el genio propio de los
pueblos?
¿De qué forma hay
que favorecer el dinamismo y la expansión de la nueva cultura sin que perezca
la fidelidad viva a la herencia de las tradiciones? Esto es especialmente
urgente allí donde la cultura, nacida del enorme progreso de la ciencia y de la
técnica se ha de compaginar con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según
diversas tradiciones, de los estudios clásicos.
¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las
disciplinas científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su
síntesis y de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y de
la admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen
de los bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los
especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?
¿De qué manera,
finalmente, hay que reconocer como legítima la autonomía que reclama para sí la
cultura, sin llegar a un humanismo meramente terrestre o incluso contrario a la
misma religión?
En medio de estas
antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura humana, de tal manera que
cultive equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los hombres en
las tareas a cuyo cumplimiento todos, y de modo principal los cristianos, están
llamados, unidos fraternalmente en una sola familia humana.
Sección 2.-
Algunos principios para la sana promoción de la cultura
La fe y la
cultura
57. Los
cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas
de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta, la
importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en
la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe
cristiana ofrece a loscristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con
más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa
actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la
entera vocación del hombre.
El hombre, en
efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los recursos técnicos
cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser morada digna de toda
la familia humana y cuando conscientemente asume su parte en la vida de los
grupos sociales, cumple personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la
humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la
creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece al gran
mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.
Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes
disciplinas de la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias
naturales y se dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la
familia humana se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la
belleza y al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor por la
maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios disponiendo todas las
cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y encontrando sus delicias en
estar entre los hijos de los hombres.
Con todo lo cual
es espíritu humano, más libre de la esclavitud de las cosas, puede ser elevado
con mayor facilidad al culto mismo y a la contemplación del Creador. Más
todavía, con el impulso de la gracia se dispone a reconocer al Verbo de Dios,
que antes de hacerse carne para salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba
en el mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).
Es cierto que el
progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su
método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede
favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación
usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para
hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con
exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar
ya cosas más altas.
Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son
efectos necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la
tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales valores se
cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las
investigaciones científicas, la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos
técnicos, el sentido de la solidaridad internacional, la conciencia cada vez
más intensa de la responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección
de los hombres, la voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para
todos, singularmente para los quepadecen privación de responsabilidad o
indigencia cultural. Todo lo cual puede
aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la cual puede
ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el mundo.
Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y la
cultura
58. Múltiples son los vínculos que existen entre el
mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su
pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló
según los tipos de cultura propios de cada época.
De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el
transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha empleado los
hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de
Cristo en su predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo
con mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en
la vida de la multiforme comunidad de los fieles.
Pero al mismo
tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y
regiones, no está ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación
alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna antigua o
reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad
de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura;
comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y las diferentes
culturas.
La buena nueva de
Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre, caído, combate y
elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del
pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las
riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales
y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y
restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye,
por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la
litúrgica, educa al hombre en la libertad interior.
Hay que armonizar diferentes valores en el seno de las
culturas
59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a
todos que la cultura debe estar subordinada a la perfecciónintegral de la
persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo
cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad
de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal,
así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social.
Porque la
cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del
hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de
una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios. Tiene, por
tanto, derecho al respeto y goza de una cierta inviolabilidad, quedando
evidentemente a salvo los derechos de la persona y de la sociedad, particular o
mundial, dentro de los límites del bien común.
El sagrado
Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I, declara que
"existen dos órdenes de conocimiento" distintos, el de la fe y el de
la razón; y que la Iglesia no prohíbe que "las artes y las disciplinas
humanas gocen de sus propios principios y de su propio método..., cada una en
su propio campo", por lo cual, "reconociendo esta justa libertad",
la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente
la de las ciencias.
Todo esto pide
también que el hombre, salvados el orden moral y la común utilidad, pueda
investigar libremente la verdad y manifestar y propagar su opinión, lo mismo
que practicar cualquier ocupación, y, por último, que se le informe verazmente
acerca de los sucesos públicos.
A la autoridad
pública compete no el determinar el carácter propio de cada cultura, sino el
fomentar las condiciones y los medios para promover la vida cultural entre
todos aun dentro de las minorías de alguna nación. Por ello hay que insistir
sobre todo en que la cultura, apartada de su propio fin, no sea forada a servir
al poder político o económico.
Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los cristianos respecto a la
cultura
El
reconocimiento y ejercicio efectivo
del derecho personal a la cultura
60. Hoy día es
posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de la ignorancia. Por ello,
uno de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo de los cristianos,
es el de trabajar con ahinco para que tanto en la economía como en la política,
así en el campo nacional como en el internacional, se den las normas
fundamentales para que sereconozca en todas partes y se haga efectivo el
derecho a todos a la cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin
distinción de raza, sexo, nacionalidad, religión o condición social. Es
preciso, por lo mismo, procurar a todos una cantidad suficiente de bienes
culturales, principalmente de los que constituyen la llamada cultura
"básica", a fin de evitar que un gran número de hombres se vea
impedido, por su ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su
cooperación auténticamente humana al bien común.
Se debe tender a
que quienes están bien dotados intelectualmente tengan la posibilidad de llegar
a los estudios superiores; y ello de tal forma que, en la medida de lo posible,
puedan desempeñar en la sociedad las funciones, tareas y servicios que
correspondan a su aptitud natural y a la competencia adquirida. Así podrán
todos los hombres y todos los grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno
desarrollo de su vida cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias
tradiciones.
Es preciso,
además, hacer todo lo posible para que cada cual adquiera conciencia del
derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él pesa de cultivarse a sí
mismo y de ayudar a los demás. Hay a veces situaciones en la vida laboral que impiden el
esfuerzo de superación cultural del hombre y destruyen en éste el afán por la
cultura. Esto se aplica de modo especial a los agricultores y a los obreros, a
los cuales es preciso procurar tales condiciones de trabajo, que, lejos de
impedir su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya actúan en casi todos los
campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel
según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y
promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural.
La
educación para la cultura íntegra del hombre
61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las
varias disciplinas y ramas del saber. Porque, al crecer el acervo y la
diversidad de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo tiempo
la capacidad de cada hombre para captarlos y armonizarlos orgánicamente, de
forma que cada vez se va desdibujando más la imagen del hombre universal. Sin
embargo, queda en pie para cada hombre el deber de conservar la estructura de
toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad,
conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido
sanados y elevados maravillosamente en Cristo.
La madre nutricia de esta educación es ante todo la
familia: en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor
facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de
modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a
medida que van creciendo.
Para esta misma educación las sociedades contemporáneas
disponen de recursos que pueden favorecer la cultura universal, sobre todo dada
la creciente difusión del libro y los nuevos medios de comunicación cultural y
social. Pues con la disminución ya
generalizada del tiempo de trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades.
Empléense los descansos oportunamente para distracción del ánimo y para
consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a
actividades o a estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con
los que se afina el espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo
conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan a
conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer
relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas. Cooperen los cristianos
también para que las manifestaciones y actividades culturales colectivas,
propias de nuestro tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.
Todas estas
posibilidades no pueden llevar la educación del hombre al pleno desarrollo
cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se descuida el preguntarse a fondo por
el sentido de la cultura y de la ciencia para la persona humana.
Acuerdo
entre la cultura humana y la educación cristiana
62. Aunque la
Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura, consta, sin embargo,
por experiencia que por causas contingentes no siempre se ve libre de
dificultades al compaginar la cultura con la educación cristiana.
Estas
dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; por el contrario, pueden
estimular la mente a una más cuidadosa y profunda inteligencia de aquélla.
Puesto que los más recientes estudios y los nuevos hallazgos de las ciencias,
de la historia y de la filosofía suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias
prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte,
los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia
sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la
doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la
fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo deformularlas conservando el
mismo sentido y el mismo significado. Hay que reconocer y emplear
suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino
también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología
y en sociología, llevando así a los fieles y una más pura y madura vida de fe.
También la
literatura y el arte son, a su modo, de gran importancia para la vida de la
Iglesia. En
efecto, se proponen expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas y
sus experiencias en el intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de
superarse; se esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la historia y
en el universo, por presentar claramente las miserias y las alegrías de los
hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor porvenir a la
humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida humana en las múltiples formas
que ésta reviste según los tiempos y las regiones.
Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se
sientan comprendidos por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una
ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad
cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a nuestros
contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean reconocidas por la
Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando elevan la mente a Dios, con
expresiones acomodadas y conforme a las exigencias de la liturgia.
De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta
mejor y la predicación del Evangelio resulta más transparente a la inteligencia
humana y aparece como embebida en las condiciones de su vida.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás
hombres de su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de
sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las
nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral
cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura
religiosa y la rectitud de espíritu de las ciencias y de los diarios progresos
de la técnica; así se capacitarán para examinar e interpretar todas las cosas
con íntegro sentido cristiano.
Los que se dedican a las ciencias teológicas en los
seminarios y universidades, empéñense en colaborar con los hombres versados en
las otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista. la
investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada sin perder
contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos en los diversos
ramos del saber un más pleno conocimiento de la fe. Esta colaboración será muy
provechosa para la formación de losministros sagrados, quienes podrán presentar
a nuestros contemporáneos la doctrina de la Iglesia acerca de Dios, del hombre
y del mundo, de forma más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más
gustosamente aceptable por parte de ellos. Más aún, es de desear que numerosos laicos reciban una
buena formación en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex
profeso a estos estudios y profundicen en ellos. Pero para que puedan llevar a buen término su tarea debe
reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación,
de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en
los ampos que son de su competencia.
CAPÍTULO
III
LA
VIDA ECONÓMICO-SOCIAL
Algunos aspectos de la vida económica
63. También en la vida económico-social deben respetarse
y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de
toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la
vida económico- social.
La economía moderna, como los restantes sectores de la
vida social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la
naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones sociales
y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como
también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las técnicas de la
producción y en la organización del comercio y de los servicios han convertido
a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades
acrecentada de la familia humana.
Sin embargo, no
faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones
económicamente desarrolladas, parecen garza por la economía, de tal manera que
casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu economista
tanto en las naciones de economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el
desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera
racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada
frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso
en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo
estrictamente necesario, algunos, aun en los paises menos desarrollados, viven
en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen
de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda
responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo
indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios económicos y sociales se producen
tanto entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por
un parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se
agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las
restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial.
Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles
a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de
las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno
puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida
económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este
fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha
concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón,
tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida
internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de
acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes
sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.
Sección I.- El
desarrollo económico
Ley
fundamental del desarrollo: el servicio del hombre
64. Hoy más que
nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones
más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en laproducción
agrícola e industrial y en la prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el
espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la
adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos
participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a
dicho progreso. La finalidad fundamental
de esta producción no es el mero incremento de los productos, ni el beneficio,
ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en
cuanta sus necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales,
espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo grupo de hombres,
sin distinción de raza o continente. De
esta forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes
propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los
designios de Dios sobre el hombre.
El
desarrollo económico, bajo el control humano
65. El desarrollo
debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos
pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de
una sola comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el
mayor número posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las
naciones, puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las iniciativas espontáneas
de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los esfuerzos de
las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz y coherente.
No se puede
confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica
de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que
calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas
indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los
derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización
colectiva de la producción.
Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber
y el derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de contribuir,
según sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad. En los paises menos desarrollados, donde se impone
el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común
los que retienen sus riquezas improductivamente o los que -salvado el derecho
personal de emigración- privan asu comunidad de los medios materiales y
espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las enormes desigualdades
económico-sociales
66. Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la
equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto
a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo,
desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que
existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones
individuales y sociales. De igual manera, en
muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la
agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes, hay que
ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial,
introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia
y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos
de inferior categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes,
aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede
darse el desarrollo de la agricultura.
La justicia y la
equidad exigen también que la movilidad, la cual es necesaria en una economía
progresiva, se ordene de manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de
vida del individuo y de su familia. Con
respecto a los trabajadores que, procedentes de otros paises o de otras
regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una
provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de
remuneración o de condiciones de trabajo. Además,
la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos
como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben
ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un
alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del país o
de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea posible, deben crearse fuentes
de trabajo en las propias regiones.
En las economías en período de transición, como sucede en
las formas nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla
la autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y
al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y profesional
congruente. Débense garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que,
sobre todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves
dificltades.
Sección 2.- Algunos principios reguladores del conjunto
de la vida económico-social
Trabajo, condiciones de trabajo, descanso
67.
El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los
servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económico, pues
estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos.
Pues el trabajo
humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual
marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su
voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de
subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio,
puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la
creación divina. No sólo esto. Sabemos
que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia
obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente
laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así
como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar,
según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la
oportunidad de un trabajo suficiente. Por
último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su
familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual,
teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así
como las condiciones de la empresa y el bien común.
La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo
asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo
con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también
hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio
trabajo. Lo cual de ningún modo
está justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de
la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la
manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente
por lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en cuanta el sexo y
la edad. Ofrézcase, además, a los
trabajadores la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en
el ámbito mismo del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este
trabajo su tiempo y sus fuerzas, disfruten todos de untiempo de reposo y
descanso suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural, social
y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las
energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden
cultivar.
Participación en la empresa y en la organización
general de la economía. Conflictos laborales
68. En las empresas económicas son personas las que se
asocian, es decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por
ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno, propietarios, administradores,
técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la dirección,
se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa,
según formas que habrá que determinar con acierto. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa,
sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones
económicas y sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de
sus hijos, deben los trabajadores participar también en semejantes decisiones
por sí mismos o por medio de representantes libremente elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana
debe contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que
representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta
ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar
libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Por medio de esta ordenada participación, que está
unida al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más entre
todos el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse
colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del
desarrollo económico y social y del logro del bien común universal.
En caso de conflictos económico-sociales, hay que
esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir
siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la
situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque
extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas
de los trabajadores. Búsquense, con
todo, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo
conciliatorio.
Los bienes de la tierra están destinados a todos los
hombres
69. Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene
para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados
deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la
compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas
a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas
y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes.
Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe
tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas,
sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él
solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una
parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que
a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes
enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto
no sólo con los bienes superfluos. Quien
se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza
ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por
el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y
autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que
muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias
posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer
lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y
desarrollarse por sí mismos.
En sociedades
económicamente menos desarrolladas, el destino común de los bienes está a veces
en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que
aseguran a cada miembro los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo,
elimínese el criterio de considerar como en absoluto inmutables ciertas
costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la época presente;
pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres
honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar muy
útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy desarrollada, el
conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la seguridad social
puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes. Es necesario
también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales,
principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al
organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no
vayan cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de
irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones
y política monetaria
70. Las
inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios
suficientes a la población presente y futura. Los responsables de las
inversiones y de la organización de la vida económica, tanto los particulares
como los grupos o las autoridades públicas, deben tener muy presentes estos
fines y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que
se provea de lo necesario para una vida decente tanto a los individuos como a
toda la comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo
equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y
las exigencias de inversión para la generación futura. Ténganse, además,
siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o de las regiones
menos desarrolladas económicamente. En materia de política monetaria cuídese no
dañar al bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que
los económicamente débiles no queden afectados injustamente por los cambios de
valor de la moneda.
Acceso a la propiedad y dominio de los bienes.
Problema de los latifundios
71. La propiedad, como las demás formas de dominio
privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y
le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la
economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y
comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos.
La propiedad
privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una
zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser
considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el
ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las
condiciones de las libertades civiles.
Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y
se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo
elemento de seguridad no despreciable aun contando con los fondos sociales,
derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de
las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la
capacidad profesional.
El derecho de propiedad privada no es incompatible con
las diversas formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la
propiedad pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo
con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último,
supuesta la compensación adecuada. A la
autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en
contra del bien común.
La misma
propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social,
cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole
social es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de
ambiciones y graves desórdenes, hasta el punto de que se da pretexto a sus
impugnadores para negar el derecho mismo.
En muchas
regiones económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas
y aun extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para
especular con ellas, mientras la mayor parte de la población carece de tierras
o posee sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola
presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los
arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio
indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los
intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad
personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de
promover su nivel de vida y de participar en la vida social y política. Son,
pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el
incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el
aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el
trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente
cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso
deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular los
medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo
cooperativo. Siempre que el bien común
exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo
en cuanta todo el conjunto de las circunstancias.
La
actividad económico-social y el reino de Cristo
72. Los
cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro
tiempo y luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir
mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den
ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia
que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa
jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que
toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu
de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.
Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de
Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus
hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la
caridad.
CAPÍTULO
IV
LA
VIDA EN LA COMUNIDAD POLÍTICA
La vida pública en nuestros días
73. En nuestra época se advierten profundas
transformaciones también en las estructuras y en las instituciones de los
pueblos como consecuencia de la evolución cultural, económica y social de estos
últimos. Estas transformaciones ejercen gran influjo en la vida de la comunidad
política principalmente en lo que se refiere a los derechos y deberes de todos
en el ejercicio de la libertad política y en el logro del bien común y en lo
que toca a las relaciones de los ciudadanos entre sí y con la autoridad
pública.
La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que
en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden
político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de la
persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar
las propias opiniones y de profesar privada y públicamente la religión. Porque
la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los
ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar
activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública.
Con el desarrollo cultural, económico y social se
consolida en la mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación
de la comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el afán por
respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de éstas para
con la comunidad política; además crece por días el respeto hacia los hombres
que profesan opinión o religión distintas; al mismo tiempos e establece una
mayor colaboración a fin de que todos los ciudadanos, y no solamente algunos
privilegiados, puedan hacer uso efectivo de los derechos personales.
Se reprueban también todas las formas políticas,
vigentesen ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa,
multiplican las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos y desvían
el ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerla al
servicio de un grupo o de los propios gobernantes.
La mejor manera de llagar a una política auténticamente
humana es fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del
servicio al bien común y robustecer las convicciones fundamentales en lo que
toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin, recto
ejercicio y límites de los poderes públicos.
Naturaleza y fin de la comunidad política
74. Los hombres, las familias y los diversos grupos que
constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para
lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más
amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a una mejor
procuración del bien común. Por ello
forman comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad
política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su
justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y
propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social
con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con
mayor plenitud y facilidad su propia perfección.
Pero son muchos y
diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden
con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la
pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una
autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica o
despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa
en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.
Es, pues,
evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la
naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun
cuando la determinación del régimen político y la designación de los
gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos.
Síguese también
que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal
como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de
los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido
dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente establecido o por
establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados enconciencia a obedecer.
De todo lo cual se deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de
los gobernantes.
Pero cuando la autoridad pública, rebasando su
competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias
objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y
los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los
límites que señala la ley natural y evangélica.
Las modalidades concretas por las que la comunidad
política organiza su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes
públicos pueden ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su
historia. Pero deben tender siempre a
formar un tipo de hombre culto, pacífico y benévolo respecto de los demás para
provecho de toda la familia humana.
Colaboración de todos en la vida pública
75. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana
que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los
ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades
efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos
jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la
determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes
instituciones y en la elección de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos
los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen de votar con
libertad para promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de
quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y
aceptan las cargas de este oficio.
Para que la cooperación ciudadana responsable pueda
lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública, es necesario
un orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones
institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz
e independiente de los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los
derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su
ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es
necesario mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material
y personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer
las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las
instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva
acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los
ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la
autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera
inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la
responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones
sociales.
A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los
poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia
social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden
con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del
bien completo del hombre. Según las diversas regiones y la evolución de los
pueblos, pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la
socialización y la autonomía y el desarrollo de la persona. Esto no obstante,
allí donde por razones de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de
los derechos, restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado
las circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad política caiga
en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de
la persona o de los grupos sociales.
Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el
amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre
al mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de
vínculos entre las razas, pueblos y naciones.
Los cristianos todos deben tener conciencia de la
vocación particular y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de
esta vocación están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de
servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos cómo pueden
armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la necesaria
solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad combinada con la
provechosa diversidad. El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de
opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun
agrupados, defienden lealmente su manera de ver. Los partidos políticos deben
promover todo lo que a su juicio exige el bien común; nunca, sin embargo, está
permitido anteponer intereses propios al bien común.
Hay que prestar gran atención a la educación cívica y
política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre
todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su
misión en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegar a ser
capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política,
prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de
toda ganancia venal. Luchen con
integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la
intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político;
conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza
política, al servicio de todos.
La comunidad
política y la Iglesia
76. Es de suma
importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad pluralística, tener un
recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia y
distinguir netamente entre la acción que los cristianos, aislada o
asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos de acuerdo con
su conciencia cristiana, y la acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en
comunión con sus pastores.
La Iglesia, que
por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la
comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo
y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana.
La comunidad
política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio
terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la
vocación personal y social del hombre. Este
servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más
sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuesta de las
circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo
horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene
íntegramente su vocación eterna. La
Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir
cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación
y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los
sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los
cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad
políticas del ciudadano.
Cuando los
apóstoles y sus sucesores y los cooperadores de éstos son enviados para
anunciar a los hombres a Cristo, Salvador del mundo, en el ejercicio de su
apostolado se apoyan sobre el poder de Dios, el cual muchas veces manifiesta la
fuerza del Evangelio en la debilidad de sus testigos. Es preciso que cuantos se consagran al ministerio de
la palabra de Dios utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los
cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena
utiliza.
Ciertamente, las
realidades temporales y las realidadessobrenaturales están estrechamente unidas
entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia
misión lo exige. No pone, sin embargo,
su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al
ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste
que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de
vida exijan otra disposición. Es de
justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe
con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los
hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias
referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la
persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios
que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de
tiempos y de situaciones.
Con su fiel
adhesión al Evangelio y el ejercicio de su misión en el mundo, la Iglesia, cuya
misión es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay
en la comunidad humana, consolida la paz en la humanidad para gloria de Dios.
CAPÍTULO V
EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCIÓN
DE LA COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS
Introducción
77. En estos últimos años, en los que aún perduran entre
los hombres la aflicción y las angustias nacidas de la realidad o de la amenaza
de una guerra, la universal familia humana ha llegado en su proceso de madurez
a un momento de suprema crisis. Unificada
paulatinamente y ya más consciente en todo lugar de su unidad, no puede llevar
a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir, construir un mundo más humano para
todos los hombres en toda la extensión de la tierra, sin que todos se
conviertan con espíritu renovado a la verdad de la paz. De aquí proviene que el mensaje evangélico, coincidente
con los más profundos anhelos y deseos del género humano, luzca en nuestros
días con nuevo resplandor al proclamar bienaventurados a los constructores de
la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Por esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y
auténtica noción de la paz, después de condenar la crueldad de la guerra,
pretende hacer un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio
de Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar la paz en
la justicia y el aor y a aportar los medios de la paz.
Naturaleza de la paz
78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima.
Esto, sin
embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las
personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden
intelectual y espiritual. Es absolutamente
necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así
como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a
construir la paz. Así, la paz es también
fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.
La paz sobre la
tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que
procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz,
ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y,
reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género
humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su
resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por lo cual, se
llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo
con sinceridad en la caridad (Eph 4,15), se unan con los hombres
realmente pacíficos para implorar y establecer la paz.
Movidos por el
mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la
violencia en la exigencia desus derechos, recurren a los medios de defensa,
que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que
esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la
sociedad.
En la medida en
que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el
retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad,
triunfen del pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia
hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de
sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una conta otra y
jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4).
Sección I.- Obligación de evitar la guerra
Hay que frenar la crueldad de las guerras
79. A pesar de que las guerras recientes han traído a
nuestro mundo daños gravísimos materiales y morales, todavía a diario en
algunas zonas del mundo la guerra continúa sus devastaciones. Es más, al emplear en la guerra armas científicas
de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal
barbarie, que supere, enormemente la de los tiempos pasados. La complejidad de
la situación actual y el laberinto de las relaciones internaciones permiten
prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y subversivos. En
muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el uso de los métodos del
terrorismo.
Teniendo presente esta postración de la humanidad el Concilio
pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de
gentes y de sus principios universales. La
misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos
principios. Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y las
órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede
excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar ante todo
aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría
étnica: hay que condenar con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha
de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse
abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.
Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados
internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las operaciones
militares y sus consecuencias sean menos inhumanas; tales son los que tratan
del destino de loscombatientes heridos o prisioneros y otros por el estilo. Hay que cumplir estos tratados; es más, están
obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas
materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se
consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras. También parece razonable que las leyes tengan en
cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por
motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de
otra forma.
Desde luego, la
guerra no ha sido desarraigada de la humanidad. Mientras exista el riesgo de
guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios
eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se
podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos. A los jefes de Estado y
a cuantos participan en los cargos de gobierno les incumbe el deber de proteger
la seguridad de los pueblos a ellos confiados, actuando con suma
responsabilidad en asunto tan grave. Pero una cosa es utilizar la fuerza
militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras
naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de
ella. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito
entre los beligerantes.
Los que, al
servicio de la patria, se hallan en el ejercicio, considérense instrumentos de
la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función
contribuyen realmente a estabilizar la paz.
La guerra
total
80. El horror y
la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las
armas científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir
destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan
excesivamente los límites de la legítima defensa. Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya
se encuentran en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría
la matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin
tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo y los
perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo esto nos
obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Sepan los hombres de hoy
que habrán de darmuy seria cuanta de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones
presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas
las condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos Sumos
Pontífices, declara:
Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la
destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus
habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con
firmeza y sin vacilaciones.
El riesgo característico de la guerra contemporánea está
en que da ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para cometer
tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar las voluntades
humanas a determinaciones verdaderamente horribles. Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de
toda la tierra reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a
los jefes de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren
incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la humanidad.
La carrera
de armamentos
81. Las armas
científicas no se acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra. Puesto que
la seguridad de la defensa se juzga que depende de la capacidad fulminante de
rechazar al adversario, esta acumulación de armas, que se agrava por años,
sirve de manera insólita para aterrar a posibles adversarios. Muchos la
consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar firmemente la
paz entre las naciones.
Sea lo que fuere
de este sistema de disuasión, convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos,
a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente
la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y
auténtica. De ahí que no sólo no se
eliminan las causas de conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de
agravarlas poco a poco. Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto
nuevas armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo
entero. En
vez de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones,
otras zonas del mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir nuevas rutas
que partan de una renovación de la mentalidad para eliminar este escándalo y
poder restablecer la verdadera paz, quedando el mundo liberado de la ansiedad
que le oprime.
Por lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de
armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de
manera intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura, engendre todos
los estragos funestos cuyos medios ya prepara.
Advertidos de las calamidades que el género humano ha
hecho posibles, empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto, para,
con mayor conciencia de la propia responsabilidad, encontrar caminos que
solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del hombre. La Providencia divina nos pide insistentemente que
nos liberemos de la antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a este
intento, no sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el que hemos
entrado.
Prohibición
absoluta de la guerra.
La acción internacional para evitar la
guerra
82. Bien claro
queda, por tanto, que debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar un
época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida
cualquier guerra. Esto requiere el establecimiento de una autoridad pública
universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad,
el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Pero antes de que
se pueda establecer tan deseada autoridad es necesario que las actuales
asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar los
medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de nacer de la mutua
confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por el terror de
las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera de armamentos
cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de armamentos,
no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y eficaces
garantías.
No hay que
despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se llevan a cabo
para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la buena voluntad
de muchísimos que, aun agobiados por las enormes preocupaciones de sus altos
cargos, movidos por el gravísimo deber que les acucia, se esfuerzan, por
eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de la
complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que
les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta
tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo
cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá de las
fronteras de la propianación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición de
dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la humanidad,
que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.
Acerca de los
problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones diligente e
ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que han tratado
de este asunto deben ser considerados como los primeros pasos para solventar
temas tan espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el
futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el
confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en
la propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del bien común de la
propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el mundo, dependen
enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las multitudes. Nada les
aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras los sentimientos de
hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los odios raciales y las
ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de
suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a
una nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan a la tarea de
la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión pública,
tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes de todos
en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros corazones,
con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que toso juntos
podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore.
Que no nos engañe
una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro tratados firmes y honestos sobre la
paz universal una vez depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que
ya está en grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea
arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz
horrenda de la muerte. Pero, mientras
dice todo esto, la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy,
no cesa de esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e
importunamente, quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo
aceptable para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación.
Sección 2.-
Edificar la comunidad internacional
Causas y remedios de las discordias
83. Para edificar la paz se requiere ante todo que se
desarraigen las causas de discordia entre los hombres, que son las que
alimentan las guerras. Entre esas causas deben desaparecer principalmente las
injusticias. No pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades
económicas y de la lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias.
Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas, y, si
ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la envidia, de la
desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede
soportar tantas deficiencias en el orden, éstas hacen que, aun sin haber
guerras, el mundo esté plagado sin cesar de luchas y violencias entre los
hombres. Como, además, existen los mismos males en las relaciones
internacionales, es totalmente necesario que, para vencer y prevenir semejantes
males y para reprimir las violencias desenfrenadas, las instituciones
internacionales cooperen y se coordinen mejor y más firmemente y se estimule
sin descanso la creación de organismos que promuevan la paz.
La comunidad de las naciones y las instituciones
internacionales
84. Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua
dependencia que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos
de la tierra, la búsqueda certera y la realización eficaz del bien común
universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un
ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo particularmente
en cuanta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en estado de miseria
intolerable.
Para lograr estos fines, las instituciones de la
comunidad internacional deben, cada una por su parte, proveer a las diversas
necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida social, alimentación,
higiene, educación, trabajo, como en múltiples circunstancias particulares que
surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad general que las naciones en vías
de desarrollo sienten de fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la
triste situación de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.
Las instituciones internacionales, mundiales o regionales
ya existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos de
echar los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para solucionar
los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover el progreso en
todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus formas. En todos estos
campos, la Iglesia se goza del espíritu de auténtica fraternidad que
actualmente florece entre los cristianos y los no cristianos, y que se esfuerza
por intensificar continuamente los intentos de prestar ayuda para suprimir
ingentes calamidades.
La cooperación internacional en el orden económico
85. La actual unión del género humano exige que se
establezca también una mayor cooperación internacional en el orden económico.
Pues la realidad es que, aunque casi todos los pueblos han alcanzado la
independencia, distan mucho de verse libres de excesivas desigualdades y de
toda suerte de inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el peligro
de las dificultades internas.
El progreso de un país depende de los medios humanos y
financieros de que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio de la
educación y de la formación profesional, al ejercicio de las diversas funciones
de la vida económica y social. Para esto se requiere la colaboración de
expertos extranjeros que en su actuación se comporten no como dominadores, sino
como auxiliares y cooperadores. La ayuda material a los paises en vías de
desarrollo no podrá prestarse si no se operan profundos cambios en las
estructuras actuales del comercio mundial. Los países desarrollados deberán
prestar otros tipos de ayuda, en forma de donativos, préstamos o inversión de
capitales; todo lo cual ha de hacerse con generosidad y sin ambición por parte
del que ayuda y con absoluta honradez por parte del que recibe tal ayuda.
Para establecer un auténtico orden económico universal
hay que acabar con las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones
nacionalistas, el afán de dominación política, los cálculos de carácter
militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. Son
muchos los sistemas económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear que
los expertos sepan encontrar en ellos los principios básicos comunes de un sano
comercio mundial. Ello será fácil si
todos y cada uno deponen sus prejuicios y se muestran dispuestos a un diálogo
sincero.
Algunas
normas oportunas
86. Para esta
cooperación parecen oportunas las normas siguientes:
a) Los pueblos que están en vías de desarrollo entiendanbien que han de buscar
expresa y firmemente, como fin propio del progreso, la plena perfección humana
de sus ciudadanos. Tengan presente que el progreso surge y se acrecienta
principalmente por medio del trabajo y la preparación de los propios pueblos,
progreso que debe ser impulsado no sólo con las ayudas exteriores, sino ante
todo con el desenvolvimiento de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y
tradiciones propias. En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen mayor
influjo sobre sus conciudadanos.
b) Por su parte,
los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los
paises en vías de desarrollo a cumplir tales cometidos. Por lo cual han de
someterse a las reformas psicológicas y materiales que se requieren para crear
esta cooperación internacional. Busquen así, con sumo cuidado en las relaciones
comerciales con los paises más débiles y pobres, el bien de estos últimos,
porque tales pueblos necesitan para su propia sustentación los beneficios que
logran con la venta de sus mercancías.
c) Es deber de la
comunidad internacional regular y estimular el desarrollo de forma que los
bienes a este fin destinados sean invertidos con la mayor eficacia y equidad.
Pertenece también a dicha comunidad, salvado el principio de la acción
subsidiaria, ordenar las relaciones económicas en todo el mundo para que se
ajusten a la justicia. Fúndense instituciones capaces de promover y de ordenar
el comercio internacional, en particular con las naciones menos desarrolladas,
y de compensar los desequilibrios que proceden de la excesiva desigualdad de
poder entre las naciones. Esta
ordenación, unida a otras ayudas de tipo técnico, cultural o monetario, debe
ofrecer los recursos necesarios a los paises que caminan hacia el progreso, de
forma que puedan lograr convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d) En muchas
ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras económicas y sociales;
pero hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas y sobre
todo aquellas que ofrecen al hombre ventajas materiales, pero se oponen a la
naturaleza y al perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues no sólo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt
4,4). Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como en sus
mejores tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual confiado por Dios
a la humanidad, aunque muchos desconocen su origen.
Cooperación
internacional en lo tocante al crecimiento demográfico
87. Es
sobremanera necesaria la cooperación internacional en favor de aquellos pueblos
que actualmente con harta frecuencia, aparte de otras muchas dificultades, se
ven agobiados por la que proviene del rápido aumento de su población. Urge la
necesidad de que, por medio de una plena e intensa cooperación de todos los
paises, pero especialmente de los más ricos, se halle el modo de disponer y de
facilitar a toda la comunidad humana aquellos bienes que son necesarios para el
sustento y para la conveniente educación del hombre. Son varios los paises que
podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados de la
conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de las nuevas
técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones particulares
una vez que se haya establecido un mejor orden social y se haya distribuido más
equitativamente la propiedad de las tierras.
Los gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones,
en lo que toca a los problemas de su propia población, dentro de los límites de
su específica competencia. Tales son, por ejemplo, la legislación social y la
familiar, la emigración del campo a la ciudad, la información sobre la
situación y necesidades del país. Como hoy la agitación que en torno a este
problema sucede a los espíritus es tan intensa, es de desear que los católicos
expertos en todas estas materias, particularmente en las universidades,
continúen con intensidad los estudios comenzados y los desarrollen cada vez
más.
Dado que muchos afirman que el crecimiento de la
población mundial, o al menos el de algunos paises, debe frenarse por todos los
medios y con cualquier tipo de intervención de la autoridad pública, el
Concilio exhorta a todos a que se prevenga frente a las soluciones, propuestas
en privado o en público y a veces impuestas, que contradicen a la moral. Porque, conforme al inalienable derecho del hombre al
matrimonio y a la procreación, la decisión sobre el número de hijos depende del
recto juicio de los padres, y de ningún modo puede someterse al criterio de la
autoridad pública. Y como el juicio de los padres requiere como presupuesto una
conciencia rectamente formada, es de gran importancia que todos puedan cultivar
una recta y auténticamente humana responsabilidad que tenga en cuanta la ley
divina, consideradas las circunstancias de la realidad y de la época. Pero esto
exige que se mejoren en todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y
sobre todo que se dé una formación religiosa o, al menos, una íntegra educación
moral. Dése al hombre también conocimiento sabiamente cierto de los progresos
científicos con el estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges en
la determinación del número de hijos, métodos cuya seguridad haya sido bien
comprobada y cuya concordancia con el orden moral esté demostrada.
Misión de los cristianos en la cooperación internacional
88. Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en
la edificación del orden internacional con la observancia auténtica de las
legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto más cuanto que
la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes necesidades, que con
razón puede decirse que es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz
para despertar la caridad de sus discípulos. Que no sirva de escándalo a la
humanidad el que algunos paises, generalmente los que tienen una población
cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros
se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el
hambre, las enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de
caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en
especial jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás
hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los primeros los
Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la medida de sus fuerzas, las
miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era ante costumbre en la Iglesia, no
sólo con los bienes superfluos, sino también con los necesarios.
El modo concreto de las colectas y de los repartos, sin
que tenga que ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de establecerse, sin
embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano, nacional y mundial,
unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los católicos con la de los
demás hermanos cristianos. Porque el
espíritu de caridad en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y organizado de
la acción social caritativa, sino que lo impone obligatoriamente. Por eso es
necesario que quienes quieren consagrarse al servicio de los pueblos en vías de
desarrollo se formen en instituciones adecuadas.
Presencia
eficaz de la Iglesia en la comunidad internacional
89. La Iglesia,
cuando predica, basada en su misión divina, el Evangelio a todos los hombres y
ofrece los tesoros de la gracia, contribuye a la consolidación de la paz en
todas partes y al establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna
entre los hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y
natural. Es éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la
Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e incrementar la
cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas como por la
plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y exclusivamente
por el deseo de servir a todos.
Este objetivo
podrá alcanzarse con mayor eficacia si los fieles, conscientes de su
responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar en su ámbito
personal de vida la pronta voluntad de cooperar con la comunidad internacional.
En esta materia préstese especial cuidado a la formación de la juventud tanto
en la educación religiosa como en la civil.
Participación
del cristiano en las instituciones internacionales
90. Forma
excelente de la actividad internacional de los cristianos es, sin duda, la
colaboración que individual o colectivamente prestan en las instituciones
fundadas o por fundar para fomentar la cooperación entre las naciones. A la
creación pacífica y fraterna de la comunidad de los pueblos pueden servir
también de múltiples maneras las varias asociaciones católicas internacionales,
que hay que consolidar aumentando el número de sus miembros bien formados, los
medios que necesitan y la adecuada coordinación de energías. La eficacia en la
acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de equipo.
Estas asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del sentido
universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a la formación de una
conciencia de la genuina solidaridad y responsabilidad universales.
Es de desear,
finalmente, que los católicos, para ejercer como es debido su función en la
comunidad internacional, procuren cooperar activa y positivamente con los
hermanos separados que juntamente con ellos practican la caridad evangélica, y
también con todos los hombres que tienen sed de auténtica paz.
El Concilio, considerando
las inmensas calamidades que oprimen todavía a la mayoría de la humanidad, para
fomentar en todas partes la obra de la justicia y el amor de Cristo a los
pobres juzga muy oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que
tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el
desarrollo a los paises pobres y la justicia social interacional.
CONCLUSIÓN
Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares
91. Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la
Iglesia, ha propuesto el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de
nuestros días, a los que creen en Dios y a los que no creen en El de forma
explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera vocación,
ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre, tiendan a una
fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo el impulso del amor,
con esfuerzo generoso y unido, respondan a las urgentes exigencias de nuestra
edad.
Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas
culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus
partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque reitera la
doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias
sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el futuro.
Confiamos, sin embargo, que muchas de las cosas que hemos dicho, apoyados en la
palabra de Dios y en el espíritu del Evangelio, podrán prestar a todos valiosa
ayuda, sobre todo una vez que la adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad
haya sido llevada a cabo por los cristianos bajo la dirección de los pastores.
El diálogo entre todos los hombres
92. La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de
iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo
Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte
en señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.
Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el
seno de la Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las
legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el
diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de Dios, tanto los
pastores como los demás fieles. Los lazos de unión de los fieles son mucho más
fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu
abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en
la plenitud de comunión y abraza también a sus comunidades. Con todos ellos nos
sentimos unidos por la confesión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y
por el vínculo de la caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es
objeto de esperanzas y de deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo.
Los avances
que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la poderosa virtud y
la paz para el universomundo. Por ello, con unión de energías y en formas cada
vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia este importante propósito,
procuremos que, ajustándonos cada vez más al Evangelio, cooperemos
fraternalmente para servir a la familia humana, que está llamada en Cristo
Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos dirigimos también por la misma razón a todos los que
creen en Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos
religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a todos a
recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos con ánimo álacre.
El deseo de este
coloquio, que se siente movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la
caridad, salvando siempre la necesaria prudencia, no excluye a nadie por parte
nuestra, ni siquiera a los que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu
humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a
aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios
Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser
hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina, podemos y
debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera paz, a la
edificación del mundo.
Edificación
del mundo y orientación de éste a Dios
93. Los
cristianos recordando la palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois
mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io 13,35), no pueden
tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma
eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente, con la fiel adhesión al
Evangelio y con el uso de las energías propias de éste, unidos a todos los que
aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que han de
cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a
todos en el último día. No todos los que dicen: "¡Señor, Señor!",
entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del
Padre y ponen manos a la obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos
efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y
con las obras, dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los
demás el misterio del amor del Padre celestial. Por esta vía, en todo el mundo
los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del
Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y
en la suma bienaventuranza en la patria que brillarácon la gloria del Señor.
"Al que es poderoso para hacer que copiosamente
abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en
nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las
generaciones, por los siglos de los siglos. Amén." (Eph 3,20-21).
Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución
pastoral se incluyen han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto
Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada por
Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en el
Espíritu Santo, decretamos y establecemos, y ordenamos que se promulgue, para
gloria de Dios, todo los aprobado conciliarmente.
Roma, en San
Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.